2

Al principio del verano, Arkady fue trasladado a una finca en el campo. Era una antigua residencia aristocrática con una vistosa fachada de columnas blancas y puertas francesas, pórticos que daban a invernaderos, con su pequeña iglesia usada ahora como garaje y una pista de tenis en la que los guardias jugaban al voleibol todo el tiempo. Arkady tenía permiso para deambular por donde quisiera, siempre que regresara a tiempo para la cena.

La primera semana una avioneta descendió en la pista de aterrizaje trayendo un par de interrogadores, al mayor Pribluda, una bolsa de correo y artículos tales como carne y fruta fresca, que sólo podían adquirirse en Moscú.

Los interrogatorios se efectuaban dos veces al día en un invernadero. No dejaron más plantas que algunos enormes gomeros, tan inclinados y tan fuera de lugar como sirvientes formales. Arkady se sentaba en una silla de mimbre entre los interrogadores. Uno era psiquiatra y sus preguntas eran sutiles; como siempre que el interrogatorio es cordial, reinaba un ambiente de bonhomía.

Al tercer día, a la hora del almuerzo, Arkady encontró a Pribluda solo en un jardín. Su chaqueta pendía del respaldo de una silla de hierro forjado. El mayor estaba limpiando su pistola. Sus dedos regordetes manejaban con destreza el casquete, los resortes y el trapo. Levantó la vista sorprendido cuando Arkady se sentó en una silla al otro lado de la mesa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arkady—. ¿Por qué lo dejan aquí afuera?

—Mi trabajo no consiste en interrogarlo —dijo Pribluda. Sus feos ojos honestos se habían convertido en una constante para Arkady y en un alivio después de una mañana con los otros oficiales que habían sido enviados por la KGB—. De todas maneras, ellos son especialistas; saben lo que están haciendo.

—Entonces, ¿por qué está usted aquí?

—Me ofrecí como voluntario.

—¿Cuánto tiempo se quedará?

—Mientras se queden los interrogadores.

—Sólo trajo una muda de camisas; no es mucho —dijo Arkady.

Pribluda asintió y continuó limpiando su arma; el sol lo hacía sudar. Ni siquiera se había arremangado los puños, aunque trabajaba con tanto cuidado que no había peligro de que los ensuciara con aceite.

—Si su trabajo no consiste en interrogarme, ¿cuál es su trabajo? —preguntó Arkady.

Pribluda empujó hacia delante el cañón del arma, fuera de las guías del receptor. De éste sacó el mecanismo del disparador. Un arma desarticulada siempre le había parecido a Arkady un tullido desnudo.

—Quiere decir que su trabajo consiste en matarme, mayor. Hable… se ha presentado como voluntario.

—No da mucha importancia a su vida. —Pribluda hizo resbalar las balas fuera del cargador una a una, como si fueran pastillas.

—Eso se debe a que no le dan la debida importancia. Si va a matarme cuando se quede sin camisas limpias, ¿cómo puedo hablar con seriedad?

Arkady no creía que Pribluda fuera a matarlo. Pribluda se había ofrecido gustosamente como voluntario, de eso no cabía duda, y estaba preparado para ello hora tras hora, pero Arkady no creía que eso fuera a ocurrir. De modo que a la mañana siguiente, cuando un automóvil llevó a los interrogadores y a Pribluda a la pista de aterrizaje, Arkady los siguió a pie. Llegó a tiempo para ver a Pribluda fuera de la avioneta discutiendo furiosamente con los interrogadores que estaban dentro del aparato. El avión partió sin él y él volvió al coche. Cuando el chófer preguntó a Arkady si quería que lo llevara de regreso, el inspector contestó que era un bonito día y prefería caminar.

Salvo por las leves ondulaciones del terreno, la campiña era plana. Bajo el sol matutino su sombra se estiraba unos treinta metros por el camino, y la de uno de los pocos árboles se prolongaba hasta cien. Había escasos árboles, prevaleciendo los arbustos de moras. La hierba silvestre contenía toda suerte de flores y saltamontes brillantes como el jade. Tendido en la hierba, Arkady sabía que era observado con binoculares desde el caminillo de vigilancia situado arriba del edificio principal. En ningún momento pensó en huir.

Arkady y Pribluda comían en la única mesa de un comedor cubierto con fantasmales fundas de muebles. Con sus ropas sucias, el mayor se sentía irritado, aflojó la pistolera del hombro, separando de sus sobacos la tela de la camisa. Arkady lo contemplaba con interés. Un hombre a punto de ser fusilado siempre mira a su verdugo consumo interés, y al demorarse indefinidamente el balazo fatal, Arkady tenía la oportunidad de estudiar de cerca a su futuro ejecutor.

—¿Cómo piensa matarme? ¿Por la espalda, de frente? ¿Apuntará a la cabeza o al corazón?

—A la boca —dijo Pribluda.

—¿Fuera de la casa o dentro? Un baño se limpia fácilmente.

Truculentamente, el mayor volvió a llenar su vaso de limonada. No se permitía beber vodka en la casa y Arkady era el único que no lo extrañaba. Tras largos días de jugar al voleibol los guardias se dedicaban al ping-pong hasta bien entrada la noche, para poder dormir.

—Ciudadano Renko, ya no es usted un investigador, no tiene ningún grado o posición de ninguna naturaleza, no es nada. Simplemente puedo decirle que se calle.

—Ah, pero es al revés, mayor. Ahora que no soy nada, no tengo por qué obedecerle.

Era casi lo mismo que Irina le había dicho a él, pensó. Con cuánta facilidad cambia la percepción.

—Dígame, mayor —preguntó—, ¿ha tratado alguien de matarlo?

—Sólo usted. —Pribluda retiró su silla y dejó su comida, sin probarla.

Por frustración, Pribluda empezó a trabajar en el jardín. En camiseta, con los pantalones enrollados arriba de los pañuelos atados alrededor de sus rodillas, arrancaba hierbas.

—Es demasiado tarde para plantar otra cosa que no sean rábanos, pero hacemos lo que podemos.

—¿Cuál es su cuota? —preguntó Arkady desde el porche.

Miró hacia el cielo, en busca del avión proveniente de Moscú.

—Hago esto por gusto, no es un trabajo —murmuró el mayor—. No voy a dejar que lo arruine. Huela esto. —Levantó hasta su nariz un poco de tierra rica en turba—. Ninguna otra tierra en el mundo huele igual.

El cielo estaba vacío y Arkady volvió la mirada al mayor y a su puñado de tierra. Su gesto le recordaba mucho a Pribluda hurgando en los cadáveres del Parque Gorki. Arkady pensó otra vez en las víctimas del mayor en el río Kliazma. Sin embargo, ahí estaban en un jardín campestre, Arkady con cicatrices de las costillas a las ingles, y Pribluda de rodillas.

—Encontraron el dinero de Iamskoy. Eso es lo que tiene todo en suspenso —comunicó Pribluda—. Desmantelaron su dacha tabla por tabla y cavaron en todo el lugar. Finalmente lo encontraron bajo algún cobertizo, según oí decir, donde guardaba patos y gansos muertos. Había una fortuna. No entiendo por qué se molestó en acumularla. ¿En qué la iba a gastar?

—¿Quién sabe?

—Yo dije que usted era inocente. Desde el principio dije que era inocente. El detective Fet era un pésimo informante, así que estoy orgulloso de decir que actué conforme a mi instinto. Todos decían que ningún investigador jefe llevaría a cabo la investigación que usted alega haber efectuado, contrariando las órdenes de un fiscal. Yo dije que usted sí porque sólo yo sabía cómo trataba de arruinarme. Todos decían que si Iamskoy era tan corrupto como aseguraba, entonces usted también debería serlo, y que sólo se trataba de un caso de ladrones descubiertos. Yo dije que usted es capaz de arruinar a una persona sin ninguna razón para hacerlo. Lo conozco. Es un hipócrita de lo peor.

—¿Cómo es eso?

—Si yo obedezco órdenes, usted me llama asesino. ¿Qué me importaban a mí esos prisioneros de la prisión de Vladimir? No se trató de nada personal… ni siquiera los conocía. Para mí sólo eran enemigos del Estado y tenía el encargo de librarme de ellos. No todo en este mundo puede hacerse de manera perfectamente legal… para eso se nos dio la inteligencia. Usted debió imaginar que yo había recibido órdenes. Pero por capricho, por algún hipócrita sentimiento de superioridad, quiere construir un caso contra mí… en otras palabras, matarme por cumplir con mi deber. De modo que es usted peor que un asesino; es un esnob. Vamos, ríase, pero admita que hay una diferencia entre el deber y el mero egoísmo.

—Tiene razón —aceptó Arkady.

—¡Ajá! Entonces sabía que yo obedecía órdenes…

—Rumores —dijo Arkady—, obedecía rumores.

—Rumores pues, ¿y qué? ¿Qué me hubiera pasado si no lo hubiera hecho?

—Habría tenido que dejar la KGB, su familia habría dejado de hablarle, hubiera sido embarazoso tenerlo como amigo, no habría podido ir a las tiendas especiales, hubiera tenido que mudarse a un apartamento más pequeño, sus hijos perderían sus tutores y suspenderían los exámenes para entrar a la universidad, dejaría de tener derecho a un automóvil, no confiarían en usted en ningún nuevo empleo que le dieran… y además, si no los hubiera matado usted, algún otro lo hubiera hecho. Yo tenía un matrimonio desastroso, sin hijos, y no me importaba de manera especial tener coche.

—¡Eso es exactamente lo que digo!

Arkady volvió a mirar una estela de jet que trepaba por el cielo. No era nada que le importara, a menos que planearan bombardearlo desde el aire. Escuchaba a Pribluda removiendo la tierra y el susurro suave de las semillas. Mientras él viviera, Irina estaría viva.

—Si soy inocente, quizá no tendrá que matarme.

—Nadie es completamente inocente —dijo el mayor.

El aeroplano trajo más interrogadores, alimentos y mudas de ropa para el mayor Pribluda. A veces los interrogadores eran diferentes, a veces los mismos; algunos usaban drogas, otros hipnosis; cada uno permanecía una noche y se marchaba. Ahora que tenía ropa limpia, Pribluda se cambiaba todos los días —cuando los investigadores no estaban a la vista— con un equipo ordinario de jardinero, con los pantalones remangados, una camiseta, pañuelos enrollados en las rodillas y la frente y zapatos viejos. Conservaba cerca su pistola, colgada en su funda de una estaca. Aparecieron hileras de rábanos, lechugas y zanahorias.

—Será un verano seco, lo presiento —dijo a Arkady—. Hay que sembrar un poco más hondo.

Maldiciendo, lo seguía cuando Arkady realizaba uno de sus largos paseos por la finca.

—No voy a escaparme —le dijo Arkady—. Se lo prometo.

—Hay pantanos. Pueden ser peligrosos. —El mayor caminaba a diez metros de distancia—. Ni siquiera sabe dónde pisar.

—No soy caballo. Si me rompo una pierna, no me matará.

Por primera vez, Arkady oyó reír a Pribluda. Sin embargo, el mayor tenía razón. A veces Arkady emprendía su caminata tan drogado con pentotal sódico que podía haber tropezado con un árbol sin darse cuenta. Caminaba en la forma en que camina un hombre cuando siente que es el único modo de encontrarse a sí mismo. Lejos de la casa y de las toallas llevadas como precaución al diván para aquellas veces en que una inyección lo hacía vomitar. Un interrogatorio es en gran parte un proceso de renacimiento efectuado de la manera más torpe posible, un sistema en el que la comadrona intenta traer al mundo al mismo bebé una docena de veces de una docena de maneras distintas. Arkady caminaba hasta que el veneno del día se diluía con el oxígeno; luego se sentaba a la sombra de un árbol. Al comenzar, Pribluda insistía en sentarse bajo el sol; le llevó una semana aceptar la sombra.

—Supe que hoy es su último día —dijo Pribluda con una sonrisa afectada—, el último interrogador, la última noche. Vendré a buscarlo cuando esté durmiendo.

Arkady cerró los ojos y escuchó el ruido de los insectos. Cada semana que pasaba hacía un poco más de calor y los insectos eran un poco más ruidosos.

—¿Quiere que lo entierren aquí? —inquirió Pribluda—. Vamonos, estoy perdiendo la paciencia, vamonos.

—Vaya a cultivar su jardín. —Arkady mantuvo los ojos cerrados, alentando la esperanza de que el mayor se fuera.

—Debe de odiarme mucho —dijo Pribluda al cabo de un rato.

—No tengo tiempo para eso.

—¿No tiene tiempo para eso? Es lo único que tiene: tiempo.

—Cuando estoy despierto y no muy drogado y puedo pensar, no tengo tiempo para preocuparme por usted, eso es todo.

—Preocúpese por mí; lo voy a matar.

—No se excite; no lo hará.

—No estoy excitado. —Pribluda elevó la voz. Ya más controlado, agregó—: He estado esperando esto todo el año. Está usted loco, Renko. —Estaba disgustado—. Olvida quién manda aquí.

Arkady no dijo nada. En el campo se escuchaba la alharaca de pájaros pequeños que hostigaban a un cuervo; semejaban una línea de notas musicales moviéndose en el aire. Por los aviones Antonov que volaban encima de él, su constante frecuencia y su dirección hacia el balsámico sur, había determinado que se encontraba a una hora del aeropuerto de Domodovo, ubicado en las afueras de Moscú. Los psiquiatras enviados a interrogarlo pertenecían a la Clínica Serbsky de la KGB en Moscú, por lo que dedujo que Irina estaba allí.

—Entonces, ¿en qué piensa? —inquirió Pribluda, exasperado.

—Pienso en que nunca supe cómo pensar. Creo que voy improvisando conforme se presentan las circunstancias. No sé. Al menos, por primera vez éstas no me hacen a mí. —Abrió los ojos y sonrió.

—Está loco —dijo Pribluda con seriedad.

Arkady se puso de pie y se estiró.

—¿Quiere regresar a sus semillas, mayor?

—Sabe que sí, hijo de puta.

—Diga que es humano.

—¿Qué?

—Regresaremos —dijo Arkady—. Todo lo que tiene que hacer es decir que es humano.

—No tengo que hacer nada. ¿Qué clase de juego es éste? Está tan loco, Renko, que me enferma.

—No debe de ser tan difícil decir que es humano.

Pribluda caminaba en un apretado círculo, como si se estuviera atornillando a la tierra.

—Sabe que lo soy.

—Dígalo.

—Lo mataré por esto… sólo por esto —prometió Pribluda—. Para acabar de una vez —su voz se volvió monótona—, soy humano —dijo.

—Muy bien. Ahora podemos partir. —Arkady echó a andar.

El nuevo interrogador era el doctor de manos movedizas que en una ocasión había hablado en una reunión efectuada en las oficinas del fiscal.

—Permítame decirle cuál es mi análisis —dijo a Arkady al final de la sesión—. Por cada verdad dicha a nosotros por usted y la mujer Asanova, hay una mentira. Ninguno de ustedes fue directamente miembro de la camarilla Iamskoy-Osborne, pero cada uno de ustedes estuvo involucrado indirectamente con ella, y ambos estuvieron y están involucrados mutuamente. Con su amplia experiencia como interrogador y la larga experiencia de ella como sospechosa, confían en confundirnos y resistir más que nosotros. Alientan falsas esperanzas. Todos los criminales alientan vanas esperanzas. Usted y la mujer Asanova padecen del síndrome de la pathoheterodoxia. Sobrestiman sus poderes personales. Se sienten aislados de la sociedad. Pasan de la excitación a la tristeza. Desconfían de la gente que más quiere ayudarlos. Resiste usted la autoridad aun cuando la representa. Cree usted ser la excepción a todas las reglas. Subestima la inteligencia colectiva. Lo que está bien le parece mal, y lo que está mal, bien. La mujer Asanova es un caso obvio, clásico, comprendido fácilmente por cualquiera y, en consecuencia, fácilmente tratable. El de usted es un caso más tortuoso y peligroso. Usted nació con un nombre famoso y grandes ventajas. A pesar de su marcada tendencia al egoísmo político, ascendió usted a una posición de significación en el sistema de justicia. Después de combatir heroicamente a un superior poderoso, entró usted en una conspiración criminal con esa mujer para ocultar hechos importantes de esta pesquisa. ¿Cuál era la relación real de ella con Osborne? ¿Qué transacciones tuvieron lugar entre usted y el agente norteamericano de inteligencia, William Kirwill? ¿Por qué dejó ir a Osborne? He oído sus respuestas. Creo que su parte sana quiere proporcionarme respuestas reales, y con terapia suficiente lo haría. Pero no tendría objeto. Tenemos las respuestas verdaderas. Ulteriores interrogatorios en este sentido, estoy convencido, sólo alimentarán sus malsanos engaños. Tenemos que pensar en el bien mayor. De modo que recomiendo que se haga con usted un escarmiento y que pague la pena máxima tan pronto como pueda arreglarse. Usted y yo tenemos programada una sesión más para mañana por la mañana, antes de que yo parta a Moscú. Ya no tengo más preguntas que hacerle. Sin embargo, si tiene nueva información, ésa será su última oportunidad de proporcionarla. De lo contrario, adiós.

Pribluda vació con cuidado el cubo. El agua, resplandeciente como un carámbano, corrió por un canal hasta una zanja donde había lechugas, hasta que Arkady amontonó tierra para desviar el agua a otra zanja. Avanzó de rodillas de hilera en hilera, remodelando una serie de diminutas zanjas hasta que todo el jardín quedó inundado.

—Es un verdadero Nilo —dijo.

—¡Bah!, el suelo está demasiado seco. ¿Una docena de cubos para un jardín de este tamaño? —Pribluda movió negativamente la cabeza—. Es una sequía.

—El sector agrícola privado del Comité de Seguridad del Estado nunca se secará, estoy seguro.

—Ríase, pero yo salí de una granja. La sequía es una cosa seria, y puedo presentir su llegada. Confieso que me uní al ejército para alejarme de la granja —Pribluda levantó un hombro, un gesto gracioso para un hombre de su figura—, pero en el fondo sigo siendo un hombre de campo. Ni siquiera hay que pensarlo; se puede sentir la proximidad de una sequía.

—¿Cómo?

—La garganta cosquillea durante tres días. Eso se debe a que el polvo no se ha asentado. También hay otras maneras.

—¿Como cuáles?

—La tierra. El suelo es como un tambor. Es verdades posible oírla. Cuando la cubierta de un tambor se pone más caliente y seca, ¿qué ocurre? Se hace más sonora. Lo mismo pasa con el suelo. Escuche. —Pribluda golpeó el suelo con el pie—. Suena a hueco. La masa de agua está descendiendo. —Golpeó el suelo entre los cubos, encantado de su nueva habilidad para divertir, golpeando más fuerte cuanto más reía Arkady—. Esto es ciencia campesina. ¿Escucha la tierra? Se puede oír lo seca que tiene su garganta. Pensé que ustedes, los habitantes de las ciudades, lo sabían todo. —Pribluda realizó una danza grotesca, pateando los cubos hasta que tropezó y se sentó con una sonrisa de payaso.

—Mayor —Arkady lo ayudó a levantarse—, usted es quien debe ver al psiquiatra, no yo.

—Ya es hora de su última sesión —dijo Pribluda poniéndose serio—. ¿No va a ir?

—No.

—Entonces tengo que ir yo.

El mayor miró a otro lado. Se puso la camisa, bajó la parte remangada del pantalón, limpió el polvo de sus zapatos y se puso la chaqueta, tratando de parecer presentable.

Entonces, al mismo tiempo vieron la pistola y su funda colgando de una estaca en medio del jardín inundado.

—Se la traeré —dijo Arkady.

—No. Yo iré por ella.

—No sea tonto. Usted tiene los zapatos puestos. Yo no.

Mientras el mayor le gritaba, Arkady se metió en el lodo y tomó de la estaca la funda con la pistola. El mayor guardó silencio mientras Arkady regresaba a terreno seco. Cuando Arkady le devolvió la pistola, Pribluda puso el cañón del arma contra la cabeza de Arkady.

—No toque mi pistola. —Estaba furioso—. ¿No sabe lo que ocurre aquí, no sabe nada?

Arkady y Pribluda ya no trabajaron juntos en el jardín, y las legumbres se marchitaron por no regarlas. Bajo el cielo vacío, los campos amarillearon a medio crecer. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas, con la esperanza de que por ellas entrara una brisa.

Zoya entró. Estaba más delgada, con los ojos hinchados, aunque exhibió una sonrisa.

—El juez dice que debemos hacer otro intento por salir adelante —explicó Zoya—. Dijo que nada era definitivo si yo cambiaba de opinión.

—¿Cambiaste de opinión?

Se sentó junto a la ventana y se abanicó con su pañuelo. Hasta su trenza infantil de cabello dorado parecía más delgada, más vieja, «como una peluca», pensó él.

—Sólo tuvimos algunas dificultades —dijo ella.

—¡Ah!

—Quizá fue culpa mía.

Arkady sonrió. Zoya decía que tal vez había sido culpa suya de la misma manera en que un burócrata discute un cambio de política en su departamento.

—Tienes mejor aspecto del que esperaba —dijo ella.

—Bueno, aquí no hay otra cosa que hacer que ponerse saludable. Hace semanas que no me interrogan. Me pregunto qué ocurrirá después.

—En Moscú hace mucho calor. Tienes suerte de estar aquí.

Zoya continuó diciendo que aunque nunca podrían volver a vivir en Moscú, le habían asegurado que le encontrarían un empleo agradable en una población agradable lejos de las presiones de la capital. Tal vez como maestro. Podrían enseñar juntos. También, quizá ya era tiempo de formar una familia. En rigor, tal vez fuera posible que regresara allí para hacer una visita conyugal más prolongada.

—No —dijo Arkady—. La verdad es que no estamos casados y no nos queremos. Yo ciertamente no te amo. Ni siquiera me siento responsable por lo que eres.

Zoya dejó de abanicarse y miró inexpresivamente más allá de Arkady, a la otra pared del cuarto, con las manos en el regazo. Cosa extraña, al perder peso y curvas sus músculos de gimnasta se hacían más voluminosos, sus pantorrillas se convertían en bíceps.

—¿Hay otra mujer? —Se acordó, muy obviamente, de hacer esa pregunta.

—Zoyushka, hiciste muy bien en dejarme, y ahora debes permanecer lo más lejos de mí que puedas. No te guardo rencor.

—¿No me guardas rencor? —Pareció enfadarse y repitió lo que había dicho con más vehemencia, más sarcásticamente—. ¿No me guardas rencor? Mira lo que me has hecho. Schmidt me ha dejado. Pidió mi traslado a otra escuela, ¿y quién puede culparlo? Me quitaron el carné del Partido; no sé qué va a hacer con él. Arruinaste mi vida, tal como decidiste hacerlo desde el día en que te conocí. ¿Crees que fue idea mía venir aquí?

—No. A tu manera, siempre has sido bastante sincera, así que me sorprendió verte.

Zoya presionó sus puños contra sus ojos y apretó tanto la boca que los labios se le pusieron pálidos; tras un momento, apartó las manos, tratando de sonreír nuevamente, con sus ojos azules húmedos y brillantes cuando habló:

—Sólo tuvimos dificultades maritales. No fui lo suficientemente comprensiva. Comenzaremos de nuevo.

—No, por favor.

Zoya le tomó la mano. El había olvidado lo callosos que eran sus dedos, a causa del ejercicio.

—Hace mucho que no dormimos juntos —murmuró—. Podría quedarme esta noche.

—No. —Arkady apartó su mano de la de ella.

—Canalla. —Zoya le arañó la mano.

El avión se llevó a Zoya antes de la hora de la cena. La experiencia de ver humillarse ante él a la mujer que había sido su esposa, le resultó profundamente deprimente.

Aquella noche se despertó deseando intensamente a Irina. La habitación estaba negra alrededor de una ventana de estrellas. Permaneció de pie junto a la ventana, desnudo. Un contacto, aun el más leve roce de la sábana, habrían provocado una descarga de placer y alivio, y no habría sentido vergüenza. Pero aliviar el deseo habría borrado la imagen de ella. Era más que una imagen; era una aparición de Irina dormida en una cama azul. Había estado en su sueño, luego en su cuarto; pasó por la ventana y se perdió afuera. Podía sentir el calor de ella a través del vidrio. Ella era la conmoción de la vida.

No de la vida ordinaria. La vida ordinaria era una interminable cola de espaldas, del aliento del hombre que lo seguía en la cola. En la vida ordinaria, la gente iba a oficinas y hacía cosas terribles; iba a casa y, aun en el barullo del apartamento comunal, bebía, juraba, hacía el amor, libraba una batalla por un poco de dignidad, y de alguna manera sobrevivía. Irina se elevaba por encima de esa multitud. Ostentaba una belleza extraordinaria cubierta con una chaqueta maltrecha, como muestra de honestidad tenía una mancha en la mejilla, no se preocupaba de las insignificancias de la supervivencia. En muchos sentidos no era una persona en absoluto. Arkady entendía bien a las otras personas; como investigador, ése era su talento. No entendía a Irina y sospechaba que nunca podría penetrar en vastas áreas de su personalidad. Había aparecido como otro planeta y lo había arrastrado a su órbita. El la había seguido, pero no la conocía, y había sido él quien había jurado vasallaje.

En los meses pasados había actuado como si estuviera casi muerto, erigiendo una defensa de impasibilidad contra los sondeos de los interrogadores. Era un suicidio necesario ese sometimiento a los asesinos. Pero era una muerte, de todas maneras. Ahora había aparecido esta imagen de ella, y al menos por una noche, él también estaba vivo.

Los incendios de la turba empezaron al mes siguiente. Durante días todo el horizonte septentrional quedó cubierto de una neblina purpúrea. Una tarde, el avión de las provisiones tuvo que regresar sin aterrizar y a la mañana siguiente el horizonte sur también quedó cubierto de humo. Apareció un camión de bomberos con un ingeniero y bomberos tocados con cascos y capas que los hacían parecer soldados medievales. El ingeniero ordenó evacuar la casa. Pero no irían a Moscú, porque las carreteras estaban cortadas o bloqueadas, y todas las personas aptas estaban siendo reclutadas para combatir el fuego.

Era una verdadera batalla. A unos treinta kilómetros de la casa había un puesto de mando que controlaba a centenares de bomberos, ingenieros del ejército y «voluntarios» organizados como infantería alrededor de tanques móviles de agua, máquinas excavadoras y tractores. El grupo de la casa —Arkady, Pribluda, una veintena de guardias, sirvientes y cocineros— formó una línea de reserva provista de palas, con Arkady en el medio. Pero tan pronto como cruzaron la primera línea de fuego y entraron en acción, el grupo empezó a desintegrarse. Había que apagar el incendio de la maleza, que se propagaba fuera de la línea. Había repentinos cambios de viento y humo que cegaban y sofocaban a los hombres, haciéndolos caminar en direcciones diferentes. Había antiguas zanjas en las que de pronto caía un hombre o todo un tractor. El resto de la línea marchaba hacia un nuevo muro de humo, salía detrás de dos tractores y no sabía a cuál de los dos seguir. Hombres con ropas quemadas salían de quién sabe dónde, corriendo en busca de un lugar seguro o paleando valientemente tierra contra un nuevo brote de fuego, directamente ante las llamas. De la gente con quien había salido, Arkady solamente reconoció a Pribluda.

El fuego era impredecible. Un arbusto se encendía lentamente como una caja de cohetes chinos, mientras que otro se convertía de pronto en una antorcha. El problema era la turba. Para entonces, Arkady tenía idea de que estaba cerca de la población de Shatura. Shatura era famosa por haberse erigido allí la primera planta de energía eléctrica después de la Revolución, y el combustible de la estación era la turba. La tierra misma se incendiaba; bajo la superficie ardían las vetas de turba, de modo que aunque se apagara un incendio el fuego surgía por otra parte. Una máquina excavadora se volcó en la tierra quemada y ahuecada, liberando gas metano que estalló entre los que combatían el fuego como si fuera una bomba. El calor intenso era abrumador. Los hombres tosían ceniza y sangre. Los helicópteros sobrevolaban arrojando toneladas de agua que caía como una sofocante lluvia de vapor y humo. Hombres de ojos llorosos se agarraban de los cinturones de sus compañeros en una cadena ciega.

El plan era contener el fuego, pero los campos de turba eran demasiado inmensos, y los cortafuegos eran inútiles contra un enemigo que atacaba desde el subsuelo. Conforme se retiraba cada línea sucesiva de defensa, los hombres de las líneas iniciales quedaban más atrapados. Arkady ya no sabía hacia dónde retroceder. Desde todos los lados se escuchaban gritos confusos, a través del humo. Un promontorio de tierra abierta terminaba en un tractor quemado; por todas partes había palas abandonadas. Pribluda, con la cara manchada, se sentó con las piernas regordetas estiradas, jadeante y exhausto. El mayor sostenía su arma con desmayo y su voz era tan débil que Arkady apenas podía entenderle.

—Váyase de aquí. Salve el pellejo —dijo con amargura—. Ésta es su gran oportunidad. Puede quitarle sus documentos a algún muerto, si no muere usted quemado. Es la oportunidad que ha estado esperando. De todas maneras lo atraparemos; lo mataría ahora, si no estuviera convencido de eso.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Arkady.

—No soy tan tonto como para esperar aquí a morir quemado, se lo aseguro. No soy un cobarde.

Pribluda parecía más que nada un cerdo desjarretado. Altas nubes de humo cayeron sobre ellos al cambiar la dirección del viento. Arkady siempre había presentido que Pribluda no lo mataría; pero no sabía si moriría o no en el incendio. Por lo menos, ésa sería una muerte natural y no nueve gramos de plomo en la nuca disparados por el prójimo.

—¡Corra! —gritó Pribluda, tosiendo.

Arkady levantó al mayor y se lo echó al hombro. Ya no veía al tractor, los árboles o el sol. Se encaminó hacia la izquierda, donde estaba el último sendero despejado que recordaba.

Bamboleándose bajo el peso de Pribluda, tropezando con los escombros, pronto no supo si avanzaba hacia la izquierda, la derecha o en círculo, pero sabía que ambos morirían si se detenía. Lo que no había esperado era la claustrofobia de no respirar, de mantener la boca cerrada como si una mano se la tapara. El vacío de sus pulmones presionaba su tráquea. Con sus ojos entrecerrados divisaba sólo la maleza incendiada. Cuando ya no podía seguir adelante y el humo era tan espeso que tenía que cerrar completamente los ojos, se ordenaba a sí mismo dar otros veinte pasos, y cuando el humo estaba peor, otros veinte pasos más, y luego diez y otros cinco. Cayó en una zanja de agua salobre. La zanja era tan alta como un hombre, pero el agua era poco profunda, y entre ella y el borde de la zanja había un canal de delgado aire acre. Pribluda tenía los labios violáceos. Arkady lo puso de espaldas sobre el agua y se balanceó hacia atrás y hacia delante, bombeando aire. Pribluda revivió, pero el calor había aumentado.

Arkady atravesó la zanja. Sobre ellos caían ascuas que quemaban su cabello y practicaban pequeños agujeros en sus camisas. Finalmente, la zanja se elevó y terminó. Al principio, Arkady creyó haber regresado al campo desde donde había partido aquella mañana. Luego vio que las máquinas excavadoras, los tanques de agua y los vehículos de bomberos estaban ennegrecidos y maltrechos, algunos volcados al explotar sus tanques de combustible, y que lo que parecían montículos informes en el campo chamuscado eran cadáveres de hombres muertos el día anterior. Al parecer, algunos se habían refugiado en el tiro de un cortador de turba; ahora eran esqueletos. La turba era abono anaerobio, desperdicio orgánico tan antiguo que había consumido todo su oxígeno. Pocos microbios sobreviven en la turba… quizá veinte o treinta por metro cúbico. Expuestos al aire y al agua, los microbios se reproducen al instante en muchos millones, un cúmulo de vida voraz que corroe la carne como si fuera ácido. Las paredes del tiro estaban perforadas por los esfuerzos que hicieron por escapar de ese santuario. Una capa de goma yacía sobre la superficie resbaladiza de un brazo. De dos de los cadáveres que estaban arriba, en el suelo, Arkady tomó dos recipientes de agua intactos, improvisó unas máscaras con su camisa, las mojó y se puso él una y otra a Pribluda. Volvió a ponerse en marcha a medida que el humo se aproximaba.

Avanzaron con la intención de mantener el humo a sus espaldas. En un momento, Arkady tropezó cerca de un pozo. Pribluda, que iba delante de él, se volvió y le tendió la mano, evitando que cayera. Siguieron a través de más llanuras ardientes, más escenas de desastre y heroísmo sembradas al azar con mano generosa; muertes en una guerra de la que nunca se informaría en ningún periódico, salvo en un párrafo que admitiría la presencia de ceniza en el aire circundante a la región de Moscú.

Finalmente llegaron a una empalizada de árboles quemados.

—Ya no hay dónde ir, el humo está en todas partes —dijo Pribluda, al ver la oscuridad que se cernía sobre ellos—. ¿Para qué nos trajo aquí? Mire, los árboles vuelven a arder.

—No es humo, es la noche. Ésas son estrellas —dijo Arkady—. Estamos a salvo.

El fuego no había tocado la casa. Unos días después, llegó la lluvia, violentas tormentas que apagaron el fuego, y luego los guardias volvieron a jugar al voleibol y el avión trajo provisiones frescas, incluso helado. El avión trajo también al procurador general, que en ningún momento se quitó el impermeable y habló con la cabeza gacha y las manos a la espalda.

—Usted quiere que todo el sistema de justicia se doblegue ante usted. Usted es sólo un hombre, un investigador que ni siquiera es importante. Sin embargo, la razón y la persuasión no han producido ningún efecto en usted. Conocemos todo el alcance de la complicidad de la mujer Asanova con el agente extranjero Osborne y los traidores Borodin y Davidova. Sabemos que usted retiene información acerca de la mujer Asanova y la relación que existe entre usted y ella. Un investigador que hace eso, escupe deliberadamente en la cara de su país. Aprenderá que donde termina la paciencia, queda sólo la cólera.

La semana siguiente, regresó el doctor de la Clínica Serbsky. No hizo ningún intento de analizar a Arkady, sino que salió con Pribluda a lo que había sido el huerto. Arkady los observó desde una ventana de la planta superior. El doctor habló a Pribluda, discutió y finalmente insistió. Abrió un portafolios para mostrar a Pribluda una aguja hipodérmica del tamaño usado para los caballos, depositó el portafolios en sus manos y regresó de inmediato a la pista de aterrizaje. El mayor se alejó y se perdió de vista.

Por la tarde, Pribluda golpeó la puerta del cuarto de Arkady y lo invitó a ir a recoger setas. No obstante el calor, llevaba puesta su chaqueta, y llevaba dos bolsas grandes para las setas.

A menos de media hora de camino había unos matorrales que no habían sido tocados por el fuego, y donde la lluvia, mágicamente, había hecho crecer hierba nueva, flores y, casi de la noche a la mañana, setas. Muchos de los árboles eran grandes robles de más de cien años de edad que se arqueaban sobre el suelo musgoso. La búsqueda de setas presupone fijar la atención en el reverso de una hoja, en la corteza decolorada de un árbol, junto a las flores silvestres, en la industria de los escarabajos. Las propias setas asumían el aspecto de animales; disfrazadas, quietas como conejos, esperaban que los cazadores se alejaran. Saltaban a la vista y luego parecían desvanecerse. Se las veía mejor con el rabillo del ojo, una color marrón aquí; entre las hojas, un rebaño estacionario de setas color naranja, otra con el collar listado de un pequeño dinosaurio, y otra más tratando de esconder una cabeza escarlata. No se las designaba tanto por su nombre como por la forma en que eran preparadas: encurtidas, secadas en el horno, fritas, consumidas sin aderezo, con pan, con crema agria, acompañadas con vodka… pero qué clase de vodka: ¿clara, anisada, con sabor a carvi, a cereza? La persona que buscaba setas tenía todo el año para pensarlo.

Mientras Pribluda arrancaba feliz las setas, Arkady estudiaba su rostro, su frente estrecha, el borde de cabello entrecano, la nariz chata, las mejillas verrugosas, el cuerpo rechoncho, la chaqueta mal cortada sobre su pistolera. La arboleda había quedado ya sumida en la sombra cuando Arkady advirtió que no habían ido a cenar.

—No importa —comentó Pribluda—, mañana tendremos un festín de setas. Mire lo que encontré. —Abrió su bolsa para mostrar la abigarrada colección que tenía dentro, explicó a Arkady en detalle cómo había que preparar cada una y en qué festividad se servían—. Déjeme ver las suyas.

Arkady abrió su bolsa y dejó que su cosecha del día —todos hongos delgados, verdosos y blancuzcos, enfermizamente brillantes en las sombras— se desparramara por el suelo.

Pribluda dio un salto atrás.

—¡Todos son venenosos! ¿Está loco?

—El doctor le ordenó que me matara —dijo Arkady—. No lo hizo en el trayecto hasta aquí, ¿así que lo hará al regreso? ¿Espera a que oscurezca? ¿Será un balazo en la cabeza o una inyección en el brazo? ¿Por qué no usar setas?

—¡Basta!

—No habrá ningún festín mañana, mayor. Estaré muerto.

—No tenía órdenes; se limitó a sugerir.

—¿Es oficial de la KGB?

—Un mayor, igual que yo. —Le entregó un portafolios.

—Lo enterré. No es ésa la manera en que yo mato a un hombre.

—No importa cómo sea; una sugerencia como ésa es una orden.

—Exigí una orden escrita.

—¡Usted!

—Sí, yo —dijo Pribluda, desafiante—. ¿No me cree?

—Entonces mañana llegará una orden escrita y usted me matará. ¿Qué diferencia hay?

—Tengo la impresión de que hay un conflicto sobre la decisión a tomar. El doctor actúa con demasiada precipitación. Quiero instrucciones definidas por escrito. No soy un asesino. Soy tan humano como usted. —Pribluda pateó lejos los hongos pálidos—. Lo soy.

De regreso, Pribluda parecía más solitario que Arkady. Éste respiraba profundamente, como si quisiera absorber la noche. Pensó en su antiguo enemigo que caminaba a su lado. Pribluda lo mataría cuando recibiera la orden escrita, pero había corrido un riesgo al no hacerlo a la primera indicación. Era algo insignificante para un condenado, pero para Pribluda era una marca que permanecería en su historial.

—Venus. —Arkady señaló una estrella brillante en el horizonte—. Usted es del campo, mayor, debe de conocer las estrellas.

—Éste no es momento para contemplar las estrellas.

—Ahí están las Pléyades. —Arkady las señaló—. Allí está Cefeo, Piscis arriba, Acuario más allá. Qué noche tan fantástica. Excepto por lo del incendio, ésta es la primera noche que paso fuera de la casa desde que vine aquí. La cola de Tauro está allí.

—Debió haber sido astrónomo.

—Obviamente.

Caminaron un rato en silencio, salvo por el sonido que producían sus pisadas, crujidos cuando atravesaban campos quemados, susurros cuando andaban entre la hierba. Apareció la casa, brillante en su propia bruma amarillenta. Arkady distinguió hombres que salían corriendo del edificio, provistos de linternas y rifles. Se apartó del brillo para ver mejor la noche.

—Todos nos hemos salido de órbita, mayor. Todos estamos juntos. Alguien me arrastra, yo lo arrastro, ¿a quién arrastrará usted?

—Necesito saber algo —dijo Pribluda—. Si nos hubiéramos conocido hace un año, aun así ¿me hubiera perseguido?

—¿Por los dos hombres que mató en el río Kliazma?

—Sí. —Pribluda miró con fijeza a Arkady.

Arkady oyó gritos, aunque las voces eran demasiado débiles para entenderlas. Su propio silencio se le hizo embarazoso, y resultó insoportable para Pribluda.

—Tal vez —Pribluda contestó su propia pregunta—, si hubiéramos sido amigos entonces, yo no lo habría hecho.

Arkady se volvió hacia las pisadas que se acercaban y las luces de las linternas que barrían su rostro. —Todo es posible— dijo.

Por hábito, uno de los guardias derribó a Arkady con la culata de su rifle.

—Tiene usted nuevos visitantes —dijo otro a Pribluda—. Ha habido un cambio.