Están desmantelando la casa del cardenal. Los hombres del rey están vaciando York Place de su propietario habitación por habitación. Empaquetan rollos y pergaminos, misales, memorandos, los libros de sus cuentas personales; se están llevando incluso la tinta y las plumas. Retiran de las paredes las tablas en las que está pintado el escudo de armas del cardenal.
Llegaron un domingo, dos grandes del reino, deseosos de venganza: el duque de Norfolk, un halcón de ojos vivos, y el duque de Suffolk, igual de incisivo. Le dijeron al cardenal que estaba destituido como Lord Canciller y le pidieron que les entregara el Gran Sello de Inglaterra. Él, Cromwell, tocó en el brazo al cardenal. Una conversación apresurada. El cardenal se volvió hacia ellos, amablemente: al parecer, es necesaria una petición escrita del rey; ¿tenéis una? Oh, qué descuidados. Hace falta mucha sangre fría para mantenerse tan sereno; pero entonces el cardenal la tiene.
—¿Queréis que volvamos a Windsor? —pregunta Charles Brandon, incrédulo—. ¿Por un papel? ¿Cuándo la situación está clara?
Es muy propio de Suffolk; pensar que la letra de la ley es una especie de artículo de lujo. Él susurra de nuevo al cardenal, que dice:
—No, creo que es mejor decírselo, Thomas…, sin prolongar el asunto más allá de su vida natural… Señores, mi abogado dice que no puedo daros el sello, haya petición escrita o no. Según él, desde el punto de vista legal solo debería entregárselo al Archivero Mayor. Así que será mejor que os acompañe él.
—Alégrense de que se lo digamos, señores —dice él rápidamente—. De lo contrario, hubieseis tenido que hacer tres viajes, ¿no?
Norfolk sonríe. Le gusta la pelea.
—Muchas gracias, señor —dice.
Cuando se marchan, Wolsey se vuelve y le abraza con expresión jubilosa. Aunque sea su última victoria, y lo sepan, es importante mostrar ingenio; vale la pena ganar veinticuatro horas, siendo el rey tan voluble. Además, disfrutan con ello.
—El Archivero Mayor —dice Wolsey—. ¿Lo sabíais o lo habéis inventado?
Los duques vuelven el lunes por la mañana. Tienen instrucciones de echar a los ocupantes ese mismo día, porque el rey quiere enviar a sus constructores y proveedores, y dejar listo el palacio para entregárselo a lady Ana, que necesita una residencia propia en Londres.
Él está preparado para mantenerse firme y debatir la cuestión: ¿me he perdido algo? Este palacio pertenece a la archidiócesis de York. ¿Cuándo han nombrado arzobispo a lady Ana?
Pero la marea de hombres que llegan en tropel por las escaleras del río los aparta. Los dos duques brillan por su ausencia y no hay nadie con quien discutir. Qué terrible espectáculo, dice alguien, el señor Cromwell privado de una disputa. Y ahora el cardenal está dispuesto a marcharse, pero ¿adónde? Sobre el púrpura habitual, viste una capa de viaje que pertenece a algún otro; están confiscando su guardarropa pieza a pieza, así que tiene que coger lo que puede. Estamos en otoño y, aunque es un hombre corpulento, siente el frío.
Vuelcan y vacían los cofres. Esparcen su contenido en el suelo: cartas de pontífices, cartas de eruditos de Europa: de Utrecht, de París, de Santiago de Compostela; de Erfurt, de Estrasburgo, de Roma. Están empaquetando sus Evangelios para llevárselos a las bibliotecas del rey. Los textos son pesados para transportarlos en brazos, y tan embarazosos como si estuvieran vivos y respiraran; sus páginas son de vitela de ternero nonato, que el iluminador ribeteó en tonos ultramarino y verde.
Quitan los tapices, dejando las paredes desnudas. Enrollan a los monarcas de tela, Salomón y la reina de Saba; cuando los colocan en ovillada proximidad, los ojos de cada uno de ellos se llenan con los del otro y sus pequeños pulmones aspiran la fibra de vientres y muslos. Descuelgan las escenas de caza del cardenal, escenas de placer secular: los lúdicos campesinos que chapotean en pozas, los ciervos acorralados, la jauría aullando, podencos contenidos con correas de seda y mastines con collares de púas; los cazadores con cuchillos y cinturones tachonados, las damas a caballo con garbosos sombreros, el estanque bordeado de juncos, las apacibles ovejas en el pastizal y las copas de los árboles emplumadas de azul, que se alejan por un distante fondo empenachado en el que se alzan gredosos riscos bajo un amplio y blanco cielo.
El cardenal mira a los carroñeros mientras realizan su trabajo.
—¿Tenemos refrescos para nuestros visitantes?
Han instalado mesas de caballete en los dos salones contiguos a la galería. Cada una de ellas mide veinte pies de largo, y están subiendo más. En la Cámara Dorada han depositado la vajilla de oro del cardenal, sus joyas y piedras preciosas, y están descifrando sus inventarios y pregonando el peso de la vajilla. En la Cámara del Consejo están depositando la de plata y oro. Como lo anotan todo, hasta la última cacerola abollada de las cocinas, han colocado cestos debajo de las mesas para echar lo que no es probable que interese al rey. Sir William Gascoigne, tesorero del cardenal, va de una habitación a otra, preocupado, hablando, llamando la atención de los comisarios hacia cualquier rincón, armario y arcón que cree que puedan haber pasado por alto.
George Cavendish, el gentilhombre de cámara del cardenal, corre detrás de él; su rostro refleja una profunda y patente consternación. Sacan las vestiduras del cardenal, sus capas pluviales. Cargadas de adornos, cubiertas de perlas, con piedras preciosas incrustadas, parece que se sostienen solas. Los invasores las derriban una a una como si estuviesen abatiendo a Thomas Becket. Las reseñan y, tras forzarlas a arrodillarse y quebrarles la columna, las echan en las cajas. Cavendish se sobresalta:
—Por amor de Dios, caballeros, forren esos cajones con una doble capa de cambray. ¿Quieren destrozar la delicada labor que ha llevado a las monjas toda una vida? —Se vuelve—. Señor Cromwell, ¿podremos librarnos de estos hombres antes de que oscurezca?
—Solo si ayudamos. Si hay que hacerlo, así podremos asegurarnos al menos de que lo hacen como es debido.
Es un espectáculo indecente: el hombre que ha gobernado Inglaterra, humillado. Han sacado piezas de fina holanda, terciopelos, gro, cendal y tafetán, púrpura por varas: la seda con la que desafía el calor del verano de Londres, los brocados carmesíes que mantienen caliente su sangre cuando la nieve cae en Westminster y bate en remolinos sobre el Támesis. En público, el cardenal viste siempre de rojo, solo de rojo, pero de diversos pesos, diversas tramas, diversos grados de pigmento y tinte, aunque siempre los mejores de su género, los mejores rojos que puede proporcionar el dinero. Había habido días en que decía pavoneándose:
—¡Bien, señor Cromwell, valoradme por varas!
Veamos, decía él. Y daba una vuelta despacio alrededor del cardenal; y preguntando: «¿Puedo?», pellizcaba una manga con pulgar e índice de experto; retrocedía para examinarle y calcular su contorno (el cardenal se ensancha año tras año) y poder dar una cifra. El cardenal aplaudía, encantado. «¡Qué los resentidos nos contemplen! Venga, vamos, vamos». Se formaba su comitiva, las cruces de plata, los sargentos de armas con sus hachas doradas: porque el cardenal no iba a ninguna parte en público sin comitiva.
Así que día tras día, a petición suya y para divertirle, él ponía precio a su señor. Ahora el rey ha enviado un ejército de escribanos para hacerlo. Pero a él le gustaría quitarles las plumas por la fuerza y escribir en sus inventarios: THOMAS WOLSEY ES UN HOMBRE QUE NO TIENE PRECIO.
—Bueno, Thomas —dice el cardenal, dándole una palmada—. Todo lo que tengo, lo tengo por el rey. El rey me lo dio y si le place tomar York Place y todo lo que contiene, estoy seguro de que poseemos otras casas, tenemos otros techos bajo los que podemos cobijarnos. Y no estamos en Putney. —El cardenal le ase con fuerza—. Así que no os permito que le peguéis a nadie.
Él finge apretarse los brazos a los costados, con risueña contención. Al cardenal le tiemblan los dedos.
Llega el tesorero Gascoigne y anuncia:
—Dicen que Su Eminencia va a ir derecho a la Torre.
—¿De veras? —dice él—. ¿Dónde lo habéis oído?
—Sir William Gascoigne —dice el cardenal, resaltando el nombre—, ¿qué creéis que he hecho para que el rey quiera enviarme a la Torre?
—Es muy propio de vos —le dice él a Gascoigne— propagar todo lo que os cuentan. ¿Es ese el consuelo que brindáis, unos rumores maliciosos? Nadie va a ir a la Torre. Vamos a ir —todos contienen la respiración, esperando, mientras él improvisa— a Esher. Y vuestra tarea —no puede evitar darle un empujoncito en el pecho— es vigilar a todos esos extraños y procurar que lo que salga de aquí llegue a su destino y que no se pierda nada en el camino; porque si se pierde algo, aporrearéis las puertas de la Torre suplicando que os encierren para libraros de mí.
Ruidos diversos: sobre todo del fondo de la habitación, una especie de ovación contenida. Es difícil evitar la sensación de que lo que sucede es una obra de teatro, y que el cardenal actúa en ella: el Cardenal y sus Ayudantes. Y que es una tragedia.
Cavendish le apremia, sudoroso, angustiado.
—Pero, señor Cromwell, la casa de Esher es una casa vacía, no tenemos ni una cazuela, no tenemos ni un cuchillo ni un espetón, ¿dónde va a dormir mi señor el cardenal? No creo que haya una sola cama oreada, no tenemos sábanas ni leña ni…, ¿y cómo vamos a llegar allí?
—Sir William —dice el cardenal a Gascoigne—, no toméis a mal lo que dice el señor Cromwell, que está siendo, en esta ocasión, de una franqueza impropia; pero tomad en serio lo dicho. Dado que todo lo que yo tengo procede del rey, todo ha de devolverse en buen estado.
Se vuelve, se le crispan los labios. Salvo cuando se burló de los duques ayer, hace ya un mes que no sonríe.
—Tom —dice—, he pasado años enseñándoos a no hablar de ese modo.
Cavendish le dice:
—No han incautado la barcaza de mi señor el cardenal. Ni los caballos.
—¿No? —pregunta él, posándole una mano en el hombro—: Remontaremos el río hasta donde nos lleve la barcaza. Los caballos pueden reunirse con nosotros en…, en Putney, sí… y luego… pediremos prestadas cosas. Vamos, George Cavendish, ejercitad un poco el ingenio; en estos últimos años hemos hecho cosas más difíciles que trasladarnos a Esher.
¿Es verdad? Él nunca ha prestado mucha atención a Cavendish, un hombre sensible que habla muchísimo de servilletas. Pero intenta idear un medio de infundirle un poco de espíritu militar, y el mejor medio consiste en sugerir que son camaradas de alguna antigua campaña.
—Sí, sí —dice Cavendish—, dispondremos la barcaza.
Bien, dice él, y el cardenal dice: ¿Putney?, y él intenta reírse. Bien, Thomas, dice, le dijisteis las cosas claras a Gascoigne, sí; hay algo en ese hombre que nunca me ha gustado, y él dice: ¿por qué no le despedisteis, entonces? Y el cardenal dice: oh, bueno, uno hace esas cosas, y dice de nuevo: así que Putney, ¿eh?
—Enfrentémonos a lo que nos enfrentemos al final de la jornada —dice él—, no debemos olvidar que hace nueve años, con motivo del encuentro de dos reyes, Su Eminencia creó una ciudad dorada en unos campos tristes y húmedos de Picardía. Desde entonces, Su Eminencia no ha hecho más que crecer en sabiduría y en la estima del rey.
Habla para que lo oigan todos; y piensa: entonces se trataba de la paz, en teoría, mientras que ahora no sabemos lo que nos aguarda, si es el primer día de una campaña larga o breve; lo mejor sería atrincherarse y confiar en que nuestras líneas de suministro se mantengan.
—Creo que encontraremos algunos útiles de chimenea y cazuelas, y todo lo que George Cavendish considera imprescindible. Cuando recuerdo que Su Eminencia aprovisionó los grandes ejércitos del rey que fueron a combatir a Francia…
—Sí —dice el cardenal—, y todos sabemos lo que pensabais de nuestras campañas, Thomas.
—¿Qué? —dice Cavendish.
—George —dice el cardenal—, ¿no recordáis lo que dijo en la Cámara de los Comunes mi buen Cromwell hace cinco años, cuando queríamos una subvención para la nueva guerra?
—¡Pero él habló contra Su Eminencia!
Gascoigne (que se aferra obstinadamente a esta conversación) dice:
—No conseguisteis lo que queríais allí, señor, hablando contra el rey y contra Su Eminencia, porque recuerdo vuestro discurso, y os aseguro que también otros lo recordarán, y no obtuvisteis ningún favor allí, Cromwell.
Él se encoge de hombros.
—No pretendía comprar favores. No somos todos iguales, Gascoigne. Yo quería que los Comunes tuvieran en cuenta algunas lecciones de la vez anterior. Que considerasen lo sucedido.
—Dijisteis que perderíamos.
—Dije que nos arruinaríamos. Pero os aseguro que todas nuestras guerras habrían acabado mucho peor si no se hubiese encargado Su Eminencia de los suministros.
—En el año 1523… —dice Gascoigne.
—¿Tenemos que volver a discutirlo ahora? —dice el cardenal.
—… el duque de Suffolk estaba solo a cincuenta millas de París.
—Sí —dice él—, ¿y sabéis lo que son cincuenta millas para un soldado de infantería medio muerto de hambre en invierno, que tiene que dormir en el suelo mojado y despierta muerto de frío? ¿Sabéis lo que son cincuenta millas para una línea de avituallamiento, cuando los carros se hunden en el barro hasta los ejes? Y en cuanto a las glorias de 1513…, Dios nos ampare.
—¡Tournai! ¡Thérouanne! —grita Gascoigne—. ¿Es que negáis lo que ocurrió? ¡Dos ciudades francesas tomadas! ¡El valor que demostró el rey en el campo de batalla!
Si estuviésemos en el campo de batalla ahora, os escupiría a los pies, piensa él.
—Si tanto os gusta el rey, id a trabajar para él. ¿O ya lo hacéis?
El cardenal carraspea suavemente.
—Todos lo hacemos —dice Cavendish.
—Thomas, somos la obra de sus manos —dice el cardenal.
Cuando salen hacia la barcaza, ondean en ella las banderas del cardenal: la rosa de los Tudor, las cornejas de Cornualles.
—Mirad todas esas barquillas que hay en el río —dice Cavendish con ojos desorbitados.
El cardenal piensa por un momento que los londinenses han acudido a desearle suerte. Pero cuando suben a la barcaza se oyen gritos y chillidos procedentes de las barcas; los espectadores se amontonan en la orilla, y, aunque los hombres del cardenal los mantienen a raya, su intención es bastante clara. Cuando los remeros empiezan a remontar la corriente en vez de bogar río abajo, hacia la Torre, se oyen protestas y gritos amenazadores.
Es entonces cuando el cardenal se derrumba, se desploma en su asiento, y empieza a hablar, y sigue hablando sin parar todo el trayecto hasta Putney.
—¿Tanto me odian? ¿Qué he hecho yo, sino favorecerles en sus trabajos y demostrarles mi buena voluntad? ¿He sembrado odio? No. No he perseguido a nadie. Busqué remedio todos los años que hubo escasez de trigo. Cuando se sublevaron los aprendices, supliqué al rey de rodillas, con lágrimas en los ojos, que no castigara a los infractores, que estaban ya con la soga al cuello para ahorcarlos.
—La multitud —dice Cavendish— siempre está deseosa de un cambio. Nunca quieren que un gran hombre se mantenga en una posición elevada, siempre tienen que echarle abajo… por la novedad del asunto.
—Quince años canciller. Veinte a su servicio. Al de su padre antes. Sin ahorrar esfuerzos…, madrugando, acostándome tarde…
—¡Ya veis lo que es servir a un príncipe! —dice Cavendish—. Deberíamos tener cuidado con la inconstancia de su carácter.
—Los príncipes no están obligados a ser consecuentes —dice él. Debería olvidarme de mí mismo, piensa, estirar el brazo y tiraros por la borda.
El cardenal no se olvida de sí mismo, ni mucho menos; está recordando, hasta veinte años antes, cuando subió al trono el joven rey.
—Ponedle a trabajar, dijo alguien. Pero yo dije: no, es un hombre joven. Que participe en justas y cacerías, que adiestre a sus gerifaltes y halcones…
—Toca instrumentos —dice Cavendish—. Siempre está pulsando uno u otro. Y cantando.
—Hacéis que parezca un Nerón.
—¿Nerón? —salta Cavendish—. Nunca he dicho eso.
—Es el príncipe más sabio y gentil de la Cristiandad —dice el cardenal—. No estoy dispuesto a escuchar una palabra de nadie contra él.
—No la oiréis —dice él.
—¡Pero qué no haría yo por él! Cruzar el Canal con la ligereza con la que un hombre podría saltar un reguero de orina en la calle… —El cardenal mueve la cabeza—. Despierto y dormido, a caballo o con las cuentas del Rosario…, veinte años…
—¿Es algo que tenga que ver con lo de ser ingleses? —pregunta con vehemencia Cavendish; aún está pensando en el alboroto que se produjo cuando embarcaron; y aún hay gente que corre por la orilla, haciendo gestos obscenos y silbando—. Decidnos, señor Cromwell, vos que habéis estado en el extranjero. ¿Son los ingleses una nación ingrata? A mí me parece que les gusta el cambio solo por el cambio.
—No creo que sean los ingleses. Creo que es solo la gente. Siempre tienen la esperanza de que pueda venir algo mejor.
—¿Pero qué es lo que consiguen con el cambio? —insiste Cavendish—. A un perro saciado de carne lo sustituye otro más hambriento que muerde más cerca del hueso. Se va el hombre que ha engordado con los honores y llega otro flaco y hambriento.
Él cierra los ojos. El río cambia bajo ellos, figuras imprecisas en una alegoría de la Fortuna. La Grandeza Abatida sentada en el centro. Cavendish, apoyado a su derecha como un Consejero Virtuoso, murmura con retraso palabras superfluas de consejo, ante las que el magnate pesaroso inclina la cabeza; él, como un Satán Tentador, se sienta a la izquierda, y la gran mano del cardenal, con sus nudillos de granate y turmalina, aprieta la suya dolorosamente. George acabaría en el río si no fuese porque lo que dice, pese a los tópicos, tiene un lúgubre sentido. ¿Y por qué? Stephen Gardiner, piensa. No parece muy adecuado llamar al cardenal perro que ha engordado, pero Stephen está claramente hambriento y flaco, y ha sido elevado por el rey al puesto de secretario de Estado. No es insólito que se produzca entre el servicio del cardenal un traslado de ese género, después de una esmerada formación en la escuela de eficacia y diligencia de Wolsey; pero aun así, eso sitúa a Stephen como el hombre que (si consigue cumplir sus deberes de la forma adecuada) puede estar más próximo que ningún otro al rey, salvo quizá el gentilhombre que le atiende en su excusado y le entrega el paño con el que se limpia. No me importaría tanto que Stephen consiguiese ese puesto, piensa.
El cardenal cierra los ojos. Las lágrimas fluyen bajo sus párpados.
—Porque es cierto —dice Cavendish— que la fortuna es inconstante, voluble y mudable…
Con un movimiento rápido, mientras el cardenal tiene los ojos cerrados, podría fácilmente estrangularle. Cavendish parece adivinarle el pensamiento porque se lleva una mano a la garganta. Y luego se miran los dos, tímidamente. Uno de ellos ha dicho demasiado; uno de ellos ha sentido demasiado. No es fácil saber dónde está el equilibrio. Él escruta las orillas del Támesis. El cardenal aún llora y le aprieta la mano.
Al desplazarse río arriba, la ribera se apacigua. No es porque los ingleses de Putney sean menos volubles. Es solo porque aún no se han enterado.
Los caballos están esperando. El cardenal, en su condición de eclesiástico, ha montado siempre una mula grande y fuerte; aunque, como ha cazado con reyes durante veinte años, su establo es la envidia de toda la nobleza. Aquí está el animal, meneando sus grandes orejas, con sus jaeces habituales de color escarlata, y junto a él el señor Sexton, el bufón del cardenal.
—¿Qué demonios hace ese aquí? —le pregunta él a Cavendish.
Sexton se adelanta y le susurra algo al oído al cardenal; el cardenal se ríe.
—Muy bien, Patch. Ahora ayúdame a montar, sé buen chico.
Pero Patch (el señor Sexton) no está a la altura. El cardenal parece debilitado; parece sentir el peso de su carne colgando de los huesos. Él, Cromwell, se desliza de la silla, hace un gesto a tres de los criados más fuertes.
—Señor Patch, sujetadle la cabeza a Christopher.
Cuando Patch finge no saber que Christopher es el mulo y ase por la cabeza al hombre que está a su lado y se la retuerce hasta conseguir derribarle, él dice: válgame Dios, Sexton, si no os quitáis de en medio, os meto en un saco y os tiro al río.
El hombre que ha estado a punto de que le arrancaran la cabeza se levanta y se frota el cuello; dice: gracias, señor Cromwell, y se adelanta torpemente a sujetar la brida. Cromwell y otros dos colocan al cardenal en la silla. El cardenal parece avergonzado.
—Gracias, Tom —dice riéndose temblorosamente—. Ya habéis oído, Patch.
Están listos para cabalgar. Cavendish alza la vista.
—¡Qué los santos nos protejan! —Un jinete baja la ladera al galope—. ¡Una detención!
—¿Por un hombre solo?
—Un escolta —dice Cavendish; y él dice: Putney es accidentado, pero no hay que enviar exploradores.
—¡Es Harry Norris! —grita alguien.
Harry desmonta de un salto. Sea cual sea su cometido, está muy agitado. Harry Norris es uno de los amigos más íntimos del rey; para ser exactos, es el encargado del excusado, el caballero que entrega el paño.
Wolsey advierte de inmediato que el rey no enviaría a Norris para llevarle en custodia.
—Bueno, sir Henry, recuperad el aliento. ¿Qué puede ser tan urgente?
Mis disculpas, Eminencia, dice Norris; se quita el gorro emplumado, se limpia la cara con el brazo, esboza su sonrisa más encantadora. Habla cortésmente al cardenal: el rey le ha ordenado que cabalgue tras Su Eminencia y le dé alcance, y le dirija palabras de consuelo y le dé este anillo, que él conoce bien…, un anillo que le ofrece, en la palma de su guante.
El cardenal se desliza con torpeza de la montura y cae al suelo. Coge el anillo y se lo lleva a los labios. Está rezando. Rezando, dando las gracias a Norris, pidiendo bendiciones para su soberano. «No tengo nada para enviarle. Nada de valor para enviar al rey». Mira a su alrededor, como si sus ojos pudieran posarse en algo que pudiese enviar; ¿un árbol? Norris intenta levantarle, acaba de rodillas a su lado, de rodillas (ese hombre pulcro y encantador) en el barro de Putney. El mensaje que le está dando al cardenal es, al parecer, que el rey solo parece disgustado, pero que no está disgustado en realidad; que él sabe que el cardenal tiene enemigos, pero que él, Henricus Rex, no es uno de ellos; que esta exhibición de fuerza es solo para satisfacer a esos enemigos; que es capaz de recompensar al cardenal con el doble de lo que le ha quitado.
El cardenal se echa a llorar. Ha empezado a llover y el viento les azota en la cara con la lluvia. El cardenal habla deprisa a Norris, en voz baja; luego se quita una cadena que lleva al cuello, intenta ponérsela a Norris y se le engancha en los broches de su capa de montar; algunos de los presentes se apresuran a ayudarle, sin conseguirlo. Norris se levanta y se limpia con un guante sosteniendo la cadena en el otro.
—Ponéosla —le ruega el cardenal—. Y cuando la miréis, pensad en mí y encomendadme al rey.
Cavendish da un respingo, se acerca a caballo hasta ponerse rodilla con rodilla.
—¡Su relicario! —exclama, ofendido, atónito—. ¡Desprenderse así de él! ¡Es un trozo de la Vera Cruz!
—Le conseguiremos otro. Conozco a un hombre en Pisa que los Vende y que da diez por cinco florines y redondea hasta la docena si se le paga en efectivo. Y os entrega además un certificado con la huella del pulgar de san Pedro, para atestiguar que son auténticos.
—¡Qué vergüenza! —dice Cavendish, y aparta de un tirón el caballo.
Norris retrocede también, una vez entregado el mensaje, y ellos intentan subir de nuevo al cardenal a la montura. Esta vez se adelantan cuatro hombres fuertes, como si fuese algo rutinario. La obra de teatro se ha convertido en una especie de entreacto de baja comedia; eso, piensa él, es porque está aquí Patch. Se acerca y dice, mirando hacia abajo desde la silla:
—Norris, ¿podemos tener todo eso por escrito?
Norris sonríe, dice:
—Me temo que no, señor Cromwell; es un mensaje confidencial para Su Eminencia. Un mensaje solo para él.
—¿Y qué hay de la recompensa que mencionáis?
Norris se ríe (como hace siempre, para desarmar la hostilidad) y susurra:
—Yo creo que eso podría ser figurativo.
—También yo lo creo. —¿El doble de lo que posee el cardenal? No a costa de Enrique—. Devolvednos lo que se le ha quitado. No pedimos el doble.
Norris se lleva una mano a la cadena, que se ha colgado al cuello.
—Pero todo ello procede del rey. No podéis llamarlo robo.
—No lo he llamado robo.
Norris asiente, caviloso.
—No lo habéis hecho.
—No deberían haberse llevado las vestiduras. Pertenecen a monseñor como eclesiástico. ¿Qué se llevarán después? ¿Sus beneficios?
—Esher, adónde os dirigís ahora, ¿verdad?, es una de las residencias de que dispone Su Eminencia como obispo de Winchester.
—¿Y?
—Seguirá teniéndola mientras tenga esa condición y ese título, pero… ¿hace falta decir… que eso ha de someterse a la consideración del rey? Sabéis que Su Eminencia está acusado de acuerdo con las normas del praemunire facias por postular una jurisdicción extranjera en el país.
—No me deis lecciones de derecho.
Norris inclina la cabeza.
Cuando las cosas empezaron a torcerse la primavera pasada, piensa él, tendría que haber conseguido que Su Eminencia me permitiese manejar sus rentas y enviar algún dinero al extranjero, donde ellos no pudiesen cogerlo; pero él nunca quiso admitir que algo fuese mal. ¿Por qué le dejé despreocuparse tanto?
Norris tiene la mano en la brida de su caballo.
—He admirado siempre a vuestro señor —dice— y espero que él lo recuerde en la adversidad.
—Yo creía que no estaba en la adversidad. Por lo que habéis dicho.
Qué sencillo sería si se le permitiese bajarse y sacarle alguna respuesta clara a Norris. Pero no es sencillo; eso es lo que el mundo y el cardenal se confabulan para enseñarle. Dios santo, piensa, a mi edad debería saberlo. No se consigue nada siendo original. No se consigue nada siendo inteligente. No se consigue nada siendo fuerte. Lo consigues siendo un truhán sutil; en cierto modo piensa que eso es lo que Norris es, y siente arraigar en él una aversión irracional, y procura rechazarla, porque prefiere sus aversiones racionales, aunque después de todo estas circunstancias son extremas, el cardenal en el barro, el forcejeo humillante para volver a subirle a la silla, el hablar y hablar en la barcaza y, peor, el hablar y hablar de rodillas, como si estuviese deshilachándose, en un gran destejerse de hilo escarlata que pudiese hacerte retroceder por un laberinto escarlata que tuviese un monstruo agonizante en su interior.
—¿Señor Cromwell? —dice Norris.
No puede decir lo que piensa, así que baja la vista hacia Norris, suavizando la expresión, y dice:
—Gracias por tanto consuelo.
—Bueno, sacad a Su Eminencia de la lluvia. Le contaré al rey cómo le he encontrado.
—Contadle cómo os arrodillasteis juntos en el barro. Podría hacerle gracia.
—Sí. —Norris parece triste—. Nunca se sabe lo que le hará gracia.
Entonces, Patch empieza a chillar. Parece ser que el cardenal (mirando a su alrededor en busca de un regalo) se lo ha dado al rey. El cardenal ha dicho muchas veces que Patch vale mil libras. Tiene que irse con Norris, sin demora; y hacen falta otros cuatro hombres del cardenal para obligarle a hacerlo. Lucha. Muerde. Da puñetazos y patadas. Hasta que le echan en el mulo del equipaje, que han descargado; y rompe a llorar, hipando, las costillas alzadas, sus estúpidos pies colgando, la chaqueta rasgada y la pluma del sombrero rota, reducida a una púa.
—Pero Patch —dice el cardenal—, mi querido amigo. Nos veremos con frecuencia, en cuanto el rey y yo volvamos a entendernos. Os escribiré una carta, mi querido Patch, una carta para vos. La escribiré esta noche —promete— y le pondré mi gran sello. El rey os tratará bien; es el alma más bondadosa de la Cristiandad.
Patch llora con una sola nota aguda, como si lo hubiesen apresado los turcos y lo hubiesen empalado.
Esher: el cardenal desmonta a la sombra del viejo torreón del obispo Wayneflete, sobre el que se alzan torres octogonales. El portón está emplazado en una muralla defensiva coronada por una pasarela; aunque bastante lúgubre a primera vista, es todo él de ladrillo, y está ornamentado y bellamente enmarcado.
—No se podía fortificar —dice él; Cavendish guarda silencio—. George, deberíais decir: «Pero no se planteó nunca la necesidad».
El cardenal no ha utilizado el lugar desde que construyó Hampton Court. Han enviado mensajes por adelantado, pero ¿se ha hecho algo? Acomodad a Milord, dice él, y va directamente a las cocinas. En Hampton Court las cocinas tienen agua corriente; aquí, el único líquido que corre es el de las narices de los cocineros. Cavendish tiene razón. De hecho es peor de lo que él piensa. Las despensas están deterioradas y las provisiones muestran signos de descuido y pillaje. Hay gorgojos en la harina. Hay excrementos de ratones donde debería amasarse. Está próximo el día de san Martín y ni siquiera han pensado en salar la carne. La batterie de cuisine es un escarnio y la olla está mohosa. Hay varios niños pequeños sentados junto al fuego y se les puede inducir, con dinero, a que barran y frieguen; a los niños les gusta la novedad, y la idea de limpiar parece ser algo novedoso para ellos.
Mi señor necesita comer y beber ahora, dice él; y necesita comer y beber…, no sabemos cuánto tiempo. Hay que poner en orden esta cocina para el invierno que tenemos por delante. Encuentra a alguien que sabe escribir y le dicta sus órdenes. No aparta la vista del escribiente de la cocina. Cuenta con la mano izquierda las tareas: haced esto, luego esto, luego en tercer lugar esto. Con la mano derecha casca huevos en un cuenco, con un solo golpe firme y profesional cada uno de ellos, y le gotea en los dedos la clara, lenta y pegajosa, separándose de la yema. «¿De cuándo es este huevo? Cambiad de proveedor. Necesito una nuez moscada. ¿Nuez moscada? ¿Azafrán?», le miran como si hablase griego. Todavía le duele en los oídos el grito de Patch. Le miran desde arriba ángeles de polvo cuando sale al vestíbulo.
Es tarde ya cuando acuestan al cardenal en una cama digna de tal nombre. ¿Dónde está el mayordomo de la casa? ¿Dónde está el contador? Piensa ya que es verdad que Cavendish y él son viejos supervivientes de una campaña. Se queda levantado con él (no es que haya camas si las quisieran) discutiendo lo que necesitan para proporcionar al cardenal una comodidad razonable; necesitan una cubertería de plata, para que no tenga que comer con cubiertos de peltre mellados, necesitan ropa de cama, mantelerías, leña.
—Mandaré a unos cuantos —dice— para que pongan en orden la cocina. Serán italianos. Resultará violento al principio, pero en tres semanas estará todo en marcha.
¿Tres semanas? Quiere poner a aquellos niños a limpiar las vasijas y cacerolas de cobre. «¿Podemos conseguir limones?», pregunta, justo cuando Cavendish dice: «¿Y quién será canciller ahora?».
Me pregunto si habrá ratas abajo, piensa él.
—¿Recordáis al arzobispo de Canterbury? —pregunta Cavendish.
¿Él? ¿Quince años después de que el cardenal le hiciese abandonar aquel cargo? «No, Warham es demasiado viejo». Y demasiado obstinado, demasiado poco complaciente con los deseos del rey. «Tampoco el duque de Suffolk», porque en su opinión Charles Brandon no es más inteligente que el mulo Christopher, aunque sea mejor en la lucha y la moda, y la ostentación en general. «Suffolk no, porque el duque de Norfolk no lo permitirá».
—Y viceversa —asiente Cavendish—. ¿El obispo Tunstall?
—No. Thomas Moro.
—¿Un lego y del común? ¿Y tan opuesto en la cuestión del pleito matrimonial del rey?
Él cabecea, sí, sí, será Moro. Es un hecho sabido que el rey entrega su conciencia a los que apuestan alto. Tal vez albergue la esperanza de que le salven de sí mismo.
—Si el rey se lo ofrece (y creo que, como un gesto, podría hacerlo), seguro que Thomas Moro no aceptará.
—Sí aceptará.
—¿Apostáis? —dice Cavendish.
Acuerdan los términos de la apuesta y se dan la mano. Eso aparta su pensamiento de los problemas urgentes: las ratas, el frío y cómo pueden acomodar en el espacio mucho más pequeño de Esher un servicio doméstico de varios cientos, retenido en Westminster. El personal al servicio del cardenal, si se incluyen sus casas principales, y se cuenta desde los sacerdotes y juristas hasta el que se ocupa de la limpieza y el lavado de ropa, es de unas seiscientas almas. Ellos esperan que les sigan inmediatamente trescientos.
—Tal como están las cosas, tendremos que desmantelar el servicio —dice Cavendish—. Pero no tenemos dinero disponible para los salarios.
—Que me condene si van a irse sin cobrar —dice él.
Y Cavendish dice:
—Creo que os condenaréis de todos modos. Después de lo que dijisteis sobre la reliquia.
Mira a Cavendish a los ojos. Rompen a reír los dos. Al menos han conseguido hacerse con algo para beber que vale la pena; las bodegas están llenas, lo que es una suerte, dice Cavendish, porque necesitaremos beber las próximas semanas. «¿Qué pensáis que quería decir Norris? —añade—. ¿Cómo puede el rey mantener dos posturas? ¿Cómo puede ser destituido Milord el cardenal si él no quiere destituirle? ¿Cómo puede el rey ceder frente a los enemigos de Milord? ¿No está el rey por encima de todos los enemigos?».
—Así habría de ser.
—¿O es ella? Debe de ser. Él le tiene miedo, ¿sabéis? Es una bruja.
Él dice: no seáis infantil. George dice: es una bruja completa, sí: el duque de Norfolk dice que lo es, y es tío suyo, debería saberlo.
Son las dos, luego las tres; a veces es liberador pensar que no tienes que irte a la cama porque no hay cama. No necesita pensar en irse a casa; no hay ninguna casa a la que ir, no le queda ninguna familia. Es mejor estar aquí bebiendo con Cavendish, acurrucado en un rincón de la gran cámara de Esher, con frío, cansado y temeroso del futuro, que pensar en su familia y en lo que ha perdido.
—Mañana —dice— avisaré a mis empleados de Londres e intentaremos aclarar con qué recursos cuenta aún Su Eminencia. No será fácil, porque se han llevado todos los documentos. Sus acreedores no se sentirán inclinados a liquidar pagos cuando sepan lo que ha ocurrido. Pero el monarca francés le paga una pensión, y, si no recuerdo mal, siempre se atrasa… Tal vez quiera enviar una bolsa de oro, por si Milord vuelve a contar con el favor del rey. Y vos…, vos podéis ir a saquear.
Cavendish está ojeroso y demacrado cuando él le hace subir a un caballo fresco al rayar el alba.
—Pedid el pago de algunos favores. No hay un caballero en el reino que no deba algo a Su Eminencia.
Es finales de octubre; el sol, una moneda que apenas asoma por encima del horizonte.
—Procurad que se anime —le dice Cavendish—. Procurad que hable. Que hable de lo que dijo Harry Norris…
—En marcha. Si veis las brasas en las que asaron a san Lorenzo, traedlas, nos vendrían muy bien aquí.
—Oh, no —suplica Cavendish.
Ha progresado mucho desde ayer y es capaz de hacer chistes sobre los santos mártires; pero anoche bebió demasiado y si se ríe le duele. Aunque también es doloroso no reír. George da cabezadas, el caballo se agita debajo de él, con los ojos llenos de desconcierto.
—¿Cómo han llegado las cosas a esto? —pregunta—. Mi señor el cardenal arrodillándose en el barro. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo demonios ha ocurrido?
—Azafrán. Pasas. Manzanas —dice él—. Y gatos, conseguid gatos, inmensos y hambrientos. No sé dónde se consiguen gatos, George. ¡Oh, un momento! ¿Podremos conseguir perdices?
Si podemos conseguir perdices, podremos cortar las pechugas y hacerlas a fuego lento en la mesa. Todo lo que podamos hacer de ese modo, lo haremos; y así Su Eminencia no será envenenado, si podemos evitarlo.