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Wesley y otros tres agentes del FBI llevaron el desayuno en una bolsa de papel: café y donuts. Arkady bebió una taza, mientras Irina se cambiaba de ropa en el baño.

—Tengo entendido que el enlace del Departamento de Policía de Nueva York es un tal teniente Kirwill —dijo Ray, hombre de baja estatura y elegante, de origen mexicano. Fue el único que no puso los pies sobre la mesa—. ¿Hay algún problema?

—Ninguno —contestó Wesley—. Sólo un poco de relación personal.

—Es un caso mental, según supe —dijo George.

George era el hombre de oscuros círculos bajo los ojos que Arkady había visto en el vestíbulo la noche anterior. A veces los otros lo llamaban el Griego. Se limpió los dientes con una caja de cerillas.

El inglés que hablaba Wesley parecía ser una nueva forma de latín, de doble sentido, límpido al grado de la transparencia y abierto a infinitas interpretaciones.

—Debe usted entender la historia del radicalismo socialista en la ciudad de Nueva York, así como la fascinante tradición de los irlandeses-norteamericanos miembros de la fuerza policíaca. O bien, no tiene usted que entender nada —dijo Wesley—, porque lo que importa es que Kirwill quiere salvar al Escuadrón Rojo.

—¿Qué es el Escuadrón Rojo? —preguntó Arkady.

Hubo un momento de embarazo hasta que Wesley dijo graciosamente:

—El Departamento de Policía de Nueva York cuenta con un Escuadrón Rojo. Más o menos cada diez años, le cambian el nombre: Buró Radical, Relaciones Públicas, Seguridad Pública. Ahora lo llaman Investigación de Seguridad, pero siempre es el Escuadrón Rojo. El teniente Kirwill tiene el escritorio ruso del Escuadrón Rojo. Y usted es el rojo.

—¿Qué son ustedes? —preguntó Arkady a los agentes—. ¿Para qué nos trajeron a Estados Unidos? ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

Al rompió el silencio, cambiando de tema. Era el agente de más edad; era tan pecoso como un lirio y su actitud era paternal.

—Hubo algunas quejas sobre su hermano y sacaron a Kirwill del escuadrón. Ahora su hermano ha muerto en Moscú y Kirwill ha vuelto al escuadrón.

—Kirwill tratará de regresar a nuestras expensas —le dijo Wesley—. Mantenemos excelentes relaciones con el Departamento de Policía, pero nos apuñalarán en la espalda si les damos la oportunidad… y nosotros haríamos lo mismo.

—Hace diez años, el Escuadrón Rojo era la élite de los detectives. —Al se limpió del estómago el azúcar del donut—. Investigaban a todo el mundo. ¿Recuerda a los judíos que tirotearon la Misión Soviética? El Escuadrón Rojo los detuvo. ¿A los hispanos que querían dinamitar la estatua de la libertad? El escuadrón se infiltró en sus filas.

—Eran muy eficientes —concedió Wesley—. El escuadrón estuvo presente cuando Malcolm X fue asesinado. El guardaespaldas de Malcolm era agente del escuadrón.

—¿Qué le pasó al Escuadrón Rojo? —preguntó Ray.

—Watergate —dijo Wesley.

—Mierda, ellos también —murmuró George.

Hubo un silencio de simpatía antes de que Al explicara:

—Durante las audiencias del caso Watergate, resultó que el asistente especial de Nixon para seguridad, un sujeto responsable de contratar a otros individuos para realizar trabajos sucios, era un tal John Caulfield. Caulfield pertenecía al Escuadrón Rojo; había sido guardaespaldas de Nixon cuando éste vivía en Nueva York antes de ser presidente. Cuando Caulfield estuvo en la Casa Blanca, llevó consigo a un viejo amigo del Escuadrón Rojo, un sujeto de nombre Tony Ulasewicz.

—¿El gordo que espiaba a Muskie? —preguntó George.

—Para creep —contestó Wesley.

—¿Era un tipo gracioso? —dijo George—. ¿Uno que tenía un cambiador de monedas en el cinturón para tener dinero para el teléfono público?

—Bueno, Watergate puso fin a los días de gloria del Escuadrón Rojo —dijo Al—. El clima político cambió después de eso.

—El clima político te perjudicará siempre —dijo George.

—¿Somos prisioneros? ¿Nos tienen miedo? —preguntó Arkady.

—¿Qué hace ahora el Escuadrón Rojo? —Ray llenó el silencio.

—Persiguen a los extranjeros ilegales. —Wesley miró a Arkady—. A los haitianos, jamaicanos, lo que sea.

—¿Haitianos, jamaicanos? Muy patético —dijo George.

—Si se considera lo que fue el escuadrón —Wesley suspiró—, si consideras que tuvieron millones de nombres en sus archivos, que tenían su propio cuartel general especial en Park Avenue, y sus miembros recibían adiestramiento secreto de la CIA…

—¿La CIA? —preguntó George—. Bueno, eso es ilegal.

Nicky y Rurik, los dos hombres de la Misión Soviética, insistieron en ver a Arkady. Eran diferentes a los agentes de la KGB que había visto antes. Llevaban trajes buenos, mejores que los de los hombres del FBI que los recibieron, tenían excelentes maneras, hablaban correctamente, actuaban con informalidad norteamericana. Eran más norteamericanos que los norteamericanos. Sólo los delataba cierto espesor en la cintura, una infancia transcurrida comiendo patatas.

—Hablaré en inglés —dijo Nicky, encendiendo un cigarrillo para Arkady— para que todo esté al descubierto. Porque ésta es la detente en acción. Nuestras dos naciones se han unido, a través de las dependencias apropiadas, para llevar ante la justicia a un repugnante asesino. Ese loco será llevado ante la justicia, y usted puede ayudar a lograrlo.

—¿Para qué la trajeron aquí? —preguntó Arkady en ruso.

Irina no podía oírlo todavía.

—En inglés, por favor —dijo Rurik. Era más alto que Nicky y tenía el cabello corto, al estilo norteamericano. Los agentes del FBI lo llamaban «Rick»—. La trajeron a petición de nuestros amigos del buró. Tienen que aclarar muchas cosas. Usted comprenderá que los norteamericanos no están habituados a historias de comunistas corruptos y bandidos siberianos. La extradición es una cuestión delicada.

—Especialmente la extradición de un hombre rico y bien relacionado.

—Nicky miró a Wesley. —¿No es así, Wes?

—Creo que tiene tantos amigos aquí como los que tiene allí. —Wesley hizo reír a todos los agentes, tanto soviéticos como americanos.

—Supongamos que usted es feliz —dijo Rurik a Arkady—. ¿Nuestros colegas de aquí lo tratan bien? Tiene usted una bonita habitación en una avenida elegante. Desde la ventana puedo ver la parte superior del Empire State. Excelente. Así que supongamos que hará usted dichosa a la joven. ¿Más tranquila, más fácil de tratar? Será un trabajo agradable.

—Es usted un hombre muy afortunado al tener esta segunda oportunidad —dijo Nicky—. En esto consistirá la diferencia en la recepción que le tributen cuando regrese a casa. En un par de días tendrá usted otra vez su apartamento, un empleo… tal vez incluso algo en el Comité Central. Es usted un hombre muy afortunado.

—¿Qué tengo que hacer para conseguir todo eso? —preguntó Arkady.

—Lo que le dije —contestó Rurik—. Hacerla feliz.

—Y no hacer más preguntas —agregó Wesley.

—Sí —convino Rurik—. Deje de hacer preguntas.

—Permítanos recordarle —dijo Nicky— que usted ya no es investigador principal. Es un criminal soviético que vive gracias a nuestra compasión y que nosotros somos sus únicos amigos.

—¿Dónde está Kirwill? —inquirió Arkady.

La conversación se interrumpió al salir Irina del baño ataviada con una falda negra de gabardina y una blusa de seda cuyo escote dejaba ver un collar de ámbar. Su pelo castaño estaba levantado de un lado con una hebilla de oro y llevaba también un brazalete de oro. Dos cosas impresionaron a Arkady: primero, que Irina poseyera ropa tan fina, y luego que le quedara tan bien. Después advirtió que la mancha que tenía en la mejilla derecha, esa débil vena de dolor, había desaparecido al quedar ligeramente cubierta de maquillaje. Estaba perfecta.

—Bueno, vamonos. —Wesley se puso en pie y todos los hombres tomaron sus abrigos y sombreros de donde los habían arrojado, sobre la cama.

Al sacó del armario un largo abrigo negro de piel y ayudó a Irina a ponérselo. Era piel de cebellina, observó Arkady.

—No te preocupes —dijo Irina a Arkady cuando salían.

—Enviaremos a alguien para que arregle eso. —George señaló el teléfono—. No lo toquen. Es propiedad del hotel.

—La propiedad privada —Nicky enlazó su brazo con el de Wesley cuando partían— es lo que me gusta de un país libre.

Ya solo, Arkady inspeccionó la habitación, que era como un sueño en el que todo estaba un poco fuera de lugar. Sus pies se hundían en la alfombra. La cama tenía una cabecera acolchada. La mesa del café era de un plástico imitación de madera que cedía al tacto.

Ray regresó y compuso el teléfono. Cuando se marchó, Arkady descubrió que el teléfono sólo recibía llamadas del exterior. Encontró otro micrófono en la lámpara del techo del baño. La televisión se hallaba en un mueble atornillado al suelo, para que no la pudieran robar. La puerta que daba al pasillo estaba cerrada con llave por fuera.

La puerta se abrió de pronto y entró un agente del FBI de nombre George, empujado por una mano.

—Este hombre se halla bajo protección federal —protestó George.

—Yo soy enlace policíaco; tengo que comprobar que tienen al ruso correcto. —Kirwill apareció en la entrada.

—Hola —dijo Arkady desde el otro lado del cuarto—. Ésta es una operación del buró, teniente —advirtió George.

—Estamos en Nueva York, estúpido. —De un empujón apartó a George. Kirwill estaba vestido exactamente igual que la primera vez que Arkady lo había visto en el hotel Metropole, excepto que su impermeable era negro en lugar de marrón. El mismo sombrero de ala corta echado hacia atrás, dejando al descubierto su amplia frente arrugada y su cabello gris. Llevaba la corbata floja. Al acercarse, Arkady vio manchas en su impermeable. La cara de Kirwill estaba sonrojada por el alcohol y la excitación. Juntó sus manazas con satisfacción, mientras sus ojos azules recorrían el cuarto. En comparación con los hombres del FBI, parecía desaliñado y fuera de control. Recompensó a Arkady con una sonrisa maliciosa.

—Condenado, eres tú —dijo.

—Sí.

Kirwill mostraba una cómica expresión de asombro y complacencia. Comentó:

—Admítelo, Renko, lo estropeaste todo. Todo lo que tenías que hacer era decirme que el culpable era Osborne. Yo le habría dado su merecido en Moscú. Un accidente… nadie lo hubiera sabido. Estaría muerto, yo estaría contento y tú serías aún investigador principal.

—Lo admito.

George habló por el teléfono de la habitación sin marcar un número.

—Creen que eres un hombre muy peligroso. —Kirwill señaló con el dedo a George—. Mataste a tiros a tu jefe, apuñalaste a Unmann. Creen que mataste al sujeto del lago, también. Piensan que eres un asesino maniático. Ten cuidado, éstos disparan con facilidad.

—Pero me protege el FBI.

—A eso me refiero. Es como unirse a los Rotados, sólo que éstos te matan.

—¿Los Rotarios?

—Olvídalo. —Kirwill seguía moviéndose, caminando por el cuarto—. ¡Caramba, mira dónde te han puesto! Éste es el nidito de una puta. Mira las quemaduras de cigarrillo en la alfombra, junto a la cama. Palpa las flores del empapelado. Creo que te quieren comunicar algo, Renko.

—¿Dijiste que eras un enlace? —Arkady habló en ruso—. Conseguiste lo que querías; tienes el control.

—Soy enlace para que puedan vigilarme. —Kirwill siguió hablando en inglés—. Mira, nunca me diste el nombre de Osborne, pero le diste el mío a todo el mundo. Me jodiste —enunció con precisión—. Tú me jodes. Ella te jode a ti. ¿Quién crees que jode con ella?

—¿Qué quieres decir?

—Estoy un poco desilusionado contigo —continuó Kirwill—. No pensé que siguieras con esto, hasta el extremo de venir aquí.

—¿Seguir con qué? Esta extradición…

—¿Extradición? ¿Es eso lo que te dijeron? —Kirwill lanzó una carcajada, atónito.

Tres agentes del FBI que Arkady no había visto antes entraron precipitadamente y, junto con George, se atrevieron a sacar a Kirwill al pasillo. Éste estaba demasiado ocupado limpiándose las lágrimas que le había provocado la risa, como para oponerse.

Arkady intentó otra vez abrir la puerta. Seguía cerrada con llave y esta vez dos voces en el pasillo le dijeron que dejara en paz la cerradura.

Caminó por el cuarto. Desde el rincón suroeste había un paso hasta la puerta del baño, un paso desde esa puerta hasta la cama y la mesa de noche, un paso desde la mesa hasta el rincón del noroeste, dos pasos hasta un par de ventanas de una hoja que daban a la calle Veintinueve, tres pasos desde las ventanas a una mesa lateral donde estaba el teléfono, medio paso al rincón del noreste, un paso hasta la puerta del pasillo y un paso de la puerta al sofá, dos pasos desde el otro extremo del sofá al rincón del suroeste, medio paso a la puerta del armario y medio paso desde la puerta al escritorio y otro paso desde éste de vuelta al rincón del suroeste. En el cuarto había dos sillas de madera y la mesa de plástico para el café, el aparato de televisión, un cesto de papeles y un recipiente para hielo, rajado. El cuarto de baño tenía un váter, un lavabo y una ducha que sugería que una persona muy pequeña podía estirarse allí cómodamente. Todos los accesorios eran de color rosa. La alfombra era verde oliva. En el empapelado azul pastel había flores rosadas. El escritorio y las sillas estaban pintadas de color crema y manchadas con quemaduras de cigarrillos. La colcha de la cama era color malva.

Arkady no sabía qué había esperado de Kirwill. Había creído que habían llegado a algo parecido a la comprensión humana en Moscú, y, sin embargo, aquí parecían ser enemigos otra vez. Aun así, Kirwill era real en cierta forma que Wesley no lo era. Arkady tenía la impresión de que en cualquier momento el cuarto del hotel se derrumbaría como la tramoya de un escenario. Estaba furioso con Kirwill y quería que regresara.

Anduvo de un lado a otro, más nervioso que antes. En el armario había sólo dos vestidos, ni siquiera un par de zapatos adicional. Había una blusa impregnada del olor de Irina. La apretó contra su cara.

La luz del día era amarillenta, quebrada en filamentos y grietas.

Mirando a la derecha, lo más lejos que podía ver a través de la avenida Madison era un letrero que decía la hora feliz. Directamente frente al hotel había una tienda que vendía sombrillas chinas de papel encerado. Sobre la tienda había trece pisos de oficinas. Mirando a la izquierda, divisaba el césped gastado y las piedras color sepia del patio de una iglesia. Las hojas secas corrían como hollín por las calles.

En las oficinas de enfrente las secretarias escribían a máquina y hombres en mangas de camisa y corbata hablaban por teléfono. En las oficinas había plantas de hiedra y cuadros. En los pasillos, un carrito metálico repartía café. Un par de hombres negros pintaban la oficina que estaba directamente frente al cuarto de Arkady. En la ventana, había lo que parecía una radio portátil del tamaño de una maleta.

Una nube de vapor delineaba sus dedos en el vidrio. «Estoy aquí».

—¿Le gusta ver los juegos en la televisión? —Al encendió el aparato de televisión cuando llevó un emparedado a Arkady.

—No me agradan particularmente los juegos.

—Éste es muy bueno, sin embargo —comentó Al.

Al principio, Arkady no entendió el espectáculo. No se trataba de un juego, sino que todo lo que hacían los contendientes era adivinar cuánto dinero valían los premios, consistentes en tostadores, estufas, vacaciones, casas. Todo, conocimientos, habilidad física, suerte, quedaba eliminado, salvo la avaricia. La simplicidad del concepto era asombrosa.

—Usted es un verdadero miembro del Partido, ¿verdad? —dijo Al.

Las sombras de fuera se movían sólo cuando él miraba a otra parte. Se pasaban del borde de una ventana al de otra, o saltaban en masa a otro edificio. ¿Quién sabe qué rumbo tomarían a continuación?

Al oscurecer regresó Irina, arrojando paquetes sobre la cama y riendo. Las ansiedades de Arkady se desvanecieron. Ella hacía que la habitación cobrara vida; parecía agradable otra vez.

—Te eché de menos, Arkasha.

Irina había llevado unas cajas de cartón de espaguetis con carne, almejas y salsas blancas. Se ponía el sol cuando comieron sus manjares exóticos con tenedores de plástico. Él pensó que, por primera vez en su vida, vivía en un edificio que no olía, aunque fuera ligeramente, a col.

Ella abrió los paquetes y con orgullo exhibió el guardarropa que le había traído. A semejanza de la ropa del armario, las nuevas prendas eran de colores, cortes y calidad desconocidas para Arkady. Había pantalones, camisas, calcetines, corbatas, una chaqueta deportiva, pijamas, un abrigo y un sombrero. Examinaron las costuras, los forros, las etiquetas francesas. Irina se levantó el pelo en un moño y pasó los modelos para él, con rostro grave.

—¿Se supone que tú eres yo? —preguntó Arkady.

—No, no. Un Arkady norteamericano —contestó ella, desfilando con un despreocupado bamboleo y bajándose el sombrero sobre un ojo.

Mientras ella exhibía el pijama, Arkady apagó la luz de la habitación.

—Te amo —dijo—. Seremos felices.

Arkady desabotonó la parte superior del pijama, la abrió y le besó los senos, el cuello y la boca. El sombrero cayó y rodó bajo la mesa. Irina se quitó el pantalón del pijama. Arkady la poseyó de pie, igual que la primera vez en su apartamento: igual pero más lentamente, más dulcemente.

La noche diluyó todos los colores chillones de las paredes.

En la cama, volvió a contemplar el cuerpo de Irina. Las mujeres que había visto caminar por la calle eran más estrechas. Irina era más alta, más sensual, más animal. Sus costillas no sobresalían tan dolorosamente como en Moscú; tenía las uñas más largas y pintadas. Sin embargo, desde la suavidad de sus labios hasta el hueco de su cuello, hasta la oscura dureza de sus pezones; desde la planicie de su estómago hasta la elevación del monte en rizos húmedos, tenía el mismo sabor. Sus dientes mordían igual; las mismas gotas de transpiración surgieron en sus sienes.

—En mi celda imaginaba tus manos —ella le tomó la mano—, aquí y aquí. Sintiéndolas sin verlas. Eso me hacía sentir viva. Me enamoré de ti porque me hiciste sentir viva, y ni siquiera estabas ahí. Al principio me dijeron que lo habías dicho todo. Eras investigador, así que tenías que haberlo hecho. Mientras más pensaba en ti, sin embargo, más convencida estaba de que no les contarías nada. Me preguntaron si estabas loco. Les dije que eras el hombre más cuerdo que había conocido. Me preguntaron si eras un criminal. Les dije que eras el hombre más honrado que había conocido. Terminaron por odiarte a ti más que a mí. Y yo te amé más.

—Soy un criminal. —Arkady se puso encima de ella—. Allí era un criminal y aquí soy un prisionero.

—Con cuidado. —Ella lo ayudó.

Irina había llevado una radio en miniatura que llenaba el cuarto con una música de percusión insistente. Las cajas y la ropa estaban dispersas por el suelo. Sobre la mesa había tenedores de plástico apoyados en recipientes de cartón.

—Por favor, no me preguntes cuánto tiempo he estado aquí o exactamente qué está ocurriendo —dijo Irina—. Todo se está haciendo a niveles diferentes, a niveles nuevos que nunca habíamos conocido. No hagas preguntas. Estamos aquí. Lo único que siempre quise fue estar aquí. Y te tengo aquí conmigo. Te amo, Arkasha. No debes hacer preguntas.

—Nos van a enviar de regreso en un par de días, dijeron.

Ella lo abrazó, lo besó y susurró fieramente en su oído: —Todo habrá terminado en un día o dos, pero nunca nos enviarán de regreso. ¡Nunca!

—Podrías adquirir un bronceado de vaquero, con patillas y sombrero de vaquero —dijo ella pasándole la punta de los dedos por el rostro—. Viajaremos. Todo el mundo tiene un automóvil, verás.

—Si soy un vaquero, debería tener un caballo.

—Puedes tener un caballo aquí. He visto vaqueros en Nueva York.

—Quiero ir al oeste. Quiero recorrer las llanuras y ser un bandido como Kostia Borodin. Quiero aprender de los indios.

—O podríamos ir a California, a Hollywood. Podríamos tener una casa junto al mar, un jardín, un naranjo. Sería dichosa si nunca volviera a ver nieve. Podría vivir en traje de baño.

—O sin nada. —Le acarició la pierna; luego apoyó en ella su cabeza y los dedos de ella acariciaron su pecho. Tenían que fantasear debido al micrófono. El no podía preguntarle por qué estaba tan segura de que no regresaría a la Unión Soviética. Ella le rogó que no le preguntara nada más. De todas maneras, tratándose de Estados Unidos todo lo que podían concebir eran fantasías. Sintió que ella palpaba la cicatriz que tenía en el estómago.

»Tendré mi caballo junto al naranjo, detrás de la casa —dijo él.

—En realidad —dijo Irina, mientras encendía su cigarrillo con el de él—, no fue Osborne quien intentó hacer que me mataran en Moscú.

—¿Qué?

—Fueron el fiscal Iamskoy y Unmann, el alemán. Estaban juntos en ese asunto; Osborne no sabía nada de eso.

—Osborne trató de matarte dos veces. Tú estabas allí, lo mismo que yo, ¿recuerdas? —De pronto Arkady se puso furioso—. ¿Quién te dijo que Osborne no tenía nada que ver con eso?

—Wesley.

—Wesley es un mentiroso. —Y repitió en inglés—: ¡Wesley es un mentiroso!

—Shh, es tarde. —Irina puso un dedo en los labios de él. Cambió de tema; era paciente, y a pesar de su arranque, estaba satisfecha de sí misma.

Pero Arkady estaba molesto.

—¿Por qué cubriste la mancha de tu mejilla? —preguntó.

—Decidí hacerlo. En Estados Unidos hay maquillaje.

—Tienen maquillaje en la Unión Soviética y allí no lo hiciste.

—No era importante entonces. —Se encogió de hombros.

—¿Por qué es importante aquí?

—¿No es obvio? —Irina se enfadó a su vez—. Es una marca soviética. No me cubriría una marca soviética con maquillaje soviético, pero sí lo hago con maquillaje norteamericano. Me desharé de todo lo soviético. Si pudiera hacer que un médico me abriera el cerebro en este momento y extirpara de él todo lo soviético, todos los recuerdos que tengo, lo haría.

—Entonces, ¿por qué querías que me trajeran?

—Porque te amo y tú me amas.

Irina temblaba tanto que no podía hablar. Él la envolvió en la sábana y la manta y la sostuvo. Pensó que no hubiera debido enojarse con ella. Cualquier cosa que estuviera haciendo, era en bien de los dos. Ella le había salvado la vida y había hecho que lo llevaran con ella a Estados Unidos, a un coste que él no imaginaba, y no tenía derecho a protestar. Era, como todo insistía en recordarle, un criminal y no un investigador principal. Ambos eran criminales, y lo que los mantenía vivos era que estaban unidos. Encontró el cigarrillo de ella, que había caído sobre la alfombra haciendo un nuevo agujero, y se lo puso en la boca para que pudiera fumar. Ahora ambos podían disfrutar del buen tabaco Virginia. ¡Qué maravillosa era la infalibilidad del amante, que le había permitido herirla tan fácilmente, mencionando la marca!

—No me digas que Osborne no intentó hacerte matar —dijo él.

—Aquí las cosas son tan diferentes… —contestó ella, volviendo a estremecerse—. No puedo contestar preguntas. Por favor, no me interrogues.

Se sentaron en la cama a ver la televisión en color. En la pantalla, un individuo con aspecto de profesor leía un libro en una mesa de jardín, cerca de una piscina. De entre los arbustos, saltó un joven con una pistola de agua.

—¡Por Dios! ¡Me has asustado! —El lector estuvo a punto de caer de la silla y el libro se hundió en la piscina. Lo señaló y dijo—: Ya estoy bastante nervioso para que tú lo empeores con una broma como ésa. Suerte que era una edición de bolsillo.

—¿Es esto Chejov? —dijo riendo Arkady—. Es la misma escena que filmaban en los estudios Mosfilm cuando te conocí.

—No.

Unas muchachas en traje de baño, un hombre que tiraba de un paracaídas y una banda de música seguían al hombre de la pistola de agua.

—No, no es Chejov —convino Arkady.

—Es bueno.

Pensó que ella bromeaba, pero la escena absorbía totalmente a Irina. Sabía que ella no seguía el desarrollo de la historia; no era preciso, la pantalla ofrecía sus propias risas apreciativas. Notó que estaba fascinada por el azul eléctrico de la piscina, el verde de un árbol de aguacate, el morado de las buganvillas junto al sendero y los colores de una autopista. Ella había descubierto, de una manera que a él le resultaba imposible, lo que había de importante en la pantalla. Su fulgor llenaba el cuarto. Cuando una mujer sollozaba, Irina veía en su vestido, sus anillos, su peinado, los elegantes cojines del mobiliario de mimbre, una terraza de cedros y la puesta del sol en el Pacífico.

Se volvió y vio el desaliento de Arkady.

—Sé que piensas que no es real, Arkasha. Estás equivocado, aquí es real.

—No lo es.

—Lo es y me gusta.

—Entonces disfrútalo. —Arkady cedió.

Apoyó su cabeza en su regazo y cerró los ojos mientras la televisión murmuraba y reía.

Advirtió que Irina usaba un perfume distinto. En Rusia había pocos perfumes, y eran aromas sólidos, para los días de trabajo. El favorito de Zoya era Noches de Moscú. Era un auténtico tractor de los perfumes. El perfume Noches de Moscú se había llamado Svetlana, el nombre de la hija favorita de Stalin, hasta que ésta se fugó con un delegado hindú. Noches de Moscú era un olor rehabilitado.

—¿Puedes perdonarme que lo desee, Arkasha?

El percibió la ansiedad de su voz.

—Yo también lo deseo para ti.

Irina apagó el televisor y Arkady soltó la cortina de la ventana, que se enrolló como una explosión. El edificio de oficinas de enfrente era un emparrillado de ventanas oscuras y vacías.

Rió para complacer a Irina y encendió la radio que ella había traído. Estaban tocando una samba: Irina recuperó el ánimo y ambos bailaron sobre la alfombra gris seguidos por sus sombras que se proyectaban en las paredes grises. Él la hizo girar. El placer le agrandó los dos ojos, el ciego y el bueno. De modo que un ojo no veía, pero conservaba el alma, aunque la mancha de la mejilla hubiera desaparecido.

Con ella encima, su cabellera cubría la cara de ambos, una colcha que se corrió al levantarse él.

Con ella debajo, Irina era un barco que los llevaba lejos.

—Somos desechos y náufragos —dijo Arkady—. Ningún país nos permitirá desembarcar.

—Nosotros somos nuestro propio país —dijo Irina.

—Con nuestras propias selvas. —Arkady señaló el empapelado floreado—. Música nativa —señaló la radio y los micrófonos ocultos— y espías.