(1521−1529)
Había una vez, allá por el tiempo inmemorial, un rey de Grecia que tenía treinta y tres hijas. Todas se rebelaron y asesinaron a sus maridos. Su regio padre, perplejo, no entendía cómo había podido engendrar a aquellas rebeldes, pero no quería matar a quienes eran de su propia sangre, así que las condenó al destierro, dejándolas en el mar, a la deriva, en un barco sin timón.
El barco estaba aprovisionado para seis meses. Al final de ese periodo, los vientos y las corrientes las habían llevado al límite del mundo conocido. Llegaron a una isla envuelta en niebla. Como no tenía nombre, la asesina mayor le puso el suyo: Albina.
Las hermanas desembarcaron hambrientas y ávidas de carne de varón. Pero no encontraron hombres. La isla solo estaba habitada por demonios.
Las treinta y tres princesas se aparearon con los demonios y engendraron una raza de gigantes, que, a su vez, se aparearon con sus madres y produjeron más de su género. Estos gigantes se extendieron por toda la isla. No había sacerdotes ni iglesias ni leyes. Tampoco había ninguna forma de medir el tiempo.
Tras ocho siglos de reinado, fueron derrocados por Bruto Troyano.
Bruto, el biznieto de Eneas, nació en Italia; su madre murió al traerlo al mundo, y él mismo mató accidentalmente a su padre de un flechazo. Entonces huyó de su patria y se convirtió en jefe de un grupo de hombres que habían sido esclavos en Troya. Zarparon todos rumbo al norte, y los azares del viento y las corrientes los llevaron a las costas de Albina, lo mismo que a las hermanas. Cuando desembarcaron, se vieron obligados a luchar con los gigantes, acaudillados por Gogmagog. Los derrotaron y arrojaron a su caudillo al mar.
Se mire como se mire, todo empieza con una matanza. Bruto Troyano y sus descendientes gobernaron hasta la llegada de los romanos. Londres se llamaba Nueva Troya antes de llamarse Ciudad de Lud. Y nosotros éramos troyanos.
Algunos dicen que esa historia sangrienta y demoníaca no afecta a los Tudor, que ellos descienden de Bruto por la estirpe de Constantino, hijo de santa Elena, que era britano. Arturo, rey supremo de Britania, era nieto de Constantino. Se casó con tres mujeres, que se llamaban todas Ginebra, y su tumba está en Glastonbury, pero se debe entender que no está muerto en realidad, solo esperando a que vuelva a llegar su hora.
Su bendito descendiente, el príncipe Arturo de Inglaterra, primogénito de Enrique, el primer monarca Tudor, nació en el año 1486. Se casó con Catalina, princesa de Aragón, pero murió a los quince años y fue enterrado en la catedral de Worcester. Si viviese ahora, sería rey de Inglaterra. Y su hermano menor, Enrique, probablemente sería arzobispo de Canterbury y no estaría (al menos esperamos devotamente que no) persiguiendo a una mujer de quien el cardenal no oye decir nada bueno: una mujer en la que tendría que haberse fijado varios años antes de que interviniesen los duques para despojarle; cuya historia necesitará comprender, antes de que la ruina caiga sobre él.
Por debajo de cada historia, hay otra historia.
La dama apareció en la corte en la Navidad de 1521, bailando, con un vestido amarillo. Tenía…, ¿cuántos años? Unos veinte. Hija del diplomático Thomas Bolena, había sido educada desde la infancia en la corte borgoñona en Malinas y Bruselas, y más recientemente, en París, en el séquito de la reina Claude, entre los bellos castillos del Loira. Ahora habla su lengua materna con un leve acento indefinible, y salpica las frases con palabras francesas cuando finge que no es capaz de pensar en inglés. En Carnaval, baila en una mascarada de la corte. Las damas van disfrazadas de virtudes, y ella interpreta el papel de la Perseverancia. Baila con gracia pero con viveza, y su rostro indica que se divierte, con una sonrisa dura e impersonal de mírame y no me toques. Pronto cuenta con un pequeño séquito de gentilhombres de bajo rango que la siguen; y un gentilhombre de rango no tan bajo. Se rumorea que va a casarse con Harry Percy, el heredero del conde de Northumberland.
El cardenal hace llamar al padre de la joven.
—Sir Thomas Bolena —le dice—, hablad con vuestra hija o lo haré yo. La trajimos de Francia para casarla en Irlanda con el heredero de los Butler. ¿Por qué no lo hace ya?
—Los Butler… —empieza a decir sir Thomas.
—Bien, decidme, ¿los Butler qué? —dice el cardenal—. Si tenéis algún problema, yo me encargaré de los Butler. Lo que quiero saber es si la incitáis a hacerlo. A intrigar en los rincones con ese muchacho necio. Porque, sir Thomas, permitidme que hable claro: yo no lo aceptaré. El rey no lo aceptará. Eso tiene que acabar.
—Apenas he estado en Inglaterra los últimos meses. No podéis pensar que tengo algo que ver con la conspiración.
—¿No? Os sorprendería lo que puedo pensar. ¿Es esa vuestra mejor excusa? ¿Qué no sois capaz de controlar a vuestros hijos?
Sir Thomas parece enojado y extiende las manos. Está a punto de decir: los jóvenes de hoy…, pero el cardenal se lo impide. El cardenal sospecha (y ha comunicado su sospecha) que la joven no está entusiasmada con la perspectiva del castillo de Kilkenny y sus frugales atractivos, ni con el género de vida social a la que tendrá acceso cuando, en ocasiones especiales, recorra los sucios y polvorientos caminos que llevan a Dublín.
—¿Quién es ese? —pregunta Bolena—. El que está en el rincón.
El cardenal agita una mano.
—No es más que uno de mis letrados.
—Decidle que se vaya.
El cardenal suspira.
—¿Está tomando notas de esta conversación?
—¿Lo hacéis, Thomas? —pregunta el cardenal—. Si es así, dejad de hacerlo.
Medio mundo se llama Thomas. Bolena nunca sabrá a ciencia cierta si era él.
—Veamos, Milord —dice, su voz sube y baja las escalas del diplomático: es sincero, un hombre de mundo, y su sonrisa dice: vamos Wolsey, vamos, vos sois también un hombre de mundo—. Son jóvenes. —Hace un gesto, destinado a indicar franqueza—. Ella ha llamado la atención del muchacho. Es natural. He tenido que decírselo. Ella sabe que no puede seguir. Sabe cuál es su sitio.
—Bien —dice el cardenal—, porque está por debajo de un Percy. En sentido dinástico, quiero decir —añade—. No hablo de lo que podría hacerse en un pajar una noche cálida.
—Él no lo acepta, el joven. Le dicen que se case con Mary Talbot, pero… —sir Thomas suelta una risilla despreocupada— él no quiere casarse con Mary Talbot. Cree que es libre y que puede elegir esposa.
—¡Elegir esposa! —le interrumpe el cardenal—. En mi vida he oído cosa semejante. No es un campesino. Un día u otro tendrá que controlar el norte para nosotros, y si no sabe cuál es su posición tendrá que aprenderlo o se verá privado de ella. El enlace ya acordado con la hija de Shrewsbury es un matrimonio adecuado para él, lo he concertado yo y el rey está de acuerdo. Y os aseguro que al conde de Shrewsbury no le hace gracia este tipo de simpleza alocada de un muchacho que está prometido con su hija.
—El problema es que… —sir Thomas se permite una discreta pausa diplomática—… creo que Harry Percy y mi hija tal vez hayan ido un poco demasiado lejos.
—¿Qué? ¿Queréis decir que hablamos de un pajar y una noche cálida?
Él observa desde las sombras; piensa que sir Thomas es el hombre más frío y más falso que ha visto en su vida.
—Por lo que me cuentan, se han prometido ante testigos. ¿Cómo puede deshacerse eso?
El cardenal da un puñetazo en la mesa.
—Yo os diré cómo. Haré bajar a su padre de la frontera, y si ese hijo pródigo le desafía, se le privará de su primogenitura delante de sus pródigas narices. El conde tiene otros hijos, y mejores. Y si no queréis que se anule el matrimonio de los Butler y que vuestra señora hija se marchite en Sussex sin poder casarse y tengáis que mantenerla el resto de su vida, olvidad todo ese asunto de promesas y testigos…, ¿quiénes son esos testigos? Conozco esa clase de testigos que no aparecen nunca cuando los llamo. Así que no quiero saber nada de eso. Promesas. Testigos. Contratos. ¡Dios del cielo!
Sir Thomas sigue sonriendo. Es un hombre delgado, con mucho aplomo; necesita controlar todos los músculos del cuerpo sincronizados para mantener la sonrisa.
—No os pregunto —dice Wolsey, implacable— si habéis buscado en este asunto el consejo de vuestros parientes de la familia Howard. Preferiría creer que no emprendisteis esta intriga sin su conformidad. Lamentaría mucho saber que el duque de Norfolk fue informado de esto: oh, sí, lo lamentaría mucho realmente. Así que procurad que no llegue a mis oídos. Pedid a vuestros parientes algún buen consejo. Casad a la muchacha en Irlanda antes de que llegue a oídos de los Butler algún rumor de que es mercancía estropeada. No es que yo lo haya mencionado. Pero la corte habla.
Sir Thomas tiene dos manchas rojas de cólera en los pómulos.
—¿Habéis terminado, Eminencia? —dice.
—Sí. Marchaos.
Sir Thomas se da la vuelta con un revuelo de sedas oscuras. ¿Hay lágrimas de indignación en sus ojos? La luz es imprecisa, pero él, Cromwell, tiene muy buena vista.
—Ah, un momento, sir Thomas… —dice el cardenal; su voz serpentea por la habitación para inmovilizar a su víctima—. Mirad, sir Thomas, debéis recordar vuestro linaje. La familia Percy incluye lo más noble del país, creo yo. Mientras que los Bolena, pese a vuestra notable buena suerte al casaros con una Howard, eran comerciantes, ¿no es así? Alguien de vuestro apellido fue alcalde de Londres, ¿verdad? ¿O confundo vuestra estirpe con la de otros Bolena más distinguidos?
Sir Thomas ha palidecido; las manchas rojas se han esfumado de sus mejillas, y casi parece a punto de desmayarse de rabia. Abandona la estancia susurrando: «Hijo de carnicero». Y cuando pasa delante del letrado (cuya robusta mano descansa ociosa en el escritorio) masculla, desdeñoso: «Perro de carnicero».
Se oye el portazo.
—Sal, perro —dice el cardenal. Se ríe, sentado con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza entre las manos—. Tomad nota y aprended. Nadie puede elevarse nunca por encima de su linaje, y bien sabe Dios, Tom, que nacisteis en una clase bastante más deshonrosa que yo, así que el truco es siempre someterlos a sus propias normas. Las hicieron ellos, así que no pueden quejarse si las aplico con todo rigor. Los Percy están por encima de los Bolena. ¿Quién se creerá que es?
—¿Es buena política poner furiosa a la gente?
—Oh, no. Pero me divierte. Llevo una vida dura y descubro que necesito distracción.
El cardenal le dirige una mirada amable; sospecha que él puede ser su siguiente diversión de la velada, después de haber hecho trizas a Bolena y haberle tirado al suelo como una monda de naranja.
—¿A quién se debe respetar? Los Percy, los Stafford, los Howard, los Talbot: sí. Si tienes que pincharlos, usa un palo largo. En cuanto a sir Thomas…, bueno, al rey le agrada, y es un hombre hábil. Por eso abro sus cartas, hace años que lo hago.
—Así que Su Eminencia sabía…, no, disculpad, no es apropiado para vuestros oídos.
—¿Qué? —pregunta el cardenal.
—Es solo un rumor. No me gustaría induciros a error.
—No podéis hablar y no hablar. Debéis contármelo inmediatamente.
—Es solo lo que se rumorea entre las mujeres. Las esposas de los sederos. Y las esposas de los pañeros —alega él, y espera, sonriendo—. No es asunto que os interese, estoy seguro.
El cardenal echa hacia atrás la silla, riéndose, y su sombra se alza con él. Salta, iluminada por el fuego. Su brazo se dispara, su alcance es largo, la mano es como la mano de Dios.
Pero cuando Dios cierra la mano, su súbdito está al fondo de la sala, junto a la pared.
El cardenal retrocede. Su sombra vacila. Vacila y se para. Él no se mueve. La pared registra el vaivén de su aliento. Inclina la cabeza. Parece detenerse en un halo de luz, examinar ese espacio lleno de nada. Abre la mano, una mano inmensa, iluminada por el fuego. La posa sobre el escritorio. Se esfuma, desaparece en el paño de damasco. Él vuelve a sentarse. Cabizbajo, la cara medio oculta.
Él, Thomas, también Tomos, Tommaso y Thomas Cromwell, recluye sus egos anteriores en su cuerpo actual y vuelve donde estaba antes. Su sombra única se desliza por la pared, como un visitante poco seguro del recibimiento que se le va a dispensar. ¿Cuál de esos Thomas vio venir el golpe? Hay momentos en que un recuerdo te domina súbitamente. Te sobresaltas, te agachas, corres; si no, el pasado te coge el puño y lo acciona, sin intervención de la voluntad. ¿Y si tuvieses un cuchillo en la mano? Así es como se produce el asesinato.
Él dice algo, el cardenal dice algo. Se interrumpen. Dos frases que no llegan a ningún sitio. El cardenal vuelve a tomar asiento. Él vacila; se sienta.
—Me gustaría mucho saber lo que se murmura en Londres —dice el cardenal—. Pero no me proponía sacároslo a golpes.
El cardenal baja la cabeza, mira ceñudo un papel que hay en el escritorio; espera que se apacigüe la tensión. Cuando habla de nuevo, su tono es mesurado y tranquilo, como el de quien cuenta anécdotas después de la cena.
—Cuando yo era pequeño, mi padre tenía un amigo, un cliente en realidad, de tez rojiza. —Se toca la manga, como ejemplo—. Así…, escarlata. Se llamaba Revell, Miles Revell. —Posa de nuevo la mano en el damasco oscuro—. Por alguna razón, yo creía…, aunque seguro que era un ciudadano honrado, y le gustaba tomar un vaso de vino del Rin… Yo creía que era un bebedor de sangre. No sé…, supongo que por algún cuento que me había contado la niñera, o algún niño estúpido…, y cuando los aprendices de mi padre se enteraron (porque fui tan estúpido que me puse a gemir y a lloriquear), me gritaban: «Ahí viene Revell a por su copa de sangre, corre, Thomas Wolsey, corre…». Y yo corría como alma que se lleva el diablo. Ponía toda la plaza del mercado por medio. Me asombra que no me atropellara un carro. Corría siempre sin mirar. Todavía ahora —añade, alza un sello de cera del escritorio, le da vueltas, lo deja—, cuando veo a un hombre rubio, de tez rojiza (como el duque de Suffolk, por ejemplo), me entran ganas de llorar. —Hace una pausa. Fija la mirada—. Así que decidme, Thomas, ¿no puede un eclesiástico ponerse de pie sin que creáis que quiere vuestra sangre? —Alza de nuevo el sello; le da la vuelta; aparta la mirada; empieza a jugar con las palabras—. ¿Os turbaría un obispo? ¿Os aterraría un sacristán? ¿Os desconcertaría un diácono?
—¿Cómo se dice en inglés? —pregunta él—. No lo sé…, un estoc…
Tal vez no haya en inglés ninguna palabra para eso: el cuchillo de hoja estrecha que se clava bajo las costillas, a poca distancia, empujando hacia arriba.
—¿Y lo de ese estoc fue…? —pregunta el cardenal.
Hace unos veinte años. Una lección aprendida y bien aprendida. Noche, hielo, el corazón inmóvil de Europa; un bosque, reflejos de plata en un lago bajo una trama de estrellas invernales; una habitación, la luz del fuego, una figura deslizándose por la pared. No vio al asesino, pero vio su sombra moverse.
—De todos modos —dice el cardenal—. Hace ya cuarenta años de lo del señor Revell. Supongo que llevará mucho tiempo muerto. ¿Y vuestro hombre? —vacila—. ¿También lleva muerto hace mucho?
Es el modo más delicado que se puede encontrar de preguntarle a un hombre si ha matado a alguien.
—Y en el Infierno, supongo. Con permiso de Su Eminencia.
Wolsey sonríe; no por la mención del Infierno, sino por el sometimiento a la amplitud de su jurisdicción.
—Así que si atacabas al joven Cromwell, ¿ibas derecho a las llamas eternas?
—Si lo hubieseis visto, señor. Era demasiado inmundo para el Purgatorio. Nos dicen que la Sangre del Cordero puede hacer mucho, pero dudo que pudiese haber dejado limpio a aquel individuo.
—Yo soy partidario de un mundo sin tacha —dice Wolsey. Parece triste—. ¿Habéis hecho una buena confesión?
—Fue hace mucho tiempo.
—¿Habéis hecho una buena confesión?
—Yo era soldado, Eminencia.
—Los soldados tienen esperanzas de ir al Cielo.
Él alza la vista hacia la cara de Wolsey. No hay modo de saber lo que cree.
—Todos las tenemos —dice. Los soldados, los mendigos, los marineros, los reyes.
—Así que fuisteis un rufián de joven —dice el cardenal—. Ça ne fait rien —cavila—. Aquel individuo inmundo que os atacó…, no sería clérigo, ¿verdad?
Él sonríe.
—No se lo pregunté.
—Esos trucos de la memoria… —dice el cardenal—. Procuraré no moverme sin avisaros antes, Thomas. Así nos llevaremos muy bien.
Pero el cardenal le observa; sigue desconcertado. Su relación es muy reciente y el carácter de él, según la versión del cardenal, aún se halla en proceso de elaboración en esa etapa; de hecho, ¿no será precisamente esa velada la fuente de su inspiración? En los años venideros, el cardenal dirá: «Pienso a menudo en el ideal monástico…, en especial, aplicado a los jóvenes. Mi servidor Cromwell, por ejemplo… Llevó en la juventud una vida de reclusión, dedicada casi por entero al ayuno, la oración y el estudio de los padres de la Iglesia. Por eso es tan alocado ahora».
Y cuando la gente pregunte: ¿lo es?, tratando de recordar lo mejor posible a un hombre que parece sumamente discreto, cuando dicen: ¿de veras? ¿Vuestro servidor Cromwell?, el cardenal moverá la cabeza y dirá: pero yo procuro arreglar las cosas, por supuesto. Cuando rompe las ventanas, nos limitamos a llamar a los vidrieros y a desembolsar el dinero. En cuanto a la procesión de jóvenes agraviadas… Pobres criaturas, les pago…
Pero esta noche vuelve al asunto. Las manos unidas sobre el escritorio, como para mantener bajo control lo sucedido.
—Bien, veamos, Thomas, me hablabais de un rumor.
—Por los pedidos a los comerciantes de seda, las mujeres creen que el rey tiene una nueva… —Se interrumpe y pregunta—: ¿Cómo llamáis a una puta cuando es hija de un caballero?
—¡Ah! —dice el cardenal, abordando el problema—. A la cara, «Mi señora». A su espalda… Pero ¿de quién se trata? ¿De qué caballero?
Él señala con un cabeceo el lugar donde estaba sir Thomas diez minutos antes. El cardenal parece asustado.
—¿Por qué no hablasteis?
—¿Cómo habría podido introducir el tema?
El cardenal acepta la dificultad.
—Pero no se trata de la lady Bolena nueva en la corte. No es la de Harry Percy. Es su hermana.
—Comprendo —el cardenal se retrepa en el asiento—. Por supuesto.
María Bolena es una rubita amable que, según dicen, ha pasado de mano en mano por toda la corte francesa antes de volver a esta, prodigando buena voluntad, con su ceñuda hermanita siempre detrás de ella.
—Por supuesto, he seguido la dirección de la mirada de Su Majestad —dice el cardenal; cabecea para sí—. ¿Ha habido ya una aproximación? ¿Está enterada la reina? ¿O no lo sabéis?
Él asiente. El cardenal suspira.
—Catalina es una santa. Claro que si yo fuese santa y reina, tal vez pensara que no debía esperar ningún daño de María Bolena. Regalos, ¿eh? ¿De qué tipo? ¿No demasiado costosos? Pues lo siento por ella. Debería aprovechar su posición ventajosa mientras dure. No es que nuestro monarca tenga tantas aventuras, aunque cuentan…, cuentan que cuando era joven, cuando todavía no era rey, fue la esposa de sir Thomas quien le sacó de su estado virginal.
—¿Elizabeth Bolena? —Él no se sorprende a menudo—. ¿La madre de la de ahora?
—La misma. Tal vez el rey carezca de imaginación en ese sentido. No es que yo lo haya creído nunca… Si estuviésemos al otro lado —señala en la dirección de Dover—, ni siquiera intentaríamos seguir el rastro de las mujeres. Cuentan que mi amigo el rey Francisco se acercó con sigilo una vez a la dama con la que había estado la noche anterior, le besó la mano ceremoniosamente, preguntó cómo se llamaba y deseó que fuesen mejores amigos. —Mueve la cabeza, complacido por el éxito de su historia—. Pero María no causará problemas. Es una mujer fácil. El rey podría hacer cosas peores.
—Pero su familia querrá algo a cambio. ¿Qué consiguieron antes?
—La posibilidad de hacerse útiles.
Wolsey se interrumpe y toma una nota. Él puede imaginar su contenido: lo que puede conseguir Bolena si lo pide como es debido. El cardenal alza la vista.
—Así que debería haber sido en mi entrevista con sir Thomas…, ¿cómo lo expresaría?…, ¿más amable?
—Creo que no podríais haber sido más amable. Lo atestiguaba su semblante cuando se marchó. La viva imagen de la satisfacción apacible.
—Thomas, de ahora en adelante, comunicadme de inmediato cualquier rumor de Londres —toca la tela de damasco—. No os preocupéis por la fuente. De eso ya me ocuparé yo. Y prometo no atacaros nunca. De veras.
—Está olvidado.
—Lo dudo, si habéis llevado la lección grabada todos estos años —el cardenal se recuesta en el asiento—. Al menos ella está casada. —Se refiere a María Bolena—. Así que si pare, él puede reconocerlo o no, según le plazca. Tiene un niño de la hija de John Blount y no querrá tener demasiados.
Una habitación de niños demasiado grande puede resultar embarazosa para un rey. El ejemplo de la Historia y de otras naciones demuestra que las madres luchan por conseguir rango, e intentan que sus mocosos accedan a la línea de sucesión. El hijo que Enrique reconoce se llama Henry Fitzroy; es un niño rubio y guapo, la viva imagen del rey. Su padre le ha nombrado duque de Somerset y de Richmond; todavía no ha cumplido los diez años y es el primer noble de Inglaterra.
La reina Catalina, cuyos hijos varones han muerto todos, lo acepta con paciencia, es decir, sufre.
Él se siente furioso y abatido cuando deja al cardenal. Piensa en su vida anterior, aquel muchacho medio muerto en el empedrado de Putney, por el que no siente la menor ternura, solo una leve impaciencia: ¿por qué no se levanta? Por su yo posterior (aún proclive a enzarzarse en peleas, o, al menos, a estar siempre donde podría haber una) siente algo parecido al desprecio, unido a una angustiosa inquietud. Así era el mundo: un cuchillo en la oscuridad, un movimiento en el borde del campo de visión, una serie de advertencias que se han ido grabando en la carne. Ha dado un susto al cardenal, lo cual no forma parte de su trabajo; su trabajo, tal como lo ha definido él esta vez, consiste en transmitirle información, aplacar su cólera, entenderle y adornar sus chistes. El fallo fue solo un error de cálculo. Si el cardenal no se hubiese movido tan deprisa, si él no hubiese estado tan nervioso, sin saber cómo podría indicarle que fuese menos despótico con sir Thomas. El problema de Inglaterra, se dice, es la pobreza de gestos. Tenemos que crear un ademán que indique: «Cuidado, nuestro príncipe fornica con la hija de ese hombre». Le sorprende que los italianos no lo hayan hecho. Aunque tal vez sí lo hayan hecho y sencillamente él nunca se hubiese dado cuenta.
Recordará esa noche del año 1529, con Su Eminencia el cardenal recién caído en desgracia.
Él está en Esher; es la noche sin fuego y sin luz, cuando el gran hombre se ha ido a la cama (posiblemente húmeda) y solo está allí George Cavendish para mantener vivo su espíritu. Él le preguntó a George qué había ocurrido después con Harry Percy y Ana Bolena.
Él solo conocía la versión fría y despectiva del cardenal. Pero George dijo:
—Os contaré cómo fue. Ahora. Levantaos, señor Cromwell.
Él lo hace.
—Un poco a la izquierda. Bueno, ¿quién os gustaría ser? ¿Su Eminencia el cardenal o el joven heredero?
—Ah, ya veo, es una obra de teatro… El cardenal seréis vos. No me considero a la altura.
Cavendish le sitúa en posición, apartándole un poco de la ventana, donde la noche y los árboles desnudos son su público. Su mirada reposa en el aire, como si contemplara el pasado: cuerpos en sombra que se mueven en esta habitación sin luz.
—Tenéis que parecer atribulado —le insta George—. Como si cavilaseis sobre un discurso sedicioso, pero no os atrevieseis a hablar. No, no, así no. Sois joven, desgarbado, con la cabeza baja, estáis ruborizado. —Cavendish suspira—. Me parece que no os habéis ruborizado nunca, señor Cromwell. Mirad. —Cavendish le posa las manos amablemente en los antebrazos—. Cambiemos los papeles. Sentaos aquí. Seréis el cardenal.
Ve de inmediato a Cavendish transformado: parpadea, vacila, casi llora. Se convierte en el tembloroso Harry Percy, un joven enamorado.
—¿Por qué no debería casarme con ella? —gime—. Aunque sea solo una simple doncella…
—¿Simple? —dice él—. ¿Doncella?
George le mira furioso.
—El cardenal nunca dijo eso.
—No en ese momento, de acuerdo.
—Vuelvo a ser Harry Percy. «Aunque ella sea solo una simple doncella y su padre solo un caballero, su linaje es limpio»…
—Ella es algo así como prima del rey, ¿no?
—¿Algo así como prima? —Cavendish abandona de nuevo su papel, indignado—. Su Eminencia el cardenal habría desplegado su linaje ante él, todo según lo consignan los heraldos.
—¿Qué debo hacer, pues?
—¡Solo fingir! Veamos: «Sus antepasados no carecen de mérito», alega el joven Percy. Pero cuanto mayor es la firmeza con que habla el muchacho, mayor es la indignación del cardenal. El muchacho dice: «Hemos hecho un contrato de matrimonio, que es tan válido como un matrimonio auténtico»…
—¿Lo hace? Quiero decir, ¿lo hizo?
—Sí, ese era el sentido que tenía. Tan válido como un matrimonio auténtico.
—¿Y qué hizo entonces Su Eminencia?
—Dijo: «Dios santo, muchacho, ¿qué me decís? Si habéis incurrido en ese proceder extraviado, el rey ha de saberlo. Mandaré llamar a vuestro padre y veremos entre nosotros cómo podemos anular esa locura».
—¿Y qué dijo Harry Percy?
—No mucho. Bajó la cabeza.
—Me pregunto si la chica le tenía algún respeto.
—No se lo tenía. Le gustaba el título.
—Comprendo.
—Así que entonces el padre del muchacho bajó del norte…, ¿seréis el conde o el muchacho?
—El muchacho. Ahora ya sé cómo hacerlo.
Se levanta y adopta un aire arrepentido. Al parecer, el conde y el cardenal habían mantenido una larga conversación en una larga galería; luego, tomaron un vaso de vino. Debía de ser algo fuerte. Las pisadas del conde resonaron en la galería. Luego se sentaron, dijo Cavendish, en un banco donde solían descansar los sirvientes entre tarea y tarea. El conde pidió que su heredero compareciese ante él. Y le reprendió delante de los sirvientes.
—«Señor —dice Cavendish—. Siempre habéis sido un derrochador manirroto, engreído, presuntuoso y arrogante…». Buen comienzo, ¿no?
—Me gusta cómo recordáis las palabras exactas —dice él—. ¿Las anotasteis entonces? ¿O es que os permitís ciertas licencias?
—Nadie supera el poder de vuestra memoria —dice Cavendish con expresión maliciosa—. Su Eminencia pide las cuentas de algo y, sea lo que sea, las sabéis al dedillo.
—Tal vez las invente.
—Oh, no lo creo. —Cavendish se sobresalta—. No podríais hacerlo mucho tiempo.
—Tengo un método para recordar. Lo aprendí en Italia.
—Hay gente en esta casa y en otros sitios que daría mucho por saber todo lo que aprendisteis en Italia.
Él asiente. Por supuesto que lo harían.
—Pero, veamos, ¿dónde estábamos? Harry Percy, que está prácticamente casado, según decís, con lady Ana Bolena, se halla en presencia de su padre, y el padre dice…
—Que si heredase él el título sería la destrucción de su noble casa… Él sería el último conde de Northumberland. Y «Alabado sea Dios —le dice—, tengo más hijos para elegir…». Y se va, haciendo resonar sus pisadas en la galería. Y el muchacho se queda allí, llorando. Había entregado su corazón a lady Ana. Pero el cardenal le casó con Mary Talbot, y ahora están tan tristes como el amanecer del miércoles de Ceniza. Y lady Ana dijo —todos nos reímos entonces—, dijo que si alguna vez podía darle un disgusto a Su Eminencia, lo haría. ¿Os imagináis cómo nos reímos? ¡Una mozuela cetrina, con perdón, la hija de un caballero, amenazar a monseñor! ¡Estaba desesperada porque no podía conseguir un conde! Pero entonces no podíamos saber cómo subiría y subiría.
Él sonríe.
—Así que decidme —continúa Cavendish—, ¿qué fue lo que hicimos mal? Os lo diré. Nos equivocamos desde el principio. El cardenal, el joven Harry Percy, su padre, vos, yo… Porque cuando el rey dijo: «Lady Ana no va a casarse en Northumberland», yo creo que el rey ya había puesto los ojos en ella, que los tenía puestos en ella desde el principio.
—¿Mientras estaba con María pensaba en su hermana Ana?
—¡Sí, sí!
—Me pregunto —dice él— cómo es posible que, aunque toda esa gente crea saber lo que complace al rey, él encuentre a cada paso obstáculos que le impiden conseguirlo.
Frustrado a cada paso: enloquecido y perplejo. Lady Ana, a quien ha elegido para que le divierta, mientras abandona a la esposa anterior y llega la nueva, se niega en redondo a complacerle. ¿Cómo puede negarse? Nadie lo sabe.
Cavendish parece abatido porque no han continuado con la representación.
—Debéis de estar cansado —dice.
—No, solo estoy pensando. Cómo es posible que Su Eminencia… —Errara el blanco, quiere decir. Pero no es una forma respetuosa de hablar de un cardenal. Alza la vista—. Continuad. ¿Qué pasó luego?
En mayo de 1527, el cardenal, sintiéndose presionado e irritado, crea una comisión investigadora en York Place para examinar la validez del matrimonio del rey. Es una comisión secreta; no se requiere la comparecencia de la reina, ni siquiera que esté representada; ni se supone que tenga que saberlo, aunque toda Europa lo sabe. Es a Enrique a quien se ordena comparecer, y presentar la dispensa que le permitió casarse con la viuda de su hermano. Lo hace, y está convencido de que la comisión considerará nulo el documento por una razón u otra. Wolsey está dispuesto a declarar que el matrimonio puede considerarse dudoso. Pero le dice a Enrique que no sabe lo que el tribunal legatino puede hacer por él, tras este paso preparatorio, porque seguramente Catalina apelará a Roma.
Catalina y el rey han vivido seis veces (que se sepa) la esperanza de un heredero.
—Recuerdo al niño del invierno —dice Wolsey—. Supongo que no habíais regresado a Inglaterra aún, Thomas. La reina se vio afectada inesperadamente por dolores y el príncipe nació antes de tiempo, justo con el nuevo año. Lo tuve en mis brazos cuando contaba menos de una hora de vida; la cellisca golpeaba las ventanas, la luz del fuego iluminaba la cámara, había empezado a oscurecer a las tres de la tarde, y la nieve cubrió aquella noche las huellas de aves y animales, todas las señales del viejo mundo se borraron, y todo nuestro dolor quedó abolido. Le llamamos el príncipe del Año Nuevo. Decíamos que sería el más rico, el más bello, el más piadoso. Se iluminó todo Londres para celebrarlo… El príncipe respiró cincuenta y dos días, y yo los conté todos. Creo que si hubiese vivido, nuestro rey podría haber sido, no digo que mejor rey, pues eso sería imposible, pero sí un cristiano más satisfecho.
El niño siguiente fue un varón que murió al cabo de una hora. En 1516 nació una hija, la princesa María, pequeña pero vigorosa. Al año siguiente, la reina perdió un varón. Otra princesita vivió solo unos días; se habría llamado Elizabeth, como la madre del rey.
El rey habla a veces de su madre, dice el cardenal, Elizabeth Plantagenet, y se le llenan los ojos de lágrimas. Fue, ¿sabéis?, una dama de gran belleza y serenidad, que aceptó con mansedumbre las desgracias que Dios le envió. Ella y su esposo el rey se vieron bendecidos con muchos hijos, y algunos murieron. Pero, dice Enrique, mi hermano Arturo les nació a mis padres al año de casarse, y le siguió al poco tiempo otro hijo varón bien parecido, que era yo. Así que ¿por qué me he quedado yo después de veinte años solo con una hija frágil con la que cualquier ráfaga de viento puede acabar?
Ahora, esta pareja que lleva tanto tiempo casada se siente acongojada por una confusa conciencia de pecado. Tal vez, algunos se pregunten si no sería un favor dejarles libres. «Dudo que Catalina piense así —dice el cardenal—. Si la reina tiene un pecado en la conciencia, creedme, lo confesará. Aunque le lleve los próximos veinte años». ¿Qué he hecho yo?, pregunta Enrique al cardenal. ¿Qué he hecho yo, qué ha hecho ella, qué hemos hecho juntos? No hay ninguna respuesta que pueda darle el cardenal, aunque su corazón sangra por su príncipe, el más benévolo; no hay ninguna respuesta que pueda dar y detecta algo no del todo sincero en la pregunta; piensa, aunque no lo dirá, salvo en una habitación pequeña, a solas con el administrador de todos sus negocios, que ningún hombre racional podría adorar a un Dios tan puramente vengativo, y él cree que el rey es un hombre racional.
—Considerad los ejemplos que tenemos ante nosotros —dice—. El deán Colet, ese gran erudito. Fue uno de los veintidós hijos de sus padres y el único que sobrevivió a la infancia. Algunos dirían que para provocar semejante castigo de lo alto, sir Henry Colet y su esposa debían de ser monstruos de perversión, los más infames en toda la Cristiandad. Pero, en realidad, sir Henry fue alcalde de Londres…
—Dos veces.
—… e hizo una gran fortuna, por lo que yo diría que el Todopoderoso no le desdeñó ni mucho menos; sino que recibió todas las señales del favor divino.
La mano de Dios no mata a nuestros hijos. Los matan la enfermedad, el hambre y la guerra, las mordeduras de rata, el aire malsano y las miasmas de las fosas de los apestados; las malas cosechas, como la de este año y la del año pasado; y las nodrizas descuidadas.
—¿Qué edad tiene ahora la reina? —le pregunta a Wolsey.
—Unos cuarenta y dos años, supongo.
—¿Y el rey dice que no puede tener más hijos? Mi madre tenía cincuenta y dos cuando nací yo.
—¿Estáis seguro? —le pregunta el cardenal, mirándolo fijamente; y se echa reír, una risa alegre y fácil que hace pensar que es bueno ser príncipe de la Iglesia.
—Bueno, más o menos, en realidad. Unos cincuenta.
Esas cosas nunca estaban claras en la familia Cromwell.
—¿Y ella sobrevivió a la prueba? ¿Lo hizo? Os felicito a los dos. Pero no se lo contéis a la gente, ¿eh?
El único resultado vivo de los partos de la reina Catalina es la diminuta María, que en realidad no es una princesa completa, sino como mucho dos tercios de una. Él la había visto cuando estuvo en la corte con el cardenal, y le pareció que era del tamaño de su hija Anne, que tiene dos o tres años menos.
Anne Cromwell es una niña fuerte. Podría comerse a una princesa para desayunar. Como el Dios de san Pablo, ella no hace acepción de personas, y clava fríamente los ojos pequeños y firmes como los de su padre en quienes la contrarían; el chiste de la familia es cómo será Londres cuando nuestra Anne sea alcalde de la ciudad. María Tudor es una muñeca pálida y avispada, de cabello castaño oscuro, que habla con más gravedad que la mayoría de los obispos. Apenas había cumplido los diez años cuando su padre la envió a Ludlow a recibir a la corte como Princesa de Gales. Allí era donde habían llevado a Catalina antes de casarse; donde había muerto su primer marido; donde había estado a punto de morir ella misma en la epidemia de aquel año, y donde permaneció despojada, debilitada y olvidada, hasta que la esposa del viejo rey pagó de su peculio para que la llevaran de nuevo a Londres, en una larga sucesión de dolorosos días, en una litera. Catalina había ocultado (oculta tanto) su dolor por tener que separarse de su hija. Ella es, además, hija de una reina reinante. ¿Por qué María no habría de regir Inglaterra? Ella lo había considerado una señal de que el rey estaba contento.
Pero ahora sabe que no es así.
En cuanto se convoca la audiencia secreta, Catalina empieza a dar rienda suelta a los agravios acumulados. Según ella, todo es culpa del cardenal. «Os lo dije —comenta Wolsey—. Os dije que pasaría. ¿Va a buscar la mano del rey en ello? ¿La voluntad del rey? No, ella no puede hacerlo. Porque para ella el rey es inmaculado».
La reina afirma que Wolsey, desde que ascendió a ese cargo que ocupa al servicio del rey, intenta arrebatarle su legítimo puesto como confidente y asesora de Enrique. Ha empleado todos los medios a su alcance para apartarme del rey, proclama, para que no sepa nada de sus proyectos y así poder controlarlo todo él, el cardenal. Ha impedido mis reuniones con el embajador de España. Ha puesto espías en mi casa: todas mis damas son espías suyas.
El cardenal dice cansinamente: nunca he favorecido a los franceses, ni tampoco al emperador. He favorecido la paz. No he impedido que viese al embajador español, solo le hice la razonable petición de que no lo viese a solas, para poder tener algún control de las insinuaciones y mentiras que él le transmite. Las damas de su casa son nobles inglesas que tienen derecho a servir a su reina; después de casi treinta años en Inglaterra, ¿iba a tener solo españolas? En cuanto a lo de apartarla del lado del rey, ¿cómo podría hacerlo? Durante muchos años él decía siempre: «La reina tiene que ver esto» y «A Catalina le gustará enterarse de esto. Hay que comunicárselo enseguida». Nunca hubo una dama que conociese mejor las necesidades de su marido.
Ella las conoce. Por primera vez, se niega a someterse a ellas.
¿Está obligada una mujer a la obediencia conyugal cuando el resultado será verse privada de la condición de esposa? Él, Cromwell, admira a Catalina: le gusta verla moverse por los palacios reales, tan ancha como alta, embutida en trajes tan cargados de piedras preciosas que más parecen destinados a resistir golpes de espada que a adornar. Lleva el cabello castaño, descolorido y veteado de canas, recogido en la toca como modestas alas de un gorrión urbano. Bajo los trajes, viste un hábito de monja franciscana. Procurad siempre, dice Wolsey, averiguar lo que lleva la gente debajo de la ropa. En una anterior etapa de la vida, esto le habría sorprendido; él había creído que la gente no llevaba nada debajo de la ropa.
Hay muchos precedentes que pueden ayudar al rey en sus propósitos actuales. A Luis XII se le permitió anular el matrimonio con su primera esposa. Más cerca de nosotros, su hermana Margaret, viuda del rey de Escocia, se divorció de su segundo marido y volvió a casarse. Y el gran amigo y ahora cuñado de Enrique, casado con su hermana menor, María, se deshizo de un enlace anterior en circunstancias que no resistirían una investigación.
Pero a esto se opone el hecho de que la Iglesia no se dedica a romper matrimonios establecidos ni a declarar ilegítimos a los hijos. Si la dispensa fuese errónea técnicamente o de cualquier otro modo, ¿por qué no puede enmendarse con una nueva? El papa Clemente debe de pensar lo mismo, dice Wolsey.
Cuando lo dice, el rey grita. Él puede hacer caso omiso de los gritos; uno se acostumbra, y observa cómo se comporta el cardenal mientras descarga la tormenta; con una leve sonrisa, cortés, pesaroso, aguarda a que llegue la calma. Pero Wolsey se inquieta mientras espera que la hija de sir Thomas (no la fácil, sino la más joven, la de pecho liso) deje de una vez sus evasivas y complazca al rey. Si lo hiciese, el monarca adoptaría una visión más grata de la vida y hablaría menos de su conciencia. Al fin y al cabo, cómo podría hacerlo en pleno enamoramiento. Algunos dicen que ella quiere ser la nueva esposa, lo cual es ridículo, dice Wolsey, pero, bueno, el rey está encaprichado, así que quizá no ponga reparos, al menos delante de ella. Él ha llamado la atención del cardenal hacia el anillo de esmeraldas que luce ahora lady Ana, y le ha indicado su procedencia y valor. El cardenal se mostró muy sorprendido.
Después del desastre de Harry Percy, el cardenal había conseguido que enviasen a Ana a la casa de su familia en Hever, pero ella se las arregló para volver a la corte con las damas de la reina, y ahora él no sabe nunca dónde está, ni si dejará de tener a Enrique a su alcance, porque la sigue de un lugar a otro. Piensa en llamar a su padre, a sir Thomas, y hablar de nuevo con él, pero —incluso sin mencionar el antiguo rumor sobre Enrique y lady Bolena— ¿cómo puedes explicarle a un hombre que, puesto que su primera hija es una puta, la segunda ha de serlo también? Es como insinuar que se trata de una especie de negocio de la familia en el que él las va introduciendo.
—Sir Thomas no es rico —dice él—. Yo se lo plantearía. Le haría una propuesta. La columna del haber. La del débito.
—Sí, claro —dice el cardenal—, pero vos sois el maestro de las soluciones prácticas, mientras que yo, como eclesiástico, he de poner cuidado en no aconsejar activamente que mi monarca emprenda el camino del adulterio deliberado.
Mueve las plumas sobre el escritorio, revuelve unos papeles.
—Thomas, si estuvieseis alguna vez…, ¿cómo lo diría?
Él no puede imaginar lo que dirá el cardenal a continuación.
—Si estuvieseis alguna vez próximo al rey, si descubrieseis, por ejemplo, cuando yo haya muerto…
No es fácil hablar de la inexistencia, aunque se haya encargado ya el sepulcro. Wolsey no puede imaginar un mundo sin Wolsey.
—Oh, bueno. Sabéis que siempre preferiría que estuvieseis a su servicio, y nunca os lo impediría, pero el problema es…
Putney, quiere decir. Es la cruda realidad. Y como él no es eclesiástico, no hay títulos eclesiásticos que la suavicen como han suavizado la cruda realidad de Ipswich.
—Me pregunto —dice Wolsey— si tendríais paciencia con nuestro soberano. Cuando es medianoche y él está bebiendo y riendo con Brandon, o cantando, los documentos del día sin firmar aún, y cuando le presionas, te dice: ahora me voy a la cama, mañana vamos de caza… Si se os ofreciese la oportunidad de servirle, tendríais que aceptarle como es, un príncipe amante de los placeres. Y él tendría que aceptaros como sois, que es más bien como uno de esos fornidos perros de pelea que la gente baja lleva por ahí sujetos con correa. No es que carezcáis de cierto esporádico atractivo, Tom.
La idea de que él o algún otro llegase a tener el control que tiene Wolsey sobre el rey es más o menos tan probable como que Anne Cromwell llegue a ser alcalde. Pero él no lo rechaza del todo. Todos conocemos la historia de Juana de Arco. Y el asunto no tiene por qué acabar en la hoguera.
Vuelve a casa y le cuenta a Liz lo de los perros de pelea. A ella también le parece muy adecuado. No le cuenta lo del esporádico atractivo, porque es algo que solo puede apreciar el cardenal.
La comisión investigadora está a punto de completar su tarea, dejando el asunto para asesoramiento posterior, cuando llega de Roma la noticia de que los soldados alemanes y españoles del emperador, que llevan meses sin cobrar la paga, se han sublevado y han invadido la Ciudad Santa, pagándose ellos mismos con el saqueo los tesoros y el destrozo de las obras de arte. Ataviados satíricamente con vestimentas robadas, han violado a las esposas y vírgenes de Roma. Han tirado al suelo estatuas y monjas, aplastándoles la cabeza. Un soldado raso ha robado la punta de la lanza que abrió el costado a Cristo y la ha colocado en el asta de su arma asesina. Sus camaradas han destrozado las tumbas antiguas y han sacado los restos humanos para que el viento disperse las cenizas. El Tíber está lleno de cadáveres recientes, los acuchillados y estrangulados se balancean en el agua golpeando las orillas. La noticia más dolorosa es que han hecho prisionero al papa. Como el joven emperador Carlos está nominalmente al cargo de esas tropas y se supone que impondrá su autoridad y sacará provecho de la situación, no se sigue adelante con la causa conyugal del rey Enrique. Carlos es sobrino de la reina Catalina, por lo que parece improbable que, mientras esté en manos del emperador, el papa Clemente juzgue favorablemente cualquier apelación que presente el legado de Inglaterra.
Según Thomas Moro, las tropas imperiales se divierten asando niños vivos en espetones. ¡Muy propio de él!, dice Thomas Cromwell. Los soldados no hacen eso. Están demasiado ocupados arramblando con todo lo que pueden convertir en dinero contante y sonante.
Es bien sabido que Moro lleva debajo de la ropa un jubón de tela de crin. Se azota con un pequeño flagelo, como los que usan algunas órdenes religiosas. Lo que ocupa el pensamiento de él, Thomas Cromwell, es que alguien hace esos instrumentos de tortura diaria. Alguien peina la crin de caballo en ásperos mechones, los anuda y corta las puntas sabiendo que su objetivo es que se rompan bajo la piel y la irriten en llagas supurantes. ¿Son monjes los que los hacen, anudando y cortando, arrastrados por un arrebato de rectitud, riéndose al pensar en el dolor que causarán a desconocidos? ¿Son simples aldeanos, pagados…?, ¿a cuánto la docena? ¿Y por hacer flagelos con nudos encerados? ¿Mantiene esa tarea ocupados a los campesinos los largos meses de invierno? Cuando les ponen en la mano el dinero por su honrado trabajo, ¿piensan en las manos que adquirirán el producto?
No tenemos que invitar al dolor, piensa él. Nos espera y llegará tarde o temprano. Preguntádselo a las vírgenes de Roma.
Él piensa, también, que la gente debería encontrar mejores trabajos.
Demos un paso atrás y examinemos la situación, dice el cardenal en este punto. Le aqueja cierta alarma auténtica. Siempre ha sabido que uno de los secretos para lograr la estabilidad de Europa es la independencia del pontificado, que esté libre del control de Francia y del emperador. Pero su mente ágil ya está pensando en conseguir alguna ventaja para Enrique.
Supongamos, dice, pues en esta crisis será en mí en quien piense el papa Clemente para mantener unida la Cristiandad, supongamos, digo, que cruzo el Canal, paro en Calais a tranquilizar a los nuestros y acallar rumores inútiles, y a continuación me adentro en Francia y celebro conversaciones con el rey, sigo luego hasta Aviñón, donde saben alojar a una corte pontificia y donde los carniceros y los panaderos, los fabricantes de velas, los posaderos e incluso las putas han vivido todos estos largos años con la esperanza de que llegue una. Yo invitaría a los cardenales a reunirse conmigo y a celebrar un concilio para resolver el problema de cómo debe regirse la Iglesia mientras Su Santidad padece la hospitalidad del emperador. Si entre las cuestiones que se planteasen en el concilio figurase el asunto privado del rey, ¿estaría justificado mantener a un monarca tan cristiano esperando a que se resolviesen los acontecimientos militares de Italia? ¿No podríamos decidir nosotros? No tendría por qué hallarse fuera del alcance del ingenio de los hombres o de los ángeles enviar un mensaje al papa Clemente, aunque esté cautivo, y que esos mismos hombres o ángeles volvieran con un mensaje, que sin duda respaldaría nuestra decisión, pues habremos tenido en cuenta todos los hechos. Y cuando, por supuesto a su debido tiempo (y cómo esperamos todos ese día), el papa Clemente recupere su plena libertad, estará tan agradecido por el buen orden mantenido en su ausencia que cualquier pequeña cuestión de firmas y sellos será puro trámite. Y voilà: el rey de Inglaterra estará soltero.
Antes de que eso ocurra, el rey ha de hablar con Catalina. No puede pasarse el tiempo cazando en otro sitio mientras ella le espera paciente, implacable, reservándole un lugar para la cena en sus aposentos privados. Es el mes de junio de 1527. Con la barba bien cortada y rizada, alto y apuesto aún si se le observa desde ciertos ángulos, vestido de seda blanca, el rey se dirige a los aposentos de su esposa. Avanza en una nube perfumada de esencia de rosas, como si poseyese todos los rosales, todas las noches estivales.
El rey habla con voz grave, cortés, persuasiva y apesadumbrada. Si fuese libre, dice, si no hubiese ningún impedimento, la elegiría a ella por esposa entre todas las mujeres. No importaría la falta de hijos; cúmplase la voluntad de Dios. Nada le gustaría tanto como volver a casarse con ella; legalmente, esta vez. Pero es imposible. Ella fue la esposa de su hermano. Su unión ha contravenido la ley divina.
Puede oírse lo que responde Catalina. Esa ruina de cuerpo, sujeto por cintas y corsés, contiene una voz que puede oírse desde Calais: resuena de aquí a París, de aquí a Madrid, a Roma. Ella insiste en su posición, se vale de sus derechos. Vibran las ventanas de aquí a Constantinopla.
Menuda mujer, comenta Thomas Cromwell en español, sin dirigirse a nadie en particular.
A mediados de julio, el cardenal está haciendo los preparativos para la travesía del Canal Estrecho. El tiempo cálido ha traído a Londres la fiebre del sudor, y la ciudad se está quedando vacía. Algunos ya han enfermado y muchos creen que lo están: se quejan de dolor de cabeza y de dolores en las extremidades. En las tiendas solo se habla de píldoras e infusiones y los frailes hacen en las calles un lucrativo comercio de santas medallas. Esta peste llegó hasta nosotros el año 1485, con los ejércitos que nos trajo el primer Enrique Tudor. Ahora, llena los cementerios cada pocos años. Mata en un día. Tan contento al desayuno, dicen, y muerto al mediodía.
Así que el cardenal deja la ciudad con alivio, aunque no puede embarcar sin el séquito que corresponde a un príncipe de la Iglesia. Tiene que convencer al rey Francisco de los esfuerzos que ha de hacer en Italia para liberar al papa Clemente mediante una intervención militar; debe garantizarle la amistad y la ayuda del rey de Inglaterra, pero sin comprometer soldados ni fondos. Si Dios le proporciona viento favorable, traerá no solo una anulación sino también un tratado de ayuda mutua entre Inglaterra y Francia, un tratado que hará temblar la gran mandíbula del joven emperador y arrancará una lágrima de sus pequeños ojos de Habsburgo.
Así que ¿por qué no está más animado mientras recorre a grandes zancadas su cámara privada de York Place? «¿Qué conseguiré yo, Cromwell, si logro cuanto pido? La reina, a quien no le gusto, quedará relegada, y, si el rey persiste en su locura, entrarán los Bolena, a quienes tampoco les gusto. La muchacha está contra mí, he menospreciado a su padre durante años, y su tío, Norfolk, se alegraría mucho de verme muerto en una fosa. ¿Creéis que cuando regrese habrá terminado esta peste? Dicen que todos estos castigos fatídicos proceden de Dios. Pero yo no puedo pretender conocer sus designios. Vos, por vuestra parte, deberíais abandonar la ciudad mientras yo esté fuera».
Él suspira; ¿son los asuntos del cardenal su única ocupación? No; el cardenal solo es el patrón que requiere atención más constante. El negocio crece sin cesar. Cuando trabaja para el cardenal, en Londres o en otro lugar, corre con sus gastos y los del personal al que manda ocuparse del asunto de Wolsey. El cardenal dice: cobraos vos mismo, y confía en que añada un porcentaje justo. No pone objeciones, porque lo que es bueno para Thomas Cromwell es bueno para Thomas Wolsey, y viceversa… Su actividad como abogado es próspera, y puede prestar dinero a interés, y negociar préstamos mayores en el mercado internacional, cobrando honorarios como agente. El mercado es volátil (las noticias de Italia nunca son buenas dos días seguidos), pero lo mismo que hay hombres con buena vista para la carne de caballo o para el engorde del ganado, él la tiene para el riesgo. Hay una serie de nobles que están endeudados con él, no solo por negociarles préstamos, sino por hacer que sus fincas rindan más. No se trata de las exacciones de los arrendatarios, sino, en primer lugar, de dar al propietario de la tierra un informe preciso del valor de la misma, de las cosechas que produce, del suministro de agua y de los inmuebles, y valorar luego el potencial de todo eso. Después, hay que colocar a personas inteligentes como administradores de las fincas, y establecer además un sistema contable que dé cuenta del año y pueda revisarse. Entre los comerciantes de la ciudad, se solicita su consejo sobre posibles socios comerciales en el extranjero. Tiene también una actividad secundaria de arbitraje, principalmente en pleitos comerciales, pues su habilidad para valorar los hechos del caso y emitir una resolución rápida e imparcial se estima aquí, en Calais y en Amberes. Si tú y tu adversario podéis poneros de acuerdo al menos en que es necesario ahorrar el coste y las dilaciones de una vista judicial, Cromwell es sin duda, por un precio, vuestro hombre; y tiene el grato privilegio, con bastante frecuencia, de que ambas partes se sientan satisfechas con su intervención.
Estos son días buenos para él: cada uno, una lucha que puede ganar. «Aún sirviendo a vuestro dios hebreo, según veo —comenta sir Thomas Moro—. A vuestro ídolo Usura, quiero decir». Pero cuando Moro, un erudito venerado en toda Europa, despierta en Chelsea para sus oraciones matutinas en latín, él se despierta a un Creador que habla el rápido dialecto de los mercados; cuando Moro se prepara para administrarse una sesión de latigazos, él y Rafe corren a Lombard Street para ver los tipos de cambio del día. No es que él corra realmente: una antigua herida se lo impide a veces, y, cuando se cansa, tuerce un pie hacia dentro, como si fuese a desandar lo andado. Se comenta que es el legado de un verano con Cesare Borgia. Le gustan las historias que cuentan sobre él. Pero ¿dónde está Cesare ahora? Ha muerto.
«¿Thomas Cromwell? —dice la gente—. Un hombre de gran ingenio. Se sabe de memoria el Nuevo Testamento». Es el hombre adecuado si surge una discusión sobre Dios; es el hombre adecuado para decirles a tus arrendatarios doce buenas razones por las que sus alquileres son justos. Es el hombre adecuado para deshacer un embrollo legal que te ha atrapado tres generaciones, o para convencer a tu gimoteante hijita de que acepte un matrimonio que jura que nunca aceptará. Es afable y tolerante con los animales, las mujeres y los litigantes timoratos; pero hace llorar a tus acreedores. Puede conversar contigo sobre los Césares o proporcionarte cristalería veneciana a un precio muy razonable. Nadie le supera hablando, si quiere hablar. Nadie como él para conseguir que la gente no pierda la cabeza, cuando los mercados se hunden y los hombres, llorosos, rompen letras de crédito en la calle.
—Liz, creo que en un año o dos seremos ricos —dice una noche.
Ella está bordando camisas para Gregory con un diseño de hilo negro; es el mismo que usa la reina, que le hace las camisas al rey.
—Si yo fuese Catalina, dejaría la aguja en ellas —dice él.
—Sé que lo harías —dice ella, sonriendo.
Lizzie guardó silencio, con tristeza, cuando él le contó lo que había dicho el rey en su conversación con Catalina. Le había dicho que tenían que separarse, a la espera de un juicio sobre su matrimonio; ¿se retiraría ella entonces de la corte? Catalina había dicho que no; que eso no sería posible; dijo que pediría consejo a los especialistas en derecho canónico, y que él, por su parte, debería buscar mejores abogados y mejores sacerdotes; y luego, cuando cesaron los gritos, la gente que tenía las orejas pegadas a las paredes había oído llorar a Catalina. «A él no le gusta que ella llore».
—Los hombres dicen que no les gusta ver llorar a las mujeres como quien dice que no le gusta que llueva. —Liz intenta alcanzar las tijeras—. Como si el que lloraran no tuviese nada que ver con ellos. Como si fuese solo una de esas cosas que pasan.
—Yo nunca te he hecho llorar, ¿verdad?
—Solo de risa —dice ella.
La conversación se desvanece en un silencio cómodo; ella borda sus propios pensamientos; él piensa en lo que hará con su dinero. Está costeando los estudios de dos jóvenes estudiantes, que no pertenecen a la familia, en la Universidad de Cambridge; dar es bendición para el que da. Podría aumentar esas donaciones, piensa.
—Creo que debería hacer testamento —dice.
Liz busca su mano.
—Tom, no te mueras.
—Santo cielo, no, no tengo intención de hacerlo.
Tal vez no sea rico todavía, piensa, pero soy afortunado. Mira cómo me libré de las botas de Walter, del verano de Cesare y de una serie de malas noches en las callejas. Se supone que los hombres quieren transmitir lo que saben a sus hijos; él daría muchas cosas por proteger a su hijo de una cuarta parte de lo que conoce. ¿De dónde procede ese carácter dulce de Gregory? Debe de ser el resultado de las oraciones de su madre. Richard Williams, el hijo de Kat, es agudo, de ingenio vivo y atrevido. Christopher, el hijo de su hermana Bet, también es listo y voluntarioso. Y luego tiene a Rafe Sadler, en el que confía como confiaría en un hijo; no es una dinastía, piensa, pero es un principio. Y los momentos tranquilos como este son raros, porque su casa está todos los días llena de gente, de personas que quieren tener acceso al cardenal. Hay artistas buscando un encargo. Hay solemnes eruditos flamencos con libros bajo el brazo y mercaderes de Lübeck que desgranan parsimoniosamente solemnes chistes germánicos; hay músicos en tránsito afinando extraños instrumentos, y ruidosos cónclaves de agentes de los bancos italianos; hay alquimistas que ofrecen recetas y astrólogos que ofrecen destinos favorables, y solitarios comerciantes de pieles polacos que han estado vagando de un lado para otro en busca de alguien que hable su idioma; hay impresores, grabadores, traductores y cifradores; y poetas, diseñadores de jardines, cabalistas y geómetras. ¿Dónde están esta noche?
—«Chiss» —dice Liz—. Escucha la casa.
Al principio, no se oye nada. Luego crujen las maderas, respiran. En las chimeneas se agitan pájaros anidados. Sopla una brisa que llega del río y agita levemente las copas de los árboles. La respiración de niños dormidos, imaginada desde otras habitaciones.
—Vamos a la cama —dice él.
El rey no puede decírselo a su esposa. Ni, con resultado positivo, a la mujer que dicen que ama.
Las muchas valijas del cardenal salen hacia Francia; su séquito excede poco en esplendor a aquel con que cruzó siete años atrás camino del Campo de la Tela de Oro. Su itinerario es pausado, antes de embarcar: Dartford, Rochester, Faversham, Canterbury durante tres o cuatro días, oraciones en la tumba de Becket.
Así que, Thomas, dice, si os enteráis de que el rey ha tenido a Ana, enviadme una carta el mismo día. Solo lo creeré si me lo decís vos. ¿Cómo sabréis si ha sucedido? Yo diría que lo sabréis por su rostro. ¿Y si no tengo el honor de verlo? Buena pregunta. Ojalá os hubiese presentado a él; debería haber aprovechado la oportunidad cuando la tuve.
—Si el rey no se cansa de Ana enseguida —le dice él al cardenal—, no veo lo que podéis hacer. Sabemos que los príncipes hacen lo que quieren y normalmente es posible adornar sus actos. Pero ¿qué podéis decir de la hija de sir Thomas? ¿Qué le aporta ella? Ningún tratado. Ningún territorio. Ningún dinero. ¿Cómo vais a poder presentarlo como un enlace digno?
Wolsey está sentado con los codos apoyados en el escritorio, se acaricia con los dedos los párpados cerrados. Tras una gran inspiración, empieza a hablar: empieza a hablar sobre Inglaterra.
Es imposible conocer Albión, dice, sin remontarse a la época en que aún no se había concebido. Antes de las legiones de César, a los tiempos en que los huesos de hombres y animales gigantes yacían sobre la tierra en la que se edificaría más tarde la ciudad de Londres. Hay que retroceder hasta la Nueva Troya, la Nueva Jerusalén y los pecados y crímenes de los reyes que cabalgaron bajo los estandartes hechos jirones de Arturo y que se casaron con mujeres que salieron del mar o nacieron de huevos, mujeres con escamas y aletas y plumas; al lado de las cuales, dice, no resulta ya tan insólito el enlace con Ana. Son viejas historias, dice, pero algunas personas, no lo olvidemos, creen en ellas.
Habla de las muertes de los reyes: de cómo desapareció Ricardo II en el castillo de Pontefract, donde murió de hambre o fue asesinado; de cómo murió de lepra Enrique IV, el usurpador, una enfermedad que le consumió y le marcó el cuerpo hasta que era del tamaño de un enano o un niño. Habla de las victorias del quinto Enrique en Francia, y el precio, no en dinero, que hubo que pagar por Agincourt. Habla de la princesa francesa con la que el gran príncipe se casó; era una dulce dama, pero su padre estaba loco y creía estar hecho de cristal. De ese matrimonio (Enrique V y la Princesa de Cristal) nació otro Enrique que gobernó una Inglaterra oscura como el invierno, fría, estéril, calamitosa. Eduardo Plantagenet, hijo del duque de York, llegó como el anuncio de la primavera: había nacido bajo el signo de Aries, el signo bajo el cual se hizo el mundo entero.
Cuando Eduardo tenía dieciocho años, se apoderó del reino, y lo hizo a causa de una señal que recibió. Sus soldados estaban confusos y cansados de combatir, era el periodo más sombrío de uno de los años más sombríos de Dios, y él acababa de recibir una noticia que debería haberle abatido: su padre y su hermano más joven habían sido capturados, escarnecidos y ejecutados por las fuerzas lancasterianas. Era por la Candelaria; refugiado en su tienda con sus generales, rezó por las almas de los ejecutados. Llegó el día de san Blas: 3 de febrero, oscuro y gélido. A las diez de la mañana, aparecieron tres soles en el cielo: tres borrosos discos de plata, nebulosos y relumbrantes entre partículas de escarcha. Su guirnalda de luz se extendió por los campos desolados, por los bosques empapados de las fronteras galesas, sobre sus soldados desmoralizados, que no habían cobrado sus pagas. Sus hombres se arrodillaron a rezar en el suelo helado. Sus caballeros se postraron de hinojos mirando al cielo. La vida entera de Eduardo alzó el vuelo y se remontó. En aquella estela de luz brillante vio su futuro. Cuando nadie podía ver, él pudo. Y eso es lo que significa ser rey. En la batalla de Mortimer’s Cross, hizo prisionero a un Tudor, Owen. Lo decapitó en la plaza del mercado de Hereford y clavó su cabeza en la cruz del mercado para que se pudriera. Luego llegó una mujer desconocida con un cuenco de agua y lavó la cabeza; peinó el cabello ensangrentado.
A partir de entonces (el día de san Blas, con los tres soles brillantes), cada vez que empuñó la espada, lo hizo para ganar. Tres meses después, estaba en Londres y era el rey. Pero no volvió a ver el futuro, no con la claridad con que lo había visto aquel año. Desconcertado, anduvo el resto de su reinado a tumbos, como envuelto en niebla. Entregado por completo a astrólogos, religiosos y tejedores de fantasías. No se casó como debería haber hecho, para obtener ventajas en el extranjero, sino que se enredó en una serie de compromisos medio hechos y medio deshechos con un número desconocido de mujeres. Entre ellas figuraba una Talbot, Eleanor de nombre, y ¿qué había en ella de especial? Se decía que era descendiente (por línea materna) de una mujer que era un cisne. ¿Y por qué vinculó su afecto, al final, a la viuda de un caballero lancasteriano? ¿Porque, como pensaba la gente, la fría belleza rubia de aquella mujer le aceleraba el pulso? No exactamente. Fue porque ella decía descender de la mujer serpiente, Melusina, a la que puede verse en pergaminos antiguos enroscada en el tronco del Árbol del Conocimiento y presidiendo la unión del sol y la luna. Melusina se hizo pasar por princesa normal, mortal, pero, un día, su marido la vio desnuda y descubrió su historia de serpiente. Cuando ella escapó a su dominio, predijo que sus descendientes fundarían una dinastía que reinaría siempre: poder sin límites, garantizado por el demonio. Se fue, dice el cardenal, y nadie volvió a verla.
Algunas velas se han apagado; Wolsey no pide más luces.
—Así que ya veis —dice—, los consejeros del rey Eduardo planeaban casarle con una princesa francesa. Igual que yo…, igual que me he propuesto yo. Y mirad lo que pasó en vez de eso. Mirad lo que escogió.
—¿Cuánto hace de eso, de lo de Melusina?
Es tarde. En el gran palacio de York Place reina el silencio. La ciudad duerme. El río se arrastra por sus canales, enloda las orillas. En estas cuestiones, dice el cardenal, no hay medida del tiempo. Esos espíritus se nos escurren de las manos y atraviesan las edades, serpentinos, mudables, taimados.
—Pero la mujer con la que se casó el rey Eduardo… aportó un derecho al trono de Castilla, ¿verdad? Muy antiguo, muy oscuro.
El cardenal asiente.
—Eso significaban los tres soles: el trono de Inglaterra, el trono de Francia, el trono de Castilla. Así que cuando nuestro rey actual se casó con Catalina, se estaba aproximando más a sus antiguos derechos. No es que nadie, imagino, se atreviese a exponérselo en esos términos a la reina Isabel y al rey Fernando. Pero también conviene recordar y mencionar de vez en cuando que nuestro monarca es soberano de tres reinos. Aunque cada uno tenga el suyo.
—Según vuestro relato, el abuelo Plantagenet de nuestro rey decapitó a su bisabuelo Tudor.
—Algo que hay que saber, pero que no hay que mencionar.
—¿Y los Bolena? Creía que eran comerciantes, pero ¿debería haber sabido que tenían colmillos de serpiente o alas?
—Os reís de mí, señor Cromwell.
—En absoluto. Pero necesito la mejor información, si me dejáis al cuidado de la situación para informaros.
El cardenal habla entonces de asesinato. Habla de pecado: de lo que se debe expiar. Habla del rey Enrique VI, asesinado en la Torre; del rey Ricardo, nacido bajo el signo de Escorpio, el signo de los tratos secretos, de la tribulación y el vicio. En Bosworth, donde murió el nacido bajo Escorpio, se eligieron malas opciones; el duque de Norfolk luchó en el bando perdedor, y sus herederos se vieron privados del ducado. Tuvieron que esforzarse mucho para recuperarlo. Si os preguntáis por qué tiembla a veces el Norfolk actual cuando el rey se enfurece, sabed que es porque cree que puede perder todo lo que tiene por el capricho de un hombre airado.
El cardenal se da cuenta de que su servidor toma nota mental, y habla de los huesos sueltos que tintinean bajo el pavimento de la Torre. Esos huesos enladrillados en las escaleras, envueltos en el barro del Támesis. Habla de los dos hijos desaparecidos del rey Eduardo; el más joven, proclive a obstinadas resurrecciones que estuvieron a punto de arrebatar el reino a Enrique Tudor. Habla de las monedas que acuñó el Pretendiente, en las que figura estampado su mensaje al rey Tudor: «Tenéis los días contados. Se os ha pesado en la balanza y os falta peso».
Habla del miedo que imperaba entonces a que volviese la guerra civil. Se acordó el enlace con Catalina, se la llamó «Princesa de Gales» desde los tres años; pero antes de que su familia la dejase embarcar en La Coruña, exigieron un precio en carne y hueso. Pidieron que Enrique dirigiese su atención hacia el principal pretendiente Plantagenet, el sobrino del rey Eduardo y del malvado rey Ricardo, que llevaba encerrado en la Torre desde los diez años. Con un poco de presión, el rey Enrique capituló; sacaron a la bendita luz del sol al Rosa Blanca (a los veinticuatro años) para decapitarlo. Pero siempre hay otro Rosa Blanca; los Plantagenet se reproducen aunque no sin supervisión. Siempre serán necesarias las ejecuciones; supongo que hay que tener estómago para ello, dice el cardenal, aunque no sé si yo lo tengo; siempre enfermo cuando hay una ejecución. Rezo por ellos, por esos antiguos difuntos. A veces, rezo incluso por el malvado rey Ricardo, aunque Thomas Moro me dice que arde en el Infierno.
Wolsey baja la vista, se queda mirándose las manos y da vueltas a sus anillos.
—No sé —susurra—. No sé qué será.
Los que envidian al cardenal dicen que tiene un anillo que permite a su propietario volar y provocar la muerte de sus enemigos. Detecta los venenos, amansa a las fieras, asegura el favor de los príncipes y protege de morir ahogado.
—Supongo que otros lo sabrán, Eminencia. Porque han empleado a hechiceros para intentar copiarlo.
—Yo mismo lo copiaría si supiese. Os daría uno.
—Yo cogí una serpiente una vez. En Italia.
—¿Por qué lo hicisteis?
—Por una apuesta.
—¿Era venenosa?
—No lo sabíamos. Era el motivo de la apuesta.
—¿Os mordió?
—Claro.
—¿Por qué claro?
—No merecería la pena contarlo si no, ¿verdad? Si la hubiese soltado sin más, ileso.
El cardenal se ríe a su pesar.
—¿Qué haré sin vuestra compañía entre esos franceses hipócritas? —pregunta.
En la casa de Austin Friars, Liz está en la cama, pero se agita en sueños. Casi despierta, dice el nombre de él y se echa en sus brazos. Él le besa el cabello y le dice:
—El abuelo de nuestro rey se casó con una serpiente.
—¿Estoy despierta o dormida? —susurra ella.
Y se aparta de él al momento y se vuelve, estirando un brazo. Él se pregunta qué estará soñando. Se queda despierto, pensando. Todo lo que hizo Eduardo, sus batallas, sus conquistas, lo hizo con el respaldo del dinero de los Médici; sus cartas de crédito eran más importantes que las señales y los milagros. Si, como dicen muchos, el rey Eduardo no era hijo de su padre ni del duque de York, si la madre del rey Eduardo, como algunos creen, lo había tenido con un honrado soldado inglés, un arquero llamado Blaybourne, entonces, si Eduardo se casó con una mujer serpiente, su progenie sería… Poco de fiar, es lo que se le ocurre. Si hubiera que creer todas las historias antiguas, y algunos las creen, recordémoslo, entonces nuestro rey sería, por una parte, arquero bastardo, por otra, serpiente oculta y otra parte, galés; y todo él, endeudado con los bancos italianos… También él se desliza en el sueño. Cesa el control. Irrumpe el mundo espectral, donde hay páginas de imágenes. Procurad saber siempre, dice el cardenal, lo que lleva la gente bajo la ropa, porque no lleva solo la piel. Vuelve al rey del revés, y encontrarás a sus ancestros con escamas. Su piel serpentina sólida y caliente.
Cuando vivía en Italia, él había cogido una serpiente con la mano por una apuesta, la había sujetado mientras ellos contaban hasta diez. Contaron bastante despacio, en los idiomas más lentos: eins, zwei, drei… Cuando llegaron a cuatro, la serpiente sacudió la cabeza asustada y le mordió. Entre cuatro y cinco, él la apretó. Entonces, alguien gritó: «¡Santo cielo, suéltala!». Unos rezaban, otros maldecían y otros seguían contando sin más. La serpiente parecía enferma; cuando llegaron a diez (y solo entonces), él posó el cuerpo enroscado en el suelo con cuidado y dejó que se deslizara hacia su futuro.
No hubo dolor, pero se veía claramente la marca de la mordedura. La chupó, instintivamente, mordiéndose casi su propia muñeca. Se fijó sorprendido en la carne blanca, inglesa, de la parte interior del brazo; vio las venas verdeazuladas y finas en las que la serpiente había deslizado el veneno.
Recogió sus ganancias. Esperaba morir, pero no murió. En realidad, se hizo más fuerte, más rápido para ocultarse y más rápido para golpear. No había intendente milanés que pudiese ganarle a gritar, ningún capitán bernés a sueldo que no retrocediese ante su lúgubre fama de sangre primero y trato después. Hoy hace calor, estamos en julio, él duerme, sueña. En algún lugar de Italia, una serpiente tiene hijos. Llama a sus hijos Thomas. Llevan en sus cabezas pinturas del Támesis, de las orillas cenagosas y poco profundas que están fuera del alcance de la marea, más allá del chapoteo del agua.
Liz aún duerme cuando él despierta a la mañana siguiente. Las sábanas están húmedas. Está caliente y ruborosa. Tiene la cara tersa como una jovencita. Le da un beso en la frente. Sabe a sal. Ella susurra: «Dime cuándo volverás a casa».
—Liz, no me marcho —dice él—. No me voy con Wolsey.
La deja. Llega el barbero a afeitarle. Se mira los ojos en un espejo bruñido. Parecen muy vivos; ojos de serpiente. Qué sueño tan extraño, se dice.
Cuando baja las escaleras, cree ver a Liz siguiéndole. Piensa que ve el brillo de su gorro blanco. Se vuelve y le dice: «Liz, vuelve a la cama…». Pero ella no está allí. Se ha equivocado. Coge sus documentos y se va a Gray’s Inn.
Es un descanso. No se trata de un asunto jurídico; se discute sobre textos, y sobre el paradero de Tyndale (algún lugar de Alemania), y el problema inmediato es un colega abogado (así que ¿quién dirá que no debería estar allí, en Gray’s Inn?), llamado Thomas Bilney, que es también eclesiástico, y profesor del Trinity Hall. Le llaman Pequeño Bilney, por su baja estatura y sus atributos de gusano. Se retuerce sentado en el banco, hablando sobre su misión con los leprosos.
—Para mí las Escrituras son como miel —dice Pequeño Bilney, moviendo su grueso trasero y sus piernas encogidas—. Estoy ebrio de la palabra de Dios.
—Por Dios, hombre —dice él—. No creáis que podéis salir de vuestra madriguera porque el cardenal esté fuera. Pensad que ahora el obispo de Londres tiene las manos libres, por no mencionar a nuestro amigo de Chelsea.
—Misas, ayuno, vigilias, perdones del Purgatorio… Todo inútil —dice Bilney—. Eso es lo que me ha sido revelado. En realidad, solo falta ir a Roma a discutirlo con Su Santidad. Estoy seguro de que se dejará convencer por mi opinión.
—Creéis que vuestro punto de vista es original, ¿verdad? —dice él lúgubremente—. Aunque tal vez lo sea, padre Bilney, si creéis que el papa aceptaría complacido vuestro consejo en esos asuntos.
Él sale, diciendo: he ahí uno que saltará a la hoguera si se lo piden. Señores, cuidado con eso. No lleva a Rafe a esas reuniones. No llevará a ningún miembro de su casa allí donde pueda haber compañías peligrosas. La casa de Cromwell es tan ortodoxa como las demás de Londres, y tan piadosa. Ellos tienen que ser irreprochables, dice.
Del resto del día no hay nada memorable. Habría regresado pronto a casa si no hubiese quedado en verse en el enclave alemán, el Steelyard, con un individuo de Rostock que llevó consigo a un amigo de Stettin, el cual se brindó a enseñarle un poco de polaco.
Es peor que el galés, dice él al final de la velada. Necesitaré muchísima paciencia. Venid a mi casa, dice. Avisadnos y prepararemos unos arenques en escabeche; si no, habrá que conformarse con lo que haya.
Algo va mal si llegas a casa al oscurecer y hay antorchas encendidas. El aire es dulce y te sientes tan bien cuando entras, te sientes joven, sin cicatrices. Luego ves los rostros desolados; se apartan al verte.
Mercy viene y se para ante él, pero aunque su nombre significa «merced» no la hay. «Decidlo», le ruega.
Ella aparta la vista y dice: lo siento mucho.
Él piensa que se trata de Gregory, piensa que su hijo ha muerto. Luego, casi lo sabe, porque ¿dónde está Liz?
—Decidlo —le ruega.
—Os buscamos. Pedimos a Rafe que fuese a ver si estabais en Gray’s Inn. Que os trajera. Pero los porteros dijeron que no os habían visto en todo el día. Confiad en mí, le encontraré, dijo Rafe. Aunque tenga que recorrer toda la ciudad; pero ni rastro…
Él recuerda la mañana: las sábanas húmedas, la frente húmeda de ella. ¿No luchaste, Liz?, piensa. Si hubiese visto venir tu muerte, le habría pegado en su cabeza de muerte, la habría crucificado en la pared. Las niñas están todavía levantadas, aunque alguien les ha puesto los camisones, como si fuese una noche normal. Están descalzas y alguien les ha atado con mano resuelta los gorros de dormir, unos de encaje que les había hecho su madre. La cara de Agnes parece de piedra. Aprieta en el puño la manita de Grace. Grace alza la vista hacia él, vacilante. Casi nunca lo ve. ¿Por qué está aquí? Pero confía en él y le deja cogerla en brazos sin protestar. Se queda dormida enseguida, con la cabeza apoyada en su hombro, los brazos colgando alrededor de su cuello y la coronilla bajo su mentón.
—Vamos, Anne —dice él—. Tenemos que llevar a Grace a la cama, porque es pequeña. Sé que tú todavía no quieres irte a dormir, pero debes quedarte con ella, porque puede despertarse y tener frío.
—Yo puedo tener frío —dice Anne.
Mercy camina delante de él hacia la habitación de las niñas. Él echa a Grace en la cama sin que se despierte. Anne llora, pero en silencio. Me quedaré con ellas, dice Mercy; pero él dice: «Me quedaré yo». Espera hasta que Anne deja de llorar y le suelta la mano.
Estas cosas pasan; pero no a nosotros.
—Ahora, dejadme ver a Liz —dice él.
La habitación —que esta mañana solo era su dormitorio— está animada por el aroma de las hierbas que se queman contra el contagio. Han colocado velas encendidas a la cabeza y a los pies. Le han atado la mandíbula con lino, así que ya no parece ella. Se parece a los muertos; parece intrépida, como si pudiese juzgarte; parece más plana y más muerta que los muertos que él ha visto en los campos de batalla con las tripas fuera.
Baja, para saber cómo fueron sus últimas horas, para hacerse cargo de la familia. A las diez de la mañana, dijo Mercy, se sentó: Jesús, qué cansada estoy. En mitad del trabajo del día. No es propio de mí, ¿verdad?, había dicho. Yo dije: no es propio de ti, Liz. Le puse la mano en la frente y le dije: Liz, cariño, le dije, échate, acuéstate. Tienes que eliminar ese sudor. Ella dijo: no, dame unos minutos. Estoy mareada. A lo mejor lo que necesito es comer algo. Pero se sentó a la mesa y apartó la comida.
A él le gustaría que abreviase el relato, pero comprende que necesita contarlo todo, minuto a minuto, decirlo en voz alta. Es como si estuviese haciendo un paquete de palabras para entregarlo. Ahora es tuyo.
Elizabeth se acostó al mediodía. Temblaba, aunque la piel le ardía. Dijo: ¿está Rafe en casa? Dile que vaya a buscar a Thomas. Y Rafe se fue y luego fueron otros y nadie le encontró.
A las doce y media, ella dijo: dile a Thomas que cuide de los niños. ¿Y luego qué? Se quejó de que le dolía la cabeza. ¿Pero nada para mí, ningún mensaje? No. Dijo que tenía sed. Nada más. Pero, bueno, Liz nunca hablaba mucho.
A la una en punto pidió un sacerdote. A las dos se confesó. Dijo que una vez había cogido una serpiente, en Italia. El sacerdote dijo que era la fiebre la que hablaba. Le dio la absolución. Y estaba deseando, dijo Mercy, estaba deseando salir de la casa, tenía miedo a contagiarse y morirse.
Liz empeoró a las tres de la tarde. A las cuatro se liberó de la carga de esta vida.
Supongo, dice él, que querrá que la entierren con su primer marido.
—¿Por qué tenéis que pensar eso?
Porque yo llegué después, dice él, y se marcha. No tiene sentido escribir las instrucciones habituales sobre ropas de luto, clérigos que recen, velas. Tienen que enterrar a Liz rápidamente, como a todos los que mueren de esta enfermedad. No podrá mandar a buscar a Gregory ni reunir a la familia. La norma es que se cuelgue un haz de paja delante de la casa, como señal de infección, y restringir luego el acceso a ella cuarenta días y salir lo menos posible.
Mercy entra y dice: una fiebre, podría ser cualquier fiebre, no tenemos por qué aceptar que sea la del sudor… Si nos quedamos todos encerrados en casa, Londres se paralizará.
—No —dice él—. Tenemos que hacerlo. Su Eminencia estableció esas normas y sería impropio que yo no las cumpliese.
Bueno, da igual, pero ¿dónde estabais?, dice Mercy. Él la mira a la cara. Dice: ¿conocéis a Pequeño Bilney? Estaba con él; le advertí, le dije que acabará saltando a la hoguera.
¿Y después? Después estuve aprendiendo polaco.
Claro. Por supuesto, dice ella.
Ella no espera que tenga sentido. Él no espera que llegue a tener nunca más sentido del que tiene ahora. Se sabe de memoria el Nuevo Testamento, pero a ver si encuentras una cita para esto.
Más tarde, cuando piensa en lo sucedido aquella mañana, desea captar de nuevo el brillo del gorro blanco de ella, aunque, cuando se volvió, no estaba allí. Le gustaría imaginarla con el ajetreo y el calor de la casa tras ella, de pie en la entrada, diciendo: «Dime cuándo volverás a casa». Pero únicamente puede imaginarla sola, a la puerta, y detrás de ella hay una tierra devastada y una luz azulada.
Piensa en su noche de bodas; en el vestido de tafetán largo de ella, en su gesto cauteloso con los codos pegados al cuerpo. Al día siguiente, ella dijo: «Bueno, no hay problema, eh». Y sonrió. Eso es todo lo que le ha dejado. Liz, que nunca hablaba mucho.
Se queda un mes en casa. Lee. Lee su Testamento. Pero ya sabe lo que dice. Lee a Petrarca, que le gusta. Lee cómo desafió a los médicos: cuando le habían dejado en manos de la fiebre como un caso desesperado, él siguió viviendo, y cuando volvieron por la mañana estaba levantado, sentado, escribiendo. El poeta nunca confió en los médicos después. Pero Liz le dejó demasiado rápido para que pudiese mediar el consejo del médico, bueno o malo, o del boticario con su casia, su galanga, su ajenjo, sus estampas con oraciones.
Ha conseguido el libro de Niccolò Machiavelli, El príncipe. Es una edición en latín, toscamente impresa en Nápoles, que parece haber pasado por muchas manos. Piensa en Niccolò en el campo de batalla, en Niccolò en la cámara de tortura. Se siente en la cámara de tortura, pero sabe que un día encontrará la puerta de salida, porque es él quien tiene la llave. Alguien le dice: ¿qué hay en tu pequeño libro? Y él dice: unos cuantos aforismos, unos cuantos tópicos, nada que no sepamos ya.
Siempre que alza la vista del libro ve a Rafe Sadler. Rafe es un muchacho pequeño, y los otros bromean siempre fingiendo que no lo ven y diciendo: «¿Dónde está Rafe?». Disfrutan con esta broma como si fuesen niños de tres años. Rafe tiene los ojos azules, el cabello de un rubio castaño y no podría pasar por un Cromwell. De todos modos, es un tributo al hombre que lo educó: obstinado, sardónico, rápido para entender las cosas.
Rafe y él leen un libro sobre ajedrez. Es un libro impreso antes de que él naciese, pero tiene ilustraciones. Las estudian detenidamente, perfeccionando sus conocimientos del juego. Durante lo que parecen horas, ninguno de los dos hace un movimiento. «Fui un imbécil —dice Rafe, apoyando un índice en la cabeza de un peón—. Debería haberos encontrado. Cuando dijeron que no estabais en Gray’s Inn debería haberme dado cuenta de que sí estabais».
—¿Cómo ibas a saberlo? No es fácil saber dónde no debería estar yo. ¿Vas a mover ese peón o solo lo acaricias?
—J’adoube. —Rafe aparta la mano.
Siguen sentados largo rato, mirando las piezas. La configuración que las mantiene en su sitio. Lo ven venir: tablas.
—Somos demasiado buenos. Los dos.
—Tal vez debiéramos jugar con otras personas.
—Más adelante, cuando podamos ganarles a todos.
—¡Oh, un momento! —dice Rafe. Coge el caballo y lo hace saltar. Contempla luego el resultado, sobrecogido.
—Rafe, estás foutu.
—No necesariamente. —Rafe se frota la frente—. Todavía podéis hacer una tontería.
—Claro. La esperanza es lo último que se pierde.
Rumor de voces. Sol fuera. Él tiene la sensación de que casi podría dormir, pero cuando se duerme vuelve Liz Wykys, alegre y llena de vida. Y, cuando despierta, tiene que volver a asumir su ausencia.
Llora un niño en una habitación lejana. Pisadas arriba. Cesa el llanto. Alza su rey, lo observa por debajo, como si comprobase cómo está hecho, j’adoube, susurra. Vuelve a ponerlo donde estaba.
Anne Cromwell se sienta con él, mientras cae la lluvia, y escribe en su cuaderno de latín de principiante. Para el día de san Juan se sabe los verbos principales. Aprende más deprisa que su hermano, y él se lo dice. «Vamos a ver», dice, tendiendo la mano para coger el cuaderno. Descubre que ella ha escrito su nombre una y otra vez, «Anne Cromwell. Anne Cromwell…».
Llegan de Francia noticias de los triunfos, procesiones, misas públicas y oraciones improvisadas en latín del cardenal. Parece que, en cuanto desembarcó, se detuvo en todos los altares mayores de Picardía y otorgó a los fieles el perdón de sus pecados. Así que ya hay unos cuantos miles de franceses que pueden empezar a pecar de nuevo.
El rey está principalmente en Beaulieu, una casa de Essex que le ha comprado hace poco a sir Thomas Bolena, a quien ha nombrado vizconde de Rochford. Se pasa el día cazando, sin preocuparse por la lluvia. Al final del día, recibe. El duque de Suffolk y el duque de Norfolk le acompañan en cenas privadas, que comparten con el nuevo vizconde. El duque de Suffolk es un viejo amigo, y si el rey dijese: tejedme unas alas para que pueda volar, él diría: ¿de qué color? El duque de Norfolk es el jefe de la familia Howard, claro, y cuñado de sir Thomas: un hombre nervudo y pequeño que, aunque aquejado de temblores, espasmos y tirones, sabe actuar siempre en beneficio propio.
Él no escribe al cardenal para contarle lo que comenta todo el mundo en Inglaterra, que el rey se propone casarse con Ana Bolena. No tiene las noticias que quiere el cardenal, así que no le escribe. Manda a sus empleados que lo hagan, para mantener al cardenal al día de sus asuntos legales, de sus finanzas. Contadle que estamos todos bien, dice. Transmitidle mis respetos y decidle que sigo a su servicio. Decidle cuánto nos gustaría ver su rostro.
No enferma nadie más de la casa. Ese año, Londres ha escapado de la peste sin demasiados problemas. O eso es, al menos, lo que dicen todos. Se rezan oraciones de acción de gracias en las iglesias de la ciudad; ¿o habría que llamarlas oraciones de propiciación? En los pequeños cónclaves nocturnos se indaga sobre el propósito de Dios. Londres sabe que peca. Como nos dice la Biblia: «Difícilmente se libra de falta el negociante». Y en otra parte dice: «Quien se hace rico rápidamente, no quedará impune». La costumbre de citar es indicio seguro de mente atribulada. «El Señor corrige al que ama».
A primeros de septiembre, la peste ha seguido su curso y la familia puede reunirse para rezar por Liz. Puede tener las ceremonias que se le negaron cuando los dejó tan súbitamente. Se dan chaquetas negras a doce pobres de la parroquia, los mismos que habían seguido su ataúd; cada hombre de la familia ha prometido siete años de misas por su alma. El día elegido, aclara el tiempo brevemente y el ambiente refresca. «Pasó la siega, terminó el verano, y aún no estamos a salvo».
Grace, la niña pequeña, despierta de noche y dice que ve a su madre amortajada. No llora como una niña, ruidosamente y con hipo, sino como una mujer, derramando lágrimas de miedo.
«Todos los ríos van al mar, pero el mar no se llena».
Morgan Williams se encoge año tras año. Hoy parece especialmente pequeño, gris y acosado, y le aprieta el brazo y dice: «¿Por qué han de irse los mejores? ¡Ay! ¿Por qué?». Luego: «Sé que eras feliz con ella, Thomas».
Están de nuevo en Austin Friars, una multitud de mujeres, niños y hombres robustos a los que el luto apenas saca de su negro habitual, el atuendo de abogados y comerciantes, de contables y agentes comerciales. Ahí está su hermana, Bet Wellyfed; sus dos hijos, su hijita Alice. Ahí está Kat. Sus hermanas tienen las cabezas juntas, están decidiendo quién irá a ayudar a Mercy con las niñas, «hasta que vuelvas a casarte, Tom».
Sus sobrinas, dos buenas muchachitas, aún aprietan las cuentas del rosario. Miran a su alrededor, sin saber muy bien qué deben hacer a continuación. Ignoradas, mientras los mayores hablan por encima de sus cabezas, se apoyan en la pared y se miran parpadeando. Se deslizan poco a poco por la pared, con la espalda recta, hasta que tienen la altura de niñas de dos años, acuclilladas. «¡Alice! ¡Johane!», exclama alguien. Se levantan, despacio, muy serias, recuperando su talla. Grace se acerca a ellas; se le echan encima silenciosamente, le quitan el gorro, le sueltan el cabello rubio y empiezan a trenzárselo. Él la mira, distraído, mientras los cuñados hablan de lo que hace en Francia el cardenal. Grace abre mucho los ojos cuando sus primas le tiran del pelo hacia atrás, con fuerza. Abre la boca en silencio como un pez, atónita. Cuando se le escapa un chillido, acude en su ayuda Johane, la hermana de Liz, que cruza la habitación y la coge en brazos. Él observa a su cuñada, pensando, como tantas veces, en lo mucho que se parecían las dos hermanas.
Su hija Anne da la espalda a las mujeres, y desliza el brazo en el de su tío. «Estamos hablando del comercio en los Países Bajos», le explica Morgan.
—Una cosa es segura, tío. Si Wolsey firma un tratado con los franceses, en Amberes no les gustará.
—Eso es lo que le decimos a tu padre, pero, bueno, él apoyará a su cardenal. ¡Vamos, Thomas! ¡No te gustan los franceses más que a nosotros!
Ellos no saben como él lo mucho que necesita el cardenal la amistad del rey Francisco. Sin el apoyo de una de las grandes potencias europeas que hable en su favor, ¿cómo va a conseguir el rey Enrique el divorcio?
—¿Tratado de Paz Perpetua? Veamos, ¿cuándo fue la última Paz Perpetua? Yo le doy tres meses.
Quien así habla es su cuñado, Wellyfed, riéndose; y John Williamson, el marido de Johane, pregunta si quieren apostar: ¿tres meses, seis? Entonces recuerda que están celebrando un acto solemne. «Perdona, Tom», dice, y le da un ataque de tos.
—Si el viejo apostador sigue tosiendo así —tercia Johane—, no pasará de este invierno, Tom, y entonces me casaré contigo.
—¿De verdad?
—Pues claro. Siempre que consiga el correspondiente documento de Roma.
Todos sonríen, disimulando. Intercambian miradas significativas. Gregory dice: ¿qué es tan divertido? No podéis casaros con la hermana de vuestra mujer, ¿verdad? Él y sus primos varones se van a un rincón a hablar de temas privados, los hijos de Bet, Christopher y Will, los de Kat, Richard y Walter… (¿Por qué le pusieron a ese chico Walter? ¿Necesitaban un recordatorio de su padre, acechando después de su muerte, para que no olvidasen que no debían ser demasiado felices? La familia nunca se reúne, pero él da gracias a Dios porque Walter no esté ya con ellos. Se dice a sí mismo que debería haber sido más benévolo con su padre, pero su bondad solo alcanza al pago de misas por su alma).
El año antes de regresar definitivamente a Inglaterra, había cruzado el mar una y otra vez, indeciso; tenía tantos amigos en Amberes, además de buenos contactos de negocios, que, a medida que la ciudad crecía (lo hacía todos los años), parecía cada vez más el lugar adecuado para vivir. Si sentía nostalgia era de Italia: la luz, el idioma, Tommaso, como le llamaban allí. Venecia le había curado de toda nostalgia de las orillas del Támesis. Florencia y Milán le habían dado ideas más flexibles que las de la gente que se había quedado en Inglaterra. Pero algo tiraba de él; curiosidad por saber quién había muerto y quién había nacido, el deseo de ver de nuevo a sus hermanas y reírse —uno siempre puede reírse en cierto modo— de su educación, de su infancia. Había escrito a Morgan Williams para decir: estoy pensando en trasladarme a Londres. Pero no se lo digas a mi padre. No le digas que vuelvo a casa.
Los primeros meses intentaron convencerle. Mira, Walter se ha calmado, no le reconocerías. Ya no abusa de la bebida. Bueno, sabía que le estaba matando. Ya no pisa los juzgados. Hasta ha hecho su turno de mayordomo de la iglesia.
¿Qué?, dijo él. ¿Y no se emborrachó con el vino de misa? ¿No escapó con el dinero de las velas?
Por más que insistieron, no lograron persuadirle de que fuera a Putney. Esperó más de un año, hasta que estuvo casado y fue padre. Entonces se sintió capaz de ir. Había estado más de doce años fuera de Inglaterra. Le sorprendió cómo había cambiado la gente. Les había dejado jóvenes y se habían ablandado o afilado en la madurez. Los ágiles y flexibles eran enjutos y secos ahora. Los gordos, más gordos. Los rasgos delicados se habían desdibujado y ablandado. Los ojos luminosos eran más apagados. A algunos no los reconoció. Al menos, a primera vista.
Pero habría reconocido a Walter en cualquier sitio. Al verle acercarse, pensó: «Estoy viéndome a mí dentro de veinte, treinta años, si es que vivo». Decían que la bebida casi había acabado con él. Pero no parecía medio muerto. Parecía como siempre, como si pudiera tumbarte de un golpe, y como si pudiese decidir hacerlo. Su cuerpo bajo y fuerte se había hecho más ancho y más tosco. El cabello tupido y rizado apenas tenía canas. Su mirada te ensartaba. Ojos pequeños, brillantes, de un castaño dorado. Necesitas buena vista en una herrería, solía decir él. La necesitas estés donde estés para que no te roben hasta la camisa.
—¿Dónde has estado? —le preguntó. Mientras que en otros tiempos habría parecido furioso, ahora parecía solo irritado. Era como si su hijo hubiese llevado un recado a Mortlake y hubiese tardado demasiado en volver.
—Oh…, aquí y allá —contestó él.
—Pareces un extranjero.
—Soy un extranjero.
—¿Y qué has estado haciendo?
Se imaginó diciendo: «Unas cosas y otras». Lo dijo.
—¿Y qué clase de cosas haces ahora?
—Estudio leyes.
—¿Leyes? —dijo Walter—. Si no fuese por las llamadas leyes, seríamos señores. Tendríamos casa solariega. Y muchas mansiones más por ahí.
Esa es una cuestión interesante, piensa. Si se consiguiese ser un señor peleando, gritando, siendo más grande, mejor, más audaz y más desvergonzado que el prójimo, Walter sería un señor. Pero es peor que eso; Walter piensa que tiene derecho. Él ya ha oído todo eso en su infancia: los Cromwell eran en tiempos una familia rica, tenían fincas. «¿Cuándo, dónde?», solía decir él. Walter decía: «En un lugar del norte, ¡por allá arriba!». Y le gritaba por dudarlo. A su padre no le gustaba que no le creyeran, aunque lo que dijera fuese claramente una mentira. «¿Y cómo llegamos a caer tan bajo?», preguntaba él, y Walter decía que por los abogados y las trampas, que todos los abogados son tramposos, que roban la tierra a sus propietarios. Entiéndelo si puedes, decía Walter, porque yo no lo entiendo, y no soy tonto, muchacho. ¿Cómo se atreven a llevarme al juzgado y ponerme una multa por llevar animales a los llamados pastos comunales? Si cada uno tuviera lo suyo, serían míos.
Pero ¿cómo era posible eso si las tierras de la familia estaban en el norte? Pero no tenía sentido preguntárselo, en realidad era la forma más rápida de recibir una lección del puño de Walter. «¿Pero no había dinero? —insistía él—. ¿Qué pasó con el dinero?».
Solo una vez, que estaba sobrio, había dicho Walter algo que parecía verdad, y que era convincente, a su entender: supongo, dijo, supongo que lo dilapidamos.
Había pensado en ello a lo largo de los años. El día que había vuelto a Putney, le había preguntado: «Si los Cromwell fueron ricos alguna vez, y yo intentase recuperar lo que quede, ¿te sentirías satisfecho?».
Había procurado adoptar un tono tranquilizador, pero era difícil tranquilizar a Walter. «Sí, claro, para repartíroslo, ¿verdad? Tú y el puñetero Morgan del que eres tan amigo. Ese dinero es mío, y a cada uno lo suyo».
—Sería dinero de la familia. —Pero ¿qué hacemos, enfrentándonos nada más vernos, peleándonos a los cinco minutos por esa riqueza inexistente?—. Ahora tienes un nieto —añadió, sin levantar la voz—: Y no te acercas a él.
—Oh, de eso ya tengo —dijo Walter—. Nietos. ¿Quién es ella, alguna chica holandesa?
Él le habló de Liz Wykys. Confesando, con ello, que llevaba en Inglaterra tiempo suficiente para haberse casado y tener un hijo.
—Pescaste una viuda rica —dijo Walter, con una risilla—. Supongo que eso era más importante que venir a verme. Lo sería. Supongo que pensaste que había muerto. Abogado, ¿eh? Siempre fuiste un charlatán. Un sopapo en la boca podía curar eso.
—Pues bien sabe Dios que lo intentaste.
—Supongo que ahora no querrás saber nada del trabajo de la fragua. Ni de que ayudabas a tu tío John y dormías entre mondaduras de nabos.
—Por Dios, padre —había dicho él—, en Lambeth no comían nabos. ¡El cardenal Morton comiendo nabos! ¿Cómo dices eso?
Cuando él era pequeño y su tío John era cocinero del gran hombre, él solía escaparse al palacio de Lambeth, porque allí había más probabilidades de comer. Se quedaba rondando por la entrada más próxima al río (Morton aún no había construido su gran entrada) y observaba a la gente que iba y venía, preguntando quién era cada uno y reconociéndolos la vez siguiente por los colores de la ropa, los animales y objetos pintados en sus escudos. «No te quedes ahí plantado, haz algo útil», le gritaban.
Había otros niños además de él que ayudaban en la cocina, llevando y trayendo cosas, empleando sus deditos en desplumar pájaros cantores y en quitar la parte dura a las fresas. A la hora de las comidas, los empleados de la casa formaban filas en los corredores que salían de las cocinas, y llevaban los manteles y el salero principal. Su tío John medía las hogazas y si no eran exactamente como tenían que ser, se echaban en un cesto para el servicio. Las que pasaban la prueba, las contaba según iban entrando. Él se quedaba a su lado fingiendo que era su ayudante, y así aprendió a contar. Llevaban las carnes y los quesos al gran salón, las frutas azucaradas y las galletas especiadas para la mesa del arzobispo (todavía no era cardenal). Luego se dividían las sobras y los restos. Lo mejor, para el personal de la cocina. A continuación, para el asilo de pobres y el hospital, y los mendigos de la puerta. Lo que no servía siquiera para ellos, era para los niños y los cerdos.
Los niños se ganaban el sustento por la mañana y por la tarde subiendo las escaleras de atrás con cerveza y pan para colocarlos en los aparadores de los jóvenes gentilhombres que eran pajes del cardenal. Los pajes eran de buena familia. Servían la mesa e intimaban con los grandes hombres. Les oían hablar y aprendían. Cuando no atendían la mesa, aprendían con los grandes volúmenes de sus maestros de música y de otros maestros, que andaban por la casa con ramilletes de flores y almohadillas perfumadas en las manos, y que hablaban griego. Le señalaron a un paje: el señor Thomas Moro, de quien el arzobispo dice que será un gran hombre, por su profunda erudición y su brillante ingenio.
Un día, él llevó una hogaza de trigo y la puso en el aparador y se quedó allí, y el señor Thomas Moro dijo: «¿A qué esperas?». Pero no le tiró nada. «¿Qué hay en ese libro tan grande?», preguntó. Y el señor Moro contestó: sonriendo: «Palabras, palabras, solo palabras».
El señor Moro tiene ya catorce años, dice alguien, y va a ir a Oxford. Él no sabe dónde queda Oxford, ni si él quiere ir allí, o simplemente lo mandan. A un muchacho le pueden mandar, y el señor Moro todavía no es un hombre.
Catorce es dos veces siete. ¿Yo tengo siete?, pregunta. No digas solo sí. Dime si los tengo. Por amor de Dios, Kat, dice su padre, invéntale un cumpleaños, dile lo que sea, pero que se calle.
Cuando su padre dice que está harto de verlo, él se marcha de Putney y se va a Lambeth. Si el tío John dice «Esta semana tenemos muchos chicos y el demonio siempre encuentra trabajo para las manos ociosas», él regresa a Putney. A veces, recibe un regalo para llevar a casa. A veces, un par de pichones con las patas atadas y los picos ensangrentados abiertos. Va caminando por la orilla del río y los hace girar sobre su cabeza como si volaran hasta que alguien le grita: «¡No hagas eso!». No puede hacer nada sin que alguien le grite. No es extraño, dice John, porque no hay trastada en la que no intervengas, y no paras de contestar y siempre apareces donde no tendrías que estar.
En un cuartito frío que da a los corredores de la cocina hay una mujer que se llama Isabella y que hace figuritas de mazapán para que el arzobispo y sus amigos se entretengan con ellas después de cenar. Algunas figuritas son héroes, como el príncipe Alejandro, el príncipe César. Otras son santos. Hoy estoy haciendo a santo Tomás, le dice ella. Un día, ella hace animales de mazapán y le regala un león. Puedes comértelo, le dice; él prefiere guardárselo, pero Isabella le dice que se deshará enseguida. «¿No tienes madre?», le pregunta ella.
Él aprende a leer con los pedidos garabateados de harina de trigo y alubias secas, cebada y huevos de pato, que salen de las despensas de los mayordomos. Según Walter, el objetivo de saber leer es aprovecharse de los que no saben; hay que aprender a escribir con el mismo propósito. Así que su padre le manda al cura. Pero él vuelve a equivocarse siempre, porque los curas tienen normas muy raras; él debía acudir a dar la lección a una hora fija, no cuando le pilla de paso yendo a hacer cualquier otra cosa, no cuando lleva un sapo en la bolsa, o cuchillos que hay que afilar, y no puede ir tampoco si tiene cortes y magulladuras por causa de una de esas puertas (llamadas Walter) con las que tropieza siempre. El cura grita y se olvida de darle de comer, así que él se marcha otra vez a Lambeth.
Por los clavos de Cristo, ¿dónde has estado?, le dice su padre los días que vuelve a Putney. Salvo que esté ocupado dentro, encima de una madrastra. Algunas madrastras duran tan poco tiempo que su padre ha acabado con ellas y las ha echado a patadas cuando él llega a casa, pero Kat y Bet le hablan de ellas, riéndose a carcajadas. Una vez, cuando él entra sucio y mojado, la madrastra de ese día pregunta «¿De quién es este chico?», e intenta echarle a patadas al patio.
Un día, cuando casi ha llegado a casa, se encuentra la primera Bella tirada en la calle, y se da cuenta de que nadie la quiere. No es mayor que una rata mediana y está tan asustada y tiene tanto frío que ni siquiera gime. Se la lleva a casa en una mano, mientras, en la otra, sostiene un queso pequeño envuelto en hojas de salvia.
El perro se muere. Su hermana Bet le dice que puede conseguir otro. Él mira por la calle, pero nunca encuentra ninguno. Hay perros, pero tienen dueño.
Puede tardarse mucho tiempo en llegar a Putney desde Lambeth, y, a veces, se come el regalo, si no está crudo. Pero si solo le dan una col, la echa a rodar y va dándole patadas hasta que queda completamente destrozada.
En Lambeth sigue a todas partes a los mayordomos y cuando dicen un número, él lo recuerda. Así que la gente dice: si no te da tiempo a anotarlo, díselo al sobrino de John. Él echa una ojeada al saco de lo que hayan pedido, y luego avisa a su tío para que compruebe si es que falta peso.
De noche, en Lambeth, cuando todavía hay luz y ya han fregado todas las ollas, los muchachos salen al empedrado a jugar a la pelota. Sus gritos se elevan en el aire. Maldicen, tropiezan unos con otros y se pelean a puñetazos hasta que alguien les grita que paren, y, a veces, se muerden. Desde la ventana abierta de arriba, los jóvenes gentilhombres entonan con voces agudas y cuidadas el canto polifónico que están aprendiendo.
A veces, aparece la cara del señor Thomas Moro. Él le hace señas, pero el señor Thomas mira a los niños sin reconocerles. Sonríe imparcialmente. Cierra el postigo con su blanca mano de estudiante. Sale la luna. Los pajes se van a sus carriolas. Los pinches se envuelven en arpillera y duermen junto al fuego.
Él recuerda una noche de verano en que los chicos que jugaban a la pelota guardaron silencio mirando hacia arriba. Estaba oscuro. Temblaba en el aire el sonido fino y penetrante de una flauta dulce. Un mirlo recogió la nota y cantó en un matorral que había junto a la puerta de la esclusa. Respondió el silbido de un barquero en el río.
1527: en cuanto el cardenal regresa de Francia, empieza a organizar banquetes. Espera que lleguen embajadores franceses para sellar su concordato. Nada, dice, nada será demasiado bueno para esos caballeros.
La corte deja Beaulieu el 27 de agosto. Poco después, Enrique ve al cardenal cara a cara por primera vez desde principios de junio. «Oiréis decir que el rey me recibió fríamente —dice Wolsey—, pero os aseguro que no. Ella —lady Ana— estaba presente…, es cierto».
A primera vista, buena parte de su misión ha sido un fracaso. Los cardenales no se reunieron con él en Aviñón: dieron la excusa de que no querían ir al sur con tanto calor. «Pero ahora tengo un plan mejor —le dice el cardenal—. Pediré al papa que me envíe un legado y trataré con él el asunto del rey en Inglaterra».
Mientras estabais en Francia, murió mi esposa Elizabeth, dice él.
El cardenal alza la vista. Se lleva las manos al pecho. Baja luego la derecha hasta el crucifijo. Le pregunta cómo sucedió. Escucha. Recorre con el pulgar el cuerpo torturado de Dios. Una y otra vez, como si fuese un trozo de metal cualquiera. Inclina la cabeza. Susurra: «A quien el Señor ama…». Ambos guardan silencio. Para romperlo, él empieza a hacer preguntas innecesarias al cardenal.
Él no necesita en modo alguno una relación de las tácticas del verano que acaba de terminar. El cardenal ha prometido ayuda para financiar un ejército francés que entrará en Italia e intentará expulsar al emperador. Mientras tanto, el papa, que no solo ha perdido el Vaticano sino también los Estados Pontificios, y ha visto cómo expulsaban de Florencia a sus parientes Médici, se sentirá agradecido y obligado con el rey Enrique. En cuanto a cualquier acercamiento a largo plazo con los franceses, él, Cromwell, comparte el escepticismo de sus amigos de la ciudad. Si has estado en la calle en París o en Ruán y has visto a una madre tirar de su hijo diciendo: «Deja de berrear o llamo a un inglés», te inclinarás a creer que cualquier acuerdo entre los dos países es protocolario y transitorio. Nunca perdonarán a los ingleses el talento para la destrucción que han demostrado siempre que salen de su isla. Los ejércitos ingleses asolaron el territorio por el que pasaron. Ejecutaron, como si se tratase de algo sistemático, todos los actos prohibidos por los códigos de la caballería, y quebrantaron cada una de las leyes de la guerra. Las batallas no fueron nada; lo que dejó huella fue lo que hicieron entre batalla y batalla. Robaban y violaban en cuarenta millas a la redonda de la ruta que seguían. Quemaban las cosechas en los campos y las casas con la gente dentro. Exigían pagos en dinero y en especie y, cuando acampaban en una región, obligaban a los habitantes a pagar por cada día que los dejaban en paz. Mataban a los sacerdotes y los colgaban desnudos en las plazas de los mercados, como si fuesen infieles, saqueaban las iglesias, se llevaban los cálices en sus bagajes, alimentaban los fuegos en los que cocinaban con libros valiosos; esparcían las reliquias y despojaban los altares. Buscaban a las familias de los muertos y pedían que los vivos los rescataran. Si los vivos no podían pagar, prendían fuego a los cadáveres delante de ellos, sin ceremonias, sin una oración, deshaciéndose de los muertos como si se tratase de ganado enfermo.
En estas circunstancias, los reyes pueden perdonarse; pero los pueblos no. Él no se lo dice a Wolsey, a quien ya le esperan suficientes malas noticias. En su ausencia, el rey había enviado a Roma un representante propio para negociaciones secretas. El cardenal lo había descubierto; y el asunto había quedado en nada, por supuesto. «Pero si el rey no es sincero conmigo, eso no ayuda nada a nuestra causa».
Él nunca se había encontrado con semejante doblez. El hecho es que el rey sabe que su causa es débil desde el punto de vista legal. Lo sabe, pero se niega a reconocerlo. Se ha convencido en el fondo de que nunca ha estado casado y por eso puede ahora casarse sin problema. Digamos que su voluntad está convencida, pero su conciencia no. Sabe derecho canónico, y se ha hecho experto en lo que no sabe. Como hermano menor, Enrique había sido educado y preparado para la Iglesia, y para los puestos más altos dentro de ella. «Si no hubiese muerto Arturo, hermano de Su Majestad, el cardenal sería ahora Su Majestad y no yo —dice Wolsey—. Y otra cosa. ¿Sabéis, Thomas?, no he tenido un día libre desde…, desde que estaba en el barco, supongo. Desde el día que me mareé al zarpar de Dover».
Habían cruzado juntos el Canal Estrecho una vez. El cardenal se había quedado echado abajo, invocando a Dios, pero él, como estaba acostumbrado a la travesía, se pasó el tiempo en cubierta, haciendo dibujos de las velas y las jarcias, y de barcos imaginarios con jarcias imaginarias, e intentando persuadir al capitán («No os ofendáis por ello», le dijo) de que había un medio de navegar más rápido. El capitán lo pensó y dijo: «Cuando fletas un barco mercante por tu cuenta, puedes hacerlo de ese modo. Por supuesto, cualquier navío cristiano pensará que es un barco pirata, así que no pidáis ayuda si tenéis problemas. A los marineros —explicó— no les gustan las novedades».
—A nadie le gustan —dijo él—. Por lo que puedo ver.
En Inglaterra no puede haber nada nuevo. Solo lo de siempre, presentado de otro modo. O novedades que se hacen pasar por cosas antiguas. Para ganarse la confianza, los hombres nuevos han de inventarse un abolengo, como el de Walter, o entrar al servicio de familias antiguas. No intentéis actuar por vuestra cuenta, o creerán que sois piratas.
Este verano, con el cardenal en tierra firme de nuevo, él recuerda aquella travesía. Espera que el enemigo desembarque y que empiece la lucha cuerpo a cuerpo.
Pero, de momento, baja a las cocinas a ver cómo les va con sus obras maestras para impresionar a los enviados franceses. Han conseguido reproducir en pasta de azúcar la cúpula de San Pablo, pero tienen problemas con la cruz y la bola de arriba. Él dice: «Haced leones de mazapán. Los quiere el cardenal».
Ellos ponen los ojos en blanco y preguntan si no acabarán nunca.
Desde que ha regresado de Francia, su señor muestra una acritud impropia de él. No refunfuña solo por los fracasos manifiestos, sino por el trabajo sucio entre bastidores. Se imprimieron burlas y calumnias contra él, y por muy rápido que pudiese comprarlas pronto había más en la calle. Todos los ladrones de Francia parecían acechar su séquito y su bagaje; en Compiègne, aunque puso una guardia noche y día para proteger su vajilla de plata, descubrieron a un niño pequeño que subía y bajaba por las escaleras de atrás y pasaba las piezas a un ladrón adulto que le había adiestrado.
—¿Qué ocurrió? ¿Le capturasteis?
—Pusieron en la picota al ladrón adulto. El niño escapó. Luego, una noche, un villano consiguió colarse en mi cámara y colocó un artilugio junto a la ventana…
Y a la mañana siguiente, un rayo de sol matutino atravesó la niebla y la lluvia e iluminó una horca de la que colgaba un capelo cardenalicio.
El verano ha sido lluvioso de nuevo. Él juraría que nunca se había visto el sol. Se perderán las cosechas. El rey y el cardenal intercambian recetas de píldoras. El rey deja a un lado los asuntos de Estado por si le asaltan los estornudos, y se prescribe un día agradable de composición musical o paseo (si cesa la lluvia) en sus jardines. A veces, por la tarde, Ana y él se retiran a solas. Se murmura que ella le permite desnudarla. Por las noches, el buen vino elimina los escalofríos y Ana, que lee la Biblia, le señala firmes advertencias que figuran en ella. Después de cenar, Enrique se queda pensativo, dice que supone que el rey de Francia debe de estar riéndose de él. Supone que el emperador también se ríe. Después de oscurecer, el rey se siente enfermo de amor. Está melancólico, inaccesible a veces. Bebe y duerme profundamente, duerme solo; despierta y, como es un hombre fuerte y joven aún, se siente optimista, lúcido, preparado para el nuevo día. A la luz del día, su causa es esperanzadora.
El cardenal no deja de trabajar aunque esté enfermo. Sigue sentado a su escritorio estornudando, dolorido y quejoso.
Retrospectivamente es fácil ver dónde empezó la caída del cardenal, pero en su momento no lo era. Miras atrás y recuerdas que estás en el mar. El horizonte se hunde vertiginosamente y la costa se pierde en la bruma.
Llega octubre, y sus hermanas y Mercy y Johane se hacen cargo de las ropas de la esposa difunta y las convierten cuidadosamente en nuevas prendas. Nada se desperdicia. Cada trozo de tela buena se convierte en otra cosa.
En Navidad, la corte canta:
Como el acebo que crece verde
y nunca cambia de color,
así soy yo y he sido siempre,
de mi dama fiel servidor.
Verde el acebo crece,
la hiedra igual,
aunque sople inclemente
el viento invernal.
Como el acebo que es siempre verde
mientras los otros árboles sus hojas pierden.
Verde crece el acebo, verde crecía
tan solo con la hiedra por compañía.
Primavera de 1528: Thomas Moro deambula, afable, raído. «Precisamente la persona —dice—. Thomas, Thomas Cromwell. Precisamente la persona a la que quiero ver».
Es afable, siempre lo es; tiene el cuello de la camisa sucio. «¿Vais a ir a Frankfurt este año, señor Cromwell? ¿No? Creía que el cardenal os enviaría a la feria, para ver lo que tienen a la venta los libreros heréticos. Está gastando mucho dinero acaparando sus escritos, pero la marea de inmundicia no cesa».
Moro, en sus escritos contra Lutero, le llama «la mierda alemana». Dice que su boca es como el ano del mundo. Parece imposible que semejantes palabras procedan de Thomas Moro. Pero así es. Nadie ha hecho más indecente la lengua latina.
—En realidad no es asunto mío —dice Cromwell—. Los libros de los herejes. Los herejes extranjeros son cosa del extranjero. Dado que la Iglesia es universal.
—Oh, pero cuando esos hombres de la Biblia llegan a Amberes, ¿sabéis?… ¡Qué ciudad esa! Sin obispo ni universidad ni un centro cultural adecuado, sin autoridades adecuadas que detengan la proliferación de supuestas traducciones, traducciones de las Escrituras que en mi opinión son maliciosas e intencionadamente engañosas… Pero ya lo sabéis, claro, vivisteis años allí. Y ahora dicen que han visto a Tyndale en Hamburgo, según parece. Lo conoceríais si lo vierais, ¿no?
—Y el obispo de Londres. Y vos mismo, quizá.
—Cierto. Cierto. —Moro lo considera; se muerde el labio—. Y me diréis, bueno, que no es trabajo para un abogado perseguir las falsas traducciones. Pero yo espero disponer de medios para proceder contra los hermanos por sedición, ¿comprendéis? —Los hermanos, dice; su chistecito. Rezuma desdén—. Si hay un delito contra el Estado, entran en juego nuestros tratados y puedo pedir que los extraditen. Para que respondan ante una jurisdicción más rigurosa.
—¿Habéis hallado sedición en los escritos de Tyndale?
—¡Ay, señor Cromwell! —Moro se frota las manos—. Me agradáis, lo digo en serio. Ahora me siento como debe sentirse una nuez moscada cuando la rallan. Un hombre de menor valía, un abogado de menor valía, diría: «He leído la obra de Tyndale y no hallo error en ella». Pero Cromwell no se deja atrapar, devuelve la pelota y me pregunta: ¿habéis leído a Tyndale? Y yo lo admito. He estudiado al hombre. He desmenuzado sus presuntas traducciones, y lo he hecho letra a letra. Lo leo, por supuesto. Con licencia. De mi obispo.
—En el Eclesiástico dice: «El que con pez anda, se mancha». A menos que se llame Thomas Moro.
—Vaya, vaya. Sabía que erais lector de la Biblia. Muy acertado. Pero si un sacerdote oye una confesión y la materia es licenciosa, ¿eso hace licencioso al sacerdote?
Como distracción, Moro se quita el sombrero y lo dobla a la mitad entre las manos, abstraído. Sus ojos brillantes y cansados miran alrededor, como si estuviese rodeado de gente dispuesta a refutar su argumentación.
—Y tengo entendido —prosigue— que el cardenal de York ha dado licencia también a sus jóvenes teólogos del Colegio del Cardenal para leer los panfletos de los sectarios. Tal vez os incluya en sus dispensas. ¿Es así?
Sería extraño en él incluir a su abogado, pero en fin, se trata de una tarea muy impropia de los abogados.
—Hemos recorrido un círculo —dice él.
Moro le sonríe.
—Bueno, después de todo, en primavera estaremos bailando alrededor del árbol de mayo. Buen tiempo para una travesía. Podríais aprovechar la oportunidad para hacer algún negocio en el comercio de la lana, salvo que solo esquiléis a los hombres últimamente… Y si el cardenal os pidiese que fueseis a Frankfurt, supongo que lo haríais, ¿no? Porque cuando desea acabar con un pequeño monasterio, si cree que tiene buenas dotaciones, que los monjes son viejos y se les va un poco la cabeza, benditos sean, y que los graneros están llenos, los estanques bien abastecidos de peces y el ganado gordo, y que el abad es anciano y flaco…, allá va Thomas Cromwell. Sea el norte, el sur, el este o el oeste. Vos y vuestros pequeños aprendices.
Si otro hombre hablase así, sería para iniciar una pelea. Cuando lo dice Thomas Moro, desemboca en una invitación a cenar.
—Venid a Chelsea —dice—. La conversación es magnífica y nos gustaría que os sumarais a ella. Nuestra comida es sencilla pero buena.
Tyndale dice que un muchacho que lava platos en la cocina es tan grato a los ojos de Dios como un predicador en el púlpito o el apóstol en la costa galilea. Tal vez será mejor, piensa él, que no mencione la opinión de Tyndale.
Moro le da unas palmadas en el brazo.
—¿No tenéis planes para casaros de nuevo, Thomas? ¿No? Quizá sea juicioso. Mi padre siempre dice que elegir esposa es como meter la mano en una bolsa en la que hay una anguila y seis culebras. ¿Qué posibilidades hay de sacar la anguila?
—¿Cuántas veces se ha casado vuestro padre? ¿Tres?
—Cuatro. —Sonríe. Es una sonrisa real. Le arruga los rabillos de los ojos—. Soy el hombre que reza por vos, Thomas —dice, mientras se aleja.
Cuando murió la primera esposa de Moro, su sucesora estaba en la casa antes de que se enfriara el cadáver. Moro habría sido sacerdote si la carne no le acuciase con sus improcedentes exigencias. No quería ser un mal sacerdote, así que se convirtió en marido. Se había enamorado de una muchacha de dieciséis años, pero su hermana, que tenía diecisiete, aún no se había casado. Así que Moro se casó con la mayor para que su orgullo no se sintiese herido. No la amaba. Ella no sabía leer ni escribir; él confiaba en que eso se enmendase, pero no fue así, al parecer. Intentó que aprendiera sermones de memoria, pero ella protestaba y se obstinaba en su ignorancia. La llevó a casa de su padre, que propuso que le pegase, lo cual la asustó tanto que juró que no protestaría más. «Y nunca lo hizo —diría Moro—. Aunque tampoco aprendió ningún sermón». Parece ser que él pensó que las negociaciones habían sido satisfactorias: que el honor estaba a salvo. La mujer obstinada le dio hijos, y cuando murió, a los veinticuatro años, él se casó con una viuda de la ciudad, entrada en años y ducha en la obstinación: otra que no sabía leer. Ahí tenéis: si sois tan indulgentes con vosotros mismos como para insistir en vivir con una mujer, entonces, por el bien de vuestra alma, mejor hacerlo con una que no os guste.
El cardenal Campeggio, a quien el pontífice envía a Inglaterra a petición de Wolsey, fue un hombre casado antes de hacerse sacerdote. Por eso es especialmente adecuado para ayudar a Wolsey (que no tiene experiencia en los problemas conyugales) en la etapa siguiente: disuadir al rey de seguir el deseo de su corazón. Aunque el ejército imperial se ha retirado de Roma, una primavera de negociaciones no ha producido ningún resultado definitivo. Stephen Gardiner ha estado en Roma con una carta del cardenal, en la que se alaba a lady Ana y se intenta convencer al papa de que el rey no es en modo alguno obstinado y caprichoso en su elección de esposa. El cardenal había dedicado mucho tiempo a la carta que enumera las virtudes de ella, escribiéndola de su puño y letra. «Modestia femenina…, castidad…, ¿puedo decir castidad?».
—Deberíais.
El cardenal levantó la vista.
—¿Sabéis alguna cosa? —Vaciló y volvió a la carta—. ¿Apta para tener hijos? Bueno, su familia es fértil. Hija amorosa y fiel de la Iglesia…, quizá haciendo una excepción…, dicen que tiene las Escrituras en francés en sus aposentos y que deja que las mujeres las lean, pero yo no tendría ningún conocimiento cierto de eso…
—El rey Francisco permite la Biblia en francés. Ella aprendería lo que sepa de las Escrituras allí, supongo.
—Ah, pero las mujeres, veréis. Mujeres leyendo la Biblia, he ahí un motivo de disputa. ¿Sabe ella lo que piensa el hermano Martín sobre el lugar que corresponde a una mujer? No debemos llorar, dice, si nuestra esposa o nuestra hija muere de parto, pues solo hace aquello para lo que la hizo Dios. Muy duro, el hermano Martín, muy implacable. Y tal vez no sea lectora de la Biblia. Tal vez solo sea una mentira que cuentan de ella. Quizá solo sea que los eclesiásticos la impacientan. Ojalá no me culpase a mí de sus problemas, ojalá no me culpase tanto.
Lady Ana envía mensajes amistosos al cardenal, pero él cree que no son sinceros. «Si viese la posibilidad de que el rey obtuviera la anulación —había dicho Wolsey—, iría en persona al Vaticano. Pediría que me abriesen las venas y escribiesen los documentos con mi sangre. ¿Creéis que complacería a Ana si lo supiese? No, no lo creo. Pero si veis a algún Bolena, proponédselo. Por cierto, supongo que conocéis a un individuo llamado Humphrey Monmouth. Es quien acogió en su casa a Tyndale seis meses, antes de que escapara a donde haya escapado. Dicen que todavía le envía dinero, pero no puede ser cierto, ¿cómo va a saber adónde enviárselo? Monmouth… Solo menciono el nombre. Porque…, bueno, ¿por qué lo hago? —El cardenal había cerrado los ojos—. Solo por mencionarlo».
El obispo de Londres ya ha llenado sus prisiones. Está encerrando en Newgate y en Fleet a luteranos y sectarios con delincuentes comunes. Permanecen allí hasta que se retractan y hacen penitencia pública. A los relapsos los quemarán. No hay segundas oportunidades.
Cuando registran la casa de Monmouth no encuentran ningún escrito sospechoso. Casi parece como si le hubiesen avisado. No hay libros ni cartas que le relacionen con Tyndale y sus amigos. De todos modos, lo llevan a la Torre. Su familia está aterrada. Monmouth es un hombre amable y paternal, un maestro pañero muy estimado en el gremio y en toda la ciudad. Ama a los pobres y compra tela incluso cuando el comercio no va bien, para que los tejedores sigan trabajando. Es indudable que la prisión persigue el fin de arruinarle. Su negocio se está yendo a pique cuando le ponen en libertad. Tienen que hacerlo por falta de pruebas, porque no puede sacarse nada en limpio de un montón de cenizas de la chimenea.
El propio Monmouth sería un montón de cenizas si Thomas Moro se saliera con la suya. «¿No venís a vernos aún, señor Cromwell? —dice—. ¿Seguís partiendo pan duro en las bodegas? Vamos, mi lengua es más punzante de lo que merecéis. Tenemos que ser amigos».
Parece una amenaza. Moro se aleja moviendo la cabeza. «Tenemos que ser amigos».
Cenizas, pan duro. El cardenal dice que Inglaterra ha sido siempre un país miserable, patria de un pueblo abandonado y marginado, que trabaja lentamente por su liberación y al que Dios castiga con tribulaciones especiales. Si pesaba sobre Inglaterra algún maleficio o la maldición divina, parece que por una vez el maleficio se ha roto, que lo han roto su áureo rey y su áureo cardenal. Pero los años de oro han terminado, y este invierno el mar se secará. Los que lo vean lo recordarán toda la vida.
Johane se ha trasladado a la casa de Austin Friars con su marido John Williamson y con su hijita Johane (Jo, le llaman las niñas, porque les parece que es demasiado pequeña para tener un nombre completo). Se necesita a John Williamson en el negocio de Cromwell.
—¿Cuál es exactamente tu negocio ahora, Thomas? —pregunta Johane.
De esta forma, le retiene para conversar.
—Nuestro negocio —dice él— es enriquecer a la gente. Hay muchas formas de hacerlo y John va a ayudarme.
—Pero John no tendrá que tratar con el cardenal, ¿verdad?
Se rumorea que personas influyentes se han quejado al rey y que el rey se ha quejado a Wolsey por los centros monásticos que ha cerrado. No piensan en el buen uso al que el cardenal ha destinado los bienes; no piensan en sus colegios, en los alumnos que mantiene ni en las bibliotecas que está fundando. Lo único que les interesa es meter ellos las manos en el botín. Y como se les ha impedido, fingen creer que los mojes se han quedado abandonados llorando por los caminos. No es así. Los han trasladado a otros lugares, a conventos mayores y mejor organizados. A algunos de los más jóvenes se les ha dejado marchar, porque son muchachos sin vocación para esa vida. Él suele descubrir, interrogándoles, que no saben nada, lo cual desmiente las absurdas pretensiones de los abades de que son la luz del conocimiento. Solo saben recitar con torpeza alguna que otra oración en latín, pero cuando les dices: «Veamos, ahora decidme lo que significa», ellos dicen: «¿Lo que significa, señor?», como si creyeran que la unión entre las palabras y su significado es tan débil que se rompe al primer tirón.
—No te preocupes por lo que dice la gente —le explica a Johane—. Yo asumo la responsabilidad por ello, yo solo.
El cardenal recibe las quejas con sumo desdén. Anota lúgubremente en su archivo los nombres de los quejosos. Luego saca la lista del archivo y se la entrega a su hombre con una sonrisa tensa. Él solo se cuida de sus nuevos edificios, sus banderas ondeantes, su escudo de armas grabado en relieve sobre el enladrillado, y sus eruditos de Oxford; está saqueando Cambridge para llevarse a los doctores jóvenes más inteligentes al Colegio del Cardenal. Hubo problemas antes de Pascua, cuando el decano descubrió que seis de los nuevos se hallaban en posesión de una serie de libros prohibidos. Encerradlos bajo llave sin demora, dijo Wolsey, encerradlos bajo llave y razonad con ellos. Si no hace demasiado calor, o no llueve demasiado, podría ir yo mismo hasta allí a razonar con ellos.
No tiene sentido explicarle eso a Johane. Ella solo quiere saber que su marido estará a salvo de las calumnias que se están propagando.
—Supongo que sabes lo que haces. —Le lanza una mirada rápida—. Al menos, siempre parece que lo sabes, Tom.
Todo en ella le recuerda a Liz: su voz, su paso, su ceja enarcada, su sonrisa mordaz. A veces se vuelve, creyendo que ha entrado Liz en la habitación.
Los nuevos arreglos confunden a Grace. Sabe que el primer marido de su madre se llamaba Tom Williams; lo nombran en las oraciones de la familia. ¿Es entonces tío Williamson hijo suyo?, pregunta.
Johane intenta explicárselo.
—No gastes saliva. Es lenta —le dice Anne. Se da un golpecito en la cabeza. Sus dedos brillantes rebotan en los aljófares del gorro.
Más tarde, él le dice a Anne: «Grace no es lenta, solo pequeña».
—No recuerdo que yo haya sido nunca tan tonta.
—¿Son todos lentos salvo nosotros? ¿De verdad?
La expresión de Anne indica que sí, más o menos.
—¿Por qué se casa la gente?
—Así puede haber niños.
—Los caballos no se casan. Pero hay potrillos.
—La mayoría de la gente —dice él— cree que así aumenta su felicidad.
—Oh, sí, eso —dice Anne—. ¿Puedo yo elegir a mi marido?
—Por supuesto —dice él; queriendo decir hasta cierto punto.
—Entonces elijo a Rafe.
Por un momento, dos instantes seguidos, él siente que su vida podría enmendarse. Luego piensa: ¿cómo podría pedirle a Rafe que esperase? Él necesita tener una casa propia. Aunque esperase cinco años, Anne sería una novia muy joven todavía.
—Ya lo sé —dice ella—. Y el tiempo pasa tan despacio.
Es verdad; parece que siempre esperamos algo.
—Parece que lo has pensado mucho —dice él. A ella no tienes que explicárselo, guárdatelo para ti, porque ella sabe hacerlo; no tienes que guiar a esta niña en una conversación con los pequeños cambios y objeciones que requieren casi todas las mujeres. Ella no es como una flor, un ruiseñor: ella es como…, como un mercader audaz, piensa él. Una mirada a los ojos para adivinar tus intenciones, y un trato sellado con un apretón de manos.
Ella se quita el gorro; retuerce los aljófares en los dedos, y tira de un mechón de su cabello oscuro, estirándolo y deshaciendo los rizos. Se recoge el resto del pelo, lo retuerce y se lo enrolla alrededor del cuello.
—Podría darme dos vueltas si tuviese el cuello más pequeño —dice. Parece preocupada—. Grace cree que no puedo casarme con Rafe porque somos parientes. Ella cree que todos los que viven en una casa tienen que ser primos.
—Tú no eres prima de Rafe.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro. Anne…, ponte otra vez el gorro. ¿Qué dirá tu tía?
Ella hace una mueca. Una mueca que imita a su tía Johane.
—Oh, Thomas —susurra—, ¡estás siempre tan seguro!
Él alza una mano para taparse la sonrisa. Por un momento, Johane parece menos inquietante.
—Ponte el gorro —dice él suavemente.
Ella vuelve a encasquetárselo. Es tan pequeña, piensa él; pero, aun así, le sentaría mejor un casco.
—¿Cómo vino aquí Rafe? —pregunta ella.
Vino aquí de Essex, porque era allí donde estaba su padre entonces. Su padre, Henry, era mayordomo de sir Edward Belknap, que era primo de la familia Grey, y estaba, por lo tanto, emparentado con el marqués de Dorset, que había sido el protector de Wolsey cuando el cardenal estudiaba en Oxford. Por lo tanto, sí, intervienen primos; y el hecho de que, cuando él llevaba solo un año o dos de regreso en Inglaterra, se hubiese ganado ya en cierto modo la estimación del cardenal, aunque todavía no hubiese podido conocer personalmente al gran hombre; él, Cromwell, era ya un empleado útil. Trabajaba para la familia Dorset en varios de sus enrevesados pleitos. La anciana marquesa le enviaba a la caza de colgaduras de cama y alfombras para ella. Enviad eso. Venid aquí. Para ella todos eran siervos. Si quería una langosta o un esturión, lo pedía; y si quería buen gusto, lo pedía del mismo modo. La marquesa acariciaba las sedas florentinas lanzando grititos de placer. «La compró usted, señor Cromwell —decía—. Y hay que ver qué Bella es. Su próxima tarea será averiguar cómo vamos a pagarla».
En algún punto de este laberinto de obligaciones y deberes, él había conocido a Henry Sadler y aceptado acoger a su hijo en su casa. «Enseñadle todo lo que sabéis», propuso Henry, con cierto temor. Quedó en que recogería a Rafe a su regreso de un viaje de negocios por aquella zona del país, pero eligió un mal día para ello: barro y lluvia incesante, nubes que irrumpían desde la costa. Llegó chapoteando a la puerta poco después de las dos, pero ya estaba oscureciendo. ¿No podéis quedaros?, dijo Henry Sadler, no conseguiréis llegar a Londres antes de que cierren las puertas. Tengo que estar en casa esta noche, dijo él. He de ir al juzgado y ver luego a los recaudadores de la deuda de lady Dorset, y ya sabéis cómo es eso. La señora Sadler miraba temerosa afuera y miraba al niño, del que debía separarse ya, confiarlo a los siete años a los azares e inclemencias del tiempo y de los caminos.
Esto no es cruel, esto es habitual. Pero Rafe era tan pequeño que a él casi le pareció cruel. Le habían cortado los rizos de niñito, y tenía el cabello rojizo erizado en la coronilla. Su madre y su padre se arrodillaron, le dieron palmaditas. Luego lo envolvieron y apretaron y anudaron con múltiples capas sobrepuestas, de manera que su frágil cuerpecillo se hinchó hasta parecer un tonelete. Él bajó la vista hacia el niño y luego miró fuera, a la lluvia, y pensó: a veces debería estar caliente y seco, como otros hombres; ¿cómo se las arreglarán para conseguirlo, mientras que yo nunca puedo? La señora Sadler se arrodilló y cogió la cara del niño entre las manos. «Recuerda todo lo que te hemos dicho —le susurró—. Reza tus oraciones. Señor Cromwell, por favor, procure que rece sus oraciones».
Cuando ella alzó la vista, él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y vio que el niño no podía soportarlo y que temblaba en su gran envoltorio y estaba a punto de romper a llorar. Se envolvió en la capa, que salpicó una rociada de gotas de lluvia que bautizó la escena. «Bueno, Rafe, ¿qué piensas tú? Si eres lo bastante hombre… —Tendió su mano enguantada. La mano del niño se aferró a ella—. ¿Vemos hasta dónde podemos llegar?».
Lo haremos deprisa para que no mires atrás, pensó. El viento y la lluvia hicieron retroceder a los padres de la puerta abierta. Colocó a Rafe en la silla. La lluvia les azotaba casi horizontalmente. En los arrabales de Londres, cesó el viento. Vivía entonces en Fenchurch Street. En la puerta, un criado tendió los brazos para coger a Rafe, pero él dijo: «Los hombres ahogados nos mantendremos unidos».
El niño era un peso muerto en sus brazos, encogido en el interior de siete capas de lana. Lo dejó de pie junto al fuego. Brotaban de él vapores. Desentumecido por el calor, estiró los deditos congelados y empezó a desenvolverse, a desenredarse de un modo tanteante. ¿Dónde estamos?, preguntó, en un tono claro y educado.
—En Londres —le contestó él—. En Fenchurch Street. En casa.
Cogió una toalla de lino y le limpió con suavidad la dura jornada del rostro. Le frotó la cabeza. El pelo del niño se alzó formando espigas. Entró Liz. «Válgame el cielo: ¿es un niño o es un puercoespín?» Rafe se volvió a mirarla. Sonrió. Durmió a los pies de él.
Cuando vuelve la fiebre ese verano (1528), la gente dice lo mismo que el año anterior: que si no piensas en ella, no enfermas. Pero ¿cómo evitarlo? Él envió a las niñas fuera de Londres. Primero a casa de Stepney y luego más lejos. Esta vez, la corte está infectada. El rey Enrique procura librarse del mal desplazándose de un pabellón de caza al siguiente. Se envía a Ana a Hever. La fiebre estalla allí, entre la familia Bolena, y el primero que cae es el padre de la dama. Sobrevive. Muere el marido de su hermana María. Ana enferma también, pero a las veinticuatro horas se informa de que ya está en pie. Aun así, la fiebre puede destrozar el aspecto de una mujer. No sabes por qué desenlace rezar, le dice al cardenal.
El cardenal dice: «Yo rezo por la reina Catalina… Y también por la estimada lady Ana. Rezo por los ejércitos del rey Francisco que están en Italia, para que tengan éxito, pero no tanto como para que olviden lo mucho que necesitan a su amigo y aliado el rey Enrique. Rezo por Su Majestad el rey y por todos sus consejeros, y por los animales del campo y por el Santo Padre y por la curia, para que el cielo guíe sus decisiones. Rezo por Martín Lutero, y por todos los infectados por su herejía, y por todos los que le combaten, muy especialmente por el canciller del duque de Lancaster, nuestro querido amigo Thomas Moro, contra todo buen juicio y toda capacidad de observación, rezo por una buena cosecha y para que deje de llover. Rezo por todos. Y por todo. En eso consiste ser cardenal. Solo cuando le digo al Señor: “Ahora, por Thomas Cromwell…”, Dios me dice: “Wolsey, ¿qué te tengo dicho? ¿Es que no sabes cuándo has de parar?”».
Cuando la infección llega a Hampton Court, el cardenal se aísla del mundo. Solo se permite a cuatro sirvientes que se acerquen a él. Cuando reaparece, da la impresión de que ha estado rezando.
Las niñas, cuando regresan a Londres al final del verano, han crecido y a Grace el sol le ha aclarado el pelo. Se muestra vergonzosa con él, que se pregunta si es posible que ya solo pueda asociarle con aquella noche que la llevó a la cama, después de que le hubiesen dicho que su madre había muerto. El verano que viene, prefiero quedarme contigo pase lo que pase, dice Anne. La enfermedad se ha ido de la ciudad, pero las oraciones del cardenal han tenido un éxito variable. La cosecha es escasa. A los franceses les va muy mal en Italia y su comandante en jefe ha muerto de peste.
Llega el otoño. Gregory vuelve con su tutor; su renuencia a hacerlo es bastante clara, aunque poco de Gregory resulte claro para él. «¿Cuál es el problema?», le pregunta. El muchacho no lo dirá. Con los demás es alegre y animoso, pero con su padre es reservado y cortés, como si quisiera mantener una distancia protocolaria entre ambos. «¿Me tiene miedo Gregory?», le pregunta él a Johane.
Rápida como la aguja en el bastidor, ella le espeta: «No es un monje; ¿por qué va a querer serlo? —Luego suaviza el tono—. Pero, Thomas, ¿por qué habría de tenerte miedo? Eres un buen padre. En realidad, creo que demasiado».
—Si no quiere volver con el tutor, podría mandarle a Amberes con mi amigo Stephen Vaughan.
—Gregory nunca será un hombre de negocios.
—No. —No imagina a su hijo cerrando un trato sobre tasas de interés con uno de los agentes de los Fugger o con un agente de los Médici todo sonrisas—. ¿Qué puedo hacer con él, entonces?
—Te diré lo que tienes que hacer: cuando esté preparado, cásale bien. Gregory es un gentilhombre. Salta a la vista.
Anne está deseosa de empezar con el griego. Él piensa quién sería mejor para enseñárselo, y lo busca. Quiere alguien agradable, con quien pueda conversar después de la cena, un joven letrado que viva en la casa. Lamenta la elección del tutor de su hijo y sus sobrinos, pero a estas alturas no se lo cambiará. Es un hombre irascible, y la verdad es que hubo un episodio lamentable cuando uno de los muchachos prendió fuego a su habitación porque había estado leyendo en la cama con una vela. «No sería Gregory, ¿verdad?», había dicho él, siempre esperanzado; al parecer, el profesor creyó que se tomaba el asunto a broma. Y no para de enviarle facturas que él cree que ya ha pagado. Necesito un contable para los gastos de la casa, piensa.
Se sienta al escritorio, en el que se amontonan dibujos y planos de Ipswich y del Colegio del Cardenal, con cálculos de los dibujantes y facturas de los planes de siembra de Wolsey. Examina una cicatriz que tiene en la palma de la mano. Es de una antigua quemadura y parece un trozo de cuerda retorcido. Piensa en Putney. Piensa en Walter. Piensa en el caballo inquieto que se desvía nervioso, los caballos se asustan, el olor de la destilería. Piensa en la cocina de Lambeth, y en el muchacho de pelo revuelto que solía llevar las anguilas. Recuerda cómo agarraba del pelo al chico de las anguilas y le metía la cabeza en una tina de agua y lo empujaba. ¿Lo hice de verdad?, piensa. Se pregunta por qué. Es probable que el cardenal tenga razón, que ya no haya posibilidad de redención para mí. La cicatriz le pica a veces. Es dura como un espolón. Necesito un contable, piensa. Necesito un profesor de griego. Necesito a Johane. Pero ¿quién dice que puedo conseguir lo que necesito?
Abre una carta. Es de un sacerdote llamado Thomas Byrd. Quiere dinero. Y parece que el cardenal le debe algo. Toma nota para comprobarlo y pagar. Luego vuelve a coger la carta. Menciona a dos hombres, dos letrados, Clerke y Sumner. Los conoce. Son dos de los seis del colegio, los hombres de Oxford que tenían los libros luteranos. Encerradlos con llave y razonad con ellos, le había dicho el cardenal. Sostiene la carta en la mano y aparta la vista de ella. Sabe que se acerca algo malo; su sombra se mueve en la pared.
Lee. Clerke y Sumner han muerto. Habría que comunicárselo al cardenal, dice el que escribe. El decano, al no disponer de ningún otro lugar seguro, consideró adecuado encerrarlos en las bodegas del colegio, las bodegas profundas y frías donde se almacena el pescado. E incluso en aquel lugar silencioso, secreto y gélido, les encontró la peste estival. Murieron a oscuras y sin sacerdote.
Hemos rezado todo el verano y no hemos rezado con suficiente fervor. ¿Se habría olvidado sin más el cardenal de sus herejes? Tengo que ir a comunicárselo, piensa.
Es la primera semana de septiembre. Su dolor contenido se convierte en cólera. Pero ¿qué puede hacer con la cólera? Hay que contenerla también.
Sin embargo, cuando al fin termina el año y el cardenal dice: Thomas, ¿qué voy a daros como regalo de Año Nuevo?, él dice: «Dadme a Pequeño Bilney —y sin esperar a que el cardenal conteste, añade—: Lleva un año en la Torre. La Torre asustaría a cualquiera. Pero Bilney es un hombre tímido, no es fuerte, y me temo que esté soportando unas condiciones muy duras. Recordad a Sumner y a Gierke y cómo murieron. Usad vuestro poder, Milord. Escribid cartas, una petición al rey, si es necesario. Dejadle libre».
El cardenal se retrepa en el asiento. Une las yemas de los dedos. «Thomas —dice—, mi querido Thomas Cromwell. Muy bien. Pero el padre Bilney debe volver a Cambridge. Debe abandonar su proyecto de ir a Roma a hablar con el papa para intentar convencerle y sacarle de su error. En el Vaticano hay bodegas muy profundas, y mi brazo no podrá sacarlo de ellas».
Él está a punto de decir: «No podríais llegar ni hasta las bodegas de vuestro propio colegio». Pero no lo hace. La herejía (su roce con ella) es una pequeña indulgencia que le otorga el cardenal. Siempre le complace tener los malos libros más recientes fileteados, y saber todo lo que se murmura en el Steelyard, donde viven los comerciantes alemanes. Se siente feliz rechazando uno o dos textos y disfrutando de un debate después de la cena. Pero el cardenal considera que cualquier cuestión polémica debe envolverse una y otra vez con un delicado filamento de palabras, fino como hebras de cabello. Cualquier opinión peligrosa tiene que hincharse con justificaciones ridículas, de manera que parezca tan endeble e inofensiva como los almohadones en que te apoyas. Es cierto que cuando le contaron lo de las muertes en las bodegas, el cardenal se conmovió hasta las lágrimas. «¿Cómo es posible que yo no me enterase? —dijo—. ¡Aquellos jóvenes tan excelentes!».
Llora con facilidad los últimos meses, pero eso no significa que sus lágrimas sean menos auténticas. Y, en realidad, ahora se enjuga una lágrima, porque conoce la historia: Pequeño Bilney en Gray’s Inn, el hombre que hablaba polaco, los mensajeros inútiles, las niñas desconcertadas, la cara de Elizabeth Cromwell asentada en la gravedad inmóvil de la muerte. Se apoya en el escritorio y dice: «Thomas, no desesperéis, por favor. Aún tenéis a vuestros hijos. Y, con el tiempo, tal vez deseéis casaros de nuevo».
Soy un niño al que no se puede consolar, piensa. El cardenal posa una mano sobre la suya. Las piedras extrañas chispean a la luz, mostrando sus profundidades. Un granate como una burbuja de sangre, una turquesa de brillo plateado; un diamante con un guiño gris amarillento, como el ojo de un gato.
Nunca le contará al cardenal lo de María Bolena, aunque sentirá el impulso. Wolsey podría reírse, podría escandalizarse. Tiene que darle el contenido de contrabando, sin el contexto.
Otoño de 1528: él está en la corte por el asunto del cardenal. María corre hacia él. Las faldas alzadas, mostrando un par de delicadas medias verdes de seda. ¿La persigue su hermana Ana? Espera a ver.
Ella se detiene de pronto.
—¡Ah, sois vos!
No se le había ocurrido pensar que le conociese. Ella apoya una mano en la pared, conteniendo la respiración, y la otra en su hombro, como si formase parte de la pared. María es aún de una belleza deslumbrante. Rubia, de rasgos delicados.
—Esta mañana, mi tío —le dice—, mi tío Norfolk, estaba gritando contra vos. ¿Quién es ese hombre horrible?, le pregunté a mi hermana. Y ella dijo…
—¿Es el que parece una pared?
María aparta la mano. Se ríe, se ruboriza e intenta recuperar el aliento con una ligera agitación del pecho.
—¿De qué se quejaba Milord Norfolk?
—Oh… —Ella agita una mano para abanicarse—. Él dice: cardenales, legados, dejó de haber alegría en Inglaterra desde que tuvimos cardenales entre nosotros. Dice que el cardenal de York está despojando a las casas nobles, dice que se hará con todo el poder y que los lores serán como escolares entrando asustados a que les azoten. Aunque no hay que hacer mucho caso de lo que digo…
Parece frágil, todavía no ha recuperado el aliento, pero los ojos de él le indican que hable. Suelta una risilla y dice: «Mi hermano George también gritaba. Dijo que el cardenal de York nació en un asilo de pobres y que tiene un empleado que nació en el arroyo. Vamos, mi querido hijo, dijo mi señor padre, no se pierde nada siendo preciso. No exactamente en el arroyo, sino en el patio de una destilería, según creo. Porque desde luego no es un gentilhombre». María da un paso atrás. «Vos parecéis un gentilhombre. Me gusta vuestro terciopelo gris. ¿Dónde lo conseguisteis?».
—En Italia.
Ha sido ascendido, ya no es la pared. María acerca la mano despacio; absorta, lo acaricia. «¿Podríais conseguirme algo parecido? Aunque tal vez sea un poco sobrio para una mujer…».
No para una viuda, piensa él. La idea debe de resultar visible en su expresión, porque María dice: «Así es, sí. William Carey ha muerto».
Él inclina la cabeza, se muestra muy correcto. María le alarma.
—La corte le echa mucho de menos. Lo mismo que vos.
Un suspiro.
—Era bueno. Dadas las circunstancias.
—Tiene que haber sido difícil para vos.
—Cuando el rey empezó a fijarse en Ana, él pensó que, sabiendo como se hacen las cosas en Francia, ella podría aceptar una…, una determinada posición en la corte. Y en su corazón, como dijo él. Dijo que prescindiría de las otras amantes. En las cartas que ha escrito. De su propia mano.
—¿De veras?
El cardenal siempre dice que no puedes conseguir nunca que el rey escriba una carta. Ni siquiera a otro monarca. Ni siquiera al papa. Ni aunque pudiese resultar eficaz.
—Sí, desde el verano pasado. Escribe y luego, a veces, donde debería firmar Henricus Rex… —le coge la mano, la vuelve y traza una forma en la palma—, dibuja en su lugar un corazón en el que pone sus iniciales. ¡Oh, no debéis reíros!… —Ella no puede borrar la sonrisa de su rostro—. Dice que sufre.
Él desea decirle: «María, esas cartas, ¿podéis robarlas para mí?».
—Mi hermana me dice que esto no es Francia y que ella no es tonta como yo. Ella sabe que he sido amante de Enrique, y ve cómo he quedado. Y ha aprendido la lección.
Él casi está conteniendo la respiración. Está ya lanzada, dirá lo que tiene que decir.
—Os lo aseguro, pasarán por encima del Infierno para casarse. Lo han prometido. Ana dice que le tendrá, y que no le importa que Catalina y todos los españoles se ahoguen en el mar. Enrique conseguirá lo que quiere. Y Ana conseguirá lo que quiere. Y puedo decirlo porque les conozco a los dos, ¿quién mejor? —Tiene los ojos tiernos y llenos de lágrimas; por eso dice—: Así que añoro a William Carey, porque ahora ella lo es todo, y yo soy algo que se barre y se tira después de la cena, como los juncos pisoteados. Ya no soy esposa de nadie, pueden decirme lo que quieran. Mi padre dice que solo soy una boca que alimentar. Y mi tío Norfolk que soy una puta.
Como si él no os hubiese hecho serlo.
—¿Necesitáis dinero?
—¡Oh, sí! —dice ella—. ¡Sí, sí, sí, y a nadie se le ha ocurrido pensarlo! ¡Nadie me lo ha preguntado hasta ahora! Tengo hijos. Vos lo sabéis. Necesito… —Se aprieta la boca con los dedos para que deje de temblar—. Si vieseis a mi hijo… Bueno, ¿por qué creéis que le puse de nombre Enrique? El rey lo habría reconocido, lo mismo que reconoció a Richmond, pero mi hermana se lo prohibió. Hace lo que ella quiere. Se propone darle un príncipe, así que no quiere al mío.
Se han enviado informes al cardenal: el hijo de María Bolena es un niño sano, pelirrojo, animoso y vivaz. Ella tiene también una hija mayor, pero eso no es tan interesante en el contexto, una hija.
—¿Cuántos años tiene vuestro hijo, lady Carey?
—Hará tres en marzo. Mi hija Catherine tiene cinco. —Se toca de nuevo los labios, consternada—. Se me había olvidado… Vuestra esposa murió. ¿Cómo he podido olvidarlo? —Cómo os enterasteis siquiera, se pregunta él, pero ella le contesta de inmediato—: Ana lo sabe todo sobre la gente que trabaja para el cardenal. Hace preguntas y escribe las respuestas en un cuaderno. —Alza la vista hacia él—. ¿Y tenéis hijos?
—Sí… ¿Sabéis que nadie me lo ha preguntado nunca tampoco? —dice él. Apoya un hombro en la pared y ella se acerca un poco más; y sus semblantes se relajan, pasando quizá de la resuelta tensión habitual a la conspiración de los despojados—. Tengo un hijo mayor. Está en Cambridge con un tutor. Tengo una niña pequeña que se llama Grace; es muy linda, y tiene el cabello rubio, aunque no sé… Mi esposa no era una belleza, y yo, ya veis. Y tengo a Anne; Anne quiere aprender griego.
—Santo cielo —dice ella—. Para una mujer, ¿sabéis?…
—Sí, pero ella dice «¿Por qué debe tener la preeminencia la hija de Thomas Moro?». Sabe tan buenas palabras. Y las emplea todas.
—Es a la que más queréis.
—Su abuela vive con nosotros, y la hermana de mi mujer. Pero no es… No es el mejor arreglo para Anne. Podría enviarla a alguna otra casa, pero entonces… Bueno, su griego… y, tal como están las cosas, apenas la veo. —Le parece el discurso más largo que ha hecho en mucho tiempo, salvo con Wolsey. Dice—: Vuestro padre debe manteneros como es debido. Pediré al cardenal que hable con él.
El cardenal disfrutará con eso, piensa.
—Pero yo necesito un marido. Para que dejen de insultarme. ¿Puede conseguir maridos el cardenal?
—El cardenal puede hacer cualquier cosa. ¿Qué clase de marido os gustaría?
Ella lo considera.
—Uno que se ocupara de mis hijos. Uno que fuese capaz de enfrentarse a mi familia. Uno que no se muriese. —Une las yemas de los dedos.
—Deberíais pedir que fuese joven y apuesto, también. Quien no llora, no mama.
—¿De veras? A mí me educaron en la otra tradición.
Entonces recibisteis una educación distinta de la de vuestra hermana, piensa él.
—En el baile de máscaras en York Place, ¿lo recordáis?… ¿Erais la Belleza o la Bondad?
—Oh… —Ella sonríe—. Debió de ser, ¿cuándo? ¿Hace siete años? No me acuerdo. Me he disfrazado tantas veces.
—Por supuesto, aún sois ambas cosas.
—Era de lo único que me ocupaba entonces, de disfrazarme. Pero me acuerdo de Ana. Era la Perseverancia.
—Esa virtud suya puede ponerse a prueba —dice él.
El cardenal Campeggio vino aquí con un breve de Roma para obstruir. Obstruir y dilatar. Haced lo que sea, pero evitad emitir juicio.
—Ana siempre está escribiendo cartas o escribiendo en su cuadernito. Pasea de aquí para allá, a un lado y a otro. Cuando ve a mi señor padre, alza una mano para que se detenga: no os atreváis a hablar. Y cuando me ve a mí, me da un pellizquito, así… —María da un pellizquito al aire con los dedos de la mano izquierda—. Así.
Se pasa los dedos de la mano derecha por el cuello hasta que llega al hoyuelo palpitante de la garganta.
—Aquí —dice—. A veces tengo un moratón. Ella cree que me desfigura.
—Hablaré con el cardenal —dice él.
—Hacedlo.
Ella espera.
Él necesita irse. Tiene cosas que hacer.
—Ya no quiero ser una Bolena —dice ella—. Ni una Howard. Si el rey reconociese a mi hijo, sería diferente, pero tal como están las cosas, ya no quiero bailes de máscaras ni fiestas ni disfraces de virtudes. Ellos no tienen virtudes. Es solo un espectáculo. Si no quieren saber nada de mí, yo no quiero saber nada de ellos. Preferiría ser una pordiosera.
—La verdad…, no hay que llegar a eso, lady Carey.
—¿Sabéis lo que quiero? Quiero un marido que les contraríe. Quiero casarme con un hombre que les dé miedo.
Hay una súbita luz en sus ojos azules. Ha surgido una idea. Apoya el dedo delicado en el terciopelo gris que tanto admira y dice en voz baja: «Quien no llora, no mama».
¿Thomas Howard como tío? ¿Sir Thomas Bolena como padre? ¿El rey, a su tiempo, como hermano?
—Os matarían —dice él.
Cree que no debe extenderse sobre el tema: solo dejarlo así, como un hecho.
Ella se ríe, se muerde el labio.
—Por supuesto. Por supuesto que lo harían. ¿Qué estoy pensando? De todos modos, os doy las gracias por lo que ya habéis hecho. Por un ratito de paz esta mañana… Porque mientras ellos gritaban contra vos, no lo hacían contra mí. Ana querrá un día hablar con vos. Mandará a buscaros y os sentiréis halagado. Tendrá un trabajillo para vos. O querrá algún consejo. Así que antes de que suceda, haced caso de lo que os digo. Dad la vuelta y caminad en dirección contraria.
Se besa la yema del dedo índice y se lo posa a él en los labios.
El cardenal no lo necesita esa noche, así que se va a casa, a Austin Friars. Tiene la sensación de que debe distanciarse de los Bolena, de todos ellos. Tal vez, algunos hombres se sintiesen fascinados por una mujer que había sido amante de dos reyes, pero él no se cuenta entre ellos. Piensa en la hermana, Ana, en por qué debería tener algún interés por él; posiblemente tenga información mediante lo que Thomas Moro llama «vuestra fraternidad evangélica», pero eso resulta desconcertante. Los Bolena no parecen una familia que piense mucho en el alma. Tío Norfolk tiene sacerdotes para que lo hagan por él. Odia las ideas y nunca lee un libro. El hermano George se interesa por las mujeres, la caza, la ropa, las joyas y el jeu de paume. Sir Thomas, el diplomático encantador, solo se interesa por sí mismo.
Le gustaría contarle a alguien lo ocurrido. No puede contárselo a nadie, así que se lo cuenta a Rafe. «Creo que os lo imaginasteis», dice Rafe con severidad. Abre mucho sus ojos claros al oír la historia de las iniciales en el interior del corazón, pero ni siquiera sonríe. Limita su incredulidad a la propuesta matrimonial.
—Debía de querer decir otra cosa.
Él se encoge de hombros. Es difícil ver qué.
—El duque de Norfolk caería sobre nosotros como una manada de lobos —dice Rafe, moviendo la cabeza—. Incendiaría la casa.
—Pero los pellizcos. ¿Qué remedio hay para eso?
—Una armadura, es evidente —dice Rafe.
—La gente podría hacerse preguntas.
—Ya nadie mira a María.
—Excepto vos —añade él en tono acusador.
Con la llegada del legado pontificio a Londres, la casa casi regia de Ana Bolena se desmonta. El rey no quiere problemas; el cardenal Campeggio está aquí para considerar sus objeciones al matrimonio con Catalina, que no tienen nada que ver, insistirá él, con cualquier sentimiento que pueda albergar hacia lady Ana. A ella la envían a Hever, y la acompaña su hermana. Llega a Londres el rumor de que María está embarazada. Rafe dice: «Con el debido respeto, señor, ¿estáis seguro de que solo os apoyasteis en la pared?». La familia del difunto marido dice que no puede ser hijo suyo, y el rey también lo niega. Es triste comprobar con qué rapidez cree la gente que el rey miente. ¿Qué le parecerá a Ana? Tendrá tiempo de sobrellevar sus ataques de furia, mientras se encuentra en su retiro rústico. «Pondrá a María morada de pellizcos», dice Rafe.
Gente de toda la ciudad le explica lo que se murmura, sin saber lo muy interesado que está él. Le entristece, le hace dudar, le hace preguntarse por los Bolena. Todo lo que pasó entre él y María ahora lo ve, lo escucha, de un modo diferente. Se le pone la carne de gallina, cuando piensa que si se hubiese sentido halagado, susceptible, si le hubiese dicho sí a ella, podría haberse convertido pronto en padre de un niño que no parecería en absoluto un Cromwell y muchísimo un Tudor. Como artimaña, tenía que reconocer que era admirable. María puede parecer una muñeca pero no es tonta. Cuando apareció corriendo por la galería enseñando sus medias verdes, había elegido bien la presa. Para los Bolena, los demás son para usar y tirar. Los sentimientos de los demás no significan nada, ni su reputación, el buen nombre de sus familias.
Sonríe ante la idea de que los Cromwell tengan un apellido de familia. O una reputación que defender.
Fuese lo que fuese lo sucedido, no tiene consecuencias. Tal vez María estuviese equivocada, o la charla fuese simple maldad; Dios sabe, esa familia lo propicia. Tal vez hubiese un niño y lo perdió. El rumor se extingue, sin ninguna conclusión clara. No hay ningún niño. Es como uno de esos extraños cuentos de hadas del cardenal, en que la propia naturaleza está pervertida y las mujeres son serpientes y aparecen y desaparecen a voluntad.
La reina Catalina tuvo un niño que desapareció. En el primer año de su matrimonio con Enrique, abortó, pero los médicos dijeron que eran gemelos, y el propio cardenal la recuerda en la corte con los corpiños aflojados y una sonrisa secreta en la cara. Se retiró a sus habitaciones para su periodo de aislamiento; después de un tiempo, reapareció seria y rígida, con el vientre liso y sin ningún niño.
Debe de ser una especialidad de los Tudor.
Poco después, oye que Ana ha asumido la tutela del hijo de su hermana, Henry Carey. Él se pregunta si se propone envenenarlo. O comérselo.
Año Nuevo, 1529: Stephen Gardiner está en Roma, transmitiendo ciertas amenazas al papa Clemente en nombre del rey; el contenido de las amenazas no se ha comunicado al cardenal. Es fácil asustar a Clemente en las mejores circunstancias, y nada tiene de extraño que, con el señor Stephen soplándole azufre en los oídos, caiga enfermo. Se dice que es probable que muera, y hay agentes del cardenal por toda Europa, sondeando, contabilizando apoyos y haciendo tintinear alegremente sus bolsas. Habría una rápida solución al problema del rey si Wolsey fuese papa. Él refunfuña ante su posible ascensión. El cardenal ama su país, sus guirnaldas de mayo, los dulces cantos de los pájaros. En sus pesadillas, ve a italianos achaparrados escupiendo, un bosque de sogas, una llanura salpicada de cadáveres. «Necesitaré que me acompañéis, Thomas. Podréis estar a mi lado y actuar con rapidez si uno de esos cardenales intenta apuñalarme».
Él se imagina a su amo ensartado con muchos puñales, como san Sebastián con las flechas. «¿Por qué ha de estar el papa en Roma? ¿Dónde está escrito eso?».
El cardenal esboza una leve sonrisa. «Traer la Santa Sede a casa. ¿Por qué no?». A él le encanta siempre un plan audaz. «Supongo que no podría traerse a Londres. Si al menos fuese arzobispo de Canterbury, podría instalar mi corte pontificia en el palacio de Lambeth… Pero el viejo Warham aguanta y aguanta, ahí está siempre cortándome el paso».
—Su Eminencia podría trasladarse a su propia sede.
—York está tan lejos. No podría instalar el papado en Winchester, ¿verdad? ¿Nuestra antigua capital inglesa? ¿Y más cerca del rey?
Sería un régimen insólito. El rey cenando con el pontífice, que es también su Lord Canciller… ¿Tendrá el rey que entregarle su servilleta y servirle primero?
Cuando llega la noticia de que Clemente se ha recuperado, el cardenal no dice que es una gloriosa oportunidad perdida. Dice: ¿qué haremos ahora, Thomas? Tenemos que convocar al tribunal legatino, no puede aplazarse más. Dice: buscadme a un hombre llamado Anthony Poynes.
Él espera de pie, con los brazos cruzados, más y mejores detalles.
—Probad en la isla de Wight. Y traedme a sir William Thomas, a quien creo que encontraréis en Carmarthem. Es… Es muy mayor, así que decid a vuestros hombres que vayan despacio.
—Yo no empleo a nadie que vaya despacio. De todos modos, lo tendré en cuenta. No hay que matar a los testigos.
El juicio sobre la gran causa del rey se aproxima. El monarca pretende demostrar que la reina Catalina no era virgen cuando vino a él, porque había consumado su matrimonio con su hermano Arturo. Con ese fin, está reuniendo a los caballeros que atendieron después de la boda a la pareja real en el castillo de Baynard, y luego en Windsor, adonde se trasladó la corte aquel año en noviembre, y más tarde en Ludlow, adonde les enviaron a interpretar los papeles de Príncipe y Princesa de Gales. «Arturo tendría más o menos vuestra edad si no hubiese muerto, Thomas», dice Wolsey. Los acompañantes, los testigos, son una generación más viejos como mínimo. Y han pasado ya tantos años… Veintiocho, para ser exactos. ¿Hasta qué punto pueden recordar con claridad?
Las cosas no deberían haber llegado nunca a esto, a esta exposición pública e impropia. El cardenal Campeggio ha implorado a Catalina que se someta a la voluntad del rey, que acepte la nulidad de su matrimonio y se retire a un convento. Con mucho gusto se hará monja, dice ella amablemente, si el rey se hace monje.
Mientras tanto, Catalina presenta razones por las que el tribunal legatino no debería intervenir en el asunto. Aún está sub judice en Roma, por una parte. Por otra, ella es extranjera, dice, en un país extranjero. Hace caso omiso de las décadas en las que ha mantenido una relación íntima con todos los acontecimientos y vicisitudes de la política inglesa. Afirma que los jueces tienen prejuicios contra ella. Hay motivos para creerlo. Campeggio se lleva una mano al corazón y le asegura que emitirá un juicio honesto, aunque pudiese peligrar por ello su vida. Catalina cree que mantiene una relación demasiado estrecha con el otro legado; y piensa que cualquiera que haya pasado mucho tiempo con Wolsey ya no sabe qué es la honradez. ¿Quién asesora a Catalina? John Fisher, obispo de Rochester. «¿Sabéis que no soporto a ese hombre? —dice el cardenal—. Es todo piel y huesos. Abjuro del prelado esquelético. Nos deja mal a todos los demás. Nos hace parecer… demasiado terrenales».
Él ostenta su pompa terrenal, su escarlata más delicado, cuando se cita al rey y a la reina ante los dos cardenales en Blackfriars. Todo el mundo suponía que Catalina enviaría a un representante, pero se presenta en persona. Todos los escaños de los obispos están ocupados. El rey contesta a su nombre con voz plena y retumbante, hablando directamente desde su gran pecho enjoyado. Él, Cromwell, habría aconsejado un movimiento de la mano, un murmullo, inclinar la cabeza ante la autoridad del tribunal. La mayor parte de la humildad es en su opinión, fingimiento; pero fingir puede significar ganar.
La sala está llena. Él y Rafe son espectadores distantes. Después, cuando la reina ha hecho ya su declaración (se ha visto llorar a unos cuantos hombres), salen a la luz del sol. Rafe dice:
—Si hubiésemos estado más cerca, habríamos visto si el rey le aguantaba la mirada a ella.
—Sí. Eso es en realidad todo lo que se necesita saber.
—Lamento decirlo, pero yo creo a Catalina.
—Calla. No creas a nadie.
Algo les quita la luz. Es Stephen Gardiner, ceñudo y sombrío. Su aspecto no ha mejorado con el viaje a Roma.
—¡Señor Stephen! —dice él—. ¿Qué tal el viaje de regreso? Nunca es agradable volver con las manos vacías, ¿verdad? Lo lamento mucho por vos. Supongo que hicisteis todo lo posible, dadas las circunstancias.
El ceño de Gardiner se acentúa.
—Si esta comisión no es capaz de darle al rey lo que quiere, vuestro amo estará acabado. Y entonces seré yo quien lo lamente por vos.
—Salvo que no lo haréis.
—Salvo que no lo haré —admite Gardiner, y se marcha.
La reina no regresa para estar presente en las partes sórdidas del proceso. Habla por ella su consejero. Ella le ha contado a su confesor que las noches que pasó con Arturo quedó intacta, y le ha dado permiso para romper el secreto de confesión y hacer pública su afirmación. Antes ha hablado ante el más alto tribunal, el tribunal de Dios. ¿Condenaría su alma mintiendo?
Además, hay otro asunto en el que todos piensan. Después de la muerte de Arturo, se ofreció a Catalina varios novios posibles —al anciano rey, como era de rigor, o al joven príncipe Enrique— como carne fresca. Podían haber pedido a un médico que la examinase. Ella se habría asustado, habría llorado, pero habría obedecido. Tal vez ahora lamentase que no lo hubieran hecho; que no la hubiesen puesto en las manos frías de un desconocido. Pero nunca le pidieron que demostrase lo que afirmaba; tal vez la gente no fuese tan desvergonzada por aquel entonces. Las dispensas para su matrimonio con Enrique se proponían cubrir las dos posibilidades: que fuese virgen y que no lo fuese. Los documentos españoles son distintos de los ingleses, y ahí es donde deberíamos estar ahora, entre las cláusulas secundarias, estudiando papel y tinta, no litigando en un juzgado por un trocito de piel y una mancha de sangre en una sábana de lino.
Si hubiese sido él su asesor, la reina habría asistido al juicio, por mucho que hubiese protestado. Porque, ¿habrían hablado los testigos en su presencia como hablaban a sus espaldas? A ella le habría dado vergüenza mirarles, enfrentarse a ellos, encorvados, canosos y dotados todos con una memoria perfecta. Pero él la habría obligado a saludarles cordialmente y a declarar que nunca les habría reconocido, después de tanto tiempo; y les preguntaría si tenían nietos, y si el calor del verano aliviaba las molestias y achaques de la edad. Los que más se avergonzarían serían ellos: ¿no vacilarían, no flaquearían, ante la mirada firme de los honestos ojos de la reina?
Sin la presencia de Catalina, el juicio se convierte en un entretenimiento subido de tono. El conde de Shrewsbury está frente al tribunal, un hombre que combatió con el viejo rey en Bosworth. Recuerda su propia y lejana noche de bodas, en que era un muchacho de quince años como el príncipe Arturo. Nunca había tenido una mujer antes, dice, pero cumplió con su deber con la desposada. La noche de bodas de Arturo, él y el conde de Oxford habían llevado al príncipe a la cámara de Catalina. Sí, dice el marqués de Dorset, y yo también estaba allí; Catalina yacía bajo el cobertor, el príncipe se metió en la cama a su lado. «Nadie está dispuesto a jurar que se metió también con ellos —susurra Rafe—, pero me pregunto si no habrían encontrado a alguien dispuesto a jurarlo».
El tribunal debe contentarse con las pruebas de lo que se dijo a la mañana siguiente. Al salir de la cámara nupcial, el príncipe dijo que tenía sed y pidió una copa de cerveza a sir Anthony Willoughby. «Anoche estuve en España», dijo. El burdo chiste de un muchachito, sacado de nuevo a la luz; el muchacho lleva muerto treinta años. ¡Qué solitario es morir joven, bajar a la oscuridad sin ninguna compañía! Maurice Saint John no está con él en su cripta de la catedral de Worcester, ni el señor Cromer, ni William Woodall, ni ninguno de los hombres que le oyeron decir: «Señores, es un buen pasatiempo tener esposa».
Después de escuchar todo esto y salir al aire libre, él se siente extrañamente frío. Se lleva una mano a la cara, se acaricia el pómulo.
—Sería un novio bastante deplorable el que saliese por la mañana y dijese: «Buenos días, señores. ¡No ha pasado nada!» —dice Rafe—. Estaba presumiendo, ¿verdad? Eso fue todo. Han olvidado lo que es tener quince años.
Mientras el tribunal continúa sus sesiones, el rey Francisco está perdiendo una batalla en Italia. El papa Clemente se dispone a firmar un nuevo tratado con el emperador, sobrino de la reina Catalina. Él no lo sabe cuando dice: «Esta es una mala jornada. Si lo que queremos es que Europa se ría de nosotros, ya tienen todas las razones para hacerlo».
Mira de reojo a Rafe, cuyo problema concreto es sin duda que no puede concebir que nadie, ni siquiera un joven de quince años apresurado, desee penetrar a Catalina. Sería como copular con una estatua. Rafe, por supuesto, no ha oído hablar al cardenal sobre el tema de los antiguos atractivos de la reina. «Bueno, me reservo el juicio. Que es lo que harán los miembros del tribunal. Es todo lo que pueden hacer —dice él—. Rafe, tú estás mucho más cerca de esas cosas. Yo no puedo acordarme de cuando tenía quince años».
—¿De veras? ¿No teníais unos quince cuando llegasteis a Francia?
—Sí. Debía de tener esa edad.
Wolsey: «Arturo tendría vuestra edad, Thomas, si hubiese vivido». Él recuerda a una mujer de Dover, contra la pared; sus pequeños y frágiles huesos, su rostro joven, pálido y triste. Siente una leve sensación de pánico, de pérdida; ¿y si el chiste del cardenal no es un chiste y la tierra está salpicada de hijos suyos, y nunca ha hecho lo que debía hacer por ellos? Es lo único honrado que hay que hacer: cuidar de los hijos.
—Rafe —dice—, ¿sabes que no he hecho testamento? Dije que lo haría pero no lo hice. Creo que debería ir a casa a redactarlo.
—¿Por qué? —Rafe parece asombrado—. ¿Por qué ahora? El cardenal os necesitará.
—Vamos a casa.
Coge del brazo a Rafe. En el lado izquierdo, una mano toca la suya. Dedos sin carne. A su lado camina un fantasma. Arturo, pálido y solícito. Rey Enrique, piensa, vos lo elevasteis, ahora lo derribáis.
Julio de 1529: Thomas Cromwell de Londres, gentilhombre. En pleno uso de sus facultades físicas y mentales. Lega a su hijo Gregory seiscientas sesenta y seis libras, trece chelines y cuatro peniques. Y los lechos de plumas, las almohadas y el edredón de raso turco amarillo, el lecho adjunto, con labores de Flandes, y el aparador tallado y los armarios, la vajilla de plata y la de plata dorada y doce cucharas de plata, y los arrendamientos de granjas, que administrarán los albaceas hasta que alcance la mayoría de edad, y otras doscientas libras de oro en esa fecha. Lega también un dinero para los albaceas, destinado a las dotes y mantenimiento de su hija Anne y su hija pequeña, Grace. Una dote para su sobrina Alice Wellyfed; trajes, jubones y ropones para sus sobrinos; para Mercy, todos los enseres domésticos y parte de la vajilla de plata y cualquier otra cosa que los albaceas consideren que debería tener. Fija también unas mandas para Johane, hermana de su difunta esposa, y para su marido John Williamson, y una dote para su hija Johane. Un dinero para sus sirvientes. Cuarenta libras que se repartirán entre cuarenta doncellas pobres cuando se casen. Veinte libras para el arreglo de los caminos. Diez libras para alimentos destinados a los presos pobres de las cárceles de Londres.
Su cadáver ha de recibir sepultura en la parroquia donde muera, o de acuerdo con el criterio de sus albaceas.
El resto de sus bienes se destinará a misas por sus padres.
A Dios, su alma. A Rafe Sadler, sus libros.
Cuando vuelve la peste estival, él pregunta a Mercy y a Johane: ¿enviaremos fuera a las niñas?
¿En qué dirección?, pregunta Johane, no desafiante, solo por saberlo.
Mercy dice: ¿puede alguien dejarla atrás? Se tranquilizan con la idea de que, como la infección mató a tantas personas el año pasado, este año no será tan grave; él no cree que eso sea forzosamente cierto, y le parece que están atribuyendo a la peste una inteligencia humana, o animal, al menos: el lobo ataca al rebaño, pero no las noches que lo esperan hombres con perros. Salvo que crean que la peste es más que animal o humana, que detrás de ella está Dios, Dios con sus viejos trucos. Cuando Wolsey se entera de las malas noticias de Italia, del nuevo tratado de Clemente con el emperador, baja la cabeza y dice: «Mi Señor es caprichoso». No se refiere al rey.
El último día de julio, el cardenal Campeggio suspende las sesiones del tribunal legatino. Son, dice, las vacaciones romanas. Llega la noticia de que el duque de Suffolk, el gran amigo del rey, ha aporreado la mesa delante de Wolsey y le ha amenazado cara a cara. Todos saben que el tribunal no volverá a reunirse. Todos saben que el cardenal ha fracasado.
Aquella noche con Wolsey, él cree por primera vez que el cardenal caerá. Si el cardenal cae, piensa, yo caeré con él. Tiene una reputación sombría. Es como si el chiste de Su Eminencia hubiese tomado forma: como si vadease entre arroyos de sangre, dejando en su estela un rastro de cristales rotos e incendios, de viudas y huérfanos. Cromwell es un hombre malvado, dice la gente. El cardenal no hablará de lo que ocurre en Italia ni de lo que ha pasado en el tribunal del legado. Dice: «Me cuentan que ha vuelto la fiebre del sudor. ¿Qué haré yo? ¿Moriré? He resistido cuatro ataques. En el año…, ¿qué año fue?… Creo que 1518… Bueno, os reiréis, pero fue así: cuando los sudores terminaron conmigo, parecía el obispo Fisher. Estaba consumido. Dios me levantó e hizo que me castañetearan los dientes».
—¿Su Eminencia estaba consumido? —pregunta él, intentando sonreír—. Ojalá os hubieseis hecho un retrato entonces.
El obispo Fisher ha declarado ante el tribunal (justo antes de que llegaran las vacaciones romanas) que ningún poder divino ni humano podría disolver el matrimonio del rey y la reina. Si hay algo que le gustaría enseñarle a Fisher, es a no hacer grandes declaraciones exageradas. Él sabe muy bien lo que puede hacer la justicia, y difiere de lo que piensa el obispo Fisher.
Hasta ahora, todos los días hasta hoy, todas las noches hasta esta, si le decías a Wolsey que algo era imposible, él se limitaba a reírse. Esta noche dice (cuando consigue concentrarse en el tema): mi amigo el rey Francisco está derrotado. Y yo también estoy derrotado. No sé qué hacer. Con peste o sin peste, creo que debo morir.
—Tengo que irme a casa —dice él—. ¿Me bendeciréis?
Se arrodilla ante él. Wolsey alza la mano y se queda con ella en el aire inmóvil como si se hubiese olvidado de lo que estaba haciendo.
—Thomas —dice—, no estoy preparado para encontrarme con Dios.
Él alza la vista sonriendo.
—Tal vez Dios no esté preparado para recibiros.
—Espero que estéis conmigo cuando muera.
—Pero eso será en una fecha lejana.
—Si hubieseis visto cómo me atacó hoy Suffolk —dice Wolsey con un cabeceo—. Él, Norfolk, Thomas Bolena, lord Thomas Darcy, solo estaban esperando esto, que fracasase con este tribunal, y ahora me entero de que están preparando un memorial, que están redactando una lista de acusaciones, cómo he oprimido a la nobleza y demás, están preparando un libro titulado…, ¿cómo lo titularán? ¿Veinte años de agravios? Están preparando una olla en la que vierten los posos de cada humillación, que así es como ven ellos, como interpretan, todas las verdades que les he dicho… —Respira hondo y mira al techo, en el que está grabada la rosa de los Tudor.
—No habrá ninguna olla de esas en la cocina de Su Eminencia —dice él. Se levanta. Mira al cardenal y lo único que ve es que hay más trabajo que hacer.
—Liz Wykys —dice Mercy— no habría querido que sus hijas anduvieran arrastrándose por el campo. Especialmente Anne, que sé que llora si no está con su padre.
—¿Anne? —pregunta él, asombrado—. ¿Anne llora?
—¿Qué pensabais? —pregunta Mercy con cierta aspereza—. ¿Creéis acaso que vuestras hijas no os quieren?
Él deja que tome la decisión ella. Las niñas se quedan en casa. Una decisión equivocada. Mercy cuelga en la puerta los signos de la fiebre del sudor. ¿Cómo ha ocurrido esto?, pregunta. Limpiamos, fregamos los suelos, no creo que haya en Londres casa más limpia que la nuestra. Rezamos nuestras oraciones. Nunca he visto a una niña rezar como Anne. Reza como si fuese a ir al combate.
Anne es la primera que enferma. Mercy y Johane le gritan y la zarandean para que siga despierta, porque dicen que si te duermes mueres. Pero la enfermedad tira más fuerte de ella y cae exhausta sobre la almohada, respirando a duras penas, y se hunde aún más, en una inmovilidad lúgubre en la que solo mueve una mano, abre y cierra los dedos. Él se la coge e intenta que deje de moverla, pero es como la mano de un soldado impaciente por combatir.
Más tarde, ella se anima y pregunta por su madre. Pregunta por el cuaderno en el que ha escrito su nombre. Al amanecer, cesa la fiebre. Johane llora, aliviada, y Mercy la manda a dormir. Anne se debate para incorporarse, ve a su padre claramente, sonríe, dice el nombre de él. Llevan una jofaina con agua y pétalos de rosa, y le lavan la cara. Ella extiende un dedo, tanteante, para hundir los pétalos en el agua, de forma que cada uno se convierte en un navío cargado de agua, una copa, un grial perfumado.
Pero cuando sale el sol, vuelve a subir la fiebre. Él no permitirá que empiecen a pellizcarla y a zarandearla de nuevo; la deja en manos de Dios y le pide que sea bueno con ella. Le habla, pero ella no da muestras de oírle. No teme al contagio. Si el cardenal ha sobrevivido a esta peste cuatro veces, estoy seguro de que no corro peligro. Y si muero, ya he hecho testamento. Se sienta con ella, observando cómo sube y baja su pecho, observando cómo lucha y pierde. No está con ella cuando muere. Grace ya ha enfermado, y él se ocupa de que la acuesten. Así que no está en la habitación de Anne en ese momento y cuando le hacen entrar, la carita tensa se ha relajado dulcemente. Anne parece pasiva, plácida; su mano pesa inerte ya, un peso que él no puede soportar.
Abandona la habitación.
—Estaba aprendiendo griego —dice. Por supuesto, dice Mercy, era una niña maravillosa, y una hija fiel. Y se apoya en el hombro de él y llora.
—Era lista y buena, y, a su modo, ¿sabéis?, era guapa —añade.
Lo que había pensado él había sido: estaba aprendiendo griego, quizá lo sepa ahora.
Grace muere en sus brazos; muere fácilmente, con la misma naturalidad con la que nació. La posa en la sábana húmeda: una niña de perfección inverosímil, los dedos desplegados como pequeñas hojas blancas. No la conocía, piensa él. Nunca me di cuenta de que la tenía. Siempre le había parecido imposible que un acto suyo le hubiese dado vida, algo que Liz y él habían hecho sin pensar una noche que no recordaban. Pensaban ponerle Henry si era niño y Catherine si era niña, y Liz había dicho: eso será también por tu Kat. Pero cuando la vieron envuelta en los pañales, hermosa, completa y perfecta, él dijo algo totalmente distinto y Liz estuvo de acuerdo: no merecemos la gracia. No somos dignos de ella.
Él pregunta al sacerdote si puede enterrar a su hija mayor con su cuaderno, en el que ha escrito su nombre: Anne Cromwell. El sacerdote dice que nunca ha oído semejante cosa. Él está demasiado agotado y furioso para discutir.
Ahora sus hijas están en el Purgatorio, un lugar de fuegos lentos y de hielo estriado. ¿Dónde dice «Purgatorio» en los Evangelios?
Tyndale dice: ahora permanecen estas tres, la fe, la esperanza y el amor; pero la más excelente es el amor.
Thomas Moro piensa que es una mala traducción, y perversa. Él insiste en «la caridad». Moro sería capaz de encadenarte por una mala traducción, te mataría por un error en griego.
Él se pregunta de nuevo si los difuntos necesitan traductores. Tal vez en un instante, en un lapso del dejar de ser, sepan todo lo que necesitan saber.
Tyndale dice: «El amor nunca se acaba».
Llega octubre. Wolsey preside como siempre las reuniones del consejo del rey. Pero en los tribunales de justicia, al iniciar sus sesiones después de san Miguel, se inician procesos contra el cardenal. Con éxito. La acusación se centra en el ejercicio indebido del poder. Se le acusa concretamente de aplicar en el reino una jurisdicción extranjera, es decir, de ejercer su función de legado pontificio. Lo que quieren decir es: él es un alter rex. Lo es y lo ha sido siempre, y más imperioso que el rey. Por lo cual, si eso es un delito, es culpable.
Así que ahora entran pavoneándose en York Place el duque de Suffolk, el duque de Norfolk: los dos grandes pares del reino. Suffolk, con su barba rubia y rizada, parece un cerdo entre trufas; a Su Eminencia, recuerda él, le repugnan los hombres rubicundos. Norfolk parece receloso, y cuando examina las posesiones del cardenal es evidente que espera encontrar figuras de cera, puede que de él mismo, traspasadas tal vez por largas agujas. El cardenal ha realizado sus hazañas mediante un pacto con el diablo, esa es la opinión predominante.
Él, Cromwell, los echa. Pero regresan. Vuelven con más encargos, y superiores, y con mejores firmas; y acompañados por el Archivero Mayor. Se llevan el Gran Sello del cardenal.
Norfolk le mira de soslayo con una fugaz sonrisa de hurón. Él no sabe por qué.
—Venid a verme —dice el duque.
—¿Por qué, señor?
Norfolk tuerce el gesto. Él nunca da explicaciones.
—¿Cuándo?
—No hay prisa —dice Norfolk—. Cuando hayáis corregido vuestros modales.
Es el 19 de octubre de 1529.