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Él era una canalización. Unos tubos fluían dentro de él llevando sangre y dextrosa; otros salían de su cuerpo llevando sangre y desperdicios. Cada tantas horas, cuando temía la llegada de la consciencia, una enfermera le inyectaba morfina, y enseguida flotaba sobre la cama y miraba la monótona operación de drenaje que tenía lugar abajo.

No tenía una idea clara de por qué estaba allí. Sabía vagamente que había matado a alguien, y le pareció típico que hubiera sido una carnicería. No estaba seguro de si era criminal o víctima; esto le preocupaba algo, pero no mucho. La mayor parte del tiempo permanecía sentado en el rincón del cielo raso más alejado del cuarto y observaba lo que ocurría. Enfermeras y médicos se acercaban y murmuraban constantemente junto a la cama; luego, los doctores se alejaban un poco y murmuraban algo a dos hombres con ropa de calle y máscaras estériles sentados cerca de la puerta, y éstos a su vez abrían la puerta para susurrar algo a más hombres que esperaban en el pasillo. En una ocasión llegó un grupo de visitantes; entre ellos reconoció al procurador general. La delegación en pleno estuvo parada al pie de la cama, estudiando la cara que reposaba en la almohada, de la misma manera en que los turistas miran una inscripción extranjera tratando de descifrar un texto que no pueden entender. Finalmente, menearon la cabeza, ordenaron a los doctores que mantuvieran vivo al paciente y se marcharon. En otra ocasión, un capitán de la Patrulla Fronteriza fue introducido en la habitación para identificarlo. No le importó, porque en ese momento estaba ocupado sufriendo una hemorragia, secreto revelado por los tubos que salían de su cuerpo, cada conducto de plástico teñido de un rojo generoso. Más tarde lo ataron a la cama y lo cubrieron con una tienda transparente de plástico. Los cinturones que lo sujetaban no lo constreñían (no había pensado usar sus brazos), pero de alguna manera la tienda impedía que volviera a flotar. Presintió que los doctores estaban reduciendo el suministro de morfina. Durante el día era consciente de los colores que se movían a su alrededor, y por la noche, de la oleada de miedo cuando se abría la puerta dejando entrar las luces del exterior. El miedo era importante, esto también lo sentía. De todas las alucinaciones provocadas por el narcótico, sólo el miedo era real.

El tiempo, medido mediante las agujas hipodérmicas, no pasaba; era sólo una camisa suspendida entre el limbo y el dolor. Lo que existía era la espera, no la suya, sino la de los hombres estacionados junto a la puerta y los que estaban del otro lado. Sabía que lo estaban esperando a él.

—¡Irina! —dijo en voz alta.

De inmediato oyó sillas que se arrastraban y vio figuras que se lanzaban sobre la tienda. Cuando la abrieron, cerró los ojos y dio un tirón con el brazo, lo más fuerte que pudo. Un tubo se zafó dejando salir sangre del agujero del brazo. Oyó pisadas provenientes de la puerta.

—Les dije que no lo tocaran —dijo una enfermera.

Cerró la vena y le volvió a colocar el tubo en el brazo.

—Nosotros no lo hicimos.

—Él mismo no lo hizo. —La enfermera estaba enfadada—. Ni siquiera está consciente. ¡Miren esta confusión!

Cerró los ojos; imaginó las sábanas y el suelo. La enfermera sólo estaba furiosa, pero un desorden sangriento en un hospital aterrorizaba e intimidaba a cualquiera, incluso a las duras almas de la KGB. Los oyó limpiar el suelo de rodillas. No dijeron otra palabra de que estuviera despierto.

¿Dónde estaba Irina? ¿Qué les había dicho?

—De todos modos lo van a fusilar —murmuró uno de los que limpiaban el suelo.

Metido en su tienda transparente, escuchaba; se proponía oírlo todo mientras pudiera.

En los minutos que pasaron antes de la llegada de la milicia al jardín de la universidad, Arkady dijo a Irina qué debía decir: que ella no había matado a nadie; Arkady había matado tanto a Iamskoy como a Unmann. Irina sabía que Valerya, James Kirwill y Kostia estaban en Moscú (eso figuraba en las grabaciones), pero no sabía nada acerca de defecciones o contrabandos. Ella era sólo una incauta, una añagaza, una víctima, no una criminal. Si la historia no era plausible habría que alegar en su defensa que la había concebido mientras Irina le protegía el estómago. Además, esa historia era la única oportunidad que tenía ella.

Iniciaron el primer interrogatorio leyendo los delitos de que se le acusaba: los crímenes le eran familiares, generalmente los mismos de los que él había acusado a Osborne y a Iamskoy. Una pared de la tienda había sido corrida para que los tres hombres pudieran sentarse cerca de la cama. Pese a las mascarillas esterilizadas que usaban, reconoció al mayor Pribluda, y tras la mascarilla, una sonrisa.

—Está agonizando —dijo el más cercano a Arkady—. Lo menos que puede hacer es dejar limpio el nombre de los inocentes. Tenía usted un historial excelente hasta que sucedió esto, y queremos recordarlo así. Limpie el buen nombre del fiscal Iamskoy, un hombre que le brindó su amistad y lo ascendió. El padre de usted es un anciano enfermo; al menos, permítale morir en paz. Elimine esta vergüenza y muera con la conciencia limpia. ¿Qué dice?

—No estoy agonizando —contestó Arkady.

—Está recuperándose bien. —El doctor corrió las cortinas.

Atenuó el sol que caía sobre su chaqueta blanca. La tienda había sido retirada y ahora Arkady tenía dos almohadas bajo la cabeza.

—¿En qué medida?

—Mucho —dijo el doctor con la necesaria gravedad como para que Arkady entendiera que había estado esperando semanas a que el paciente le hiciera esa pregunta—. El puñal perforó el colon, el estómago y el diafragma, y también rasguñó el hígado. En rigor, lo que no tocó fue lo que probablemente quería tocar su amigo, la aorta abdominal. Sin embargo, cuando llegó no tenía presión sanguínea; además tuvimos que enfrentarnos a la infección, la peritonitis, llenarlo de antibióticos con una mano y drenarlo con la otra. El estanque en que estuvo usted estaba inmundo. Fue una suerte que al parecer no hubiera usted comido las veinticuatro horas anteriores al momento en que fue apuñalado; de otro modo la infección se habría extendido por el tracto digestivo, y ni siquiera nosotros hubiéramos podido salvarlo. Es asombroso cómo la vida depende a veces de un poco de alimento, de algo tan insignificante como eso. Es usted un hombre afortunado.

—Ahora lo sé.

La siguiente ocasión fueron cinco de ellos, con las mascarillas esterilizadas puestas y se sentaron alrededor de la cama, haciéndole preguntas uno tras otro para que Arkady se confundiera. Decidió contestar a Pribluda, y hacer caso omiso de lo otros.

—La mujer Asanova nos lo contó todo —dijo alguien—. Usted concibió la conspiración junto con el norteamericano Osborne, prometiéndole protección contra el fiscal Iamskoy.

—Usted tiene el informe que le envié al procurador general —contestó Arkady a Pribluda.

—Lo vieron hablar con Osborne en numerosas ocasiones, incluso la víspera del día del Trabajo. Usted no lo arrestó. En lugar de eso, fue directamente a la universidad, donde atrajo al fiscal a una trampa y lo mató con ayuda de la mujer.

—Usted tiene mi informe.

—¿Cómo explica sus contactos con Osborne? El fiscal siempre preparaba informes después de sus reuniones con sus investigadores. No hay nada en sus notas acerca de sus supuestas sospechas relativas al norteamericano. Si usted las hubiera mencionado, él se hubiera comunicado de inmediato con el órgano de seguridad.

—Usted tiene mi informe.

—No nos interesa su informe. Sólo sirve para condenarlo. Ningún investigador habría podido demostrar el robo de cebellinas en Siberia o la forma en que esas cebellinas fueron sacadas del país en base a la evidencia insignificante que usted tenía.

—Yo lo hice.

Fue la única vez que cambió su respuesta. Se le acusaba de conspirar con Osborne por dinero; se mencionó su divorcio como prueba de que había sufrido un colapso mental; se sabía que había acosado a Osborne para que le regalara un sombrero valioso; la mujer Asanova lo acusó de haber intentado seducirla sexualmente; concibió el plan referente a Osborne con la esperanza de efectuar un arresto sensacional tendente a contrarrestar los efectos que tendría en él la campaña contra los ambiciosos de su calaña; su naturaleza violenta quedaba demostrada por su ataque al secretario del Comité de Distrito, amigo de su ex esposa; sus vínculos con el agente extranjero James Kirwill quedaron de manifiesto por su colaboración con el hermano del agente, William Kirwill; había matado a golpes de cachiporra a un oficial de la KGB en la dacha del fiscal; según la mujer Asanova, tuvo relaciones sexuales con la criminal Valerya Davidova; la fama de su padre lo había invalidado psicológicamente: en resumen, todo se sabía. Ante cada intento por enfurecerlo, confundirlo y aterrorizarlo, Arkady contestó a Pribluda que leyera su informe.

Pribluda era el único que no hablaba, el que se contentaba con ser una amenaza silenciosa. Arkady lo recordaba mejor envuelto en un abrigo sobre la nieve aquella mañana en el Parque Gorki. No había apreciado lo mucho que interesaba a Pribluda hasta ahora. En medio de su concentración, los ojos de Pribluda eran asombrosamente cándidos. No lo sabían todo; no sabían nada.

Cuando fueron despedidos los guardias, se llevó un teléfono al cuarto. Como nunca sonaba y nadie lo usaba para hacer ninguna llamada, Arkady supuso que era un transmisor destinado a registrar lo que él decía. La primera vez que le permitieron tomar alimentos blandos, escuchó el traqueteo del carrito desde que salió del ascensor hasta que llegó a su puerta. Todas las demás habitaciones del piso en que se hallaba estaban vacías.

Los cinco hombres regresaron para continuar el interrogatorio dos veces al día, durante otros dos días. Arkady repitió la misma contestación hasta que milagrosamente germinó en su cerebro la semilla de la comprensión.

—Iamskoy era uno de ustedes. —Los interrumpió—. Pertenecía a la KGB. Convirtieron a uno de ustedes en fiscal de la ciudad de Moscú, y luego se convirtió en un traidor. Y tienen que meterme una bala en la cabeza, sólo porque los puso en ridículo.

Cuatro de los cinco hombres se miraron; sólo Pribluda siguió mirando a Arkady.

—Como decía Iamskoy —Arkady rió dolorosamente—, todos respiramos aire y orinamos agua.

—¡Cállese!

Los cinco hombres se retiraron al pasillo a hablar. Arkady, acostado en su cama, pensaba en las conferencias del fiscal acerca de la correcta jurisdicción de los órganos de la justicia, muy divertidas si se las consideraba retrospectivamente. Los cinco hombres no regresaron. Después, se presentaron guardias por primera vez en una semana y colocaron las cinco sillas contra la pared.

En cuanto le permitieron caminar solo, apoyándose en bastones, se dirigió a la ventana. Descubrió que su habitación estaba en una sexta planta, cerca de una autopista y al alcance de una fábrica de dulces. Era la fábrica de dulces Bolchevique, advirtió al costado de la carretera de Leningrado, aunque no recordaba que hubiera hospitales tan lejos de la ciudad. Trató de abrir la ventana, pero estaba cerrada con llave.

—No queremos que se lastime —dijo una enfermera que llegó en ese momento.

Él no quería lastimarse; quería oler el chocolate de la fábrica. Podía haber llorado por no tener la oportunidad de oler el chocolate.

En un momento se sentía lleno de fuerza, y al siguiente se sentía a punto de llorar. En parte ese estado de ánimo era consecuencia de la tensión del interrogatorio. Era normal que los interrogadores trabajaran en equipo, acumulando sus voluntades contra la del sospechoso, flanqueándolo, confundiéndolo con acusaciones falsas, mientras más descabelladas mejor, acosándolo de un modo u otro hasta que estaba a su merced. Eso era un hombre honesto; el hombre de rodillas. Como regla general, no era tan malo, así que esperaba que utilizaran esa técnica; era normal.

Parte del problema era el aislamiento. No se le permitía recibir visitas, sostener conversaciones con los guardias o enfermeras, leer libros o escuchar la radio. Se descubrió leyendo las marcas de fábrica de los utensilios y de pie junto a la ventana, mirando el tránsito de la autopista. Su única ocupación inteligente consistía en seleccionar entre las muchas preguntas contradictorias que le habían hecho, para determinar lo que le había ocurrido a Irina. Estaba viva. No había dicho nada y sabía que él tampoco había hablado; de lo contrario el interrogatorio hubiera sido mucho más exacto y dañino. ¿Por qué había ocultado él que ella sabía lo del contrabando? ¿Cuándo la había llevado a su piso? ¿Qué había sucedido allí?

Tras un día sin interrogatorio, se presentó Nikitin. Con sus ojos astutos en la cara redonda, el investigador para enlace gubernamental miró a su colega y ex alumno entre suspiros de decepción.

—La última vez que nos vimos me apuntaste con una pistola —dijo Nikitin—. Eso fue hace casi un mes. Ahora te ves un poco más calmado.

—No sé cómo me veo. No tengo espejo.

—¿Cómo te afeitas?

—Me traen una afeitadora eléctrica con el desayuno y se la llevan cuando recogen los platos sucios. —Al tener alguien con quien hablar, aunque fuera Nikitin, se sintió efusivo.

Hubo un tiempo, hacía ya muchos años, cuando Nikitin era investigador de homicidios, en que habían sido amigos.

—Bueno, no puedo quedarme. —Nikitin sacó un sobre—. Hay gran conmoción en la oficina, como imaginarás. Me pidieron que te trajera esto para que lo firmaras.

En el sobre había tres copias de una carta en la que renunciaba a la oficina del fiscal por razones de salud. Arkady las firmó, casi lamentando que Nikitin tuviese que irse.

—Tengo la impresión —murmuró Nikitin— de que les estás haciendo sudar la gota gorda. No es fácil interrogar a un interrogador, ¿eh?

—Supongo que no.

—Mira, eres un chico listo, no seas modesto. Tal vez debiste haber escuchado un poco más a tu tío Ilya. Traté de guiarte por el buen camino. Es culpa mía; debí haber sido más firme. Si puedo ayudarte en algo, sólo dímelo.

Arkady se sentó. Se sentía inmensamente deprimido y cansado y agradecido porque Nikitin prolongaba su estancia. Nikitin estaba ahora sentado en la cama, aunque Arkady no recordaba haberlo visto moverse.

—Pídeme lo que quieras —sugirió Nikitin.

—Irina…

—¿Qué hay de ella?

A Arkady le costaba concentrarse. Todos los secretos que había atesorado pugnaban por verterse en el oído complaciente de Nikitin. La única otra visitante que había tenido aquel día, había sido una enfermera que lo había inyectado poco antes del arribo de Nikitin.

—Soy el único que puede ayudarte —dijo Nikitin.

—No saben…

—¿Sí?

Arkady sentía náuseas y mareos. La mano de Nikitin, tan pequeña y regordeta como la de un bebé, descansaba sobre la suya.

—Lo que necesitas ahora es un amigo —dijo Nikitin.

—La enfermera…

—Ella no es tu amiga. Te dio algo para hacerte hablar.

—Lo sé.

—No les digas nada, boychik —instó Nikitin.

Arkady supuso que le habían administrado aminato de sodio; eso era lo que usaban. —Y bastante.

«Sabe lo que pienso», se dijo Arkady.

—Es un narcótico poderoso. No es tu culpa que no tengas tu control habitual —lo reconfortó Nikitin.

—No era preciso que trajeras esas cartas. —Arkady se esforzó por hablar fuerte y claro—. Nadie necesita esas cartas.

—Entonces es que no las miraste bien. —Nikitin sacó otra vez el sobre y se las mostró a Arkady—. ¿Ves?

Pestañeando, Arkady las releyó. Eran confesiones de todos los crímenes de los que lo habían acusado la semana anterior.

—Eso no fue lo que firmé —dijo.

—Tienen tu firma. Yo te vi firmarlas. No te preocupes. —Nikitin rompió las cartas por el medio y luego en cuartos—. No creo nada de eso.

—Gracias —dijo Arkady, agradecido.

—Estoy de tu parte; somos nosotros contra ellos. Recuerda, yo fui el mejor interrogador de todos ellos, te acordarás de ello.

Arkady recordó. Nikitin se echó hacia delante, confidencialmente, y habló con suavidad al oído de Arkady.

—Vine a advertirte. Te van a matar.

Arkady miró la puerta cerrada.

—Después de que mueras, ¿quién ayudará a Irina? —preguntó Nikitin—. ¿Quién sabrá la verdad?

—Mi informe…

—Eso es para engañarlos a ellos, no para tus amigos. No pienses en ti, piensa en Irina. Sin mí estará completamente sola. Piensa en lo sola que estará.

Probablemente ni siquiera le dirían que él había muerto, pensó Arkady.

—La única forma de que ella sepa que soy un amigo es que me digas la verdad —explicó Nikitin.

Era indudable que lo iban a matar; Arkady no veía cómo evitarlo. Tal vez lo arrojarían por la ventana, le aplicarían una sobredosis de morfina o una inyección de aire. ¿Quién cuidaría entonces de Irina?

—Somos viejos amigos —dijo Nikitin—. Soy tu amigo. Quiero ser tu amigo. Créeme, soy tu amigo. —Sonreía como un Buda.

El resto de la visión de Arkady estaba teñida de gris a causa del aminato de sodio. Podía oír la respiración de los sujetos que estaban en el pasillo. El suelo estaba muy lejos de sus pies. Los cadáveres usaban pantuflas de papel; a él le habían dado pantuflas de papel. Sus pies estaban tan blancos y enfermizos, ¿cómo estaba el resto de su cuerpo? Su boca era un agujero lleno de miedo. Se llevó los puños a la frente. No era miedo; era locura. El pensar, considerado como un proceso, era imposible; era mejor decirlo todo ahora mientras pudiera. Pero cerró la boca para no dejar salir las palabras. El sudor del narcótico empezó a salirle por la piel, y temió que por los poros le salieran las palabras. Juntó sus rodillas con fuerza hasta que le dolieron, para que todos los orificios quedaran cerrados. Cuando pensaba en Irina, las palabras parecían abrirse paso a la fuerza como una serpiente, así que pensó en Nikitin… no en el Nikitin que estaba a su lado en la cama, porque era un amigo insistente que le había arrancado una confesión, sino en el Nikitin de antes. El viejo Nikitin era un sujeto esquivo, que se deslizaba y agredía la escasa lucidez de la mente de Arkady. La paranoia del momento aniquilaba la memoria. El Nikitin que estaba junto a él repetía que Nikitin era el único en quien podía confiar. Se estremeció e intentó taparse los ojos y los oídos, yendo hacia atrás a partir de las últimas palabras pronunciadas por Nikitin hasta llegar a las que había dicho antes y así sucesivamente, examinando de esa manera burda al nuevo Nikitin para obtener un indicio del anterior.

—Soy tu único, tu más querido y viejo amigo —dijo Nikitin.

Arkady bajó las manos. Tenía el rostro cubierto de lágrimas, pero había un fulgor de alivio en su mente. Levantó una mano como si sostuviera una pistola y tiró de un gatillo imaginario.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nikitin.

Arkady no habló porque las palabras relativas a Irina estaban todavía a punto de surgir de su boca. Sin embargo, sonrió. Nikitin no hubiera debido mencionar el episodio de la pistola cuando llegó a la habitación; ésa era la conexión. Apuntó a la cara de Nikitin y fingió disparar nuevamente.

—Soy tu amigo —dijo Nikitin con menos convicción. Arkady disparó todo un cargador de balas invisibles, volvió a cargar su imaginaria pistola y disparó más tiros. Parte de su locura penetró en Nikitin. Tras algunas protestas, guardó silencio; luego, apartándose de la mano vacía de Arkady, se levantó de la cama. Y como el Nikitin de antes, mientras más se acercaba a la puerta, más deprisa se movía.