Cien kilómetros al norte de Leningrado, sobre una llanura ubicada entre la población rusa de Luzhaika y la ciudad finlandesa de Imatra, las vías del tren cruzaban la frontera. No había cerca. Había redes de desvíos, cobertizos de aduana y discretas casamatas de radio a cada lado. En el lado ruso la nieve estaba sucia porque los trenes rusos de ese ramal quemaban hulla de mala calidad, y en el lado finlandés la nieve estaba más limpia porque los finlandeses utilizaban locomotoras diesel.
Arkady permaneció junto al comandante de la Patrulla Fronteriza Soviética, mirando a un mayor finlandés regresar al puesto de Guardia Fronteriza de su país, a cincuenta metros de distancia.
—Como los suizos. —El comandante escupió—. Barrerían todo el hollín a nuestro lado si pudieran. —Hizo un intento poco entusiasta por ajustar las charreteras rojas de su cuello. La Patrulla Fronteriza era una sección de la KGB, pero la integraban en su mayoría veteranos del ejército regular. El cuello del comandante era demasiado grueso, tenía la nariz desviada a un lado y sus cejas eran desparejas—. Todos los meses me pregunta qué hacer con el maldito cofre. ¿Cómo diablos he de saber yo qué hacer con él?
Con sus manos protegió la cerilla de Arkady, a fin de que ambos pudieran encender sus cigarrillos. Un guardia soviético vigilaba en la vía, llevando al hombro un rifle de asalto que parecía una herramienta de fontanero. Cada vez que el guardia se movía, el arma producía un ruido metálico.
—Usted sabe que un investigador principal de Moscú tiene aquí tanta autoridad como un chino —comentó el comandante a Arkady.
—Ya sabe lo que es Moscú en vísperas del día del Trabajo —dijo Arkady—. Para cuando hayan sellado todos mis papeles, tendré otra víctima entre las manos.
Al otro lado de la frontera, el mayor condujo a un par de guardias fronterizos a un cobertizo aduanero. Más allá, las colinas llevaban a la región lacustre finlandesa. Allí, la tierra era plana, moteada de alisos, fresnos, arbustos de arándano. Buen terreno para patrullar.
—Los contrabandistas traen café —dijo el comandante—, mantequilla, a veces sólo dinero. Para usarlo en las tiendas donde sólo se recibe dinero extranjero, ¿sabe usted? Nunca sacan nada. Eso me parece insultante. Es inusitado que un caso de usted lo haya hecho venir hasta aquí.
—Éste es un bonito lugar —dijo Arkady.
—Es tranquilo. —El comandante extrajo de su chaqueta un frasco de acero—. ¿Le gusta esto?
—Probablemente. —Arkady bebió el trago ofrecido y el brandy a la temperatura del cuerpo resbaló por su estómago.
—Algunos hombres no soportan vigilar una frontera, cuidar de una línea imaginaria, ¿sabe usted? Se vuelven locos. O se dejan corromper. A veces ellos mismos tratan de cruzar la frontera. Debería mandarlos fusilar, pero me limito a enviarlos de regreso, para que les examinen la cabeza. ¿Sabe, investigador?, si me topara con un hombre que hubiera venido de Moscú sin ninguna autorización para convencer de algo a la Patrulla Fronteriza, también haría que le examinaran la cabeza.
—Honradamente —Arkady miró al comandante a los ojos—, yo haría lo mismo.
—Bien —el comandante levantó las cejas y le dio una palmada en la espalda—, veamos qué podemos hacer con este finlandés. Es comunista, pero se puede freír a un finlandés en mantequilla y seguirá siendo un finlandés.
El cobertizo de aduanas del otro lado de la frontera se abrió. El mayor finlandés regresó llevando consigo un sobre.
—¿Tenía razón nuestro investigador? —preguntó el comandante.
El mayor dejó caer el sobre con disgusto en las manos de Arkady.
—Excrementos. Pequeños excrementos de animales en seis compartimentos del interior del cofre. ¿Cómo lo sabía?
—¿Estaba el cofre desembalado? —preguntó Arkady.
—Nosotros lo abrimos —contestó el comandante—. Todos los paquetes son abiertos del lado soviético.
—¿Inspeccionaron el interior del cofre? —inquirió Arkady.
—¿Qué objeto tendría hacer eso —contestó el finlandés—, siendo tan cordiales las relaciones entre Finlandia y la Unión Soviética?
—¿Y qué procedimiento se sigue para reclamar objetos de la aduana? —preguntó Arkady al mayor.
—Es muy sencillo. Muy pocos artículos se quedan en el cobertizo; por lo general permanecen en el tren hasta llegar a Helsinki. Nadie puede llevarse ningún objeto sin tener los necesarios papeles de identidad y que acrediten su propiedad; también necesita tener recibos del pago de derechos de importación. No tenemos un guardia en la puerta, pero nos habríamos percatado de cualquiera que hubiera intentado llevarse un cofre. Compréndame, tenemos aquí una fuerza pequeña en virtud de un convenio con la Unión Soviética, a fin de evitar provocaciones a un vecino cordial. Ahora discúlpenme; estoy fuera de servicio y me espera un viaje largo para pasar en casa el asueto.
—Para el día del Trabajo —dijo Arkady.
—Noche de Walpurgis. —El finlandés disfrutó corrigiéndolo—. El Sabbat de las Brujas.
Desde Vyborg, cerca de la frontera, Arkady voló a Leningrado y allí abordó el avión nocturno a Moscú. La mayoría de los pasajeros del vuelo eran militares que gozaban de una licencia de dos días y ya estaban bebiendo.
Arkady redactó un informe sobre la investigación. Lo puso en la bolsa de las pruebas junto con la declaración del comandante de la frontera, el sobre con los excrementos tomados del cofre, muestras de piel de la jaula de Kostia, efectos personales tomados de las gavetas de las tres víctimas, la grabación de la declaración de Irina en la cabaña y la grabación de la conversación sostenida el 2 de febrero por Osborne y Unmann. Dirigió la bolsa al procurador general. Una azafata le obsequió con un dulce.
En unas horas, Osborne y Kirwill abordarían su avión. Una vez más, Arkady apreció lo bien que Osborne sincronizaba sus entradas y salidas. «Aún una demora…», Unmann se había preocupado el día anterior al envío desde Moscú del cofre que escondía las seis cebellinas siberianas de Kostia Borodin. ¿Cuánto tiempo podían ser drogados sin peligro unos pequeños animales? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Ciertamente, tiempo suficiente para el vuelo a Leningrado. Luego, Unmann podía suministrarles otra dosis en el camino desde el aeropuerto a la estación del tren. El cofre no podía ser sacado en avión del país porque los paquetes aéreos internacionales eran sometidos a rayos X. Los coches y su contenido eran virtualmente desmantelados en los puntos de revisión. El tren era la respuesta, un tren local que fuera a una estación fronteriza poco vigilada, mientras Osborne iba en automóvil de Helsinki al lado finlandés de la estación fronteriza, antes incluso de que el cofre fuera sacado del tren. La Patrulla Fronteriza Soviética abría la caja de embalaje. Los finlandeses hicieron a Osborne el favor de dejar el cofre sin vigilancia en un cobertizo. ¿Acaso lo vio alguien entrando en ese sitio? ¿Tenía él un abrigo especial provisto de bolsas? ¿Tenía un cómplice entre los guardias finlandeses? No importaba. Osborne nunca tuvo que mostrar documentos y no había nada que lo relacionara con el cofre desde el principio del viaje hasta su conclusión.
Kostia Borodin, Valerya Davidova y James Kirwill habían muerto en el Parque Gorki. John Osborne tenía seis cebellinas barguzin en algún lugar fuera de la Unión Soviética.
El avión descendió desde el crepúsculo a la noche de Moscú.
En el aeropuerto, Arkady envió por correo el paquete. Tomando en cuenta el tiempo de vacaciones, su informe llegaría a su destino cuatro días después, le ocurriera a él lo que le ocurriese.
El patio estaba vigilado. Arkady entró en el sótano desde el callejón y subió por la escalera a su apartamento, donde se cambió de ropa en la oscuridad, poniéndose su uniforme de investigador. El uniforme era azul marino con cuatro estrellas de bronce de capitán en las charreteras y una estrella roja en los galones dorados de su gorra. Mientras se afeitaba, oía los televisores de los apartamentos de arriba y de abajo. Ambos estaban sintonizados en la tradicional representación de El lago de los cisnes por el ballet Bolshoi en vísperas del día del Trabajo, en el Palacio de los Congresos del Kremlin. Durante la obertura, notó que el anunciador mencionaba a los más amados y distinguidos entre los seis mil invitados a la velada, pero no pudo distinguir los nombres. Puso su automática dentro de la chaqueta del uniforme.
Veinte minutos tardó en conseguir un taxi en el bulevar Taganskaya. El trayecto hasta el centro de la ciudad fue acompañado de reflectores y pancartas. Durante todo el año, Moscú había sido una crisálida de banderolas rojas que surgían a la vida como mariposas en esa noche particular. Alas rojas envolvían todos los edificios altos y se hinchaban con el viento en las avenidas anchas. Los letreros decían: ¡lenin vivió, vive y vivirá para siempre! El taxi los dejó atrás. Heroicos trabajadores… nobles e históricamente sin precedentes… aplauden… en gloria…
No se permitía el tránsito de público en las calles que rodeaban a la plaza Roja. Arkady le dio sus últimos rublos al chófer del taxi y caminó hasta la plaza Sverdlov precisamente cuando William Kirwill salía del hotel Metropole llevando una maleta a un autobús del Intourist. Kirwill llevaba un impermeable marrón y un sombrero de paño de lana de ala corta, y su apariencia era igual a la de los otros americanos que se aprestaban a abordar el vehículo. Cuando Arkady cruzaba el jardín del centro de la plaza, Kirwill lo vio y meneó la cabeza. Arkady se detuvo. Miró a su alrededor y vio detectives de la milicia en un automóvil situado detrás del autobús, en el café del hotel, en las esquinas de las calles. Kirwill puso la maleta en el suelo; estaba aún mellada por los puntapiés de Arkady. Otro autobús partió; las luces de los faros hicieron más fugaz aún la presencia de Kirwill. Éste se preocupó por mirar en dirección a cada uno de los detectives por si Arkady no había visto a alguno. El chófer del Intourist salió con desgana del hotel, arrojó un cigarrillo a la calle y permitió abordar su vehículo a los turistas.
—Osborne. —Arkady moldeó con los labios desde el centro de la plaza.
William Kirwill miró por última vez al investigador. Era obvio que no había comprendido el nombre. Quería desesperadamente oírlo, pero sabía que para conseguirlo tendría que matar a todos los detectives que lo observaban en la plaza, los que los seguirían, derribar los edificios de la plaza y después los de la ciudad, y ni siquiera su enorme fuerza era capaz de eso.
La radio del autobús dejaba oír la música de El lago de los cisnes. Kirwill fue el último en abordarlo. Para entonces Arkady ya se había ido.
Martillos y naves espaciales hechas con flores esperaban en la plaza Dzerzhinsky el desfile matutino. Arkady saltó a un transporte de soldados y pasaron frente a las graderías vacías de la plaza Roja. Los reflectores hacían revolotear las murallas del Kremlin y temblar las almenas.
A lo largo de la calle Manezhnaya, del otro lado del Kremlin, las limusinas eran acomodadas en filas diagonales negras y relucientes. No eran las limusinas Chaika ordinarias, sino las Zil del Praesidium, blindadas y cubiertas de antenas. Milicianos de a pie estaban dispuestos a lo largo de la mitad de la calle, en tanto que otros en motocicletas iban de un lado a otro por el espacio más abierto de la plaza Manezhnaya hasta la Torre Kutafia, del Kremlin; allí, Arkady bajó de un salto del transporte de soldados. Usando su uniforme para identificarse, explicó al oficial de la KGB que se acercó que llevaba un mensaje para el procurador general. Controló el temblor de sus manos al encender un cigarrillo y se alejó de los reflectores que surgían de los jardines contiguos al corto puente que conectaba la Torre Kutafia con la Reja de la Trinidad del Kremlin. Caminó con aire despreocupado por la calle hasta situarse bajo la sombra del Manezh, la escuela de equitación del zar. Desde allí podía ver la línea de mármol blanco del techo del Palacio de Congresos, por encima del muro del Kremlin. Al pasar un automóvil de oficiales de la KGB escuchó el último movimiento del ballet, un vals, en la radio. A lo largo del Manezh se agitaban otras sombras… un ojo aquí, un pie allí.
Sobre la Reja de la Trinidad, bandadas de verdaderas mariposas nocturnas, brillantes como el cristal, subían hasta la estrella roja de la Torre de la Trinidad. Dos soldados que atravesaron la reja caminaron sobre sus propias sombras hasta cruzar el pequeño puente, donde parecieron consumirse a la luz como cabezas de cerillas. Pasó otro automóvil de la KGB, con la radio encendida, donde se escuchaban aplausos. El ballet había terminado.
A fin de poder llegar a tiempo al aeropuerto, Osborne tendría que pasar por alto la recepción oficial posterior a la función. Aun así, faltaban las salidas de los artistas al escenario, la entrega de ramos de flores a las bailarinas y al Praesidium y el inevitable hacinamiento en el guardarropa. Los chóferes se encaminaron a sus limusinas.
Comenzaron a aparecer los invitados. Arkady observó una larga línea de chinos, luego marinos con uniformes blancos, algunos occidentales que reían fuerte, africanos que reían todavía más fuerte, músicos, mujeres con uniformes de acomodadoras llevando flores en las manos, un conocido escritor satírico, solo. Las limusinas de diplomáticos con las banderas de sus países se alejaron con sus ocupantes. Disminuyó el número de los que se marchaban pronto y el puente que conducía a la acera se vació. No había una razón aparente para que Arkady echara a andar hacia la calle.
Una figura que caminaba enérgicamente, elegante como un cuchillo, se acercó a la Reja de la Trinidad. Pasó entre las luces del puente y se convirtió en Osborne, poniéndose los guantes, con la mirada fija en los rostros alertas de los detectives en traje de civil y las puertas abiertas de las limusinas. Llevaba un sobrio abrigo negro y el mismo gorro de cebellina que había ofrecido a Arkady. La piel negra contrastaba con su cabello plateado. Los detectives desviaron su atención hacia los invitados que seguían a Osborne. Él se desvaneció en la Torre Kutafia, emergió en la escalera y bajó de la acera para dirigirse a una limusina que había salido a su encuentro, antes de ver acercarse a Arkady.
Arkady percibió el impacto del reconocimiento, un estremecimiento tan rápidamente controlado que no fue más que una palpitación adicional. Se encontraron junto a la limusina, mirándose por encima del techo del vehículo.
Osborne mostró una amplia, brillante sonrisa:
—Nunca vino a buscar su sombrero, investigador.
—No.
—Su investigación…
—Ya terminó —dijo Arkady.
Osborne asintió. Arkady tuvo tiempo para admirar los toques de oro y seda en torno al cuerpo, la apariencia de madera de la piel bronceada, las características tan poco rusas. Observó que Osborne miraba arriba y abajo de la calle para determinar si Arkady había acudido solo. Satisfecho, volvió a mirar a Arkady.
—Tengo que tomar un avión, investigador. Unmann le traerá diez mil dólares americanos dentro de una semana. Puede dárselos en otra moneda, si lo desea… Hans se encargará de los pormenores. Lo importante es que todo el mundo esté contento. Si Iamskoy se derrumba y usted me mantiene limpio, lo consideraré un servicio aún más valioso. Lo felicito; no solamente ha sobrevivido, sino que sacó usted el máximo partido de su oportunidad.
—¿Por qué me dice todo esto? —preguntó Arkady.
—Usted no viene a arrestarme. No tiene pruebas. Además, conozco la forma en que ustedes operan. Si esto fuera un arresto, ya estaría yo en la parte trasera de un automóvil de la KGB camino de la Lubyanka. Es usted, investigador, usted solo. Mire a su alrededor… veo amigos míos, ninguno suyo.
Hasta ese instante los detectives no habían advertido la demora de Osborne. Vistos de cerca, eran hombres típicamente fornidos que alejaban enérgicamente a los invitados ordinarios de los automóviles de la élite.
—¿Trataría usted de arrestar a un occidental, en este lugar precisamente, esta noche entre todas las noches, sin una orden firmada por la KGB, sin que siquiera su fiscal lo sepa, sin absolutamente nadie, usted solo? ¿Usted? ¿Un hombre buscado por asesinato? Lo meterían en un asilo. Ni siquiera perdería mi avión; lo retendrían hasta mi llegada. De modo que sólo puede venir por dinero. ¿Por qué no? Ya ha hecho del fiscal un hombre rico.
Arkady sacó su automática y la colocó en el hueco de su codo izquierdo, donde sólo Osborne pudiera ver el opaco cañón.
—No —dijo.
Osborne miró en su derredor. Por todo el lugar había detectives en traje de civil, pero estaban distraídos por la creciente afluencia de invitados que atravesaban los reflectores.
—Iamskoy me advirtió que usted era así. No quiere dinero, ¿verdad? —preguntó Osborne.
—No.
—¿Tratará de arrestarme?
—De detenerlo —dijo Arkady—. De impedir que aborde el avión, para comenzar. Luego, no lo arrestaré aquí y no esta noche. Tomaremos su automóvil. Viajaremos esta noche y mañana lo presentaré en la oficina de la KGB de algún pueblo pequeño. No sabrán qué hacer, así que llamarán directamente a la Lubyanka. La gente de las poblaciones pequeñas temen a los crímenes contra el Estado, al robo de propiedad estatal valiosa, al sabotaje de una industria nacional, al contrabando, al ocultamiento de los crímenes contra el Estado… me refiero al asesinato. Me tratarán a mí con escepticismo y a usted con cortesía, pero ya sabe usted cómo operamos nosotros. Se harán más llamadas telefónicas, se inspeccionarán jaulas, se trasladará cierto cofre. Después de todo, una vez que pierda su avión de esta noche ya habrá llegado tarde. Vale la pena el riesgo, de todas maneras.
—¿Adonde fue ayer? —preguntó Osborne tras meditar un momento—. Nadie lo pudo encontrar.
Arkady no contestó.
—Creo que ayer hizo usted un viaje a la frontera —dijo Osborne—. Creo que usted piensa que ya lo sabe todo. —Miró su reloj—. Tendré que correr para tomar ese avión. No me voy a quedar.
—Entonces le dispararé —dijo Arkady.
—Un segundo después todos los hombres que andan por aquí le dispararán a usted.
—Es cierto.
Osborne estiró la mano hacia la puerta del coche. Arkady empezó a apretar el gatillo de la pistola Makarov, empujando hacia delante la palanca liberadora, que resbalaba a lo largo del cargador para apartarse luego del muelle de hoja, que golpearía al martillo liberado hacia la bala de 9 mm en la recámara.
Osborne soltó el picaporte.
—¿Por qué? —preguntó—. No es posible que esté dispuesto a morir simplemente para hacer un arresto a fin de complacer a la justicia soviética. Todo el mundo se vende, de arriba abajo. El país entero se vende… se vende barato, es el más barato del mundo. A usted no le importa violar las leyes, ya no es tan tonto. Así que, ¿por qué morir? ¿Por alguien más? ¿Por Irina Asanova?
Osborne señaló un bolsillo de su abrigo; luego, lentamente metió la mano en él y sacó una bufanda de colores rojo, blanco y verde, decorada con huevos de pascua, la bufanda que Arkady había regalado a Irina.
—La vida siempre es más complicada y más simple de lo que creemos —dijo—. Lo es… lo veo en su cara.
—¿Cómo consiguió eso?
—Un simple intercambio, investigador. Yo por ella. Le diré dónde está, y no debe preocuparse de si miento o no porque no estará allí mucho tiempo. ¿Sí o no?
Osborne puso la bufanda en el techo del coche. Arkady la tomó con su mano izquierda y se la llevó a la nariz. Olía a Irina.
—Compréndalo —dijo Osborne—, cada uno de nosotros tiene una demanda básica por la que somos capaces de destruir todo lo demás. Usted destruirá su vida, su carrera y su razón por esa mujer. Yo traicionaré a mis cómplices antes de perder mi avión. A ambos se nos está acabando el tiempo.
Las limusinas retrocedían. El detective más cercano gritó e hizo señas a Osborne para que se metiera en su coche.
—¿Sí o no? —preguntó Osborne.
No había ninguna decisión que tomar. Arkady guardó la bufanda dentro de su uniforme.
—Dígame dónde está —dijo—. Si le creo, está libre. Si no, lo mataré.
—Es justo. Está en la universidad, en el jardín cercano al estanque.
—Repítalo. —Arkady se inclinó hacia delante, aumentando al mismo tiempo la presión en el gatillo.
—En la universidad, en el jardín cercano al estanque.
Esta vez Osborne se había afianzado reflexivamente para recibir la bala, con la cabeza algo inclinada hacia atrás, pero la mirada fija en la de Arkady. Por primera vez, dejó que el investigador lo viera. Una bestia miraba a través de los ojos de Osborne, algo que sujetaba con su mano, una criatura que habitaba dentro de su abrigo y de su piel. Los ojos de Osborne no reflejaban ningún miedo.
—Me llevaré su coche. —Arkady deslizó el arma en su abrigo—. Probablemente pueda comprar el que sigue en la cola.
—Amo a Rusia —susurró Osborne.
—Váyase a su casa, señor Osborne. —Arkady se metió en la limusina.
La universidad resplandecía. Bajo una estrella dorada dentro de una corona dorada, descendía una espiral iluminada, estrellas rojas y treinta y dos pisos vacíos de estudiantes que gozaban del asueto del día del Trabajo. Alrededor de las alas de la universidad enormes jardines de quinientos metros de ancho se extendían sobre las Colinas Lenin. En la víspera del día del Trabajo, los habían iluminado con suaves luces verdes. En esa semioscuridad, los senderos de arcilla partían de fuentes enormes para vagar entre setos hasta desvanecerse en macizos de abetos y pinos o toparse al azar al sitio con las estatuas.
El jardín frontal, que daba al río, tenía un largo estanque provisto de surtidores de agua iluminados con luces de colores. La noche de la ciudad estaba iluminada por haces de luz de una milla de alto que surgían de las instalaciones antiaéreas a lo largo de los embarcaderos.
Osborne había escapado sin dificultad. Había tocado el corazón de Arkady con la bufanda de Irina. Sin embargo, Arkady estaba seguro de que Irina estaba ahí. Era una trampa, no una mentira.
El espectáculo de luces producido en los embarcaderos duró media hora. Finalmente, las luces de colores del estanque se apagaron y los surtidores dejaron de arrojar agua. En la quieta superficie del estanque se reflejó la espiral de la universidad.
Esperó entre los abetos. Para entonces, el avión de Osborne ya debía de estar en el aire. Los árboles susurraron, despidiendo olor a resina. Desde el extremo más alejado del estanque, dos sombras caminaron hacia él.
A mitad de la distancia que los separaba de Arkady, las sombras cayeron y la imagen en el agua se rompió. Arkady corrió, blandiendo su pistola. Divisó a Unmann montado sobre un cuerpo tendido en la orilla del estanque; luego a Irina, que lograba sacar la cabeza del agua. Unmann volvió a empujarla hacia abajo y ella se volvió tratando de arañarlo. Unmann la tomó por el largo cabello, la mejor manera de mantenerla quieta. Al escuchar el grito de Arkady, levantó la cabeza. El alemán tenía los ojos muy hundidos y los dientes salientes. Soltó de inmediato a Irina, que salió del agua apoyándose en el borde del estanque. El cabello mojado cayó sobre su rostro.
—Levántese —ordenó Arkady a Unmann.
Unmann permaneció de rodillas, sonriendo. Arkady sintió que un metal tibio tocaba con suavidad los cabellos cortos de la base de la nuca.
—En lugar de eso —dijo Iamskoy detrás de Arkady—, ¿por qué no arroja usted al suelo su pistola?
Arkady obedeció e Iamskoy le colocó una mano consoladora en el hombro. Arkady podía ver los extremos sonrosados de los dedos. El arma, igual que la de Arkady, seguía apuntando a su nuca.
—No lo haga —dijo al fiscal.
—Arkady Vasilevich, ¿cómo puedo evitarlo? Si hubiera hecho lo que se le indicó, ninguno de nosotros estaría aquí ahora. Esta triste ocasión no se produciría. Pero usted está fuera de control. Usted es mi responsabilidad y yo debo aclarar este asunto no sólo por mi propio bien sino por la oficina que ambos representamos. Que esté bien o mal, no tiene nada que ver con eso. Lo cual no implica desprecio por su talento. No hay otro investigador con sus facultades de intuición, sus recursos o su integridad. Dependí mucho de ellas. —Unmann se levantó y se adelantó lentamente—. Pensé que yo aprendía de usted, y usted…
Mientras Iamskoy lo retenía, Unmann golpeó a Arkady en el estómago, retirando su puño con un curioso floreo. Arkady miró hacia abajo y vio un delgado mango de cuchillo sobresalir de su estómago. Sentía una sensación helada en su interior y no podía respirar.
—Y usted me sorprendió —continuó Iamskoy—, sobre todo al venir aquí a salvar a una mujerzuela. Lo cual es interesante, porque eso no sorprendió en absoluto a Osborne.
Arkady miró impotente a Irina.
—Sea honrado consigo mismo —sugirió Iamskoy—, y admita que le estoy haciendo un favor. Aparte del nombre de su padre, no va usted a perder nada: ni esposa, ni hijos, ni conciencia política y ningún futuro. ¿Recuerda la próxima campaña contra el vronskyismo? Usted habría sido el primero en caer. Eso es lo que les pasa a los individualistas. Se lo advertí durante años. Ya ve lo que pasa por ignorar los consejos. Créame, es mejor de esta forma. ¿Por qué no se sienta?
Iamskoy y Unmann se hicieron atrás para dejar que se desplomara. Las rodillas de Arkady temblaron y empezaron a ceder. Se sacó el puñal, que pareció tardar una eternidad en salir. Tenía doble filo y estaba tinto en sangre. Manufactura alemana, pensó Arkady. De dentro de su uniforme brotó un chorro caliente. De improviso, hundió el cuchillo en el estómago de Unmann, en el mismo lugar donde el alemán se lo había hundido a él. La fuerza de la acometida hizo caer a ambos al estanque.
Ambos salieron juntos del agua. Unmann intentó empujarlo, pero Arkady, decidido, hundió más el puñal y lo levantó hacia arriba. En la orilla del estanque, Iamskoy corría de un lado a otro tratando de hacer un buen disparo. Unmann empezó a golpearle los oídos, pero Arkady se aferró más a él, levantándolo en un abrazo. Incapaz de librarse, Unmann intentó morder y Arkady cayó hacia atrás, arrastrándolo consigo al fondo. Allí, Unmann se sentó sobre Arkady, apretándole el cuello. Arkady miró desde el fondo del estanque el rostro de su adversario que gesticulaba, se dividía, se agitaba como si fuera azogue, cada vez menos coherentemente. Se partió en lunas, y éstas en pétalos. Luego una nube roja oscura borró a Unmann, sus manos se aflojaron y se deslizó fuera de su vista.
Arkady salió jadeante a la superficie. El cadáver de Unmann se bamboleaba a su lado.
—¡Quieto ahí!
Arkady oyó el grito de Iamskoy; de todas maneras, no podía moverse.
Iamskoy estaba junto al estanque, apuntándolo con una pistola. Se escuchó el estruendo de una pistola automática, ensordecedor en el jardín abierto, aunque no vio el fogonazo esperado. Notó que el sombrero de Iamskoy había desaparecido, reemplazado por una corona dentada puesta en el cráneo rasurado del fiscal. Iamskoy se limpió la sangre de su ceño en forma distraída, pero su cabeza produjo mayor profusión de sangre, una fuente. Irina estaba detrás de Iamskoy, sosteniendo una pistola. Disparó otra vez, haciendo girar la cara del fiscal, y Arkady notó que había desaparecido una oreja. Irina hizo fuego por tercera vez, ahora al pecho de Iamskoy. El fiscal trató de mantener el equilibrio. Al recibir el cuarto balazo, se precipitó al agua, en la que se hundió.
Irina se metió en el estanque para sacar a Arkady. Lo estaba levantando cuando Iamskoy se elevó con el agua hasta la cintura, cayó hacia atrás sin verlos, con la mirada fija en el cielo nocturno y aulló:
—¡Osborne!
Volvió a hundirse como si estuviera descendiendo una escalera. Sin embargo, Arkady siguió oyendo el grito mucho después de que hubiera desaparecido.