(Día de todos los santos, 1529)
Víspera de Todos los Santos: los bordes del mundo rezuman y sangran. Es el momento en que los que llevan las cuentas del Purgatorio, sus escribanos y carceleros, escuchan las oraciones de los vivos, que rezan por los muertos.
En esta época del año, Liz y él velaban con su parroquia. Rezaban por Henry Wykys, el difunto padre de ella; por su marido difunto, Thomas Williams; por Walter Cromwell y por parientes lejanos; por nombres casi olvidados, hermanastras que llevaban mucho tiempo muertas, por hijastros perdidos.
Anoche, él veló solo. Permaneció despierto en la cama, deseando que volviese Liz; esperando que llegara y se echara a su lado. Claro que no está en casa, en Austin Friars, sino en Esher con el cardenal. Pero ella sabrá encontrarme, pensó. Buscará al cardenal y cruzará el espacio que media entre los mundos, guiada por el incienso y la luz de las velas. Dondequiera que esté el cardenal, estaré yo.
Debió de dormirse en algún momento. Cuando llega la luz del amanecer, la habitación parece tan vacía que hasta parece que no esté él.
Día de Todos los Santos: el dolor llega en oleadas. Ahora amenaza con hundirle. Él no cree que los muertos vuelvan. Pero eso no le impide sentir el roce de las yemas de sus dedos, de las puntas de sus alas en el hombro. Desde anoche, más que figuras y rostros individuales, son una masa compacta, agrupada, con una carne que choca y golpetea, de una textura densa, como de criaturas marinas, y sus rostros tienen la tonalidad enfermiza del brillo submarino.
Ahora está junto al alféizar de una ventana, con el devocionario de Liz en la mano. A su hija Grace le gustaba mirarlo. Y él siente hoy la huella de sus dedos en los suyos. Son las oraciones de Nuestra Señora para las horas canónicas. Las páginas están iluminadas con una paloma, un jarrón de lirios. Es el oficio de maitines y María se arrodilla en un suelo de baldosas ajedrezadas. El ángel la saluda, las palabras de la Anunciación están escritas en un pergamino que se despliega de sus manos unidas, como si las palmas hablasen. Tiene las alas de color azul cielo.
Pasa la página. El oficio de laudes, con un dibujo de la Visitación. María, con su vientre pulcro y pequeño, es recibida por su prima Isabel. Tienen la frente despejada, las cejas depiladas, y parecen sorprendidas, como debían de estarlo, sin duda; una es virgen, la otra de edad avanzada. Brotan a sus pies flores de primavera, y ambas llevan una corona etérea de hilos de oro, finos como cabellos rubios.
Pasa la página. Grace, silenciosa y pequeña, la pasa con él. El oficio es Prima. La imagen es la de la Natividad: un Jesús blanco y pequeño en los pliegues del manto de su madre. El oficio es Sexta. Los Magos ofrendan copas enjoyadas. Detrás de ellos, una ciudad en una colina, una ciudad de Italia, con campanario, la vista de la ladera que asciende y su nebulosa hilera de árboles. El oficio es Nona: José lleva un cesto de palomas al templo. El oficio es Vísperas: una daga enviada por Herodes hace un limpio agujero en un niño aterrado. Una mujer alza las manos en señal de protesta, o de oración: sus elocuentes palmas desvalidas. Del cuerpo sin vida del niño caen tres gotas de sangre en forma de lágrimas. Cada lágrima de sangre es de un bermellón nítido.
Él alza la vista. La forma de las lágrimas nada en sus ojos como una imagen persistente; la estampa se empaña. Él pestañea. Alguien se acerca. Es George Cavendish. Se frota las manos, su rostro es una máscara de preocupación.
No permitas que me hable, ruega él. Que pase de largo.
—Señor Cromwell —dice Cavendish—. Me ha parecido que llorabais. ¿Qué ocurre? ¿Malas noticias de nuestro señor?
Él intenta cerrar el libro de Liz, pero Cavendish tiende la mano hacia él.
—¡Ah, estáis rezando! —Parece sorprendido.
Cavendish no puede ver los dedos de su hija tocando la página, ni las manos de su mujer sosteniendo el libro. George solo ve las imágenes, invertidas. Respira hondo y dice: «¿Thomas?…».
—Lloro por mí mismo —dice él—. Voy a perderlo todo, todo por lo que he trabajado siempre, porque caeré con el cardenal (no, George, no me interrumpáis), porque hice lo que él me pedía y he sido su amigo y su mano derecha. Si me hubiese limitado a mi trabajo en la ciudad, en vez de dedicarme a andar de un lado para otro por el interior del país creándome enemigos, ahora sería rico. Y en cuanto a vos, George, ahora os invitaría a mi nueva mansión y os pediría consejo sobre el mobiliario y los macizos de flores. ¡Pero miradme! Estoy acabado.
George intenta hablar: emite un gemido de consuelo.
—A menos… —dice él—. A menos, George, que… ¿Qué pensáis? He enviado a Rafe a Westminster.
—¿Qué va a hacer él allí?
Pero él está llorando de nuevo. Los fantasmas se amontonan. Siente frío. Su posición es insostenible. Había aprendido en Italia un método para recordar, así que puede recordarlo todo: cada etapa de su camino hasta aquí.
—Creo que debería seguirle —dice.
—No antes de comer, por favor —dice Cavendish.
—¿Por qué no?
—Porque tenemos que pensar cómo despedir al servicio de Su Eminencia.
Transcurren unos instantes. Él estrecha el libro de oraciones; lo abraza. Cavendish le ha proporcionado lo que necesita: un problema de contabilidad.
—George —dice—, ¿sabéis que los capellanes del cardenal acudieron aquí en tropel, y que ganan todos…?, ¿cuánto? ¿Cien, doscientas libras al año por su generosidad? Así que creo que… Haremos que capellanes y sacerdotes paguen al servicio de la casa, porque creo que…, he visto que los servidores aman a Su Eminencia más que los sacerdotes. Así que ahora vamos a comer y después de comer avergonzaré a los sacerdotes y haré que se abran las venas y suelten el dinero. Necesitamos dar al servicio por lo menos tres meses de salarios y un anticipo. A descontar el día de la rehabilitación de Su Eminencia.
—Bueno —dice George—, si alguien puede hacerlo, sois vos.
Él se sorprende sonriendo. Tal vez sea una sonrisa amarga, pero no creía que pudiese sonreír hoy.
—Una vez hecho eso, tendré que marcharme —dice—. Volveré cuando me haya asegurado un puesto en el Parlamento.
—Pero se reúne dentro de dos días… ¿Cómo os las arreglaréis?
—No lo sé. Pero alguien ha de hablar por Su Eminencia. Porque, si no, acabarán con él.
Ve el dolor y la conmoción; desea retirar lo que ha dicho; pero es verdad.
—Solo puedo intentarlo —dice—. Todo o nada, antes de que vuelva a veros.
George casi hace una reverencia.
—Todo o nada —susurra—. Era lo que decíais siempre.
Y luego recorre la casa diciendo: Thomas Cromwell estaba leyendo un libro de oraciones. Thomas Cromwell estaba llorando. Solo ahora comprende George lo mal que están las cosas.
Había una vez en Tesalia un poeta llamado Simónides. Le encargaron que asistiese a un banquete que daba un hombre llamado Escopas y recitase allí un poema de alabanza a su anfitrión. Los poetas tienen caprichos extraños, y Simónides incluyó en su poema versos en alabanza de Cástor y Pólux, los gemelos celestiales. Escopas se enfadó y le dijo que solo le pagaría la mitad de los honorarios: «El resto cóbraselo a los Gemelos».
Poco después, entró en el salón un sirviente. Susurró algo al oído a Simónides. Había dos jóvenes fuera que preguntaban por él.
Simónides se levantó y salió del salón del banquete. Fuera, buscó a los dos jóvenes, pero no encontró a nadie.
Cuando volvía para terminar la cena, se oyó un gran estruendo de piedras que se rompían y se desmoronaban. Oyó los gritos de los agonizantes al desplomarse el techo del salón. Simónides fue el único que quedó con vida de todos los comensales.
Los cadáveres quedaron tan destrozados y desfigurados que los familiares no podían identificarlos. Pero Simónides era un hombre notable. Todo cuando veía quedaba grabado en su mente. Guio entre las ruinas a los familiares y fue señalando los restos aplastados diciendo a cada uno: ese es vuestro hombre. Para relacionar a los difuntos con sus nombres, se basó en la distribución de los comensales, que recordaba con toda exactitud. Cicerón nos cuenta esta historia. Y dice que aquel día Simónides inventó el arte de la memoria. Recordaba los nombres, los rostros, hoscos y abotargados unos, alegres o aburridos otros. Recordaba dónde estaba sentado cada uno en el momento en que el techo se hundió.