Por teléfono, Misha parecía aterrorizado. Arkady se puso la ropa a tirones. Irina dormía todavía con el brazo apoyado en la parte de la cama en que él había estado acostado.
—Debo reunirme con un amigo. Me detendré en algún otro sitio del camino —dijo Arkady cuando William Kirwill entró en el coche.
—Me quedan cuatro días aquí. Ayer perdí todo el día esperando que se presentara usted —dijo Kirwill—. Hoy me dirá quién mató a Jimmy o yo lo mataré a usted.
Mientras Arkady se alejaba del hotel Metropole y daba la vuelta a la plaza Sverdlov, reía.
—En Rusia tiene que hacer cola.
En el número 2 de la calle Serafimov subieron al segundo piso. La puerta no tenía ninguna de las cerraduras o sellos que Arkady había esperado. Cuando Arkady llamó a la puerta, apareció una anciana que cargaba un bebé sin cabello en el cráneo, atravesado por venas delicadas. La mujer miró la identificación de Arkady.
—Pensé que este apartamento estaría sellado —dijo el investigador—. Dos personas murieron aquí hace una semana, el inquilino y un detective de la milicia.
—Yo soy sólo una abuela. No sé nada de eso. —La anciana miraba de Arkady a Kirwill—. De todos modos, ¿por qué ha de permanecer vacío un buen apartamento? La gente necesita un sitio para vivir.
Desde la puerta se veía que no quedaba nada que perteneciera a Boris Golodkin. Las alfombras, tocadiscos y montones de ropa extranjera del traficante del mercado negro habían desaparecido, y en su lugar había un sofá utilizado como cama, una caja de platos, un antiguo samovar. Pasha y Golodkin bien podían haber muerto en otro lugar.
—¿Encontraron aquí un cofre? —preguntó Arkady—. ¿Tal vez estuviera en el área de almacenamiento del sótano? Parecía un cofre de iglesia.
—¿Para qué querríamos un cofre de iglesia? ¿Qué haríamos con un objeto semejante? —Se hizo a un lado para dejarlos pasar—. Vean ustedes mismos. Aquí vive gente honesta. No tenemos nada que ocultar.
Asustado, el bebé se acurrucó como una crisálida en los brazos de la anciana. Sus ojos amenazaban con estallar. Arkady le sonrió y el bebé quedó tan asombrado que sonrió también mostrando sus encías y babeando.
—Tiene usted toda la razón —dijo Arkady—. ¿Por qué habría de desperdiciarse un buen apartamento?
Arkady se reunió con Misha en una pequeña iglesia al final de la calle Serafimov. Era la iglesia de San «Algo», una entre la gran mayoría de iglesias llamadas «museos» desde hacía mucho, desacralizadas y condenadas por la restauración cultural. Una barrera de andamios se pudría contra paredes a punto de desmoronarse. Arkady abrió la puerta y penetró en la oscuridad, viendo charcos y suciedad de pájaros en el suelo de piedra, antes de cerrar. Chasqueó una cerilla y se encendió una vela, iluminando a Misha. Arkady pudo distinguir las cuatro columnas centrales de la iglesia, los balaustres rotos de un iconostasio y una débil luz proveniente de la cúpula. Por las columnas corría agua de lluvia. Otrora, el interior estuvo cubierto de iconos de cristos, ángeles y arcángeles, pero el yeso se había resquebrajado y la pintura desvanecido y todo lo que quedaban eran formas que temblaban a la luz de la vela. Las palomas revoloteaban junto a las ventanas cerradas de la cúpula.
—Llegas temprano —dijo Misha.
—¿Le ocurre algo a Natasha? ¿Por qué no pudimos hablar en tu apartamento?
—Llegaste media hora antes.
—Entonces ambos llegamos temprano. Hablemos.
Misha se veía extraño, con el cabello espeso sin peinar y las ropas arrugadas, como si hubiera dormido con ellas. Arkady se alegró de haber convencido a Kirwill de que permaneciera fuera, en el automóvil.
—¿Se trata de Natasha? —inquirió.
—No, de Zoya. Su abogado es amigo mío y he oído las declaraciones que está rindiendo a la Corte. Sabes que la audiencia sobre tu divorcio está programada para mañana, ¿no?
—No. —La noticia no sorprendió a Arkady, no le suscitó ninguna emoción.
—Todo el mundo habla del Partido del mismo modo que tú, pero no para que esas expresiones se repitan en la Corte. Tú, un investigador principal. ¿Y qué pasa conmigo? Hablaste de mí, ¡un abogado! Eso figura en sus declaraciones. Perderé mi carné del Partido. Estaré acabado en los tribunales, no podré regresar.
—Lo siento.
—Bien, nunca fuiste un buen miembro del Partido. Traté de ayudarte en tu carrera de mil maneras, y tú me rechazaste. Ahora te toca a ti ayudarme. El abogado de Zoya se reunirá con nosotros aquí. Vas a negar haber hecho declaraciones contra el Partido en mi presencia. En presencia de Zoya, quizá las hayas hecho, pero no delante de mí. Es ella o yo. Tienes que ayudar a alguien.
—¿A ti o a Zoya?
—Por favor, por nuestra vieja amistad.
—Yo habría dicho «por nuestra gran amistad». De todos modos, en las audiencias de divorcio se dicen toda clase de cosas; nadie las toma en serio. Ya es demasiado tarde.
—¿Lo harás por mí?
—Está bien. Dime cómo se llama y lo llamaré.
—No. Viene para acá; se reunirá aquí con nosotros.
—¿Acaso no tiene oficina o teléfono?
—Ahora no lo encontraremos, porque está en camino.
—¿Vamos a hablar aquí, en una iglesia?
—En un museo. Bueno, él quería un lugar privado para hablar con el esposo de su cliente. Lo hace como un favor a mí.
—No voy a esperar media hora. —Arkady pensó en Kirwill en el coche.
—Llegará pronto, te lo juro. No te lo pediría si no fuera preciso hacerlo. —Misha tomó la manga de Arkady—. ¿Te quedarás?
—Está bien. Esperaré un rato.
—No tardará.
Arkady se apoyó contra una columna hasta que sintió el cuello mojado por el agua que caía del techo. Encendió un cigarrillo en la vela de Misha y caminó alrededor de las columnas. Cuanto más permanecía en la iglesia, mejor podía ver. Tal vez las pinturas antiguas se veían mejor en la penumbra, pensó. Muchas de las figuras de la pared eran aladas, aunque él no podía diferenciar los ángeles de los arcángeles. Sus alas eran delgadas y sutiles. Los ángeles en sí parecían pájaros; sus ojos y espadas brillaban. El altar había desaparecido. Los sepulcros estaban abiertos, dejando agujeros funerarios. Tanto la vista como el oído se habituaban a la oscuridad y el silencio. Oyó la carrera asustada de un ratón. Le pareció que podía oír no sólo el golpe de la gota de agua en el suelo, sino el momento en que se desprendía de la cúpula. A la luz de la vela podía ver sudar a Misha, pese a que hacía frío en la iglesia. Observó que Misha vigilaba el perfil débilmente azulado de la puerta cerrada.
—¿Recuerdas —dijo Arkady abruptamente a Misha, que se sobresaltó— que cuando éramos pequeños (no tendríamos más de diez años) fuimos a una iglesia?
—No, no recuerdo.
—Fuimos porque me ibas a demostrar que no había Dios. Era una iglesia en servicio y la misa se hallaba por la mitad. Muchas personas de edad estaban de pie y los sacerdotes tenían grandes barbas. Te pusiste detrás de ellos y gritaste: «¡No existe Dios!». Todos los presentes estaban enfadados y creo que un poco asustados también. Yo lo estaba. Volviste a gritar: «¡Si hay un Dios, que me caiga muerto aquí mismo y Arkasha también!». Yo estaba muy asustado. Pero no nos caímos muertos y yo pensé que eras la persona más valiente del mundo. Nos fuimos de allí, ¿verdad?
—Sigo sin recordar nada. —Misha movía negativamente la cabeza, pero Arkady sabía que sí se acordaba.
—Pudo haber sido en esta misma iglesia.
—No, no fue aquí.
En una pared, Arkady distinguía apenas una figura sentada con una mano levantada. Parecía que de ella brotaban ángeles. Debajo había dos figuras desnudas, quizás un hombre y una mujer, sobre lo que parecía un perro de dos cabezas. O un cerdo. O una mancha. Por aquí marchaba un grupo de mártires; por allí, un hombre conducía un asno; por doquier había un secreto bullicio.
—No viene ningún abogado —dijo Arkady.
—Ya está en…
—No hay ningún abogado.
Con la colilla del cigarrillo encendió otro. Misha apagó la vela, pero Arkady todavía podía verlo. Ambos miraron la puerta.
—Nunca pensé que serías tú —dijo Arkady—. Cualquier otro, menos tú.
Transcurrió un minuto. Misha permaneció callado.
—Misha —suspiró Arkady—, Misha.
Sintió caer las gotas de agua. Debía de estar lloviendo más intensamente afuera, pensó. Débiles rayos de luz cruzaban la cúpula, desvaneciéndose antes de llegar a la pared. Misha miró suplicante a Arkady. Sus rizos negros estaban revueltos y ridículos. De sus ojos brotaban lágrimas que dibujaban una lira en su rostro.
—Corre —susurró.
—¿Quién va a venir? —preguntó Arkady.
—Apresúrate, se están llevando la cabeza.
—¿Cómo se enteraron de eso?
Arkady creyó oír un paso. Apagó su cigarrillo, se echó contra la pared y sacó su pistola. Misha permaneció donde estaba, sonriendo débilmente. Una paloma se bañaba en una pila rota. Se sacudió el agua y voló entre las columnas hacia la cúpula.
—¿Estarás bien? —preguntó Arkady—. Te llamaré después.
Misha asintió.
Arkady avanzó pegado a la pared y abrió la puerta. Caía otro aguacero primaveral, empapando el andamiaje, haciendo correr a la gente bajo periódicos y paraguas.
Kirwill esperaba impaciente en el automóvil.
—Arkasha, a menudo he pensado en esa iglesia —dijo Misha. Arkady corrió.
El camino del terraplén estaba inundado, y tuvo que hacer un rodeo por el Parque Gorki. Al llegar al Instituto Etnológico, un automóvil Volga negro encendía sus luces y se retiraba del lugar. Reconoció al conductor. Gracias, Misha, dijo Arkady para sí. Pasó junto al instituto, dio una vuelta completa a la Perspectiva Andreyevsk y regresó por el parque, una manzana detrás del Volga.
—¿Y ahora qué estamos haciendo? —preguntó Kirwill.
—Sigo a un vehículo y usted se baja en el próximo semáforo.
—De ninguna manera.
—Hay un oficial de la KGB en ese automóvil negro. Robó una cabeza que reconstruyeron para mí.
—Entonces deténgalo y quítesela.
—Quiero ver a quién se la lleva.
—Y después ¿qué hará?
—Después regresaré con un par de milicianos y los arrestaré por el robo de propiedad del Estado y obstrucción de la labor de la oficina del fiscal.
—Ésa es la KGB, según dijo. No los puede arrestar.
—No creo que se trate de una operación de la KGB. La KGB informa cuando se hace cargo de un caso; no roba evidencias. El apartamento que visitamos debió permanecer sellado un año; así es como opera la KGB. Los cadáveres del parque debieron haber sido «descubiertos» en un día. De esa forma opera la KGB, no deja que una lección se enfríe. Creo que es un mayor de la KGB y algunos de sus oficiales que realizan una operación privada. Que protegen a alguien por dinero. A la KGB no le agrada tener empresarios en sus filas. De todas maneras, el procurador de la ciudad de Moscú es la ley aparte de la KGB y todavía soy su investigador principal. Usted se baja aquí.
Se detuvieron ante la luz roja de un semáforo en la avenida de circunvalación Sadovaya, tres automóviles detrás del Volga. El conductor, el hombre picado de viruelas que había seguido a Irina a la estación del metro, miró algo junto a él en el asiento delantero. No miró por el espejo retrovisor. Semejante individuo no podía concebir que alguien lo siguiera a él, pensó Arkady.
—Lo voy a acompañar —dijo Kirwill, acomodándose en el asiento.
—Muy bien.
Cambió la luz. Arkady esperaba que en cualquier momento el Volga virara a la izquierda hacia el centro de la ciudad y la oficina de Pribluda. En lugar de eso, dio una vuelta a la derecha, rumbo al este, al camino de los Entusiastas. Habían colocado ya algunas pancartas. ¡Nadie se quedara atrás!, decía una. Arkady se mantuvo tres automóviles detrás.
—¿Por qué está seguro de que tiene la cabeza? —preguntó Kirwill.
—Probablemente es lo único de lo que estoy seguro. Me gustaría saber cómo se enteró de su existencia.
Cuanto más se alejaban del centro de la ciudad, menos tránsito había y más distancia ponía Arkady entre él y el vehículo negro. Habían quedado atrás las fábricas Hoz y Martillo, así como el Parque Izmailovo. Estaban saliendo de Moscú.
El Volga giró hacia el norte, hacia la circunvalación Exterior, que era la división entre la ciudad y el campo. El nublado rompió en truenos y relámpagos. De pronto, en la orilla de la autopista, vieron transportes de tropas, camiones pesados con ventanillas estrechas, tanques tan grandes como camiones, furgones con parque, remolques cubiertos con lonas. Los soldados atisbaban los faros.
—Para el desfile del día del Trabajo —explicó Arkady.
Disminuyó la velocidad al aproximarse a la carretera Dmitrov. De los vehículos que iban delante, sólo el Volga entró en la rampa de salida. Arkady apagó sus faros antes de llegar a la rampa. Los milicianos de servicio en motocicletas vieron la placa oficial del Moskvich y lo dejaron pasar. El Volga estaba unos doscientos metros por delante.
La autopista y la ciudad habían quedado atrás. Los bosques difuminaban el costado del camino. El terreno se hizo más ondulado y las luces de cola del otro coche desaparecían y volvían a aparecer al mejorar el camino. Junto a ellos volaban los cuervos.
—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Kirwill.
—Lago Plateado.
—¿Y ese sujeto es sólo un mayor?
—Sí.
—Entonces no creo que lo vayamos a ver a él.
Entre una cortina de serbas y fresnos, vieron el agua. Los caminos laterales, afluentes lodosos, conducían a dachas de veraneo. Al cruzar un puente de madera, el lago Plateado quedó a la izquierda. El hielo del lago se había fundido salvo por una isla central de hielo poblada de patos salvajes. El camino volvió a penetrar entre los árboles. Las luces traseras del Volga se divisaban al final de cada curva. El coche pasó junto a patios con mesas y parasoles, emparrados rotos y un campo de práctica de arco.
Arkady paró el motor y con el impulso que llevaba penetró en un camino lateral que terminaba en baches al lado de una cabaña cerrada. El prado se extendía hasta un huerto de manzanos descuidado, luego hasta una hilera de sauces y de allí hasta una playa.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó Kirwill.
Arkady le hizo seña de que guardara silencio y abrió sin ruido la portezuela. Kirwill hizo lo mismo. No lejos de ellos oyeron que cerraban la portezuela del otro coche.
—¿Sabe dónde están? —preguntó Kirwill.
—Ahora sí.
El suelo estaba lodoso y pesado bajo los pies de Arkady. Oía voces, aunque no palabras, al cruzar el prado entre los árboles. Avanzó por el huerto, apartando ramas, tratando de abrirse paso entre las hojas mojadas y los desechos del invierno.
A medida que avanzaba, las voces eran más fuertes, conviniendo algo. Cuando callaron, se detuvo de inmediato. Volvieron a oírse, más cerca, así que se tiró al suelo arrastrándose hacia unos arbustos bajos. A cosa de treinta metros de distancia distinguió la esquina de una dacha, el Volga negro, una limusina Chaika, el hombre picado de viruelas y a Andrei Iamskoy, el fiscal de la ciudad de Moscú. El hombre picado de viruelas sostenía una caja de cartón. Iamskoy llevaba puesto el mismo abrigo orlado con piel de lobo y las mismas botas que usaba cuando Arkady había visitado la dacha, así como un gorro de lana en el cráneo calvo y guantes de cuero que se puso mientras hablaba. No podía distinguir ni una de las palabras que decían, pues el fiscal hablaba en voz baja, pero sí captó la familiar fuerza de ese tono, su seguridad y su total convicción. Iamskoy rodeó con el brazo al otro hombre y lo condujo al sendero de la playa donde Arkady había tocado el cuerno para llamar a los gansos.
Arkady los siguió entre la maleza y los sauces. En su primer viaje a la dacha de Iamskoy, no había prestado atención a los montones de leña dispersos entre los árboles de la propiedad. El hombre picado de viruelas esperó junto a uno de esos montones mientras Iamskoy entraba en la choza. Arkady recordó el cuerno, el cubo de comida de pescado y los gansos dentro del cobertizo. Iamskoy regresó provisto de un hacha. El otro hombre abrió la caja y sacó la cabeza de Valerya Davidova —o más bien, la recreación perfecta de Andreev, que casi le había devuelto la vida—. La apoyaron sobre una mejilla, una cabeza ya ejecutada que esperaba una segunda ejecución sobre el tocón de un árbol.
Iamskoy descargó el hacha y dividió la cabeza en dos partes. Con la precisión de un hombre que disfruta con los trabajos del campo, acomodó las mitades de la cabeza y las partió otra vez, y siguió haciendo lo mismo con las partes más pequeñas. Luego utilizó la parte plana del hacha para reducir a polvo las porciones pequeñas, y después barrió los restos dentro de la caja. El hombre picado de viruelas llevó la caja a la playa y vació el polvo en el agua. Iamskoy recogió del suelo dos canicas que habían sido los ojos de vidrio de Valerya y se las guardó en el bolsillo. Cuando regresó el otro, tomó la peluca, llenó de leña la caja vacía y juntos regresaron por el sendero a la dacha.
Kirwill había seguido en silencio a Arkady.
—Vamos —dijo.
Kirwill lo sabía. Sonreía profundamente divertido.
—Estuve vigilando su oficina, recuerde —dijo Kirwill—. He visto antes al fiscal. Le conviene escapar para salvar la vida.
—¿Adonde podría escapar?
Para cuando regresaron al huerto, salía humo de la chimenea de la dacha. Por la ventana, Arkady vio el resplandor del fuego. Consideró que si fuera lo suficientemente alto podría oler a cabello quemado.
—Dígame quién mató a Jimmy —pidió Kirwill—. Usted nunca podrá atraparlo. No tiene evidencias, ni identificación, y ahora puede considerarse muerto. Deje que yo le dé su merecido.
Arkady se sentó contra un tronco y consideró la sugerencia. Encendió un cigarrillo y lo protegió de la lluvia.
—Si quien mató a su hermano viviera en Nueva York y usted lo matara, ¿se saldría usted con la suya?
—Soy policía… puedo hacer cualquier cosa. Mire, traté de ayudarlo.
—No. —Arkady se enderezó—. No lo hizo usted.
—¿Por qué dice eso? Le hablé de su pierna tullida.
—Tenía una pierna mala y está muerto; aparte de eso no sé nada. Bueno, cuénteme: ¿era listo o tonto, valiente o cobarde, serio o con sentido del humor? ¿Cómo puede decir tan poco acerca de su hermano?
De pie junto a Arkady, Kirwill parecía más grande que los árboles… una ilusión óptica: árboles pequeños alrededor de un hombre grande. La lluvia corría por sus hombros.
—Ríndase, Renko, ya no está a cargo de la investigación. El fiscal se ha hecho cargo y yo también. ¿Cómo se llama?
—¿No le gustaba su hermano?
—Yo no diría eso.
—¿Qué diría usted?
Kirwill miró arriba, a la lluvia y luego abajo, a Arkady. Sacó las manos de los bolsillos que apretó en dos grandes puños, y luego las extendió, como si así recuperara la seguridad en sí mismo. Miró la casa. ¿Qué haría si la dacha no estuviera tan cerca?, se preguntó Arkady.
—Odiaba a Jimmy —contestó Kirwill—. ¿Le sorprende?
—Si yo odiara a un hermano, no recorrería medio mundo para ver si estaba muerto. Pero soy curioso. Cuando espolvoreamos el garaje en busca de huellas digitales, usted tenía una tarjeta con las de su hermano, una tarjeta de la policía. ¿Arrestó usted a su hermano alguna vez?
Kirwill sonrió. Haciendo un esfuerzo, volvió a meter las manos en los bolsillos de su abrigo.
—Lo esperaré en el coche, Renko.
Desapareció agazapándose entre los árboles, casi sin hacer ruido pese a su volumen. Arkady se felicitó por haberse librado de su último aliado ocasional.
Iamskoy. «Ahora todo concuerda, dijo el hombre al subir al patíbulo», pensó Arkady. Iamskoy, quien se negó a dejar que nadie, salvo Arkady Renko, investigara los cadáveres del Parque Gorki. Iamskoy, que condujo a Arkady hacia Osborne. Pribluda no hizo seguir a Pasha y a Golodkin al apartamento de éste; no tema tiempo para matarlos, robar el cofre y llevárselo. Chuchin había dicho a Iamskoy que Golodkin estaba siendo interrogado, y Iamskoy tuvo horas para llevarse el cofre y apostar sus asesinos. ¿Y quién habló a Iamskoy de la cabeza de Valerya? Nadie, excepto Arkady Renko. Después de todo, era como descubrirse a sí mismo, no a Iamskoy. Como descubrir qué investigador tan estúpido era ciego, sordo y tonto. Un idiota, como había dicho Irina.
Se abrió la puerta de la dacha y por ella salieron Iamskoy y el hombre picado de viruelas. El fiscal se había puesto su habitual uniforme marrón y el abrigo. El otro hombre se quitó de sus ropas algunas cenizas mientras Iamskoy cerraba con llave. Habían dejado el fuego encendido.
—Así —Iamskoy inhaló una vigorizante bocanada de aire—, se comunicará conmigo esta noche.
El hombre saludó, se metió en el Volga y regresó a la carretera. Iamskoy lo siguió en el Chaika. Rodando sobre las hojas y goteando agua, la limusina parecía rebosar de satisfacción por la labor bien realizada.
En cuanto se fueron los coches, Arkady rodeó la dacha. Era una cabaña de cuatro habitaciones con muebles rústicos de estilo finlandés. Las puertas del frente y de atrás tenían doble cerradura, y las ventanas estaban alambradas porque, para la élite residente en Lago Plateado, había un sistema de alarma conectado directamente con una estación local de la KGB y con los automóviles de patrulla regulares.
Caminó hasta la playa. Había un guante en el tocón de partir leña, polvo color de rosa de yeso y uno o dos cabellos encajados en la madera. En el suelo, entre los excrementos de ganso, había más polvo sonrosado y más que se llevaba el viento. Rascó el tocón y había también diminutas costras de oro.
Allí había sido donde llevaron el cofre de Golodkin. Comprendió que probablemente estuviera en la casa la primera vez que fue allí. Por eso Iamskoy lo llevó a dar de comer a los gansos. Después, habían destrozado el cofre en el tocón. «¿Habrá ardido enseguida un cofre grande?», se preguntó.
Mirando entre el montón de leña, no halló rastros del cofre. De un puntapié deshizo el montón; en el fondo había astillas que Iamskoy había pasado por alto; delgadas agujas de madera y oro.
—Mire, Kirwill —dijo Arkady al oír pisadas detrás de él—, el cofre de Golodkin, o lo que quedó de él.
—Así es —dijo una voz diferente.
Arkady se volvió y miró al hombre picado de viruelas que se había ido en el Volga. Apuntaba a Arkady con la misma pistola TK de cañón corto que llevara en el metro.
—Olvidé mi guante —explicó.
Por detrás del hombre surgió una mano que le hizo soltar el arma. Otra mano lo cogió por la garganta, Kirwill condujo al hombre por el brazo y el cuello al árbol más próximo, el único roble que había en la playa, lo mantuvo apretado contra él por la garganta y empezó a golpearlo. El puño de Kirwill producía el sonido de un punzón.
—Necesitamos hablar con él —dijo Arkady.
De la boca del hombre picado de viruelas empezó a brotar sangre brillante. Los ojos se le hincharon. Los puños de Kirwill empezaron a trabajar más rápido.
—¡Suéltelo! —Arkady trató de separar a Kirwill.
De un golpe con el dorso de la mano, Kirwill derribó a Arkady.
—¡No! —Trató de cogerle una pierna.
Kirwill le asestó un puntapié en la magulladura todavía dolorosa del pecho y Arkady se dobló, jadeando. Kirwill siguió golpeando al hombre contra el árbol. La sangre que salía de su boca se hizo espumosa y sus pies se levantaron del suelo. Lo más parecido a eso que Arkady había visto fue cuando vio un perro de caza zarandear un pájaro. La cara del hombre picado de viruelas oscilaba de un lado a otro, arrojando sangre como si fuera saliva. Sus tacones golpeaban el tronco del árbol. Cada golpe era más poderoso que el anterior y el puño de Kirwill golpeaba contra algo cada vez más blando e inerte. Kirwill debió de romperle las costillas al hombre desde el principio, pensó Arkady. Kirwill siguió golpeando mientras la cara del sujeto se ponía cada vez más gris.
—Ya está muerto —dijo Arkady, poniéndose en pie y tirando de Kirwill—. Ya está muerto.
Kirwill se hizo atrás dando traspiés. El hombre cayó de rodillas, con el rostro lívido, y luego se desplomó de lado. Kirwill cayó y se arrastró con las manos tintas de sangre.
—Lo necesitábamos —dijo Arkady—. Teníamos que hacerle preguntas.
Kirwill intentó limpiarse las manos con guijarros. Arkady lo tomó por la parte de atrás del cuello y lo condujo como si fuera un animal al agua, junto a la playa; luego regresó al roble para registrar los bolsillos del muerto. Encontró un billetero barato con poco dinero, un monedero, un puñal de muelle y la credencial roja de identificación de un oficial de la KGB. El nombre era Ivanov. Conservó la credencial y la pistola.
Arkady arrastró el cadáver al cobertizo. Cuando abrió la puerta sintió una racha cálida y zumbante. Había gansos colgados en hileras hasta el techo, con las patas atadas, descansando las cabezas en el plumaje sucio. Un murmullo de moscas salía de entre las plumas y olía a podrido. Arrojó el cadáver en el interior y cerró de golpe la puerta.
El viento los empujaba de regreso a Moscú.
—Primero iba a ser sacerdote —dijo Kirwill—. Era uno de esos chicos paliduchos que sufren porque cortan flores, que van a Roma, odian a los italianos y admiran a los jesuítas franceses. Eso habría sido chocante, pero nada más. Pudo haber sido un cura obrero, una molestia ordinaria. Pero entonces aumentó sus aspiraciones; quería ser un mesías. No era listo ni fuerte, pero quería ser un mesías.
—¿Cómo podía lograrlo?
—Un católico no puede. Si usted alega ser un yogui oriental o un gurú, si babea y come cabezas de pollo y nunca se cambia de pantalones, puede atraer a todos los discípulos que quiera. Pero un católico no puede.
—¿No?
—Si es usted católico, lo más que puede conseguir es que lo excomulguen. De todos modos, hay demasiados mesías en Estados Unidos. Es un supermercado de mesías. No sabe de qué diablos estoy hablando, ¿verdad?
—No.
En la autopista de circunvalación llegaron al Parque de Exhibiciones. El crepúsculo se adhería a las piedras.
—Rusia es tierra virgen para los mesías —dijo Kirwill—. Jimmy pudo haber destacado aquí; tenía la oportunidad. En su país ya había fracasado. Aquí tenía que hacer algo grande. Me escribió desde París diciéndome que iba a venir aquí. Agregó que la próxima vez que lo viera sería en el aeropuerto Kennedy, que iba a realizar un acto en el espíritu de san Cristóbal. ¿Sabe lo que eso significa?
Arkady movió negativamente la cabeza.
—Eso quiere decir que iba a sacar de contrabando a alguien de Rusia y a celebrar una conferencia de prensa en el aeropuerto Kennedy. Iba a ser un salvador, Renko… o al menos una celebridad religiosa. Sé cómo entró aquí. La primera vez que volvió de aquí, me contó lo fácil que sería encontrar a un estudiante polaco o checoslovaco que se pareciera a él. Intercambiarían pasaportes y Jimmy entraría con el nombre del otro sujeto. Así es como la Iglesia introduce muchas Biblias a través de Polonia, según me dijo. Jimmy hablaba polaco, checoslovaco y alemán, además de ruso; no le hubiera sido difícil hacerlo. Lo que habría sido difícil era no ser atrapado aquí. Y salir de nuevo.
—Dijo que había fracasado en Estados Unidos. ¿Cómo fue?
—Se mezcló con esos muchachos judíos que hostigan a los rusos en la ciudad de Nueva York. Al principio se trató sólo de pintadas en los automóviles y protestas. Más tarde, bombas por correo. Luego siguió con bombas que arrojaban a las oficinas de Aeroflot y disparando rifles por las ventanas de la Misión Soviética. El Departamento de Policía cuenta con un Escuadrón Rojo que vigila a los radicales, que intervino para vigilar a los judíos. En rigor, les vendimos un montón de detonadores. Mientras tanto, Jimmy fue a Georgia a comprar rifles y municiones para ellos. Hizo dos viajes, en uno de los cuales trajo un cargamento de municiones escondido en un altar.
—¿Qué tenían de malo los detonadores? —preguntó Arkady.
—Estaban defectuosos; le salvé la vida. Se suponía que los ayudaría a fabricar bombas. Esa mañana fui a su apartamento y le dije que no fuera. Pero como no me quiso hacer caso lo arrojé sobre la cama y le rompí la pierna contra la tabla. Así que no fue. Cuando los judíos colocaron los detonadores defectuosos, las bombas estallaron. Todos murieron. La cuestión es que le salvé la vida a Jimmy.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere decir con: «y luego»?
—Los judíos que sobrevivieron, ¿no pensaron que su hermano era un delator?
—Claro. Por eso lo envié fuera de la ciudad.
—¿No tuvo oportunidad de explicar lo ocurrido a sus amigos?
—Le dije que si regresaba le rompería el cuello.
Caía un fuerte aguacero en la avenida de la Paz. En la acera había periódicos dispersos.
—Le hablaré de un caso que hubo en Nueva York —dijo Kirwill, aceptando un cigarrillo—. Había un matón que amenazaba a la gente con un cuchillo; cuando conseguía lo que quería, las acuchillaba sólo por diversión. Sabíamos quién era; un negro que robaba joyas, principalmente. Yo quería encarcelarlo, de modo que le tendí una trampa. Dejé caer detrás de él el anillo de una de sus víctimas y así conseguí agarrarlo. Esto ocurrió en Harlem. El estúpido sacó una pistola, me disparó pero falló. Yo no fallé. Entonces se reunió una multitud, alguien cogió la pistola del canalla y echó a correr. Eso hizo de él un mártir, un ciudadano muerto mientras se dirigía a la iglesia. Hubo marchas arriba y abajo de la calle Ciento veinticinco, en las que participaron todos los sacerdotes negros capaces de arrastrar los pies, más una turba blanca antibelicista y Jimmy y sus Testigos Cristianos. Todos los testigos cristianos llevaban canelones que decían: «El sargento Killwell, buscado por asesinato». Averigüé a quién se le había ocurrido el mote de «Matabién».[1] Jimmy nunca me lo dijo, pero lo averigüé.
El río estaba crecido. Las aguas de color negro arrastraban los últimos témpanos.
—¿Sabe qué le gustaba llamarme, además? —preguntó Kirwill—. Le gustaba llamarme Esaú. Su hermano Esaú.
En el Instituto Etnológico, Arkady subió solo para contar a Andreev lo que le había ocurrido a la cabeza. Desde el estudio de Andreev, llamó al departamento y a la oficina de Misha sin obtener respuesta. Después llamó a Swan, quien le dijo que había hallado la casa que ocuparon Kostia Borodin, Valerya Davidova y James Kirwill. La mujer que había llevado a Swan a la casa le dijo que les había vendido carne fresca y pescado todos los días.
Arkady llevó a Kirwill a ver la casa, que resultó ser una cabaña ubicada entre las fábricas del distrito de Lyublinsky y el arco sur de la circunvalación Exterior. Casi todos los detalles del lugar eran familiares a Arkady, como si hubieran sido creación de su propia imaginación. Kirwill se movía en silencio, como si estuviera en trance.
Los dos hombres entraron en una cafetería de obreros. Kirwill pidió una botella de vodka y reanudó la conversación acerca de su hermano donde la había dejado, pero de una manera diferente, casi como si se tratara de una persona diferente. Contó a Arkady cómo había enseñado a Jimmy a patinar, a conducir, a dorar marcos, a tratar con las monjas; cómo habían ido todos los veranos río Allagash arriba, cuando vieron a Roger Mans conectar su cuadrangular, cómo habían enterrado a la anciana babushka rusa que los había criado a ambos. Las historias fluían; Arkady entendía algunas, otras no.
—Le diré cuándo supe quién era realmente —dijo Kirwill—. Cuando me disparó en el cuarto del hotel. Apuntó a un lado, pero no muy lejos. Pudo haberme dado. No le importó y a mí tampoco. Somos iguales.
—Ahora me importa —contestó Arkady.
A medianoche dejó a Kirwill cerca del Metropole. El hombretón se alejó frágilmente apoyado en sus piernas de borracho.
Irina lo había esperado. Le hizo el amor con ternura, como si quisiera decirle: sí, puedes confiar en mí, puedes venir, confiarme tu vida.
Su último pensamiento consciente antes del sueño se refirió a lo que Kirwill le había dicho en la cafetería cuando Arkady le preguntó si él y su hermano habían atrapado cebellinas.
—No. En Maine y Canadá hay martas y a su piel le llaman cebellina; pero son muy raras. Las atrapan mediante agujeros de barreno. Es un taladro. Si el trampero es un miserable, hace un hoyo de unos veintidós centímetros en el tronco de un árbol. En el fondo pone un poco de carne fresca. Luego mete dos clavos de herradura en ángulo, de modo que los clavos queden casi juntos en las puntas dentro del hoyo. La marta es hábil trepadora… es lista, esbelta. Huele la carne, sube por el tronco y cae en la trampa. Puede meter la cabeza entre los clavos, cerca de la carne. Consigue el alimento, siempre lo logra, mas para entonces los clavos ya la han atrapado. Trata de salir contra el ángulo de los clavos y cuanto más se esfuerza por sacar la cabeza, más se le entierran. Finalmente muere desangrada o se arranca la cabeza. Ya no quedan muchas martas. Los agujeros de barreno han acabado con ellas.