4

Cuando Arkady despertó, la nieve volaba horizontalmente junto a la ventana; parecía como si el cuarto estuviera girando sobre su eje. Wesley, George y Ray estaban de pie junto a la cama. Todos llevaban abrigos gruesos. La silla que había puesto contra la puerta estaba tirada en el suelo. Ray llevaba una maleta y George empuñaba una pistola. Irina se despertó y se cubrió con la sábana.

—¿Qué quieren? —preguntó Arkady.

—Vístanse —dijo Wesley—. Nos vamos.

—¿Adonde?

—Hoy es el día —dijo Wesley.

—Se supone que es mañana cuando tendrá lugar la transacción de Osborne —protestó Arkady.

—Fue adelantada. Se efectuará inmediatamente —dijo Wesley.

—Pero se suponía que tendría lugar mañana —repitió Arkady.

—Se cambió la fecha.

—¿Qué importa, Arkasha? —Irina se sentó, cubriéndose con la sábana—. Hoy podemos ser libres.

—Ya están libres. Sólo hagan lo que digo —le dijo Wesley.

—¿Nos llevan con Osborne? —preguntó Arkady.

—¿No es eso lo que quieren?

—Salgan de la cama —dijo George.

—Déjenos solos para que podamos vestirnos —dijo Arkady.

—No —intervino Wesley—, debemos asegurarnos de que no esconden nada.

—Ella no se levantará estando ustedes aquí —dijo Arkady.

—Lo mataré si no lo hace. —George apuntó la pistola a Arkady.

—Está bien. —Irina tomó de la mano a Arkady cuando éste empezaba a moverse.

—Es una medida de precaución —dijo Wesley.

—Aquí tengo su nueva ropa. —Ray abrió la maleta que estaba al pie de la cama.

Había un juego completo de ropa para cada uno de ellos.

—¿De qué tamaño son las pelotas de un agente de la KGB? —preguntó George a Arkady.

Irina se levantó desnuda, mirando a Arkady. Se situó frente a la ventana y lentamente dio una vuelta completa, con los brazos separados de su cuerpo.

—Yo no soy de la KGB —insistió Arkady.

—Creo que encontrará que las tallas son las adecuadas —dijo Ray a Irina.

—¿Camarada Renko? —Wesley hizo señas a Arkady para que saliera de la cama.

Arkady se puso en pie con la mirada fija en Irina. Si tuvo alguna gordura la había perdido en manos de los médicos; la vida en el campo con Pribluda había añadido músculo. George apuntó el revólver de cañón corto a la mitad de la cicatriz que comenzaba en las costillas de Arkady y desaparecía en su vello púbico.

—¿Me va a matar ahora y acabar de una vez? —preguntó Arkady.

—De esta manera no tenemos que preocuparnos de que escondan algo en sus otras ropas y zapatos —explicó Wesley—. Así se facilitan las cosas para todos.

Irina se vistió, actuando como si en el cuarto sólo estuvieran ella y Arkady.

—Yo también estoy nervioso —le dijo Wesley a Arkady.

Había ropa interior, sostén, blusa, pantalones holgados, jersey, calcetines, zapatos y una parka para Irina; para Arkady, ropa interior, camisa, pantalones, jersey, calcetines, zapatos y una parka.

—Es nuestra primera nieve en Estados Unidos —dijo Irina.

Las prendas les quedaban bien, como había dicho Ray. Cuando Arkady iba a ponerse su reloj, Wesley le dio otro nuevo.

—Son exactamente las seis y cuarenta y cinco. —Wesley mismo colocó el reloj en la muñeca de Arkady—. Es hora de irnos.

—Me gustaría cepillarme el cabello —dijo Irina.

—Aquí tiene. —Ray le dio su peine.

—¿Adonde vamos? —preguntó Arkady.

—Ya lo verá, pronto estaremos allí —contestó Wesley.

¿Habría encontrado Kirwill ya las cebellinas?, se preguntó Arkady. ¿Cómo podría hallar algo en medio de tanta nieve?

—Quiero dejar un mensaje para el teniente Kirwill —dijo.

—Bien. Démelo —contestó Wesley.

—Quiero decir que deseo llamarlo, hablar con él.

—Diantres, me parece que eso complicaría las cosas, considerando especialmente lo ocurrido anoche —dijo Wesley—. No querrá estropearlo todo.

—¿Qué importa, Arkasha? —intervino Irina—. Ya somos libres.

—La señora tiene toda la razón —dijo George, que guardó su pistola para probarlo.

Ray ayudó a Arkady a ponerse la parka.

—No hay guantes. —Buscó en los bolsillos—. Olvidaron los guantes.

Los agentes quedaron momentáneamente confundidos.

—Puede comprar después —prometió Wesley.

—¿Después de qué? —preguntó Arkady.

—Ya es hora de irnos —dijo Wesley.

Los copos pequeños y duros de la noche anterior eran ahora esponjosos y húmedos. En Moscú ya habría batallones de ancianas barriendo las calles. Arkady e Irina se acomodaron en el asiento trasero de un sedán de dos puertas, junto a George. Wesley y Ray, que conducía, quedaron delante.

La tormenta producía una confusión humeante: camiones recolectores de basura dotados de recolectores de nieve circulaban frente a un desfile de fanales encendidos; los policías agitaban bastones anaranjados; los postes del alumbrado habían quedado reducidos a siluetas. El tráfico era penosamente lento, entre crujir de neumáticos; los peatones caminaban inclinados. Los cristales del coche se habían empañado; era la proximidad de abrigos gruesos. Para llegar a la puerta, Arkady hubiera tenido que pasar por encima de Wesley; George con su pistola estaba al otro lado de Irina.

—¿Cigarrillos? —Wesley le ofreció un paquete a Arkady.

Su rostro mostraba un infantil sonrojo de excitación.

—Pensé que no fumaba —comentó Arkady.

—No fumo. Son para usted —dijo Wesley.

—Gracias, no.

—Se desperdiciarán si no los aprovecha. —Wesley parecía frustrado.

Airado, George tomó los cigarrillos.

Viajaron por el West Side, por debajo de una autopista elevada que los protegía en parte de la nieve. Entre los muelles surgían de pronto unos barcos.

—¿Adonde fueron usted y Kirwill anoche? —preguntó Wesley.

—¿Es por eso que lo hacemos hoy en lugar de mañana? —preguntó Arkady a su vez.

—Kirwill es un hombre tan peligroso que me sorprende que todavía esté vivo —dijo Wesley, quien repitió a Irina—: Me sorprende que esté vivo todavía.

Irina tomó la mano de Arkady. Ocasionalmente la nieve se filtraba por los grandes espacios vacíos de la autopista, y ella se apoyaba en él como si viajaran en trineo.

Bajo su parka Arkady sentía tiesa su camisa nueva, como las zapatillas que ponen a los difuntos. Recordó que los verdugos ofrecen cigarrillos a sus víctimas; lo que olvidaban eran los guantes.

¿Debía contarle lo sucedido a Irina?, se preguntó. Recordó lo que ella le había contado del padre de Kostia, el miserable que perseguía a los fugitivos de Siberia; ese cazador de hombres se hacía pasar por trampero y fingía amistad a un prófugo, compartía con él una comida caliente y una botella de vodka, y mientras el otro dormitaba con su cabeza llena de sueños, el falso amigo lo degollaba. Arkady recordó que Irina aprobaba esa conducta, porque consideraba que era mejor morir con la ilusión de haber alcanzado la libertad que sin nada en absoluto. ¿Qué podía ser más cruel que quitarle a uno hasta eso?

¿Y si él estaba equivocado? ¿Si Osborne realmente los iba a cambiar por sus cebellinas? ¡Por un momento pudo engañarse a sí mismo!

Osborne se encargaría de la ejecución, decidió Arkady. Eso sería limpio y honesto, y los agentes eran sujetos limpios y honestos. ¿Pretenderían que Arkady e Irina eran ladrones? ¿O agentes enemigos? ¿O extorsionistas? No importaba. Osborne era un experto en esta clase de trabajo. En comparación con él, Wesley era un novato.

La autopista elevada quedó a la zaga y el cielo se abrió ante ellos, vertiendo su nieve lechosa. Irina apretó emocionada la mano de Arkady. Era tan hermosa que él se sentía estúpidamente orgulloso.

Quizás ocurriera algo; quizás el coche seguiría viajando para siempre. Entonces recordó el transmisor que tenía Kirwill en el cuarto del hotel. Tal vez Billy y Rodney habían oído todo lo sucedido y los seguían en otro coche. Se le ocurrió que Kirwill y Rats habían proyectado cruzar el arroyo en una barca pequeña. No podrían haber hecho eso con ese tiempo. Si Kirwill había desistido, quizás estuviera con Billy y Rodney.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Irina.

—Descubrí que padezco una enfermedad incurable —contestó Arkady.

—Parece interesante —dijo Wesley—. ¿Qué es?

—La esperanza.

—Eso pensé —concluyó Wesley.

El coche se detuvo y Ray compró un boleto en una caseta situada frente a un edificio verde que ponía departamento de marina y aviación. Arkady podía ver, a través del fondo del edificio, el agua negra de la bahía. Habían llegado al final de Manhattan. A un lado había una vieja estación de transbordador, cuyas graciosas columnas de hierro colado destacaban en la nieve. Detrás de ellos llegó un coche. Lo conducía una mujer que se cubrió el rostro con un periódico; en la otra mano sostenía una taza de café y un cigarrillo.

—¿Qué harán si no dejan salir los transbordadores? —preguntó Arkady.

—Si hay huracán, habrá dificultades en las gradas. La nieve nunca detiene a los transbordadores —dijo Wesley—. Llegamos a tiempo.

Más pronto y más rápido de lo esperado por Arkady, un transbordador se puso paralelo al edificio. Se abrieron las rejas y surgieron trabajadores llevando paraguas y portafolios, tratando de abrirse paso entre la nieve mientras eludían los coches que arrancaban. Entonces los automóviles que esperaban abordaron el transbordador. El de Wesley fue el primero en medio de tres filas, rodando hasta el extremo opuesto de la embarcación. Los peatones subían por rampas. El transbordador seguía pegado a la estación; el oleaje provocado por los motores de llegada subía por los pilares de madera del muelle. La nave se llenó rápidamente. La mayoría de los conductores subieron por las escaleras. Al sonar dos campanadas, un tripulante ataviado con un chaquetón de marinero levantó un cilindro de la cubierta y lo dejó caer para desatorar el timón de arribo. Los motores de llegada se pararon y los de salida empezaron a funcionar. El transbordador se apartó del muelle y se adentró en el agua.

Arkady estimó que la visibilidad era de un kilómetro. El transbordador avanzaba en un velo de quietud que apagaba el ruido de sus motores. Estaban rodeados por una nieve que parecía plegarse en el agua. El transbordador debía contar con radar, de modo que no había peligro de colisión. Una ola grande, tal vez una estela, se levantó del agua; el transbordador apenas gimió al pasarle por encima. ¿Dónde estaría Kirwill? Arkady lo recordó corriendo sobre el helado río Moscova.

Ray bajó una ventanilla y aspiró profundamente.

—Ostras —comentó.

—¿Qué? —preguntó George.

—Este olor me recuerda a las ostras —dijo Ray.

—¿Estás hambriento o cachondo? —preguntó George. Miró a Irina y agregó—: Yo sí sé qué me pasa.

El interior del ferry estaba pintado de color naranja brillante. Había un ancla negra, una guindaleza, sal de roca y tubos entre las hileras de coches, cajas con salvavidas y botes salvavidas sobre las escaleras. Avisos en letras rojas ponían: conductores: paren los motores. Pongan los frenos. Apaguen las luces. No toquen el claxon. No fumen. Disposiciones de la guardia costera de estados unidos. Todo lo que impedía que el coche rodara y rompiera el frente de la embarcación era un cable flojo. Había una reja que un niño podría haber abierto.

—¿Le importaría que saliéramos? —preguntó Arkady a Wesley.

—¿Para qué quiere salir con este frío?

—Para disfrutar del panorama.

La frente lisa de Wesley se inclinó a un lado.

—Hay una vista maravillosa. Me agradan especialmente las vistas en días como el de hoy, cuando apenas se puede ver algo. Da cierto sentido a la vista —dijo—. Pero soy fatalista. Hay personas que no tendrán nunca días soleados. También soy pesimista. ¿Sabía que la cubierta de este transbordador es un sitio favorito de los suicidas de Nueva York? También podría resbalar accidentalmente y deslizarse bajo la reja. ¿Ve qué mojada está la cubierta? Podría ser aspirado por la hélice o congelarse en el agua. Bueno, ante todo la seguridad, mientras yo esté al cargo.

—Fumaré, entonces —dijo Arkady.

Era una nieve rusa, espesa como el algodón. En un momento, la tormenta era una sola entidad, un anillo alrededor de la embarcación; al siguiente, se dividía en turbonadas separadas que giraban como trompos sobre el agua negra. El cable de la proa tenía una costra de rocío congelado.

Valerya, el bandido Kostia y James Kirwill no sabían lo que les esperaba en el Parque Gorki. Al menos, patinaron inocentemente hacia la muerte. Si le contara a Irina lo que les esperaba, ¿qué podrían hacer ambos? ¿Dominar a tres agentes armados? ¿Provocar un escándalo? ¿Quién notaría a dos pasajeros entre cinco en un coche en plena tormenta, en medio de la bahía de Nueva York? ¿Le creería Irina si se lo dijera? ¿Le habrían creído Valerya, Kostia y James Kirwill mientras patinaban?

La tormenta se alejó hacia el este. Junto a ellos se deslizó un coloso verdoso sobre un pedestal de piedra; con una mano levantaba una antorcha, en la cabeza llevaba una corona de rayos, una figura asombrosamente familiar aun para Arkady. Entonces se cerró la tormenta y la figura desapareció.

—¿La has visto? —preguntó Irina.

—Por un instante —contestó Arkady.

—No se vayan. —Wesley salió del vehículo y desapareció escaleras arriba.

La superficie de la bahía tenía el movimiento profundo de la respiración pesada. Furgones de ferrocarril cruzaban en una barcaza empujada por un remolcador; las gaviotas surgían de la basura flotante.

Arkady notó que Ray fijaba su atención ansiosamente en un espejo retrovisor lateral. Estaba mirando a alguien. Los habían seguido, después de todo. Arkady besó en la mejilla a Irina y miró a los coches de atrás. En el extremo del transbordador había dos hombres. Una racha de nieve los ocultó y cuando Arkady volvió a mirar habían desaparecido. Uno había sido Wesley y el otro, el agente pelirrojo de la KGB llamado Rurik.

La nieve caía deprisa, el agua negra se deslizaba junto a ellos y una boya roja danzaba cerca, haciendo sonar su campana. Al regresar Wesley un pequeño poblado sobre las colinas de una isla emergió entre la tormenta.

—Aquí es —dijo a Irina mientras entraba en el automóvil.

—¿Dónde estamos? —preguntó—. El nombre de esta población es San Jorge —dijo Wesley.

—Es Staten Island —aseguró Arkady.

—Bueno, sí —aceptó Wesley—. Y forma parte de la ciudad de Nueva York, pese a lo que diga la gente.

Arkady notó que para Irina los muelles maltrechos y los techos cubiertos de nieve podían ser una isla tropical con palmeras y orquídeas. O crema batida puesta sobre el mar. Estaba cerca del final de un viaje maravilloso.

El agua lamió los muelles delante de ellos; los tripulantes aseguraron las rampas a la proa. Cuando cayó el cable, se abrieron las rejas y los coches abandonaron el transbordador.

San Jorge era prácticamente una aldea rusa. Las calles estaban cubiertas de nieve y el tráfico era casi estacionario. Los coches eran viejos y estaban oxidados; la gente estaba mal vestida, con capuchas y botas. Las casas eran pequeñas, con chimeneas y humo auténticos. Había una estatua con los omóplatos cubiertos de nieve. Pero en las tiendas había carne fresca, pollo y mariscos.

Un bulevar llevaba de la población a suburbios más nuevos con casas prefabricadas, separadas una de otra por cercas de cadenas. Había una iglesia que parecía una nave espacial y un banco que tenía aspecto de gasolinera.

Llegaron a la carretera por la que Arkady había pasado la noche anterior. Había poco tránsito. Tres automóviles detrás del suyo, Arkady notó que los seguían Nicky y Rurik. No pudo ver a los detectives de Kirwill.

Ligeramente fuera de sincronía, los limpiaparabrisas apartaban los copos. ¿Caía la nieve o se elevaba el coche? Arkady sentía la fría piel del vehículo y cada revolución de sus ruedas, los residuos de whisky en su estómago, el sudor bajo sus brazos, el sudor en las palmas de las manos de George, la sangre negra circulando en cada uno de ellos y su respiración conmoviendo el humo turgente.

Ray dio la vuelta ante el puente que atravesaba el arroyo Arthur. Los seguía un solo coche. Siguieron su camino por una angosta carretera que corría a lo largo del arroyo, junto a cúpulas de gas y líneas de electricidad y entre un pantano de juncos plateados.

Arkady sintió que su vida se simplificaba, que sus mitades se juntaban. Ya no existían los elementos extraños como Billy y Rodney. Los letreros colocados a lo largo del camino estaban escritos en un lenguaje extraño, pero el camino en sí era inevitable.

Arkady comprendió. Osborne lo mataría a él y a Irina mientras desviaba la atención de la KGB hacia mil millas de distancia de las cebellinas. Sin embargo, ahí estaban Nicky y Rurik, conducidos directamente a ellos. Más que comprender, Arkady vio: los informadores dobles eran desechables. Peor era un hombre que hacía demasiados favores a ambos bandos y exigía demasiado a cambio. ¿Qué elección le quedaba a Wesley? Osborne rehusaba ocultarse; el FBI tendría que protegerlo no solamente a él sino a una creciente industria de cebellinas. Viendo por fin, Arkady notó la simetría. Tan seguramente como dos ojos y dos manos, había equilibrio entre dos enérgicos ejércitos con corazones idénticos. Osborne lo mataría a él y a Irina, y luego Wesley-George-Ray-Nicky-Rurik matarían a Osborne.

Pasaron junto a un corral donde había un caballo negro sobre la nieve, que los miró pasar.

Irina entrelazó sus dedos en los de él. Aunque su madre se había atado la soga alrededor de la muñeca, tenía la mano abierta, como si tratara de alcanzar más agua.

Unos camiones se oxidaban, dejando caer sus costras anaranjadas en la nieve, frente a un granero.

Aun el asesino más loco —Osborne— era sólo un individuo, impredecible, finalmente vulnerable. La política, como la nieve, reducía el mundo a esencias. Allí, en un campo, había una máquina agrícola, una hilera de filos curvados convertidos en garabatos.

Ahora, la servil reverencia de los árboles sobrecargados.

El segundo coche se quedó muy atrás. Arkady lo sentía, sin embargo, como una gota de sudor en la espalda.

¿Acaso había consuelo, se preguntó, en ver los perfiles de la vida?

Su sudor era tan frío como la nieve.

Ray entró por una reja que daba a un patio lleno de chatarra. Parecía como si un mar de nieve hubiera subido del arroyo, llevando consigo todo lo que contuviera hierro. Barcos enteros, cascos agujereados, locomotoras, cabalgaban sobre una marea blanca. Los autobuses estaban apilados en camiones, los furgones del ferrocarril Nueva York Central estaban parados de punta, había anclas descansando contra casas rodantes. Por todas partes había carteles que ponían: no pase. Sí, usted, y cuidado con los perros. Había una oficina llena de placas de coches, pero nadie salió a detenerlos. Arkady observó que seguían huellas de neumáticos que parecían haber sido hechas unas cuatro horas antes; Ray conducía como si fuera a perderse sin ellas. El coche se balanceaba de manera incierta entre islas formadas por furgones, contrapesos, grúas, alrededor de montañas donde la nieve borraba los detalles erráticos de turbinas, más allá de las pendientes sueltas de cadenas y chatarra. Las huellas llevaban más allá del patio, a través de sicómoros y tilos, luego a un campo de grúas mecánicas y enredaderas. Entre los árboles, como si hubieran caído del cielo, había más coches y autobuses abandonados. Debido a que se encontraba ante un fondo de nieve, la cerca de cadena pareció saltar hacia ellos. Estaba rematada por una triple valla de alambre de espino y todos los árboles altos que había hasta veinte metros dentro de la cerca habían sido cortados en su base. Arkady no dudó de que la cerca tuviera una base de cemento. Y en los postes había aisladores, lo que significaba que estaba electrificada. Vio un pequeño pájaro marrón saltando de la cerca a los aisladores y otra vez a la cerca. Entonces, la corriente estaba cortada. Sobre una cabina telefónica había un letrero que ponía: perreras de perros guardianes, telefonee si desea hacer entregas, cuidado con los perros. La reja de la cerca estaba abierta, invitándolos a entrar.

El camino parecía serpentear deliberadamente entre los árboles. En una curva, las huellas que seguían se dividieron en dos rastros separados. Un primer coche había seguido por el camino; otro había girado dejando su huella entre la maleza.

Kirwill esperaba en la curva siguiente. Los enfrentó con un brazo levantado ante un árbol grande, un olmo. Ray detuvo el coche a un metro de distancia. Kirwill no se movió, con la mirada clavada en el vehículo, atravesándolo. Se le había amontonado la nieve en los hombros y el sombrero y en la manga de su mano levantada. Tendidos muertos en la nieve, a sus pies, había dos grandes perros grises. Arkady observó que lo que sobresalía del abrigo abierto de Kirwill eran sus entrañas, sacadas y cubiertas de nieve. La nieve oscurecía los dos agujeros sonrosados que tenía en el pecho. Su rostro estaba completamente blanco. Entonces Arkady vio las cuerdas en torno a su cintura y sus muñecas, que lo mantenían erguido contra el árbol. Cuando salieron del coche, vieron la sangre dispersa por todas partes. Los perros eran similares a huskies siberianos, sólo que más delgados, de patas más largas, más parecidos a lobos. Uno de ellos tenía la cabeza aplastada. Los ojos de Kirwill estaban más pálidos que nunca, con los iris abiertos. Tenía una expresión de agotamiento, como si hubiera sido condenado a cargar el árbol en su espalda toda la vida.

—¡Jesús! —exclamó Ray—. Esto no estaba en los planes.

—No lo toquen —advirtió George.

Arkady cerró los ojos de Kirwill, le abotonó el abrigo y le besó la mejilla fría.

—Retírese, por favor —pidió Wesley.

Arkady retrocedió. Irina estaba casi tan blanca como Kirwill y en su mejilla la mancha era definida y oscura. ¿Habría entendido por fin?, se preguntó Arkady. ¿Veía a Kostia en Kirwill? ¿Sabía quién haría el papel de Valerya? ¿Se había dado cuenta finalmente de qué poco camino habían recorrido desde el Parque Gorki?

Osborne salió de detrás de unos árboles, armado de un rifle y acompañado por un tercer perro gris. Los ojos del perro estaban rodeados por una línea negra, llevaba un collar y tenía el hocico manchado de sangre.

—Mató a mis perros —explicó a Arkady, señalando con el rifle a Kirwill—. Por eso lo destripé, porque se atrevió a matar a mis perros.

Hablaba a Arkady como si nadie más estuviera presente. Llevaba ropa de cazador, botas con cordones, un sombrero verde de caza y guantes de piel de cerdo. El rifle era un modelo deportivo, de cerrojo con mira telescópica y una bonita caja de chapa nudosa. En el cinturón llevaba un pesado cuchillo. Arkady notó que ya no nevaba; ni un copo caía, ni siquiera de las cargadas ramas de los árboles. La escena tenía una claridad cerámica.

—Bien, aquí están sus amigos —dijo Wesley.

Osborne observaba al muerto.

—Ustedes prometieron mantener a Kirwill lejos de mí —dijo a Wesley—. Dijeron que me protegerían. De no haber sido por los perros, me hubiera liquidado.

—Pero no lo hizo —dijo Wesley—. Y ahora ya no estorbará.

—Pero no gracias a ustedes —señaló Osborne.

—Lo importante —repuso Wesley— es que trajimos a sus amigos. Son suyos.

—También trajeron a la KGB —dijo Arkady.

Wesley, George y Ray, quienes ya habían empezado a alejarse de Arkady e Irina, se detuvieron.

—Buen intento —dijo Wesley a Arkady. Luego miró a Osborne—. Usted tenía razón y yo estaba equivocado. El ruso es listo, pero miente porque está desesperado.

—¿Por qué dices eso, Arkasha? —preguntó Irina—. Lo arruinarás todo.

«No —pensó Arkady—, todavía no entiende».

—¿Por qué dice eso? —preguntó Osborne a Arkady.

—Wesley se reunió con uno de ellos en el transbordador. Salió del coche para hablar con él —dijo Arkady.

—Cuando veníamos en el transbordador estaba nevando —explicó Wesley en tono razonable—. Apenas podía ver el exterior fuera del coche y mucho menos una reunión secreta.

—¿Reconoció a alguien? —preguntó Osborne a Arkady.

—Era difícil ver —reconoció Arkady.

—¿Para qué le pregunta? —inquirió Wesley.

—Pero conozco a un oficial pelirrojo antisemita de la KGB cuando lo veo —insistió Arkady—, incluso durante una tormenta de nieve.

—Lo siento —dijo Wesley a Arkady—, pero nadie le creerá.

Arkady no prestaba atención a Wesley; tampoco Osborne. Hubieran podido estar solos. ¿Qué otros dos hombres merecían más estar solos que un asesino y su investigador? Eran hombres que se aproximaban uno al otro desde lados opuestos de los muertos… también desde lados opuestos de una cama. Era una doble intimidad que ni siquiera Irina podía compartir. ¿Quién más podía sentir el enorme peso de la nieve que aún estaba en el cielo y casi oír a Tchaikovsky en el aire? Arkady dejó a Osborne entrar por sus ojos. «Verifica mis palabras —pensó Arkady—: Huélelas, mastícalas. Te siento dentro de mí, moviéndote como zarpas de lobo sobre la nieve. Analiza ahora el odio; está almacenado detrás del corazón. La inevitabilidad está siempre en el estómago. Todo eso le faltaba a Kirwill. Yo lo tengo. ¿Ahora ya lo sabes?»

Wesley miró a los dos hombres y, finalmente, se movió hacia Ray.

Aparentemente sin apuntar, Osborne disparó el rifle. La cabeza de Wesley saltó, habiendo desaparecido la mitad de su lisa frente; cayó de rodillas, luego de bruces. Mientras Ray trataba de sacar su revólver de la funda de su hombro, dentro de su chaqueta y abrigo, Osborne expulsó un casquillo, puso una nueva carga en la recámara del rifle y volvió a hacer fuego. Ray se sentó, mirando su mano ensangrentada. La levantó lentamente y miró el agujero que tenía en medio del pecho; a continuación se desplomó sobre un lado. El perro de Osborne atacó a George. El perro estaba en el aire cuando George le disparó un balazo, y había muerto antes de caer al suelo. A Osborne le sangraba el hombro. Arkady advirtió entonces que alguien había disparado desde más lejos. George rodó hasta ponerse detrás de un árbol. Arkady tiró a Irina sobre la nieve y Osborne desapareció entre los árboles.

Permanecieron boca abajo en la nieve hasta que oyeron correr a George y otras pisadas. Oyeron gritos en inglés, algunos con acento ruso. Reconoció las voces de Rurik y Nicky. Arkady se arrastró hasta Ray y le sacó el revólver del abrigo. También cayeron las llaves del coche.

—Podemos coger el coche —dijo Irina—. Podemos escapar.

Le puso las llaves en la mano y conservó la pistola. —Tú te vas— dijo él.

Corrió a la arboleda, en la dirección en que se habían ido los otros hombres. Encontró el seguro del revólver a la izquierda del cilindro y lo quitó. Era fácil seguir las huellas en la nieve: las de George, Osborne y dos hombres más que llegaban desde direcciones opuestas. Los oyó más adelante, gritando y golpeando las ramas de los árboles. Se escuchó el trueno de un rifle seguido del fuego rápido de las pistolas.

La pelea se alejaba. Cuando Arkady volvió a avanzar a rastras, se topó con Nicky boca arriba, muerto, con las piernas torcidas como si hubiera girado al caer. Un poco más adelante advirtió una U en las huellas de Osborne, donde se había agazapado para esconderse.

Cesó el tiroteo y reinó el silencio. Arkady pasaba de un árbol a otro. Su respiración le parecía terriblemente ruidosa. Ocasionalmente, el viento hacía caer de los árboles montones de nieve, que al dar contra el suelo lo hacían saltar. Escuchó otros sonidos, que al principio le parecieron pájaros… voces agudas y agitadas que iban y venían con el viento. La arboleda terminaba en otra cerca interior de alambrada con pantallas acústicas. A medio camino de la cerca, enredado entre lonas y aisladores, estaba el coche de Kirwill. El conductor había quedado atrapado dentro. Había un agujero en la ventanilla trasera y en el asiento delantero estaba Rats, erguido. Estaba muerto; la sangre que había atravesado su rota gorra de lana se había secado en franjas.

Arkady llegó a otra reja. Estaba abierta y la atravesaban huellas frescas de pisadas. Dentro estaban las cebellinas de Osborne.

El trazo del recinto era rectangular, de unos cien metros por sesenta y muy sencillo. En el extremo más cercano había un recipiente redondo de acero ondulado para desperdicios y un cobertizo para perros. De un anillo colgaban tres cadenas. Las huellas de neumáticos conducían al extremo más alejado, donde estaba aparcada la limusina de Osborne, frente a un bunker de cemento de una planta. El bunker parecía lo bastante largo como para alojar neveras, una zona para preparar alimento y otra para cuarentena. Las huellas de pisadas se dirigían a los cobertizos de las cebellinas. Los generales del Palacio de las Pieles habían calculado mal: Arkady contó diez cobertizos abiertos elevados, cada uno de veinte metros de largo, con techo de madera que albergaba dos hileras de jaulas y un pasillo central. Había cuatro cajas por hilera, lo que indicaba que había en total unas ochenta cebellinas. Ochenta cebellinas en la ciudad de Nueva York. No podía ver con claridad a los animales; estaban excitados y se movían demasiado. Tampoco podía ver a Osborne, a George o a Rurik, aunque había pocos sitios donde ocultarse… sólo recipientes de plástico al final de cada cobertizo y agujeros de drenaje hechos de cemento bajo cada hilera de jaulas. El revólver americano tenía el cañón corto, no apropiado para tiro al blanco, y de todas maneras él era un mal tirador; no habría podido acertar a nadie desde la casa o el cobertizo. Corrió al cobertizo interior más cercano.

Primero escuchó el tiro y luego sintió la bala. Pensó que hubiera debido ser al revés. Dio un traspié, pero recuperó el equilibrio. «Es difícil meter una bala de pistola en el pecho de un hombre agazapado», pensó; una bala de rifle hubiera acabado con él. Cuando se agachó bajo el cobertizo, el dolor se extendió en una línea por encima de las costillas.

Arriba de él, las cebellinas chillaban furiosas. Trepaban por las paredes de alambre recubierto de zinc, caminaban, saltaban, no se estaban quietas. Parecían gatos, después comadrejas, con las orejas peludas que giraban alarmadas, colas temblorosas de ira, agitándose a tal velocidad que sólo eran figuraciones negras dentro de las jaulas. Lo asombroso era la vida que había en ellas. Eran salvajes, no domesticadas, furiosamente vivas, silbando y tratando de alcanzarlo a través del alambre. Echado de espaldas, Arkady miró bajo la hilera de jaulas y vio dos pares diferentes de piernas humanas. Una cabeza alterada se unió a uno de los pares de piernas; luego un revólver se unió a la cara. Era George. Hizo fuego y una lluvia de heces animales roció a Arkady desde el agujero del drenaje. Arkady apuntó. Pero todavía estaba demasiado lejos. Rodó hacia el próximo cobertizo, acercándose a George, y estaba apuntando otra vez cuando se escuchó un disparo de rifle. Arkady pudo ver las piernas de George retrocediendo, con la cabeza todavía colgando, el revólver colgado de un dedo. Con la otra mano, George parecía estar tratando de tocarse la espalda. Sus piernas se movían cada vez más torpemente y su cabeza colgaba más baja mientras retrocedía hacia un recipiente de plástico en el extremo del cobertizo. El recipiente se volcó, derramando sobre la nieve una sopa rosada compuesta de cabezas de pescado y carne de caballo. George quedó tendido sobre ella.

—Arkady Vasilevich —dijo Rurik.

Rurik salió del cobertizo donde estaba Arkady y se detuvo arriba de él, con una automática Makarov en la mano. «Ahora cazaremos juntos a Osborne», pensó Arkady; pero Rurik era mejor juez de sus enemigos y estaba adiestrado para no titubear. Con la irónica simpatía de un arbitro final —todos somos humanos, especialmente nosotros los ucranianos—, el oficial de la KGB levantó su pistola y apuntó a Arkady con ambas manos. Antes de que pudiera hacer fuego, su cuero cabelludo se levantó sobre su cráneo, con unas manchas grises pegadas a su cabello rojo. Rurik se desplomo de rodillas, boca abajo sobre la nieve. Esta vez el estruendo del disparo de rifle llegó después.

Acostado de espaldas, Arkady miró a lo largo de los cobertizos y vio los pies de Osborne por lo menos a seis cobertizos de distancia. Era la distancia apropiada. Osborne podía mirar a través de la línea de cobertizos y seleccionar sus objetivos. Podía hacerlo mucho más fácilmente con una diana situada bajo los cobertizos, supuso Arkady. Rodó bajo otro cobertizo, acercándose a Osborne y se puso de pie.

Arkady se aproximó unos dos cobertizos más, pasando junto a George en su charco de alimento de cebellina. En el siguiente cobertizo, al aparecer Osborne y levantar su rifle, Arkady retrocedió al pasillo de madera entre las jaulas. Algunas cebellinas se escondían en las caponeras de sus jaulas; otras seguían a Arkady, saltando de un extremo a otro, saltando contra la malla de alambre. Notó que cada jaula tenía su propio gráfico, abertura para introducir la comida y candado. Mientras él y las cebellinas siguieran moviéndose, tendría una oportunidad. Si podía acercarse, tendría cinco o seis balas de revólver contra el rifle de cerrojo. Con la mano iba golpeando las jaulas mientras corría, agitando a las cebellinas. Podía sentir el rifle apuntándole, frustrado, intentando darle sin lastimar a los animales.

En dos saltos, Arkady cubrió la distancia entre cobertizos y se refugió en el siguiente pasillo, gritando a las cebellinas mientras golpeaba las jaulas. Sus colas las seguían mientras saltaban de las paredes al techo y al suelo, escupiendo, algunas orinándose de furia. Una mano de Arkady sangraba; un animal lo había mordido entre los alambres. Entonces cayó al suelo del pasillo, con una bala en el muslo. No estuvo mal. Lo había atravesado limpiamente. Volvió a levantarse. Notó que había pasado junto a una jaula vacía desde donde Osborne había disparado, sólo que la bala debió de desviarse o ya estaría muerto. Había tablas nuevas en el techo del cobertizo y la malla de alambre estaba recién pintada; también había una barreta y una caja de herramientas en el pasillo. Ésa debió de ser la jaula de la que había escapado una cebellina. Vio a Osborne correr para atraparlo al salir del extremo del cobertizo. Arkady iba a arrojarse bajo las jaulas al agujero de los desperdicios para disparar primero. Pero tropezó, al perder el control de su pierna herida.

Entonces oyó gritar a Irina. Estaba dentro del recinto, llamándolo. No podía verlo. Osborne le pidió que se quedara donde estaba.

—Investigador —gritó Osborne—, ¡salga! Puede conservar su arma y los dejaré ir a ambos. Salga o la mataré a ella.

—¡Corre! —gritó Arkady a Irina.

—Los dejaré ir a ambos, Irina —dijo Osborne—. Pueden coger el coche e irse. El investigador está herido y necesita atención médica.

—¡No me iré sin ti! —gritó Irina a Arkady.

—Ambos pueden irse juntos, Arkady —dijo Osborne—. Se lo prometo. Salga ahora mismo o la mataré a ella. Inmediatamente.

Arkady estaba otra vez junto a la jaula vacía. Tomó la barreta e introdujo el extremo delgado en el cerrojo de la jaula contigua. La cebellina que estaba dentro se quedó quieta, observando. Arkady cargó su peso en la barreta y el cerrojo se rompió. Al abrirse la puerta de la jaula, la cebellina saltó sobre el pecho de Arkady, al pasillo y fuera del cobertizo. Nunca había visto algo que se moviera tan rápido sobre la nieve. La cebellina corrió veloz con sus patas peludas y suaves y la cola azotando la nieve. Arkady metió la barreta en el siguiente candado y abrió de nuevo la cerradura.

—¡No! —gritó Osborne.

Arkady atrapó a la cebellina al saltar fuera de la jaula y la apretó contra sí. Osborne estaba al final del pasillo, empuñando el rifle. Arkady le arrojó la cebellina. Osborne se hizo a un lado, volvió a levantar el rifle y disparó. Arkady se dejó caer al suelo y disparó a su vez. Los primeros dos balazos dieron en el estómago de Osborne, que metió otra bala en la recámara. Los siguientes dos disparos hicieron blanco en el corazón de Osborne. El quinto le dio en la garganta, mientras caía. El sexto falló.

Arkady se arrastró fuera del cobertizo. Osborne estaba de espaldas y no parecía tan maltrecho como estaría un hombre con tantas balas dentro del cuerpo. Todavía sostenía el rifle. Extrañamente, Arkady no lo veía como si estuviera bien muerto, ni siquiera vestido como estaba con su ropa de cazador, sino con un traje más fino, con más toques de elegancia. Arkady se sentó a su lado. Osborne tenía los ojos cerrados como si hubiera tenido tiempo de componer su apariencia. Arkady sentía cómo el calor abandonaba el cuerpo y comenzaba el proceso de enfriamiento. Fatigosamente, quitó a Osborne el cinturón y se lo enrolló en la pierna. Poco a poco advirtió que Irina estaba de pie junto a ellos. Los estaba mirando. ¿Había acaso en el rostro de Osborne una expresión de triunfo?

—Una vez me dijo que amaba la nieve —dijo Arkady—. Tal vez sea cierto.

—¿Adonde vamos ahora?

—Tú irás sola.

—Regresé por ti —dijo Irina—. Podemos escapar, podemos quedarnos en Estados Unidos.

—No quiero quedarme. —Arkady levantó la vista—. Nunca quise quedarme. Sólo vine porque sabía que Osborne te mataría si no lo hacía.

—Entonces, ambos regresamos a casa.

—Tú estás en casa. Ya eres americana, Irina, eres lo que siempre quisiste ser. —Sonrió—. Ya no eres rusa. Siempre fuimos diferentes y ahora sé cuál era la diferencia.

—Tú cambiarás también.

—Yo soy ruso. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Mientras más tiempo estoy aquí, más ruso soy.

—No. —Ella sacudió la cabeza, enfadada.

—Mírame. —Arkady se puso de pie. Tenía una pierna entumecida—. No llores. Mira lo que soy: Arkady Renko, ex miembro del Partido y ex investigador principal. Si de veras me amas, dime sinceramente hasta qué punto puedo llegar a ser americano. ¡Dímelo! —gritó—. Dímelo —agregó más suavemente—, admítelo, ¿acaso no ves a un ruso?

—Vinimos de tan lejos… No te dejaré regresar solo, Arkasha…

—No lo entiendes. —Tomó entre sus manos el rostro de Irina—. No soy tan valiente como tú, no lo suficientemente valiente como para quedarme. Por favor, déjame regresar. Serás lo que ya eres y yo seré lo que soy. Siempre te amaré. —La besó con vehemencia—. Anda, corre.

—Las cebellinas…

—Déjamelas a mí. Anda. —La empujó—. No será muy difícil el regreso. No vayas al FBI; acude a la policía o al Departamento de Estado, a cualquier parte menos al FBI.

—Te amo. —Ella trató de retener su mano.

—¿Tengo que arrojarte piedras? —preguntó él.

—Me voy, entonces. —Irina lo soltó.

—Buena suerte.

—Buena suerte, Arkasha.

Irina dejó de llorar, apartó el cabello de sus ojos, miró a su alrededor y respiró profundamente.

—Para una nieve como ésta debería tener botas de fieltro, ¿sabes? —dijo.

—Lo sé.

—Soy buena conductora. La luz parece mejorar. —Sí.

Ella dio una docena de pasos.

—¿Tendré noticias tuyas? —Irina se volvió con los ojos cansados y húmedos.

—Claro. Los mensajes llegan, ¿no es cierto? Los tiempos cambian.

Al llegar a la reja volvió a detenerse.

—¿Cómo puedo dejarte?

—Soy yo quien te deja.

Irina cruzó la reja. Arkady encontró la pitillera de Osborne, fumó y escuchó el tamborileo de las ramas movidas por el viento hasta que oyó arrancar un coche a lo lejos. Las cebellinas también lo oyeron; tienen el oído fino.

De modo que había habido tres tratos, pensó Arkady. Primero el de Osborne, luego el de Kirwill y finalmente el suyo. Regresaría a la Unión Soviética para que la KGB dejara quedarse a Irina en Estados Unidos. Miró a Osborne. «Disculpa —pensó—, pero ¿qué otra cosa tengo para ofrecer a cambio, aparte de mí? Las cebellinas, naturalmente». Tendría que disponer de ellas también.

Arrancó el rifle de las manos de Osborne y regresó cojeando al cobertizo. ¿Cuántas balas le quedaban?, se preguntó. El día se estaba poniendo brillante y puro. Las cebellinas se habían tranquilizado, con los ojos pegados contra la malla de alambre.

—Les pido disculpas —dijo Arkady en voz alta—. No sé qué harán los norteamericanos con ustedes. Está visto que no se puede confiar en nadie.

Se aferraron a la tela de alambre, observándolo con sus mantos negros como el carbón, los ojos fijos y atentos.

—Me nombraron verdugo —dijo Arkady—. Y les diré la verdad, hermanas: no son hombres que acepten mentiras o cuentos de hadas o historias elaboradas. Lo siento.

Podía oír latir sus corazones huyendo con ellas, lo mismo que el suyo. —Así que…

Arkady dejó caer el rifle y tomó la barreta. Con torpeza, parado sobre una sola pierna, rompió un candado. La cebellina saltó y un segundo después estaba en la cerca. Luego lo hizo mejor, sólo daba un empujón y un tirón a cada jaula. Los cigarrillos eran una buena aspirina. Se estremecía ante cada jaula abierta. Las cebellinas salvajes pegaban un salto y corrían hacia la nieve —negro sobre blanco, negro sobre blanco, negro sobre blanco— y desaparecían.