Una araña marrón se volvió blanca al ser bañada por la luz del sol.
Irina había salido temprano con Wesley y Nicky.
El hilo blanco de la araña pendía en el aire.
—¿Cómo pueden los rusos fumar antes de desayunar? —había preguntado Wesley.
La araña se meció hasta alcanzar una telaraña situada arriba, en un rincón. Arkady no había notado la telaraña antes… no hasta que relució bajo el rayo de luz oblicuo de aquella mañana. Las arañas debían de ser adoradoras del sol.
—Te amo —le había dicho Irina en ruso.
La araña iba con premura de arriba abajo, con sus patas delanteras esforzándose por alcanzar esto y aquello. Nadie les da crédito; son tan perfeccionistas…
Esto hizo que a su vez Arkady dijera en ruso:
—Te amo.
¿Qué diferencia había entre una araña rusa y una norteamericana?
—Vamonos; hace un bonito día —había dicho Nicky después de abrir la puerta.
¿Tejerían sus telarañas en la misma dirección? ¿Se lavarían los dientes de la misma manera?
Esto infundió miedo a Arkady. ¿Se comunicarían?
Las aceras estaban atestadas de multitudes bien vestidas. El sol les daba en la espalda y contaban los segundos que faltaban para llegar al trabajo.
¿Desde cuándo estaría Irina en Nueva York?, se preguntó Arkady. ¿Por qué tenía tan poca ropa en el armario?
En Moscú estaría nevando. Si tuvieran un sol como ése, estarían en el embarcadero, desnudos hasta la cintura, tostándose al sol como focas.
Enfrente, los pintores habían vuelto a su trabajo. Los empleados del piso siguiente tomaban el teléfono, decían un par de palabras y volvían a colgar el auricular. En Moscú, el teléfono de la oficina era un instrumento para chismorrear provisto consideradamente por el Estado; raras veces se lo usaba para el trabajo, pero siempre estaba ocupado.
Encendió el aparato de televisión para cubrir el ruido, mientras trabajaba en la cerradura con una hebilla. Era una cerradura bien hecha.
¿Por qué trabajarían los pintores con las ventanas cerradas?
En el jardín de la iglesia, unos ancianos ataviados con ropas sucias compartían una botella de licor.
En la televisión se anunciaban sobre todo detergentes, desodorantes y aspirinas. Entre los anuncios, había entrevistas breves y escenas dramáticas.
Cuando Al le llevó un emparedado de jamón y queso y café, Arkady le preguntó qué escritor norteamericano prefería. ¿Jack London o Mark Twain? Al se encogió de hombros. ¿John Steinbeck o John Reed? ¿Nathaniel Hawthorne o Ray Bradbury? Bueno, eran los únicos que conocía, dijo Arkady, y Al se marchó.
Las oficinas se vaciaron a la hora del almuerzo. Dondequiera que llegaba el sol en la acera, alguien se detenía a comer lo que llevaba en una bolsa de papel. Las envolturas de papel flotaban entre los edificios, hasta cinco o diez pisos. Arkady abrió la ventana y se inclinó afuera. El aire estaba frío y olía a puros, escape de coches y carne frita.
Vio a la misma mujer, ataviada con un abrigo blanco y negro de imitación de piel, entrar y salir del hotel con tres hombres diferentes.
Los coches eran grandes, estaban abollados y tenían un lustre plástico. Había un alto nivel de ruido, de cosas que eran arrastradas, levantadas y martilladas, como si fuera de la vista la ciudad estuviera siendo derribada y los coches fabricados de manera instantánea y descuidada.
Los colores de los coches eran ridículos, como si hubieran dejado que un niño los pintara.
¿Qué categoría atribuir a los hombres del jardín de la iglesia? ¿Parásitos sociales? ¿Una troika de bebedores? ¿Qué bebían aquí?
«London escribió acerca de la explotación de Alaska; Twain, sobre la esclavitud; Steinbeck, respecto a la dislocación económica; Hawthorne sobre la histeria religiosa; Bradbury sobre el colonialismo interplanetario, y Reed sobre la Rusia soviética. Bueno, eso es todo lo que sé», pensó Arkady.
La gente llevaba tantas bolsas de papel… Esta gente no sólo tenía dinero; también tenía cosas que comprar.
Se dio una ducha y se vistió con su ropa nueva. Le quedaba perfectamente, era increíblemente fina al tacto y de inmediato hizo que sus zapatos parecieran feos. Nicky y Rurik, recordó, tenían relojes Rolex.
En el armario de la ropa había una Biblia, pero mucho más sorprendente era el listín telefónico. Arkady arrancó las direcciones de organizaciones judías y ucranianas, las dobló y se las metió dentro de los calcetines.
Policías negros con uniformes marrones dirigían el tránsito. Policías blancos con uniformes negros portaban armas.
Irina había escondido a los criminales Kostia Borodin y Valerya Davidova. Estaba implicada en crímenes contra el Estado consistentes en contrabando y sabotaje a la industria. Sabía que el fiscal de la ciudad de Moscú había sido oficial de la KGB. ¿Qué le esperaba en la Unión Soviética?
Los taxis eran amarillos. Los pájaros, grises.
Rurik llegó con botellas de vodka en miniatura, «botellas de línea aérea», las llamó.
—Tenemos una nueva teoría. Antes de exponerla, sin embargo —levantó las manos—, quiero que sepas que no soy insensible. Soy ucraniano, como tú. También soy un romántico. Déjame confesarte otra cosa. Este pelo rojo mío, es judío. Mi abuela era una conversa; su cabeza era igual a la mía. Así que puedo identificarme con toda clase de gente. Pero en algunos círculos se tiene la impresión de que este asunto de las cebellinas es parte de la conspiración sionista internacional.
—Osborne no es judío. ¿De qué estás hablando?
—Pero Valerya Davidova era hija de un rabino —dijo Rurik—. James Kirwill estaba asociado con terroristas sionistas de aquí, que disparaban contra empleados inocentes de la Misión Soviética. Las industrias de pieles y del vestido al por menor en Estados Unidos, son básicamente monopolios sionistas, y serán ellos quienes, a fin de cuentas, se beneficiarán con la introducción de las cebellinas aquí. ¿Ves cómo todo encaja?
—Yo no soy judío, Irina tampoco lo es.
—Piensa en eso —dijo Rurik.
Al recogió las botellas diminutas.
—Yo no soy de la KGB —dijo Arkady.
Al se sintió desconcertado al quedar en entredicho.
—Tal vez sí, tal vez no.
—No lo soy.
—¿Hay alguna diferencia?
Llegó el crepúsculo; las oficinas se vaciaron e Irina no regresaba. Había un servicio nocturno en la iglesia. Las prostitutas estaban ocupadas metiendo hombres en el hotel. Mientras la marea final de la vida callejera llegaba hasta él, Arkady pensó en las mujeres y sus actividades. En una hora, las sombras se convirtieron en espacios impenetrables entre los postes del alumbrado público. Las figuras de la calle parecían animales nocturnos. Las cabezas giraron al ulular una sirena.
¿Por qué se habría reído Kirwill?
Arkady estaba acostumbrado a ver agentes diferentes. De modo que no le extrañó que el nuevo usara un traje oscuro, corbata y gorra con visera, y le complació que finalmente lo dejaran salir del cuarto del hotel. Nadie los detuvo. Bajaron en el ascensor, atravesaron el vestíbulo y se dirigieron al oeste por la calle Veintinueve y a través de la Quinta Avenida, hasta llegar a una limusina negra. Hasta que Arkady fue guiado al asiento trasero del automóvil, no comprendió que el otro hombre era un chófer. El interior del vehículo era de color gris; el chófer y el pasajero estaban separados por un cristal.
La avenida de las Américas era una calle oscura, desierta, salvo por los escaparates iluminados de las tiendas, la vida de lujo de los maniquíes, tan sobrenatural como la ciudad entera en su primera salida del hotel. En la Séptima Avenida giraron hacia el sur y recorrieron algunas manzanas; luego, la limusina torció por una calle lateral y penetró por una entrada de camiones. El chófer dejó salir a Arkady, lo guió hasta un ascensor abierto y presionó un botón con el pulgar. El ascensor subió a la cuarta planta donde entraron a un vestíbulo vigilado por cámaras de televisión en miniatura, colocadas en rincones opuestos. La puerta situada al final del vestíbulo se abrió.
—Entre usted solo —dijo el chófer.
Arkady entró en un despacho largo y mal iluminado. A todo lo largo de la mesa había mesas de clasificación y bastidores con lo que al principio le pareció ropa o telas y se convirtió, al habituarse a la escasa luz, en una masa de pieles. Quizás había un centenar de bastidores de los que colgaban pieles delgadas y oscuras —de cebellina o visón—, así como pilas de cueros más grandes, aplastados —de lince o lobo, por lo que podía ver—. Se percibía un olor acre a ácido tánico, y sobre cada mesa blanca había una lámpara fluorescente baja. En el centro del recinto se encendió una lámpara y vio a John Osborne colocando una piel sobre la mesa.
—¿Sabía que los norcoreanos venden pieles? —preguntó a Arkady—. Venden pieles de gato y de perro. Es asombroso lo que la gente es capaz de comprar.
Arkady avanzó por el pasillo hacia la mesa.
—Ahora, esta piel sola vale alrededor de mil dólares —dijo Osborne—. Es cebellina barguzhinsky, pero probablemente ya lo adivinó; debe de haberse convertido en un experto en cebellinas. Acérquese, puede ver la insinuación de escarcha en los pelos. —Cepilló la piel a contrapelo y luego tomó una pequeña pistola automática que apuntó a Arkady—. Así está bien. Éste será un hermoso abrigo, largo, que requerirá probablemente un total de sesenta pieles. —Volvió a cepillar otra vez la piel con la pistola—. Creo que alguien pagará ciento cincuenta mil dólares por el abrigo. Qué diferente a comprar pieles de gato y de perro, ¿verdad?
—Lo sabrá mejor que yo —dijo Arkady, deteniéndose a una mesa de distancia de Osborne.
—Entonces acepte mi palabra —la cara de Osborne estaba oculta en las sombras de la lámpara—, porque este edificio y las dos manzanas colindantes son el mercado de pieles más grande del mundo. Así que le diré que no hay más comparación entre esto —acarició la piel lustrosa— y una piel de gato, que la que hay entre Irina y una mujer ordinaria, o entre usted y un ruso ordinario. —Inclinó la lámpara y Arkady tuvo que levantar la mano para no ser cegado—. Se lo ve bien, investigador… estupendo con un traje decente. Sinceramente, me alegro de verlo vivo.
—Está sinceramente sorprendido de yerme con vida.
—También eso, lo admito. —Osborne dejó caer la lámpara—. Una vez dijo que podía ocultarse de mí, que podía esconderse bajo el río Moscova y yo iría a sacarlo de allí. No lo creí, pero tenía razón.
Osborne dejó la pistola sobre la mesa mientras encendía un cigarrillo. Arkady había olvidado la tez morena de árabe, la esbelta elegancia y el cabello plateado. Y, naturalmente, los toques de oro en la pitillera, el encendedor, el anillo, la pulsera del reloj y los gemelos, los destellos ambarinos de los ojos, la sonrisa subyugante.
—Es usted un asesino —dijo Arkady—. ¿Por qué permitieron los norteamericanos que me reuniera aquí con usted?
—Porque los rusos lo permitieron.
—¿Por qué habríamos de permitirlo?
—Abra los ojos —dijo Osborne—. ¿Qué ve?
—Pieles.
—No sólo pieles. Visón azul, visón blanco, visón ordinario, zorro azul, zorro plateado, zorro rojo, armiño, lince, caracul. Y cebellinas barguzin. Pieles por valor de dos millones de dólares en este cuarto, y hay cincuenta más a lo largo de la Séptima Avenida. No es cuestión de asesinato; es cuestión de cebellinas y siempre lo ha sido. Yo no quería asesinar al joven Kirwill, a Kostia y Valerya. Después de la ayuda que me proporcionaron, yo me habría sentido feliz si hubieran ido a vivir tranquilamente a cualquier parte del mundo. Pero ¿qué habría hecho usted? El joven Kirwill insistía en la publicidad; estaba obsesionado por contar su historia al mundo después de su retorno triunfante a Nueva York. Tal vez no habría hablado de las cebellinas en su primera conferencia de prensa, pero seguramente lo habría hecho en la décima. Ahí estaba yo, combatiendo contra el monopolio más antiguo del mundo; había dedicado a esa tarea años de esfuerzos y riesgos. ¿Debía hacerme vulnerable en honor al engrandecimiento de un fanático religioso? ¿Qué hombre en sus cabales lo hubiera hecho? Confieso que no me importó eliminar a Kostia. Me habría extorsionado en cuanto llegara aquí. Sin embargo, Valerya me apena.
—¿Titubeó?
—Sí. —Osborne estaba complacido—. Vacilé antes de dispararle, tiene razón. Veo que confesar me despierta el apetito. Comeremos algo.
Bajaron en el ascensor y encontraron la limusina esperándolos en la entrada del edificio. Viajaron hacia el norte por la avenida de las Américas. Nueva York estaba más despierta de lo que estaría Moscú a esa hora; Arkady lo sentía en el intenso tránsito. Arriba de la calle Cuarenta y siete, la avenida estaba flanqueada por oscuras torres de vidrio dedicadas a oficinas, no muy diferentes a la Perspectiva Kalinin.
En la calle Cincuenta y seis, el coche se detuvo y Osborne condujo a Arkady a un restaurante donde un maitre que lo saludó por su nombre los guió a un reservado de terciopelo rojo. En cada mesa había lirios recién cortados y grandes ramos de flores en los rincones. Pinturas impresionistas adornaban las paredes y del techo pendían arañas de cristal. Los manteles eran rosados y los jefes de camareros, obsequiosos. Los otros comensales eran hombres de edad, con trajes a rayas y mujeres más jóvenes, con rostros maquillados. Arkady aún esperaba a medias que Wesley o la policía irrumpieran en el restaurante y arrestaran a Osborne. Éste preguntó si Arkady quería beber algo; Arkady declinó, y Osborne ordenó un Corton-Charlemagne del 76. ¿Tenía hambre Arkady? Arkady mintió y dijo que no. Osborne ordenó gravlax asado con salsa de pepinos y patatas fritas. El servicio de plata era deslumbrante. Debería meterle un cuchillo en el corazón, pensó Arkady.
—Abundan los emigrados rusos en Nueva York, ¿sabe? —dijo Osborne—. Dicen que van a Israel, pero cuando llegan a Roma dan vuelta a la derecha y vienen aquí. Yo ayudo a algunos, a tantos como sea práctico; después de todo, algunos saben mucho de pieles. Hay otros, sin embargo, por los que no puedo hacer nada. Me refiero a los que eran camareros en Rusia. ¿Sabe de alguien que quiera emplear a un camarero ruso?
El vino tenía un color dorado.
—¿Está seguro de que no quiere nada? De todas maneras, hay más que suficientes emigrados. Es muy triste. Hay candidatos a miembros de la Academia Soviética de Ciencias que barren pisos en las escuelas o se pelean entre sí por algunos trabajos de traducción. Viven en Queens y New jersey, tienen casas pequeñas y automóviles grandes que no pueden pagar. Desde luego, no se los puede criticar, porque hacen lo que pueden. No todos pueden ser Solzhenitsynes. Me agradaría pensar que hice algo por promover la cultura rusa en este país. He patrocinado a menudo el intercambio cultural, ¿sabe? ¿Qué sería del ballet norteamericano sin las bailarinas rusas?
—¿Qué me cuenta de las bailarinas que denunció a la KGB? —preguntó Arkady.
—Si no lo hubiera hecho yo, lo hubieran hecho sus amigos. Eso es lo fascinante de la Unión Soviética: todo el mundo denuncia, desde la cuna. Todo el mundo tiene las manos sucias. Lo llaman «vigilancia». Me encanta eso. De todas maneras, ése fue el precio. Si quería promover la buena voluntad y la comprensión trayendo artistas soviéticos a Estados Unidos, el Ministerio de Cultura quería que rindiera informes sobre ellos. Tuve que informar acerca de algunas posibles desertoras, pero por lo general siempre traté de desechar tantas malas bailarinas como pude. Me he fijado normas elevadas. Probablemente produje un efecto benéfico en la danza soviética.
—Usted no tiene las manos sucias; las tiene ensangrentadas.
—Por favor, estamos comiendo.
—Entonces dígame cómo es que el FBI le permite a usted, un asesino, un informante de la KGB, andar libremente por esta ciudad y venir a comer aquí.
—Oh, respeto mucho su inteligencia, investigador. Piense sólo un segundo y lo entenderá.
La conversación circundante flotaba entre las mesas y los ramos de flores y el discreto retintín de la mesa rodante de los pasteles. Osborne esperaba pacientemente la comprensión de Arkady. La comprensión llega, débil al principió, luego en forma más definida. Arkady quedó impresionado por su aplastante lógica y su palpable simetría, como lo estaría el ojo de un ciervo si un león que hubiera estado medio en las sombras quedara de pronto plenamente bajo el sol. Cualquier esperanza que pudiera haber alentado se desvaneció:
—Es informante del FBI —dijo Arkady a medida que iba comprendiendo—. Informante de la KGB y del FBI.
—Sabía que usted, entre todos, entendería. —Osborne sonrió cordialmente—. ¿No habría sido tonto informar a la KGB sin informar al buró? No se desilusione; eso difícilmente hace a Estados Unidos tan malo como Rusia. Sucede que ésa es la forma en que opera el buró. De ordinario, el buró depende de criminales, pero yo difícilmente me mezclo en ese tipo de operación. Yo simplemente pasaba rumores. Sabía que serían apreciados por el buró, porque lo mismo sucedía en Moscú. El FBI buscaba esa información aún más desesperadamente que Moscú. Hoover temía tanto cometer errores que casi había dejado de vigilar a los rusos en los diez últimos años de su vida. La KGB tenía un agente empleado en la oficina de archivos centrales del FBI, y Hoover no se atrevía a limpiar esa sección por miedo a que la noticia se divulgara. Yo decidí trabajar sólo con la oficina del buró en Nueva York. Como cualquier otra empresa nacional, sus mejores hombres están en Nueva York, y son tan conmovedoramente clase media, se sienten tan felices de relacionarse conmigo… ¿Y por qué no? Yo no era un matón de la mafia, no les pedía dinero. De hecho, sabían que podían acudir a mí cuando tenían problemas financieros personales. Les hacía precios extraordinariamente buenos en los abrigos para sus esposas.
Arkady recordó el abrigo de lince de Iamskoy y el gorro de cebellina que Osborne le había ofrecido.
—Soy tan patriota como mi vecino —dijo Osborne, indicando con la cabeza a las personas que estaban en la mesa de atrás de Arkady—. O más bien, teniendo en cuenta que ese vecino es presidente de la junta de Administración de una empresa cerealera que acaba de establecer una falsa destilería en Osaka, la cual desviará el cereal a puertos de la Unión Soviética en el Pacífico, soy aún más patriota que el vecino.
Un plato de gravlax asado fue puesto delante de Osborne, y a su lado, un plato de patatas fritas casi tan delgadas como las que acostumbran a preparar en Rusia. Arkady estaba famélico.
—¿De verdad no desea compartir esto conmigo? —inquirió Osborne—. Es delicioso. ¿Al menos un poco de vino? ¿No? Es curioso —continuó hablando mientras comía—, solía suceder que cuando un emigrado ruso llegaba a Estados Unidos, instalaba un restaurante. Servían magnífica comida: bistec Stroganov, pollo a la Kiev, paskba, blini y caviar, esturión en jalea. Eso era hace cincuenta años, sin embargo. Los nuevos emigrados no saben guisar; ni siquiera saben lo que es la buena comida. El comunismo ha acabado con la cocina rusa. Ése es uno de sus grandes crímenes.
Osborne tomó café y pastel de la mesilla rodante. Los postres tenían azúcar cristalizado y toques de crema batida.
—¿Ni siquiera quiere un trozo? Su ex fiscal, Andrei Iamskoy, hubiera devorado el contenido de toda la mesilla.
—Era un hombre voraz —dijo Arkady.
—Exactamente. Todo fue obra de Iamskoy, ¿sabe? Durante años le había estado pagando por una causa u otra: presentaciones, pequeñas indiscreciones. Desde la guerra. Sabía que yo no iba a regresar a la Unión Soviética y decidió procurarse una fuerte suma; por esa razón lo condujo hasta mí en la casa de baños. Cada vez que yo creía que me había deshecho de usted, él lo atraía un poco más. No era que necesitara mucho aliento. Me dijo que era usted un investigador obsesivo y tenía razón. Era un hombre brillante, pero voraz, como usted dijo.
Salieron del restaurante y caminaron por la avenida. La limusina de Osborne los seguía, como otra limusina los siguiera otrora por el terraplén del río Moscova. Luego de recorrer unas manzanas, llegaron a un par de estatuas ecuestres a la entrada de un parque. Central Park, se dijo Arkady. Entraron, todavía seguidos por la limusina; algunos copos de nieve volaron frente a los faros. ¿Lo iban a matar en el parque?, se preguntó Arkady. No, hubiera sido más fácil hacerlo en el taller de Osborne. Un carruaje pintado con colores brillantes y tirado por caballos pasó junto a un farol anticuado. Arkady fumaba para atenuar el hambre.
—Sucio hábito ruso. —Osborne encendió también un cigarrillo—. Nos llevará a la tumba. ¿Sabe por qué lo odiaba? —¿Quién?— Iamskoy.
—¿El fiscal? ¿Por qué habría de odiarme?
—Hubo un suceso relacionado con una apelación a la Suprema Corte que hizo que su fotografía apareciera en el periódico Pravda.
—La apelación de Viskov —dijo Arkady.
—Eso. Lo arruinó. La KGB no había puesto a uno de sus generales como fiscal de la ciudad de Moscú para que él hiciera propaganda a los derechos de los convictos. Después de todo, la KGB es como cualquier otra burocracia, y un hombre poderoso, especialmente uno que va en ascenso, tiene enemigos poderosos. Usted les proporcionó el arma que necesitaban. Iamskoy estaba desacreditando a la justicia soviética, dijeron, o promoviendo un culto de la personalidad para él, o mentalmente enfermo. Se iba a realizar una gran campaña en relación con el caso. Esa apelación lo arruinó y fue usted quien lo obligó a participar en ella.
En Central Park, un ex investigador principal se enteraba de por qué el fiscal de la ciudad de Moscú lo odiaba, pensó Arkady. Sin embargo, lo que decía Osborne sonaba razonable. Recordó la conversación que sostuvo en la casa de baños con Iamskoy y el secretario del procurador general, con el académico y el magistrado. ¡Las insinuaciones sobre la futura campaña contra el vronskyismo habían estado dirigidas a Iamskoy, no a Arkady!
Escuchó música de rock y entre las ramas de los árboles divisó las luces de colores de una pista de patinaje a cierta distancia. Podía distinguir movimiento sobre el hielo.
—Debería ver el parque cubierto de nieve —dijo Osborne.
—Ya está nevando.
—Me encanta la nieve —confió Osborne.
Los copos se dispersaban en torno a los faroles y los faros delanteros de los coches. Una silueta de bronce saludó a Arkady desde un pedestal.
—Le diré por qué amo la nieve —dijo Osborne—. Nunca se lo he dicho a nadie. La amo porque esconde a los muertos.
—¿Se refiere al Parque Gorki?
—Oh, no. Hablo de Leningrado. Yo era un joven idealista cuando fui por primera vez a la Unión Soviética. Sí, como el joven Kirwill, quizá peor. Nadie trabajó más duro que yo por hacer triunfar el programa de Préstamos y Arrendamientos. Yo era el americano en el teatro de los hechos, tenía que mantener el mismo paso que los rusos, tenía que hacer más que ellos, durmiendo sólo cuatro horas por noche, padeciendo hambre durante meses, afeitándome y poniéndome ropa limpia sólo cuando tenía que ir a Moscú, al Kremlin, a rogar a algún secretario de Stalin, a algún ebrio de barbilla grasienta, que me dejara incluir algún alimento y medicinas en los camiones que tratábamos de introducir en Leningrado. Desde luego, el sitio de Leningrado fue una de las grandes batallas, uno de los momentos decisivos de la historia humana, cuando el ejército de un genocida rechazaba al ejército de otro colega genocida. Mi papel, el papel americano, consistía en hacer que la matanza se prolongara lo más posible. Y lo logramos. Perecieron seiscientos mil habitantes de Leningrado, pero la ciudad no cayó en poder del enemigo. Era una guerra que se libraba de casa en casa; perdíamos una calle por la mañana y la recuperábamos por la noche. O la recobrábamos un año más tarde y encontrábamos allí a todos los muertos del año anterior. Así se aprende a estimar una nevada copiosa. Cuando dejaban de tirotearse, se hablaban mediante altavoces. Los rusos aconsejaban a los soldados alemanes matar a sus oficiales; los alemanes pedían a los rusos que mataran a sus hijos. «Es preferible matarlos que dejar que mueran de hambre. Ríndanse, traigan su rifle y les daremos un pollo», decían los alemanes. O bien: «Andrei tal y tal, tus dos hijas fueron devoradas por tus vecinos soviéticos». Esto era un insulto para mí, porque yo tenía la responsabilidad de llevar alimentos a la ciudad. Una vez que capturamos a algunos oficiales de la Wehrmacht, Mendel y yo los llevamos a comer chocolates y champán. Pensábamos liberarlos más tarde para que contaran en las líneas alemanas lo bien alimentados que estábamos en la ciudad. Los alemanes se rieron de nosotros. Contaban miles de historias acerca de los cadáveres que encontraban a medida que se abrían paso dentro de la ciudad. Se reían de mí especialmente. Sentían curiosidad respecto al americano que alimentaba a los rusos. ¿Creía yo de verdad, preguntaron, que las pocas raciones que dejábamos caer desde los aviones o que introducíamos en trineos mantenían vivas a un millón de personas? Rugían de risa. ¿No se me ocurría pensar en algo más asequible? ¿No tenía ya la respuesta?, preguntaron. Descubrí que sí la tenía, y entonces maté a los oficiales alemanes. Pero tenía la respuesta.
Salieron del parque a la Quinta Avenida, que constituía una línea divisoria entre el público y los ricos. Las arañas de cristal lanzaban destellos en las ventanas; los porteros permanecían de pie bajo doseles. La limusina se detuvo en un lado de la calle a esperar, mientras Osborne conducía a Arkady al edificio más cercano. Un operador uniformado los llevó al piso quince, en el que sólo había una puerta. Osborne la abrió e hizo señas a Arkady para que entrara.
Entraba suficiente luz por las ventanas para que Arkady pudiera ver que estaba en la antesala de un apartamento grande. Osborne operó un interruptor de luz sin que ocurriera nada.
—Hoy estuvieron aquí los electricistas —dijo—. Supongo que no terminaron su trabajo.
Arkady entró en una habitación en la que había una mesa grande de comedor y sólo dos sillas; siguió hasta una despensa con muebles abiertos vacíos y luego a un estudio con un aparato de televisión todavía embalado y enchufes desconectados. Contó ocho habitaciones, todas casi vacías, excepto por una alfombra o silla indicadoras de que vendrían más muebles. Había también un perfume familiar.
Fue conducido a la sala, donde unas ventanas dejaban ver el parque abajo, mucho más hermoso desde esa altura. Vio el negro profundo de lagos y estanques y el óvalo blanco de la pista de patinaje. Alrededor del parque había apartamentos y hoteles; arriba, una bóveda de nubes.
—¿Qué le parece? —preguntó Osborne—. Un poco vacío.
—Bueno, en Nueva York la vista es lo más importante. —Osborne sacó otro cigarrillo de su cigarrera—. Vendí mis salones de exhibición de París. Tenía que invertir el dinero en algo, y un segundo apartamento aquí es tan bueno como cualquier otra cosa. Para ser honrado, Europa no es segura para mí. Ésa ha sido la parte más difícil del negocio: las garantías de seguridad física.
—¿Qué negocio?
—El de las cebellinas. Afortunadamente, robé algo que vale la pena devolver.
—¿Dónde están las cebellinas?
—La cría de animales de piel se hace principalmente en las inmediaciones de los Grandes Lagos. Pero tal vez les mentí; tal vez tengo las cebellinas en Canadá. Canadá es el segundo país en tamaño de la Tierra; les tomará un poco de tiempo registrarlo. O tal vez las tenga en Maryland o Pensilvania; allí también hay crianza de animales. Su problema es que en la primavera tendré muchos recién nacidos, todos procreados por mis barguzshinskys, y habrá muchas más cebellinas con las que contar. Por eso los rusos tienen que negociar ahora.
—¿Por qué me cuenta todo eso?
Osborne se reunió con él junto a la ventana.
—Puedo salvarlo —dijo—. Puedo salvarlo a usted y a Irina.
—Usted trató de matarla.
—Lo hicieron Iamskoy y Unmann.
—Dos veces intentó matarla —dijo Arkady—. Yo estuve allí.
—Fue un héroe, investigador. Nadie quiere quitarle ese mérito. Lo envié a la universidad para que la salvara, después de todo.
—Me envió allí para que me mataran.
—Y la salvamos, usted y yo.
—Mató a tres de sus amigos en el Parque Gorki.
—Usted mató a tres de mis amigos —dijo Osborne.
Arkady sintió frío, como si las ventanas se hubieran abierto. Osborne no estaba cuerdo o no era un hombre. Si el dinero pudiera tener huesos y carne, sería Osborne. Usaría el mismo traje de casimir; se partiría su cabellera plateada de la misma manera; tendría la misma máscara delgada con su expresión de complacencia superior. Estaban a mucha distancia de la calle. El apartamento estaba vacío. Podría matar a Osborne, eso no lo dudaba. No tenía por qué escuchar una palabra más.
Como si Osborne hubiera adivinado los pensamientos de Arkady, sacó su pistola otra vez.
—Tenemos que perdonarnos mutuamente. La corrupción es parte de nosotros, está en nuestro mismo corazón. Era innata en Iamskoy, con o sin revolución rusa. Era innata en usted y en mí. Pero no ha visto todo el apartamento…
Con Arkady delante, se dirigieron por el vestíbulo a una habitación en la que no había entrado antes y cuyas ventanas también daban al parque. Había una cómoda y un espejo, una silla, una mesa de noche y una cama grande, deshecha. Allí el olor que había reconocido al entrar era más fuerte.
—Abra el segundo cajón de la cómoda —le dijo Osborne.
Así lo hizo Arkady. Dentro, colocada correctamente, había ropa interior de hombre nueva y calcetines.
—Así que alguien se va a mudar aquí —dijo.
Osborne señaló las puertas corredizas de un armario empotrado.
—Abra la puerta de la derecha.
Arkady la abrió. De un bastidor colgaban una docena de chaquetas nuevas y pantalones. Pese a la débil luz, vio que eran duplicados de la chaqueta y los pantalones que llevaba puestos.
—No tenía objeto no comprar prendas adicionales —dijo Osborne.
Arkady abrió la otra puerta. Estaba llena de vestidos, trajes de noche, trajes de baño y dos abrigos de pieles, y el piso estaba cubierto de zapatos y botas de mujer.
—Usted se muda aquí —dijo Osborne—, usted e Irina. Será mi empleado y le pagaré bien, mejor que bien. El piso está a mi nombre, pero el primer año de hipoteca y mantenimiento están pagados. A cualquier neoyorquino le gustaría estar en su lugar. Tendrá una nueva vida.
Era imposible que esa conversación estuviera teniendo lugar, pensó Arkady; había tomado un giro absolutamente equivocado.
—¿Quiere que Irina viva? —preguntó Osborne—. Ése es el negocio; las cebellinas a cambio de Irina y usted. Irina, porque la quiero, y usted, porque ella no vendría sin usted.
—No voy a compartir a Irina con usted.
—Ya la está compartiendo —dijo Osborne—. La compartió conmigo en Moscú, y la ha estado compartiendo conmigo desde que llegó. Yo estaba en su cama aquella mañana en Moscú, cuando habló con ella frente a su apartamento. Durmió con usted anoche y conmigo esta tarde.
—¿Aquí? —Arkady contempló las sábanas arrugadas, luminosas en su desarreglo.
—¿No me cree? —dijo Osborne—. Vamos, es demasiado buen investigador para estar tan sorprendido. ¿Cómo habría conocido a James Kirwill sin Irina? ¿O a Valerya o a Kostia? ¿Y no le pareció extraño que Iamskoy y yo no los encontráramos cuando la escondió en su apartamento? No tuvimos que ir a verla; ella me llamó desde allí. ¿Cómo cree que la encontré cuando hizo su viaje a la frontera finlandesa? Ella vino a mí. ¿Acaso no se hizo esas preguntas? Porque ya tenía sus respuestas. Yo he confesado… ahora es su turno. Pero eso no le gusta. Al final de una investigación sólo quiere encontrar un monstruo y los muertos bien colocados. No permita Dios que se descubra a sí mismo. Aprenderá a vivir con usted mismo, se lo prometo. Los rusos se concretarán a incluirlos a usted y a Irina en la cuota de judíos; hacen eso con muchos problemas de los que quieren librarse.
Osborne colocó la pistola en la mesilla de noche.
—No quería que viniera, pero Irina no se quedaría sin usted. Fue algo enloquecedor. Todo lo que siempre quiso fue estar aquí, y de pronto amenazaba con regresar. Ahora me alegro de que esté usted aquí; así todo queda completo. —De un cajón de la mesilla de noche sacó una botella de Stolichnaya y dos vasos—. La situación me parece seductora. ¿Qué hombres pueden conocerse mejor que un asesino y su investigador? Su deber es definir el crimen, pero define también al criminal. Yo había tomado forma en su imaginación aun antes de conocernos, y al huir de usted, usted me obsesiona. Siempre hemos sido socios en el crimen.
Llenó el vaso de vodka hasta el borde y se lo dio a Arkady.
—¿Y qué asesino y qué investigador pueden ser más allegados, que dos hombres que comparten la misma mujer? También somos socios en la pasión. —Osborne levantó su vaso—. Brindo por Irina.
—¿Por qué mató a esa gente del Parque Gorki?
—Usted sabe por qué; usted lo resolvió. —Osborne aún tenía levantado el vaso.
—Sé cómo lo hizo, pero ¿por qué?
—Por las cebellinas, como usted sabe.
—¿Para qué quería las cebellinas?
—Para ganar dinero. Todo esto lo sabe.
—Ya tiene mucho dinero.
—Quiero tener más.
—¿Más dinero? —preguntó Arkady. Vació su vodka en la alfombra del dormitorio, dibujando una espiral con el vodka—. Entonces no es usted hombre de grandes pasiones, Osborne; es sólo un negociante homicida. Es un tonto, Osborne. Irina se vende a usted y se entrega a mí. Un hombre de negocios debe esperar sólo la piel, ¿sí? Usted debe de saber de eso. Vivimos aquí a sus expensas y nos reímos de usted en su cara. ¿Y quién sabe cuándo desapareceremos? Entonces no tendrá cebellinas ni Irina ni nada.
—Entonces, acepta mi ayuda —dijo Osborne—. Hoy es miércoles. El viernes los soviéticos y yo pactaremos: usted e Irina por las cebellinas. ¿Me permitirá que lo salve?
—Sí —contestó Arkady.
¿Qué otra alternativa quedaba? Sólo Osborne podía salvar a Irina. Una vez a salvo podrían huir. Si Osborne intentaba detenerlos, Arkady lo mataría.
—Entonces brindo por usted —dijo Osborne—. Me llevó un año en Leningrado descubrir lo que son capaces de hacer los seres humanos para sobrevivir. Hace apenas dos días que está usted aquí y ya es un hombre diferente. En dos días más, será un norteamericano. —Se bebió el vaso de vodka de un trago—. Pienso en los años venideros —dijo—. Será bueno tener un amigo.
Solo en el ascensor, Arkady se estremeció bajo el peso de la verdad. Irina era una prostituta. Se había acostado con Osborne y Dios sabe con quién más para escapar de Rusia. Había abierto las piernas como si fueran alas. Le había mentido a Arkady —mentido con acusaciones y besos—, lo había llamado idiota, transformándolo en un idiota. Y lo que era peor: él lo había sabido. Lo había sabido desde el principio, lo supo siempre, lo supo más a medida que crecía su amor por ella. Ahora ambos eran prostitutas. Él, con su ropa nueva, sin ser ya investigador principal, sin ser ya criminal… ¿entonces qué? Los tres cadáveres del Parque Gorki. «¿Qué hay con ellos?», había preguntado Osborne. ¿Y qué respecto a Pasha? Estaba anonadado por todos los fraudes que había cometido. El primero consistió en maniobrar para que Pribluda se hiciera cargo del caso. El segundo, para quedarse con Irina, y el último, para que Osborne pudiera tenerla.
La puerta del ascensor se abrió dejándolo pasar al vestíbulo. Soy socio de Osborne, se dijo. En cuanto llegó a la acera, la limusina se puso frente a él. Sin pensarlo entró en el coche, que se encaminó hacia el sur, hacia el hotel.
Sin embargo, él la seguía amando. Se olvidaría de los cadáveres del Parque Gorki. Obrando como una prostituta, ella había conseguido llegar a Estados Unidos, y él se prostituiría para ayudarla a quedarse. El hotel Barcelona había sido bien elegido para semejante pareja. Apoyó la cabeza en el respaldo. Los copos de nieve temblaban en las sombras movedizas de la ventanilla. Ella le había suplicado que no le hiciera preguntas, y él había dejado de preguntar y había dejado su mente en blanco. ¿Cuántos armarios de ropa tendría Irina? ¿Cuánto tiempo hacía que estaba en Nueva York?
Hizo memoria. Él no había flaqueado, nunca había hablado. Pero la KGB y el FBI y todo el mundo sabían lo de Irina y Osborne. ¿Quién más podría haberlo dicho, salvo Irina? ¿Y cuántos años hacía que ella se acostaba con Osborne? No, de seguro que no había habido otros hombres en su vida. Osborne era demasiado orgulloso para permitir eso.
En Broadway pasaron junto a las sonrisas simiescas de las marquesinas de los cines. Los teatros pornográficos exhibían amplificaciones de cuerpos entrelazados. «¡Funciones en vivo!», ponía un letrero. Un zaguán albergaba a una negra con peluca rubia, a una mujer blanca con una peluca roja y a un joven con sombrero de vaquero. En Times Square había, en cada esquina, un par de policías nerviosos. Las carteleras estallaban en color y humo. La nieve volaba como ceniza sobre la multitud. Un hombre que hacía jogging se abría paso entre las prostitutas.
A pesar de todo, Irina lo amaba. Regresaría a Rusia o se quedaría en Estados Unidos, según lo que él hiciera. La recordó en los estudios Mosfilm, con su chaqueta afgana y sus botas rotas. Se había acostado con Osborne en Moscú, pero no había aceptado regalos. Ni siquiera dinero y casi siempre tenía hambre. El único regalo que aceptaría sería Estados Unidos. ¿Qué le había obsequiado Arkady?: una bufanda con dibujos de huevos de Pascua. Sólo Osborne podía darle Estados Unidos; sólo Osborne podía darle a él la verdad. Osborne tenía la posibilidad de hacer regalos.
Estados Unidos, Rusia; Rusia, Estados Unidos. Estados Unidos era la mejor de todas las ilusiones. Desafiaba todas las expectativas. Aún allí, en medio de sus luces, lo bastante cerca como para arrugar dólares con las manos, seguía siendo una ilusión. No hubiera venido de haber sabido de la intimidad de Irina con Osborne, se dijo. Pero siempre lo había sabido, se contestó. ¿Quién era él para hablar de ilusiones?
Irina regresaría a Rusia si Arkady lo quería: aun Osborne lo aceptaba.
¿Cómo serían Irina y Osborne en la cama?
Irina, Osborne; Osborne, Irina. Podía verlos en la cama, los dos hechos una serpentina. Los tres.
Salió de sus divagaciones cuando la limusina se detuvo junto a la acera. Notó que estaban muy al sur de la calle Veintinueve. Las dos puertas traseras se abrieron; en cada una, un joven negro apuntaba un revólver a la cabeza de Arkady con una mano, mientras que con la otra mostraba una placa de detective. El cristal que dividía el asiento delantero del trasero descendió y Kirwill apareció detrás del volante.
—¿Qué le pasó al chófer? —inquirió Arkady.
—Un hombre malo le pegó en la cabeza y le robó el coche —dijo Kirwill con amplia sonrisa—. Bienvenido a Nueva York.
Kirwill consumía emparedados de carne de vaca y bebía whisky con cerveza. Los dos detectives negros, Billy y Rodney, bebían cubatas en el reservado opuesto. Arkady estaba sentado frente a Kirwill con su vaso vacío. No estaba en el bar, no estaba libre, sus ojos veían aún las sábanas revueltas de la cama del apartamento. Estaba sentado frente a Kirwill de la misma manera en que un hombre podía permanecer sentado indiferentemente frente al fuego.
—Osborne podría decir: «Los maté» —explicó Kirwill—. Podría decir: «Los maté en el Parque Gorki a las tres de la tarde del día 1 de febrero. Lo hice y me alegro de haberlo hecho». No habría extradición. Con cualquier abogado americano decente, el caso se prolongaría cinco años. Se necesitan veinte años para sacar de aquí a un criminal de guerra nazi. Digamos, cinco años del primer proceso, otros cinco años para una apelación. Al final podría recurrir a una apelación federal y comprar un juicio nulo. Ganara o perdiera, pasarían quince años, y las cebellinas joden; no tanto como los visones, pero joden, y en quince años el monopolio raso de las cebellinas sería historia antigua. Eso significa cincuenta millones de dólares en divisas extranjeras. Así que olvídate de la extradición. Las otras dos alternativas son matar a Osborne y recuperar las cebellinas, o bien pactar. El buró protege a Osborne y los rusos no saben dónde están las cebellinas, de modo que pactarán. Mira, hay que darle crédito al hombre. Osborne se meó en la KGB; meó y después se la sacudió. ¿Quién eres tú para perseguirlo, un agente subversivo raso? Pero yo te ayudaré, Renko.
Kirwill y sus dos detectives negros parecían ladrones exóticos, ciertamente nada parecido a la milicia de Moscú. La limusina robada estaba a unas cuantas manzanas de distancia.
—Debiste ayudarme en Moscú —dijo Arkady—. Pude haber detenido a Osborne entonces. Ahora no me puedes ayudar.
—Puedo salvarte.
—¿Salvarme? —A Arkady le pareció gracioso. Ayer hubiera podido creerle, ahora no—. No me puedes salvar sin tener las cebellinas. ¿Tienes las cebellinas?
—No.
—Me vas a salvar, pero no puedes hacerlo. Esto no me da muchas esperanzas.
—Deja a la chica… deja que la KGB se desquite con ella.
Arkady se frotó los ojos. ¿Él en Estados Unidos e Irina en Rusia? Qué conclusión absurda sería ésa… —No.
—Eso es lo que imaginé.
—Bueno, gracias por tus amables intenciones. —Arkady hizo un intento por ponerse en pie—. Quizá querrías llevarme ahora a mi hotel.
—Espera un momento. —Kirwill lo hizo sentar.
Toma una copa en memoria de los tiempos idos. —Llenó el vaso que tenía Arkady delante, sacó de sus bolsillos algunas bolsas de celofán con cacahuetes, que puso sobre la mesa. Billy y Rodney miraban a Arkady con gran curiosidad, como si bebiera con la nariz. Eran altos y muy negros, con camisas brillantes y collares.
—Si el FBI te puede prestar a un homicida confeso, también puede prestarte al Departamento de Policía de Nueva York por otros cinco minutos —comentó Kirwill.
Arkady se encogió de hombros y bebió el whisky de un trago.
—¿Por qué es tan pequeño el vaso? —inquirió.
—Es una forma de tortura concebida por los sacerdotes —repuso Kirwill. Miró a los otros detectives—. Oye, consigamos al menos un bol para las nueces. ¿Puede mover el culo alguno de ustedes? —Cuando Billy hubo ido al bar, Kirwill comentó a Arkady—: Es un espada estupendo.
—¿Espada? —preguntó el ruso.
—Espada, negro, sangre, petimetre, coco, son nombres que le vienen bien —dijo Kirwill mientras el otro detective negro movía la cabeza y reía—. Oye, Rodney —agregó Kirwill—, si se convierte en norteamericano, tendrá que ampliar su vocabulario.
—¿Por qué no te agrada el FBI? —inquirió Arkady.
Ese ciclón maniático que era Kirwill hizo un pequeño giro. La sonrisa se torció.
—Bueno, por muchas razones. Profesionalmente, porque el FBI no lleva a cabo investigaciones, paga soplones. No importa de qué caso se trate: de espías, derechos civiles, la mafia, todo lo que saben hacer es pagar a soplones. La mayoría de los norteamericanos son reacios a informar, así que el buró se especializa en esa actividad. Sus informadores son casos mentales y matones. Cuando el FBI establece contacto con el mundo real, de pronto surgen todos esos fenómenos que matan a la gente con alambre de piano. Por ejemplo, uno de esos fenómenos es atrapado y está dispuesto a freír a sus amigos. Entonces le cuenta al buró lo que éste quiere escuchar e inventa lo que no sabe. Ya ves, ésa es la diferencia básica. Un policía sale a las calles a obtener información por su cuenta. Está dispuesto a ensuciarse porque lo que más ambiciona en la vida es ser detective. Pero un agente del FBI es en realidad abogado o contador; quiere trabajar en una oficina y vestir bien, tal vez meterse en política. Ese hijo de puta es capaz de comprar un soplón por día.
—No todos los que informan son fenómenos —murmuró Arkady.
Vio a Misha de pie en la iglesia, tomó otro trago y desechó la imagen.
—Cuando sus fenómenos terminan de testificar, los trasladan a otra parte y les asignan nuevos nombres. Si el fenómeno mata a alguien, el FBI vuelve a llevárselo a otra parte. Hay psicópatas que han sido trasladados cuatro o cinco veces, con total impunidad. Yo no los puedo arrestar; cuentan con mejores avales que los de Nixon. Eso es lo que ocurre cuando no es uno mismo quien hace el trabajo; cuando se utiliza a esos tipos.
El detective regresó con una escudilla de plástico, en la que Kirwill vació las bolsas de cacahuetes.
—Ya que estás parado, Billy —dijo—, ¿por qué no llamas a la prisión para ver si ya dejaron en libertad a nuestro amigo Rats?
—¡Mieeerda! —exclamó Billy, pero se dirigió al teléfono.
—¿Qué es «mieeerda»? —preguntó Arkady.
—Dos pedazos de mierda —dijo Rodney.
—Osborne dice que él es informante del FBI —dijo Arkady.
—Sí, lo sé. —Kirwill alzó los ojos como si estuviera mirando la luna—. Imagínate el día en que John Osborne entró a las oficinas del buró. Probablemente tropezaron consigo mismos al ponerse de pie rápidamente. Un personaje como él, que ha estado en el Kremlin, en la Casa Blanca, que es miembro de la alta sociedad, es incapaz de aceptar un céntimo y en cambio puede comprar y vender a cualquier miembro del buró. Aquí se roza con toda clase de rosados y allí, con los rojos. Es el soplón soñado, convertido en realidad.
—¿Por qué no acudió a la CIA?
—Porque es listo. La CIA posee miles de fuentes de información sobre la URSS, un centenar de hombres que entran y salen de Rusia. El FBI tuvo que cerrar sus oficinas en Moscú. Todo lo que le quedaba era Osborne.
—Todo lo que podía proporcionarles eran chismes.
—Eso es todo lo que querían. Sólo deseaban poder sentarse en el regazo de algún congresista, pegar sus labios cálidos a sus orejas y susurrarle que habían sabido, a través de sus fuentes especiales particulares, que Brezhnev tenía sífilis. Lo mismo que dijeron acerca de los chicos Kennedy y de King. Por eso es por lo que los congresistas están dispuestos a pagar, de eso tratan los presupuestos federales. Sólo que ahora el buró tiene que pagar; Osborne les ha pasado sus cuentas. Quiere que el buró lo proteja, y no va a cambiar de nombre ni a esconderse. Tiene al buró agarrado por sus delicadas pelotas de perla y apenas empieza a apretar.
Mientras Kirwill hablaba, Arkady se había comido los cacahuetes. Se sirvió otro trago.
—Pero robó las cebellinas y tiene que devolverlas.
—¿De veras? ¿Las devolvería la Unión Soviética si la KGB las hubiera robado? Es un héroe.
—Es un asesino.
—Eso dices tú.
—Yo no soy de la KGB.
—Eso digo yo. En este mundo especial nosotros somos de los que no cuentan para nada.
—No lo soltaron —dijo Billy al regresar del teléfono—. Ahora lo detendrán por embriaguez y conducta desordenada. Formularán los cargos dentro de una hora.
La voz de Billy hacía pensar a Arkady en un saxofón.
—Tus dos hombres —miró analíticamente a Billy y a Rodney—, ¿no están pintando una oficina frente a mi hotel?
—¿Veis? —comentó Kirwill a sus detectives—, os dije que era bueno.
Cuando salieron del bar, Billy y Rodney se fueron en un descapotable rojo. Kirwill y Arkady caminaron por diversas calles trazadas en ángulos extraños, por una parte de la ciudad que Kirwill llamaba el Village. Había nieve suficiente como para destacar los postes del alumbrado y mejorar el sabor del aire nocturno. Al llegar a la calle Barrow, se detuvieron frente a una casa de ladrillo de tres plantas con escalones de mármol y enredaderas que crecían entre dos casas casi idénticas. Arkady supo, sin que se lo dijeran, que ésa era la casa de Kirwill.
—En el verano esa vistaria crece excesivamente y esto se transforma en un infierno purpúreo —dijo Kirwill—. Un ruso cuyo inglés no era bueno vivía aquí con el Gran Jim y Edna. Cuando sus amigos lo visitaban, les decía que buscaran una casa «cubierta de histeria». Bastante parecido.
La casa parecía suspendida en la oscuridad.
—Siempre había muchos rusos con nosotros. La babushka que me cuidaba, me hablaba de los cinco cochinillos de los dedos de mis pies. Decía: «Este pequeño Rockefeller fue al mercado, este pequeño Mellon se quedó en casa, este pequeño Stanford comió asado…» El FBI siempre tenía dos agentes en un coche frente a la casa, día y noche. Intervinieron el teléfono, pusieron micrófonos en nuestras paredes desde otras casas colindantes, interrogaban a quienes se acercaban a la puerta. Los anarquistas hacían bombas en el terrado. Había cierto suspense en el lugar, que no se encuentra en otras casas. Más tarde, Jimmy tomó la planta alta. Más cerca de Dios. Levantó un altar con crucifijos e iconos. Cristo era la bomba de Jimmy. El Gran Jim y Edna estallaron, Jimmy estalló, y yo he quedado reducido a un solo ruso. —¿Y todavía vives aquí?
—Sí, en una maldita casa encantada.[3] Todo el país es una maldita casa encantada. Vamonos, tenemos que buscar a alguien.
El automóvil de Kirwill era viejo, de color azul, fastidiosamente limpio. Se dirigió al sur por Varick, saludando con la mano a un coche patrulla al que adelantaron. A Arkady se le ocurrió que para entonces Wesley debía de saber que se había perdido y debía de haber pánico en el hotel Barcelona. ¿Se habría emitido un boletín sobre su desaparición a los automóviles de la policía? ¿Sospecharían de Kirwill?
—Aunque Osborne sea un informador importante, no entiendo por qué el FBI le permite verme —dijo Arkady—. Sea como fuere, sigue siendo un criminal y ellos un órgano de la justicia.
—Otras ciudades obedecen los reglamentos; pero Nueva York no. Si un diplomático choca contra tu coche, mata a tiros a tu perro, viola a tu mujer, se va tranquilamente a su casa. Hay un pequeño ejército israelí, un pequeño ejército palestino, los cubanos de Castro, los cubanos del buró… todo lo que podemos hacer es actuar como criados y limpiar el follón.
Al recorrer en coche una ciudad nocturna desconocida, su imaginación procuraba suplir lo que no veía. En las sombras, Arkady ponía las chimeneas de las fábricas Likhachev, las paredes del Manezh, los callejones de Novokuznetskaya.
—Sin embargo, el FBI está manejando este asunto de manera diferente —dijo Kirwill—. Tienen apartamentos seguros en el Waldorf. ¿Por qué instalarte en el Barcelona? Fue una buena medida, porque la seguridad apesta y yo podría poner encima tuyo a Billy y a Rodney. Pero hay algo sospechoso porque sugiere que Wesley no quiere que ni siquiera en el buró haya registro de que estuviste aquí. ¿Qué te dijo Osborne? ¿Mencionó algún arreglo?
—Sólo hablamos —dijo Arkady.
Mintió sin vacilar, como si hablara otra persona y no él.
—Seguro que habló de él y de la chica, si lo conozco bien. Es de los que obtienen placer apretando las tuercas… Déjamelo a mí.
Los edificios públicos del bajo Manhattan eran una colección de arquitectura romana, colonial y moderna, con una sola concepción muy iluminada, un solo edificio enorme que ocupaba toda la manzana y le resultaba familiar a Arkady. Era de estilo gótico estalinista, sin los encajes orientales de Stalin, un monumento fúnebre más reluciente pero sin estrella roja que se elevara por encima de sus luces. Kirwill aparcó enfrente.
—¿Qué es esto? —preguntó Arkady—. ¿Qué puede estar abierto a esta hora?
—Son las Tumbas —contestó Kirwill—. Los tribunales nocturnos permanecen abiertos.
Empujaron las puertas de bronce para entrar en un vestíbulo lleno de mendigos con mataduras, chaquetas con los bolsillos rotos y la actitud suspicaz de los perros apaleados. En Moscú había mendigos, pero se les veía solamente en las estaciones de tren o cuando eran dispersados por una campaña de la milicia. Todo el vestíbulo era de ellos. El mostrador de información estaba atestado de basura. Un costado del vestíbulo estaba empapelado con los horarios de los juicios; el otro tenía una serie de teléfonos de aluminio. Los accesorios del techo estaban fuera del alcance de la mano. Un par de ancianos con abrigos maltrechos y portafolios miraron a Arkady.
—Son abogados —explicó Kirwill—. Creen que podrías ser un cliente.
—Deberían conocer mejor a sus clientes.
—No conocen a sus clientes hasta que atraviesan esas puertas.
—Deberían reunirse con sus clientes en sus oficinas. —Ésta es su oficina.
Kirwill lo guió entre la multitud, a través de una doble serie de puertas de bronce, hasta lo que Arkady reconoció de inmediato como la sala de un tribunal. Era casi la medianoche; ¿cómo podía haber una sesión a esa hora?
Un juez con su túnica estaba sentado ante un escritorio alto con un panel de madera en el que estaban grabadas las palabras «Confiamos en Dios», y a su lado había una bandera norteamericana plastificada. Una taquígrafa y un empleado ocupaban escritorios más bajos y había un hombre sentado ante una mesa, seleccionando papeles de una pila de acusaciones forradas de azul. Los abogados iban de la mesa de los papeles al juez o a la banca lateral donde esperaban los infractores. Éstos eran de ambos sexos, de todas las edades y negros en su mayoría; todos los abogados eran jóvenes, de raza blanca y varones.
Una cuerda de terciopelo separaba la sección donde se desarrollaba el proceso, de una hilera de hombres ataviados con chaquetas de cuero y téjanos. Ostentaban placas policíacas en sus cinturones y expresiones de infinito aburrimiento: unos parecían distraídos, otros tenían los ojos cerrados. Las familias de los acusados estaban sentadas en las filas traseras, entre los mendigos que habían ido allí a dormitar. Allí se concentraba el sueño de la ciudad; empezaba y se propagaba a partir de ese tribunal, una fatiga que superaba cualquier ultraje, que vencía aun a la pose estática del cinismo. La del juez, la del infractor, la del amigo: todas las caras reflejaban cansancio. Una morena clara con un bebé bien abrigado en el regazo estaba sentada tranquilamente junto a Arkady. Los ojos del pequeño reflejaban los cuadrados brillantes de las luces del cielo raso. Las cortinas de las ventanas estaban corridas. Ocasionalmente, un guardia se movía para expulsar de la sala a alguien que roncaba; por lo demás, el tribunal estaba virtualmente silencioso, porque cuando un infractor y el oficial que lo había detenido eran llamados al estrado, los abogados hablaban con el juez en voces demasiado bajas como para escucharse. Entonces el juez fijaba un precio. A veces ascendía a 1000 dólares, a veces a 10.000. El juez escuchaba sin levantar nunca los ojos, volviendo la cabeza de un abogado a otro. Arkady comprendió que regateaban. Transcurrían cinco minutos o sólo uno antes de que se determinara la suma. En Moscú había visto resolverse casos de embriaguez con la misma rapidez, pero éstos eran cargos de robo o asalto. Luego, mientras se llamaba al siguiente delincuente, el anterior se retiraba salvando la soga de terciopelo, peinándose mientras caminaba, dejando atrás al hombre que lo había aprehendido.
—¿Qué es «fianza»? —preguntó Arkady.
—Es la suma que se paga para salir de la cárcel —contestó Kirwill—. La puedes considerar un depósito, un préstamo o un impuesto.
—¿Eso es justicia?
—No, pero es la ley. No han traído todavía a Rats… eso es bueno.
Algunos detectives se dirigieron al fondo de la sala del tribunal para saludar con respeto a Kirwill. Eran hombres grandes, sin afeitar, músculos y grasa embutidos en camisas a cuadros y cinturones con placas de detectives… nada parecidos a los delgados agentes del FBI. Uno señaló al siguiente acusado que se inclinaba ante el juez. Dijo:
—Ese miserable golpeó a una señora en el parque; lo atrapó el Escuadrón Contra Robos. Pensaron que la había violado y lo entregaron a las chicas del Escuadrón de Estupros. Luego, ellas creyeron que la víctima iba a morir, así que nos lo pasaron a nosotros, en Homicidios. Pero como no murió ni había sido violada, lo devolvieron al Escuadrón de Robos. Lo malo es que su turno ha terminado y la papelería anda por todo el maldito lugar, y si no se la reúne pronto, el delincuente quedará libre.
—Es un psicópata —agregó el segundo detective—. Cuando era menor de edad mató a su mamá, quemándola. ¿Acaso tenemos que proteger a todas las mujeres que le recuerdan a su madre?
—¿Qué objeto tiene? —preguntó el primer detective—. ¿Cuál es el maldito, grasiento y espinoso objeto?
Arkady se encogió de hombros. No lo sabía. Lo mismo hizo Kirwill. Al aceptar el homenaje que le rendían los otros detectives, él era su inteligencia, su fuerza, sus ojos azules impregnados de alcohol.
—No tiene objeto —dijo Kirwill—, ése es el asunto.
Kirwill guió a Arkady fuera del tribunal, de regreso a los pasillos.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Arkady.
—Vamos a sacar a Rats de la perrera. ¿Acaso tienes algo mejor que hacer?
Kirwill apretó el timbre colocado junto a una puerta de acero. Dos ojos atisbaron a través de una rendija y a continuación les franquearon el paso a las celdas de Manhattan. Allí detenían a los delincuentes que comparecían ante los tribunales. Vistas desde cierto ángulo, las barras de color verde parecían paredes sólidas de las que sobresalían unas manos. Vistas de frente, dejaban ver celdas de azulejos amarillos, donde una docena o más hombres esperaban su turno para presentarse en el tribunal con una docilidad de máquinas, moviendo sólo los ojos al paso de Kirwill y Arkady. Kirwill se detuvo en una celda ocupada por un hombre blanco extrañamente vestido con guantes de lana cortados en las puntas de los dedos, botas lodosas, un abrigo con muchos bolsillos y una gorra de lana sobre el cabello revuelto. Su cara tenía el rubor y la mugre del licor y la exposición a la intemperie y trataba de dominar el temblor de su pierna izquierda. Fuera de la celda había un detective de bigote y un joven de rostro enjuto con traje y corbata.
—¿Listo para ir a casa, Rats? —preguntó Kirwill al hombre de la celda.
—No se llevará usted al señor Ratke a ninguna parte, teniente —dijo el hombre de la corbata.
—Es el fiscal de distrito auxiliar; más adelante será un abogado defensor con jugosos ingresos —explicó Kirwill a Arkady—. Y el otro es un detective muy dócil.
De hecho, parecía como si el detective quisiera arrastrarse detrás de su bigote para esconderse.
—El señor Ratke comparecerá dentro de unos minutos —dijo el abogado.
—¿Por ebriedad y desorden? —preguntó riendo Kirwill—. Es un borracho, ¿qué esperaba?
—Queremos que el señor Ratke nos proporcione cierta información. —El abogado tenía el ánimo nervioso de un cachorro—. Quiero hacer notar al teniente que hace poco hubo un gran robo en la Compañía de la Bahía de Hudson, y que no se sabe aún quiénes fueron los autores del hurto. Tenemos razones para creer que el señor Ratke intentaba vender mercancías provenientes de ese robo.
—¿Qué pruebas tienen? —preguntó Kirwill—. No lo pueden retener.
—¡Yo no robé nada! —gritó Rats.
—De todas maneras, lo vamos a detener por ebriedad y desorden —aclaró el abogado—. Teniente Kirwill, he oído hablar de usted y no me importa chocar con usted.
—¿Lo detuvo usted bajo el cargo de ebriedad y desorden? —Kirwill leyó el nombre en la placa del detective—. Se llama usted Casey, ¿verdad? ¿No conocí a su padre? Había un detective que se llamaba así.
—Rats había sido ya descubierto y necesitaban a alguien que lo detuviera… —Casey no miraba a los ojos de Kirwill.
—Puedo entender que un uniformado lo hiciera, pero ¿usted? —preguntó Kirwill—. ¿Tiene problemas económicos? ¿Necesita hacer horas extras? ¿Se trata de la pensión alimenticia?
—El detective Casey me está haciendo un favor —dijo el abogado.
—Por la memoria de su padre, le prestaré dinero —dijo Kirwill—. Haré cualquier cosa por evitar que un buen chico irlandés se humille. Me disgustaría que esto se divulgara.
—Teniente Kirwill, no tiene objeto seguir insistiendo —interrumpió el abogado—. El detective aceptó ser el oficial del arresto para efectuar la acusación. No sé qué interés tiene usted en el caso, pero definitivamente retendremos al señor Ratke. De hecho, ya deberíamos estar de camino al tribunal…
—Al diablo con esto. —Casey saludó con la mano y se alejó.
—¿Adonde va? —preguntó el abogado.
—Ya me he ido. —El detective ni siquiera miró atrás.
—¡Espere! —El abogado corrió tras él e intentó interponerse entre Casey y la puerta, pero éste ni siquiera se detuvo a discutir.
—No hay por qué colaborar con esos sujetos —dijo, cerrando de golpe la puerta al irse.
El abogado regresó.
—De todos modos, pierde, teniente. Aunque no podamos acusarlo, el señor Ratke no está en condiciones de irse solo a su casa, y nadie ha venido a reclamarlo.
—Yo lo estoy reclamando.
—¿Por qué, teniente? ¿Por qué hace todo esto? Interrumpe usted un caso, intimida a un colega detective, antagoniza a la oficina del fiscal de distrito… todo por un borracho. Si un oficial puede hacer esto, ¿qué objeto tiene el tribunal?
—Ningún objeto, ésa es la cuestión.
Kirwill y Arkady arrastraron a Rats todo el trayecto hasta el vestíbulo principal, antes de que comenzara a gritar con delírium trémens. Los mendigos del vestíbulo eran sonámbulos sorprendidos, despiertos. Kirwill cubrió con su mano la boca de Rats y Arkady lo cargó. Rats era el primer norteamericano que conocía que realmente apestaba.
Lo metieron en el coche y en la calle Mulberry, Kirwill entró en una mantequería para comprar unas botellas de whisky y oporto y más bolsas de cacahuetes.
—Va contra la ley comprar licor en una mantequería —explicó Kirwill—. Por eso sabe tan bien.
Rats se bebió el oporto y pronto se durmió en el asiento trasero.
—¿Por qué? —preguntó Arkady—. ¿Por qué nos tomamos tanto trabajo para conseguir un borracho? Wesley y el FBI deben de estar buscándome… quizá también la KGB. Te metes en muchos problemas. ¿Por qué?
—¿Por qué no?
Los cacahuetes salaban la lengua y el whisky se propagaba por los miembros de Arkady. Vio que Kirwill estaba enormemente complacido consigo mismo. Por primera vez, la situación le pareció cómica.
—¿Quieres decir que realmente no hay una razón? —preguntó.
—No en este lugar y en este momento. Permíteme que te enseñe algunos sitios.
—¿Y si nos encuentran antes de que me lleves de regreso?
—Renko, no tienes nada que perder y Dios sabe que yo tampoco. Llevaremos a Rats a su casa.
Arkady miró a la figura inmunda dormida en el asiento trasero. Había comido con Osborne, había hecho un primer contacto con la justicia norteamericana y todavía no quería enfrentarse a Irina.
—¿Por qué no?
—Bravo, muchacho.
La nieve y unos caracteres chinos dorados se mecían por encima de la calle Canal.
—Lo que no comprendí desde un principio —dijo Kirwill— es por qué te hiciste policía.
—Quieres decir investigador.
—Policía.
—Lo que sea. —Arkady se percató de que le estaba siendo tributado un extraño cumplido, quizás una disculpa—. Una vez conocí un caso, cuando era muchacho, uno de esos casos que pueden ser asesinato o suicidio. —Hizo una pausa, sorprendido, porque no había tenido intención de decir eso. Un investigador es entrenado para contestar a esa pregunta, refiriéndose a los paternales investigadores que conoció, a la detención de irresponsables y destructores y a la defensa de la Revolución. Esta noche había demonios en su cabeza—. Fue después de la guerra y había de por medio grandes reputaciones. Nunca oí a tanta gente desembuchar la verdad. Fue debido a que la propia víctima era una verdad insoslayable, porque no había forma de volverla a poner sobre sus pies y porque los investigadores tenían permiso especial para tratar con la verdad.
Pasaron frente a tiendas con misteriosos nombres, como Joyería, Caballeros de Colón, Tienda Principal.
—No hablo con claridad —dijo Arkady.
—Trata de hacerlo.
—Digamos que una noche un artista de mérito pide a su esposa que salga del automóvil para quitar del camino algunos trozos de vidrio, y cuando la mujer está realizando el encargo el hombre la arrolla. Una joven, miembro de una organización comunista, que está a punto de casarse, acomoda en su cama a sus abuelos, cierra herméticamente las ventanas y abre las llaves del gas antes de salir de paseo. Un campesino trabajador, que es un agrónomo estimado, mata a la chica moscovita de quien se ha enamorado. Éstos son peores que crímenes; son cosas que se supone que no deberían ocurrir. Son la verdad. Son la verdad sobre una nueva clase de ruso; el hombre que puede tener una amante y un coche; la chica que tiene que llevar a su marido a vivir en un solo cuarto con dos ancianos; un campesino y nada más que un campesino que sabe que nunca podrá salir de una aldea situada a miles de kilómetros del resto del mundo. No decimos eso en nuestros informes, pero se supone que lo sabemos. Por eso debemos tener permiso especial para tratar con la verdad. Alteramos las estadísticas, naturalmente.
—¿Dicen que hay menos asesinatos? —preguntó Kirwill.
—Desde luego.
Kirwill le pasó la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Qué objeto tiene? —inquirió—. A nosotros nos encanta. La principal causa de muerte de los jóvenes en Estados Unidos es el asesinato. Ese cadáver apenas ha caído al suelo y ya es una estrella de la televisión. Todo el mundo tiene la oportunidad de ser estrella. Tenemos guerras y algo mejor que guerras: psicópatas, violadores, maricas, policías, masacres. Sal afuera y recibe un balazo; quédate en casa y mira la televisión. Somos una forma de arte parlante. Más grandes que Detroit, mejores que el sexo, arte nativo e industria unidos, lo que el Renacimiento fue a Italia, los palillos de comer de los chinos, Hamlet sin los monólogos largos… aquí somos carreras de coches parlantes, Arkady, muchacho. Los tipos que matan de verdad se pierden en el remolino, la vida está perdiendo a sus hombres temerarios. ¿Cómo vas a preocuparte si puedes ver un mejor asesinato en cámara lenta, acompañado de efectos especiales, con una cerveza en una mano y una teta en la otra? Eso es mejor que los policías de verdad. Todos los policías reales están en Hollywood; el resto de nosotros somos farsantes.
El túnel Holland los llevó bajo el Hudson. Arkady sabía que debía de estar ansioso porque a esa altura Wesley debía de estar convencido de que había desertado; sin embargo, se sentía extrañamente animado, como si se descubriera hablando un lenguaje que nunca le había sido enseñado.
—Nuestros asesinatos soviéticos son secretos —dijo—. Estamos atrasados en lo tocante a publicidad. Incluso nuestros accidentes son secretos, oficial y extraoficialmente. Nuestros asesinos por lo general se jactan de sus actos sólo cuando los atrapan. Nuestros testigos mienten; a veces creo que nuestros testigos temen más a los investigadores que los asesinos —dijo, mirando Manhattan desde el lado del río que da a Nueva Jersey. Al final de un millón de luces, dos torres blancas se erguían en la noche. No le habría sorprendido ver dos lunas por encima de ellos—. Durante un tiempo, creí que quería ser astrónomo, pero luego decidí que la astronomía era aburrida. Las estrellas nos interesan sólo porque están muy lejos. ¿Sabes qué nos interesaría de verdad? Un asesinato en otro planeta.
Los letreros señalaban la autopista de Nueva jersey, el bulevar J. F. Kennedy, Bayonne.
Arkady tenía la garganta seca, así que bebió un buen trago.
—En Rusia las carreteras no tienen muchas señales —comentó riendo—. Si no se sabe adonde lleva un camino, es que uno no debería estar allí.
—Aquí, la vida depende de las señales. Somos grandes consumidores de mapas. Nunca sabemos dónde estamos.
El whisky se había acabado. Arkady puso suavemente la botella vacía en el suelo del coche.
—¡Tuviste una babushka! —exclamó de pronto, como si Kirwill acabara de mencionar ese hecho.
—Se llamaba Nina —dijo Kirwill—. Nunca se volvió americana; nunca, hasta el día de su muerte. De este país sólo le gustaba una cosa.
—¿Qué era?
—John Garfield.
—No lo conozco.
—No se parecía a ti, era mucho más proletario.
—¿Es ése un cumplido?
—Fue un gran amante, hasta el día en que murió.
—¿Cómo era tu hermano?
Transcurrió un rato antes de que Kirwill contestara.
A Arkady le gustaba la forma en que las rayas blancas del camino parecían saltar contra los faros.
—Dulce. Virgen. Era difícil tener los padres que tuvo, y peor aún que estuvieran muertos. Los sacerdotes se cebaron en él, le pusieron en las manos el Santo Grial y un pasaporte para santificarlo. Yo acostumbraba a derribarle su altar cada vez que iba a casa. Le metía por la garganta a Mark Twain y a Voltaire; pero era como arrojarle piedras a san Sebastián. Pero ¿hacerle huir a Rusia, cómo se perdona uno eso?
Bayonne era un terreno de tanques de petróleo y derriks plateados y brillantemente iluminados. Un campamento lunar.
—Acostumbrábamos a ir a pescar al Allagash, en Maine, Jimmy y yo. Es una zona maderera, con un solo camino para entrar y salir. Había buena pesca: lucio, lubina, trucha. ¿Alguna vez has pescado en canoa?, íbamos hasta en invierno. Tomaba el viejo Packard del Gran Jim y le ponía llantas grandes. Flotábamos sobre la nieve con ese coche. ¿Has oído hablar de la pesca en el hielo? Se hace un hoyo en el hielo y se mete por ahí el anzuelo.
—Eso se hace en Siberia.
—Bebíamos lo suficiente como para mantenernos calientes. ¿Nevaba? Eso no era problema. En la cabaña había alimentos enlatados, una chimenea, una estufa de leña y toda la leña que uno pudiera cortar. Se podían cazar ciervos, alces y sólo había un guardabosques en cada mil millas cuadradas. Sólo había leñadores y francocanadienses; tú hablas mejor inglés que ellos.
Un puente los llevó sobre un río llamado Kill Van Kull. Abajo, un buque tanque se deslizaba hacia el mar, traicionando su paso con una sola luz roja fija.
—Staten Island —anunció Kirwill—. Hemos regresado a Nueva York.
—¿No es Manhattan?
—No, definitivamente no es Manhattan. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.
Pasaron por hileras de casas. Un santo de yeso bendecía un prado.
—¿Hubiera podido Jimmy sacar a esa gente, Arkady? Dime la verdad.
Arkady recordó los cadáveres bajo la nieve del parque, todos alineados, sin rastros de intento de escapatoria, y la cabaña de troncos, la sábana en los compartimentos donde dormían, donde Jimmy leía la Biblia mientras Kostia montaba a Valerya.
—Claro —mintió—. Era lo suficientemente valiente. ¿Por qué no?
—Eres un buen tipo —dijo Kirwill al cabo del rato.
Por otro puente regresaron a Nueva Jersey sobre una angosta franja de agua que las señales de carretera llamaban arroyo Arthur. Junto a él había muelles, vías férreas y los quemadores de más refinerías. Arkady había perdido todo sentido de orientación, pero como la luna estaba a su izquierda, supuso que se dirigían al sur. ¿Se había expedido en Nueva York una alarma por causa de él? ¿También estaban buscando a Kirwill? ¿Qué estaría pensando Irina?
—¿Hasta dónde vamos?
—Ya casi llegamos —contestó Kirwill.
—¿Tu amigo Rats vive aquí? No veo ninguna casa.
—Es zona pantanosa —dijo Kirwill—. Antes había aquí garzas, quebrantahuesos, lechuzas. Y muchas almejas. Y ranas. Por la noche, los reclamos te dejaban casi sordo.
—¿Acostumbrabas a venir aquí?
—Venía en una lancha con uno de nuestros anarquistas. Amaba las excursiones al aire libre. También amaba la vegetación. Naturalmente, la mayor parte del tiempo quedábamos aislados. Para mí, eran típicas excursiones rusas.
Ahora se encontraban en un camino que atravesaba una zona fabril. A la luz de los faros, el pantano mostraba todos los colores vistosos de una paleta de pintor: verdes, amarillos, rojos.
—Noto que estás preocupado —dijo Kirwill—. No lo estés. Yo me encargo de Osborne.
«¿Qué nos pasará entonces a Irina y a mí? —pensó Arkady de inmediato—. Qué grotesco es haber sido salvado por Osborne; uno espera que viva».
—Dé la vuelta aquí —dijo Rats enderezándose, ya despierto, en el asiento trasero.
Kirwill entró en una franja de canto rodado que llevaba al arroyo.
—Hay de por medio algo más que tú y Osborne —dijo Arkady.
—¿Te refieres al FBI? Pueden proteger a Osborne en cualquier otra parte, pero no en Nueva York. —No me refiero al FBI—. ¿La KGB? Ellos también quieren su cabeza. —¡Alto!— exclamó Rats.
Bajaron del coche. En una dirección, las tierras pantanosas se extendían hasta las débiles luces movibles de una autopista; en la otra, se prolongaban en declive hasta fondeaderos de embarcaciones. Siguieron a Rats por un camino esponjoso que se hundía bajo sus zapatos.
—Les mostraré. —Rats se volvió para mirarlos—. No soy ladrón.
En el desembarcadero, las naves de cabotaje estaban sostenidas por maderos. Los perros guardianes ladraban bajo un farol, acompañados por los perros de otro desembarcadero donde los pilotes se asentaban en pirámides empapadas de creosota. En el arroyo, un camión de basuras hacía su recorrido nocturno. Al otro lado, en Staten Island, había algunas luces, una ventana, un silo azul semioculto por unos árboles y, junto al agua, lo que parecían ser casas, barcas, camiones y grúas amontonadas unas encima de otras.
Arkady llegó antes que Kirwill a la relativa seguridad de unos tablones puestos sobre el lodo. Los copos de nieve relucían sobre los juncales. Rats caminó enérgicamente hacia una choza de papel embreado con un tubo de estufa. Al aproximarse, Arkady pisó unos pequeños huesos que sobresalían del lodo como dientes. Rats abrió la puerta de la choza, encendió una lámpara de petróleo y le invitó a entrar.
Arkady titubeó. Por primera vez desde su llegada a Estados unidos, no estaba rodeado de luces. Sólo había el fulgor de la carretera, otro resplandor distante bloqueado por Staten Island y arriba la familiar semicúpula de oscuridad y el resplandor de la nieve. El vacío circundante hizo presa de él.
—¿A qué venimos aquí? —preguntó a Kirwill—. ¿Qué quieres de mí?
—Quiero salvarte —contestó Kirwill—. Escucha, el hotel Barcelona está lleno de prostitutas; el buró no puede vigilar a todos los que entran y salen. Mañana por la noche, Billy y Rodney estarán en el cuarto superior al tuyo. Esperarán a que esté muy oscuro para poner una escala en tu ventana. Tú y la chica vestíos con ropa oscura y golpead el cielo raso cuando estéis listos. Os bajarán en el ascensor de servicio hasta el sótano. Una operación sencilla: arriba y afuera, el Escuadrón Rojo lo ha hecho antes.
—¿El Escuadrón qué?
—El Escuadrón Rojo. Ya te hablaron de nosotros.
—¿Cómo sabes que me hablaron del Escuadrón Rojo? —Arkady esperó la respuesta, luego la encontró por sí mismo—. Tienes un micrófono en nuestra habitación, tus detectives, Billy y Rodney, escuchan en la acera de enfrente con un receptor.
—Todo el mundo tiene un transmisor en tu habitación.
—Pero no me consideran un amigo. Como amigo, dime, ¿todo el mundo se regocija ante cada palabra que oye? ¿Es posible escuchar antisépticamente? Disculpa que sea tan estúpido, pero debo preguntarte qué hacías en el apartamento al que me llevó Osborne. ¿Por qué cortasteis la electricidad? Dime si me equivoco, pero vosotros estabais poniendo más micrófonos en ese apartamento, uno en cada cuarto, junto con la instalación eléctrica. Ah, teniente, has estado ocupado. No pasaste por alto el dormitorio, ¿verdad?
—Te están preparando una trampa, Arkady. El FBI y la KGB juntos. No hay registros de tu estancia en este país, lo comprobé. Ni en este país ni en el hotel Barcelona; en ninguna parte. Lo que hago es para protegerte.
—¡Mentiroso! Le rompiste una pierna a tu hermano para protegerlo. Sabes todo lo concerniente a Osborne, Irina y yo.
—Pero yo te puedo salvar. Puedo sacaros a los dos del hotel y Wesley no sabrá siquiera que os habéis ido hasta la mañana siguiente. Un automóvil te estará esperando a unas manzanas del hotel con dinero, nuevos documentos, mapas. Puedes estar en Maine en nueve horas. Todavía tengo esa cabaña. La abastecí para ti, y reemplacé el Packard con un jeep. Hay esquís y rifles. Si las cosas se ponen malas, puedes dirigirte a Canadá, que no está lejos.
—Es una loca broma tuya, porque no puedes ayudarnos.
—Puedo. Mira, de esta forma Jimmy gana a pesar de todo. Todavía puede sacar de la URSS a dos rusos. De lo contrario, toda su vida y su muerte habrán sido un desperdicio. De esta manera, su vida habrá tenido sentido.
—Ya no tiene sentido. Está muerto.
—¿Para qué discutimos? Deja que te ayude. Somos amigos.
—No, no lo somos. Llévame de vuelta al hotel.
—Espera. —Kirwill tomó a Arkady del brazo.
—Yo me voy. —Arkady se zafó y se encaminó hacia el coche.
—Harás lo que te digo. —Kirwill lo volvió a tomar del brazo.
Arkady lo golpeó. La comisura de la boca de Kirwill se abrió y sangró, tanto por sorpresa como por la fuerza del golpe. Kirwill sujetaba todavía el otro brazo de Arkady.
—Suéltame —dijo Arkady en tono amenazador.
—No, tienes que…
Arkady lo volvió a golpear y la sangre manchó el labio de Kirwill. Arkady esperaba una exhibición de la destreza profesional del teniente: las manos poderosas que aplastan costillas y golpean al corazón, el puntapié que rompe una rodilla, la furia legendaria. Pero él había aprendido algo desde que se encontraron por primera vez en el Parque Gorki, y pensó que esta vez habría más resistencia de su parte. Una pelea a muerte tenía cada vez más atractivo, y allí era donde Kirwill (Killwell —Matabién—, como lo llamaba su hermano) podía ayudar; allí era donde actuaba mejor.
—Pelea —exigió Arkady—. Así comenzamos, ¿recuerdas?
—No —dijo Kirwill, y siguió aferrado al brazo de Arkady.
—Pelea. —Le asestó otro golpe que puso de rodillas a Kirwill.
—Por favor —suplicó Kirwill.
Kirwill ofrecía una figura nueva y grotesca, en el lodo, suplicando.
—¡Suéltame! —gritó Arkady. Dejó caer los brazos—. Sólo déjame ir. No habrá ninguna fuga a una cabaña de leyenda. Lo sabes. Sabes que podríamos escondernos diez años, pero la KGB nos encontraría y nos mataría, si no consigue las cebellinas. Nunca nos dejarán ir sin las cebellinas. Nos entregarán a Osborne para hacerse con ellas. Así que no me vengas con cuentos… no puedes salvar a nadie.
Arkady miró la choza. Rats seguía en la puerta, demasiado asustado como para huir.
—Mira dentro —dijo Kirwill.
Arkady sintió el pecho empapado de sudor. El rostro se le congelaba. A cada paso que daba, el suelo le absorbía los pies.
Rats levantó la lámpara. Arkady se inclinó para cruzar la entrada e hizo a un lado un rollo de papel matamoscas que colgaba del techo. Las paredes y el techo eran de aglomerado y plástico, aislados con papel de periódico y trapos. El suelo estaba hecho con tablas sueltas. A un lado había un tapete y mantas. En medio, una estufa panzona exhibía una cacerola con guisantes congelados. El olor a carne podrida se había concentrado en la estructura carente de ventanas.
—No lo robé. —Rats retrocedió, aterrorizado por Arkady—. ¿Entiende inglés? Yo capturo animales con trampas. Eso es lo que hago.
En una repisa hecha con cajones de naranjas había latas de grasa y sebo. En otra repisa había medicinas: digital, nitroglicerina, ampolletas de amilnitrito, Contact.
—La rata almizclera es buen alimento, alimento natural. El nombre es el que repugna a la gente. La piel es de primera. La gente es tan tonta…; la piel de la mayor parte de sus abrigos es de rata almizclera. Llevo diez, veinte pieles a la semana a la ciudad. Me basto a mí mismo, no necesito robar nada y no lo hice.
Rats tropezó con la cocina, haciendo caer la cacerola con los guisantes sobre una caja de cartón con herramientas metálicas, Ajax y trapos de limpiar. Buscó entre cajas de alimentos diversos, una tarjeta postal de John Glenn fijada con una tachuela al cartón embreado. Había también pomos de vaselina, café instantáneo A&P, una solución de ácido tánico elaborada con té Red Rose, botas de goma y una red.
—Es mía, estaba en mi trampa. Nunca vi nada parecido. No era visón; era otra cosa. Por eso la llevé a la ciudad, para averiguar qué era.
Retrocedió pasando junto a bolsas de malvaviscos Kraft, pan Wonder y leche en polvo Alba. En un cordón había algunas ropas manchadas tendidas. Una chaqueta de trabajo pendía de un gancho y en una pared se veía un calendario del Citybank y más rollos de papel matamoscas. Luego había otra cuerda de la que colgaban pieles de ratas almizcleras, unas pieles lustrosas que pendían de sus colas planas y pelonas, todavía con las cabezas y las patas cortas y palmeadas.
—El hombre del mercado dijo que ni siquiera era americana. Así que quizá después de todo sea de ustedes. Todo lo que digo es que yo la atrapé, no la robé. Les mostraré dónde, exactamente al otro lado del agua. Soy feliz, no quiero problemas.
Rats quitó la chaqueta de trabajo de su gancho.
—Si es suya, es suya.
En el gancho había una piel mucho más larga y angosta que la de las ratas almizcleras, de un tono lustroso azul negro con el característico toque de «escarcha» en las puntas, la cola espesa y redondeada, una piel dura y meticulosamente curtida, pero con una pata casi cercenada al intentar desesperadamente zafarse de la trampa. Era una cebellina.
—Lo llevaré allí —dijo Rats a Kirwill, que estaba de pie junto a la puerta—. Iremos en cuanto haya luz. Al amanecer iremos usted y yo. —Rió con una risita pequeña, y sus ojos pasaron de Arkady a Kirwill, dispuesto a hacerles una confidencia—. Tengo un secreto. Donde conseguí esta piel hay muchas más.
Wesley presionó el botón de emergencia y el ascensor se detuvo entre los pisos cuarto y quinto del hotel Barcelona. En él iban Arkady, Wesley, George y Ray. Eran las tres de la madrugada.
—Emitimos un boletín —dijo Wesley—. El teniente Kirwill está loco de remate, atreverse a atacar a un conductor civil y quitarle su automóvil. ¿Quién sabía en qué peligro se encontraba? Luego me di cuenta de que no había nada de que preocuparse; nunca intentaría hacer nada, mientras tengamos a la señorita Asanova. Mientras la tengamos a ella, lo tenemos a usted. Así que esperamos, y aquí está. ¿Dónde ha estado? —Wesley soltó el botón de emergencia—. Le prometo que no habrá represalias.
George y Ray empujaron a Arkady por el pasillo del quinto piso hasta que se dio la vuelta y se les enfrentó. Ellos se volvieron a mirar a Wesley, que esperaba en el ascensor.
—Sin brusquedad —dijo Wesley.
Arkady recorrió el resto del pasillo solo. Al esperaba dentro de la habitación. Arkady lo echó y aseguró la puerta con una silla.
Irina estaba sentada sobre la cama, mirando lo que ocurría, cansada y asustada. Nunca la había visto tan asustada. Notó la forma en que las sábanas se adherían al camisón de seda verde que llevaba puesto, la manera en que su largo cabello caía sobre sus hombros. Sus brazos estaban eróticamente desnudos, sus ojos eran grandes. No se había cubierto la débil mancha azul de su mejilla, un toque de candidez. No se atrevió a hablar; apenas se atrevía a respirar. Un idiota no debía inspirar tanto miedo, pensó Arkady. Se sentó a su lado, tratando de que no le temblaran las manos.
—Dormiste con Osborne en Moscú. Duermes con él aquí. El me mostró la cama. Quiero que me hables de eso. Pensabas contármelo algún día, ¿verdad?
—Arkasha —dijo ella en voz tan baja que apenas pudo oírla.
—¿No te basta con un hombre? —preguntó Arkady—. ¿O es que Osborne hace algo que yo no hago? Algo especial, una posición particular. ¿Por delante? ¿Por detrás? Dímelo, por favor. ¿O es que posee un atractivo sexual que no puedes resistir? ¿Te atrae un hombre que tiene las manos llenas de sangre? Mira, ahora también hay sangre en mis manos. Me temo que no es la sangre de tus amigos… sólo la sangre de mi amigo. —Levantó sus manos ensangrentadas para que ella las viera—. No —él interpretó su reacción—, no es satisfactorio, no es lo bastante estimulante. Pero Osborne trató de matarte; tal vez ésa sea la diferencia. ¡Eso es! ¿Por qué habría de dormir una mujer con un asesino a menos que quisiera ser lastimada? —Pasó los dedos por entre su cabello, lo torció y le levantó la cabeza—. ¿Así es mejor?
—Me lastimas —susurró Irina.
—No parece gustarte. —Le soltó el cabello—. Entonces no es eso. Quizá sea el dinero lo que te excita; entiendo que excita a mucha gente. Osborne me mostró nuestro nuevo apartamento. Qué ricos vamos a ser en ese apartamento, tan lleno de regalos y ropa. Pero te lo has ganado, Irina. Pagaste con la vida de tus amigos. No es de extrañar que te haya colmado de regalos. —Con el dedo tocó el cuello del camisón—. ¿Es esto un regalo? —Rasgó el camisón hasta la cintura, dejando al descubierto los senos. Sobre su seno izquierdo vio el corazón latiendo aterrorizado, los mismos latidos que sentía cuando hacían el amor. Pasó su mano levemente sobre el estómago de ella: su almohada, «la almohada de Osborne». Eres una puta, Irina.
—Te dije que haría cualquier cosa por venir aquí.
—Ahora yo estoy aquí y yo también soy una puta —dijo Arkady.
Al tocarla se sentía furioso y débil a la vez. Se obligó a ponerse de pie y mirar a otro lado; al hacerlo, como si ese movimiento hubiera volcado un vaso lleno hasta los bordes, advirtió que le brotaban lágrimas de los ojos que inundaban su rostro. «La mataré o lloraré», se dijo. Un sabor salado llenó su boca.
—Te advertí que haría cualquier cosa por venir aquí —dijo Irina detrás de él—. No quisiste creerme, pero te lo dije. No sabía lo ocurrido a Valerya y a los otros. Tenía miedo, pero no lo sabía. ¿Cuándo hubiera podido hablarte de Osborne? ¿Después de que empecé a amarte, después de que estuve en tu apartamento? Perdóname, Arkasha, por no haberte dicho que era una puta después de haber empezado a amarte.
—Dormiste con él allí.
—Una vez. Para que me sacara del país. Te habías presentado por primera vez y temía que me fueras a arrestar.
Arkady levantó la mano, que cayó por su propio peso.
—Te acostaste con él aquí.
—Una vez, para que te trajera aquí, conmigo.
—¿Por qué? Ibas a ser libre, a tener tu apartamento, tu ropa, ¿por qué pedir que me trajeran?
—Te iban a matar en Rusia.
—Tal vez. Todavía no me habían matado.
—Porque te amo.
—¡Debiste dejarme allí! Estaba mejor allí.
—Yo no —dijo Irina.
Nunca había sabido que tenía tantas lágrimas. Recordó el puñal de Unmann sobresaliendo de su estómago…; la otra ocasión en que algo había fluido de él con tanta fuerza.
El dolor no era muy distinto…
—Yo no estaba mejor, estando tú allí. —Irina se incorporó y el camisón se cayó.
¿Estarían escuchando lo que decían?, se preguntó Arkady… a través de todas esas orejas en miniatura dentro de la cama, el sofá, el botiquín de las medicinas. La cortina de la ventana colgaba como un párpado vulgar. La levantó y apagó las luces.
—Si regresas, iré contigo —dijo Irina en la oscuridad.
Sus lágrimas eran fuentes de ira tan cálida como la sangre. Ciego, vio en su imaginación a los Viskov en su cafetería cerca de la estación Paveletsky, el anciano con su plato de pasta de caviar y sonriendo con sus dientes de acero, mientras su esposa muda rebosaba satisfacción. Vio a millones de rusos con sus dientes de acero.
—Sin duda te matarían —dijo él.
—Haré lo que tú hagas.
—No tenías que venderte por mí. —Arkady se puso de rodillas junto a la cama.
—¿Qué otra cosa tenía para vender? —preguntó Irina—. No era igual a venderse por un par de botas. Me vendí para escapar, para vivir. No me avergüenzo, Arkasha. Me avergonzaría no haberlo hecho. Nunca diré que siento haberlo hecho.
—Pero con Osborne…
—Te lo explicaré. No me sentí sucia después de hacerlo, como se supone que se sienten las chicas. Me sentía quemada, como si me hubieran arrancado una capa de piel.
Ella puso la cabeza de él entre sus senos. Él la rodeó con su brazo. Su ropa estaba pesada y mojada, y se la quitó de encima como si hubieran sido recuerdos.
Al menos esa cama era de ellos, pensó. Quizás eso fuera lo único que poseyeran en el mundo, pero la poseían por derecho, con su camisón roto, su pabellón oscuro. En cierta forma, se amaban más. Habían estado exhaustos, muertos, y ahora vivían de nuevo en esa cama de prostituta, en esa noche extraña.
Arkady sintió el sueño profundo de Irina.
Por la mañana, Rats iba a llevar a Kirwill a donde estaban las cebellinas.
—Se encuentran en el arroyo Arthur —le había dicho Kirwill en el camino de regreso—, y te diré que tiene más sentido tenerlas ahí que a mil millas de distancia. En primer lugar, todo el mundo supone automáticamente que las tiene en una zona de visones. En segundo lugar, las tiene ahí, bajo su control; no tiene que depender de alguien que conteste una conferencia telefónica. En tercer lugar, tal vez haya cien mil millas cuadradas alrededor de los Grandes Lagos, pero también muchos rancheros se dedican allí a la cría de visones. Es una gigantesca cooperativa productora de visones, ¿lo sabías? Las cebellinas necesitan carne fresca. Las grandes cooperativas sabrían del envío de esa clase de alimentos a cualquier parte de sus bosques. Pero Nueva York es la capital mundial de la carne fresca; aquí es imposible seguir el rastro de un envío de carne. Y el lado oeste de Staten Island es una zona boscosa y pantanosa, con un par de refinerías, algunos habitantes que se ocupan de sus propios asuntos y no hay policías. Lo único que puede salir mal es que una jaula tenga un agujero, que escape una cebellina, alguien la atrape, trate de venderla y que un peletero llame a la policía en Manhattan. Y yo, casualmente, me enteré de lo ocurrido. Es lo único que podía salir mal. Los hados te son favorables, Arkady. Todo saldrá bien.
Por la tarde, Billy y Rodney tomarían el cuarto situado arriba del de Arkady. Una vez que oscureciera, todo lo que Arkady e Irina tendrían que hacer sería subir por una escala colocada fuera de su ventana. Esperarían a que la calle estuviera solitaria para golpear el cielo raso. Nadie los vería desde el vacío edificio de oficinas. Luego tomarían el ascensor de servicio en el sexto piso para llegar al sótano, saldrían por la puerta trasera, donde los estaría esperando un coche. En la guantera habría llaves, dinero y mapas cuidadosamente marcados. Una vez que hubieran partido, Kirwill se pondría en contacto con la KGB y ofrecería a Nicky y Rurik el mismo negocio que había propuesto a Osborne: las cebellinas por Irina y Arkady. ¿Qué podían hacer Rurik y Nicky? Los prisioneros ya se habrían marchado. En cuanto el FBI descubriera la fuga, el anterior arreglo quedaría invalidado, y Osborne trasladaría las cebellinas sólo Dios sabe adonde. Todo dependía de las cebellinas. La KGB pactaría rápidamente con Kirwill y se apresuraría a ir a Staten Island.
Encendió un cigarrillo, cuidando de que la luz de la cerilla no diera en la cara a Irina.
Irina no lo sabía. ¿Cómo podía hablarle de los planes de fuga si estaban rodeados de micrófonos? Además, ella esperaba el arreglo de Osborne, una esperanza que era como la luz del día vista desde el fondo de un pozo negro. No había razón para asustarla hasta que el nuevo plan entrara en movimiento; entonces sólo le indicaría que lo siguiera. Antes de que lo supiera, estarían dentro del coche.
Todo dependía de un borracho. Tal vez Rats había encontrado la piel de cebellina y fraguado toda la historia. O podía sufrir otro ataque de delírium trémens y no podría conducir a Kirwill a donde estaban las cebellinas. Osborne debía de saber ya que había desaparecido una cebellina; ¿habría llevado ya a otra parte a las restantes?
Luego, podría darse el caso de que él e Irina no consiguieran escapar. Tal vez el FBI vigilaba constantemente las ventanas de su habitación. Arkady nunca había conducido un automóvil americano; ¿sabría cómo funcionaba? Podrían perderse. Los mapas, al menos en la Unión Soviética, eran deliberadamente inexactos. Tal vez él e Irina eran tan obviamente rusos que todo el mundo los reconocería como fugitivos. Además, era un hombre ignorante en un país extranjero.
Por lo menos, ya no tenía que creer a Osborne. Como había dicho Irina, uno cree lo que tiene que creer. Ella no fingía; todo lo que quería de Osborne era Estados Unidos. Un investigador exigía más de un asesino: un ascenso a un paisaje oscuro, a una visión de sábanas, el contacto con el alma del mal. Osborne podía darle lo que Arkady pedía.
En el cielo raso, el humo se propagaba como el pensamiento, en un cúmulo.
Ruso/investigador/asesino/norteamericano. Nadie conocía a Osborne tan bien como él… ni siquiera Irina o Kirwill. Arkady sabía que Osborne había gastado una fortuna para sacar sus cebellinas secretamente de la Unión Soviética. Nunca las devolvería. Sería un héroe norteamericano si las conservaba. El único crimen de Osborne era el del Parque Gorki, y la única persona que podía relacionarlo con él era Irina. En Moscú había intentado matarla. Nada había cambiado, salvo que ahora tendría que matar también a Arkady. Osborne despistaría a Nicky y a Rurik y mataría a Arkady e Irina en cuanto quedaran fuera de la custodia del FBI. De eso era de lo único que Arkady estaba seguro.
Pero Osborne llegaría un día tarde.
Dormida, Irina apretaba su cara contra el pecho de él. «Como si me estuviera infundiendo vida», pensó Arkady. Apagó su cigarrillo.
Mientras se dormía, imaginó cómo sería la vida en la cabaña de Kirwill. ¿Habría tundra en Maine? Tendrían que conseguir abrigos y té… todo el té que pudieran comprar. Y cigarrillos. ¿Qué habría querido decir Kirwill con «como Siberia, pero con latas de cerveza»? No importaba; Arkady se descubrió sonriendo ante la perspectiva. No le gustaba mucho la caza, pero le encantaba pescar y jamás había estado en una canoa. ¿Qué otra cosa harían? Le pediría a Irina que le contara su vida, sin omitir nada. Cuando se cansara de hablar, hablaría él. Su vida serían dos historias. No tenía idea de cuánto tiempo tendrían que quedarse en la cabaña. Osborne querría encontrarlos, pero estaría muy ocupado escondiéndose de Kirwill… ellos podían esperar. Conseguirían algunos libros, de autores norteamericanos. Si tenía un generador, podrían tener iluminación, una radio, un tocadiscos. También tendrían semillas de legumbres: remolachas, patatas, rábanos. Él escucharía música mientras cuidaba el huerto: Prokofiev, «blues» de Nueva Orleans. Cuando hiciera calor podrían nadar y en agosto habría setas.
Soñó que estaba en la ribera del río Kliazma al oscurecer. A la distancia, unas linternas chinas conducían por una larga escalera a un embarcadero y a cubos de madera coloreados con peonías. Una balsa montada en latas de aceite color naranja invitaba a los nadadores.
Todo el mundo se había retirado del embarcadero y acudido a la ribera: invitados, músicos, ayudantes de campo. Su padre y algunos amigos estaban en un esquife que daba vueltas y vueltas en medio del río. Su padre tomó un cuchillo y se metió en el agua.
Aunque el agua estaba opaca, Arkady podía ver claramente a su madre, porque llevaba su mejor vestido blanco. Parecía suspendida en una zambullida, con los pies con medias apenas bajo la superficie del agua y el cuerpo perpendicular, con una mano estirada para tocar el fondo. Cuando la sacaron, vio que su muñeca estaba maltratada por los esfuerzos que había hecho su padre por soltarla, pero finalmente se había dado por vencido y había dejado la cuerda atada a la muñeca. Era la primera vez que Arkady veía a una persona muerta. Su madre era joven, y su padre también, aunque ya era un general famoso.
Dolorosamente, como siempre lo hacía en esos sueños, analizó el crimen. Al principio creyó que su padre la había matado. Ella había bailado y reído, más alegre de lo que la había visto durante semanas, mareada cuando se alejó sola. Pero era fuerte y la mejor nadadora del grupo, prácticamente una sirena. No había señales de que alguien la hubiera obligado a sumergirse en el agua; el bote no se había usado, no se veían golpes. Poco a poco comprendió que el cubo lleno de piedras y el metro de cuerda con un nudo corredizo en el extremo, habían sido colocados en el fondo del río por ella. Cada día de verano había ido agregando otra piedra al cubo, asegurándolo cada vez más al fondo. Llegado el momento —en medio de la fiesta nocturna— había partido con la mirada brillante, se había deslizado suavemente en la corriente del río, había nadado hasta su cuerda sujeta al cubo y allí se había quedado.
Cuando era niño no sabía nada de la purga de los ingenieros, del Ejército, de los poetas, del Partido, del suicidio de la mujer de Stalin, pero aún siendo niño sintió el miedo prevaleciente en esa época, cuando las linternas se convertían en duendes. Los tíos más buenos se convertían en traidores. Las mujeres lloraban sin razón. Esta fotografía había sido recortada; aquella otra, quemada. Era difícil aceptar que había seguido a todos aquellos que habían desaparecido, porque ella misma no había desaparecido; estaba allí, en el agua, para que todos la vieran. Por esa razón su padre había tratado tan desesperadamente de eliminar la evidencia de la cuerda burlona, tratando de convertir su muerte en un accidente o —como lo hizo Stalin con su propia esposa— en un homicidio. En el agua oscura, parecía ser el signo de interrogación de su acusación, escapando a medida que se sumergía, al menos en sueños.