(1527)
Stephen Gardiner se dispone a salir cuando entra él. Llueve y hace un calor impropio para una noche de abril, pero Gardiner viste pieles, que parecen plumas negras, densas y aceitosas. Se ha puesto de pie ya, erizándolas, disponiendo sus ropas como las alas de un ángel negro en torno a su persona, alta y recta.
—Tarde… —dice hoscamente el señor Stephen.
Él es afable.
—¿Vos o yo?
—Vos. —Él espera.
—Había borrachos en el río. Los barqueros dicen que es la fiesta de una de sus santas patronas.
—¿Le rezasteis una oración?
—Rezo a quien sea, Stephen, hasta llegar a tierra firme.
—Me sorprende que no cogieseis un remo vos mismo. Debisteis hacer tareas fluviales de muchacho.
Stephen pulsa siempre la misma nota: «Vuestro padre réprobo. Vuestro origen humilde…». Stephen es supuestamente una especie de bastardo semirregio: criado discretamente como hijo propio por personas discretas en una ciudad pequeña. Comerciantes en lanas, cosa que al señor Stephen le incomoda y que quiere olvidar; y, dado que él, por su parte, sabe todo lo que hay que saber del comercio de la lana, sabe demasiado sobre el pasado de Stephen para el gusto de este. ¡El pobre niño huérfano!
Al señor Stephen le incomoda todo sobre su propia situación. Le incomoda ser el primo no reconocido del rey. Le incomoda que le destinaran a la Iglesia, aunque la Iglesia le ha tratado bien. Le incomoda el hecho de que otro converse a altas horas de la noche con el cardenal, del que él es secretario particular. Le incomoda ser uno de esos hombres altos de pecho hundido, sin mucho peso; le incomoda saber que, si se encontrasen una noche oscura, sería el señor Thomas Cromwell quien se alejaría sonriente, sacudiéndose el polvo de las manos.
—Dios os bendiga —dice Gardiner, adentrándose en una noche intempestivamente cálida.
—Gracias —dice Cromwell.
El cardenal, que está escribiendo, dice sin alzar la vista:
—Thomas. ¿Sigue lloviendo? Os esperaba más temprano.
El barquero. El río. La santa. Ha estado viajando desde por la mañana temprano y lleva en la silla casi dos semanas por asuntos del cardenal, y ha bajado ahora por etapas (etapas nada fáciles) desde Yorkshire. Ha estado con sus empleados en Gray’s Inn y ha tomado prestada una muda de ropa. Ha estado en el este de la ciudad, para saber qué barcos han llegado y comprobar qué es de un encargo no consignado que está esperando. Pero no ha comido y no ha ido a casa aún.
El cardenal se levanta. Abre una puerta, habla a los sirvientes que aguardan allí:
—¡Cerezas! ¿Qué? ¿No hay cerezas? ¿En abril, decís? ¿Solo en abril? Nos va a resultar difícil aplacar a mi invitado, entonces —suspira—. Traed lo que tengáis. Pero no valdrá de nada, claro. ¿Por qué estoy tan mal servido?
Luego toda la habitación se pone en movimiento: comida, vino, se aviva el fuego de la chimenea. Un hombre se lleva sus prendas mojadas con un murmullo servicial. Todo el servicio de la casa del cardenal es así: manejable, callado y habituado a disculparse y a soportar burlas. Y a todos los visitantes del cardenal se les trata del mismo modo. Si le hubieses interrumpido cada noche durante diez años y te hubieses sentado, ceñudo y hosco, allí frente a él todas esas noches, aún seguirías siendo su honrado huésped.
Los criados se deslizan, se esfuman camino de la puerta.
—¿Qué otra cosa os gustaría? —dice el cardenal.
—¿Qué saliese el sol?
—¿Tan tarde? Mis poderes no llegan a tanto.
—Los de la aurora sí.
El cardenal inclina la cabeza hacia los criados.
—Atenderé esta petición yo mismo —dice con gravedad; y ellos murmuran y se retiran con gravedad también.
El cardenal junta las manos. Emite un suspiro grande, profundo, risueño, como un leopardo acomodándose en un espacio cálido. Mira a su hombre de negocios; su hombre de negocios le mira a él. El cardenal sigue siendo tan apuesto a los cincuenta y cinco años como en sus años mozos. Esta noche no viste su escarlata habitual, sino un morado oscuro con delicado encaje blanco: como un humilde obispo. Su estatura impresiona; el vientre, que debería en justicia pertenecer a un hombre más sedentario, no es más que otro aspecto principesco de su persona, y deja reposar a menudo en él, confiadamente, una mano grande, blanca, con anillo. La cabeza, que es grande (diseñada sin duda por Dios para sustentar la tiara papal), se asienta soberbiamente sobre unos hombros anchos: hombros sobre los que descansa (aunque no en este momento) la gran cadena de Lord Canciller de Inglaterra. La cabeza se inclina; el cardenal dice, con esos tonos dulces, famosos desde aquí hasta Viena:
—Bueno, contadme cómo os fue en Yorkshire.
—Horroroso todo —se sienta—. El tiempo. La gente. Los modales. Aunque ya estoy hablándole a Dios del tiempo.
—Oh, y la comida. Cinco millas tierra adentro y ningún pescado fresco.
—Y escasas esperanzas de encontrar un limón, supongo. ¿Qué comen?
—Londinenses, cuando pueden conseguirlos. Nunca se han visto paganos como ellos. Son muy altos, frentes bajas. Viven en cuevas, pero pasan por nobles en esas regiones.
Debería ir a verlo él mismo; el cardenal, aunque es arzobispo de York, nunca ha visitado su sede.
—Y en cuanto a los asuntos de Su Eminencia…
—Escucho —dice el cardenal—. Más aún. Estoy cautivado.
La cara del cardenal se arruga en sus pliegues afables perpetuamente atentos mientras escucha. De vez en cuando anota una cifra que se le da. Bebe sorbos de un vaso de su excelente vino y por fin dice:
—Thomas…, ¿qué habéis hecho, servidor monstruoso? ¿Hay una abadesa embarazada? ¿Dos, tres abadesas? O veamos… ¿Habéis prendido fuego a Whitby, por un capricho?
Con su sirviente Cromwell, el cardenal siempre tiene dos chistes, que a veces se unen para formar uno solo. El primero es que llega pidiendo cerezas en abril y lechuga en diciembre. El otro es que anda por el país haciendo tropelías y anotándolas a la cuenta del cardenal. El cardenal hace uso de vez en cuando de algunos chistes más, cuando los necesita.
Son las diez, más o menos. Las llamas de las velas de cera se inclinan, corteses, hacia el cardenal y se enderezan de nuevo. La lluvia (ha estado lloviendo desde finales de septiembre) resuena en los cristales de la ventana.
—En Yorkshire —dice él— no les gusta vuestro proyecto.
El proyecto del cardenal: tras obtener el permiso del papa, se propone fusionar unas treinta fundaciones monásticas pequeñas mal dirigidas con otras más grandes y subvencionar con los ingresos de estas últimas (en decadencia, pero muchas de ellas muy antiguas) los dos colegios que está creando: el Colegio del Cardenal, en Oxford, y otro en su ciudad natal de Ipswich, donde se le recuerda bien como el estudioso hijo de un próspero y devoto maestro carnicero, miembro destacado del gremio, propietario además de una posada grande y bien regida, de las que frecuentan los mejores viajeros. La dificultad estriba… No, en realidad, hay varias dificultades. El cardenal, que se licenció en artes a los quince años, en teología a la mitad de la veintena, tiene un conocimiento general de las leyes, pero no soporta sus dilaciones; no puede aceptar que una propiedad real no se pueda convertir en dinero con la misma velocidad y facilidad con la que una oblea se convierte en el cuerpo de Cristo. Cuando él le explicó una vez, a modo de prueba, una cuestión secundaria de la ley de la tierra sobre…, bueno, da igual, era solo una cuestión secundaria…, vio que el cardenal empezaba a sudar y decía: Thomas, ¿qué puedo daros yo para persuadiros de que no volváis nunca a mencionarme eso? Hallad un medio, hacedlo, decía cuando surgían impedimentos. Y cuando se enteraba de que alguien de poca talla obstaculizaba su grandioso plan, decía: Thomas, dadles algo de dinero para que se callen.
Él dispone de tiempo para pensar en todo esto porque el cardenal mira fijamente una carta a medio escribir que hay en su escritorio. Por fin alza la vista.
—Tom… —Y luego—: No, no importa. Explicadme por qué fruncís el ceño de ese modo.
—La gente de allá arriba dice que va a matarme.
—¿De veras? —exclama el cardenal; su rostro dice: estoy asombrado y decepcionado—. ¿Y lo harán? ¿Qué pensáis?
Un tapiz cubre toda la pared detrás del cardenal. El rey Salomón recibe a la reina de Saba con las manos extendidas en la oscuridad.
—Yo pienso que, si vas a matar a un hombre, lo haces. No le escribes una carta para contárselo. No bravuconeas ni amenazas ni le pones en guardia.
—Si os proponéis alguna vez bajar la guardia, comunicádmelo. Es algo que me gustaría ver. No abandonaré mi proyecto. He elegido personal y cuidadosamente esas instituciones, y Su Santidad lo ha aprobado con su sello. Los que se oponen no comprenden mi intención. Nadie pretende arrojar a los caminos a los monjes viejos.
Esto es verdad. Puede haber reubicación; puede haber pensiones, compensaciones. Se puede negociar, con buena voluntad por ambas partes. Hay que inclinarse ante lo inevitable, insta. Hay que respetar a Su Eminencia. Hay que considerar su entrega vigilante y paternal; que sus ojos atentos siempre miran por el bien último de la Iglesia. Esas son las frases para negociar. Pobreza, castidad y obediencia: eso es lo que hay que destacar cuando se explica a algún prior senil lo que hay que hacer.
—No es que no lo comprendan —dice él—. Es solo que quieren esos ingresos para ellos.
—Tendréis que llevar una guardia armada la próxima vez que vayáis al norte.
El cardenal, que piensa en el fin último de todo cristiano, ha hecho ya que proyecte su tumba un escultor de Florencia. Su cadáver reposará bajo las alas extendidas de unos ángeles, en un sarcófago de pórfido. Esa piedra de vetas como venas será su monumento, después de que el embalsamador haya drenado sus propias venas; cuando sus miembros estén asentados como mármol, una inscripción resaltará en oro sus virtudes. Pero los colegios han de ser su monumento vivo, que ha de existir y perdurar mucho después de que él haya muerto: muchachos pobres, hombres de letras pobres, transmitirán al mundo el ingenio del cardenal, su sensibilidad para lo maravilloso y lo bello, su instinto para el decoro y el placer, su delicadeza. No tiene nada de extraño que asienta con la cabeza. No es frecuente que tenga que proporcionarse una guardia armada a un abogado. El cardenal detesta cualquier exhibición de fuerza. La considera una falta de sutileza. A veces, uno de los suyos (por ejemplo, Stephen Gardiner) acude a él denunciando algún nido de herejes en la ciudad. Él dice, compasivo: «Pobres almas descarriadas. Rezad por ellos, Stephen, y rezaré por ellos yo también, a ver si entre los dos podemos infundirles una mejor disposición. Y decidles que se enmienden, o se ocupará de ellos Thomas Moro y los encerrará en sus sótanos. Y no oiremos ya más que alaridos».
—Por cierto, Thomas —alza la vista—. ¿Sabéis algo de español?
—Un poco. Militar, claro. Tosco.
—Tenía entendido que habíais servido en los ejércitos españoles.
—Franceses.
—Ah. Ya veo. ¿Y no fraternizasteis?
—Solo hasta cierto punto. Sé insultar a la gente en castellano.
—Lo tendré en cuenta —dice el cardenal—. Puede que llegue vuestra hora. De momento… estaba pensando que sería conveniente tener más amigos en casa de la reina.
Quiere decir espías. Para ver cómo se toma ella las noticias. Para ver qué dirá la reina Catalina, en privado y sin trabas, cuando se desprenda del corsé del latín diplomático en que se le dirá que al rey (después de haber pasado unos veinte años juntos) le gustaría casarse con otra dama. Cualquier dama. Cualquier princesa bien relacionada que a él le parezca que podría darle un hijo.
El cardenal apoya la barbilla en la mano; se frota los ojos con el índice y el pulgar.
—Me llamó el rey esta mañana —dice—, excepcionalmente temprano.
—¿Qué quería?
—Compasión. Y a tales horas. Oí con él la misa del alba y me lo contó todo. Quiero al rey. Dios sabe bien cuánto le quiero. Pero a veces mi capacidad de compasión se ve forzada. —Alza su vaso, mira por el borde—. Imaginad, Tom. Imaginadlo. Tenéis unos treinta y cinco años. Gozáis de buena salud y de un voraz apetito, aliviáis el vientre a diario, contáis con unas articulaciones flexibles, unos huesos que os sostienen bien y además de todo eso sois rey de Inglaterra. Pero —mueve la cabeza—. ¡Pero! Si al menos deseaseis algo sencillo. La piedra filosofal. El elixir de la juventud. Uno de esos cofres que aparecen en los cuentos, llenos de monedas de oro.
—¿Y que cuando los vacías vuelven a llenarse solos?
—Exactamente. Pues bien, confío en conseguir el tesoro y el elixir y todo lo demás. Pero ¿dónde podré buscarle un hijo que gobierne su reino después de él?
Detrás del cardenal, levemente agitado por una corriente de aire, el rey Salomón se inclina, el rostro oscurecido. La reina de Saba (sonriente, ágil de pies) le recuerda a la joven viuda con la que se alojó en Amberes. ¿Debería haberse casado con ella, dado que habían compartido una cama? En justicia, sí. Pero si se hubiese casado con Anselma no podría haberse casado con Liz; y sus hijos habrían sido unos hijos distintos de los que tiene ahora.
—Si no podéis buscarle un hijo —dice—, debéis buscarle una frase de las Escrituras que le levante el ánimo.
El cardenal parece estar buscándola en su escritorio.
—Bueno, el Deuteronomio. Que recomienda positivamente que un hombre debería casarse con la esposa de su difunto hermano. Como hizo él. —El cardenal suspira—. Pero a él no le gusta el Deuteronomio.
Inútil decir por qué no. Inútil sugerir que, si el Deuteronomio te ordena que te cases con la viuda de tu hermano, y el Levítico dice que no lo hagas, porque no engendrarás, deberías intentar vivir con la contradicción, y aceptar que el asunto de cuál de los dos tiene prioridad ya lo resolvieron en Roma, a cambio de unos honorarios sustanciosos, distinguidos prelados, veinte años atrás, cuando se emitieron las dispensas y se entregaron con el sello papal.
No entiendo por qué se toma el Levítico tan a pecho. Tiene ya una hija.
—Pero creo que en las Escrituras se considera en general que «hijos» significa «varones».
El cardenal lo justifica remitiéndose al hebreo; su voz es suave, arrulladora. Le encanta instruir cuando existe voluntad de dejarse instruir. Hace ya algunos años que se conocen y, pese a la elevada condición del cardenal, entre ellos se ha esfumado el formalismo.
—Yo tengo un hijo —dice—. Pero ya lo sabéis, claro. Dios me perdone. Una debilidad de la carne.
El hijo del cardenal (Thomas Winter, le llaman) parece inclinado al estudio y a la vida tranquila, aunque su padre tenga otras ideas. El cardenal tiene también una hija, una joven a la que nadie ha visto. Le puso, bastante significativamente, el nombre de Dorotea, regalo de Dios; está ya instalada en un convento, donde rezará por sus padres.
—Y vos tenéis un hijo —dice el cardenal—. O debería decir que tenéis solo un hijo al que dar vuestro nombre. Porque sospecho que hay algunos más de los que no tenéis conocimiento, andando por ahí, por las orillas del Támesis…
—Espero que no. Solo tenía quince años cuando me escapé.
A Wolsey le divierte que él no sepa la edad que tiene. El cardenal atisba a través de las capas de la sociedad hasta un estrato muy por debajo del suyo, como hijo bien alimentado de un carnicero; hasta el lugar donde su sirviente nació, un día desconocido, en la profunda oscuridad. Seguro que su padre estaba borracho ese día; y su madre, naturalmente, atribulada. Kat le asignó una fecha; y le está agradecido por ello.
—Bueno, quince… —dice el cardenal—. Pero supongo que a los quince podíais, ¿no? Yo sé que podía. En fin, yo tengo un hijo, el barquero del río tiene un hijo, el mendigo de la calle tiene un hijo, vuestros presuntos asesinos de Yorkshire sin duda tienen hijos que jurarán perseguiros en la generación siguiente, y ya hemos aceptado que vos mismo habéis engendrado una tribu de ribereños pendencieros… y, sin embargo, el rey es el único que no tiene ningún hijo. ¿Quién es culpable de tal hecho?
—¿Dios?
—¿Más cerca que Dios?
—¿La reina?
—¿Más responsable de todo que la reina?
Él no puede evitar una amplia sonrisa.
—¿Vos mismo, Su Eminencia?
—Yo mismo, Mi Eminencia. ¿Qué voy a hacer al respecto? Os diré lo que podría hacer. Podría enviar al señor Stephen a Roma para sondear a la Curia. Pero el caso es que lo necesito aquí…
Wolsey observa su expresión, y se ríe. ¡Subalternos enfrentados! Él sabe mucho de eso, descontentos de sus padres originales luchan por ser el hijo predilecto.
—Penséis lo que penséis del señor Stephen, está muy versado en derecho canónico, y es muy persuasivo, salvo cuando intenta persuadiros a vos. Veréis…
Se interrumpe; se inclina hacia delante, apoya la cabeza de león en las manos, la cabeza que habría ostentado la tiara papal si en la última elección se hubiese pagado el dinero preciso a la gente adecuada.
—Le he suplicado —dice el cardenal—. Thomas, me hinqué de rodillas y desde esa humilde posición intenté disuadirle. Majestad, dije, guiaos por mí. Nada se conseguirá si intentáis libraros de vuestra esposa, solo muchos gastos y muchos problemas.
—¿Y qué dijo él?…
—Levantó un dedo. A modo de aviso. «Nunca —dijo— llaméis a esa dama querida mi esposa, mientras no podáis demostrarme por qué lo es, y cómo puede ser así. Hasta entonces, llamadla mi hermana querida. Puesto que fue, no cabe duda alguna, esposa de mi hermano, antes de pasar por una forma de matrimonio conmigo».
Nunca sacaréis a Wolsey una palabra desleal con el rey.
—Lo cual es —dice—, es… —duda con la palabra—, es en mi opinión… absurdo. Aunque mi opinión no sale de esta habitación, por supuesto. Oh, no lo dudéis, los hubo que enarcaron las cejas en su momento por la dispensa. Y hubo año tras año personas que murmuraban en los oídos del rey; él no escuchaba, aunque ahora deba creer que sí. Pero ¿sabéis?, el rey era el más sumiso de los hombres como marido. Se borraron todas las dudas.
Apoya una mano en el escritorio con suave firmeza.
—Se borraron completamente.
Pero lo que deseaba ahora Enrique era evidente. La anulación. La declaración de que su matrimonio nunca había existido.
—Ha vivido dieciocho años en el error —dice el cardenal—. Le ha dicho a su confesor que tiene que expiar dieciocho años de pecado.
Espera alguna pequeña reacción gratificante. Su servidor se limita a mirarle, dando por supuesto que el secreto de confesión se viola a conveniencia del cardenal.
—Así que si enviáis al señor Stephen a Roma —dice él—, se dará al capricho del rey, si se me permite decirlo…
El cardenal asiente: podéis llamarlo así.
—… ¿difusión internacional?
—El señor Stephen debe ir discretamente. Digamos que para una bendición papal.
—No sabéis lo que es Roma.
Wolsey no puede contradecirle. Nunca ha sentido ese frío en la nuca que te hace mirar por encima del hombro cuando dejas atrás la luz dorada del Tíber y te adentras en una gran zona de sombras. Junto a alguna columna caída, junto a una sobria ruina, aguardan los ladrones de la integridad, una querida de obispo, un sobrino del sobrino, un adinerado seductor de turbio aliento; él se considera afortunado a veces por haber podido escapar de aquella ciudad con el alma intacta.
—Hablando claro —explica él—, los espías del papa sabrán lo que Stephen se propone antes de que termine de hacer el equipaje, y cardenales y secretarios tendrán tiempo para fijar sus precios. Si le enviáis a él, dadle una gran cantidad de dinero en metálico. Esos cardenales no aceptan promesas; lo que les gusta de verdad es una bolsa de oro para aplacar a sus banqueros, porque la mayoría de ellos han agotado el crédito —se encoge de hombros—. Lo sé muy bien.
—Debería enviaros a vos —dice jovialmente el cardenal—. Podríais ofrecerle un préstamo al papa Clemente.
¿Por qué no? Él conoce los mercados del dinero; probablemente se pudiese arreglar. Si él fuese Clemente, contraería cuantiosas deudas este año para poder contratar tropas que asegurasen sus fronteras territoriales. Probablemente sea ya demasiado tarde; para las operaciones militares del periodo estival hay que empezar a reclutar por la Candelaria.
—¿Por qué no iniciáis este asunto del rey en vuestra propia jurisdicción? Hacedle dar los primeros pasos aquí, y así verá si de verdad quiere lo que dice.
—Esa es mi intención. Me propongo convocar un pequeño tribunal aquí, en Londres. Le abordaremos de una forma alarmante: «Rey Enrique, parecéis haber vivido todos estos años de forma ilícita con una mujer que no era vuestra esposa». Él detesta (lo digo con el debido respeto) figurar en el lado malo: que es donde debemos ponerle, con toda firmeza. Es posible que olvide que las primeras dudas partieron de él. Es posible que nos grite y que le dé un ataque de indignación contra la reina. Si no es así, debo conseguir luego una revocación de la dispensa, aquí o en Roma, y si logro separarle de Catalina le casaré, hábilmente, con una princesa francesa.
Huelga preguntar si el cardenal ha pensado en alguna princesa concreta. No ha pensado en una sino en dos o tres. Él nunca vive solo en una realidad, sino en una red imprecisa y sombría de opciones diplomáticas. Mientras hace cuanto puede por mantener al rey casado con la reina Catalina y su familia imperial española, pidiendo a Enrique que olvide sus escrúpulos, planea también un mundo alternativo, en el que se tengan en cuenta los escrúpulos del rey y el matrimonio con Catalina no sea válido. Una vez que se haya reconocido su nulidad (y queden borrados los casi dieciocho años de pecado y sufrimiento), reajustará el equilibrio de Europa, aliando a Inglaterra con Francia, formando un bloque de poder que pueda oponerse al joven emperador Carlos, sobrino de Catalina. Y todos los desenlaces son posibles, todos pueden manejarse, e incluso manipularse hasta que resulten deseables: oración y presión, presión y oración, lo que ha de pasar, pasará por designio divino, un designio reenfocado y rediseñado mediante útiles enmiendas por el cardenal. Al principio solía decir: «El rey hará esto y aquello». Luego empezó a decir: «Haremos esto y aquello». Ahora dice: «Esto es lo que haré».
—¿Pero qué pasará con la reina? —pregunta él—. ¿Adónde irá si la echamos?
—Los conventos pueden ser cómodos.
—Tal vez vuelva a su país, a España.
—No, no lo creo. Ya no es el mismo país. Hace… ¿cuántos años? Veintisiete. Hace veintisiete años que llegó a Inglaterra. —El cardenal suspira—. Recuerdo su llegada. Como sabéis, a causa del mal tiempo ella había estado días y días en el Canal soportando los embates del oleaje. El viejo rey bajó hasta allí decidido a conocerla. Ella estaba entonces en Dogmersfield, en el palacio del obispo de Bath, venía ya camino de Londres; era el mes de noviembre y llovía, claro. Cuando llegó el rey, los miembros del séquito de la princesa se atuvieron a sus costumbres españolas: la princesa debe mantenerse velada, hasta que la vea su marido el día de la boda. ¡Pero ya sabéis cómo era el viejo rey!
Él no lo sabía, por supuesto; él había nacido más o menos en la época en que el viejo rey, toda su vida un renegado y un refugiado, luchaba por conseguir elevarse hasta un trono incierto. Wolsey habla como si él mismo hubiese sido testigo de todo, testigo ocular, y lo ha sido, en cierto modo, pues el pasado reciente solo se estructura de acuerdo con las pautas que acepta su mente superior y que le resultan gratas. Sonríe.
—El viejo rey recelaba de todo en sus últimos años, hasta de lo más insignificante. Simuló aminorar el paso para conferenciar con su séquito y luego saltó de la silla (todavía era un hombre enjuto) y dijo a los españoles en la cara que la vería porque si no… Es mi reino y son mis leyes, dijo; aquí no admitiremos ninguna clase de velos. ¿Por qué no debo verla, se me ha engañado, es deforme, acaso pretendéis casar a mi hijo con un monstruo?
Thomas piensa que el rey estaba siendo innecesariamente galés.
—Mientras tanto, sus damas habían metido en la cama a aquella pobre criatura; o dijeron que lo habían hecho, porque pensaron que en la cama estaría segura contra él. Pero fue en vano. El rey Enrique recorrió los aposentos como si tuviese el propósito de arrancar las ropas de la cama. Las mujeres la taparon para preservar una cierta decencia. Él irrumpió en la cámara. Al verla, se le olvidó el latín. Tartamudeó y retrocedió como un muchacho, se le trabó la lengua. —El cardenal ríe entre dientes—. Y luego, cuando ella bailó por primera vez en la corte…, nuestro pobre príncipe Arturo estaba sentado en el estrado, sonriente, pero aquella muchachita no era capaz de estarse quieta sentada en su asiento…, nadie conocía las danzas españolas, así que salió ella a bailar con una de sus damas. Nunca olvidaré aquel giro de su cabeza, el momento en que su hermoso cabello pelirrojo se le deslizó sobre un hombro. No había ningún hombre que lo viese que no imaginase…, aunque la danza era en realidad muy seria… Ay, querido. Ella tenía dieciséis años.
El cardenal mira al vacío y Thomas dice:
—¿Dios os perdonó?
—Dios nos perdona a todos. El viejo rey tenía que acusarse constantemente de lujuria en confesión. Murió el príncipe Arturo, y, al poco tiempo, murió la reina, y cuando el viejo rey se encontró viudo, pensó que él mismo podría casarse con Catalina. Pero entonces… —alza sus hombros principescos—. No pudieron ponerse de acuerdo con la dote. Fernando, el padre de ella, era un viejo zorro. Capaz de embaucar a cualquiera en cuestión de deudas pendientes. Pero nuestro actual rey Enrique era un niño de diez años cuando bailó en la boda de su hermano, y tengo para mí que fue allí, entonces, cuando su corazón se prendó de la novia.
Ambos guardan silencio, pensativos. Es triste, los dos saben que es triste. El viejo rey manteniéndola aislada, sin dejarla salir del reino y en la pobreza, decidido a no perder la parte de la dote que según él, aún se le debía, e igual de decidido a no pagarle a ella su parte como viuda y dejarla irse. Y también es interesante considerar los numerosos contactos diplomáticos que estableció la muchachita en aquellos años, la habilidad que demostró en el juego de enfrentar unos intereses con otros. Enrique tenía dieciocho años cuando se casó con ella; era un alma cándida. En cuanto murió su padre, reclamó para sí a Catalina. Ella era mayor que él, y los años de angustia la habían serenado y se habían llevado parte de su belleza. Pero la mujer real era menos radiante que la visión que él tenía en su mente; él ansiaba lo que su hermano mayor había poseído. Volvió a sentir aquel leve temblor de la mano de ella que había sentido cuando era un niño de diez años y se la había apoyado en el brazo. Era como si se hubiese confiado a él, como si (así se lo contó a sus amigos íntimos) hubiese reconocido que nunca había estado destinada a ser la esposa de Arturo, solo nominalmente; su cuerpo estaba reservado para él, el hijo segundo, hacia el que dirigía sus bellos ojos, de un gris azulado, su sonrisa complaciente. Ella siempre me amó a mí, decía el rey. Unos siete años de diplomacia, si puede llamarse así, me mantuvieron alejado de ella. Pero ya no he de temer a nadie. Roma ha emitido la dispensa. Los documentos están en orden. Las fianzas están acordadas. Me he casado con una virgen, ya que mi pobre hermano no la tocó; me he casado con una alianza, la de sus parientes españoles; pero, sobre todo, me he casado por amor.
¿Y ahora? Ese amor está muerto. O prácticamente muerto: media vida esperando a ser impugnado, borrado del registro.
—Bueno, en fin —dice el cardenal—. ¿Cuál será el desenlace? El rey espera ganar la partida, pero no será fácil conseguir que ella ceda.
Hay otra historia sobre Catalina, una historia diferente. Enrique fue a Francia a librar una pequeña guerra; dejó a Catalina como regente. Vinieron entonces los escoceses. Fueron derrotados y se le cortó la cabeza a su rey en Flodden. Y Catalina, ese ángel blanco y rosa, propuso enviar la cabeza en una bolsa en el primer barco que cruzase el Canal para que alegrara a su marido en su campamento. La disuadieron; le explicaron que era, como gesto, antiinglés. Envió en su lugar una carta. Y con ella, el ropón con el que había muerto el rey escocés, que estaba tieso, negro y crujiente de su sangre.
El fuego agoniza, solo queda ya un tronco ceniciento; el cardenal, envuelto en sus sueños, se levanta de la silla y lo apaga a pisotones. Se queda allí, con la vista baja, ensimismado, dando vueltas a los anillos de sus dedos. Hasta que finalmente sale de su ensueño y dice:
—Un día largo. Volved a casa. Y no soñéis con la gente de York.
Thomas Cromwell ya tiene más de cuarenta años. Es un hombre de constitución fuerte, aunque no alto. Su rostro dispone de varias expresiones, y una es legible: una expresión de alegría contenida. Tiene el pelo oscuro, tupido y ondulado, y unos ojos pequeños, de mirada muy penetrante, que se iluminan en la conversación: eso nos contará muy pronto el embajador español. Se dice de él que sabe de memoria el Nuevo Testamento en latín, y que gracias a ello tiene siempre a su disposición como sirviente del cardenal una cita oportuna cuando los abades titubean. Habla con gravedad y rapidez, sus modales indican seguridad; se siente en casa en la sala de un tribunal y en un muelle, en el palacio del obispo y en el patio de una posada. Sabe redactar un contrato, adiestrar un halcón, trazar un mapa, detener una pelea callejera, amueblar una casa y encandilar a un jurado. Sabe emplear citas alusivas de los autores de la Antigüedad, desde Platón a Plauto y viceversa. Conoce la nueva poesía y puede recitarla en italiano. Trabaja todas las horas del día, desde que se levanta hasta que se acuesta. Gana dinero y lo gasta. Acepta toda clase de apuestas.
Se levanta para irse, dice:
—Si hablaseis con Dios y saliese el sol, el rey podría salir a cabalgar con sus gentilhombres, y no se sentiría tan preocupado y agobiado, se animaría y tal vez dejase de pensar en el Levítico y os complicase menos la vida.
—Solo le comprendéis parcialmente. Él disfruta con la teología casi tanto como cabalgando.
Él está ya en la puerta.
—Por cierto —dice Wolsey—, en la corte se habla… Su Excelencia el duque de Norfolk anda quejándose de que yo he invocado un espíritu maligno y le he dado instrucciones para que le siga por ahí. Si alguien os lo menciona…, limitaos a negarlo.
Él se queda parado en la puerta, sonriendo parsimoniosamente. El cardenal sonríe también, como diciendo: he reservado el buen vino hasta el final. ¿Verdad que sé complaceros? Luego baja la cabeza hacia sus papeles. Es un hombre entregado al servicio de Inglaterra y apenas necesita dormir; cuatro horas le bastan para reponer fuerzas, y estará levantado cuando las campanas de Westminster anuncien otro día de abril de lluvia, humo y oscuridad.
—Buenas noches —dice—. Dios os bendiga, Tom.
La gente de Thomas Cromwell espera fuera con luces para acompañarle a casa. Tiene una casa en Stepney, pero esta noche irá a la que tiene en la ciudad. Una mano se posa en su brazo: Rafe Sadler, un joven frágil de ojos claros.
—¿Qué tal en Yorkshire?
La sonrisa de Rafe tiembla, el viento agita la llama de la antorcha y la convierte en una mancha lluviosa.
—No debo hablar de ello; el cardenal teme que nos dé malos sueños.
Rafe frunce el ceño. Él no ha tenido nunca un mal sueño en sus veintiún años de vida; ha dormido seguro bajo el techo de Cromwell desde los siete, primero en Fenchurch Street y ahora en Austin Friars, ha crecido con una mente limpia, y sus preocupaciones nocturnas son todas racionales: ladrones, perros sueltos, hoyos inesperados en el camino.
—El duque de Norfolk… —dice él; y luego—: Nada, no importa. ¿Quién ha preguntado por mí mientras he estado fuera?
Las calles mojadas están desiertas; sube la niebla del río. Las nubes y la lluvia sofocan las estrellas. Se extiende sobre la ciudad el aroma dulzón y putrefacto de los pecados olvidados de ayer. Norfolk está al lado de su cama, de rodillas, le castañetean los dientes; la pluma trasnochadora del cardenal rasca y rasca, como una rata bajo su colchón. Mientras Rafe, a su lado, le explica las novedades del despacho, él redacta su desmentido, dirigido a quien pueda interesar: «Su Eminencia el cardenal rechaza totalmente cualquier imputación de que haya enviado un espíritu maligno al duque de Norfolk. Desaprueba tal sugerencia en los términos más firmes posibles. Ningún ternero sin cabeza, ningún ángel caído en forma de perro con la lengua fuera, ningún sudario usado arrastrándose, ningún Lázaro ni cadáver animado ha sido enviado por Su Eminencia para perseguir a Su Excelencia, ni hay prevista persecución alguna de tal género».
Alguien grita en los muelles. Los barqueros cantan. Se oye un chapoteo apagado a lo lejos; tal vez estén ahogando a alguien. «Mi señor el cardenal hace esta declaración sin perjuicio de su derecho a acosar y atormentar a mi señor de Norfolk por medio de cualquier fantasma que pueda elegir en su sabiduría: en cualquier fecha futura y sin notificarlo: todo ello a tenor del criterio del cardenal sobre el asunto».
Este tiempo hace que duelan las viejas heridas. Pero él entra en su casa como si fuese mediodía: sonriendo e imaginando al duque tembloroso. Es la una. Norfolk, en su pensamiento, aún sigue arrodillado. Un diablillo de rostro negro le pincha los talones callosos con un tridente.