(1527)
Lizzie está aún levantada. Cuando oye a los sirvientes abrirle la puerta, sale llevando bajo el brazo la perrita de él, que se debate y gime.
—¿Olvidaste dónde vives?
Él suspira.
—¿Qué tal Yorkshire?
Él se encoge de hombros.
—¿El cardenal?
Él asiente.
—¿Has comido?
—Sí.
—¿Cansado?
—En realidad no.
—¿Vino?
—Sí.
—¿Del Rin?
—Por qué no.
Se han pintado los paneles. Entra en el brillo apagado verde y oro.
—Gregory…
—¿Carta?
—Algo así.
Ella le da la carta y la perra mientras va a por el vino. Se sienta y se sirve ella también una copa.
—Nos saluda. Como si fuésemos uno solo. Mal latín.
—Oh, vaya —dice ella.
—Bueno, escucha. Espera que estés bien. Espera que yo también. Espera que sus amadas hermanas Anne y la pequeña Grace estén bien. Él, por su parte, está bien. Y nada más, por falta de tiempo, vuestro devoto hijo, Gregory Cromwell.
—¿Devoto? —dice ella—. ¿Solo eso?
—Es lo que les enseñan.
La perrita Bella le mordisquea las yemas de los dedos, sus redondos ojos inocentes se iluminan como lunas exóticas. Liz tiene buen aspecto, aunque parece cansada por la larga jornada; las velas se alzan altas y rectas detrás de ella. Lleva el collar de perlas y granates que le regaló él por Año Nuevo.
—Es más agradable mirarte a ti que al cardenal.
—Es el cumplido más insignificante que haya recibido jamás una mujer.
—Y eso que he estado preparándolo todo el viaje desde Yorkshire. ¡En fin! —dice él, cabeceando. Alza en el aire a Bella, que patalea de alegría—. ¿Qué tal el trabajo?
Liz hace labores de seda. Etiquetas para los sellos de los documentos; delicadas redecillas para las damas de la corte. Tiene dos chicas en casa como aprendices, y vista para la moda; pero se queja, como siempre, de los intermediarios y del precio del hilo.
—Deberíamos ir a Génova —dice él—. Te enseñaría a mirar a los ojos a los proveedores.
—Ya me gustaría. Pero nunca te separas del cardenal.
—Esta noche ha intentado convencerme de que debería conocer a las personas de la casa de la reina. Las que hablan español.
—¿Sí?
—Le dije que no sé tanto español.
—No tanto, ¿eh? —Ella se ríe—. ¡Qué zorro!
—No tiene que saber todo lo que sé.
—He estado de visita en Cheapside —dice ella; nombra a una de sus viejas amigas, la esposa de un maestro joyero—. ¿Quieres oír la noticia? Se encargó una gran esmeralda y también una montura para un anillo, un anillo de mujer. —Le indica el tamaño de la esmeralda, grande como la uña de su pulgar—. Que ha llegado, tras unas semanas de nervios, y que estaban tallándola en Amberes —chasquea los dedos—: ¡Rota!
—¿Y quién asume la pérdida?
—El tallador dice que le estafaron y que tenía un defecto oculto en la base. El importador dice que, si estaba tan oculto, ¿cómo podía esperar que él lo viese? El tallador dice, pues que os compense de los daños vuestro proveedor…
—Se pasarán años en pleitos. ¿Pueden conseguir otra?
—Están intentándolo. Debe de ser el rey, es lo que pensamos. Nadie más en Londres compraría una piedra de ese tamaño. Así que, ¿para quién es? Seguro que para la reina no.
La pequeña Bella vuelve a estar ya echada en su brazo, pestañea, mueve gentil el rabo. Será interesante ver si aparece un anillo de esmeralda y cuándo, piensa él. Me lo contará el cardenal. El cardenal dice: está muy bien esto de mantener a distancia al rey y conseguir regalos, pero la tendrá en su cama este verano, seguro, y en otoño se habrá cansado de ella, y la despedirá con una pensión; si él no lo hace, lo haré yo. Si Wolsey va a importar una princesa francesa fértil, no querrá que le estropeen sus primeras semanas escenas de despecho de concubinas suplantadas. Wolsey piensa que el rey debería ser más implacable con sus mujeres.
Liz espera un momento, hasta que se da cuenta de que no va a conseguir un indicio.
—Bueno, en cuanto a Gregory —dice—… se acerca el verano. ¿Se quedará aquí o irá fuera?
Gregory va a cumplir trece años. Está en Cambridge, con su tutor. Él ha enviado a sus sobrinos, los hijos de su hermana Bet, al colegio con él. Es algo que hace con mucho gusto por la familia. El verano es para su recreo. ¿Qué harían ellos en la ciudad? Gregory muestra poco interés por los libros hasta el momento, aunque le gusta que le cuenten cuentos, cuentos de dragones, cuentos de hombrecillos de color verde que viven en los bosques; puedes arrastrarle rezongando por un pasaje en latín si le persuades de que en la página siguiente hay una serpiente marina o un fantasma. Le gusta estar en el bosque y en el campo y le gusta cazar. Aún le queda mucho por crecer, y hay esperanzas de que llegue a ser alto. El abuelo materno del rey, como te contarán todos los ancianos, medía seis pies y cuatro pulgadas. (Su padre, sin embargo, era más de la talla de Morgan Williams). El rey mide seis pies y dos pulgadas, y el cardenal puede mirarle a los ojos. A Enrique le gusta rodearse de hombres como su cuñado Charles Brandon, de una talla impresionante similar y hombros muy anchos. Ser alto no está de moda en las callejas; y es evidente que tampoco en Yorkshire.
Sonríe. Lo que él dice sobre Gregory es que al menos no es como yo a su edad; y cuando la gente dice: ¿cómo eras tú?, él dice: bueno, yo solía clavar cuchillos a la gente. Gregory nunca haría eso; así que no le importa, o le importa menos de lo que cree la gente, que no acabe de dominar las declinaciones y las conjugaciones. Cuando le cuentan lo que Gregory no ha conseguido, él dice: «Está muy ocupado creciendo». Comprende su necesidad de dormir; él, por su parte, nunca había dormido gran cosa con Walter por allí, y después de escaparse siempre estaba en un barco o por los caminos, y luego se encontró ya en un ejército. Lo que la gente no sabe del ejército es que hay grandes periodos ininterrumpidos de inactividad en los que tienes que arreglártelas por tu cuenta para encontrar comida, acampado a la intemperie, en un sitio que se inunda porque lo ha dicho el loco de tu capitán, y has de cambiar de pronto de sitio en plena noche y pasar a una posición indefendible, así que nunca duermes de verdad, los pertrechos son defectuosos, los artilleros no paran de provocar pequeñas explosiones involuntarias, los ballesteros están borrachos o rezando, se han pedido las flechas pero aún no han llegado, y ocupa todo tu pensamiento el bullir de la angustia de que todo va a ir mal porque a il principe, o a cualquier otra excelencia que esté ese día al mando, no se le da muy bien el asunto básico de pensar. No le hicieron falta muchos inviernos para dejar los combates y pasar al avituallamiento. En Italia, siempre podías combatir en verano, si te apetecía. Si querías.
—¿Dormido? —pregunta Liz.
—No. Pero soñando.
—Ha llegado el jabón de Castilla. Y tu libro de Alemania. Estaba empaquetado como si fuera otra cosa. Casi despaché al chico.
Él había soñado con el jabón de Castilla en Yorkshire, que olía a hombres sin lavar, vestidos con pieles de cordero y sudando de cólera.
Más tarde ella dice:
—Así que ¿quién es la dama?
Su mano, apoyada en el pecho izquierdo de ella, familiar pero encantador, se retira, desconcertada.
—¿Qué?
¿Acaso piensa ella que ha tenido relaciones con alguna mujer en Yorkshire? Se echa de espaldas y se pregunta cómo convencerla de que no es así; si es necesario la llevará allí, y entonces verá.
—La de la esmeralda —dice ella—. Solo lo pregunto porque la gente dice que el rey quiere hacer algo muy extraño, y no puedo creerlo, la verdad. Pero es lo que se dice en la ciudad.
¿De veras? El rumor se ha extendido en los quince días que él ha estado entre los cabezotas del norte.
—Si se atreve a hacerlo —dice ella—, la mitad de la gente de este mundo se volverá contra él.
Él solo había pensado, y Wolsey también, que se pondrían en su contra el emperador y España. O sea, solo el emperador. Sonríe en la oscuridad, con las manos detrás de la cabeza. No le pregunta qué gente sino que espera a que ella se lo cuente.
—Todas las mujeres —le dice—. Todas las mujeres de toda Inglaterra. Todas las mujeres que tienen una hija pero ningún hijo. Todas las mujeres que han perdido un hijo. Todas las mujeres que han perdido la esperanza de tener un hijo. Todas las mujeres de cuarenta.
Y apoya la cabeza en su hombro. Demasiado cansados para hablar, yacen uno al lado del otro, en sábanas de lino delicado, bajo un edredón amarillo de raso turco. Sus cuerpos transpiran el leve aroma prestado a sol y hierbas. En castellano, recuerda él, sabe insultar a la gente.
—¿Estás dormido ya?
—No. Pensando.
—Thomas, son las tres —dice ella, y parece asombrada.
Y luego son las seis. Él sueña que todas las mujeres de Inglaterra están en la cama, empujándole y echándole de ella. Así que se levanta a leer su libro alemán, antes de que Liz pueda hacer nada al respecto.
No es que ella diga nada; o dice solo, si se la empuja a hacerlo: «Mi libro de oraciones es una buena lectura para mí». Y de hecho lee su libro de oraciones, lo sostiene abstraída en la mano en pleno día (aunque no interrumpa más que a medias lo que esté haciendo) e intercala en el murmullo de su letanía instrucciones domésticas; fue un regalo de boda, un libro de horas, de su primer marido, que escribió en él el apellido de casada de ella: Elizabeth Williams. A veces, celoso, le gustaría escribir otras cosas, sentimientos opuestos: conoció al primer marido de Liz, pero eso no significa que le agradase. Él le ha dicho: Liz, tenemos el libro de Tyndale, su Nuevo Testamento, está en ese baúl cerrado, léelo, toma la llave; léemelo tú si eres tan amable, dice ella; y él dice: está en inglés, léelo tú misma, de eso se trata, Lizzie. Léelo, te sorprenderá lo que no está en él.
Él creía que esa indirecta la empujaría: al parecer, no. Él no puede imaginarse leyendo para los de su casa; no es como Thomas Moro, una especie de sacerdote fallido, un predicador frustrado. Siempre que ve a Moro (una estrella de otro firmamento, que le reconoce con hosco cabeceo) siente deseos de preguntarle: ¿qué os pasa? ¿O qué me pasa? ¿Por qué todo lo que sabéis, y todo lo que habéis aprendido, os confirma en lo que creíais antes? Mientras que en mi caso, todo aquello con lo que crecí y lo que pensé que creía, va poco a poco desprendiéndose, un fragmento primero y luego otro. A medida que transcurren los meses, se van desprendiendo las certezas de este mundo; y también del próximo. Mostradme dónde dice purgatorio en la Biblia. Mostradme dónde dice reliquias, frailes, monjas. Mostradme dónde dice papa.
Vuelve a su libro alemán. El rey, con la ayuda de Thomas Moro, ha escrito un libro contra Lutero, por el que el papa le ha otorgado el título de Defensor de la Fe. No es que él ame al hermano Martín; el cardenal y él están de acuerdo en que sería mejor que Lutero no hubiese nacido, o mejor que hubiese nacido más sutil. De todos modos, él sigue atento a lo que se escribe, a lo que llega de contrabando por los puertos del Canal, a las ensenadas de East Anglia, a las calas en que arriba con la pleamar una pequeña embarcación con una carga dudosa que puede descargarse a la luz de la luna y volver luego al mar. Él mantiene informado al cardenal, para que cuando Moro y sus amigos clérigos irrumpen, alentando fuego del Infierno sobre la herejía más reciente, el cardenal pueda hacer gestos apaciguadores, y decir: «Caballeros, ya estoy informado». Wolsey quemará libros, pero no hombres. Lo hizo el pasado octubre, sin ir más lejos, en la Cruz de la catedral de San Pablo: un holocausto de las letras inglesas, y tanto buen papel de hilo consumido y tanta tinta negra de impresores.
El Nuevo Testamento que guarda bajo llave es la edición pirateada de Amberes, que es más fácil de conseguir que la alemana. Él conoce a William Tyndale; antes de que Londres se hiciese demasiado peligroso para él, estuvo alojado seis meses con Humphrey Monmouth, el maestro pañero, en la ciudad. Es un hombre de principios, un hombre duro, a quien Thomas Moro llama La Bestia; da la impresión de no haberse reído en toda su vida; pero, en realidad, ¿qué motivos hay para reírse cuando te expulsan de tu tierra natal? Su Nuevo Testamento está editado en octavo, en papel barato y desagradable; lleva en la página del título, donde deberían estar el colofón y la referencia del impresor, estas palabras: IMPRESO EN UTOPÍA. Tiene la esperanza de que Thomas Moro haya visto uno de esos libros. Siente la tentación de enseñárselo, solo por ver qué cara pone.
Cierra el nuevo libro. Es hora de enfrentarse al día. Sabe que no tiene tiempo para poner él mismo el texto en latín, para que pueda hacerse circular discretamente; debería pedir a alguien que lo hiciese por él, por amor o por dinero. Es asombroso cuánto amor hay, últimamente, entre los que leen alemán.
A las siete se ha afeitado, ha desayunado y está envuelto gentilmente en fresco lino y lana oscura y delicada. A veces, a esta hora, echa de menos al padre de Liz; aquel buen anciano, en pie siempre desde muy temprano, listo para posar en su cabeza una mano suave y decir: «Disfruta del día, Thomas, hazlo por mí».
Había estimado mucho al viejo Wykys. Su relación con él había empezado por un asunto legal. En aquel entonces, él tenía…, ¿cuántos años?, ¿veintiséis?, ¿veintisiete? No hacía mucho que había regresado del extranjero, todavía era propenso a iniciar una frase en un idioma y terminarla en otro. Wykys había sido listo y había hecho una fortuna honradamente en el comercio de la lana. Era en principio un hombre de Putney, pero ese no fue el motivo de que le diese trabajo; se lo dio porque iba recomendado y porque salía barato. En su primera entrevista, cuando Wykys expuso las cosas, dijo: «Eres el chico de Walter, ¿verdad? ¿Qué sucedió, pues? Porque, por Dios que no había nadie más granuja que tú cuando eras pequeño».
Él se lo habría explicado si hubiese sabido qué clase de explicación entendería Wykys. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué había dejado de pelearse porque cuando vivía en Florencia miraba los frescos todos los días? Dijo: «Descubrí una forma más fácil de ser».
Wykys se había cansado al final, había dejado que el negocio se le fuera de las manos. Aún enviaba paño fino a los mercados alemanes del norte, cuando, en su opinión, con las lanas tan gruesas que había últimamente y el buen paño fino difícil de tejer, debería haberse pasado al paño de Kersey, a una tela de ese tipo, más ligera, y exportar a Italia por Amberes. Pero él escuchó (era un buen oyente) las quejas del viejo y dijo: «Las cosas están cambiando. Dejadme que os lleve este año a las ferias del paño».
Wykys sabía que debería dejarse ver en Amberes y en Bergen op Zoom, pero no le gustaba cruzar el Canal.
—Estará perfectamente conmigo —le explicó a la señora Wykys—. Conozco una buena familia con la que podemos alojarnos.
—De acuerdo, Thomas Cromwell —dijo ella—. Tomad nota de esto. Nada de bebidas holandesas extrañas. Nada de mujeres. Nada de predicadores prohibidos en bodegas. Sé lo que haces tú.
—No sé si podré prescindir de las bodegas.
—Hagamos un trato. Podéis llevarle a un sermón si no le lleváis a un burdel.
Mercy, sospecha él, viene de una familia donde se preservan y citan los escritos de John Wycliffe, donde se han conocido siempre las escrituras en inglés; fragmentos de escritos guardados, versos prohibidos encerrados en la cabeza: Esas cosas pasan de generación en generación, lo mismo que pasan los ojos y las narices, igual que la mansedumbre o la capacidad para la pasión, o la potencia muscular o la necesidad de correr riesgos. Si has de correr riesgos en estos tiempos, mejor el predicador que la puta; evita a Monsieur Rompehuesos, conocido en Florencia como la Fiebre Napolitana y en Nápoles, sin duda, como la Podredumbre de Florencia. El buen sentido impone la abstinencia en cualquier parte de Europa, incluidas estas islas. Nuestras vidas se hallan limitadas en ese aspecto más de lo que lo estaban las de nuestros antepasados.
En el barco, escuchó las quejas habituales de los otros pasajeros: esos pilotos condenados, esas calles sin rotular, esos monopolios ingleses. Los mercaderes de la Hansa preferían que fuesen hombres suyos los que subiesen las naves hasta Gravesend: los alemanes son una pandilla de ladrones, pero saben cómo hay que navegar río arriba. El buen Wykys estaba mareado cuando zarparon. Él se quedó en cubierta, procurando ser útil; debéis de haber sido grumete, señor, le dijo un tripulante. Una vez en Amberes, fueron hasta el letrero de El Espíritu Santo. El sirviente que abrió la puerta gritó: «Es Thomas, que vuelve con nosotros», como si hubiese resucitado de entre los muertos. Cuando salieron los tres ancianos, los tres hermanos del barco cacarearon: «¡Thomas, nuestro pobre niño abandonado, nuestro fugitivo, nuestro amiguito maltratado. Bienvenido, entrad y calentaos!».
En ningún otro lugar más que aquí sigue siendo aún él un fugitivo, aún un chiquillo maltratado.
Sus mujeres, sus hijas, sus perros le cubrieron de besos. Dejó al viejo Wykys junto al fuego…; resulta sorprendente lo internacional que es el idioma de los viejos, intercambian consejos sobre ungüentos para los dolores, se compadecen de pequeñas desdichas y analizan los caprichos y las exigencias de sus esposas. El más joven de los hermanos era como siempre el que traducía: imperturbable, incluso cuando los términos eran anatómicos.
Él había salido a beber con los tres hijos de los tres hermanos. «Wat will je?», se burlaban. «¿El negocio del viejo? ¿Su mujer cuando él muera?».
—No —dijo, sorprendiéndose él mismo—. Creo que quiero a su hija.
—¿Joven?
—Una viuda. Bastante joven.
Cuando volvió a Londres, sabía que podía darle la vuelta al negocio. Aunque, de todos modos, necesitaba pensar en la vida cotidiana.
—He visto el surtido —le dijo a Wykys—. He visto las cuentas. Ahora presentadme a los empleados.
Esa era la clave, por supuesto, la llave que abría las puertas del beneficio. Las personas son siempre la clave, y si puedes mirarlas a la cara, puedes llegar a estar bastante seguro de si son honradas y sirven para el trabajo. Él echó al sospechoso encargado (diciéndole que se marchara o recurrirían a la justicia) y lo sustituyó por un joven tartamudo, un muchacho que le habían dicho que era tonto. Solo era tímido; él revisó su trabajo cada noche, indicando sin palabras amablemente cada error y omisión y en cuatro semanas el muchacho era al mismo tiempo competente y agudo, y había empezado a seguirle a todas partes como un perrillo. Cuatro semanas invertidas y unos cuantos días en los muelles, averiguando quién se dejaba sobornar, y, a finales del año, Wykys volvía a tener beneficios.
Wykys salió corriendo después de que le enseñara los números.
—¿Lizzie? —gritó—. ¿Lizzie? Baja.
Ella bajó.
—Necesitas un marido. ¿Te parece bien él?
Ella se quedó parada y lo miró de arriba abajo.
—Bueno, padre. No le habéis elegido por la presencia.
A él, enarcando las cejas, le dijo:
—¿Vos queréis una esposa?
—¿Debo dejaros que lo habléis? —preguntó el anciano Wykys. Parecía desconcertado, como si pensara que debían sentarse a redactar un contrato allí mismo.
Casi lo hicieron. Lizzie deseaba tener hijos; él quería una esposa con relaciones en la ciudad y algo de dinero. Se casaron a las pocas semanas. Gregory nació al cabo de un año. Le sacaron de la cuna, llorando, fuerte, con una hora de vida: le besó el cráneo blando de recién nacido y dijo: seré contigo todo lo tierno que mi padre no fue conmigo. Pues ¿qué sentido tiene engendrar hijos, si cada generación no mejora la anterior?
Así que cuando despierta hoy, temprano, cavilando sobre lo que dijo Liz anoche, se pregunta: ¿por qué ha de preocuparse mi esposa por las mujeres que no tienen hijos? Tal vez sea propio de las mujeres imaginarse cómo es ser otras.
Puede aprenderse de eso, piensa él.
Son las ocho. Liz ya está abajo. Tiene el pelo recogido en un gorro de lino y está remangada.
—Oh, Liz —le dice él, riéndose de ella—. Pareces la mujer de un panadero.
—Cuida tus modales —dice ella—. Mozo de taberna.
Entra Rafe.
—¿Primero a casa del cardenal?
Adónde si no, dice él. Recoge los documentos del día. Da una palmadita a su mujer. Besa a su perra. Sale. Llovizna, pero la mañana está despejando y, antes de llegar a York Place es evidente que el cardenal ha cumplido su palabra. Tiñe el río una luz pálida como pulpa de limón.