Pintaban líneas rojas en las calles que conducían a la plaza Roja. Oficiales del Ejército medían las cunetas. Se levantaban torres de televisión.
En diez años de matrimonio con Zoya había acumulado un interés del dos por ciento anual en una cuenta de ahorros de 1200 rublos, de la cual ella había sacado todo menos 100 rublos. Un hombre puede sacarle ventaja a asesinos, pero no a su esposa; ex esposa, se corrigió Arkady.
De regreso del banco, vio una cola de gente junto al bordillo. Se unió a ella y acabó gastando 20 rublos en la compra de un pañuelo de colores rojo, blanco y verde, decorado con huevos de pascua.
Andreev había concluido su trabajo.
Valerya Davidova, asesinada en el Parque Gorki, había vuelto a la vida. Sus ojos lanzaban destellos, la sangre corría por sus mejillas, tenía los labios rojos y entreabiertos denotando ansiedad; estaba a punto de hablar. Permaneció muda, pero era preciso esforzarse para comprender que el yeso no era carne fresca, que el tono sonrosado era pintura y no color natural, que el vidrio no podía ver. Lo que parecía increíble era que esa cabeza aparentemente viva no tuviera cuerpo; su cuello se balanceaba sobre una rueda de alfarero. Arkady no se consideraba supersticioso, pero sintió hormiguearle la piel.
—Cambié el color de sus ojos a castaño oscuro —dijo Andreev—, lo que destaca el color de sus mejillas. La peluca es italiana, hecha con cabello de verdad.
—Es su obra maestra —comentó Arkady, caminando alrededor de la cabeza.
—Sí —reconoció con orgullo Andreev.
—Juraría que está a punto de hablar.
—Está hablando, investigador. Dice: «¡Aquí estoy!». Llévesela. Valerya miraba desde la rueda de alfarero. No era una belleza tan definida como Irina, pero era bonita, con una nariz más corta, un rostro más ancho y sencillo. El tipo de cara que podía esperarse ver sonreír bajo un sombrero de piel de zorro durante un paseo invernal, mientras caían los copos de nieve. Una buena patinadora, muy divertida, llena de vida.
—Todavía no —dijo Arkady.
Pasó el día con Swan, hablando con carniceros, granjeros, cualquier sitio donde pudiera obtenerse carne fresca. Eran más de las cuatro cuando llegó a la Novokuznetskaya y lo llamaron de la oficina del fiscal.
Iamskoy lo esperaba detrás de su escritorio, con los dedos sonrosados entrelazados sobre la superficie y la cabeza rasurada reluciente.
—Me preocupa su aparente falta de progreso organizado en su investigación del asunto del Parque Gorki. No es mi intención interferir en el trabajo de un investigador, pero es mi deber supervisar a alguien que está perdiendo el control de sí mismo o de su investigación. ¿Cree que eso está ocurriendo en su caso? Sea sincero, por favor.
—Vengo de ver la reconstrucción que hizo Andreev de una de las víctimas —contestó Arkady.
—¿Ve usted?, ésta es la primera vez que oigo hablar de esa reconstrucción. Es un ejemplo de falta de organización.
—No estoy perdiendo el control.
—Su negativa a aceptarlo podría ser un síntoma. Ahora bien, hay más de siete millones de personas en esta ciudad, entre ellas un lunático que ha matado a tres personas. No espero que saque al asesino de un sombrero. Lo que sí espero es un investigador que realice un esfuerzo coordinado. A usted le desagrada la coordinación, lo sé. Usted se considera un especialista, un individualista. Sin embargo, un individuo, aun el más brillante, es vulnerable a la subjetividad, la enfermedad o los problemas personales. Y ha estado trabajando muy duro.
Iamskoy separó las manos y volvió a unirlas.
—Entiendo que ha tenido algunos problemas con su esposa.
Arkady no contestó. El fiscal no le había hecho una pregunta.
—Mis investigadores son mi espejo. Todos ustedes, de maneras diferentes. Siendo usted el más brillante, debe saberlo. —Cambió de tono, hablando con más decisión—. Ha estado trabajando bajo tensión. La festividad se aproxima; por ahora no se puede hacer nada. Lo que quiero que haga, tan pronto como salga de esta oficina, es preparar un sumario pormenorizado de todos los aspectos de la investigación hasta el presente.
—Tardaría días en elaborar ese sumario, aunque no hiciera otra cosa aparte de eso.
—Entonces no haga nada salvo el sumario. Tómese su tiempo y no omita nada. Naturalmente, no quiero ver referencias a extranjeros o a oficiales de la seguridad del Estado. Sus especulaciones en ese sentido no lo han conducido a nada. Las referencias a ellos constituirían una perturbación no sólo para usted, sino para esta oficina. Gracias.
—Fiscal —dijo Arkady haciendo caso omiso de la despedida—, me gustaría saber si ese sumario será para otro investigador que me reemplazará.
—Lo que queremos de usted —dijo Iamskoy con firmeza— es cooperación. Si hay una cooperación entusiasta, ¿qué importancia tiene quién hace el trabajo?
Arkady se sentó frente a una máquina de escribir que no tenía papel en el carro.
En la pared, en un retrato, Lenin descansaba en una silla de jardín tocado con un sombrero blanco y con una taza en su regazo. Miraba de soslayo por debajo del ala del sombrero.
El sumario. Difícilmente habría sumario después de borrar a Osborne y suprimir la identificación del joven Kirwill. El investigador que lo reemplazara pensaría que no se había efectuado ninguna investigación. Podía iniciar la pesquisa con nuevos detectives; el único problema que quedaría sería el investigador inicial.
Nikitin, provisto de una botella y dos vasos, abrió la puerta. El investigador principal para Directivos Gubernamentales lucía un apropiado gesto de conmiseración.
—Acabo de enterarme. Mala suerte. Debiste acudir a mí. —Sirvió vodka en los vasos—. Sin embargo, te reservas las cosas. Siempre te lo dije. Pero no te preocupes, encontraremos algo. Conozco a algunas personas; te conseguiremos algo. Bebe. No a la misma categoría, naturalmente, pero volverás a ascender. Pensaré en algo para ti. Nunca creí que tuvieras aptitudes de investigador.
Era claro para Arkady que había pasado por alto todos los indicios importantes; esos mensajes que habrían dicho a un investigador más astuto qué caminos seguir, de cuáles alejarse. Levin, Iamskoy, aun Irina habían tratado de advertirle. Era como si mirando al sol uno viera la conveniencia de seguir los canales correctos, esas avenidas tan brillantemente iluminadas que todas las aparentes contradicciones se encuentran y se explican.
—… no recuerdo que un investigador principal hubiera sido cesado antes —decía Nikitin—. La gloria de este sistema es que nadie puede perder su empleo. Tenías que ser tú quien lo arruinara todo.
Cuando Nikitin hizo un guiño, Arkady cerró los ojos. Entonces el investigador en jefe se inclinó hacia delante para preguntar:
—¿Cómo crees que Zoya reaccionará ante esta situación?
Arkady abrió los ojos para ver a Nikitin balanceándose expectante en el borde de la silla. No sabía por qué Nikitin estaba allí y no había estado realmente escuchando lo que decía, mas le pareció que su antiguo mentor, ese oportunista de cara redonda y expresión móvil, siempre estaría presente. Algunos hombres mueren, otros son relevados de su cargo. Nikitin los atendía a todos como un ladrón de tumbas.
Sonó el teléfono y Arkady contestó. Era el Ministerio del Exterior que informaba de que si bien ningún individuo había exportado iconos o artículos religiosos o de naturaleza supersticiosa durante los meses de enero o febrero anteriores, se había otorgado una licencia especial para enviar un «cofre religioso» al Consejo de Artes del Partido en Helsinki, obsequio de los clubes de pelota de la liga alemana de jóvenes comunistas. El cofre fue enviado por aire desde Moscú a Leningrado, desde donde fue transferido al tren que iba de Leningrado a Finlandia vía Vyborg. El viaje de Moscú a Finlandia se había efectuado el 3 de febrero y la factura estaba a nombre de «H. Unmann». Había un cofre y Unmann lo había enviado.
Arkady llamó a las oficinas centrales del Partido Comunista finlandés en Helsinki. No tuvo dificultad en hacerlo porque las llamadas internacionales eran más de fiar que las locales. En Helsinki le informaron de que el Consejo de Artes había sido disuelto haría un año y que nada parecido a un «cofre religioso» se había esperado o había llegado.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Nikitin.
Arkady abrió el cajón de abajo de su escritorio y sacó la pistola semiautomática Makarov que le habían entregado cuando se hizo investigador y que nunca había usado. También sacó una caja de balas de calibre 9 mm. Sacó el cargador, le puso ocho balas, y cargó el arma.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió Nikitin.
Arkady levantó la pistola, quitó el seguro y apuntó a la cara de Nikitin que, aterrorizado, abrió la boca y jadeó.
—Tengo miedo —dijo Arkady—. Pensé que te gustaría compartirlo.
Nikitin se esfumó por la puerta. Arkady se puso su abrigo, se metió la pistola en el bolsillo del abrigo y salió.
Cuando entró en el apartamento, Irina miró detrás de él como si hubiera llevado a otros hombres consigo.
—Pensé que iba a arrestarme —comentó.
—¿Por qué cree que la quiero arrestar? —Se dirigió a la ventana para mirar a la calle.
—Lo hará, tarde o temprano.
—Evité que la mataran.
—Eso fue fácil. Todavía cree que matar y arrestar son dos cosas diferentes. Aún es investigador principal.
El uso había hecho que su vestido se amoldara a su cuerpo. Caminaba suavemente con los pies descalzos. El se preguntaba si Pribluda había tomado el apartamento de abajo y si no estarían pisando una red de micrófonos.
Ella había barrido obsesivamente el piso; limpio y despojado, el apartamento tenía una cualidad incolora y aséptica. En él, ella era como un fuego en un vacío.
—Hoy puede ocultarme, pero cuando toquen a la puerta, me entregará a ellos —dijo Irina.
Arkady no le preguntó por qué no se había marchado, porque temía que lo hiciera.
Hablaba recalcando las palabras, con desprecio.
—Investigador, investigador, ¿cómo puede investigar nuestras muertes si no sabe nada de nuestras vidas? Oh, lee artículos de revistas sobre Siberia, y la milicia de Irkutsk le habló de Kostia Borodin. ¿Cómo es que una joven judía como Valerya pudo involucrarse con un criminal como Kostia?, me pregunto. ¿Cómo un tipo tan listo como Kostia pudo ser engañado por las promesas de Osborne? ¿No cree que yo las aceptaría si me fueran ofrecidas?
Mientras hablaba, Irina se frotaba los brazos con las manos y recorría la habitación.
—Mi abuelo fue el primer siberiano de la familia. Era ingeniero en jefe de obras hidráulicas en Leningrado. No cometió ningún delito, pero recordará aquella orden del día que decía que «todos los ingenieros eran destructores», así que lo metieron en un tren rumbo al este a servir quince años de trabajos forzados en cinco campos siberianos diferentes, antes de ser liberado, aunque exiliado a perpetuidad… lo que significa que tenía que quedarse en Siberia. Su hijo, mi padre, que era maestro, no pudo siquiera ofrecerse a pelear como voluntario contra los alemanes por ser hijo de un exiliado. Le quitaron su pasaporte interno para que nunca pudiera abandonar Siberia. Mi madre era música y le ofrecieron un puesto en el teatro Kirov, pero no pudo aceptar porque era esposa del hijo de un exiliado. —¿Qué me dice de Valerya?
—Los Davidov eran de Minsk. Sus comités de manzana tenían que arrestar a una cuota de «judíos sofisticados». Así fue como el rabino y su familia partieron a Siberia.
—¿Y Kostia?
—Él era más siberiano que ninguna de nosotras. Su bisabuelo fue exiliado por el zar por asesinato. Desde entonces, los Borodin trabajaron para los campos, capturando reos fugitivos. Vivían con los yukagir, los pastores de renos, porque éstos sabían antes que nadie cuándo un prisionero trataba de cruzar la tundra. Cuando los Borodin atrapaban a un hombre, eran amables con él, fingiendo que lo iban a ayudar a escapar. Lo dejaban hablar toda la noche acerca de lo que planeaba hacer cuando fuera libre, y luego lo mataban mientras dormía, así que al menos había saboreado la libertad durante alrededor de una hora. Ustedes ni siquiera hacen eso.
—Eso me parece cruel —comentó Arkady.
—Usted no es siberiano. Osborne nos conoce mejor que usted.
Desde las profundidades de su desprecio, sin embargo, ella lo miraba con cuidado, como si esperara verlo asumir una forma diferente.
—Los Borodin no podían vivir sólo de atrapar prisioneros —dijo Arkady.
—Comerciaban con los pastores, trabajaban sus vetas ilegales de oro, servían de guías a geólogos. Kostia era trampero.
—¿Qué animales atrapaba?
—Cebellinas, zorros.
—Era un bandido, ¿cómo podía llevar las cebellinas a vender?
—Iba a Irkutsk y daba sus pieles a vender a alguien. Cada piel valía cien rublos, de los cuales él tomaba noventa. Así, nadie hacía preguntas.
—Ya hay granjas donde crían cebellinas; ¿por qué siguen necesitando tramperos?
—Las granjas son típicas organizaciones colectivas: un desastre total. Las cebellinas tienen que comer carne fresca. El coste de distribuir carne a las granjas en Siberia es elevado, y cuando se interrumpe la distribución, lo cual sucede a menudo, las granjas tienen que comprar la carne en las tiendas. De modo que al Estado le cuesta el doble alimentar una marta que comprar una salvaje. Pero la cuota siempre es aumentada porque las cebellinas rinden divisas extranjeras.
—Entonces, debe de haber muchos tramperos.
—¿Sabe dónde hay que herir a la cebellina con un rifle, a cincuenta metros? En el ojo, porque si no se arruina la piel. Muy pocos cazadores pueden hacer eso, y nadie como Kostia.
Comieron salchichas fritas, pan y café.
Arkady se sentía como si estuviera cazando, teniendo que mantenerse muy quieto y al mismo tiempo tender preguntas como cebos a fin de atraer a su terreno al animal salvaje.
—¿A qué otro lugar podíamos venir, que no fuera Moscú? —preguntó Irina—. ¿Al Polo Norte? ¿A China? Salir de Siberia es el único crimen real que puede cometer un siberiano. De eso trata toda su investigación. ¿Cómo llegaron aquí esos siberianos salvajes? ¿Cómo salieron del país? No me diga que se toma tanto trabajo sólo porque un par de siberianos están muertos. Nosotros nacimos muertos.
—¿Dónde escuchó esas sandeces?
—¿Sabe cuál es el «dilema siberiano»?
—No.
—Es la elección entre dos maneras de congelarse. En una ocasión fuimos a pescar a un lago helado haciendo un agujero en el hielo. En un momento dado, uno de nuestros maestros cayó dentro. No se hundió mucho, sólo hasta el cuello, pero sabíamos qué era lo que estaba pasando. Si continuaba en el agua, moriría congelado en treinta o cuarenta segundos. Si salía del agua, moriría congelado de inmediato… se convertiría en hielo realmente. Él enseñaba gimnasia, lo recuerdo. Era un evenki, el único nativo del cuerpo docente, joven, le agradaba a todo el mundo. Todos nos congregamos a su alrededor, sosteniendo en las manos nuestros palos y pescados. Había una temperatura de cuarenta grados bajo cero, el ambiente estaba despejado y soleado. Su esposa era dentista y no lo había acompañado. Levantó los ojos. Nunca olvidaré esa mirada. No había estado en el agua más de cinco segundos cuando salió de un salto.
—¿Y?
—Había muerto antes de ponerse en pie. Pero salió, eso fue lo importante. No esperó a morirse.
El sol se reflejaba en sus ojos. La noche la ponía más pálida, le oscurecía los ojos.
—Yo le hablaré de un «dilema siberiano» —dijo Arkady—. Osborne pudo adquirir sillas, cofres e iconos religiosos en veinte lugares diferentes de Moscú. Como ya dijo, Golodkin le había conseguido uno. Así que ¿para qué correr el riesgo de tratar con dos personas desesperadas perseguidas por la ley? ¿Por qué molestarse en inventar la mentira fantástica de que los ayudaría a escapar? ¿Qué le podían ofrecer Kostia y Valerya que nadie más pudiera ofrecerle?
—¿Por qué me lo pregunta a mí? —Irina se encogió de hombros—. Dice que un estudiante americano de nombre Kirwill fue introducido ilegalmente en Rusia. ¿Por qué se arriesgaría Osborne a hacer eso? Es una locura.
—Era necesario. Kostia quería una prueba viviente de que Osborne podía meter y sacar gente. Para eso sirvió James Kirwill. También resultaba perfecto porque era americano. Kostia y Valerya no creyeron que Osborne traicionaría a otro americano.
—¿Por qué habría de venir Kirwill, a menos que estuviera seguro de poder salir?
—Los americanos creen que pueden hacer cualquier cosa —dijo Arkady—. Osborne cree que puede hacerlo todo. ¿Se acostaba con Valerya?
—Ella no era…
—Era bonita. Osborne dice que las mujeres rusas son feas, pero era inevitable que Valerya le llamara la atención. Desde que estuvo en el Centro de Pieles de Irkutsk se fijó en ella. ¿Qué pensó Kostia de eso? ¿Que él y Valerya le tomarían el pelo al rico americano?
—Hace que todo parezca…
—¿Eso es lo que tenían que ofrecer a Osborne? ¿Sexo? ¿Kostia la alentó, diciéndole: «Anda, un poco de sexo no te perjudica ni a ti ni a mí, saquemos todo el partido posible del turista»? ¿Fue eso? ¿Y tres personas murieron porque Osborne no quiso hacer el papel de tonto?
—No sabe nada.
—Sé que mientras Kostia y James Kirwill morían en la nieve, su amiga Valerya estaba viva y lo suficientemente cerca de Osborne como para poder tocarlo, y no corrió ni gritó en demanda de auxilio. Ése es un verdadero «dilema siberiano», que sólo sugiere una cosa: que ella sabía que Kostia y Kirwill iban a ser muertos, que ella era cómplice de Osborne. Al fin y al cabo su bandido siberiano era insignificante. ¿Cómo iba a compararse con un hombre de negocios de Nueva York? ¡Al diablo el romance! Quizás Osborne le dijo que sólo podía sacar a una persona. Ella tenía que elegir y era una chica lista. ¿Pedir auxilio cuando planeaba con Osborne matarlos? ¡Planeaba caminar sobre sus cadáveres tomada del brazo de su americano!
—¡Basta!
—Imagine su sorpresa cuando él le disparó. Entonces ya era demasiado tarde para pedir auxilio. Parece increíble. Es obvio que el americano era un asesino despiadado, y qué frágiles deben de haber sido sus promesas. Qué cruel, traer a esa chica tonta desde Siberia para poder matarla aquí. Sin embargo, tiene que admitir que si no corrió en demanda de auxilio cuando su amante y un extranjero estaban siendo asesinados frente a ella, realmente era estúpida. Realmente merecía que la mataran de esa manera.
Irina lo abofeteó. Él sintió el sabor de la sangre en su boca.
—Ahora sabe que está muerta —dijo Arkady—. Me golpeó porque me cree. ¡Sí!
Alguien llamó a la puerta.
—Investigador principal Renko —dijo un hombre en el pasillo.
Irina movió negativamente su cabeza. Tampoco Arkady reconoció la voz.
—Investigador, sabemos que está usted aquí, y también sabemos que la chica está con usted —dijo la voz.
Arkady empujó a Irina al dormitorio, se dirigió hacia su abrigo y sacó su pistola. Notó que la joven tenía la mirada fija en el arma. No le gustaba usar la Makarov; no quería matar a nadie y no quería ser muerto en su propio apartamento, especialmente cuando ni siquiera había una silla donde sentarse. Actuaba con calma mientras en su cerebro se atropellaban los pensamientos. ¿Debía disparar a través de la puerta? ¿Era eso lo que hacían los espías? ¿Debería salir corriendo al pasillo, disparando su pistola? En lugar de eso, se pegó a la pared junto a la puerta y con su mano libre quitó el cerrojo y tomó el picaporte. —Entre— dijo.
En cuanto sintió una mano del otro lado, Arkady abrió la puerta de golpe. Una figura entró tambaleándose, sola. Tomó al hombre por el cuello con un brazo y puso la pistola en su cabeza, arrancándole una gorra de lana.
De un puntapié, Arkady cerró la puerta e hizo volverse al recién llegado. Tenía alrededor de veintidós años, era alto y pecoso y sonreía, ebrio como si hubiera hecho una broma colosal. Se trataba de Yuri Viskov, el de la apelación Viskov planteada por el fiscal Iamskoy ante la Suprema Corte; Yuri Viskov, el hijo de los Viskov de la cafetería.
—Me voy a Siberia mañana —sacó de su chaqueta una botella de vodka— y quiero que se tome un trago conmigo.
Arkady se las arregló para guardar su arma mientras Viskov lo abrazaba. Irina salió inquieta del dormitorio. Viskov estaba enormemente complacido consigo mismo. Con firmeza deliberada, fue con su botella hasta el fregadero, donde estaban los vasos.
—No te había visto desde el día que quedaste en libertad —dijo Arkady.
—Debí venir a darle las gracias. —Viskov trajo los vasos llenos—. Ya sabe cómo son las cosas… hay tantas cosas que hacer cuando se sale de la cárcel.
Viskov había llenado sólo dos vasos, aunque había dos más en la cocina. Arkady estimó que esa exclusión de Irina era intencional y la vio quedarse junto a la puerta del dormitorio.
—¿Se conocen ustedes? —preguntó a Viskov al levantar su brazo para brindar.
—No bien —dijo Viskov—. Llamó por teléfono a alguien hoy para preguntar sobre usted, y esa persona me pidió que le hablara. Es muy sencillo. Lo primero que le conté fue cómo me salvó usted. Lo elogié mucho, lo llamé héroe de la justicia soviética, nada menos. Y además es cierto.
—No le pedí que viniera —dijo Irina.
—No la vine a ver a usted. Soy trabajador del ferrocarril, no un disidente. —Viskov le dio la espalda, poniéndose serio mientras colocaba su mano en el codo de Arkady—. Deshágase de ella. La gente como ella es veneno. ¿Quién es ella para hacer preguntas acerca de usted? Usted es la única persona que me ha ayudado. Le diré: si no hubiera disidentes como ella, mucha buena gente jamás sufriría como sufrieron mis padres. Unos cuantos causan problemas y mucha gente honesta es arrestada. Eso no le sucede sólo a personas como yo. Todo el mundo quiere perjudicar a alguien como usted. —Miró otra vez a Irina. Arkady comprendió lo que pensaba Viskov al mirar a Irina, la puerta y la cama—. El mejor veneno es el más dulce… ¿correcto, investigador? Todos somos humanos, pero cuando termine, líbrese de ella.
Aún tenían en la mano los vasos olvidados. Arkady tocó el suyo con el del visitante.
—Por Siberia —brindó. Viskov continuaba mirando con intensidad a Irina—. Beba —insistió Arkady, a la vez que se libraba de la mano de su visitante.
Viskov se encogió de hombros y ambos tomaron el vodka de un trago.
El alcohol escocía en el corte que Arkady tenía en la boca.
—¿Por qué demonios va allí? —preguntó.
—Necesitan ingenieros de línea en la nueva vía de Baikal. —Viskov empezó a tratar con reticencia el nuevo tema—. La paga es doble, triple tiempo de vacaciones, me dan un apartamento con la nevera llena de comida… todo. Habrá canallas del Partido allí, pero no tantos como aquí. Empezaré una nueva vida, construiré una cabaña en los bosques, cazaré y pescaré. ¿Puede imaginarlo? ¿Un ex convicto de asesinato dueño de su propia escopeta? Allí está el futuro. Ya verá, cuando tenga hijos crecerán de manera diferente. Tal vez dentro de cien años mandaremos al diablo a Moscú y crearemos nuestro propio país. ¿Qué opina usted de eso?
—Buena suerte.
No quedaba más por decir. Al cabo de un minuto, Arkady miraba al patio por donde caminaba Viskov inclinado contra el viento hacia las luces de Taganskaya. Las nubes de lluvia estaban casi lo bastante bajas como para tocar los techos. Los cristales de la ventana zumbaban.
—Le pedí que no usara el teléfono. —Miró desaparecer a Viskov al otro lado de la reja—. No debió haberlo llamado.
Aunque presionaba el vidrio con la mano, podía sentir la vibración en su piel. Irina era un reflejo blanco en la ventana. Si hubiera venido otro y no Viskov, a esa hora ella podía estar muerta. Arkady advirtió que lo que temblaba era su brazo, no la ventana.
Se miró a sí mismo en el vidrio. ¿Quién era ese hombre? Comprendió que Viskov le importaba un bledo aunque unos meses atrás le había salvado la vida. Sólo quería una cosa: a Irina Asanova. Era una obsesión tan manifiesta que aun Viskov, ebrio, la había notado. Arkady nunca había querido nada antes; nunca había hallado nada que valiera la pena querer. Lujuria era una palabra demasiado débil. Era injusta. La vida era tan monótona e indiferente: una rutina de sombras. Ella ardía con tanto brillo contra ese fondo oscuro, que incluso lo iluminaba a él.
—Él lo vio —dijo Arkady—. Tenía razón.
—¿Qué quiere decir?
—Se trata de mí. No estoy interesado en su amiga Valerya. No me importa que Osborne esté sumergido en sangre hasta la cintura. Ya no hay investigación. Todo lo que hago es guardarla conmigo. —Le sorprendió decir cada una de esas palabras; no sonaban como si fueran suyas—. No dudo de que todo lo que he hecho desde la primera vez que la vi haya tendido a tenerla aquí. No soy el investigador que usted pensó que era y ni siquiera el que creí ser. No puedo protegerla. Si antes no sabían que estaba aquí, deben de haber estado escuchando mi teléfono y ahora ya lo saben. ¿Adonde quiere ir?
Se volvió hacia Irina. Por un momento vio el destello opaco del arma en sus manos. Sin explicación, ella volvió a ponerla en la repisa.
—¿Y si no quiero ir? —preguntó.
Caminó hacia el centro de la habitación y se quitó el vestido. Quedó completamente desnuda.
—Quiero quedarme —dijo.
Su cuerpo tenía el fulgor de la porcelana. Sus brazos colgaban a los lados, sin hacer intento de cubrirse. Abrió ligeramente los labios mientras Arkady se acercaba a ella, y sus ojos se abrieron, no los párpados, sino el centro de los ojos, cuando él la tocó.
Él la penetró de pie, levantándola y acomodándola sobre él antes de besarse. Al tocarla por primera vez estaba húmeda; un secreto desvelado, y cuando finalmente se besaron, sus dedos palparon la cabeza y la espalda de él.
Se sintió borracho de su sabor, entre el vodka y la sangre de su boca. Oscilaron y se dejaron caer al suelo, donde ella lo rodeó con sus piernas.
—Entonces, tú también me amas —dijo ella.
Más tarde, en la cama, él miró su seno temblar con los latidos de su corazón.
—Es una cuestión física. —Ella apoyó su mano abierta sobre el pecho de él—. La sentí la primera vez que te vi en el estudio. Todavía te odio.
La lluvia golpeaba las ventanas. Él pasó la mano por el flanco pálido.
—Todavía odio lo que haces, no retiro nada de lo que he dicho —dijo ella—. Sin embargo, cuando estás dentro de mí, no me importa otra cosa. En cierta forma, creo que has estado en mí desde hace mucho tiempo.
Podían estarlos escuchando arriba y abajo; el temor sólo aguzaba la sensación. Sus pezones permanecían erectos.
—Te equivocas acerca de Valerya —dijo—. Valerya no tenía adonde ir. Osborne lo sabía. —Le alisó el cabello—. ¿Me crees?
—Esa parte sobre Valerya sí; no lo demás.
—¿Qué es lo que no crees?
—Tú sabes lo que Valerya y Kostia hacían para Osborne.
—Sí.
—Seguimos siendo enemigos —dijo ella. Una mirada de ella lo atravesó, dejándolo como una superficie de agua perturbada por una piedra.
—Te traje esto. —Él dejó caer la bufanda sobre ella.
—¿Por qué?
—Para reemplazar la que perdiste en el metro.
—Necesito un vestido nuevo, abrigo y botas, no una bufanda —contestó riendo.
—Sólo podía permitirme la bufanda.
Irina la miró, tratando de ver los colores en la oscuridad.
—Tendrá que ser maravillosa.
—No importa cuan ridícula sea una mentira si es tu única oportunidad de escapar —dijo Irina—. No importa cuan obvia sea la verdad si la verdad es que nunca escaparás.