I. El trilero

(Invierno de 1529 – Primavera de 1530

Johane: «No tienes más que decir: Rafe, consígueme un escaño en el nuevo Parlamento. Y allá va él, como una sirvienta a la que le han dicho que recoja la colada».

—Fue más difícil que eso —dice Rafe.

—¿Cómo lo sabes? —dice Johane.

Los escaños de los Comunes están en gran parte en manos de los lores; los lores, los obispos y el rey. Un reducido número de electores, presionado desde arriba, suele hacer lo que le mandan.

Rafe le ha conseguido Taunton. Era territorio de Wolsey; no le habrían permitido entrar sin el visto bueno del rey, sin el visto bueno de Thomas Howard. Él había enviado a Rafe a Londres para que explorara el territorio incierto de las intenciones del duque: a averiguar qué oculta aquella sonrisa huraña. «Como mandéis, señor».

Ya lo sabe.

—El duque de Norfolk cree que el cardenal ha enterrado un tesoro y que vos sabéis dónde —dice Rafe.

Hablan a solas. Rafe: «Os pedirá que trabajéis para él».

—Sí. Tal vez no con esas mismas palabras.

Él observa la expresión de Rafe, sopesando la situación. Norfolk es ya (salvo que se cuente al hijo bastardo del rey) el primer noble del reino.

—Le garanticé vuestro respeto —dice Rafe—, vuestra…, vuestra veneración, vuestro deseo de estar a su…

—¿Servicio?

—Más o menos.

—¿Y qué dijo él?

—Dijo mmm.

Él se ríe.

—¿En ese tono?

—En ese tono.

—¿Y con su adusto cabeceo?

—Sí.

Muy bien. Me seco las lágrimas, las lágrimas del día de Todos los Santos. Me siento con el cardenal junto al fuego en Esher, en una habitación cuya chimenea humea. Digo: señor, ¿creéis que os abandonaría? Localizo al hombre que se encarga de las chimeneas y los fuegos. Le doy órdenes. Cabalgo hasta Londres, hasta Black Friars. Es un día nebuloso, el día de san Huberto. Norfolk está esperando para explicarme que será un buen señor para mí.

El duque ronda los sesenta años, pero no hace concesiones a la edad. De rostro pétreo y mirada incisiva, es delgado como un hueso roído, y frío como hoja de hacha; sus articulaciones parecen unidas por eslabones flexibles, y se mueve además con un ruido metálico. Se debe a que lleva reliquias ocultas en la ropa: lleva diminutos relicarios con restos de piel y pelo, y esquirlas de huesos de mártires en medallones. «¡Santa María!», dice, a modo de juramento. Y «¡Por la santa misa!»; y, a veces, saca una medalla o un amuleto y lo besa con fervor, invocando a algún santo o mártir para que impida que la cólera que le invade se apodere de él. «¡San Judas, dadme paciencia!», exclamará; tal vez lo confunda con Job, sobre quien escuchó una historia de niño, sentado en el regazo de su primer sacerdote. Es difícil imaginar al duque de niño, o más joven o distinto del personaje que es ahora. Considera la Biblia un libro que los laicos no necesitan para nada, aunque comprende que los sacerdotes hagan cierto uso de ella. Opina que la lectura de libros es pura afectación y desearía que hubiese menos afectación de ese género en la corte. Su sobrina Ana Bolena siempre está leyendo, y tal vez sea la razón de que siga soltera a los veintiocho años. El duque no comprende por qué tiene que escribir cartas un gentilhombre. Para eso están los escribanos.

Ahora lanza una mirada ardiente.

—Cromwell, me complace que estéis en el Parlamento.

Él inclina la cabeza. «Milord».

—He hablado con el rey en vuestro favor, y también le complace. Seguiréis sus instrucciones en los Comunes, y también las mías.

—¿Serán las mismas, señor?

El duque frunce el ceño. Pasea; tintinea un poco; por último grita:

—¡Maldita sea, Cromwell! ¿Por qué sois tan… persona? Cuando no parece que pudieseis permitíroslo.

Él espera, sonriendo. Sabe lo que quiere decir el duque. Él es una persona, una presencia. Sabe abrirse paso en una habitación sin que lo vean. Pero tal vez esos tiempos hayan terminado.

—No es broma —dice el duque—. La casa de Wolsey es un nido de víboras. No es que… —Acaricia una medalla, vacilando—. Dios me libre de…

Comparar a un príncipe de la Iglesia con una serpiente. El duque desea el dinero del cardenal, desea el puesto del cardenal al lado del rey. Pero, por otra parte, no quiere arder en el Infierno. Cruza la habitación; une las manos con una palmada; se las frota. Se vuelve.

—El rey se dispone a quejarse de vos, señor. Oh, sí. Os honrará con una audiencia porque desea comprender los asuntos del cardenal, pero tiene muy buena memoria, ya lo comprobaréis, y recuerda que, cuando estabais en el Parlamento anterior, hablasteis contra su guerra.

—Espero que no siga pensando invadir Francia.

—¡Maldita sea! ¡Qué inglés no lo piensa! Francia nos pertenece. Tenemos que recuperar lo que es nuestro. —Se le contrae un músculo de la mejilla. Pasea, agitado; se vuelve, se frota la mejilla; cesa la contracción. Y dice, con absoluta naturalidad—: En realidad, tenéis razón.

Él espera.

—No podemos ganar —añade el duque—, pero tenemos que luchar como si pudiéramos. Olvidar el dinero. Olvidar las pérdidas (de dinero, hombres, caballos y navíos). Ese es el error de Wolsey, ¿comprendéis? Siempre en la mesa del tratado. ¿Cómo va a entender el hijo de un carnicero…?

La gloire?.

—¿Sois hijo de un carnicero?

—De un herrero.

—¿De veras? ¿Sabéis herrar un caballo?

Él se encoge de hombros.

—Si me mandaran hacerlo, señor. Pero no puedo imaginar…

—¿No podéis? ¿Qué podéis imaginar? Un campo de batalla, un campamento, la noche antes del combate… ¿Podéis imaginar eso?

—También yo fui soldado.

—¿De veras? No en un ejército inglés, estoy seguro. Bueno, veamos —el duque hace una mueca, sin animosidad—. Sabía que había algo extraño en vos. Sabía que no me gustabais, pero no podía determinar por qué. ¿Dónde estuvisteis?

—Garellano.

—¿Con?

—Los franceses.

El duque silba.

—Bando equivocado, amigo.

—Me di cuenta.

—Con los franceses —se ríe—. Con los franceses. ¿Y cómo conseguisteis salir de aquel desastre?

—Fui hacia el norte. Me metí en… —Iba a decir en el comercio del dinero, pero el duque no comprendería lo de comerciar en dinero; así que dice—: telas. Seda principalmente. Ya sabéis, hay mercado, con los soldados por allí…

—¡Por la santa misa, sí! Johnnie el Mercader, con el dinero a la espalda. ¡Esos suizos! Como una compañía de actores. Encaje, cintas, sombreros de fantasía. Un blanco fácil, en realidad. ¿Arquero?

—De vez en cuando —sonríe—. Me faltaba talla para eso.

—También a mí. Sin embargo, Enrique sabe manejar el arco. Muy bien. Tiene talla para eso. Y brazo. Aun así. Ya no ganaremos muchas batallas como aquella.

—Entonces, ¿qué tal si no libramos ninguna? Negociemos, señor. Es más barato.

—Os aseguro, Cromwell, que habéis tenido un gran descaro viniendo aquí.

—Me llamasteis vos, señor.

—¿De veras? —Norfolk parece asustado—. ¿Ha sido así?

Los consejeros del rey están preparando no menos de cuarenta y cuatro acusaciones contra el cardenal. Abarcan desde violación de los estatutos de praemunire (es decir, apoyar una jurisdicción extranjera en los territorios del rey) hasta comprar carne para su casa al mismo precio que el rey; desde ilegalidades financieras hasta no emplear los medios precisos para impedir la propagación de herejías luteranas.

La ley de praemunire data de otro siglo. Ya nadie sabe muy bien lo que significa. Parece que significa lo que diga el rey que significa, y eso depende del día. Es tema de discusión en todos los mentideros de Europa. Entretanto, el cardenal se sienta y a veces susurra para sí, y a veces habla en voz alta y dice: «¡Thomas, mis colegios! Pase lo que pase con mi persona, mis colegios han de salvarse. Acudid al rey. No puede proponerse apagar la luz del conocimiento, sea cual fuere el castigo que quiera imponerme por cualquier ofensa imaginaria».

Desterrado en Esher, el cardenal deambula y se preocupa. La gran inteligencia que antes manipulaba los asuntos de Europa ahora cavila sin cesar sobre las propias pérdidas. Se abstrae en una inactividad silenciosa, entregado a sus pensamientos mientras la luz se apaga; por amor de Dios, Thomas, le ruega Cavendish, no le digáis que venís si no lo vais a hacer.

No lo haré, dice él, y vengo cuando puedo; pero a veces me es imposible. La Cámara se reúne tarde y, antes de salir de Westminster, tengo que recoger las cartas y peticiones para Su Eminencia y hablar con todos los que quieren enviar mensajes pero no quieren ponerlos por escrito.

Comprendo, dice Cavendish, pero, Thomas, se lamenta, no os imagináis lo que es estar en Esher. ¿Qué hora es?, pregunta Su Eminencia. ¿A qué hora llegará Cromwell? Y al cabo de una hora, otra vez: Cavendish, ¿qué hora es? Nos hace salir con luces e informarle del tiempo que hace; como si vos, Cromwell, fueseis una persona a quien asustaran granizadas y hielo. La vez siguiente, preguntará: ¿y si ha tenido algún accidente en el camino? El camino desde Londres está lleno de ladrones. Los agentes maléficos pululan por yermos y páramos al oscurecer. De eso pasará a decir: este mundo está lleno de trampas y engaños, y en muchos de ellos he caído yo, mísero pecador.

Cuando él, Cromwell, se quita al fin la capa de montar y se deja caer en un asiento junto al fuego —por la sangre de Cristo, esa chimenea humeante—, el cardenal está a su lado sin darle tiempo a respirar. ¿Qué dijo mi señor de Suffolk? ¿Cómo estaba mi señor de Norfolk? ¿Habéis visto al rey? ¿Ha hablado con vos? Y lady Ana, ¿se encuentra bien de salud y tiene buen aspecto? ¿Habéis ideado algún medio de complacerla? Porque tenemos que complacerla, ¿sabéis?

—Hay una forma fácil de complacer a esa dama, que consiste en coronarla reina —dice él. Cierra los labios sobre el tema de Ana, y no tiene más que hablar.

María Bolena dice que su hermana se ha fijado en él, pero hasta hace poco no había mostrado el menor indicio de ello. Sus ojos pasaban sobre él sin detenerse camino de alguien que le interesaba más. Son unos ojos negros, un poco saltones, brillantes como cuentas de ábaco; son brillantes y siempre están en movimiento, mientras hace cálculos en beneficio propio. Pero tío Norfolk debe de haberle dicho: «Ahí va el hombre que conoce los secretos del cardenal». Porque ahora, cuando él entra en su campo de visión, ella estira el largo cuello y las cuentas brillantes se mueven mientras le examina de arriba abajo y decide qué utilidad puede sacar de él. Supone que ella disfruta de buena salud, mientras el año avanza lentamente hacia su fin. No tose como un caballo enfermo, por ejemplo, ni cojea. Supone que es guapa, si su fisonomía coincide con tus gustos.

Una noche, poco antes de Navidad, él llega tarde a Esher y el cardenal está sentado, solo, escuchando a un muchacho que toca el laúd.

—Gracias, Mark, ahora márchate —le dice.

El muchacho hace una reverencia al cardenal; a él apenas le dirige la venia apropiada para un representante parlamentario. Cuando el muchacho se retira, el cardenal dice:

—Mark es muy hábil, y un muchacho muy agradable. En York Place era uno de los niños del coro. Creo que no debería seguir aquí, debería enviárselo al rey. O tal vez a lady Ana, ya que es un joven tan lindo. ¿Le gustaría a ella?

El muchacho se demora en la puerta para saborear las alabanzas. Una dura mirada cromwelliana (equivalente a una patada en el trasero) le impulsa a salir. A él le gustaría que no le preguntaran lo que le gustaría o dejaría de gustarle a lady Ana.

—¿Me envía un mensaje el Lord Canciller Moro? —pregunta el cardenal.

Él deja un fajo de documentos en la mesa.

—Parecéis enfermo, Eminencia.

—Sí, estoy enfermo. ¿Qué haremos, Thomas?

—Sobornaremos a la gente —dice él—. Seremos liberales y generosos con los bienes que os quedan, pues aún disponéis de beneficios, aún tenéis tierras. Escuchad, señor, aunque el rey os quitara todo lo que tenéis, la gente preguntará si el rey puede disponer de lo que pertenece al cardenal. Quienes reciban una concesión real no estarán seguros de sus títulos a menos que lo confirméis vos. Así que aún tenéis cartas en la mano.

—Y después de todo, si se propusiera formular una acusación de tr… —le falla la voz—. Si…

—Si pensara acusaros de traición, ya estaríais en la Torre.

—Cierto… ¿Y de qué le serviría con la cabeza en un sitio y el cuerpo en otro? Creo que es así: el rey piensa dar una buena lección al papa degradándome. Lo que quiere indicar es: yo, como rey de Inglaterra, mando en mi casa. Oh, ¿pero es así? ¿O es lady Ana o Thomas Bolena quién manda? Es una pregunta que no hay que hacer, fuera de esta habitación.

La lucha ahora es para conseguir hablar a solas con el rey, averiguar sus intenciones, si es que él mismo las conoce, y llegar a un acuerdo. El cardenal necesita dinero en efectivo con urgencia. Esa es la primera escaramuza. Día tras día, espera una entrevista. El rey tiende una mano, recibe de él las cartas que le ofrece, mirando el sello del cardenal. No le mira a él, se limita a decir, abstraído: «Gracias». Un día, le mira y dice: «Señor Cromwell, sí…, no puedo hablar del cardenal». Y cuando él abre la boca para hablar, el rey dice: «¿Es que no entendéis? No puedo hablar de él». El tono es cortés, desconcertado. «Otro día —le dice—. Os avisaré. Lo prometo».

Cuando el cardenal le pregunta: «¿Qué aspecto tenía hoy el rey?», él responde que daba la impresión de no haber dormido.

El cardenal se ríe. «Si no duerme es porque no caza. Este suelo helado es demasiado duro para las almohadillas de los perros. No pueden salir. Es la falta de aire fresco, Thomas. No es su conciencia».

Más tarde, él recordará aquella noche de finales de diciembre en que encontró al cardenal escuchando música. La repasará mentalmente dos veces, y luego, una tercera vez.

Porque cuando deja al cardenal y contempla de nuevo el camino, la noche, oye la voz de un muchacho que habla detrás de una puerta entornada: es Mark, el que toca el laúd. «… así que por mi habilidad dice que me enviará con lady Ana. Y me alegraré, porque ¿qué sentido tiene estar aquí cuando el rey puede decapitar al viejo el día menos pensado? Creo que debería hacerlo, porque el cardenal es muy orgulloso. Hoy es el primer día que dice algo agradable de mí».

Una pausa. Alguien habla en voz baja; no sabe quién es. Luego, habla el chico: «Sí, seguro que el abogado caerá con él. Digo el abogado, pero ¿quién es? Nadie lo sabe. Dicen que ha matado hombres con sus propias manos y que nunca lo ha dicho en confesión. Pero esos hombres tan duros siempre lloran al ver al verdugo».

No le cabe ninguna duda de que es su propia ejecución lo que Mark anhela. Al otro lado de la pared, el chico continúa: «Así que cuando esté con lady Ana, seguro que ella se fija en mí y me hace regalos. —Una risilla—. Y me mira con buenos ojos. ¿No lo crees? ¿Quién sabe a quién puede recurrir mientras sigue rechazando al rey?».

Una pausa. Luego, Mark: «Ella no es virgen. No lo es».

Qué conversación tan encantadora: cháchara de criados. Otra respuesta apagada y luego Mark: «¿Crees que podría haber estado en la corte francesa, y regresar virgen? ¿Más de lo que pudo su hermana? Y María era la jaca de todos».

Pero eso no es nada. Él está decepcionado. Esperaba enterarse de detalles. Eso solo es lo que on dit. De todos modos, vacila y espera.

—Además, Tom Wyatt ha tenido relaciones con ella en Kent, y todo el mundo lo sabe. Yo estuve en Penshurst con el cardenal, y, ya sabes, el palacio queda cerca de Hever, donde vive la familia de la dama, y la casa de los Wyatt queda cerca a caballo.

¿Testigos? ¿Fechas?

Pero, entonces, la persona desconocida dice «chisss». De nuevo, una risilla leve.

No puede hacerse nada con eso. Solo tenerlo en cuenta. La conversación es en flamenco, el idioma del país en que ha nacido Mark.

Llega la Navidad y el rey la pasa en Greenwich, con la reina Catalina. Ana está en York Place; el rey puede subir río arriba para verla. La compañía de ella es agotadora, dicen las mujeres. Las visitas del rey son breves, escasas y discretas.

En Esher, el cardenal guarda cama. Nunca lo habría hecho en otros tiempos, aunque parece lo bastante enfermo para que esté justificado. Dice: «No pasará nada mientras el rey y lady Ana estén intercambiando sus besos de Año Nuevo. Estamos a salvo de incursiones hasta el día de Reyes». Vuelve la cabeza en las almohadas. Dice con tono vehemente: «Por el Cuerpo de Cristo, Cromwell. Marchaos a casa».

La casa de Austin Friars está adornada con guirnaldas de acebo y hiedra, de laurel y de tejo encintado. En la cocina hay mucho ajetreo, hay que alimentar a los vivos. Pero este año se omiten las canciones y las representaciones navideñas habituales. Ningún año ha traído tanta devastación. Su hermana Kat y su marido Morgan Williams han sido arrebatados de este mundo tan deprisa como lo fueron sus hijas, hoy andando y hablando, y al día siguiente fríos como piedras. Arrojados a sus tumbas de la orilla del Támesis, abiertas donde queden fuera del alcance de la marea, lejos de la vista y el olor del río; sordos ya al tañido de la agrietada campana de la iglesia de Putney, insensibles al olor a tinta fresca, a lúpulo, a cebada malteada y al aroma, aún animal, de los fardos de lana; insensibles al aroma otoñal a resina de pino, velas de manzana y buñuelos. Cuando el año termina, se añaden dos huérfanos a su casa: Richard y el niño Walter. Morgan Williams era muy parlanchín, pero listo a su manera, y trabajaba mucho por la familia. Y Kat… Bueno, últimamente comprendía tanto a su hermano como podía comprender los movimientos de las astros, más o menos. «Nunca acabo de entenderte, Thomas». Siempre había algo en él con lo que no contaba, lo cual solo era culpa suya, porque ¿quién la había enseñado a contar con los dedos para descifrar las facturas de los comerciantes?

Si tuviese que darse un consejo por Navidad, se diría: deja ya al cardenal o volverás a verte en las calles con el trile. Pero él solo da consejos a los que son propensos a aceptarlos.

Tienen una gran estrella dorada en Austin Friars, que cuelga en el vestíbulo el día de Año Viejo. Da la bienvenida a los invitados el día de Reyes. A partir del verano, Liz y él se dedicaban a pensar en los trajes de los tres magos de Oriente, y reunían y atesoraban trozos de cualquier tela extraña que veían, y nuevos adornos. Luego, a partir de octubre, Liz se dedicaba a coser en secreto, mejorando los atuendos del año anterior con remiendos de telas brillantes, acolchando un hombro, rematando un dobladillo y haciendo nuevas y fantásticas coronas todos los años. A él le correspondía pensar en los regalos que llevarían los reyes. En una ocasión, un rey dejó caer asustado el cofrecito cuando el regalo empezó a cantar.

Este año nadie tiene ánimo para colgar la estrella. Pero él la examina en su cuarto sin luz. Retira las fundas de lona que protegen las puntas y comprueba que están intactas y que no han perdido el color. Llegarán años mejores en que vuelvan a colocarla. Aunque él no pueda concebirlo. Coloca de nuevo las fundas, complacido por lo bien hechas que están y lo bien que ajustan. Las vestiduras de los tres reyes están guardadas en un baúl, como las pieles de los niños que harán de corderos. Ve los cayados de los pastores apoyados en un rincón. Las alas del ángel cuelgan de un gancho. Las toca. Se mancha el dedo de polvo. Retira la vela para no correr riesgos, descuelga las alas y las sacude con cuidado. Emiten un leve siseo, y el aire se llena de un ligero perfume ambarino.

Vuelve a colgarlas. Pasa sobre ellas la palma de la mano para alisarlas y detener su temblor. Recoge la vela. Sale. Apaga la vela. Cierra la puerta con llave y se la da a Johane.

—Ojalá tuviésemos un niño —le dice—. Da la sensación de que hace tanto ya que no hay niños en la casa.

—A mí no me mires —dice Johane.

Él lo hace, por supuesto.

—¿No cumple con su deber últimamente John Williamson? —le pregunta.

—Su deber no es mi placer —dice ella.

Esa es una conversación que no debería haber tenido, piensa él mientras Johane se aleja.

El día de Año Nuevo, cuando cae la noche, él está sentado a su escritorio; escribe cartas para el cardenal y a veces cruza la habitación hasta el ábaco y mueve las cuentas. Parece que, a cambio de una confesión oficial de culpabilidad por las acusaciones de praemunire, el rey perdonará la vida al cardenal y le concederá cierta libertad. Pero el dinero que le queda para mantener su posición será una fracción de sus antiguos ingresos. York Place ya ha sido ocupado. Hampton Court se perdió hace mucho, y el rey está considerando cómo gravar el rico obispado de Winchester y apoderarse de él.

Entra Gregory.

—Os traigo luces. Me lo ha pedido tía Johane. Ve con tu padre, me ha dicho.

Gregory se sienta. Espera. Mueve las manos. Suspira. Se levanta. Se acerca al escritorio de su padre y se para frente a él. Luego, como si alguien le hubiese dicho: «Haz algo útil», alarga tímidamente la mano y empieza a ordenar los papeles. Él alza la vista hacia su hijo, concentrado en su tarea con la cabeza baja. Por primera vez, quizá desde que era pequeño, se fija en sus manos y se sorprende. Ya no son manos infantiles, sino las manos grandes, blancas y finas del hijo de un gentilhombre. ¿Qué hace Gregory? Está colocando los documentos en un montón. ¿Basándose en qué principio? No puede leerlos, porque están al revés. No los ordena por asunto. ¿Lo hace por la fecha? Santo cielo, ¿qué está haciendo?

Él tiene que acabar esa frase con sus numerosas subordinadas de importancia vital. Alza de nuevo la vista e identifica el plan de Gregory. Es un sistema de una santa simplicidad: los documentos grandes debajo y los pequeños encima.

—Padre… —dice Gregory. Suspira. Cruza la habitación hasta el ábaco. Mueve las cuentas con un índice. Luego las junta, las retira y las agrupa en una hilera ordenada.

Él alza la vista al fin.

—Eso era un cálculo. Estaban así por una razón.

—Oh, lo siento —dice Gregory, muy educado. Se sienta junto al fuego y procura no agitar el aire al respirar.

La mirada más dulce puede ser imperiosa. Él siente la de su hijo y le pregunta:

—¿Qué pasa?

—¿Creéis que podréis dejar de escribir?

—Un momento —contesta él, alzando una mano. Firma la carta de la forma habitual: «Vuestro fiel amigo, Thomas Cromwell». Si Gregory va a decirle que alguien más de la casa está gravemente enfermo, o que él mismo, Gregory, se ha ofrecido en matrimonio a la lavandera, o que se ha hundido el puente de Londres, tiene que prepararse para asumirlo como un hombre; pero antes tiene que secar y sellar esto. Alza la vista—. ¿Sí?

Gregory aparta la cara. ¿Está llorando? No sería sorprendente, claro, hasta él mismo ha llorado en público. Cruza la habitación. Se sienta frente a su hijo junto al fuego. Se quita el gorro de terciopelo y se echa el pelo hacia atrás con las manos.

Ninguno de los dos habla durante un largo rato. Él se mira las manos, de gruesos dedos, las cicatrices y señales de quemaduras ocultas en las palmas. ¿Gentilhombre?, se pregunta. Así te dices, pero ¿a quién quieres engañar? Solo quienes no te han visto nunca o a quienes mantienes a distancia con cortesía, tus clientes como abogado y tus compañeros de los Comunes, los colegas de Gray’s Inn, los criados domésticos de los cortesanos, los cortesanos… Su pensamiento se desvía hacia la carta siguiente que tiene que escribir. Entonces, Gregory le dice con voz delicada, como si hubiese retrocedido al pasado:

—¿Recordáis la Navidad en que había aquel gigante en la representación?

—¿Aquí en la parroquia? Sí que me acuerdo.

—Decía: «Soy un gigante, me llamo Marlinspike». Contaban que era tan alto como el mayo de Cornhill. ¿Qué es el mayo de Cornhill?

—Lo derribaron. El año de los disturbios. El Mal Día de Mayo, lo llamaron. Tú eras muy pequeño entonces.

—¿Dónde está el mayo ahora?

—La ciudad lo tiene guardado.

—¿Volveremos a poner nuestra estrella el año que viene?

—Si mejora nuestra suerte…

—¿Seremos pobres ahora que el cardenal se ha arruinado?

—No.

Gregory se queda mirando las pequeñas llamas que saltan y relumbran en la chimenea.

—¿Recordáis el año que me tiñeron la cara de negro y me puse una piel negra de becerro? ¿Cuándo hice de demonio en la representación de Navidad?

—Sí. Lo recuerdo —contesta él, con expresión tierna.

Anne quería que la tiñeran, pero su madre había dicho que no era adecuado para una niña. Él lamenta no haber dicho que Anne debía tener su oportunidad como ángel de la parroquia, aunque, como tenía el pelo oscuro, tuviese que llevar una de las pelucas amarillas tejidas de la parroquia, que se les caían por los lados o sobre los ojos a los niños.

El año que Grace fue un ángel, le hicieron las alas con plumas de pavo real. Se le ocurrió a él. Las otras niñas eran criaturas torpes y desaliñadas y se les caían las alas si se les enganchaban en las esquinas del establo. Pero Grace estaba resplandeciente: llevaba el cabello entrelazado con hilos de plata; los hombros reforzados con una aureola expansiva y temblorosa y el aire susurrante se perfumaba cuando respiraba. Lizzie dijo: Thomas, eres insuperable. Tiene las mejores alas que se han visto nunca en la ciudad.

Gregory se levanta. Se acerca a darle el beso de buenas noches. Por un momento, su hijo se inclina hacia él, como si fuese un niño; o como si el pasado, las imágenes en el fuego, fuesen una alucinación.

Cuando el muchacho se va a la cama, él recoge los documentos del montón que le ha ordenado. Les da la vuelta. Los ordena con el endoso a la vista, listo para cumplimentar. Piensa en el Mal Día de Mayo. Gregory no le ha preguntado el motivo de los disturbios. Los disturbios fueron contra los extranjeros. Él había regresado hacía poco al país.

Cuando empieza 1530, no celebra la fiesta de la Epifanía, porque mucha gente, sensible a la desgracia del cardenal, se vería obligada a rechazar la invitación. En su lugar, lleva a los jóvenes a los festejos de la noche de Reyes a Gray’s Inn. Lo lamenta casi de inmediato. Este año son más escandalosos que ningún otro que él recuerde.

Los estudiantes de Derecho representan una obra sobre el cardenal, en la que huye del palacio de York Place a su barcaza del Támesis. Unos agitan hojas pintadas que representan el río, y otros corren y les tiran agua que llevan en cubos de cuero. Cuando el cardenal consigue subir a su barcaza, se oyen gritos como de cazadores y entra corriendo en la sala un necio ignorante con dos perros rastreadores sujetos con una correa. Llegan otros con redes y cañas de pescar para arrastrar al cardenal de nuevo a la orilla.

En la escena siguiente, el cardenal aparece chapoteando en el barro de Putney, corriendo hacia su escondite de Esher. Los estudiantes jalean y gritan mientras el cardenal solloza y alza las manos rezando. De todos los que lo presenciaron, ¿quiénes lo han convertido en una comedia?, se pregunta. Si él lo supiese, o lo sospechase, lo lamentarían.

El cardenal yace boca arriba, una montaña carmesí; agita las manos; ofrece su obispado de Winchester a quien vuelva a subirle a la mula. Unos estudiantes hacen de mula bajo un armazón cubierto de pieles de asno; la mula se vuelve y hace chistes en latín y ventosea en la cara del cardenal. Hay muchos juegos de palabras sobre obispados y obispenes, que podrían pasar por ingeniosos si se tratara de barrenderos; pero él piensa que unos estudiantes de Derecho deberían hacer algo mejor. Se levanta, disgustado, y los suyos no tienen más remedio que levantarse con él y marcharse.

Se para a hablar con algunos de los regidores: ¿cómo se ha permitido esto? El cardenal de York es un hombre enfermo, puede morir. ¿Cómo responderíais entonces vos y vuestros estudiantes ante Dios? ¿Qué jóvenes estáis formando aquí, tan valientes como para atacar a un gran hombre que ha caído en desgracia, un hombre cuyo favor habrían suplicado hace pocas semanas?

Los regidores le siguen, disculpándose; pero sus voces se pierden en la algarabía de risas que llegan en oleadas del local. Los jóvenes de su casa se rezagan y lanzan miradas hacia atrás. El cardenal está ofreciendo su harén de cuarenta vírgenes a quien le ayude a montar. Está sentado en el suelo y se lamenta, mientras asoma de su ropaje un miembro viril flácido y serpentino, tejido con lana roja.

Fuera, las luces arden tenues en el aire gélido.

—A casa —dice él. Oye a Gregory susurrar: «Solo podemos reírnos si él nos lo permite».

—Bueno, al fin y al cabo, es él quien manda —oye decir a Rafe.

Él retrocede un paso para hablar con ellos.

—En realidad, fue el malvado papa Borgia, Alejandro, el que tuvo cuarenta mujeres. Y ninguna era virgen, os lo aseguro.

Rafe le roza en el hombro. Richard camina a su izquierda, muy pegado a él.

—No tenéis que sostenerme. No soy como el cardenal —dice afablemente. Se para. Se ríe. Dice—: Supongo que era…

—Sí, era muy divertido —dice Richard—. Su Eminencia debía de tener siete palmos de cintura.

La noche, animada por las llamas de las antorchas, retumba con el estruendo de las sonajas de hueso. Pasa chacoloteando a su lado una tropilla de hombres disfrazados con cabezas de caballo hechas con juncos trenzados cantando, y también un grupo de hombres con cornamentas y campanillas en los tobillos. Cuando ya están cerca de casa, los adelanta un muchacho vestido de naranja, con un amigo vestido de limón.

—¡Gregory Cromwell! —gritan, y a él, como corresponde a una persona mayor, le saludan alzando cortésmente, en vez de sombreros, la parte superior de la piel del disfraz—. Dios os conceda un buen año.

—Lo mismo a vosotros —dice él; y añade, para el limón—: Dile a tu padre que venga a verme por lo del arrendamiento de Cheapside.

Llegan a casa.

—A la cama. Es tarde —dice. Le parece mejor añadir—: Dios os guarde hasta mañana.

Se marchan. Él se sienta a la mesa de trabajo. Recuerda a Grace, al final de su velada como ángel: de pie, iluminada por el fuego, pálida de agotamiento, con los ojos resplandecientes y los ojos de sus alas de pavo real brillando a la luz de las llamas como topacios, dorados, ahumados. Liz dijo: «Apártate del fuego, cariño, que pueden prenderse las alas». Su hijita retrocedió hacia las sombras; las plumas tenían colores de ceniza y escorias cuando se alejó hacia las escaleras y él le preguntó: «¿No te quitarás las alas para acostarte, Grace?».

«No hasta que rece mis oraciones», dijo ella, volviendo la cara y mirándole. Él la siguió, temiendo por ella, por el luego y por algún otro peligro, aunque no sabía cuál. Ella subió las escaleras con sus plumas susurrantes, y el plumaje se fue oscureciendo.

Ay, Señor, piensa, al menos nunca tendré que entregársela a otro. Ha muerto y no tendré que dársela a un caballerete codicioso de su dote. Grace habría querido un título. Habría pensado que, como era encantadora, él le compraría uno: lady Grace. Ojalá estuviese aquí mi hija Anne, piensa; ojalá estuviese aquí, prometida a Rafe Sadler. Si Anne fuese mayor. Si Rafe fuese más joven. Si Anne estuviese viva.

Inclina la cabeza una vez más sobre las cartas del cardenal. Wolsey está escribiendo a los gobernantes de Europa pidiéndoles que le apoyen, que le defiendan, que luchen por su causa. Él, Thomas Cromwell, desearía que no lo hiciese, y, si tiene que hacerlo, ¿no sería mejor el lenguaje cifrado? ¿No constituye traición que Wolsey les inste a poner obstáculos a lo que el rey pretende? Enrique consideraría que sí. El cardenal no les pide que hagan la guerra a Enrique en beneficio propio. Solo les pide que no aprueben la conducta de un rey al que le complace mucho que le estimen.

Se recuesta en el asiento, tapándose la boca con las manos, como para ocultarse a sí mismo lo que piensa. Me alegro de estimar a Su Eminencia, se dice, porque si no lo hiciese y fuera su enemigo —si fuese, digamos, Suffolk, o, digamos, Norfolk, o, digamos, el rey—, le haría comparecer en juicio la semana que viene.

Se abre la puerta.

—¿Richard? ¿No puedes dormir? Bueno, ya lo sabía. La obra te ha alterado mucho.

Ahora es fácil sonreír, pero Richard no sonríe; su cara está en la sombra.

—Señor —dice—. Tengo que haceros una pregunta. Nuestro padre ha muerto y ahora nuestro padre sois vos.

Richard Williams y Walter (llamado así por Walter) Williams son ahora hijos suyos.

—Siéntate —le dice.

—¿Así que cambiaremos nuestro apellido por el vuestro?

—Me sorprendes. Tal como están las cosas ahora, los que se apellidan Cromwell desearán cambiarse el apellido por Williams.

—Si yo tuviese vuestro apellido nunca lo rechazaría.

—¿Le gustaría a tu padre? Ya sabes que él creía que descendía de príncipes galeses.

—Sí, lo creía. Cuando bebía un poco, decía: ¿quién me dará un chelín por mi principado?

—De todos modos, llevas el apellido Tudor en tu linaje, según algunas versiones.

—¡No! —suplica Richard—. Eso es algo que me hace sudar sangre.

—No es para tanto —se ríe—. Escucha. El rey anterior tenía un tío, Jasper Tudor, que tuvo dos hijas ilegítimas, Joan y Helen. Helen era la madre de Gardiner. Joan se casó con William ap Evan, y era tu abuela.

—¿Eso es todo? ¿Por qué mi padre hacía que pareciese tan misterioso? Pero si yo soy pariente del rey —hace una pausa— y de Stephen Gardiner…, ¿en qué me beneficiaría eso? Nosotros no estamos en la corte ni es probable que lleguemos a estarlo ahora que el cardenal…, bueno… —aparta la vista—. Señor…, cuando estabais en vuestros viajes, ¿pensasteis alguna vez que moriríais?

—Sí, claro.

Richard se queda mirándole: ¿qué se siente?

—Rabia —dice él—. Supongo que me parecía un esfuerzo inútil. Llegar tan lejos. Cruzar el mar. Morir por… —se encoge de hombros—. Dios sabe por qué.

—Enciendo una vela por mi padre todos los días —dice Richard.

—¿Te ayuda?

—No. Solo lo hago.

—¿Sabe él que lo haces?

—No puedo imaginar lo que sabe él. Sé que los vivos deben consolarse unos a otros.

—Eso me conforta, Richard Cromwell.

Richard se levanta, le da un beso en la mejilla.

—Buenas noches. Cysga’n dawel.

Que duermas bien. Es la expresión familiar para los allegados. Se emplea con padres, hermanos. Importa el nombre que elijamos, el que nos hagamos. Los que mueren en el campo de batalla pierden el nombre, los cadáveres ordinarios sin linaje, sin heraldo que los busque, ni capilla dedicada ni oraciones perpetuas. La estirpe de Morgan no se perderá, está seguro, aunque muriese un año en que la muerte no paró, cuando Londres estaba siempre de luto. Se lleva la mano al cuello, donde debería estar la medalla, la que le regaló Kat; se sorprende al no encontrarla. Comprende por primera vez por qué se la quitó y la dejó caer al mar. Para que la mano de ninguna persona viva la cogiera. La cogieron las olas y aún sigue en sus manos.

La chimenea de Esher sigue humeando. Él va a ver al duque de Norfolk, que siempre está dispuesto a recibirle, y le pregunta qué hay que hacer con el servicio del cardenal.

Los dos duques se muestran serviciales en ese asunto.

—No hay nada más descontento que un hombre sin amo —dice Norfolk—. Ni más peligroso. Se piense lo que se piense del cardenal de York, hay que reconocer que siempre estuvo bien servido. Enviádmelos a mí, mandadlos a mi casa. Serán hombres míos.

Dirige una mirada penetrante a Cromwell, que aparta la vista. Se sabe codiciado. Tiene una expresión de heredero: astuta, recatada, fría.

Está tramitando un préstamo para el duque. Sus contactos extranjeros no se sienten muy emocionados. El cardenal cae, dice él, el duque asciende como el sol matutino y se sienta a la diestra de Enrique. Tommaso, dicen ellos, en serio, ¿qué ofrecéis como garantía? Un duque viejo que puede morir mañana…, ¿no dicen que es colérico? ¿Ofrecéis como garantía un ducado, en esa bárbara isla vuestra, en la que hay siempre guerras civiles? ¿Y no habrá otra guerra si vuestro empecinado rey rechaza a la tía del emperador e instaura como reina a su puta?

Conseguirá el préstamo de todos modos, en alguna parte.

—¿Otra vez aquí, señor Cromwell, con vuestras listas de nombres? —dice Charles Brandon—. ¿Hay alguien a quién me recomendéis especialmente?

—Sí, pero me temo que se trata de un hombre de baja condición, y sería más adecuado que lo tratase con vuestro encargado de cocina…

—No, decidme —dice el duque. No soporta la incertidumbre.

—Se trata solo del hombre de los fuegos y las chimeneas, no creo que a su excelencia…

—Lo aceptaré, lo aceptaré —dice Charles Brandon—. Me gusta un buen fuego.

Thomas Moro, el Lord Canciller, ha firmado el primero todas las demandas contra Wolsey. Cuentan que, a petición suya, se ha añadido una extraña alegación. Se acusa al cardenal de susurrar al oído del rey y echarle el aliento en la cara. Como el cardenal tiene el mal francés, se proponía contagiar a nuestro monarca.

Imaginaos en la cabeza del Lord Canciller, piensa él cuando se entera. Imaginaos escribiendo semejante acusación y llevándosela al impresor y haciéndola circular por la corte y por el reino, exponiéndola allí donde la gente creerá lo que sea; exponiéndola ante los pastores de las montañas, ante el jornalero de Tyndale, ante el mendigo de los caminos y hasta el paciente animal en su redil o establo; exponiéndola a los crudos vientos del invierno y el débil sol primero y los copos de nieve de los jardines de Londres.

Es una mañana gris, con nubes bajas, sin ningún claro. La escasa luz que se filtra por el cristal es del color del peltre empañado. Qué brillantes colores luce el rey, parece el rey de una baraja nueva; qué pequeños sus ojos, de un azul apagado.

Son muchos los gentilhombres que rodean a Enrique Tudor; cuando se acerca él, no le hacen caso. Solo Harry Norris sonríe, le da, cortés, los buenos días. A una señal del rey, los gentilhombres se retiran a cierta distancia; brillantes en sus capas de montar (es una mañana de cacería) revolotean, remolinean, se agrupan; cuchichean y transmiten todo un discurso con cabeceos y encogimientos de hombros.

El rey mira por la ventana.

—Entonces —dice—, ¿cómo está?…

Parece reacio a nombrar al cardenal.

—No puede estar bien hasta que cuente con el favor de Su Majestad.

—Cuarenta y cuatro acusaciones —dice el rey—. Cuarenta y cuatro, señor.

—Con permiso de Su Majestad, hay una respuesta para cada una, y si se nos concediese una audiencia, las expondríamos.

—¿Podríais exponerlas aquí ahora?

—Si, si Su Majestad quisiese sentarse.

—Tengo entendido que sois hombre competente.

—¿Cómo iba a venir aquí sin estar preparado?

Ha hablado casi sin pensarlo. El rey sonríe. Esa ligera mueca de los labios rojos. Tiene una boca bonita, casi femenina. Demasiado pequeña para su cara.

—Os pondré a prueba otro día —dice—. Me espera lord Suffolk. ¿Qué os parece, se despejará el cielo? Ojalá hubiese salido antes de misa.

—Creo que aclarará —contesta él—. Un buen día para cazar algo.

—¿Señor Cromwell? —El rey se vuelve, lo mira, asombrado—. No sois de la opinión de Thomas Moro, ¿verdad?

Él espera. No puede imaginar lo que va a decir el rey.

La chasse. La considera una barbarie.

—Ah, ya. No, Majestad, soy partidario de cualquier deporte que sea más barato que una batalla. Es más bien que… —¿Cómo puede expresarlo?—. En algunos países cazan osos, lobos y jabalíes. En Inglaterra tuvimos en tiempos esos animales, cuando había grandes bosques.

—Mi primo de Francia caza jabalíes. De vez en cuando dice que me enviará algunos. Pero me parece…

Os parece que se burla.

—Nosotros decimos. —Enrique le mira fijamente—, decimos normalmente, nosotros, los caballeros, que la caza nos prepara para la guerra. Lo cual nos lleva a un tema espinoso, señor Cromwell.

—Así es —dice él, alegre.

—Hace unos seis años, dijisteis en el Parlamento que no podía permitirme una guerra.

Eran siete años: 1523. ¿Y cuánto tiempo ha durado esta audiencia? ¿Siete minutos? Siete minutos y ya está seguro. No tiene sentido echarse atrás. Hazlo y Enrique te acosará. Avanza, y solo podrá vacilar.

—Ningún gobernante en la historia del mundo ha podido nunca permitirse una guerra —dice—. No son cosas permisibles. Ningún príncipe dice nunca: este es mi presupuesto, así que este es el tipo de guerra que puedo hacer. Inicias una guerra y gastas todo el dinero que has reunido y luego caes en la quiebra y la bancarrota.

—Cuando fui a Francia el año 1513, tomé la ciudad de Thérouanne, que en vuestro discurso llamasteis…

—Madriguera, Majestad.

—Madriguera —repite el rey—. ¿Cómo pudisteis decir eso?

Él se encoge de hombros.

—He estado allí.

Un destello de cólera.

—También yo he estado. Al frente de mi ejército. Escuchadme, señor. Dijisteis que yo no debía combatir porque los impuestos hundirían al país. ¿Para qué es el país sino para apoyar a su príncipe en sus empresas?

—Creo que dije, y que Su Majestad me perdone, que no teníamos el oro necesario para un año de campaña. La guerra consumiría todo el del país. He leído que hubo un tiempo en que la gente intercambiaba piezas de cuero a falta de monedas de metal. Dije que volveríamos a esos tiempos.

—Dijisteis que yo no debía dirigir mis tropas. Dijisteis que si caía prisionero el país no podría pagar el rescate. ¿Qué queréis, pues? ¿Queréis un rey que no luche? ¿Queréis que me acurruque en casa como una muchacha enferma?

—Eso sería ideal, a efectos fiscales.

El rey respira hondo y jadea. Ha estado gritando. Ahora (y es una cosa breve), decide reírse.

—Abogáis por la prudencia. La prudencia es una virtud. Pero hay otras virtudes propias de los príncipes.

—Entereza.

—Sí. Definidla.

—No significa valor en el combate.

—¿Me leéis la cartilla?

—Significa constancia de propósito. Significa capacidad de resistencia. Significa tener la fuerza necesaria para soportar las limitaciones.

Enrique cruza la estancia. Se oye el taconeo de sus botas de montar. Está preparado para la chasse. Se vuelve, bastante despacio, para mostrar su majestad con mayor efecto: ancho, fornido y deslumbrante.

—Sigamos con esto. ¿Qué me limita?

—La distancia —dice él—. Los puertos. El territorio, la gente. El barro y la lluvia del invierno. Cuando los antepasados de Su Majestad combatieron en Francia, Inglaterra poseía allí provincias enteras. Desde allí, podíamos avituallar y aprovisionar. Ahora que solo tenemos Calais, ¿cómo vamos a mantener un ejército en el interior?

El rey mira fijamente la mañana plateada. Se muerde el labio. ¿Está inmerso en una lenta furia que cuece, que burbujea hasta el punto de ebullición? Se vuelve con una sonrisa radiante.

—Lo sé —dice—. Por eso la próxima vez que entremos en Francia necesitaremos apoyo en la costa.

Por supuesto. Necesitamos tomar Normandía. O Bretaña. Eso es todo.

—Bien razonado —dice el rey—. No os guardo rencor. Solo supongo que no tenéis experiencia en táctica y dirección de una campaña.

Él cabecea.

—Ninguna.

—Dijisteis, me refiero al discurso en el Parlamento, que había un millón de libras en oro en el reino.

—Di una cifra redonda.

—Pero ¿cómo obtuvisteis esa cifra?

—Me adiestré en los bancos florentinos. Y en Venecia.

El rey le mira fijamente.

—Howard dijo que fuisteis soldado raso.

—También.

—¿Algo más?

—¿Qué le gustaría a Su Majestad que fuese?

El rey le mira directamente a la cara. Algo que raras veces hace. Él le sostiene la mirada. Es su costumbre.

—Señor Cromwell, no tenéis buena reputación.

Inclina la cabeza.

—¿No os defendéis?

—Su Majestad es capaz de formar su propia opinión.

—Lo soy. Lo haré.

En la puerta, los guardias separan las lanzas. Los gentilhombres se apartan y se inclinan. Entra Suffolk. Charles Brandon: su atuendo resulta demasiado novedoso.

—¿Estáis dispuesto? —le pregunta al rey. Sonríe al ver a Cromwell y dice—: ¡Oh, Cromwell! ¿Qué tal vuestro clérigo gordo?

El rey se sonroja, disgustado. Brandon no lo advierte.

—Veréis —dice con una risilla—, cuentan que el cardenal cabalgaba una vez con su criado y paró el caballo a la entrada de un valle, y miró hacia abajo y vio una iglesia muy bonita, con sus tierras alrededor. Y le dice a su criado Robin: ¿de quién es eso? ¡Me gustaría que fuese un beneficio mío! Y Robin dice: lo es, señor. Lo es.

Su historia tiene poco éxito, pero él se ríe.

—Señor, esa historia la cuentan en toda Italia —le dice—. De un cardenal y otro.

Brandon tuerce el gesto.

—¿Cómo? ¿La misma historia?

Mutatis mutandis. El criado no se llama Robin.

El rey lo mira a los ojos. Sonríe.

Al salir, pasa entre los gentilhombres y ¡con quién se encuentra si no es con el mismísimo secretario del rey!

—¡Buenos días, buenos días! —dice. No suele repetir las cosas, pero el momento parece requerirlo.

Gardiner se frota las grandes manos azuladas.

—Frío, ¿eh? —dice—. ¿Qué tal, Cromwell? Desagradable, supongo.

—Todo lo contrario —dice él—. Oh, y se va con Suffolk; tendréis que esperar.

Sigue caminando, pero luego se vuelve. Siente un dolor sordo, como de una magulladura dentro del pecho.

—Gardiner, ¿no podemos dejar esto?

—No —contesta Gardiner; parpadea con torpeza—. No, no creo que podamos.

—Bien —dice él. Sigue su camino. Espera, piensa. Tal vez tengas que esperar uno o dos años, pero espera y verás.

Esher, dos días después: apenas cruza el portón, ve en el patio a Cavendish, que se acerca apresurado.

—¡Señor Cromwell! Ayer, el rey…

—Calma, George —le aconseja él.

—… Ayer envió cuatro carros de enseres. Venid a verlos: tapices, cuberterías de plata, colgaduras de cama… ¿Ha sido por mediación vuestra?

¿Quién sabe? Él no había pedido nada directamente. Si lo hubiese hecho, habría especificado más. No esa colgadura, sino esta que le gusta a Milord. A él le gustan las diosas, más que las vírgenes mártires, así que fuera santa Inés y pongamos a Venus en una arboleda. A Su Eminencia le gusta la cristalería veneciana; retirad esas copas de plata abolladas.

Se muestra desdeñoso cuando inspecciona lo recibido.

—Solo lo mejor para vosotros, los de Putney —dice Wolsey; y añade casi como una disculpa—: Es posible que no hayan enviado lo que eligiese el rey para mí. Que lo sustituyeran por cosas inferiores personas inferiores.

—Es muy posible —dice él.

—De todos modos, estaremos más cómodos.

—El problema es que hay que ponerse en marcha —dice Cavendish—. Hay que fregar y ventilar toda la casa a fondo.

—Cierto —dice el cardenal—. La bendita santa Inés se desmayaría con el olor de los excusados.

—¿Así que buscaréis el apoyo del consejo del rey?

Él suspira.

—George, ¿qué sentido tiene? Escuchad. No hablo con Thomas Howard. No hablo con Brandon. Estoy hablando con él.

El cardenal sonríe. Una sonrisa amplia y paternal.

Se sorprende (cuando hablan de un acuerdo financiero para el cardenal) de la capacidad de Enrique para captar los detalles. Wolsey ha dicho siempre que el rey tiene una gran inteligencia, tan viva como la de su padre, pero con una visión más amplia. El viejo rey fue haciéndose más intransigente con la edad. Mantenía en un puño a Inglaterra. No había noble a quien no tuviese atrapado con una deuda o un vínculo, y decía con franqueza que si no podía conseguir que le amasen, conseguiría que le temiesen. Enrique tiene un carácter distinto, pero ¿qué carácter tiene exactamente? Debería escribiros un manual, le dice Wolsey, riéndose. Mientras se adentra en los jardines de la pequeña residencia de Richmond a la que el rey le ha permitido trasladarse, la mente del cardenal se nubla. Habla de profecías, de la caída del clero de Inglaterra, que dice que está profetizada y que se producirá ahora.

Aunque no crea en presagios, entiende el problema. Porque si el cardenal es culpable de un delito que consiste en afirmar su jurisdicción como legado, ¿no son también culpables todos esos clérigos, de los obispos para abajo, que lo aceptaron? No puede ser él el único que lo piense así. Pero la mayoría de sus enemigos no ve más allá del propio cardenal, de su vasta y purpúrea presencia en el horizonte. Temen que se alce de nuevo, dispuesto a vengarse. «Corren malos tiempos para los prelados orgullosos —le dice Brandon cuando vuelven a encontrarse. Parece animoso, un hombre que silba para mantener el valor—. No necesitamos cardenales en este reino».

—Y él —dice el cardenal, furioso—, él, Brandon, cuando se casó a toda prisa con la hermana del rey, cuando se casó con ella cuando solo hacía unos días que había enviudado, sabiendo que el rey la tenía destinada a otro monarca… Habría sido decapitado si yo, un simple cardenal, no hubiese suplicado por él al rey.

Yo, un simple cardenal.

—¿Y qué excusa dio Brandon? —dice el cardenal—. «Oh, Majestad, vuestra hermana lloraba. ¡Cómo lloraba y me suplicaba que me casase con ella! ¡Nunca he visto llorar así a una mujer!». Así que le secó las lágrimas y se apropió de un ducado. Y ahora habla como si ostentase el título desde el jardín del Edén. Escuchad, Thomas, si acudiesen a mí hombres de sólidos conocimientos y buena disposición, como el obispo Tunstall, como Thomas Moro, y afirmasen que había que reformar la Iglesia, bueno, les escucharía. ¡Pero Brandon! ¡Hablar de prelados orgullosos! ¿Qué era él? ¡El caballerizo del rey! Y he conocido caballos con más ingenio.

—Moderaos, Eminencia —suplica Cavendish—. Y Charles Brandon, ¿sabéis?, pertenecía a una antigua familia, era gentilhombre de nacimiento.

—¿Gentilhombre, él? Un fanfarrón arrogante, eso es Brandon. —El cardenal se sienta, exhausto—. Me duele la cabeza —dice—. Cromwell, id a la corte y traedme mejores noticias.

Día tras día, recibe las instrucciones de Wolsey en Richmond y cabalga hasta donde esté el rey. Piensa en el rey como en un territorio en el que tiene que avanzar sin punto de apoyo en la costa para los suministros.

Él se da cuenta de lo que ha aprendido Enrique de su cardenal: su diplomacia fluctuante, su ciencia de la ambigüedad. Ve cómo ha aplicado el rey esa ciencia a la lenta, imprecisa e incierta caída de su ministro. Enrique acompaña cada acto de bondad con uno de crueldad, una nueva acusación o confiscación. Hasta que el cardenal dice gimiendo: «Quiero marcharme».

—Winchester —propone él a los duques—. Su Eminencia está deseando trasladarse a su palacio de allí.

—¿Cómo, tan cerca del rey? —dice Brandon—. No somos tan necios, señor Cromwell.

Dado que él, el hombre del cardenal, ve con tanta frecuencia a Enrique, han corrido rumores por toda Europa de que Wolsey está a punto de ser repuesto en su cargo. El rey está haciendo un trato, dice la gente, para disponer de la riqueza de la Iglesia a cambio de que Wolsey recupere su cargo anterior. Se filtran rumores de la cámara del consejo, de la cámara privada: al rey no le gustan sus nuevos consejeros. Norfolk es un ignorante. A Suffolk se le acusa de tener una risa enojosa.

—Su Eminencia no irá al norte —dice él—. No está en condiciones de hacerlo.

—Pero yo le quiero en el norte —dice Howard—. Decidle que se marche. Comunicadle que Norfolk dice que debe ponerse en camino y salir de aquí. De lo contrario, decidle que iré yo a donde está y le haré pedazos con mis dientes.

—¿Podría sustituir eso por la palabra «morder», señor? —pregunta él con una venia.

Norfolk se le acerca. Demasiado. Tiene los ojos inyectados en sangre. Se le tensan todos los tendones.

—Nada de eso, malnacido… —El duque le clava un índice en el hombro—. Persona… —dice; y añade—: ¡Don nadie del Infierno, cachorro de puta, crisol del mal, abogado!

Sigue empujándole con el dedo, como un panadero que marcara los hoyos en unas hogazas. Cromwell tiene la carne firme, dura, impenetrable. El dedo ducal simplemente rebota.

De entre los gatos que ha traído para cazar ratones hay una gata que tiene una camada en los aposentos del cardenal antes de que se marchen de Esher. ¡Qué presunción en un animal! Pero espera…, ¿nueva vida, en la habitación del cardenal? ¿Podría ser un presagio? Él teme que un día haya un presagio de otro género: caerá un pájaro muerto por la chimenea humeante, y entonces… ¡Ay de nosotros!… Nunca sabrá el final.

De momento, el cardenal se entretiene. Pone los gatitos en un baúl abierto y observa cómo crecen. Uno es negro, de pelaje tupido y ojos amarillos, y está hambriento. Cuando se desteta, él se lo lleva a casa. Lo saca de debajo de la chaqueta, donde ha dormido acurrucado en su hombro.

—Gregory, mira. —Se lo enseña a su hijo—. Soy un gigante, me llamo Marlinspike.

Gregory lo mira receloso, desconcertado. Parpadea; aparta la mano.

—Lo matarán los perros —dice.

Marlinspike baja a la cocina para crecer fuerte y vivir según su naturaleza animal. Hay un verano por delante, aunque él no pueda imaginar sus placeres; lo ve a veces, cuando pasea por el jardín. Un gato semiadulto, tumbado en un manzano, observando, o roncando en una tapia al sol.

Primavera de 1530: el mercader Antonio Bonvisi le invita a cenar en su mansión de Bishopsgate, alta y espléndida.

—No llegaré tarde —le dice a Richard, esperando que sea la tensa reunión habitual, todo el mundo enojado y hambriento, porque ni siquiera un italiano rico, con un cocinero ingenioso, puede dar con un centenar de modos de guisar la anguila ahumada o el bacalao seco. En Cuaresma, los comerciantes echan de menos el carnero y la malvasía, el gruñido nocturno en un lecho de plumas con la esposa o la amante; desde ahora hasta el miércoles de ceniza, tendrán empuñados los cuchillos, dispuestos a emplear de un modo feroz la información, cualquier mezquina ventaja comercial.

Pero la reunión es más notable de lo que esperaba. Asiste el Lord Canciller, entre un grupo de abogados y regidores. Humphrey Monmouth, a quien Moro había encerrado en una ocasión, se sentaba a bastante distancia del gran hombre. Moro parece a sus anchas, y cautiva a los reunidos con una de sus historias sobre el gran sabio Erasmo, su querido amigo. Pero cuando alza la vista y ve a Cromwell, se interrumpe a mitad de una frase, baja la vista y adopta una expresión opaca y pétrea.

—¿Queríais hablar de mí? —pregunta él—. Podéis hacerlo mientras estoy presente, Lord Canciller. Tengo la piel muy gruesa.

Apura un vaso de vino y ríe.

—¿Sabéis lo que anda diciendo Brandon? Que no entiende mi vida. Mis viajes. El otro día me llamó buhonero judío.

—¿Os lo dijo a la cara? —pregunta su anfitrión educadamente.

—No. Me lo dijo el rey. Pero, en fin, el cardenal llama caballerizo a Brandon.

—Tenéis acceso al rey últimamente, Thomas —dice Humphrey Monmouth—. ¿Y qué pensáis ahora que sois cortesano?

Hay sonrisas alrededor de la mesa, porque, por supuesto, la idea es tan ridícula, la situación tan provisional. La gente de Moro es gente de la ciudad, no hay grandes. Pero él es sui generis, un hombre culto e ingenioso. Y Moro dice:

—Tal vez no debamos insistir en el asunto. Son cuestiones delicadas. Hay momentos en que es mejor callarse.

Un anciano del gremio de pañeros se inclina sobre la mesa y advierte con voz grave:

—Thomas Moro dijo, cuando tomó asiento, que no hablaría del cardenal ni tampoco de la dama.

Cromwell mira a los presentes.

—El rey me sorprende, sin embargo. Lo que llega a soportar.

—¿De vos? —pregunta Moro.

—Me refiero a Brandon. Van de caza y él llega y grita: «¿Estáis listo?».

—Para vuestro señor el cardenal fue una lucha constante en los primeros años del reinado impedir que los compañeros del rey estableciesen relaciones demasiado familiares con él —dice Bonvisi.

—Quería la familiaridad solo para él —apunta Moro—. Aunque, por supuesto, el rey puede elevar a quien quiera.

—Hasta cierto punto —dice Bonvisi.

Se oye alguna risa.

—Y el rey disfruta de sus amistades. Eso es bueno, ¿no?

—Una palabra suave, procediendo de vos, señor Cromwell.

—En modo alguno —dice Monmouth—. Es sabido que el señor Cromwell es capaz de hacer cualquier cosa por sus amigos.

—Yo creo… —Moro se interrumpe, baja la vista—. Sinceramente, no estoy seguro de si puede considerarse amigo a un príncipe.

—Pero aun así —dice Bonvisi—, vos conocéis a Enrique desde que era un niño.

—Sí, pero la amistad debería ser menos agobiante…, debería ser reparadora. No como… —Moro se vuelve hacia él por primera vez, como invitando al comentario—. A veces, tengo la impresión de que es como…, como Jacob luchando con el ángel.

—¿Quién sabe por qué era la lucha? —dice él.

—Sí. El texto guarda silencio. Como con Caín y Abel. ¡Quién sabe!

Él percibe cierto desasosiego entre los comensales más piadosos, los menos bulliciosos; o solo los que están pendientes del plato siguiente. ¿Qué será? ¡Pescado!

—Cuando habléis con Enrique —dice Moro—, os ruego que habléis al bondadoso. No al obstinado.

Habría seguido, pero el anfitrión pide más vino con un gesto y le pregunta:

—¿Cómo está vuestro amigo Stephen Vaughan? ¿Qué nuevas hay de Amberes?

La conversación se centra entonces en el comercio. En el transporte marítimo y las tasas de interés. No es más que un zumbido de fondo para la especulación desbocada. Si entras en una habitación y dices: de esto es de lo que no estamos hablando, se deduce de ello que no estabais hablando de ninguna otra cosa. Si no estuviese presente el Lord Canciller, se hablaría solo de tasas de importación y almacenes públicos; no estaríamos pensando en el caviloso y purpúreo cardenal y nuestras hambrientas mentes cuaresmales no se ocuparían de la imagen de los dedos reales arrastrándose por un pecho virginal acelerado y firme.

Se retrepa en el asiento y mira a Thomas Moro. En ese momento, hay una pausa natural en la conversación, un descanso. Y el Lord Canciller, tras un cuarto de hora en silencio, interviene, con voz grave y colérica, la mirada fija en los restos de lo que ha comido.

—El cardenal de York —dice— tiene un ansia de ejercer el mando sobre el resto de los hombres que nunca se verá saciada.

—Lord Canciller —dice Bonvisi—, miráis el arenque como si lo odiaseis.

—El arenque no ha hecho nada malo —dice el gentil invitado.

Él se inclina hacia delante, preparado para este combate. No piensa eludirlo.

—El cardenal es un hombre público igual que vos. ¿Debería desdeñar un cargo público?

—Sí. —Moro alza la vista—. Creo que debería hacerlo, un poco. Debería mostrar, quizá, un ansia menos evidente.

—Es tarde para dar una lección de humildad al cardenal —dice Monmouth.

—Sus verdaderos amigos se la han dado hace mucho tiempo. Y han sido ignorados.

—¿Os contáis entre esos amigos? —Se retrepa en el asiento cruzando los brazos—. Se lo contaré a él, Lord Canciller, y por la sangre de Cristo que le servirá de consuelo mientras está en el exilio preguntándose por qué le habéis calumniado ante el rey.

—Caballeros. —Bonvisi se levanta de su asiento, nervioso.

—No —dice él—. Sentaos. Aclaremos esto. Thomas Moro os dirá: habría sido un simple monje, pero mi padre me hizo estudiar leyes. Me habría pasado la vida en la Iglesia si hubiese podido elegir. Soy, como sabéis, indiferente a la riqueza. Estoy consagrado a lo espiritual. La estimación del mundo no significa nada para mí.

Mira a su alrededor.

—¿Cómo llegó a ser Lord Canciller, entonces? ¿Por casualidad?

Se abren las puertas. Bonvisi se levanta rápidamente. Su expresión es de alivio.

—Bienvenido, bienvenido —dice—. Caballeros, el embajador del emperador.

Es Eustache Chapuys, llega a los postres; el nuevo embajador, como se le llama, aunque lleva en el cargo desde el otoño. Espera en el umbral, para que puedan conocerle y admirarle: un hombrecillo encorvado, con un jubón acuchillado y abullonado, de raso azul, negro en sus ondulaciones; debajo, unas piernecillas larguiruchas y flacas.

—Lamento llegar tan tarde —sonríe con afectación—. Les dépêches, toujours les dépêches.

—Así es la vida de un embajador —él alza la vista y sonríe—. Thomas Cromwell.

—Ah, c’est le juif errant.

El embajador se disculpa enseguida, sonriendo a los presentes; parece sorprendido por el éxito de su broma.

Sentaos, sentaos, dice Bonvisi, y los sirvientes se afanan, se retiran los manteles, el grupo se reacomoda de modo más informal, salvo el Lord Canciller, que sigue sentado en la misma posición. Llegan frutas de otoño en conserva y vino especiado, y Chapuys ocupa un lugar de honor al lado de Moro.

—Hablaremos en francés, caballeros —dice Bonvisi.

El francés es la primera lengua del embajador del Imperio y de España; y él, como cualquier otro diplomático, nunca se tomará la molestia de aprender inglés, porque, ¿de qué le serviría en su próximo puesto? Muy amables, muy amables, dice, mientras se acomoda en la silla tallada que ha dejado vacía su anfitrión. Los pies no le llegan al suelo.

Moro se yergue entonces; el embajador y él juntan las cabezas. Cromwell les mira. Le miran a su vez con rencor. Pero la mirada es libre.

En un breve instante en el que hacen una pausa, él interviene.

Monsieur Chapuys, ¿sabéis?, estuve hablando con el rey recientemente sobre esos hechos tan lamentables que han sucedido, cuando las tropas de vuestro señor saquearon la Ciudad Santa. Tal vez podáis explicarnos. No conseguimos entender lo que pasó.

Chapuys mueve la cabeza.

—Unos hechos muy lamentables.

—Thomas Moro cree que fueron los mahometanos encubiertos de vuestro ejército los que se desmandaron… bueno, y los míos, por supuesto, los judíos errantes. Pero ha dicho que antes de eso fueron los alemanes, que violaron a las pobres vírgenes y profanaron los santuarios. En cualquier caso, como dice el Lord Canciller, el emperador ha de asumir la culpa. Pero ¿a quién deberíamos culpar nosotros? ¿Podríais echarnos una mano?

—¡Mi estimado sir Canciller! —El embajador está asombrado. Vuelve la vista hacia Thomas Moro—. ¿Habláis así de mi señor el emperador?

Mira por encima del hombro y pasa al latín.

Los comensales, lingüísticamente versátiles, le sonríen. Él aconseja afablemente:

—Si deseáis hablar medio en secreto, probad con el griego. ¡Allez, Monsieur Chapuys, parlotead! El Lord Canciller os entenderá.

El grupo se deshace poco después. El Lord Canciller se levanta para marcharse. Pero antes de irse, hace una declaración en inglés al grupo:

—La posición del señor Cromwell es indefendible, en mi opinión. Como todos sabemos, no es amigo de la Iglesia, es amigo de un solo eclesiástico. Y ese eclesiástico es el más corrupto de la Cristiandad.

Y con la venia más escueta posible, se va. Ni siquiera Chapuys se merece más. El embajador le ve marcharse, dubitativo, mordiéndose el labio; como si dijese: buscaba más ayuda y amistad aquí. Él advierte que todo lo que hace Chapuys parece propio de un actor. Cuando piensa, baja la vista, se lleva dos dedos a la frente. Cuando se lamenta, suspira. Cuando está perplejo, mueve la barbilla, sonríe vagamente. Es como si hubiese entrado sin darse cuenta en una representación teatral y, al ver que se trataba de una comedia, hubiese decidido quedarse hasta el final.

La cena ha terminado; los invitados empiezan a irse, hacia la temprana oscuridad.

—¿Quizá ha acabado antes de lo que os habría gustado? —le pregunta él a Bonvisi.

—Thomas Moro es un viejo amigo mío. No deberíais venir aquí y acosarle.

—Oh, ¿os he estropeado la fiesta? Invitasteis a Monmouth. ¿No era eso acosarle?

—No, Humphrey Monmouth también es amigo mío.

—¿Y yo?

—Por supuesto.

Han vuelto con naturalidad al italiano.

—Explicadme algo que me intriga —dice él—. Quiero saber sobre Thomas Wyatt.

Wyatt se fue a Italia agregado a una misión diplomática, de forma bastante súbita. Hace ya tres años. Pasó una época desastrosa allí, pero eso es para otra velada; lo que él quiere saber es por qué se escapó de la corte inglesa tan deprisa.

—Ah, Wyatt y lady Ana —dice Bonvisi—. Una vieja historia, diría yo…

Bueno, tal vez, dice él. Pero le cuenta lo del muchacho Mark, el músico, que parece estar seguro de que Wyatt había tenido relaciones con ella. Si es una historia que se cuenta por Europa entre criados y servidores, ¿no es probable que el rey la haya oído?

—En mi opinión, saber cuándo taparse los oídos forma parte del arte de gobernar. Y Wyatt es apuesto —dice Bonvisi—. Al estilo inglés, claro. Es alto, rubio, mis compatriotas se maravillan; ¿dónde criais gente así? Y tan seguro de sí mismo, además. ¡Y poeta!

Él se ríe de su amigo, porque, como todos los italianos, es incapaz de decir «Wyatt», que se convierte en «Guitt» o algo parecido. Había un hombre llamado Hawkwood, un caballero de Essex, que violaba y quemaba y asesinaba en Italia en la época de la caballería. Los italianos le llamaban Acuto, La Aguja.

—Sí, pero Ana… —Percibe, por lo que ha podido vislumbrar de ella, que no es probable que se conmueva por algo tan efímero como la belleza—. En estos pocos años ha necesitado un marido, más que ninguna otra cosa: un apellido, un asentamiento, un lugar en el que pueda negociar con el rey con seguridad. En fin, Wyatt está casado. ¿Qué podría ofrecerle?

—¿Versos? —pregunta el mercader—. No fue la diplomacia lo que le sacó de Inglaterra. Fue que ella le torturaba. Ya no se atrevía a estar en la misma habitación que ella. En el mismo castillo. En el mismo país —mueve la cabeza—. Qué raros son los ingleses, ¿verdad?

—¡Santo cielo, ya lo creo! —dice él.

—Debéis tener cuidado. La familia de la dama está llevando las cosas al límite de lo posible. Andan diciendo: «¿Por qué esperar al papa? ¿No podemos hacer nosotros un contrato matrimonial sin él?».

—Parecería el camino a seguir.

—Probad estas almendras garrapiñadas.

Él sonríe.

—Tommaso —dice Bonvisi—, ¿puedo daros un consejo? El cardenal está acabado.

—No estéis tan seguro.

—Sí. Y si no le estimaseis sabríais que es verdad.

—El cardenal ha sido muy bondadoso conmigo.

—Pero debe irse al norte.

—El mundo le perseguirá. Preguntad a los embajadores. Preguntad a Chapuys. Preguntadles a quién informan. Están en Esher, en Richmond. Toujours les dépêches. Eso es lo que hay.

—¡Pero de eso le acusan! ¡De gobernar un país dentro del país!

Él suspira.

—Lo sé.

—¿Y qué haréis al respecto?

—Pedirle que sea más humilde.

Bonvisi se ríe.

—Ay, Thomas. Por favor, sabéis que cuando él se vaya al norte seréis un hombre sin señor. De eso se trata. Estáis viendo al rey, pero eso es solo de momento, mientras decide cómo dar al cardenal una compensación que le mantenga callado. Pero ¿y después?

Él vacila.

—Le agrado al rey.

—El rey es un amante inconstante.

—No con Ana.

—Ahí es donde tengo que advertiros. No por Guitt… ni por ningún rumor o ligereza…, sino porque pronto debe acabar todo… Ella cederá, es una mujer… Pensad lo necio que habría sido un hombre si hubiese vinculado su suerte a la de la hermana de la dama, la que ocupó antes su lugar.

—Sí, hay que ver.

Mira a su alrededor. Allí estaba sentado el Lord Canciller. A su izquierda, los mercaderes hambrientos. A su derecha, el nuevo embajador. Allí, Humphrey Monmouth el hereje. Allí, Antonio Bonvisi. Aquí, Thomas Cromwell. Y allí, sitios fantasmales reservados para el duque de Suffolk, grande e insulso, para Norfolk, con sus medallas tintineantes, gritando: «¡Por la santa misa!». Hay un lugar reservado para el rey y para la pequeña y resuelta reina, hambrienta en este tiempo penitencial, con el estómago protestando bajo la rígida armadura de su atuendo. Hay un lugar reservado para lady Ana, que mira alrededor con sus ojos negros incansables, que no come nada, no se pierde nada, que da tirones a las perlas que rodean su cuellecito. Hay un lugar para William Tyndale, y otro para el papa. Clemente mira los membrillos confitados, cortados con excesiva tosquedad, y frunce sus labios de Médici. Y allí se sienta el hermano Martín Lutero, tosco y gordo, que mira a todos iracundo y escupe las espinas del pescado.

Entra un criado.

—Dos jóvenes gentilhombres preguntan por vos, señor.

Él alza la vista.

—¿Sí?

—El señor Richard Cromwell y el señor Rafe. Esperan con vuestros criados para acompañaros a casa.

Comprende que todo el propósito de la velada ha sido advertirle. Avisarle de que se vaya. Recordará la fatal disposición de asientos…, si resulta fatal… El cuchicheo y el murmullo suave, de piedra que se desmorona; el sonido lejano de paredes que se deslizan, de yeso que se desmigaja, de escombros que aplastan frágiles cráneos humanos… Es el sonido del techo de la Cristiandad, que se derrumba sobre los que hay debajo.

—Tenéis un ejército privado, Tommaso —dice Bonvisi—. Supongo que tenéis que guardaros las espaldas.

—Sabéis que lo hago —recorre la habitación con la mirada, un vistazo final—. Buenas noches. Ha sido una buena cena. Me gustaron las anguilas. ¿Mandaréis a vuestro cocinero a ver al mío? Tengo una buena salsa para alegrar la estación. Se necesita macis y jengibre, unas hojas de menta seca…

—Os lo ruego —dice su amigo—. Os suplico que tengáis cuidado.

—… un poco de ajo, pero muy poco…

—Dondequiera que cenéis la próxima vez, os ruego que no…

—Y un poco de pan rallado…

—… os sentéis con los Bolena.