16

A las cuatro de la mañana, hora de Moscú, Arkady llamó a Ust-Kut.

—Habla el detective Yakutsky.

—Soy el investigador principal Renko, en Moscú.

—¡Ah! Por fin llamó usted a buena hora —dijo Yakutsky.

Arkady cerró los ojos a la oscuridad de la ventana.

—¿Qué comen las cebellinas? —preguntó.

—¿Llamó sólo para preguntarme eso? ¿No tiene una enciclopedia a mano?

—La ropa de Borodin tenía rastros de sangre de pollo y pescado. A diario compraba pollo y pescado.

—Las cebellinas y visones comen pollo y pescado. También, si mal no recuerdo, lo hace la gente.

—No todos los días —dijo Arkady—. ¿Han robado cebellinas en su zona?

—No, ninguna.

—¿En las granjas colectivas peleteras no ha habido incidentes inusitados?

—Nada inusitado. En noviembre hubo un incendio en una granja colectiva de Barguzin, y cinco o seis cebellinas murieron. Sin embargo, se encontró a todos los animales.

—¿Estaban demasiado quemadas?

—Estaban muertas, como dije. Realmente fue una pérdida lamentable, porque las cebellinas barguzin son las más valiosas de todas. Hubo una investigación, pero no se hallaron pruebas de negligencia.

—¿Se hicieron autopsias a los animales para demostrar que eran efectivamente cebellinas barguzin y que habían muerto a resultas del incendio, o para determinar la hora de su muerte?

—Investigador, le aseguro que solamente alguien en Moscú hubiera pensado en eso.

Después de colgar el teléfono, Arkady se vistió silenciosamente y salió del apartamento, dirigiéndose a la plaza Taganskaya para utilizar un teléfono público. El teléfono del apartamento de Misha seguía sin contestar. Llamó y despertó a Swan y a Andreev, luego regresó a su apartamento y estuvo un rato apoyado contra la pared del dormitorio, mirando a Irina.

¿Podía presentarse ante el procurador general para decirle que el fiscal de la ciudad de Moscú era un asesino? ¿Dos días antes del día del Trabajo? ¿Sin pruebas? Dirían que estaba borracho o loco y lo detendrían hasta que llegara Iamskoy. ¿Podría acudir a la KGB? Osborne era informante de la KGB. Además, tenía en sus manos la muerte del agente de la KGB, gracias a Kirwill.

El amanecer cayó sobre Irina. Era una pálida figura azul sobre una pálida sábana azul, pero él sentía la tibia languidez de su sueño. La contempló como si mediante suficiente concentración pudiera grabar su imagen en sus ojos. Su frente estaba sombreada por un cabello que se convertía en oro fino a medida que ascendía el sol.

El mundo era una mota agitada por su aliento. El mundo era un cobarde que tramaba asesinarla. El podía salvar su vida. La perdería, pero, sin embargo, podía salvarle la vida.

Cuando despertó, él había preparado café y puesto su vestido al pie de la cama.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Pensé que te gustaba tenerme aquí.

—Háblame de Osborne.

—Ya tratamos ese asunto, Arkasha. —Irina se sentó, desnuda—. Aunque yo creyera lo que dices de Osborne, ¿qué importa si me equivoqué? Si Valerya está a salvo en algún lugar, yo estaría entregando al hombre que la ayudó. Si está muerta, muerta está. Nada puede cambiar ese hecho.

—Vamonos. —Arkady le arrojó el vestido—. Te es fácil hablar de la muerte. Te presentaré a los muertos.

Camino al laboratorio, Irina lo miraba constantemente. El sentía que ella buscaba una explicación del súbito regreso a su carácter de investigador.

Arkady la llevó al laboratorio forense a recoger una bolsa de pruebas sellada y otra bolsa vacía que tenía el coronel Lyudin. Éste miró con admiración a Irina; algunos arreglos y su nueva bufanda habían hecho que su chaqueta afgana volviera a parecer chic momentáneamente.

Al regresar, Irina mostró su irritación por la brusquedad de Arkady, mirando por la ventanilla de la portezuela. Era un típico disgusto entre amantes, indicaba ella con su actitud. Dentro del vehículo se insinuaba un olor. Irina miró la voluminosa bolsa de pruebas puesta junto a ella. El olor era tan vago que apenas se notaba, pero su pestilencia se insinuaba en la lengua y la garganta. Para cuando llegaron al río, ella ya había abierto la ventanilla a pesar del frío.

En el Instituto Etnológico, Arkady llevó a Irina al estudio de Andreev. Aliviada por haber salido del coche, Irina mostró mucha curiosidad por los gabinetes que contenían las cabezas de Tamerlán e Iván el Terrible, mientras Arkady buscaba al antropólogo. Pero Andreev se había marchado, como había prometido hacerlo.

Arkady miró a Irina a través de la sala llena de cabezas.

—¿Es esto lo que me trajiste a ver? —Irina tamborileó sobre el gabinete correspondiente a Iván.

—No. Esperaba encontrar al profesor Andreev. Pero desgraciadamente no parece estar aquí. Es un hombre fascinante; probablemente has oído hablar de él.

—No.

—Informan de su trabajo en la Facultad de Derecho —dijo Arkady—. Deberías recordarlo.

Irina se encogió de hombros y se alejó de los gabinetes para dirigirse a las mesas de muestras antropológicas, recorriendo con la vista caras que atisbaban bajo pesadas cejas y con ojos de vidrio. Se acercó más. El trabajo de Andreev era mágico. Arkady notó el entusiasmo que despertó en Irina una cara simiesca cómicamente modelada y otra que lucía un ceño feroz. Al final de la mesa había una rueda de alfarero y un banco elevado. Apoyado en un soporte de alambre, sobre la rueda, había un cráneo de Neandertal cubierto con tiras de plastilina color rosa.

—Ya veo. —Tocó una zona descubierta del cráneo—. Andreev las reconstruye… —Retrocedió su mano con premura, sin terminar la frase.

—Está bien. —Arkady se le aproximó—. La dejó para nosotros.

Arkady llevaba en la mano, colgando de una cuerda, una caja de sombreros redonda, de cartón color rosa; la clase de caja que había pasado de moda sesenta años antes.

—Oí hablar de Andreev —Irina se limpió los dedos.

Mientras Arkady iba hacia ella, la caja de sombreros se balanceaba como si pesara en la parte superior.

Todo estudiante de la Facultad de Derecho conocía las reconstrucciones de cabezas de víctimas de asesinato que hacía Andreev. Mientras circulaban por el Parque Gorki, la ex buena estudiante Irina Asanova apenas respiraba el aire contaminado que había en el automóvil. La muerte se filtraba por la bolsa sellada y sonaba dentro de la caja de sombreros puesta en el asiento trasero.

—¿Adonde vamos, Arkasha? —preguntó Irina.

—Ya verás. —Arkady escogió las palabras más prosaicas, para contestar como se responde a un prisionero.

No le dio ninguna explicación ni le mostró compasión, ninguna mano en qué apoyarse, ninguna simpatía. Un hombre no se convierte en investigador principal sin tener capacidad para la crueldad, se dijo.

Cuando un convoy de soldados pasó por la izquierda y los ojos de Irina no dejaron de mirar adelante, sabía que era por temor de que el menor descuido llevara su mirada hacia la caja obscenamente coloreada. En un tramo áspero del camino, la caja saltó. Le hablaría a Irina, para ella contendría toda una biografía, lo suficiente como para atravesar la distancia desde la parte trasera del coche.

—Sólo espera —dijo él, dando vuelta en una esquina.

La caja se movió y las manos de Irina se crisparon.

Las banderolas rojas del día del Trabajo se extendían a todo lo largo de una fábrica de cojinetes, de una fábrica de tractores, de una planta eléctrica, de una planta textil. En las banderolas había perfiles dorados, laureles dorados, lemas dorados. De las chimeneas salía un humo del color del acero. Para entonces, ella debía de saber dónde la llevaba, pensó Arkady.

Hacia el suroeste, atravesando el distrito Lyublinsky sin decir palabra, una hora de viaje por entre grandes fábricas que iban transformándose en otras más pequeñas, hasta el gris prefabricado de los apartamentos de trabajadores, hasta las viejas casas arrasadas para construir pisos; hasta una extensión cubierta de señalizaciones de topógrafos, traqueteando sobre montones de lodo, más allá del final de una línea de autobuses, todavía en los extendidos límites de la ciudad, pero más allá de ellos hacia otro mundo de casas bajas que apenas eran algo más que chozas, cercas de estacas y cabras atadas con cuerdas, mujeres que lavaban ropa vestidas con jerséis y botas, una iglesia de yeso, un cojo con el sombrero en la mano, vacas marrones cruzando el camino, un patio con un hacha y un tronco para cortar leña, y lentamente, salvando baches, hacia una casa aislada en un patio con tallos de girasol rotos, dos ventanas sucias cubiertas con cortinas inmundas, pintura descascarada, un retrete exterior y un cobertizo de metal.

La ayudó a salir del coche y tomó las bolsas y la caja de sombrero del asiento trasero. En la puerta de la casa sacó de una de las bolsas tres llaveros, los llaveros hallados en la bolsa de cuero sacada del río. En cada llavero había una llave idéntica. INA.

La llave servía. Como la puerta estaba atorada, Arkady la empujó con la cadera y la abrió, dejando salir olor a humedad al dejar el paso libre. Antes de entrar se puso guantes de goma y encendió la luz. La electricidad estaba aún conectada a una bombilla que pendía sobre una mesa redonda. La casa apestaba a trampa y estaba fría, como si hubiera almacenado el invierno. Irina permaneció en medio del cuarto, tiritando.

La casa sólo tenía una habitación con cuatro ventanas de tres hojas, todas cerradas y aseguradas con cerrojos. Había cobertores de crin en dos compartimentos para dormir; una cocina de carbón sobre una sábana de cenizas. Alrededor de la mesa había tres sillas de diferentes estilos. Un armario con una botella de leche abierta hacía mucho tiempo por el hielo y un trozo de queso mohoso.

En las paredes, una foto de Marión Brando y muchas fotos de iconos arrancadas de libros. En un rincón, bajo unos trapos, había latas de pintura, botellas de bolo armónico y barniz, un cojincillo, brochas planas, punzones y cepillos. Arkady corrió la cortina de un armario para exponer a la luz dos trajes de hombre, uno de tamaño mediano y otro grande; tres vestidos baratos de la misma talla pequeña y en el suelo, una confusión de zapatos.

—Sí. —Arkady leyó en el rostro de Irina sus pensamientos—. Es como estar en la tumba de alguien. Siempre sucede de esa manera.

Tres anticuadas gavetas navales se apoyaban contra la pared. Arkady las abrió utilizando distintas llaves de los llaveros. La primera contenía ropa interior, calcetines, Biblias y otro contrabando religioso; la segunda, ropa interior, un frasco con polvo de oro tapado con un corcho, preservativos, un viejo revólver Nagant y balas; la tercera, ropa interior femenina, joyas de fantasía, un perfume extranjero, un irrigador, cepillos, lápiz labial, horquillas para el cabello, un pote, una muñeca de porcelana casi sin cara ya y fotografías de Valerya Davidova, la mayoría con Kostia Borodin y otra con un anciano barbado.

—Su padre, ¿verdad? —Levantó la foto para que Irina la viera. Ella no contestó. Cerró las gavetas—. Kostia debió de haber asustado a los vecinos mientras estuvo por aquí. Imagínate, nadie entró aquí después de tanto tiempo. —Los compartimentos para dormir llamaron su atención—. Kostia debió de ser un hombre difícil, y además, tener que vivir con otro hombre debió de agravar la situación. Así es como vivimos, sin embargo, así que… ¿Por qué no me detienes, Irina? Dime qué hacían para Osborne aquí.

—Creo que ya lo sabes —dijo ella en voz apenas perceptible.

—Eso es especulación. Debo tener un testigo; alguien tiene que decírmelo.

—Yo no puedo hacerlo.

—Pero lo harás. —Arkady puso la caja de sombreros y los bolsos de pruebas sobre la mesa—. Nos ayudaremos mutuamente y aclararemos un par de misterios. Quiero saber qué hacían aquí Valerya y Borodin para Osborne, y tú quieres saber dónde está Valerya. Pronto todo quedará aclarado.

Apartó una silla, dejando las otras junto a la mesa. Miró alrededor del cuarto. Era tan desesperadamente ordinario, tan poco más que una caja de cartón puesta del revés para cubrir a tres personas; una delgada hoja para mantener la privacidad, empresarios que tenían que soplarse las manos para mantenerlas calientes.

La tenue bombilla ponía amarilla a Irina y le hundía las mejillas. Se vio a través de los ojos de ella, un hombre enjuto de pelo negro revuelto y rasgos agudos, erguido sobre una caja color rosa. Miró más profundamente en el reflejo de ese hombre ridículo, ese pelele de Iamskoy, como Irina lo había visto tan claramente desde el principio. A pesar de todo, él podía salvarla de Iamskoy y de Osborne… y aun de ella misma, si su ánimo no flaqueaba.

—Así —Arkady dio una palmada—, estamos en el Parque Gorki al oscurecer. Está nevando. La bonita clasificadora de pieles, Valerya, Kostia, el bandido siberiano, y el joven norteamericano Kirwill patinan en el hielo acompañados del peletero Osborne; de pronto abandonan el sendero y penetran en el parque unos cincuenta metros hasta llegar a un claro, para comer y beber algo. Kostia está aquí. —Arkady indicó la silla puesta a un lado de la mesa—. Kirwill, aquí —señaló la otra silla— y Valerya en medio. —Y puso su mano junto a la caja—. Tú, Irina, párate aquí. —La acercó a la mesa—. Tú eres Osborne.

—Por favor, no —suplicó Irina.

—Hago esto con el propósito de explicar la situación —aclaró Arkady—. No puedo proveer la nieve o el vodka, así que sígueme la corriente. Trata de imaginarte la atmósfera, la alegría. Tres de esas personas creían que una vida nueva estaba a punto de comenzar para ellas: libertad para dos, la fama para el tercero. No se trataba tan sólo de divertirse patinando, ¡era una celebración! ¿Fue entonces cuando tú… Osborne… ibas a darles instrucciones sobre cómo escapar? Muy probablemente. Solamente tú sabes que segundos después estarán muertos.

—Yo…

—A ti no te importa ningún cofre religioso; cualquiera te lo podría haber conseguido… Golodkin, por ejemplo. Si eso hubiera sido lo que esas tres personas habían hecho por ti, falsificar algunos iconos que serían sacados del país de contrabando, los hubieras dejado vivir. No importa que hablaran, que acudieran derecho a la oficina de la KGB para formular acusaciones y presentar fotos con las cuales demostrar la veracidad de lo que decían; en la KGB estaban tus amigos y se habrían reído de los denunciantes. Pero esta otra cosa, no el cofre, sino lo que realmente hicieron por ti… de eso no debían hablar nunca… ni en Moscú ni en ninguna otra parte.

—No me hagas esto —dijo Irina.

—La nieve está cayendo —prosiguió Arkady—. Sus caras están sonrojadas por el vodka. Confían en ti; ya trajiste a ese americano Kirwill, ¿verdad? Para cuando se acaba la primera botella de vodka, te aman. Eres su salvador llegado de Occidente. Hay muchas sonrisas y brindis. ¿Oyen la música que se toca en el parque? ¡Es Tchaikovsky! Ah, necesitamos otra botella. El señor Osborne, usted es un hombre generoso que ha traído una bolsa de cuero llena de vodka, brandy y toda suerte de manjares. Levantas bastante la bolsa como si buscaras en el interior con la mano y sacas… otra botella. Tú bebes primero, finges tomar un buen trago. Sigue Kostia, quien se pone a tu altura, si lo conozco bien. Valerya está un poco mareada ya y no le resulta fácil agarrar la botella porque tiene pan en una mano y queso en la otra. Además, está pensando dónde estará dentro de una semana, qué ropa llevará puesta, en lo caliente que estará. Ya no habrá Siberia… en lugar de ella, está el cielo. Kirwill ya vacila con sus patines a causa de su pierna débil, pero piensa en su regreso a casa, en la vindicación de todos sus santos esfuerzos. No es de extrañar que el vodka se consuma con tanta rapidez. ¿Otra botella? ¿Por qué no? La nevada arrecia, la música suena más fuerte. Levantas tu bolsa y buscas en ella, palpas la botella, sientes la cacha de tu pistola. Quitas el seguro. Kostia es el más sediento, te vuelves hacia él y sonríes a ese famoso bandido.

Arkady pateó la silla de modo que cayó al suelo. Irina pestañeó y se estremeció ligeramente, sorprendida.

—Muy bien —continuó Arkady—. Una pistola automática no hace tanto ruido como un revólver; además, la bolsa de cuero apaga el sonido, así como la nieve y la música de los altavoces. Probablemente, al principio no se ve sangre. Valerya y el joven Kirwill no entienden realmente por qué Kostia cayó al suelo. Todos vosotros sois amigos. Tú viniste a salvarlos, no a herirlos. Te vuelves hacia el americano con la bolsa a la altura de su pecho.

Una lágrima resbaló por la mancha de su mejilla

—Nada de sentimentalismos ahora —dijo Arkady.

De un puntapié echó por tierra la segunda silla.

—Es tan sencillo… Sólo queda Valerya. Mira al suelo, a su Kostia muerto, al americano muerto, pero no echa a correr, no llama a nadie, no protesta. Tú la entiendes tan bien… Sin Kostia puede considerarse muerta; tú harás que ya no sufra. Una vida puede cambiar así de rápido. Le estarás haciendo un favor. —Arkady abrió la bolsa de pruebas. Un olor aceitoso llenó el aire cuando él sacó un vestido barato, oscuro, manchado de tierra y sangre, con un agujero en el pecho izquierdo. Irina miró el armario abierto y el vestido; él sabía que había reconocido la prenda—. Acerca la pistola tanto como quieras; Valerya esperará, ella espera con ansia recibir la bala. Acerca la pistola a su corazón. ¡Qué desperdicio de belleza!, piensas tú —Arkady dejó caer el vestido a través de la mesa—, qué desperdicio de belleza. Muertos, los tres. Nadie viene, la música sigue sonando, la nieve pronto cubrirá los cadáveres. Irina estaba temblando.

—Ellos pueden estar muertos —dijo Arkady—, pero tú todavía tienes trabajo. Hay que recoger toda la comida importada, las botellas, los documentos de los cadáveres. Corres el riesgo de hacer dos disparos más, porque el americano tiene un trabajo dental extranjero. Das a Kostia otro balazo en el mismo lugar para que la torpe milicia piense, quizá, que fueron tiros de gracia. Sin embargo, pueden ser identificados. Tienen huellas dactilares. Eso se resuelve fácilmente. Con unas tijeras pesadas, como las que se usan para cortar pollo, y trac, trac, cada articulación del dedo queda separada. Pero ¿qué hacer con las caras? ¿Confiar en que se descompongan? No, porque se van a congelar; estarán más blancas que la nieve, pero permanecerán exactamente iguales. ¿Convendría untarles un poco de jalea en la cara para que los pequeños animales del parque se las coman? No, porque las ardillas están ausentes en el invierno y en Moscú no hay perros suficientes. Sin embargo, el peletero tiene una solución porque él posee una habilidad especial. Los desuella; levanta toda la piel de la cara en cada cabeza: la de Kostia, la del joven Kirwill y, finalmente la más delicada, la de Valerya. Qué momento tan especial. ¿Cuántos peleteros han hecho lo mismo? Les vacía los ojos y trabajo terminado. Los despojos van a parar a la bolsa. Tres vidas borradas, doblemente borradas. ¡Es suficiente! Vas a tu hotel, a tu avión, al mundo aparte del que viniste. Todo parece haber salido perfectamente.

Arkady acomodó el vestido sobre la mesa, doblando una manga larga sobre la otra, arreglando la falda.

—Sólo una persona puede relacionarte con los tres cadáveres del Parque Gorki. Pero ella no hablará, porque es la mejor amiga de Valerya y quiere que ésta esté en Nueva York, en Roma o en California. Esa fantasía es la cosa más importante de su vida. Puede soportar cada estúpido, peligroso, opresivo día aquí siempre que pueda creer que Valerya ha escapado. La idea de que Valerya respira libremente en alguna otra parte es lo que evita que esta amiga muera de claustrofobia. Tú podrías tratar de matarla y ella no hablaría. Realmente conoces a los rusos.

Irina se tambaleó. El temió que se cayera.

—Así que la cuestión es: ¿dónde está Valerya? —continuó Arkady.

—¿Cómo puedes hacer esto? —preguntó Irina.

—Somos —Arkady miró a un lado y habló en un tono diferente de voz— un pueblo ignorante y atrasado. Parece que siempre lo hemos sido. Tenemos talentos extraños, Irina. En la Facultad de Derecho de la universidad te dieron conferencias sobre medicina forense y te hablaron del trabajo del profesor Andreev. Tal vez te mostraron algunas fotografías. Es un método sencillo pero trabajoso de reconstruir una cara partiendo de un cráneo. No una idea vaga de cómo era la cara, ni siquiera una aproximación, sino la cara misma. Esto no se hace en ningún otro país. Se trata de la delicada cuestión de reconstruir cada músculo del cráneo, luego de poner carne, ojos y piel. Como sabes, Andreev es un maestro y también debes conocer su reputación de integridad. —Arkady levantó la tapa de la caja de sombreros—. Querías saber dónde estaba Valerya.

—Te conozco, Arkasha —dijo Irina—. No lo harás.

—Aquí está Valerya.

Arkady empezó a sacar la cabeza de la caja. Lo hizo lentamente, para que Irina pudiera ver primero sobre el borde de la caja una masa de rizos negros, luego el cabello tenso y una frente de piel sedosa…

—¡Arkasha! —Ella cerró los ojos y se los cubrió con las manos.

—Mira.

—¡Arkasha! —No se quito las manos de los ojos—. Sí, sí, aquí vivió Valerya. Pon eso otra vez en la caja.

—¿Valerya qué?

—Valerya Davidova.

—Con…

—Kostia Borodin y el joven Kirwill.

—¿Un americano llamado James Kirwill?

—Sí.

—¿Los viste aquí?

—Kirwill siempre estaba aquí, escondido. Valerya estaba aquí. No hubiera venido de no haber estado ella.

—¿No te llevabas bien con Kostia?

—No.

—¿Qué hacían en esta casa?

—Hacían un cofre, tú sabes de eso.

—¿Para quién? —Arkady contuvo el aliento al verla titubear.

—Para Osborne.

—¿Osborne qué?

—John Osborne.

—¿Un peletero americano llamado John Osborne?

—Sí.

—¿Te dijeron que hacían el cofre para Osborne?

—Sí.

—¿Eso era todo lo que hacían para Osborne?

—No.

—¿Entraste alguna vez al cobertizo que está detrás de esta casa?

—Sí, una vez.

—¿Viste lo que trajeron para Osborne desde Siberia?

—Sí.

—Repite tu contestación, por favor. ¿Viste lo que trajeron a Osborne desde Siberia?

—Te odio —dijo Irina. Arkady apagó la grabadora portátil que tenía en el fondo de la caja de sombreros y dejó caer la cabeza. Irina bajó los brazos—. Ahora de verdad te odio.

Swan entró en la habitación. Había estado esperando al otro lado de la puerta.

—Este hombre te llevará a la ciudad —la despidió Arkady—. Quédate con él. No vayas a mi apartamento, pues no es seguro. Gracias por tu ayuda en esta investigación. Vete ya.

Alentó la esperanza de que ella comprendiera e insistiera en quedarse. En ese caso, la llevaría consigo. Ella se detuvo en la puerta.

—Se cuenta una historia sobre tu padre, el general. Lo llamaban monstruo porque durante la guerra cortaba las orejas a los alemanes para llevárselas como trofeos. Pero nadie dijo nunca que exhibiera cabezas enteras. Él no era nada comparado contigo.

Y se marchó. Arkady la vio por última vez en el automóvil de Swan, un viejo sedán Zis, que corría por el camino de tierra.

Arkady fue a la parte trasera de la casa, más allá del retrete exterior, hasta el cobertizo metálico que abrió con una de las llaves de los muertos. Al entrar, algo pasó rozando su rostro: del centro del techo pendía un cordón para encender la luz. Cuando tiró del cordón, hileras de bombillas potentes iluminaron intensamente el interior. En la pared encontró un distribuidor de encendido. Después de encenderlo escuchó un leve tic tac y notó un casi imperceptible viraje en la hilera de luces. El distribuidor hacía girar el bastidor casi ciento ochenta grados en doce horas para simular la salida y la puesta del sol. Otro cordón encendía dos lámparas de luz ultravioleta. No había ventanas.

Los restos de una fragua redonda de ladrillo explicaban la historia del cobertizo. Pilas de moldes y chatarra de hierro se oxidaban entrelazados. Todo el espacio aprovechable lo ocupaban dos jaulas de la longitud del cobertizo. Cada jaula estaba dividida en tres partes por separadores de madera y cada sección tenía una cajonera. Los costados y techos de las jaulas estaban cubiertos de alambre. Al nivel del suelo, el alambre se afianzaba en piedras y cemento de modo que no pudiera escapar el animal más resuelto.

Entre las dos jaulas había un banco cubierto de sangre y escamas de pescado. Debajo del banco, Arkady encontró un libro de oraciones. Imaginó la pareja disímil formada por James Kirwill y Kostia Borodin cuidando y alimentando su secreto, Kirwill rezando a la divinidad mientras Kostia ahuyentaba a los curiosos.

Entró al corral y recogió finos pelos atorados en los alambres y excrementos del suelo.

De vuelta en la casa, llenó su bolsa de pruebas adicionales con objetos de las gavetas. Al poner la bolsa en la mesa, derribó la caja de sombreros y la cabeza rodó afuera. Era una cabeza de yeso sin ojos, cejas o boca, sin ningún rasgo particular en absoluto, sólo con una burda forma de cara y una peluca. Era el modelo que Andreev usaba para enseñar. Al levantar Arkady la cabeza para meterla en la caja, se abrió por el medio y mostró el interior del cráneo.

La cabeza de Valerya reconstruida por Andreev no era ahora más que polvo de color carne y olor a cabello quemado en la dacha de Iamskoy. El propio Andreev confirmó que Iamskoy lo había llamado para preguntar por la cabeza y que había enviado al hombre picado de viruelas para llevársela. En cierta forma, la destrucción de la obra maestra de Andreev había liberado a Arkady; sólo entonces pensó en usar la cabeza de yeso. Nunca hubiera podido mostrarle a Irina la cabeza real, así como sabía que ella no la miraría. Desesperado, se le había ocurrido una idea brillante. La había engañado, la había salvado y la había perdido.

Al entrar en el vestíbulo del hotel Ucrania, Arkady vio salir del ascensor a Hans Unmann. Arkady se sentó en una silla del vestíbulo y tomó un periódico. Nunca había visto antes al compañero de conspiración de Osborne. El alemán era un espantapájaros, de boca delgada y huesudo, con el cabello muy corto. Era la clase de hombre que instintivamente mira a la persona que pasa a su lado; era demasiado matón para ser tan peligroso como Osborne o Iamskoy. Una vez que se alejó, Arkady dejó el periódico y entró en el ascensor.

Esperaba encontrar vacía la oficina de la línea aérea, así que le sorprendió encontrar al detective Fet sentado ante el escritorio, apuntándole con una pistola.

—¡Fet! —exclamó Arkady riendo—. Lo siento. Me había olvidado por completo de usted.

—Pensé que regresaría —dijo Fet. Temblaba tanto que tuvo que dejar el arma en el escritorio con las dos manos.

Sus anteojos de armazón de acero reposaban en una cara blanqueada por el miedo. —El lo estaba esperando. Pero lo llamaron por teléfono y se marchó deprisa. Me devolvió mi pistola. Yo la hubiera usado.

Las transcripciones y grabaciones estaban dispersas entre sillas volcadas y cajones abiertos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido, se preguntó Arkady, desde que él, Pasha y Fet habían trabajado en esa oficina? Fue Iamskoy quien los instaló allí. ¿Había algún micrófono? ¿Alguien estaba escuchando ahora? No importaba; no pensaba estar allí mucho tiempo. Revisó el material disperso por el piso hasta quedar convencido de que todas las transcripciones y grabaciones de Osborne y Unmann habían desaparecido, todas menos la de la conversación sostenida el 2 de febrero por Osborne y Unmann, que él se había llevado.

—Irrumpió aquí y se apoderó del lugar. —Fet iba recobrando el color—. No me dejó ir. Pensó que yo le informaría de su presencia aquí.

—Usted no hubiera hecho eso.

Entre los despojos, Arkady encontró uno de los itinerarios de la línea aérea dejado por los anteriores ocupantes de la oficina. El horario tenía vigencia. Todos los vuelos internacionales partían de Moscú desde el aeropuerto de Sheremetyevo, y el único avión que partía la víspera del día del Trabajo era un vuelo nocturno de la Pan American. Osborne y Kirwill estarían en el mismo avión.

Había también un paquete abierto del Ministerio de Comercio, enviado por Yevgeny Mendel. Dentro había una fotocopia de la citación ganada por su padre, el cobarde, destinada a aclarar dudas; había, igualmente, un tedioso informe completo sobre el heroísmo de Mendel firmado y fechado el 4 de junio de 1943. No era de extrañar que Unmann se hubiera limitado a abrir el paquete, mirar su contenido y arrojarlo a un lado, tal como iba a hacer Arkady hasta que reconoció en la última página, pese a las manchas del tiempo y las fallas de la máquina copiadora del ministerio, la firma del oficial investigador, el teniente (g. j.) A. O. Iamskoy. Allí había una Orden de Lenin comprada y vendida en un cementerio, en la capital mundial de los cementerios que fue Leningrado durante la guerra. El teniente del ejército del norte Andrei Iamskoy —no podía haber tenido más de veinte años entonces— había conocido al joven oficial del Servicio Exterior norteamericano, John Osborne, más de treinta años atrás, lo había conocido y protegido desde entonces.

—Usted no ha escuchado —dijo Fet con cautela.

—¿Qué?

—La oficina del fiscal envió una alarma a toda la ciudad para que lo detengan, hace una hora.

—¿Por qué?

—Por asesinato. Encontraron un cadáver en un museo de la calle Serafimov. Era el de un abogado de nombre Mikoyan. Encontraron sus huellas dactilares en unos cigarrillos. —Fet tomó el teléfono y empezó a marcar un número—. Tal vez quiera hablar con el mayor Pribluda.

—Todavía no. —Arkady le quitó el auricular y lo volvió a poner en su sitio—. Por ahora es usted el hombre olvidado. A menudo es el hombre olvidado el que se convierte en héroe. De cualquier modo, es él quien vive para contar la historia.

—¿Qué quiere decir? —Fet estaba confundido.

—Quiero tiempo de ventaja.

La estación Savelosky era para trabajadores comunes… los empleados satisfechos y buenos ciudadanos de la vida. Ése era un tren especial y los pasajeros habituales evitaban como si fueran parias a los viajeros hacinados en el convoy. Eran trabajadores contratados por tres años para trabajar en las minas del norte, algunas dentro del Círculo Artico. Trabajarían entre vapor y hielo, cargarían el mineral en sus espaldas cuando las carretas se partieran a causa del frío, morirían por explosiones, derrumbes de minas o hipotermia, o matarían a alguien para conseguir un par de botas o unos guantes. Al llegar a la mina les quitarían sus pasaportes internos para que no tuvieran oportunidad de cambiar de idea. Durante tres años desaparecerían, y para algunos eso era perfecto.

Arkady se mezcló con los trabajadores. Se deslizaba entre la multitud, apretando con una mano la bolsa de pruebas mientras con la otra cogía la pistola que tenía en el bolsillo. Ya en el tren, caminó junto con los viajeros hasta un compartimento lleno de hombres y oloroso a sudor y cebolla. Una docena de rostros lo estudiaron. Eran las mismas caras rudas y sencillas que se veían en el Politburó, aunque endurecidas un poco en las calles. Lucían magulladuras y cicatrices inusitadas, los nudillos de sus manos y sus cuellos estaban sucios y llevaban sus pertenencias en bultos. Básicamente eran criminales, hombres buscados por haber cometido violencias o robos, pero en una población en lugar de en todo el país. Rufiancillos que imaginaban que escapaban por los agujeros de la gran red socialista, sólo para quedar atrapados en las minas socialistas en el norte. Peces gordos, urkas, cofrades, casos difíciles, hombres con tatuajes y puñales. Para ellos un desconocido significaba un par de zapatos, un abrigo, quizás un reloj. Arkady reclamó un espacio en la litera baja.

Una sólida hilera de milicianos empujó a los últimos trabajadores al tren. En el compartimento el aire era irrespirable, aunque Arkady sabía que se acostumbraría a él.

Los conductores empezaron a correr arriba y abajo de la plataforma, ansiosos por echar a andar ese tren especial y sacarlo de su estación. Una alarma general podía cerrar las carreteras, aeropuertos y trenes habituales a un fugitivo, pero ése era todo un tren de fugitivos. A través de la ventanilla del compartimento, Arkady vio a Chuchin, el investigador principal para Casos Especiales, discutiendo con el jefe de conductores. Chuchin mostró al jefe de conductores una fotografía. Todo lo que tenía que hacer era revisar el compartimento. El conductor movía negativamente la cabeza. Chuchin hizo seña a los milicianos para que subieran al tren. En el compartimento contiguo alguien empezó a cantar: «Adiós, Moscú, adiós, mi amor…». Ser empujado en la plataforma por milicianos era una cosa; ser atropellado en los compartimentos de su propio tren especial era otra. Amenazas y maldiciones demoraron el progreso de la búsqueda: «¡No me puedes molestar, ya voy camino del infierno!». En vez de dejar sus asientos, escupían a los milicianos. Normalmente, los milicianos replicaban propinando garrotazos, pero se otorgaba un trato especial a los trabajadores contratados. Se sobrentendía que no eran santos quienes iban voluntariamente a pasar tres años en el infierno. Además, los milicianos eran superados en número. Nunca llegaron al compartimento de Arkady; la milicia salió de los vagones entre las risotadas de los trabajadores. El jefe de conductores hizo a un lado a Chuchin y los demás conductores realizaron otra vez su pantomima de correr arriba y abajo. El tren arrancó y Chuchin y el jefe de conductores se alejaron. Los doseles metálicos de las plataformas dejaron lugar a chimeneas y a las cercas de doble punta de las fábricas de defensa, a los terrenos del norte de Moscú. El tren estaba todavía adquiriendo velocidad, cuando llegó a la siguiente estación. No redujo la marcha al pasar junto a las desdeñosas miradas de los oficinistas, junto a una plataforma llena de milicianos, haciendo sonar su silbato. Adiós, Moscú. Arkady inhaló profundamente; después de todo, el aire no era tan malo.

El tren también era especial: el más viejo y sucio que pudo encontrar el Ministerio de Transportes. El compartimento había sido saqueado tantas veces y hacía tanto tiempo, que ya no quedaba nada que robar o estropear. Además, apenas había lugar para moverse. Quince hombres entre cuatro duras literas de madera y el suelo, cada codo tocando el del vecino. El conductor del tren se había encerrado en su propio compartimento por todo el tiempo que durara el viaje. Difícilmente fuera el medio más rápido para llegar a Leningrado. El expreso Flecha Roja partía desde la estación de Leningrado y tardaba medio día en llegar a su destino. Ese tren, salido de la estación Savelovsky, llevando lo que las revistas llamaban trabajadores rehabilitados, tardaría veinte horas en hacer el recorrido. El conductor tenía su propio samovar, bollos y jalea en su reducto. En el compartimento de Arkady, repartieron cigarrillos y vodka. El techo se llenó de humo. Alguien lo invitó a beber; bebió y ofreció a cambio un cigarrillo.

El hombre de la botella era osete,[2] como Stalin, chaparro y moreno, con el mismo ceño, bigotes y ojos saltones.

—A veces introducen delatores en estos trenes, ¿sabes? —dijo a Arkady—. A veces todavía hacen un último intento por atraparte y llevarte de regreso. Lo que hacemos en esos casos es agarrar al delator y rebanarle el cuello.

—En este tren no hay delatores —dijo Arkady—. No quieren que regreses. Vas a donde quieren que estés.

—¡Hijo de puta! —exclamó el osete, regocijado—, ¡tienes razón!

El girar de las ruedas continuó durante la tarde y la noche. Iksa, Dmitrov, Verilki, Savelovo, Kalazin, Kasin, Sonkovo, Krasnij Cholm, Pestovo. No tenía objeto no beber. Estaban dejando atrás no un día, sino tres años. Mejor beber alcohol puro que vodka. Eran ojos y manos diestras, y ¿cuántas lenguas hablaban? Era un compartimento multinacional. Un estafador armenio… descripción redundante para algunos; un par de salteadores de caminos de Turquestán; un ladrón; un gigoló de Yalta, con anteojos oscuros y tostado por el sol.

—¿Qué escondes en tu abrigo? —preguntó el gigoló.

Arkady tenía la bolsa con los objetos tomados de la cabaña, su pistola, su credencial y la del oficial de la KGB que Kirwill había matado a golpes. Nadie se habría atrevido a hacer a Kirwill esa misma pregunta; es la pregunta que hace el cazador a su presa.

—Una colección de diminutas espinas del mar Negro —contestó Arkady.

Estaba bebiendo chafir. El chafir era té concentrado no dos o diez veces, sino veinte veces. En los campos de trabajo, un hombre hambriento podía trabajar tres días consecutivos tomando sólo algunas tazas de chafir. Arkady tema que mantenerse despierto. En cuanto se durmiera, sería robado. La piel se le puso pegajosa por la adrenalina; el corazón pareció expandírsele. Sin embargo, tenía que pensar con calma. Alguien había matado a Misha. ¿Unmann, el espantapájaros? Arkady había estado apunto de enfrentársele dos veces. Entonces, ¿para qué expedir una alarma por homicidio? ¿Por qué se arriesgaría Iamskoy a mezclar a la milicia? A menos que el fiscal ya hubiera limpiado la cabaña donde vivieron las víctimas del Parque Gorki. A menos que estuviera seguro de que su investigador moriría tratando de eludir el arresto. O de que pudiera ser declarado loco de inmediato. Quizá ya lo estaba.

Su corazón bombeaba más sangre de la que podían manejar sus venas, así que bebió más vodka para abrirlas. Alguien tenía una radio a transistores que informaba de los preparativos para la celebración del día del Trabajo en Vladivostok.

—No es tan malo trabajar en las minas de hierro —dijo un veterano—. Si trabajas en las minas de oro, te meten una aspiradora por el trasero cuando sales de la mina.

Otro boletín hablaba de los preparativos para la celebración en Bakú.

—Allí está mi hogar —dijo el osete a Arkady—. Asesiné a alguien allí. Fue un accidente.

—¿Para qué me lo dices?

—Tienes cara de inocente.

Preparativos mundiales para la celebración del día del Trabajo. Los reflejos en el compartimento estropeaban la negrura de la noche, afuera. Arkady abrió un poco la ventanilla; pudo oler campos labrados aún impregnados de las nieves del invierno.

Ya echaba de menos a Misha. Lo curioso era que podía oír la voz de su amigo como si todavía viviera e hiciera comentarios acerca de los viajeros del tren: «De esto es de lo que se trata el comunismo: de reunir a la gente. Es un poco parecido a las Naciones Unidas, sólo que no tienes que cambiarte tan seguido de ropa. Ahora bien, el armenio, ése es un hombre que va a perder peso. O podría dividirse en dos, como una ameba y convertirse en dos armenios. Recibiría doble paga. Mira al gigoló. Hemos discutido acerca de Hamlet, de César. Estamos mirando a un hombre que ha sido bronceado por el sol por última vez en su vida. Ahora bien, ésa es una tragedia. Arkasha, ¿no admites que todo esto es un poco loco?».

El vodka se acabó. Cuando el tren se detuvo a cargar agua en una pequeña población —sólo había la estación y una sola calle iluminada—, los trabajadores salieron del tren e irrumpieron en la tienda del pueblo, mientras un par de milicianos locales miraban impotentes. Cuando los saqueadores regresaron al convoy, éste continuó el viaje.

Kaboza, Chvojnaja, Budogosc, Posadnikovo, Kolpino. Leningrado, Leningrado, Leningrado. Las chispas matutinas de los trenes urbanos corrían sobre vías convergentes. El amanecer se reflejaba en el golfo de Finlandia. El tren entró en una ciudad de portafolios y canales, una ciudad gris para los ojos irritados.

Cuando el tren entró en la estación Finlandia, Arkady saltó, todavía en movimiento, agitando la credencial roja de la KGB tomada del hombre que Kirwill había matado a golpes. Los altavoces dejaban oír himnos. Era la víspera del día del Trabajo.