13

Llovía. Ocasionalmente, el piso crujía. En los apartamentos de arriba y de abajo, Arkady escuchaba los ruidos de la limpieza. En la escalera del pasillo se escuchaba la ascensión dificultosa de una anciana. Nadie había llamado a la puerta y tampoco había sonado el teléfono.

Irina Asanova yacía dándole la cara, con la piel pálida como el marfil ahora que había desaparecido la fiebre. Él no se había desvestido. Al principio, había buscado un lugar donde acurrucarse, pero no había sillas ni sofá, ni siquiera un tapete, así que al final habían compartido la cama. Ella no lo había advertido, y si así hubiera sido, no le hubiera importado. Miró su reloj. Eran las nueve de la mañana. Lentamente, para no despertarla, se levantó y caminó en calcetines hacia la ventana. Miró el patio. Nadie levantó la cara para mirar. Tendría que llevársela a otra parte, pero no sabía adonde. No a su casa. Los hoteles estaban descartados; era ilegal tomar una habitación de hotel en la ciudad de residencia. (¿Qué razón podía tener un ciudadano para no estar en casa?). Algo se le ocurriría.

Cuatro horas de sueño eran suficientes. El desarrollo de la investigación lo sostenía. La sentía elevarse como la cresta de una ola, que se lo llevaba, en cuerpo y alma y con las ropas arrugadas.

La joven apretó la manta contra su mejilla, dispuesta a dormir profundamente otras cuatro horas, supuso él. Estaría de vuelta para entonces. Era hora de ver al general.

El Camino de los Entusiastas, donde los prisioneros acostumbraban a comenzar su viaje a pie a Siberia, pasaba junto a la fábrica de tractores Hoz y Martillo hasta la Ruta 89, una cinta angosta de hormigón que atravesaba una campiña lodosa y plana con aldeas tan pegadas al suelo como las patatas, en dirección este, hasta los Urales. Arkady condujo su coche cuarenta kilómetros antes de dar la vuelta al norte por un camino pavimentado hacia una aldea llamada Balobanovo, junto a gente que sembraba quimbombó y judías, y rebaños de vacas uniformemente marrones; luego entró por un camino de tierra que atravesaba bosques tan espesos que las capas de nieve intocadas por el sol cubrían el suelo. Entre las ramas pudo distinguir el río Kliazma.

Al llegar a una reja de hierro, dejó el vehículo y caminó el resto del camino. Recientemente no había pasado por allí ningún coche. En medio del camino, la hierba del año anterior continuaba en pie, aunque muerta. Un zorro pasó raudo bajo sus pies y automáticamente se preparó para ver los perros del general, pero el bosque siguió silencioso, salvo por la llovizna.

Después de diez minutos de camino, llegó a una casa de dos plantas con un empinado techo metálico. Sabía que del otro lado del patio circular había una larga escalera que descendía hasta la orilla del río donde había —o al menos, había habido— un muelle con un esquife y, anclada bastante dentro de la corriente, una armadía sostenida por tambores de aceite color naranja. También había habido peonías en macetas de madera a lo largo del muelle y una tina de hielo atendida por dos ayudantes de campo ataviados con chaquetas y guantes blancos. Cuando había fiesta, colgaban linternas chinas sobre el muelle y en todo el trayecto de la escalera; una hilera de lunas que se elevaban hacia el cielo. Sus reflejos en el agua del río se agitaban como si fueran luminosas criaturas marinas atraídas por la música.

Miró la casa. De las alcantarillas se extendían por el suelo manchas de herrumbre. Una barandilla había caído sobre los escalones. En el patio florecían las malas hierbas alrededor de una oxidada mesa de jardín y una conejera vacía. Alrededor de la casa y del patio abundaban los altos pinos y olmos silvestres, dando los toques finales a la atmósfera de absoluta desolación. El único indicio de vida era una cadena de liebres desolladas de tonos azulados y rojo oscuro.

Una anciana contestó a su llamada. Su estupefacción se convirtió en una mirada hostil y una mueca en el manchón de lápiz labial que era su boca. Se limpió las manos en un delantal grasiento mientras exclamaba: «Sorpresa», con voz aguardentosa.

Arkady entró. Los muebles estaban cubiertos por sábanas. Las cortinas eran grises como mortajas. Un viejo retrato de Stalin colgaba sobre la chimenea, que apestaba a cenizas húmedas. Había ramas secas, floreros con flores de papel descoloridas, una repisa de armas con un rifle de cerrojo y dos carabinas.

—¿Dónde está él? —preguntó Arkady.

Ella señaló la biblioteca.

—Dígale que necesito más dinero —dijo en voz alta—. Y una mujer que me ayude; pero primero, dinero.

Arkady se zafó de sus dedos y se encaminó a la puerta construida bajo la escalera que conducía a la segunda planta.

El general estaba en una silla de mimbre junto a la ventana. Al igual que Arkady, tenía una cara angosta y bien parecida, pero la piel se le había puesto tensa y translúcida; sus cejas blancas estaban revueltas y su cabello era un albo mechón que enmarcaba una frente alta cruzada por venas en las sienes. Llevaba puesta una holgada camisa de campesino, pantalones y unas botas que le quedaban grandes. Con sus manos, pálidas como papel cremoso, frotaba una larga boquilla de madera que no tenía cigarrillo.

Arkady se sentó. En la biblioteca había dos bustos: uno del general y otro de Stalin, ambos hechos con casquillos de granadas fundidos. Un panel de fieltro rojo enmarcado mostraba hileras de medallas, incluyendo dos órdenes de Lenin. El fieltro estaba polvoriento, una pátina de mugre oscurecía las fotografías de las paredes y el polvo se acumulaba en los dobleces de una bandera de división del ejército clavada en la pared.

—Conque eres tú —dijo el general. Escupió en el suelo, fallándole a un cazo de cerámica lleno casi hasta el borde de una espuma color café. Agitó su boquilla y agregó—: Dile a esa bruja que si quiere más dinero vaya al pueblo y trabaje para conseguirlo.

—Vine a preguntarte acerca de Mendel. Tengo que estar seguro de algo.

—Está muerto, de eso no hay duda.

—Obtuvo su orden de Lenin por matar a algunos incursores alemanes cerca de Leningrado. Era amigo íntimo tuyo.

—Era un pedazo de mierda. Por eso se fue al Ministerio de Relaciones Exteriores. Todo lo que aceptan son ladrones y mierda, eso es todo lo que han aceptado siempre. Era otro cobarde, como tú. No, mejor que tú. No fue un fracaso total. Es un nuevo mundo y la basura sale a flote.

Regresa a tu casa, a olisquear esa imbécil con la que te casaste. ¿Sigues casado?

Arkady tomó la boquilla del general y le puso un cigarrillo. Tomó otro para sí, encendió ambos y le devolvió la boquilla. El general tosió.

—Estuve en Moscú para la reunión de octubre. Podías haber ido a verme entonces. Belov lo hizo.

Arkady estudió una de las fotografías nebulosas. ¿Era de hombres que danzaban o a los que habían ahorcado? Otra era de un jardín recién removido o de una fosa común. Había pasado tanto tiempo que había olvidado esos detalles.

—¿Estás ahí?

—Aquí estoy.

Por primera vez, el general volvió la cara hacia Arkady. Quedaba en ella poco de lo que había sido. Los músculos sobresalían como alambres directamente entre la piel y el hueso. Sus ojos negros estaban ciegos, lechosos por las cataratas.

—Eres un debilucho —dijo—. Me disgustas.

Arkady miró su reloj. La chica se despertaría en unas horas, y quería comprar algunos alimentos antes de regresar a Moscú.

—¿Oíste hablar de los nuevos tanques? Trataron de impresionarnos con ellos. Malditas limusinas. Otra del miserable de Kosygin. Los diseñaron directores de fábrica. ¡Directores de fábrica! Uno de ellos que dirige una planta nuclear hace que les pongan bombas atómicas a los tanques. Otro que hace limonada, sugiere ponerles rociadores de sustancias químicas. Otro que fabrica acondicionadores de aire, pide que la maldita cosa tenga aire acondicionado. Si tú fabricas excusados, les meterás excusados como asientos. Más basura inútil que un crucero de lujo. ¡Y nos iban a impresionar con eso! No, un tanque se construye con el menor número de cosas que puedan descomponerse y si algo anda mal tiene que poderse arreglar sobre la marcha. Así es como Mikoyan hizo sus aeroplanos, un buen equipo con un buen cerebro en la cima. Pero continuaron amontonando mierda sobre nosotros como flores sobre una tumba. Todos son blandos ahora. ¿Todavía tienes esa mirada estúpida de borrego? —Sí.

El anciano se volvió moviendo apenas la ropa que llevaba puesta.

—Ya podrías ser general. El hijo de Govorov manda todo el distrito militar de Moscú. Con mi nombre podías haber ascendido más deprisa. Bueno, sabía que no tenías pelotas para hacerte cargo de un comando blindado, pero cuando menos podrías haber sido uno de esos granujas de Inteligencia.

—¿Qué me dices de Mendel?

—No tienes lo que se necesita. Quizá se debió a un esperma débil o algo parecido, no sé.

—¿Mató Mendel a los alemanes?

—Hace diez años que no vienes, y cuando vienes me preguntas por un cobarde que ya está enterrado.

Cenizas de cigarrillo cayeron sobre la camisa del general.

Arkady se inclinó a quitarle una chispa.

—Mis perros han muerto —dijo enfadado el general—. Estaban en el campo donde encontraron algunos miserables en bulldozers. ¡Los malditos los mataron! ¡Malditos patanes! ¿Qué hacen por aquí los bulldozers? Bueno, el mundo entero… —Levantó el puño apretado—. Todo se va al demonio. Escarabajos de estiércol. Podredumbre. ¡Oye las moscas!

Estaban sentados tranquilamente. El general escuchaba atento la lluvia. Una abeja había quedado atrapada entre dos hojas de la ventana, pero estaba rígida, patas arriba.

—Mendel murió. En su cama, siempre dijo que moriría en su cama. Tenía razón. Ahora mis perros. —Esbozó una sonrisa—. Quieren llevarme a una clínica, muchacho. Hay una clínica en Riga, muy elegante, no reparan en gastos tratándose de héroes. Pensé que habías venido por eso. Tengo cáncer, en todo mi cuerpo, todo podrido. Eso es lo que me mantiene vivo, ¿sabes? Me invitan a ir a esa clínica donde aplican radiación y curas de calor. No me llevarán allí, porque sé que no regresaré nunca. He visto trabajar a los doctores en el campo de combate. Y no iré. No se lo dije a la bruja. Quiere que vaya porque cree que le darán mi pensión. ¿Igual que tú? Los huelo venir como monjes con los pantalones llenos de mierda.

—No me importa dónde mueras —dijo Arkady.

—Correcto. Lo importante es que te dejaré con un palmo de narices. Mira, siempre supe por qué ingresaste en la oficina del fiscal. Todo lo que siempre quisiste hacer fue destruirme, venir olfateando aquí con todos tus detectives, resucitar todo el asunto. ¿Murió la esposa del general en un accidente o fue muerta? Eso explica tu vida allí… atraparme. Pero moriré antes que tú, y entonces nunca sabrás qué pasó.

—Pero lo sé. Hace años que lo sé.

—No trates de engañarme. Eres malo para mentir, siempre lo fuiste.

—Todavía lo soy. Pero lo sé. Tú no lo hiciste y no fue un accidente. Ella se suicidó. La esposa del héroe se suicidó.

—Belov…

—Él no me dijo nada. Yo lo deduje.

—Entonces, si sabías que yo no lo hice, ¿por qué no me visitaste en todos esos años?

—Si pudieras comprender por qué se mató, podrías entonces entender por qué no vine. No es un misterio; es sólo el pasado.

El general se hundió en su silla, con expresión de aprestarse a protestar burlonamente, mas luego pareció seguir hundiéndose más allá de sí mismo y de Arkady. La expresión de su rostro se tornó indiferente. Disminuyó. No abandonó al fantasma; éste se retiró dentro de él. La camisa y los pantalones podían haber estado simplemente en la silla, inmóviles como estaban por carencia de aliento o movimiento, tan inmóviles como su cabeza o sus manos.

En el silencio, Arkady pensó —no supo por qué— en la leyenda popular asiática de la vida. Tal vez se debió a la paz abrupta de la figura de la silla. La historia decía que toda la vida era una preparación para la muerte, que la muerte es una transición tan natural como el nacimiento, y que lo peor que puede hacer un hombre en su vida es luchar por evitarla. Había una tribu mítica en la que todos los nacimientos se producían sin llanto y todas las muertes, sin agonía. ¿Dónde diablos pensaba toda esa gente mítica que iba, una vez que había muerto? Lo había olvidado. Sin embargo, tenía sus ventajas sobre el ruso universal que pasaba por la vida luchando como un hombre atrapado en un río que fluye hacia una catarata. Veía cómo su padre se ponía más inerte a cada segundo que pasaba, reuniendo la fuerza que le quedaba en un último baluarte central. Luego, de manera igualmente visible, lo vio recobrar las fuerzas. La respiración se hizo más profunda y la sangre, enviada a la lucha como si se tratara de un refuerzo, produjo un temblor a través de sus miembros. Era la imagen de un hombre que se reconstituía a sí mismo gracias a su sola fuerza de voluntad, resistiendo en su interior. Finalmente, la palidez de su rostro desapareció y sus ojos miraron hacia delante, corruptos pero desafiantes.

—Mendel estuvo en mi clase en la Academia Militar de Frunze. Ambos tuvimos comandos blindados en la línea del frente cuando Stalin dijo: «¡Ni un paso atrás!». ¿Yo? Comprendí que los alemanes serían dispersados, facilitando la infiltración. El efecto de mis informes transmitidos por radio desde detrás de sus líneas fue tremendo. Todas las noches Stalin los escuchaba en su refugio contra bombas. Los informes de prensa decían: «El general Renko, desde algún punto de detrás de las líneas alemanas». Los alemanes se preguntaban: «¿Renko, quién es ese Renko?». Porque yo sólo era coronel. Stalin me había ascendido y yo no lo sabía. Los alemanes tenían una lista de todos nuestros oficiales, así que el nuevo nombre los confundía, minaba su confianza. Estaba en labios de todos, el nombre más pronunciado después del de Stalin. Causé sensación cuando me abrí paso combatiendo hasta Moscú, donde el propio Stalin me dio la bienvenida, y todavía en uniforme de combate lo seguí a la estación Mayakovsky donde escuché junto a él su grandioso discurso, palabras que cambiaron la suerte de los fascistas pese a que todavía bombardeaban la ciudad… Y cuatro días después recibí mi propia división blindada, la División de la Guardia Roja que entró primero en Berlín. En el nombre de Stalin… —estiró la mano para evitar que Arkady se levantara y se fuera—; te di un nombre como éste, y vienes aquí, insignificante detective, a preguntar sobre un cobarde que pasó la guerra escondiéndose en cajas de embalaje. Un espía ordinario, ¿eso es lo que eres? ¿Eso es vivir? ¿Preguntar sobre Mendel?

—Sé todo lo concerniente a ti.

—Y yo sé todo sobre ti. No lo olvides. Otro reformista… —El general dejó caer la mano. Calló e inclinó la cabeza—. ¿En qué estaba?

—En Mendel.

Arkady esperaba más refunfuños, pero el general fue al grano.

—Es una historia divertida. Capturaron a algunos oficiales alemanes en Leningrado y se los entregaron a Mendel para que los interrogara. El dominio de la lengua alemana que Mendel tenía era deficiente —escupió limpiamente en la escudilla—, así que ese americano se prestó como voluntario para hacerlo… No recuerdo su nombre. Era bueno, para ser americano. Simpático, agradable. Los alemanes le dijeron todo. Al final, el americano llevó a los alemanes a comer al bosque, con champán y chocolates, y los mató a tiros. Por diversión. Lo curioso es que no iban a matarlos, así que Mendel tuvo que inventar un informe falso acerca de supuestos atacantes. El americano sobornó a los investigadores militares y Mendel recibió la orden de Lenin. Hizo que le jurara que guardaría silencio, pero siendo tú mi hijo…

—Gracias.

Arkady se puso de pie, más cansado de lo que había imaginado, y se dirigió medio tambaleándose a la puerta de la biblioteca.

—¿Vendrás otra vez? —preguntó el general—. Es bueno hablar.

La caja de cartón contenía leche, huevos, pan, azúcar, té, platos y tazas, una sartén, jabón, champú, pasta y cepillos de dientes —todo comprado por Arkady a su regreso a Moscú—, y se apresuró a llevarla a la nevera antes de que se desfondara. Estaba guardando los alimentos cuando oyó a Irina detrás de él.

—No mire —dijo, tomó el jabón y el champú y se fue.

Luego escuchó correr agua en la bañera.

Arkady permaneció en la sala, sentado en el antepecho de la ventana y sintiéndose tonto por titubear en entrar al dormitorio cuando allí no había dónde sentarse. Había dejado de llover, y, sin embargo, no había en la calle ningún individuo enfundado en un abrigo. Lo sorprendía que Pribluda no fuera sutil. Esto hizo recordar a Arkady la conversación con su padre. Osborne había matado a los tres alemanes («he estado antes en Leningrado», dijo Osborne en las grabaciones: «he estado allí antes con alemanes») casi exactamente de la misma manera en que había matado a las tres víctimas del Parque Gorki. Arkady estaba interesado en los investigadores militares sobornados por Mendel y Osborne; ¿quiénes eran y qué gloriosas carreras se habían labrado en la posguerra?

Sintió a Irina en la puerta del dormitorio antes de verla allí. Tenía puesta una sábana con agujeros para meter los brazos, uno de sus cinturones y llevaba el pelo mojado envuelto en una toalla y los pies descalzos. No podía haber estado allí más de un segundo, pero tuvo la sensación de que lo había estado mirando más tiempo, igual que la primera vez, como si estuviera analizando una rareza aparecida en su campo de visión. Otra vez hacía que el atuendo más extraño pareciera elegante, como si las sábanas fueran la prenda natural para usar ese año. También notó ahora que tenía la cara vuelta ligeramente a un lado; recordó lo que Levin le había dicho acerca del ojo ciego y observó la marca reveladora en su mejilla.

—¿Cómo se siente?

—Más limpia.

Estaba algo ronca por haber vomitado; la sulfazina producía ese efecto. Con todo, su rostro tenía color, más del que la mayoría de los moscovitas podían vanagloriarse. Miró en derredor del cuarto.

—Le pido disculpas por el estado del apartamento —dijo al mirarla observar el cuarto—. Mi esposa hizo limpieza de primavera. Se llevó consigo algunas cosas.

—Parece que también se fue ella.

—Así es.

Con los brazos cruzados, Irina caminó hacia la cocina con su sartén solitaria, las tazas y los platos.

—¿Por qué me salvó la vida anoche? —le preguntó.

—Es importante para mi investigación.

—¿Eso es todo?

—¿Qué otra cosa podía haber?

—No quiero inquietarlo —dijo Irina, mirando el armario vacío—, pero parece que su esposa no va a regresar.

—Se aprecia una opinión objetiva.

Se apoyó contra la cocina, en el otro extremo de la habitación.

—Y ahora, ¿qué?

—Cuando se seque su ropa, se irá —dijo Arkady.

—¿Adonde?

—Eso es cosa suya. A su casa…

—Me estarán esperando. Gracias a usted, ni siquiera puedo ir al estudio.

—Con sus amigos, entonces. La mayoría de ellos estarán vigilados, pero debe de haber alguno con quien pueda quedarse —dijo Arkady.

—¿Corriendo el riesgo de meterlos en dificultades también? Eso no se lo hago a mis amigos.

—Bueno, no puede quedarse aquí.

—¿Por qué no? —Se encogió de hombros—. Aquí no hay nadie. El apartamento del investigador principal me parece perfecto. Sería un crimen dejar que se desperdiciara.

—Camarada Asanova…

—Irina. Ya me ha desnudado suficientes veces; creo que me puede llamar por mi nombre de pila.

—Irina, quizá le cueste trabajo entenderlo, pero éste es el lugar menos adecuado para ocultarse. Me vieron anoche y éste será uno de los primeros lugares a los que vendrán. No podría salir a comprar alimentos o ropa. Estaría atrapada aquí.

—Quiere decir que estaríamos atrapados aquí.

Cuanto más hablaban, más se pegaba la sábana a su cuerpo aún mojado, dejando ver la piel.

—No estaré aquí tanto tiempo. —Arkady miró a otra parte.

—Veo que hay dos platos y dos tazas —comentó Irina—. Es muy sencillo. O está con «ellos», en cuyo caso no importa adonde vaya porque hará que me sigan, o no está con «ellos», en cuyo caso puedo arrastrar conmigo a un amigo, o puedo arrastrarlo a usted. Ya lo pensé y quiero llevarlo a usted.

Sonó el teléfono. Estaba en un rincón de la habitación, negro, insistente. Al décimo timbrazo, Arkady levantó el auricular.

Era Swan para decir que el gitano había averiguado dónde arreglaba los iconos Kostia Borodin.

El lugar hallado por el gitano era un garaje cerca de la pista de karting en el lado sur del río. Un mecánico llamado el Siberiano había desaparecido hacía unos meses. Dos karts colgaban del techo, como apostrofes sobre un Pobeda corroído montado en bloques de madera. El piso estaba cubierto de serrín y aceite. Sobre una mesa de trabajo había una tabla medio serrada sujeta por un tornillo. En un rincón había amontonados repuestos de automóvil y objetos metálicos. Y en otro rincón, desechos de madera. De una pared colgaba una estructura para tender tela así como latas de blanco de España, aceite de linaza y trementina. Una gaveta con la puerta rota contenía monos demasiado sucios como para ser robados. No había caja de herramientas, nada valioso y portátil a la vista. Fuera se oyó ruido de aceleración y desaceleración de motores.

—¿Sabe cómo hacer esto? —preguntó Arkady.

—Estuve dos años en Huellas ocultas. Trataré de hacerlo bien —dijo Kirwill.

Swan y el gitano se mantuvieron a un lado; el gitano usaba su bolsillo como cenicero. Arkady puso en el suelo un reflector, abrió su estuche de forense y sacó una linterna, guantes delgados de goma, tarjetas blancas, tenazas, polvos (negro, blanco y sangre de dragón), pinceles de pelo de camello y atomizadores. Kirwill se puso un par de guantes, desenroscó la bombilla de sesenta vatios del foco suspendido del techo y la reemplazó con otra de ciento cincuenta vatios. Arkady comenzó con las ventanas, iluminando los vidrios sucios con su linterna mientras ponía polvo blanco con los pinceles; luego hizo otro tanto con los vasos y botellas de las repisas, aplicando polvo blanco y metiendo tarjetas negras en los vasos para ver las huellas. Kirwill comenzó con las superficies porosas con un atomizador de ninhidrina, trabajando en el sentido de las agujas del reloj desde la puerta del garaje.

Espolvorear en busca de huellas era la clase de trabajo que podía hacerse bien en un día o mal en una semana. Tras cubrir todos los lugares obvios —los puntos de entrada, picaportes, vasos—, el investigador tenía que considerar todos los lugares improbables donde pudiera llegar un dedo: llantas, reverso de cuadros, fondos de latas de pintura. Por lo general Arkady evitaba ese trabajo si era posible. En esta ocasión lo hacía con agrado: era normal y mantenía ocupada la mente. El detective americano trabajaba con metódica energía y cierta gracia, dirigiendo el músculo y la concentración al trabajo minucioso. No se decía nada que estropeara la dedicación al trabajo. Arkady espolvoreó los picaportes, los guardabarros y las placas del automóvil, mientras Kirwill rociaba el banco de trabajo por arriba y por debajo. Cuando el gitano les señaló un montón de trapos, Arkady y Kirwill le indicaron con una mirada conjunta que allí no había huellas útiles. Arkady puso polvo negro en el borde de una foto que había en la pared. La actriz tenía una sonrisa que hablaba de escarceos en los acantilados, honestidad y ropa interior importada. Usaba la menor cantidad posible de polvo, dando pinceladas en dirección a los bordes desde la punta de una huella digital hasta el final.

Había que considerar también la personalidad del garaje. La zona que rodeaba el automóvil y los kartings estaba cubierta de huellas grasosas; un hombre no se mete bajo una bandeja de aceite a menos que espere mancharse. Los carpinteros, por otra parte, eran gente más fastidiosa, casi quirúrgica. Había otros factores. El sospechoso perfecto sería un hombre nervioso de aspecto grasoso y loción en el cabello. Sin embargo, un hombre frío y seco podría haber estrechado la mano del otro o compartido la misma botella. El invierno también intervenía; el frío cerraba los poros humanos. El serrín podía absorber huellas ocultas como una esponja.

Mientras Arkady volvía a poner sus instrumentos en su estuche y tomaba en cambio una lente de aumento y una tarjeta con las huellas digitales de Kostia Borodin, Kirwill conectó el prolongador del foco, lo encendió y volvió sobre sus pasos, acercando el calor de la lámpara a los lugares ya rociados. Arkady observó que la tarjeta de Borodin mostraba inusitadas cadenas dobles en cada dedo índice y un remolino cicatrizado en su pulgar derecho. Si hubiera estado recabando pruebas para presentarlas ante el tribunal, habría empleado una rutina más lenta, fotografiando las huellas y levantándolas en cinta, tratando de obtener el mayor número posible de puntos de referencia entre la tarjeta y las huellas halladas. En cambio, ahora le interesaba trabajar deprisa, lo mismo que a Kirwill. La ninhidrina rociada, combinada con residuos de aminoácidos dejados por roces pasados, se volvía color púrpura al secarse bajo la luz de la lámpara. Luego Kirwill recorrió nuevamente su ruta, esta vez sin la lámpara y sin la lente de aumento, comparando las huellas de la ninhidrina con su tarjeta de huellas de James Kirwill. No intercambiaron tarjetas. Cuando Arkady terminó con las huellas espolvoreadas, se dedicó a las otras, mientras que Kirwill revisaba el trabajo de Arkady.

Tres horas después de su Pegada, Arkady cerró su estuche. Kirwill se apoyó en un guardabarros del coche, encendió un cigarrillo y dio otro al gitano, que durante la última hora había manifestado vivos deseos de fumar. Arkady encendió uno para sí.

El garaje se veía como si unos locos hubieran pegado alas de polillas, miles de ellas, negras, blancas y moradas, por todas partes. Arkady y Kirwill permanecían callados, compartiendo una sensación perversa de satisfacción derivada de una labor bien hecha aunque fútil.

—Así que encontraron las huellas —supuso el gitano.

—No, nunca estuvieron aquí —dijo Arkady.

—Entonces, ¿por qué parecen tan satisfechos? —preguntó Swan.

—Porque hicimos algo —contestó Kirwill.

—Ese hombre era siberiano —dijo el gitano—. Había madera y pintura, eso es todo lo que me dijeron.

—No le proporcionamos datos suficientes para actuar —dijo Kirwill.

¿Qué otro dato se podía haber proporcionado?, se preguntó Arkady. James Kirwill se teñía el cabello, pero Arkady suponía que había sido la muchacha la enviada a comprar la tintura.

—¿Qué decía el informe del forense? —preguntó Kirwill.

—Yeso y serrín, lo que ya buscamos —contestó Arkady.

—¿Nada más?

—Sangre. Después de todo, los mataron a tiros.

—Recuerdo que sus ropas tenían otra cosa.

—Manchas de sangre animal —contestó Arkady—. Sangre de pescado y pollo. Pescado y pollo —repitió, y miró a Swan.

—Ahora bien, he visitado sus tiendas de alimentos y no he visto nada lo bastante fresco como para que se le escurra una gota de sangre —dijo Kirwill—. ¿Dónde se puede conseguir carne fresca por aquí?

Se podía adquirir con facilidad un pollo o pescado desangrado de mala calidad. Pero pollo recién muerto o pescado vivo eran exorbitantemente caros y —fuera de las «tiendas cerradas» para la élite o los extranjeros— sólo se podían conseguir de vendedores privados, pescadores o alguna mujer local dueña de un gallinero. A Arkady le molestó no haber pensado antes en eso.

—Es competente —dijo Swan señalando hacia Kirwill.

—Averigua dónde conseguían carne fresca y pescado —ordenó Arkady.

Swan y el gitano se fueron. Los otros dos hombres se quedaron, Kirwill apoyado en un guardabarros; Arkady sentado sobre la mesa. Arkady sacó la placa de detective de Nueva York y se la arrojó a su compañero.

—Tal vez defeccione. Podría ser un Superman por aquí —comentó Kirwill.

—Fue buena idea lo de las otras manchas de sangre —concedió graciosamente Arkady.

—¿Cómo se hizo ese corte sobre el ojo? ¿Adonde fue anoche después de salir del bar?

—Fui a mear y me caí en el agujero.

—Le puedo sacar la verdad a patadas.

—¿Y si se rompe un dedo del pie? Tendría que quedarse en un hospital soviético hasta que se curara… seis semanas, cuando menos. Sin coste alguno, naturalmente.

—¿Y qué? El asesino está aquí. Eso me daría más tiempo.

—Vamonos. —Arkady se levantó de la mesa—. Se ha ganado usted algo.

En el almacén de instrumentos musicales de la Universidad Central se desarrollaba un negocio serio. Reinaba una atmósfera contemplativa en la que un alma joven podía ser influida por la tarea de evaluar los precios, aprobando los 20 rublos por un violín y arco y los prohibitivos 400 rublos por un saxofón cobrizo. Un hombre con la cara picada de viruela, tocado con sombrero y abrigo, tomó el saxofón, lo admiró, pulsó las llaves e hizo a Arkady la vaga inclinación de cabeza que se reserva a un colega. Arkady reconoció al hombre del túnel del metro. Miró a su alrededor y vio a otro agente de la KGB, en ropa de civil, evaluando acordeones. Al conducir a Kirwill al departamento de pasatiempos hogareños, los dos amantes de la música dejaron los instrumentos y los siguieron a distancia discreta, con interés, pero sin estorbar.

Kirwill hizo girar la bandeja de un aparato estereofónico.

—¿Dónde está ese tipo, Renko? ¿Trabaja aquí?

—No pensará que se lo voy a presentar, ¿verdad?

Arkady puso una cinta magnetofónica sacada del bolsillo de su abrigo en una máquina grabadora, una Rekord, como la que tenía en el hotel Ucrania. Había dos pares de audífonos para el aparato, para gozar de la música sin molestar a los otros ocupantes de la planta atestada. Kirwill se puso unos audífonos en los oídos, imitando a Arkady. El hombre picado de viruelas los observaba desde el extremo de un largo pasillo lleno de aparatos de televisión. El otro no estaba; probablemente había ido a telefonear una descripción de Kirwill, supuso Arkady.

Arkady hizo funcionar el aparato. Era la conversación telefónica del 2 de febrero entre Osborne y Unmann.

—El aeroplano se ha demorado.

—¿Está retrasado?

—Todo marcha bien. Te preocupas demasiado.

—¿Tú no?

—Tranquilo, Hans.

—No me gusta esto.

—Es un poco tarde para pensar en gustos o disgustos.

—Todo el mundo sabe de esos nuevos Tupolevs.

—¿Un accidente? ¿Crees que sólo los alemanes pueden fabricar algo?

—Incluso una demora. Cuando llegues a Leningrado…

—Ya he estado antes en Leningrado. He estado allí con alemanes. Todo saldrá bien.

Después del ruido de interrupción de la comunicación, Kirwill presionó la tecla de parada, retroceso y reproducir. Pasó la cinta dos veces antes de que Arkady la quitara.

—Un alemán y un americano. —Kirwill se quitó los audífonos—. El alemán se llama Hans. ¿Quién es el otro?

—Creo que él mató a su hermano.

Un aparato de televisión en color marca Padoga, con un precio de 650 rublos, mostraba a una mujer hablando frente a un mapa del mundo. No había sonido. Arkady miró el nombre de la fábrica; había una gran diferencia de calidad entre fábricas.

—Eso no me dice nada —dijo Kirwill—. Me tiene sobre ascuas.

—Tal vez me lo agradezca después. —Arkady pasó a un canal donde bailarines folclóricos con trajes color pastel se movían silenciosamente hacia delante y hacia atrás, golpeándose las rodillas y talones con las manos. Apagó el aparato y al volverse opaca la pantalla obtuvo un reflejo claro de los dos hombres de abrigo estacionados al final del pasillo. El otro hombre había regresado—. Esos dos —Arkady indicó con la cabeza— dudo que se metan con un turista americano, pero es posible que no sepan que usted lo es.

—Nos siguieron en un automóvil desde el garaje. —Kirwill miró a la pantalla—. Pensé que eran gente suya.

—No lo son.

—No tiene mucha gente de su parte, ¿verdad, Renko?

Arkady y Kirwill se separaron al llegar a la calle Petrovka. Arkady se dirigió al cuartel general de la milicia y Kirwill, al hotel Metropole. En medio de la calle, Arkady se detuvo a encender un cigarrillo. La calle estaba llena de trabajadores que iban de compras terminadas sus jornadas de trabajo, estoicos ejércitos en marcha lenta frente a los escaparates de las tiendas. Divisó a lo lejos la ancha figura de Kirwill, moviéndose entre la multitud tan imperiosamente como un zar, seguido de dos hombres con abrigo.

Arkady fue en busca del gitano.

El camión estaba pintado de color naranja sobre verde, con estrellas y signos cabalísticos en azul. Un bebé desnudo bajó con torpeza los escalones traseros del camión cayendo en el regazo de su madre, ataviada con falda de colores, y cogiendo su pecho color moreno. Media docena de ancianas y niñitas estaban sentadas alrededor del fuego con un anciano. Los otros hombres de la familia permanecían sentados sobre un coche, todos con la ropa sucia, sombreros y bigotes. Hasta el más joven lucía una sombra sedosa en el labio. El sol se puso detrás del hipódromo. Había campamentos de gitanos en los campos que rodeaban la pista de carreras, una generación espontánea como la de las moscas. Su gitano, empero, había desaparecido, tal como Arkady esperaba. Él sabía que no había sido Swan quien lo había traicionado.

El apartamento estaba tan tranquilo cuando entró, que por un momento creyó que ella se había marchado, pero cuando entró en el dormitorio la encontró sentada sobre la cama con las piernas cruzadas. Se había puesto su vestido, que había encogido bastante a consecuencia de su lavado inexperto.

—Tiene mejor aspecto.

—Ya me siento mejor —contestó ella.

—¿Tiene hambre?

—Si va a comer, lo acompañaré.

Estaba hambrienta. Devoró su sopa de col y saboreó una barra de chocolate como postre.

—¿Por qué se entrevistó con Osborne anoche?

—No lo hice. —Le quitó el cigarrillo de la mano sin pedirlo.

—¿Por qué cree que Osborne envió a esos hombres a atacarla?

—No sé de qué habla.

—En la estación del metro. Yo estuve allí.

—Entonces interrogúese a sí mismo.

—¿Cree que esto es un interrogatorio?

—Y en el apartamento de abajo hay hombres grabando este interrogatorio —dijo ella calmosamente, arrojando humo y mirándolo a través de él—. Ésta es una casa de informantes de la KGB y en el sótano hay celdas donde torturan.

—Si cree eso de verdad, debió marcharse.

—¿Puedo salir del país?

—Lo dudo.

—Entonces, ¿qué diferencia hay en que esté en este apartamento o en cualquier otro lugar?

Apoyó su mentón en una mano y estudió a Arkady con sus ojos negros, uno de ellos ciego.

—¿Cree que realmente importa dónde esté y lo que diga?

El apartamento estaba a oscuras; Arkady había olvidado comprar bombillas. Cuando Irina se apoyó contra una pared pareció inclinarse sobre una sombra.

Fumaba tanto como él. Su cabello se había secado formando anillos en torno a su rostro y rizos gruesos en la espalda. Aún estaba descalza, y su vestido encogido le apretaba los senos y las caderas.

Mientras se paseaba de un lado a otro, fumando, imaginando mentiras, él la seguía con la mirada. A la débil luz de las lámparas del patio, la veía fragmentariamente: la curva de una mejilla, sus labios hundidos como los de un grabado. Tenía rasgos generosos, dedos largos, cuello largo, piernas largas. Cuando sus miradas se encontraron, hubo un destello, como la luz al reflejarse en el agua.

Arkady sabía que ella se daba cuenta del efecto que producía en él, así como él sabía que la más leve insinuación de su parte equivaldría para ella a una rendición. Entonces, ni siquiera se molestaría en mentir.

—Sabe que Osborne mató a su amiga Valerya, a Kostia Borodin y al joven americano Kirwill, y, sin embargo, le brinda la oportunidad de hacer lo mismo con usted. De hecho, lo obliga a hacerlo.

—Esos nombres me son desconocidos.

—Tenía sus propias sospechas; por eso fue al hotel de Osborne cuando supo que había regresado a Moscú. Sospechó algo cuando fui a Mosfilm.

—El señor Osborne se interesa en la cinematografía soviética.

—Le contó que estaban a salvo fuera del país. No sé cómo le ha explicado que los sacó, pero sí trajo a James Kirwill. ¿Nunca se le ocurrió que es más difícil salir de la Unión Soviética, especialmente para tres personas?

—Oh, a menudo se me ocurre.

—¿Y que es más sencillo matarlos? ¿Dónde le dijo que estaban? ¿En Jerusalén? ¿En Nueva York? ¿En Hollywood?

—¿Importa eso? Dice que están muertos. En ese caso, ya no los puede detener…

En la oscuridad, iluminada por su cigarrillo, ella resplandecía con su superioridad moral.

—Solzhenitsyn y Amalrik en el exilio. Palach, forzado a suicidarse. A patadas le rompieron los dientes a Fainberg en la plaza Roja. Grigorenko y Gershuni fueron encerrados en manicomios para enloquecerlos. A otros los encarcelan ustedes por separado, como Sharansky, Orlov, Moroz, Bayev. Los que encarcelan en grupos, como los oficiales de la Flota del Báltico. Los que meten en prisión por millares, como los tártaros de Crimea…

Habló y habló. Arkady sabía que ésa era su oportunidad. Allí había un investigador y ella escupía palabras como balas dirigidas a un ejército de investigadores.

—Ustedes nos temen —dijo Irina—. Saben que no pueden detenernos para siempre. El movimiento sigue propagándose.

—No hay ningún movimiento. Bueno o malo, no importa. Simplemente, no existe.

—Está demasiado asustado como para hablar de ello. —Es como discutir acerca de un color que ninguno de nosotros hemos visto.

Decidió que estaba siendo demasiado cortés. Ella estaba estableciendo tal distancia, que pronto quedaría fuera de su alcance por completo.

—Así que antes de ser expulsada de la universidad, escribía cartas a Valerya —dijo él, recomenzando.

—No suspendí ningún curso. Como sabe, me expulsaron.

—Fracasar, ser expulsada, ¿qué importa? ¿La echaron por decir que odiaba a su propio país? ¿Al país que le proporcionó su educación? Es una cosa tan tonta que equivale a suspender.

—Piense lo que quiera.

—Luego se insinúa a un extranjero que mata a su mejor amiga. Ah, pero para usted eso es política. Prefiere creer la mentira más increíble de un americano que tiene las manos ensangrentadas, que la verdad dicha por su gente.

—Usted no es mi gente.

—Usted es falsa. Al menos, Kostia Borodin era un ruso de verdad, bandido o no… ¿Sabía él que es usted un fraude?

Ella chupó con fuerza el cigarrillo y la brasa iluminó el súbito rubor de su cara.

—Si Kostia quería salir del país era por una buena razón: lo perseguía la ley —prosiguió Arkady—. Eso puede entenderlo cualquiera. De lo contrario, se hubiera quedado. Dígame, ¿qué pensaba Kostia de sus delirios antisoviéticos? ¿Cuántas veces le dijo a Valerya lo falsa que era su amiga Irina Asanova? Lo diría ahora si estuviera vivo.

—Es usted repugnante —dijo ella.

—Vamos, ¿qué dijo el bandido Kostia cuando le contó que era una disidente política?

—Eso lo asusta, la idea de tener bajo su techo a una disidente.

—¿Usted ha asustado alguna vez a alguien? ¡Sea honesta! ¿A quién le importan algunos supuestos intelectuales expulsados de la escuela por mearse en la bandera? ¡Merecido lo tienen!

—¿Nunca oyó hablar de Solzhenitsyn?

—He oído hablar de la cuenta que tiene en un banco suizo.

Arkady se burló de ella. ¿Quería tratar con un monstruo? Conseguiría uno más grande del que esperaba.

—¿O de los judíos soviéticos?

—¿Se refiere a los sionistas? Tienen su propia república soviética; ¿qué más quieren?

—¿O de Checoslovaquia?

—¿Habla de cuando Dubcek hizo entrar soldados alemanes fascistas disfrazados de turistas y los checos nos pidieron ayuda? No sea niña. ¿Nunca ha oído hablar de Vietnam, Chile o Sudáfrica? Irina, tal vez su visión del mundo no sea lo suficientemente grande. Parece pensar que la Unión Soviética es una enorme conspiración para mantenerla en estado de adolescente desdichada.

—No cree en lo que dice.

—Y ahora le diré lo que pensaba Kostia Borodin. —Arkady no quería callarse—. Pensaba que usted quería disfrutar del placer de ser perseguida sin haber tenido el valor de violar la ley.

—Eso es mejor que ser sádico y no tener valor para usar los puños —contestó Irina.

Tenía los ojos húmedos por la ira. Arkady estaba asombrado. Podía oler la sal en sus ojos; ella estaba en la lucha, lo quisiera o no. Había un poco de sangre en el suelo, por así decirlo. Como sucede con las batallas, ésta cambió de campo, al dormitorio y al único mueble que había en el apartamento.

Se sentaron en los lados opuestos de la cama y apagaron sus cigarrillos en platos. Estaba lista para el siguiente asalto, con la cabeza bravamente erguida y los brazos cruzados.

—Quiere a la KGB —dijo él con un suspiro—. Quiere torturadores, asesinos, gorilas. —Me iba a entregar a ellos, ¿no?— Iba —admitió—. Al menos, pensé que iba a hacerlo.

Ella miró su silueta ir de un lado a otro de la ventana.

—¿Le dije cómo lo hizo Osborne? —le preguntó él—. Habían ido a patinar, él, Valerya, Kostia y el estudiante americano, Kirwill. Pero ya conoce esa parte. Le dio sus patines a Valerya. Y sabe que Osborne se dedica al negocio de comprar pieles rusas, aunque tal vez no sabía que de paso él es informante de la KGB. Eso le molesta. Como sea, después de patinar un poco en el Parque Gorki se dirigieron a un claro para comer unos bocadillos. Osborne, hombre rico, llevaba de todo.

—Está inventando todo eso.

—Tenemos la bolsa en que llevó la comida; la sacamos del río. Así, mientras todos comían, Osborne levantó la bolsa hacia Kostia. Dentro de la bolsa tenía una pistola. Primero mató a Kostia de un balazo en el corazón, luego a Kirwill, también hiriéndolo en el corazón. Cayeron uno primero y luego otro, así como así. Eficiente, ¿verdad?

—Parece como si hubiera estado allí.

—Lo único que no he podido dilucidar, y aquí es donde usted me puede ayudar, es por qué Valerya no pidió socorro después de que vio muertos a los otros dos. Es cierto que la música de los altavoces sonaba fuerte, pero ni siquiera trató de gritar. Se quedó quieta, mirando a Osborne, lo suficientemente cerca para tocarlo mientras éste le ponía la pistola en el corazón. ¿Por qué hizo eso Valerya, Irina? Usted era su mejor amiga, dígamelo.

—Sigue olvidando —dijo ella— que conozco la ley. Es un artículo del código criminal que todos los desertores cometen un crimen contra el Estado. Diría o haría cualquier cosa por atraparlos a ellos y a cualquiera que los ayude. ¿Cómo sé que el ataque en el metro no fue preparado de antemano? ¿Que no lo planeó usted mismo? ¿O usted y la KGB? Como los cadáveres que dice que tiene… ¿de dónde vinieron? ¿Dice que Osborne mató a alguien? Es capaz de tomar a cualquier turista inocente y meterlo en la Lubyanka.

—Osborne no está en una celda de la Lubyanka; tiene amigos allí que lo protegen. La matarían para protegerlo.

—¿Proteger a un americano?

—Hace treinta y cinco años que entra y sale de Rusia. Trae al país millones de dólares, delata a los actores y bailarines soviéticos, alimenta a sus amigos con pequeñas tontas como usted y Valerya.

—Sus amigos, sus amigos. —Irina se cubrió los oídos con las manos—. Es de usted de quien hablamos. Sólo quiere saber adonde enviar a sus asesinos.

—¿Enviarlos contra Valerya? La puedo encontrar en el momento que quiera en un refrigerador del sótano de la morgue. Tengo el arma con que la mató Osborne. Sé quién esperó a Osborne después del crimen, y en qué coche. Tengo fotos de Osborne con Valerya y Kostia en Irkutsk. Sé del cofre de iglesia que estaban haciendo para él.

—Un americano como Osborne podría comprar veinte cofres diferentes en veinte sitios diferentes. —Irina no cedía ni un milímetro—. Usted mencionó a Golodkin. Él le habría dado uno, y Golodkin no tenía por qué salir del país. Con obtener dinero hubiera bastado, y como dice, Osborne tiene millones de dólares. Entonces, ¿para qué traer a Valerya y a Kostia Borodin desde Irkutsk? ¿Por qué traerlos a ellos?

Arkady pudo distinguir sus ojos hundidos en el óvalo de la cara y la mano descansando en la curva de su cadera. Sintió su agotamiento en la oscuridad.

—Durante la guerra, Osborne mató a tres prisioneros alemanes de la misma manera. Los llevó a un bosque de Leningrado, les dio chocolate y champán y los mató a tiros. Le dieron una medalla por su hazaña. No miento; puede leerlo en los libros.

Irina no dijo nada.

—Si sale bien librada de este asunto, ¿qué hará? —le preguntó Arkady—. ¿Se convertirá en una disidente importante y denunciará a los investigadores? Lo hace bien. ¿Solicitará ingresar de nuevo en la universidad? Yo le daría una recomendación.

—¿Que me haga abogada, quiere decir?

—Sí.

—¿Cree que sería feliz siendo abogada?

—No. —Arkady pensó en Misha.

—Ese director —murmuró—, el que me ofreció las botas italianas. Me pidió que me casara con él. Usted me desnudó. No soy fea, ¿verdad?

—No.

—Tal vez entonces haré eso. Casarme con alguien, vivir en casa y desaparecer.

Tras horas de discusión la voz de Irina era tan apagada que parecía provenir de otra habitación.

—Todo se reduce —dijo Arkady— a que todo lo que le he dicho es una mentira extraordinariamente elaborada o la sencilla verdad.

Oyó que respiraba rítmicamente y comprendió que se había dormido. La cubrió con la manta. Se paró junto a la ventana un rato, tratando de percibir alguna actividad inusitada en los apartamentos del otro lado del patio o en el bulevar Taganskaya. Finalmente, regresó a la cama y se acostó del otro lado.