En octubre, Arkady fue llevado en avión a Leningrado y conducido a lo que le pareció un enorme museo, pero era en realidad el Palacio de las Pieles. Fue conducido a un anfiteatro donde había hileras de escritorios rodeados de una columnata blanca. En la plataforma estaban sentados cinco oficiales uniformados de la KGB —un general y cuatro coroneles—. El palacio olía a carne muerta.
El general habló con tono irónico:
—Ahora me dicen que es una historia de amor —suspiró—. Hubiera preferido una simple historia de interés nacional. Todos los años, Arkady Vasilevich, hombres de todas las naciones del mundo toman asiento ante estos escritorios y gastan setenta millones de dólares en pieles soviéticas. La Unión Soviética es la primera nación exportadora de pieles del mundo. Siempre lo hemos sido. La razón no está en nuestros visones, que son inferiores a los norteamericanos, o en los linces, de los que hay demasiado pocos, ni en el caracul, que, después de todo, es piel de cordero; la razón está en la cebellina soviética. La cebellina, gramo por gramo, vale más que el oro. ¿Cómo cree que el Gobierno soviético reaccionaría ante la pérdida de su monopolio de cebellina? —preguntó el general.
—Osborne tiene sólo seis cebellinas —dijo Arkady.
—Me asombra, durante meses he estado asombrado por lo poco que usted sabe. ¿Cómo es posible que hayan muerto tantos hombres (el fiscal de la ciudad de Moscú, el alemán Unmann, oficiales de la seguridad del Estado y la milicia) gracias a usted, y usted sepa tan poco? —Pensativo, el general tiró de una de sus pestañas—. ¿Seis cebellinas? Con ayuda del viceministro auxiliar de Comercio, Mendel, determinamos que con la colaboración de su difunto padre, el viceministro de Comercio, el norteamericano Osborne se llevó subrepticiamente otras siete cebellinas hace unos cinco años. Eran cebellinas ordinarias de las granjas colectivas de los alrededores de Moscú. Los Mendel creyeron que Osborne no podría criar animales de alta calidad. El joven Mendel nunca se hubiera atrevido a ayudar al americano a adquirir cebellinas barguzin. Eso fue lo que dijo, y yo lo creí.
—¿Dónde está Yevgeny Mendel ahora?
—Se suicidó. Era un hombre débil. Sin embargo, la cuestión es que Osborne tenía hace cinco años siete cebellinas. Estimamos un índice de crecimiento del cincuenta por ciento anual, lo que le da ahora unas cincuenta cebellinas. Mediante su conspiración con el siberiano Kostia Borodin, obtuvo seis más. Cebellinas barguzin machos. Conforme al mismo cálculo, Osborne tendrá más de doscientas cebellinas de alta calidad en cinco años y más de dos mil en diez. Para entonces creo que podremos olvidarnos del histórico monopolio soviético en cebellinas. Ciudadano Renko, ¿por qué cree usted que todavía está vivo?
—¿Está viva Irina Asanova? —preguntó Arkady.
—Sí.
Arkady lo entendió todo. No iba a regresar a la casa de campo y tampoco lo iban a matar.
—Entonces, pueden utilizarnos —dijo.
—Sí. Los necesitamos.
—¿Dónde está ella?
—¿Le gusta viajar? —preguntó con gentileza el general, como si al formular la pregunta estuviera causando dolor—. ¿Ha querido visitar Estados Unidos alguna vez?