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Lo primero que vio de Estados Unidos fueron las luces de un barco cisterna y las luces de pescadores de las naves rastreadoras.

Wesley era alto, joven y semicalvo, sus rasgos eran suaves como si hubieran sido alisados como un canto rodado con una leve e inocua expresión de afabilidad. Llevaba un traje de tres piezas de tela azul. Exhalaba un olor a limón y menta de la boca, las mejillas y las axilas. Durante todo el vuelo había estado con las piernas cruzadas, fumando su pipa y contestando las preguntas de Arkady con gruñidos. Había algo torpe y lácteo en Wesley, una cualidad de ternero.

Los dos hombres tenían un sector del avión para ellos solos. La mayoría de los otros pasajeros eran «artistas meritorios», músicos en gira que hablaban de los relojes y perfumes que habían comprado en la escala de Orly. A Arkady no se le había permitido abandonar el avión allí.

—¿Entiende usted la palabra «responsabilidad»? —preguntó Wesley en inglés.

Los pasajeros se apiñaron a un costado del avión al aproximarse a tierras agrícolas; débiles líneas entre campos oscuros.

—¿Significa eso que usted me va a ayudar? —preguntó Arkady.

—Significa que ésta es una operación del FBI. Significa —dijo Wesley serio, como si tratara de venderle algo— que somos responsables de usted.

—Y usted, ¿ante quién es responsable? Una excitación infantil invadió el avión al volar éste sobre la primera comunidad norteamericana. Parecía ser una comunidad de automóviles. Los coches llenaban las calles y abrevaban junto a casas que parecían demasiado grandes para la gente.

—Me alegra que haya hecho usted esa pregunta. —Wesley golpeó su pipa en el cenicero del brazo del asiento—. La extradición es una cuestión complicada, especialmente entre Estados Unidos y la Unión Soviética. No queremos más complicaciones de las que ya tenemos. ¿Entiende usted la palabra «complicación»?

El descenso pronunciado produjo la ilusión de aumento de la velocidad. De pronto apareció una gran autopista, una vía infinita de señales de colores, que se desvaneció luego en una maraña de carreteras. Parecía imposible que pudiera haber tantos caminos pavimentados. ¿Dónde podrían ir todos? ¿Cuántos coches habría? Se tenía la impresión de que toda la población estaba conduciendo o mudándose o evacuando la región.

—En la Unión Soviética, una complicación es algo que no se desea —dijo Arkady—. ¡Exactamente!

Las líneas de luz se convirtieron en centros comerciales, calles principales, estacionamientos de lanchas. Un letrero decía: venta de día de acción de gracias. Aparecieron campos de juego iluminados, con césped brillante, de una zona residencial. El azul que se veía en los patios traseros eran piscinas vacías. El primer americano que pudo distinguir bien, estaba en la puerta alumbrada de una casa, mirando hacia arriba.

—Permítame señalarle una complicación que no vamos a tener —dijo Wesley—. Usted no va a desertar. Si ésta fuera una operación de la KGB, entonces sí podría desertar. Podría acudir a nosotros y nosotros nos alegraríamos de darle asilo. Por ejemplo, cualquier otro de los pasajeros de este avión puede desertar.

—¿Y si ellos no quieren hacerlo y yo sí?

—Bueno, ellos pueden, pero usted no —contestó Wesley.

Arkady sintió la sacudida de la apertura del tren de aterrizaje. Buscó un rastro de humor en la sonrisa de Wesley. —Usted bromea— sugirió.

—Ciertamente, espero que no —dijo Wesley—. Es la ley. Antes de que se permita a un desertor quedarse en Estados Unidos, su caso lo determina el buró. Estudiamos su caso y decidimos que usted no se pude quedar.

Arkady pensó que tal vez tenía problemas con el lenguaje.

—Pero todavía no he tratado de desertar.

—Entonces, al buró le encantará hacerse responsable de usted. Hasta que trate de hacerlo.

Arkady estudió al agente. Nunca había conocido a un hombre semejante. La cara era humana: el ceño, los párpados y los labios se movían en los momentos apropiados, pero Arkady sospechó que dentro de su cráneo, en la corteza cerebral había un patrón uniforme de espirales.

—Puede usted desertar, pero tendrá que hacerlo con nosotros —dijo Wesley—. Cualquier otra persona a la que recurra con ese fin, lo entregará a nosotros. Desde luego, lo devolveremos de inmediato a la Unión Soviética. Así que, cuando esté en nuestras manos no tiene objeto desertar con nosotros, ¿verdad?

El avión pasó sobre hileras de monótonas casas bañadas en una temible iluminación pública. Las calles se alejaron y el avión dio una amplia vuelta sobre la bahía; luego se dibujó en el cielo una isla de luces. Mil torres de luces tan prolíficas como estrellas surgieron del agua, y los pasajeros lanzaron una exclamación de alivio y admiración.

—Entonces, usted no me ayudará —dijo Arkady.

—Ciertamente, en lo que pueda —contestó Wesley.

Las luces de aterrizaje se deslizaron junto a las ventanillas. El avión tocó tierra y frenó.

Para cuando el avión se deslizó hacia la terminal de la Pan Am, el pasillo estaba lleno de músicos, instrumentos musicales, paquetes de regalos y bolsas de alimento. Ahora los rusos preparaban sus caras de aburrimiento-ante-la-tecnología-norteamericana, y aunque todos teman que pasar junto a Arkady y Wesley, nadie los miraba; nadie quería contaminarse estando tan cerca, a unos cuantos pasos de un notable pasillo tubular que unía el avión directamente a la terminal. En lugar de eso, intercambiaban miradas.

Cuando todos los otros pasajeros se hubieron ido, unos asistentes de servicio entraron al avión por una puerta trasera. Wesley condujo a Arkady por una escalera de servicio hasta la pista bajo los motores traseros del Ilyushin. Los motores gimieron y la luz roja de la cola parpadeó. ¿Iba a regresar el aparato a Moscú inmediatamente?, se preguntó Arkady. Wesley le tocó el hombro para mostrarle un automóvil que maniobraba por la pista hacia ellos.

No pasaron por la aduana norteamericana. El coche los llevó directamente a una puerta de salida y de allí a una autopista de alta velocidad.

—Tenemos un arreglo con su gente —explicó Wesley instalándose cómodamente en el asiento trasero, junto a Arkady.

—¿Mi gente?

—La KGB.

—No pertenezco a la KGB.

—La KGB también dice que usted no es de ellos. Esperábamos que dijeran eso.

Junto al camino había automóviles abandonados. No habían sido abandonados recientemente; parecían despojos de guerras antiguas. «Puerto Rico Libre», ponía en el costado de uno de ellos. Los vehículos que circulaban por el camino eran de un centenar de marcas y colores. También los conductores eran de todos colores. Delante estaba la misma sorprendente línea de horizonte que había divisado desde el avión.

—¿Cuál es el arreglo que tienen con la KGB? —preguntó Arkady.

—Consiste en que ésta sea una operación del buró, en la medida en que usted no pueda desertar. Y como sólo puede usted hacerlo con nosotros, no puede desertar.

—Entiendo. ¿Y usted cree que pertenezco a la KGB sólo porque ellos lo niegan?

—¿Qué otra cosa pueden decir?

—¡Pero si usted creyera que yo no pertenezco a la KGB, eso cambiaría las cosas!

—Así es. Entonces lo que dice la KGB sería cierto.

—¿Qué dicen?

—Que usted fue acusado de asesinato. —No hubo ningún juicio.

—No dijeron que lo hubiera habido. ¿Mató usted a alguien?

—Sí.

—Ahí tiene. Las leyes de inmigración de Estados Unidos estipulan que no se admitan criminales en el país. Las leyes son muy estrictas, a menos que sea usted un extranjero ilegal. Pero difícilmente podemos aceptar a alguien que viene al buró y anuncia que es un asesino.

Wesley balanceaba afablemente su cabeza en las sombras, mientras esperaba a que Arkady le hiciera más preguntas; pero él guardó silencio. El coche entró en un túnel en dirección a Manhattan. La policía los miró a través de los vidrios opacos de sus casetas, a la luz verdosa del túnel. Luego el coche salió al otro lado, por calles más angostas de lo que Arkady había esperado, y tan abajo de la bruma brillante de la línea del horizonte que tenían una desorientadora cualidad submarina. El alumbrado público poseía una palidez de tungsteno más marcada.

—Sólo quería que usted conociera exactamente cuál es su posición —dijo finalmente Wesley—. No está usted aquí legalmente. Tampoco está usted aquí ilegalmente, porque entonces tendría algo en que apoyarse. Simplemente, no está aquí de ninguna manera, y no tiene forma de probar lo contrario. Sé que es demencial, pero ésa es la ley para usted. También es lo que su gente quería. Si tiene alguna queja, deberá plantearla a la KGB.

—¿Veré a la KGB?

—No, si puedo evitarlo.

El coche se detuvo en la esquina de la Veintinueve y Madison, frente a las puertas de cristal de un hotel. Antorchas de gas de imitación flanqueaban una marquesina que decía the barcelona. Wesley entregó a Arkady una llave unida a una placa de plástico con el nombre del hotel, pero la retuvo un momento después de dársela.

—El número del cuarto de ella está en la llave. —Wesley la soltó—. Es usted un hombre afortunado.

Arkady sintió un extraño mareo al salir del coche. Wesley no lo siguió. Arkady abrió las puertas de cristal. El vestíbulo del hotel estaba cubierto con una alfombra color marrón, tenía columnas de mármol rosado y candelabros de bronce con bujías eléctricas. Un hombre con bolsas oscuras bajo los ojos se levantó de una silla para hacer señas con un periódico a Wesley, que estaba fuera; luego miró a Arkady y volvió a sentarse. Arkady subió solo en un ascensor automático que tenía la leyenda «Vete a hacer puñetas» grabada en la puerta.

La habitación 518 se hallaba al final del pasillo del quinto piso. La puerta de la 513 se abrió imperceptiblemente al pasar Arkady, y cuando se volvió, furioso, la puerta se cerró. Siguió hasta la 518, abrió la puerta y entró.

Estaba sentada sobre la cama, en la oscuridad. No pudo distinguir si llevaba puesto un vestido ruso o americano. Estaba descalza.

—Hice que te trajeran —dijo la joven—. Al principio cooperé porque me dijeron que te iban a matar. Finalmente decidí que mientras permanecieras allí era igual que si estuvieses muerto. Ni siquiera quise salir del cuarto hasta que te trajeran…

Ella levantó la cara para verlo. Tenía los ojos llorosos. «Finalmente, esto es todo lo que tenemos para ofrecernos», pensó Arkady. Le tocó los labios y ella pronunció su nombre en su mano. Entonces vio el teléfono en una mesita. Iamskoy los estaba escuchando, pensó irracionalmente… Wesley, se corrigió. Arrancó el cable telefónico de la pared.

—Nunca les dijiste… —murmuró al regresar él—. Nunca les dijiste quién mató realmente a Iamskoy.

Su rostro había cambiado; estaba más delgado, lo que hacía más grandes sus ojos. ¿Estaba incluso más hermosa?

—¿Cómo se atrevieron a creer que eras uno de ellos? —preguntó Irina.

Aquí, los suelos eran más blandos; las camas, más duras. Ella se dejó caer a un lado del lecho, arrastrándolo con ella.

—Y aquí estás. —Lo besó.

—Aquí estamos. —Arkady sentía en su interior una fuerza maníaca.

—Casi libres —susurró ella.

—Y vivos —completó él, riendo.