12

Los pies de los buzos producían remolinos oscuros en el agua, el cieno del invierno. Bajaron lámparas herméticas a la corriente. Se pudo ver una mano, luego una aleta, mientras los hombres sondeaban el sitio donde los tubos de descarga de la Curtiduría Máximo Gorki se unían al río Moscova.

Arriba, en la carretera del terraplén, los milicianos provistos de linternas hacían señas a los ocasionales camiones matinales. Arkady se encaminó a un área no iluminada en la que estaba sentado William Kirwill, en el asiento trasero de su coche.

—No le prometo nada —dijo Arkady—. Puede regresar a su hotel si quiere, o a su embajada.

—Me quedare por aquí. —Los ojos de Kirwill brillaban en la oscuridad.

Hubo un chapoteo sobre el terraplén al descender al río otro buzo. Otra lámpara hermética fue descendida con cadenas mientras los milicianos empujaban trozos de hielo sueltos con unos palos largos.

—Éstos son los informes del forense acerca de los tres cadáveres hallados en el Parque Gorki —dijo Arkady mostrándole un sobre grueso.

El investigador confiaba en la peculiar familiaridad, la pesada irreverencia de los milicianos, el fulgor suspicaz de las linternas de la milicia, el ambiente profesional de los investigadores de todas partes del mundo. Después de reflexionar todo un día, Kirwill debió de concluir que Arkady no pertenecía a la KGB… nadie de la KGB podía ser tan genuinamente ignorante.

—Déjemelos ver. —Kirwill estiró la mano.

—¿Quién era James Kirwill? —preguntó Arkady.

—Mi hermano.

Arkady le entregó el sobre a través de la ventanilla del coche; la primera transacción había terminado. En el sobre no se hacía mención a Osborne. De haber querido William Kirwill ayudar en la investigación, habría entregado la ficha dental y la calca de la radiografía en cuanto llegó a Moscú. Pero también había traído un arma, prueba de que estaba dispuesto a esperar sólo mientras no supiera a quién atacar. No importaba que no tuviera ya su arma. Le quedaban sus manos.

Un oficial de la patrulla del río fue a decir a Arkady que los buzos se estaban congelando y que no habían hallado ninguna bolsa en el fondo. Al cruzar la carretera en dirección al muro, un sargento llamó a Arkady para que hablara con un joven miliciano del distrito Oktyabrsky que prestaba servicio en el muelle. El muchacho recordaba haber visto un sedán Zhiguli estacionado en el camino del terraplén una noche de enero, tal vez febrero. Todo lo que podía recordar del conductor era que era alemán y que en la solapa llevaba un emblema del club «Pelota de Cuero» de Berlín. «Pelota de Cuero» era el término empleado por el Komsomol para referirse al fútbol juvenil. El miliciano sabía que el tipo era alemán porque, como era un ávido coleccionista de emblemas, ofreció comprar el de ese hombre, quien rehusó con marcado acento teutón.

—Sigan buscando otra media hora —dijo Arkady a los buzos, quienes diez minutos más tarde subieron por la escalera de cuerda lanzando exclamaciones de júbilo y llevando consigo una bolsa cubierta de lodo y chorreando agua y anguilas.

Era una bolsa de cuero atada con una cuerda. Arkady, usando guantes de goma, abrió la bolsa a la luz de las lámparas y buscó entre una mezcla de lodo, botellas y vasos hasta que halló, apuntando hacia arriba, el cañón de un arma. Luego sacó una pistola semiautomática grande y delgada.

—¿Camarada investigador?

Había llegado Fet. Arkady no lo había visto desde el interrogatorio de Golodkin. El detective permaneció parado en la periferia de las lámparas, acomodándose los anteojos, con la vista fija en el arma.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó.

Arkady no sabía qué papel había desempeñado Fet en la muerte de Pasha. Todo lo que sabía era que quería que el detective no le estorbara.

—Sí —dijo Arkady—, consiga una lista de iconos robados en los últimos dieciséis meses.

—¿Iconos robados en Moscú?

—Y en los alrededores de Moscú —agregó Arkady—, y en cualquier parte de este lado de los Urales. Y luego, detective…

—¿Sí? —Fet dio un paso adelante.

—Luego, detective, los iconos robados en Siberia. Ya sabe dónde está Siberia.

Arkady miró al detective perderse en la oscuridad. Estaría ocupado durante una semana y había una remota posibilidad de que las listas resultaran útiles.

El investigador colocó con cuidado la pistola en un pañuelo. Ninguno de los milicianos, ni siquiera los veteranos, reconocían su manufactura. Arkady dio al oficial de la patrulla del río dinero para comprar brandy para los buzos y se llevó la bolsa y la pistola al coche.

Llevó a Kirwill a un garaje de taxis bajo el puente Krimsky. Llegaba el alba. Fuera del garaje, chóferes en mangas de camisa desmantelaban y reconstruían taxis que estaban a punto de desmoronarse. Vagando entre los vehículos, algunos vendían repuestos robados que sacaban de sus abrigos demasiado grandes.

Kirwill examinó la pistola.

—Es una buena arma. Es la versión argentina de la Mannlicher de 7,65 milímetros. Gran velocidad inicial, exacta, carga ocho balas. —Le salpicó lodo en la camisa al sacar el cargador. Cuando lo recogió en el hotel, Arkady no había notado que Kirwill se había vuelto a vestir como ruso—. Quedan tres balas. —Volvió a meter el cargador y le devolvió la pistola—. Solía ser el arma de servicio argentina antes de que cambiaran a otra pistola, la Browning. Vendieron las Mannlicher a comerciantes de armas de Estados Unidos, por eso las conozco.

—Las almohadas. —Arkady observó el atuendo de Kirwill—. No miré en sus almohadas.

—Así es. —Kirwill casi sonrió. Devolvió el sobre, se limpió los dedos y luego sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa. La tarjeta tenía diez manchas de tinta. Eran huellas digitales—. Tampoco vio esto. —Movió de un lado a otro la cabeza y guardó la tarjeta cuando Arkady estiraba la mano para tomarla.

»Ya ve; no le iba a mostrar esto —Kirwill extendió los brazos cubriendo el borde de la ventanilla trasera—, pero he estado pensando que tal vez sea usted lo que dice ser, Renko. Tal vez podamos idear algo. Dice que un detective suyo fue asesinado, y también ha perdido a Golodkin. Va a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir.

—¿Y bien?

—Su legajo sobre Jimmy. —Kirwill señaló con la cabeza el sobre.

—¿Lo llamaba Jimmy?

—Sí. —Kirwill se encogió de hombros—. El trabajo del forense no es demasiado malo, pero no hay continuación.

—¿Qué quiere decir?

—Se precisa labor detectivesca. Se le llama «pelarse el culo». Que cincuenta hombres interroguen a cualquiera que haya sido visto en el parque este invierno. Que les hagan preguntas, una, dos, tres veces. Hay que publicar la información en los periódicos y dar a conocer por la televisión un teléfono especial de la policía.

—Son sugestiones estupendas —comentó Arkady—. Si alguna vez estoy en Nueva York, las usaré.

—Si identificara el cadáver de mi hermano, ¿qué ocurriría? —preguntó Kirwill endureciendo la mirada.

—Se convertiría en un caso de la seguridad del Estado.

—¿La KGB?

—Así es.

—¿Qué me ocurriría a mí?

—Sería detenido para proporcionar evidencias. Yo podría retener información sobre nuestro encuentro en el parque, acerca de su arma. Su detención no sería muy desagradable.

—¿Haría usted que fuera divertida? —preguntó Kirwill.

—No mucho. —La pregunta inesperada hizo reír a Arkady.

—Entonces… —Kirwill encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla por la ventanilla— prefiero este arreglo. Solamente usted y yo.

Uno de los chóferes de taxi cruzó la calle para preguntarles si tenían repuestos de automóvil para vender o si querían comprar. Arkady lo alejó.

—¿Un «arreglo»? —preguntó Arkady a Kirwill.

Eso era lo que él tenía pensado, pero oír que Kirwill pronunciaba esa palabra lo hizo sentir incómodo.

—Un entendimiento… asistencia mutua —dijo Kirwill—. Ahora, me parece que el sujeto grande, Kostia, fue muerto primero, ¿correcto? Siguió Jimmy. Con su pierna tullida, me extraña incluso que pudiera patinar. Al final, la chica Davidova. Lo que no entiendo es por qué les disparó en la cabeza, a menos que el asesino supiera del tratamiento de conducto de Jimmy y supiera que es diferente del trabajo dental ruso. Usted no sospecha de ningún dentista, ¿verdad, Renko? —produjo entonces su semisonrisa—, ¿o sospecha de algún extranjero?

—¿Alguna otra cosa? —preguntó Arkady sin inmutarse, aunque a él le había llevado días obtener la respuesta al problema del tratamiento de conducto.

—Bien. El yeso en la ropa significaba trabajo con iconos, ¿correcto? ¿Por eso envió usted a ese sujeto a conseguirle una lista? A propósito, ése es el individuo que seguí hasta las oficinas de la KGB. Quizás usted no sea informante de ellos, pero él sí lo es.

—Pensamos de la misma manera.

—Bueno. Ahora devuélvame mi placa.

—Todavía no.

—Renko, usted no me lo cuenta todo.

—Señor Kirwill, ambos nos reservamos información. Sólo estamos un paso más adelante de la mentira, recuérdelo. Como ninguno de nosotros sabe cuándo el otro va a ponerse en su contra, tendremos que actuar con cautela. No se preocupe, tendrá su placa de policía antes de regresar a casa.

—Placa de detective —lo volvió a corregir Kirwill—, y no se engañe, no la necesito. Si eso lo hace sentirse contento, consérvela un día o dos. En el ínterin, ¿entiende usted la expresión «novatadas»? Porque eso es lo que hace con su trabajo en este caso, sin mencionar que no ha obtenido ningún resultado en lo tocante al asunto de los iconos. Me parece mejor que trabajemos por separado y nos reunamos sólo para intercambiar información. Sólo así conseguirá progresos. Déme algún número telefónico donde me pueda comunicar con usted.

Arkady apuntó los números de su oficina y de la habitación del Ucrania. Kirwill se guardó la nota en el bolsillo de su camisa.

—La chica era bonita, ¿verdad? La que mataron junto con Jimmy.

—Así parece. ¿Por qué lo cree así? ¿Su hermano tenía éxito con las mujeres?

—No, Jimmy era un asceta profesional. No tocaba a las mujeres, pero le gustaba su compañía y las escogía bonitas.

—Explíquese.

—Madonas, Renko. Usted sabe lo que son. —Creo que no lo entiendo.

—Bueno, no sea impaciente. —Kirwill abrió la portezuela—. Empiezo a creer que realmente es lo que dice.

Arkady vio a Kirwill cruzar la calle y moverse entre los chóferes, actuando con mucha confianza. Al ver un motor abierto, se inclinó y dio su opinión. Un segundo después, estaría ofreciendo cigarrillos, pensó Arkady. Así fue y los chóferes se congregaron a su alrededor.

Arkady se proponía utilizar a Kirwill. Era claro que el norteamericano tenía otra cosa en mente.

Después de dejar la bolsa y la pistola con Lyudin, Arkady fue a la central telefónica y telegráfica a ordenar que se interceptaran los teléfonos públicos cercanos al domicilio de Irina Asanova. No era raro que alguien como ella no tuviera teléfono propio; la gente esperaba años para gozar de ese privilegio. Lo que interesaba a Arkady eran otros ejemplos de su penuria: su ropa y botas de segunda mano, sus cigarrillos de hoja. Mosfilm estaba lleno de mujeres que tenían el mismo salario, pero que se vestían bien para asistir a las fiestas que el Sindicato de Cineastas ofrecía a invitados extranjeros, donde era habitual la apreciación de un frasco de perfume francés o de una falda de buena tela. Irina Asanova debió de haber sido invitada a algunas de esas fiestas, pero en cambio contaba los kopeks. El la admiraba.

El coronel Lyudin hablaba a Arkady de los restos secos y ya examinados de la bolsa hallada en el río, cuando sonó el teléfono del laboratorio. Un asistente contestó y entregó el auricular a Arkady, diciendo:

—Para usted, camarada Renko.

—Deja que te llame después —dijo Arkady a Zoya.

—Tenemos que hablar ahora. —Su voz era estridente.

Arkady indicó a Lyudin que continuara.

—La bolsa de cuero fue hecha en Polonia —empezó diciendo el experto forense.

—¿Arkady? —preguntó Zoya.

—Un tirante de cuero pasado por ojillos metálicos en el borde de la bolsa —Lyudin mostró el funcionamiento—, de modo que puede llevarse en la mano o colgada del hombro. Muy deportiva, y sólo para el público de Moscú y Leningrado. Aquí —señaló con un lápiz puntiagudo—, un agujero en un rincón del fondo de la bolsa, hecho por más de un balazo. Hay rastros de pólvora alrededor del agujero y el cuero de la bolsa es igual al del fragmento de cuero hallado en la bala GP1.

La bala que mató a Kostia Borodin. Arkady asintió, alentador.

—Voy a presentar demanda de divorcio en el tribunal de la ciudad —dijo Zoya—. El coste es de cien rublos. Espero que pagues la mitad. Después de todo, te dejé el apartamento. —Hizo una pausa esperando la contestación—. ¿Estás ahí?

—Sí —contestó Arkady, volviéndose hacia el teléfono.

Lyudin enumeró los objetos que había sobre una mesa:

—Tres llaveros, una llave similar en cada llavero. Un encendedor. Una botella vacía de vodka Extra. Una botella medio vacía de coñac Marteil. Dos patines de hielo Spartak, tamaño extragrande. Una botella rota de conserva de fresa francesa. No había sido importada, por cierto; la debieron de comprar en el extranjero.

—¿No había queso, pan, salchichas?

—Por favor, investigador, los pescados y las anguilas han entrado y salido durante meses de esa bolsa. Hay rastros de grasas animales, lo que indica que hubo otros alimentos. También hay rastros de tejidos humanos.

—Arkady, tienes que venir ahora —continuó Zoya—. Impresionará más y podremos tener una conversación privada con la juez. Ya hablé con ella.

—Estoy ocupado —dijo Arkady en el teléfono; luego preguntó a Lyudin—: ¿Encontró huellas digitales?

—Honradamente no esperaba usted que las hallara, inspector.

—Ahora —insistió Zoya—, o te pesará.

Arkady cubrió el teléfono con una mano.

—Discúlpeme, coronel. Permítame un minuto.

Levantando su reloj de manera deliberada, Lyudin se alejó de la mesa acompañado de algunos ayudantes de laboratorio. Arkady les volvió la espalda y susurró en el teléfono:

—¿En qué estás fundamentando la demanda? ¿En que te golpeo? ¿Que bebo?

—Para comenzar —él notó que la garganta de ella se tensaba—, incompatibilidad. Tengo testigos: Natasha y el doctor Schmidt.

—¿Qué me dices…? —Le costaba trabajo coordinar sus pensamientos—. ¿Qué me dices de tu posición en el Partido?

—Iván…

—¿Iván?

—El doctor Schmidt dice que no quedará afectada en un sentido negativo.

—Gracias a Dios. ¿Cuan incompatibles se supone que somos?

—Eso depende —dijo Zoya—. Lo lamentarás si tenemos que ir a un tribunal público.

—Ya lo lamento. ¿Qué más puedo lamentar? —Tus comentarios— dijo ella con lentitud.

—¿Qué comentarios?

—Tus comentarios, toda tu actitud. Todo lo que dices acerca del Partido.

Arkady miró el auricular. Al tratar de imaginarse a Zoya, evocó el póster del pionero de cabello dorado. Luego acudió a su mente una pared lisa. El apartamento saqueado. Escenas muertas, como si su matrimonio hubiera sido consumido hasta el hueso a lo largo de años por animales voraces, invisibles. Pero eso era pensar como Lyudin, y realmente no había nada que considerar; las imágenes empezaban a mezclarse y estaba ya hablando al vacío. Los análisis de tipo emocional, político e irónico morían en ese vacío en el que hablaba a la que pronto sería su ex esposa.

—Estoy seguro de que tu futuro no se verá afectado de manera negativa —dijo—. Sólo necesito hasta mayo. Unos pocos días más. —Y colgó el auricular. Lyudin dio unas palmadas.

—Volvamos al trabajo. La pistola tiene que ser sometida a un baño de ácido antes de que balística pueda hacer un disparo de prueba. Sin embargo, le puedo decir esto, inspector. Nuestros expertos en municiones opinan que el arma es una Mannlicher, del mismo calibre del arma que disparó las balas fatales en el Parque Gorki. Para mañana le podré decir qué modelo es exactamente. Mientras tanto haremos lo que sea humanamente posible. ¿Investigador Renko, está usted escuchando?

Al ir por Novokuznetskaya para enterarse de si Kirwill había llamado, Arkady se topó con un mitin ideológico. Tenían lugar pocas veces, y por lo general intervenía sólo un hombre que leía en voz alta la primera plana del periódico Pravda, mientras los demás hojeaban revistas deportivas. Pero esta vez era un espectáculo en toda regla: la sala de interrogatorios del primer piso estaba llena de investigadores de distrito que escuchaban a Chuchin y a un doctor del Instituto Serbsky.

—La psiquiatría soviética se halla en el umbral de grandes avances, de grandes innovaciones sobre la propia base de las enfermedades mentales —decía el doctor—. Durante demasiado tiempo, los organismos de salud y justicia han trabajado separadamente, de una manera no coordinada. Hoy, me da gusto decirlo, esta situación está próxima a terminar. —Hizo una pausa para meterse una pastilla en la boca y acomodar sus papeles sobre la mesa—. El instituto ha descubierto que los criminales sufren de una perturbación psicológica que llamamos patoheterodoxia. Existen apoyos teóricos y clínicos para este descubrimiento. En una sociedad injusta, un hombre puede violar las leyes por razones económicas o sociales válidas. En una sociedad justa no existen razones válidas, excepto la enfermedad mental. El reconocimiento de este hecho protege al delincuente así como a la sociedad cuyas leyes ataca. Brinda al delincuente la oportunidad de ser puesto en cuarentena hasta que su enfermedad pueda ser expertamente tratada. Por lo tanto, comprenderán cuan vital es que los investigadores estén concienciados psicológicamente de modo de poder detectar esos indicios sutiles de patoheterodoxia antes de que el infractor tenga la oportunidad de violar la ley. Tenemos el deber de evitar daño a la sociedad y de salvar a un enfermo de las consecuencias de sus actos.

El doctor usó ambas manos para dar la vuelta a otra página:

—Les asombraría conocer los experimentos que están siendo realizados ahora en el Instituto Serbsky. Tenemos pruebas de que el sistema nervioso de un criminal es diferente del de una persona normal. Cuando se les llevó por primera vez a la clínica, diferentes sujetos desplegaron conductas diversas, a veces emitiendo declaraciones irracionales, a veces con apariencia tan normal como la de ustedes o yo. Sin embargo, todos, al cabo de unos días en una celda aislada, cayeron en la catatonía. Yo mismo he colocado una aguja dos centímetros dentro de la piel de una personalidad patoheterodoxa y observé una ausencia total de dolor.

—¿Dónde metió la aguja? —preguntó Arkady.

Un teléfono sonó en su oficina, así que Arkady se escabulló hacia la escalera. Chuchin habló al oído del doctor, que tomó nota.

—Una vez cuando era niña tuve un gato. —Natasha Mikoyan palpaba el cobertor de mohair que le cubría las piernas—. Era tan suave, ligero como un plumón, que apenas se podían sentir sus pequeñas costillas. Yo debí haber sido gato.

Se acurrucó contra el extremo del sofá, con el cobertor subido hasta el cuello esponjoso de su camisón, con los pequeños dedos de sus pies desnudos sobre los cojines del sofá. Las cortinas del departamento estaban corridas; no había luz. Tenía el cabello suelto y algunos mechones se rizaban contra la blanca piel del cuello. Sorbía brandy de una copa esmaltada.

—Dijiste que querías hablarme de un asesinato —dijo Arkady—. ¿Qué asesinato?

—El mío —repuso ella posesivamente.

—¿Quién sospechas que te quiere matar?

—Misha, naturalmente. —Ella contuvo una risita, como si él hubiera hecho una pregunta tonta.

Pese a la débil luz que había en el cuarto, Arkady notó algunos cambios desde la semana anterior en que había ido a comer. No eran grandes: un cuadro inclinado, ceniceros llenos de colillas, polvo en el aire y un olor como de flores podridas. Un bolso yacía en la mesa situada entre el sofá y la silla que él ocupaba; junto al bolso había un lápiz labial y un espejo y cuando ella se movía y su rodilla tocaba la mesa, el lápiz labial oscilaba de un lado a otro.

—¿Cuándo sospechaste que Misha te quería matar?

—Oh, desde hace años —contestó—. Puedes fumar. Sé que te agrada fumar cuando estás nervioso.

—Hace mucho que nos conocemos —asintió él, y buscó un cigarrillo—. ¿De qué manera crees que te va a matar?

—Yo me mataré.

—Eso no es asesinato, Natasha, es suicidio.

—Sabía que dirías eso, pero en mi caso no se trata de eso. Yo soy sólo el instrumento, él es el asesino. Es abogado, no corre riesgos.

—Quieres decir que trata de volverte loca, ¿no?

—Si estuviera loca, no podría decirte qué es lo que hace. Además, Misha ya me ha quitado la vida. Ahora solamente hablamos de mí.

—¡Ah!

No parecía estar loca. En rigor, parecía estar soñando despierta y parecía muy resignada. Pensándolo bien, él y Natasha siempre habían sido grandes amigos, pero nunca muy íntimos.

—Bien —inquirió—, ¿qué quieres que haga? Ciertamente hablaré con Misha…

—¿Hablarle? Quiero que lo arrestes.

—¿Por asesinato? No te mates y no habrá homicidio. —Trató de sonreírle.

—No. No puedo correr riesgos —contestó Natasha meneando la cabeza—. Tengo que hacer que lo arresten ahora, mientras pueda.

—Sé razonable. —Arkady perdió la paciencia—. No puedo arrestar a nadie por un crimen que no ha cometido, especialmente a petición de una víctima que va a quitarse su propia vida.

—Entonces no eres un investigador competente, ¿verdad?

—¿Para qué me llamaste? ¿Para qué hablar conmigo? Habla con tu esposo.

—Me agrada el sonido de esas palabras. —Inclinó a un lado su cabeza—. Tu esposo. Tiene un agradable timbre judicial. —Se acurrucó cálidamente—. Pienso en ti y en Misha como si fuerais la misma persona. Lo mismo hace él. Te llama siempre su «lado bueno». Haces todo aquello que él quisiera hacer; por eso te admira tanto. Si no le puedo decir a su «lado bueno» que él está tratando de matarme, no se lo puedo decir a nadie. ¿Sabes?, a menudo me he preguntado por qué no te interesaste en mí cuando estuvimos en la universidad. Solía ser muy atractiva. —Todavía lo eres.

—¿Te interesas en mí ahora? Podríamos hacerlo aquí; no tendríamos que ir al dormitorio, y te prometo que no habrá absolutamente ningún riesgo, ningún peligro. ¿No? Sé honesto, Arkasha, siempre lo has sido, es tu gran atractivo. ¿No? No te disculpes, por favor; yo tampoco estoy interesada. ¿Qué nos ha pasado —se echó a reír—, que ya no nos importa nada?

Obedeciendo a un impulso, Arkady tomó el bolso y lo abrió, vaciando su contenido, principalmente paquetes de Pentalginum, un analgésico que contiene codeína y fenobarbital, y se vende en las farmacias: la droga del ama de casa.

—¿Cuántos de éstos tomas al día?

—El modus operandi, eso es lo que atrae tu atención. Eres tan profesional… Los hombres son tan profesionales, tan rápidos con la bomba estomacal… Pero te estoy aburriendo, y tú tienes que atender a tus propios muertos. Sólo pensaba en expandir tus horizontes. Eres el único hombre que conozco que podría haberse conmovido. Ya puedes volver a tu trabajo.

—¿Qué harás?

—Oh, estaré aquí sentada, como un gato.

Arkady se levantó y dio un par de pasos hacia la puerta.

—Me enteré de que vas a declarar en mi contra en el juicio de divorcio.

—No contra ti, sino en favor de Zoya. Francamente —dijo Natasha con amabilidad—, nunca vi que vosotros formarais una pareja, nunca.

—¿Estarás bien? Tengo que irme.

—Perfectamente. —Llevó recatadamente su copa a los labios.

En el ascensor de la entrada, Arkady encontró a Misha que llegaba, sonrojado de turbación.

—Gracias por llamar. No pude llegar antes —dijo Misha, tratando de pasar para dirigirse a su apartamento.

—Espera. Es mejor que la lleves al médico —aconsejó Arkady—. Procura alejarla de esas píldoras.

—Estará bien. —Misha retrocedió en dirección al apartamento—. Ya lo ha hecho antes, estará bien. ¿Por qué no te preocupas por tus propios asuntos?

Arkady pasó la tarde revisando papeles, examinando el registro de un sedán Zhiguli por Hans Unmann y los visados de Osborne. El americano había viajado de París a Leningrado por tren, arribando el 2 de enero. Semejante viaje, aun atravesando en primera clase Francia, Alemania y Polonia, debió de ser tedioso, especialmente para un negociante del calibre de Osborne. Sin embargo, Leningrado era imposible para la navegación en invierno, y un registro en el aeropuerto podría haber revelado la existencia de la Mannlicher.

Por la tarde, Arkady asistió a la cremación de Pasha Pavlovich, cuyo cadáver había sido colocado en una caja de madera de pino y entregado a los chorros de gas inflamable.

Los gamberros habían suprimido todas las palabras de la pancarta roja, salvo la que decía: esperanza.

Las chimeneas de las plantas Likhachev se esfumaban en la noche. Las tiendas estaban cerradas, y la que vendía vodka estaba protegida por una reja de hierro. Los borrachos gritaban a los milicianos: «¡Maldita basura, canalla!», y los milicianos bajaban de la acera a la calzada, buscando un coche patrulla.

Arkady entró en la cafetería donde se había reunido antes con Swan. Los parroquianos se arremolinaban junto a mesas redondas, las manos honradas sobre sus botellas, las chaquetas tiesas por el sudor sobre las sillas, cebollas crudas y cuchillos en sus platos. Sobre el mostrador había un aparato de televisión, entretenimiento ilegal. Pasaban el partido del Dínamo contra el Odesa. Arkady se dirigió derecho al lavabo, donde Kirwill orinaba sobre el agujero provisto para el caso. Llevaba una chaqueta de cuero y una gorra de tela. A pesar de la escasa luz, Arkady notó en el rostro de Kirwill, además de la peligrosa tirantez habitual, una barbilla incipiente.

—¿Se divierte? —inquirió Arkady.

—¿Parado sobre los orines de alguien? ¡Claro! —Cerró la cremallera—. Como en el maldito infierno, llega tarde.

—Lo siento. —Arkady tomó su turno en el mingitorio parándose medio metro lejos del charco. Se preguntaba cuánto había bebido Kirwill.

—¿Concuerda la Mannlicher?

—Parece que así será.

—¿Qué diablos ha hecho hoy? ¿Mejorando su puntería?

—Usted pudo haberlo hecho peor. —Arkady miró los zapatos de Kirwill.

Se sentaron a la mesa que Kirwill había ocupado en un rincón del bar. En el centro había una botella de vodka medio llena.

—¿Le gusta beber, Renko?

Arkady pensó en marcharse. Sobrio, Kirwill era ya harto impredecible y Arkady había oído decir que los americanos no soportaban bien el licor. Pero Swan iba a venir y no quería dejar de hablarle.

—¿Qué dice, Renko? Luego haremos una competición de meadas: se contará la distancia, tiempo, puntería y estilo. Le concederé una ventaja. Lo haré parado en un pie. ¿Es suficiente? ¿Sin usar las manos?

—¿Realmente es usted un oficial de policía?

—El único que veo aquí. Vamos, Renko, yo invito.

—Es usted un sujeto bastante insultante, ¿no?

—Cuando me siento inspirado. ¿Preferiría que lo golpeara como lo hice antes? —Kirwill se echó hacia atrás, cruzó los brazos y miró apreciativamente—. Bonito lugar. —Sus ojos se fijaron otra vez en Arkady, e imitó a un niño quejumbroso—: Dije que era un lugar bonito.

Arkady fue al mostrador y regresó con una botella y un vaso para él. Puso dos cerillas sobre la mesa, entre la botella de Kirwill y la suya, partió una cerilla por el medio y las cogió de modo que sólo las puntas asomaran por el borde de su mano. Luego dijo:

—El que saque la cerilla corta sirve de su botella.

Frunciendo el ceño, Kirwill sacó una. La corta.

—¡Mierda!

—Buen ruso, expresión equivocada. —Arkady miró a Kirwill servir de su botella—. También debería recortarse el cabello en los lados. No ponga los pies en la silla. Eso sólo lo hacen los americanos.

—Oh, veo que vamos a trabajar bien juntos. —De un golpe Kirwill bebió su vaso, con la cabeza hacia atrás, tal como lo hizo Arkady. Otra vez sacaron las cerillas y otra vez perdió Kirwill—. Maldita etiqueta del lumpenproletariado. Bravo, Renko. ¿Por qué no me cuenta lo que ha estado haciendo, aparte de dejar que la sangre le vaya del cerebro a los pies?

Arkady no le iba a hablar de Osborne, y tampoco quería que Kirwill fuera tras Irina Asanova, así que le habló de la reconstrucción del cráneo de la chica muerta.

—Magnífico —exclamó Kirwill una vez que Arkady terminó de hablar—. Estoy tratando con un maldito loco.

¿Una cara sacada de un cráneo? Cristo. Bueno, es fascinante, como ver los procedimientos policíacos de la antigua Roma. ¿Y qué sigue? ¿Observar las entrañas de los pájaros, o arrojar huesos al aire? Jimmy se ocupaba de la reconstrucción de iconos. Sus notas mencionan un cofre de iconos.

—Iba a ser robado o comprado, no reconstruido.

Kirwill se rascó el mentón y el pecho; luego sacó de un bolsillo de su chaqueta una tarjeta postal que mostró a Arkady. En el lado en blanco había una breve descripción de un «cofre religioso, catedral del Arcángel, el Kremlin». El otro lado mostraba una fotografía en colores de un cofre dorado con copas sacramentales de cristal y oro. Alrededor del cofre, los iconos de los paneles ilustraban una batalla entre ángeles blancos y negros.

—¿Qué antigüedad considera que pueda tener este cofre, investigador?

—Cuatrocientos o quinientos años —estimó Arkady.

—¿Qué le parece el año 1920? Fue cuando la catedral y todo lo que había en ella fue renovado, camarada. ¿Quién dijo que Lenin no tenía gusto? Ahora, hablo sólo del marco del cofre. Los paneles son originales. Como juego, se venderían por cien mil dólares o más en Nueva York. Constantemente salen de aquí paneles, aunque a veces no se les clasifica como iconos. Tal vez un vendedor exporta un cofre mediocre construido alrededor de iconos convenientemente arreglados para tener mal aspecto. Así que me pasé el día siguiendo esta idea mía en todas las malditas embajadas de la ciudad, tratando de averiguar quién había exportado iconos, o un cofre o una silla con iconos, en los pasados seis meses. No logré nada. Regresé a la embajada americana a ver al agregado político, que es el jefe local de la CIA y persona que no podría encontrarse el trasero ni con un espejo, así podía decirme en secreto que llevarse de contrabando un icono decente era una buena defensa contra la inflación. Le podría salir una hernia tratando de levantar una de esas valijas diplomáticas. Sólo que no se permiten traficantes particulares. Entonces comprendí, naturalmente, que no se puede hacer ninguna reconstrucción sin oro, y no se puede comprar o robar oro en este país, de manera que la idea no sirve, y como tenía un poco de sed me metí en este lavabo que tan astutamente eligió para entrevistamos.

—Kostia Borodin podía —dijo Arkady.

—¿Compraba oro aquí?

—Robó oro en Siberia. Pero ¿no sería demasiado obvio poner iconos antiguos en un cofre nuevo?

—Lo harían parecer antiguo. Rasparían un poco el oro para dejar ver la madera roja. Le frotarían con arcilla negra. Envíe un detective a cada una de las tiendas que venden objetos artísticos en la ciudad para averiguar si alguien compró bolo armenio, yeso, gelatina granulada, blanqueador, cola de pegar, estopilla de algodón, lija extrafina, gamuza…

—Usted parece tener alguna experiencia. —Arkady hizo una lista.

—Cualquier policía de Nueva York sabe eso. También algodón, alcohol, punzones y un bruñidor plano. —Kirwill se sirvió otra copa mientras Arkady anotaba—. Es sorprendente que no haya encontrado pelo de cebellina en la ropa de Jimmy.

—¿Cebellina? ¿Por qué?

—Es el único tipo de pincel que sirve para dar el dorado; un pincel de cebellina roja; ¿qué diantres ocurre aquí?

Swan acababa de llegar acompañado de un gitano, un anciano con cara de mono viejo, encogido y alerta, con un sombrero deforme sobre sus rizos encanecidos y un pañuelo sucio atado al cuello. Según las estadísticas, en la Unión Soviética no había desempleados, excepto los gitanos. Pese a todos los esfuerzos hechos por sacarlos del país o por reeducarlos, todos los domingos se los encontraba vendiendo amuletos en las ferias campesinas, y cada primavera aparecían como brotados de la tierra en los parques de la ciudad, pidiendo limosna, las mujeres amamantando un bebé moreno con el pecho descubierto.

—La gente no compra elementos para trabajos de arte en las tiendas que expenden objetos artísticos —explicó Arkady a Kirwill—. Los adquieren en los mercados de artículos usados, en las esquinas de las calles, en el apartamento de alguien.

—Dice que oyó hablar de un siberiano que tenía polvo de oro para vender. —Swan señaló con la cabeza al gitano.

—Y también pieles de cebellina, según dicen. —El gitano tenía voz ronca—. Quinientos rublos por cada una.

—Se puede comprar cualquier cosa en la esquina apropiada —dijo Arkady a Kirwill, mirando al gitano.

—Cualquier cosa —convino el gitano.

—Incluso gente —agregó Arkady.

—Como el juez que morirá lentamente de cáncer por haber enviado a prisión a mi hijo. ¿Pensó el juez en los hijos que mi hijo dejaba desamparados?

—¿Cuántos hijos dejó? —preguntó Arkady.

—Bebés. —El gitano habló con voz entrecortada, visiblemente conmovido. Se retorció en la silla para escupir en el suelo, limpiándose luego la boca con su manga—. Diez bebés.

Los borrachos de la mesa contigua refunfuñaban una canción acerca del amor, todos con los brazos en los hombros de sus compañeros y meneando la cabeza. El gitano sacudió las caderas y se relamió sugestivamente los labios.

—Su madre es muy bonita —susurró a Arkady.

—Cuatro bebés.

—Ocho, es lo último…

—Seis. —Arkady puso seis rublos en la mesa—. Te daré diez veces esa suma si averiguas dónde vivían los siberianos. —Luego habló a Swan—. Estaba con ellos un hombre pelirrojo, delgado. Todos se esfumaron a principios de febrero. Copia la lista de artículos y dale otra al gitano para averiguar quién compró cosas como ésas. Probablemente vivían en las afueras de la ciudad, no en el centro. No querían cerca muchos vecinos.

—Usted será un hombre muy afortunado —dijo el gitano metiéndose el dinero en un bolsillo—. Como su padre. El general era muy generoso. ¿Sabía que seguimos a sus tropas todo el camino a través de Alemania? Siempre dejaba buen botín, no como otros.

Swan y el gitano se marcharon precisamente cuando el Odesa se anotaba un gol en el televisor de la barra. El portero del Dínamo, Pilgui, quedó parado con los brazos en jarras, como si contemplara un campo vacío.

—Los gitanos pueden averiguar cosas —comentó Arkady.

—Yo tengo que hacer lo mismo con mis propios informantes, no se preocupe —dijo Kirwill—. Elija una cerilla.

Arkady perdió y sirvió el licor.

—¿Sabe? —Kirwill tomó su vaso—, hubo un caso en el Parque Tuxedo hace años en el que reconstruyeron partes de la cara de una joven para identificarla. Y en la oficina del examinador médico de Nueva York hay un sujeto que reconstruye caras, principalmente de víctimas de accidentes de aviación. Quita el hueso y da forma a la piel. Supongo que se puede trabajar partiendo de la dirección opuesta. Oiga, brindemos por su detective muerto, ¿eh?

—Bien. Por Pasha.

Bebieron, sacaron más cerillas y bebieron más. Arkady sentía que el vodka comenzaba a pasar del estómago a sus extremidades. Le complació ver que Kirwill no mostraba indicios de parálisis alcohólica; de hecho, cómodamente sentado en su silla, con el vaso en la mano, daba muestras de ser un bebedor experto. Recordaba a Arkady un corredor de fondo que empezaba a tomar el paso o a una lancha que reposadamente se dejara llevar por la cresta de una ola. La pestilencia reinante en el lugar habría ahuyentado a cualquier moscovita culto. Mejor muerto en la escalinata del Bolshoi que vivo en un bar de trabajadores. Pero Kirwill parecía estar genuinamente a gusto.

—¿Es cierto que el general Renko, el Carnicero de Ucrania, fue su padre? Eso es un hecho notable. ¿Cómo lo pasé por alto?

Arkady auscultó la ancha cara satisfecha tratando de determinar si Kirwill había querido insultarlo, pero sólo halló simple curiosidad, incluso un interés amistoso.

—Hablar así es fácil para usted —dijo Arkady—; muy difícil para mí.

—Sí. ¿Por qué no hizo carrera en el ejército? «Hijo del Carnicero de Ucrania»; a estas alturas ya debería tener una estrella propia. ¿Qué es usted, un fracasado?

—¿Además de incompetente, quiere decir?

—Sí —Kirwill rió—, además de eso.

Arkady consideró esa situación. Era una vena humorística con la que no estaba familiarizado y quería elegir la respuesta adecuada.

—Mi «incompetencia» es meramente cuestión de entrenamiento, y «ser fracasado», como dice, es obra mía. Y, repito, algo difícil para mí. El general comandó tanques en Ucrania. La mitad del Estado Mayor General actual comandó tanques en Ucrania. El comisario político de esa campaña fue Khrushchev. Era un grupo privilegiado, compuesto por futuros secretarios del Partido y mariscales. Por esa razón yo asistí a las escuelas apropiadas, tuve los tutores apropiados, los adecuados patrocinadores en el Partido. Si hubieran hecho mariscal al general, no hubiera tenido modo de escapar. Ahora tendría mi propia base de misiles en Moldavia.

—¿Y respecto a la Marina?

—¿Ser uno de esos petimetres de galones y daga de uniforme? No, gracias. De todos modos, no lo hicieron mariscal. ¡Era «el brazo» de Stalin! Al morir Stalin, nadie más confió en él. ¿Hacerlo mariscal del Ejército? ¡Eso jamás!

—¿Lo mataron?

—Lo retiraron. Y a mí se me permitió degradarme hasta ser el investigador que soy ahora. Elija una cerilla.

—Es curioso —Kirwill sacó la cerilla corta y sirvió el licor— cómo la gente siempre pregunta cómo es que se hizo uno policía, ¿correcto? Esa pregunta siempre se hace respecto a tres ocupaciones: la de sacerdote, la de prostituta y la de policía. Son los trabajos más necesarios del mundo, y, sin embargo, la gente siempre pregunta. A menos que se sea irlandés.

—¿Por qué?

—Los irlandeses nacen en la Sociedad del Santo Nombre y solamente eligen una de dos posibilidades: la Iglesia o la policía.

—¿La «Sociedad del Santo Nombre»? ¿Qué es eso? —Ésa es la vida simple.

—¿Simple en qué grado?

—Las mujeres son santas o putas. Los comunistas son judíos. Los sacerdotes irlandeses beben; los demás son afeminados. Los negros son maniáticos sexuales y grandes folladores. El mejor libro jamás escrito fue El Siglo Trece, el más grande de todos, de John J. Walsh, eso es lo que dicen las monjas. Hoover era homosexual. Hitler tenía razón. Un fiscal del distrito meará en el bolsillo de sus pantalones y le dirá que está lloviendo. Ésos son los hechos de la vida y las Reglas de Oro; el resto es basura. Cree que soy un hijo de puta muy ignorante, ¿no?

El desprecio en la cara de Kirwill era inequívoco. La amabilidad presente un momento antes —real mientras duró—, había desaparecido. Arkady no había hecho nada por causar la aparición de una expresión o la desaparición de la otra. No tenía más influencia sobre Kirwill que la que podía tener sobre el súbito cambio de movimiento de un barco o sobre el aspecto cambiante de un planeta. Kirwill se inclinó sobre la mesa, envolviéndola con sus brazos, la mirada brillante y cercana.

—No soy un maldito ignorante. Conozco a los rusos, ellos me criaron. Cada uno de los miserables rusos que Stalin hizo salir de este resumidero de país, vivió en mi casa.

—Oí decir que sus padres eran radicales —dijo Arkady con cautela.

—¿Radicales? Unos miserables rojos. Rojos irlandeses católicos. El Gran Jim y Edna Kirwill; lo que supo de ellos es correcto.

Arkady miró entorno. Todos los parroquianos miraban atentamente el aparato de televisión. El Odesa volvió a anotarse un tanto y los que podían silbar, lo hicieron. Al sentir una presión dolorosa en su muñeca, Arkady se volvió.

—El Gran Jim y Edna, corazones sangrantes del mundo ruso. Anarquistas, mencheviques, si era ruso y loco, tenía un lugar en Nueva York: nuestra casa. Iban allí cuando nadie más los aceptaba. Un beneficio permanente para rojos desplazados. Le diré una cosa: los anarquistas eran los mejores mecánicos de automóviles. Los anarquistas tienen una gran mentalidad mecánica… se debe a que preparan bombas.

—La izquierda americana parece tener una historia interesante… —empezó a decir Arkady.

—No me hable de la izquierda americana, yo le hablaré de ella. El afeminado movimiento catolicomarxista y sus preciosas publicaciones, como Trabajo, Adoración, Pensamiento (como si alguno de ellos hiciera alguna vez un trabajo más duro que el de levantar un vaso de jerez o soltar un flato) o sus nombres pietistas como Orate Fratres o La Revista Gregoriana. La Revista Gregoriana, eso me gusta. Un pequeño monje vagabundo que pelea con el hermano Marx. Sólo que ellos nunca estaban allí a la hora de romper cabezas, y los policías que las rompían acudían en tropel a las iglesias para que les bendijeran los garrotes. Los curas eran peores que los policías. Diablos, el Papa era fascista. En Estados Unidos, para ser príncipe de la Iglesia hay que ser vicioso, ignorante e irlandés. A Edna Kirwill le pegaron en la cabeza y medía un metro cuarenta y siete, pero sus hijos fueron confirmados en San Patricio. ¿Por qué? Porque durante veinte años Estrella Roja fue el único periódico católico que se atrevió a llamarse a sí mismo comunista. Lo decía en el logotipo. Así es como el Gran Jim hacía las cosas. Provenía de una antigua familia perteneciente al IRA, fuerte como un vagón de cerveza, con dos manos que cubrirían esta mesa —Kirwill extendió sus dos enormes manos—, y demasiado educado para su propio bien. Edna era irlandesa. Su familia poseía una cervecería y ella estaba destinada a ser la monja de la familia; así eran las cosas. Por esa razón el Gran Jim y Edna nunca fueron excomulgados, porque el padre de ella no dejaba de comprar retiros para la Iglesia, tres arriba del Hudson y uno en Irlanda. Desde luego, nosotros teníamos nuestros propios retiros (Toe Hill House, Maryfarm) donde sosteníamos conversaciones intelectuales junto a la chimenea. De Chardin era un capitalista encubierto, ¿sí o no? ¿Debíamos boicotear Going my Way? Oh, éramos monjes de fines de semana. Cantábamos el Gloria con tambores, vasos esmerilados, iconos dorados. Apestábamos a fraternidad hasta que terminó la guerra y empezó el proceso de los Rosenberg. Entonces todos los monjes se quitaron las capuchas de la cabeza y echaron a correr para ocultarse, salvo el Gran Jim y Edna y los mismos miserables rusos con quienes comenzamos, lo que no nos ayudó mucho con McCarthy y el FBI en la puerta. Yo estaba matando chinos en Corea cuando nació Jimmy. Fue una broma familiar. Hoover tema tan acorralados a Jim y a Edna en la casa, que habían vuelto a fornicar.

Finalmente, el Dínamo se anotó un gol, suscitando ciega aprobación en todo el bar.

—Entonces obtuve la licencia de duelo para ir a casa, porque ambos habían muerto. Se suicidaron con morfina, la única manera decente de morir. Ocurrió el 10 de marzo de 1953, cinco días después de la muerte de Stalin, cuando la Unión Soviética iba a levantarse de la confusión e iluminar el camino a una Jerusalén socialista. Sólo que no iba a ocurrir; siguieron siendo los mismos carniceros que gobernaban la misma tina de sangre, y el Gran Jim y Edna simplemente murieron de desilusión. Sin embargo, tuvimos un funeral interesante. Los socialistas no acudieron, porque el Gran Jim y Edna eran comunistas; los católicos tampoco asistieron porque el suicidio es un pecado, y los comunistas tampoco, porque ellos no aplaudieron la muerte del tío Pepe. Así que sólo estuvieron presentes el FBI, Jimmy y yo. Unos cinco años después, alguien de la embajada soviética vino a preguntarnos si nos gustaría que el Gran Jim y Edna fueran trasladados a Rusia. No les darían lugares en la pared del Kremlin, nada tan maravilloso como eso, pero sí un buen lote en Moscú. Algo divertido, considerado retrospectivamente. Lo importante de todo esto, que yo esté aquí hablando y usted ahí sentado como si se hubiera atragantado con algo, es que yo los conozco, a usted y a su gente. Alguien de esta ciudad mató a mi hermanito. Usted está jugando conmigo ahora, pero en algún momento, sea porque quiere atrapar al tipo que eliminó a su detective, o porque su jefe se lo ordene, o porque es usted quien está detrás de todo esto, va a tratar de dejarme con un palmo de narices y una soga alrededor del cuello. Y quiero que sepa que cuando lo intente, yo acabaré primero con usted. Sólo quiero que lo sepa.

Arkady conducía su coche sin rumbo fijo. No estaba borracho. Haber estado sentado con Kirwill había sido como estar ante un horno abierto que quemaba vodka y dejaba una energía fútil. Cada dos calles, colgaban pancartas rojas iluminadas con reflectores. Camiones de limpieza, gibosos como caracoles, limpiaban las alcantarillas. Moscú marchaba como sonámbula hacia el día del Trabajo. Como finalmente sintiera hambre, se detuvo a comer un bocadillo en Petrovka. La cafetería de la milicia estaba vacía, salvo por una mesa ocupada por chicas de la oficina privada de alarmas. Algunas personas pagaban una cantidad de rublos al mes para disponer de alarmas especiales contra robos. Las muchachas estaban profundamente dormidas, con las cabezas apoyadas en los antebrazos. Arkady pagó unos bollos y té, comió un bollo y dejó el resto.

Presentía que estaba ocurriendo algo, pero no sabía qué ni dónde. En el pasillo, sus pisadas resonaban delante de él, como si fueran las de otro hombre. La mayoría de los oficiales de servicio nocturno habían salido en la campaña anual para limpiar el centro de la ciudad de borrachos antes del día del Trabajo; en cambio, el día del Trabajo sería patriótico embriagarse. La sincronización era lo más importante. Los radicales de Kirwill, fantasmas de una oscura cronología de pasiones muertas que Arkady dudaba de que aun los americanos conocieran o quisieran conocer… ¿cómo podían tener relación con homicidios cometidos en Moscú?

En la sala de comunicaciones, dos sargentos con el cuello abierto escribían mensajes de radio que llegaban en puntos y rayas, basura invisible procedente del mundo exterior. Aunque el mapa de la ciudad no estaba iluminado, Arkady se lo quedó mirando. Entró a la sala del escuadrón de detectives. Un hombre solo mecanografiaba transcripciones de los tribunales. Los procesos se registraban a mano y luego se pasaban a máquina para el archivo. Boletines colocados en la pared exhortaban a la «Vigilancia por una Semana Gloriosa», e invitaban a formar «Grupos de Esquí para el Cáucaso». Se sentó a un escritorio y marcó el número de la Central Telefónica y Telegráfica. Cuando a la vigésima llamada obtuvo respuesta, inquirió acerca de las llamadas hechas desde los teléfonos públicos cercanos al apartamento de Irina Asanova.

Una voz soñolienta contestó:

—Investigador, por la mañana le enviaré una lista. No le voy a leer cien números telefónicos ahora.

—¿Hubo alguna llamada al hotel Rossiya? —preguntó Arkady.

—No.

—Espere. —La sala de detectives tenía un solo directorio telefónico. Arkady buscó el correspondiente al Rossiya—. ¿Se hicieron llamadas al número 45-77-02?

Hubo un gruñido de disgusto en el otro extremo y al cabo de un largo silencio una voz dijo:

—A las veinte y diez se hizo una llamada desde el teléfono público 90-28-25 al 45-77-02.

—¿Cuánto duró? —Un minuto.

Arkady colgó, marcó el número del Rossiya y preguntó por Osborne. El señor Osborne había salido, dijo el conserje. Osborne se había ido a reunir con Irina Asanova.

En el garaje, Arkady corrió a su automóvil y entró en la calle Petrovka, rumbo al sur. Había poco tráfico. Si había llamado a Osborne, pensó Arkady, lo había hecho por su propia iniciativa, incluso habría insistido. Un minuto bastaba para acordar un sitio de reunión; ella había pedido la entrevista, pero ¿dónde? No en el cuarto de Osborne y tampoco en el lugar donde él estuviera fuera de lugar y resultara conspicuo. No en un coche… eso podría llamar la atención de un miliciano, y al no ser en un coche, Osborne no estaría llevándola a su casa. Los transportes públicos dejaban de operar a las doce y treinta. El reloj de Arkady marcaba las doce y diez. La verdad era que no sabía si se iban a encontrar, ni cuándo ni dónde. Sólo podía intentar lo obvio.

Giró en la plaza Revolución, paró el motor y se deslizó hasta detenerse en las sombras entre dos postes de alumbrado. Allí estaba la estación del metro más próxima al Rossiya, y también una línea directa al barrio de ella. Un coche de emergencias de la milicia pasó velozmente, con las luces del techo lanzando destellos, pero sin hacer sonar la sirena. Por una vez, Arkady lamentó no tener radio en su coche. Sentía que su corazón palpitaba con fuerza. Tamborileó sobre el volante. Su excitación le indicaba que había acertado.

La plaza Revolución se abría al norte sobre la plaza Sverdlov y al sur sobre la plaza Roja. Vigiló las figuras que emergían del fulgor de la plaza Roja, una neblina brillante como cristales de nieve que se filtraban más allá del frente gigantesco de la GUM, la tienda universal del Gobierno. Pero las pisadas venían de todas partes, haciéndole volverse a uno y otro lado. Entre esas pisadas, algunas lentas, otras rápidas, de gente que quería alcanzar el tren, Arkady localizó los pasos de ella. Irina Asanova apareció en la esquina de la tienda, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, y su largo pelo ondeando como una bandera. Entró por las puertas de vidrio de la estación del metro directamente frente al automóvil de Arkady. Vio a dos hombres, de pie a cada lado de la entrada, que empezaban a seguirla.

Dentro de la estación, Irina tenía preparados sus cinco kopeks. Cuando entró, Arkady tuvo que procurarse cambio en la máquina. Cuando entró en la escalera mecánica de descenso, ella iba bastante adelante, aparentemente sin advertir a los dos hombres que la seguían. Llevaban abrigo y sombrero, como la mayoría de la gente que descendía a doscientos metros —la profundidad de un refugio contra bombas— bajo la ciudad. Sin embargo, era la hora del romance: muchas parejas se abrazaban, los hombres un peldaño más abajo que las mujeres en cuyos pechos apoyaban la cabeza. Impasibles como cojines con jerséis las mujeres contemplaban el cielo raso y lanzaban miradas posesivas cuando Irina pasaba junto a ellas. Los hombres de abrigo se acercaron a ella, lo mismo que Arkady. Al terminar de bajar, Irina desapareció llevando a la zaga a sus perseguidores.

Los pasillos de la estación inferior tenían pisos de mármol, candelabros de cristal, paredes de mosaico redondeadas, panoramas revolucionarios con hombres, armas y fuego en piedra pintada que ocultaban los zumbidos y sacudimientos de los trenes invisibles. Arkady pasó corriendo junto a dos pequeños soldados mongoles que llevaban casi a rastras una pesada maleta frente a un mosaico de Lenin hablando ante los bolcheviques. Un músico pasó cerca de un dibujo en el que Lenin recorría fábricas. Parejas cansadas se movían con lentitud allí donde Lenin se inclinaba sobre un manifiesto. Arkady no veía ya a Irina Asanova y no podía oír el eco de las pisadas de ella por encima del ruido que hacían sus pies al correr. Simplemente, había desaparecido.

Al final del pasaje, unos arcos bajos conducían a una plataforma de pasajeros. En ese momento salía un tren, lleno de desconocidos tras vagones de acero y vidrio; los ancianos y veteranos se sentaban en los asientos que les correspondían, los enamorados se atrevían a balancearse juntos y se transformaban en un manchón borroso. Luego, sólo se distinguieron dos luces rojas en el túnel. Arkady no creía que ella hubiera subido al tren, pero no estaba seguro. Sobre las vías, los números iluminados de un gran reloj digital cambiaron de las 2.56 a las 0.00, y empezaron a marcar el tiempo otra vez. En las horas de mayor movimiento, los trenes llegaban a cada minuto, de modo que siempre había una insistente vibración latente en los túneles; y por la noche, incluso a punto de concluir el servicio, ningún tren tardaba más de tres minutos después del anterior. Las vigilantes de la plataforma, robustas abuelas en uniformes azules con banderas metálicas en las manos, recorrían los bancos y susurraban a los amantes reacios: «Ya viene el último tren… ya viene el último tren». Arkady preguntó por una mujer alta, joven, bonita, de cabello castaño largo. La conductora interpretó equivocadamente, hizo un gesto negativo de simpatía. Atravesó el pasaje hacia la otra plataforma, para los trenes que corrían en dirección opuesta. Los pasajeros eran una copia de los de la otra plataforma, excepto por los soldados mongoles, quienes sentados sobre su maleta parecían un par de muñecas de premio en espera de que alguien se los ganara.

Arkady dejó las plataformas y regresó al pasaje, volviendo a la brillantez de los mosaicos revolucionarios, eludiendo a los últimos rezagados que corrían para no perder el tren. Estaba seguro de no haberla dejado atrás. Una mujer estaba arrodillada junto a un cubo con amoníaco y agua, lavando el piso de mármol. Lenin había dicho que usaría oro en las cañerías; el mármol del metro se le parecía bastante. La cabeza de la mujer imitaba el movimiento de rotación de la mano. A todo lo largo del pasaje, Lenin inspiraba, reprendía, meditaba en dibujos de piedra. Entre los mosaicos había tres puertas. Los candelabros pestañearon, indicando que el siguiente tren sería el último de la noche. Con los cambios de luz y sombra, los Lenin despertaban y se desvanecían.

Arkady abrió una puerta marcada con una cruz roja y encontró un armario con tanques de oxígeno, extintores de incendio, vendas, camillas, todos objetos útiles en una emergencia. Una puerta cerrada decía PROHIBIDO EL PASO. En cambio, otra con la misma leyenda se abrió fácilmente y se deslizó por ella.

Se encontró en un área del tamaño de una locomotora. Un foco rojo se reflejaba en bancos de medidores. Otra pared estaba cubierta de disyuntores de circuitos y marcas de tiza. Recogió del suelo lo que al principio parecía un trapo. Era una bufanda negra.

Arkady empujó una puerta de hierro marcada PELIGRO y entró al túnel del tren. Estaba en una pasarela metálica colocada a metro y medio de altura en el túnel. El aire reverberaba, gris a resultas de la luz que llegaba de la distante plataforma. Irina Asanova yacía en las vías directamente debajo de él, con los ojos y la boca abiertos, mientras uno de los hombres con abrigo le ataba las piernas. El otro hombre, que estaba en la pasarela, lanzó un golpe con una cachiporra a Arkady.

Arkady recibió dos golpes en el brazo que lo paralizaron del codo para abajo. Con todo, había aprendido la lección de Kirwill en el Parque Gorki. Cuando el agresor retrocedió para golpearlo directamente en la blanda fontanela del centro del cráneo, Arkady descargó con fuerza su pie en la zona más grande y blanda de su entrepierna. El hombre se dobló como una silla, dejando caer el arma. Arkady la recogió y descargó un golpe que echó hacia atrás la cabeza del hombre, que se sentó en la pasarela con una mano en la entrepierna y otra tocando la sangre que brotaba de su nariz. Arkady miró por el túnel al distante reloj de la plataforma, sorprendiéndose de poder verlo con tanta claridad. Eran las 2.27.

El sujeto de las vías contemplaba la pelea que se libraba arriba con el leve desaliento del patrón cuyo ayudante ha sido arrollado por un cliente dominante. Tenía el rostro cubierto de cicatrices como la nieve de la calle: la cara de un profesional. Sus ojos pequeños miraban por encima de una pistola TK de cañón corto, el arma de bolsillo de la KGB, que apuntaba al pecho de Arkady. Irina no se movía. Arkady no podía adivinar si estaba aún viva.

—No —dijo Arkady, y miró otra vez a la plataforma de los pasajeros—. Oirán la detonación.

El sujeto de la vía asintió razonablemente, guardando el arma en su abrigo. Miró el reloj de la plataforma y se volvió hacia Arkady:

—Ya es tarde. Váyase a su casa —sugirió.

—No.

Cuando menos, Arkady creyó poder impedir que el hombre saliera de la vía y subiera a la pasarela, pero de un salto el hombre puso las manos en la barandilla y después pasó atléticamente hasta quedar al nivel de Arkady. Arkady blandió la cachiporra, su arma recién adquirida, pero sólo golpeó el abrigo y la barandilla; su atacante lo hizo retroceder a puntapiés, pasó junto a su colega caído y avanzó con pasos firmes y mecánicos mientras Arkady retrocedía. El investigador recibió otro puntapié en el estómago mientras se cubría asustado el pecho dolorido; luego recibió otro golpe más, que le hizo emitir un gemido. La cara profesional especulaba, como un doctor que buscara una vena. ¿Aquí? ¿Allá? Sus manos y pies no eran tan fuertes como los de Kirwill y no lo esquivaba con igual ligereza. Arkady dejó caer la cachiporra, atenuó el siguiente puntapié y lo cogió por el pie. El hombre se colgó de la barandilla para no perder el equilibrio, permitiendo que Arkady le tirara un golpe. Otro golpe, mejor dirigido al corazón, hizo caer al sujeto. En silencio, se levantó, arrojándose contra Arkady, tratando de derribarlo. Al intentar esquivar la acometida, resbalaron sobre la barandilla cayendo sobre las vías.

Arkady cayó encima del otro, pero sintió que algo había pegado contra su cinturón. Poniéndose de pie, notó que la hoja de un puñal sobresalía del abrigo del hombre. Éste rodó por el suelo y al levantarse tenía en la mano una navaja. Ya sin sombrero, exhibiendo una línea de cabello en V, demostró también por primera vez un interés personal en el trabajo.

La hoja giró y acometió, intentando primero pinchar los ojos y luego pinchar el cuerpo. Arkady tropezó con Irina al retroceder. Era notable la forma en que los ojos del sujeto, al avanzar con el puñal en la mano, habían desarrollado tonos anaranjados, brillantes ojos de mariposa nocturna que parecían iluminados por dentro.

Las vías temblaron bajo la espalda de Arkady. En una pantomima de pulcritud, el hombre recogió su sombrero, dobló la hoja del puñal y subió a la pasarela. Arkady vio los números distantes del reloj de la plataforma cambiar de 2.49 a 2.50; luego se volvió para encontrarse con las luces de dos fanales verticales. Los halos se expandían por las paredes del túnel. Sintió una corriente, el aire impulsado por el tren, y oyó gemir las vías.

Las manos de Irina estaban inertes y cálidas al tacto. Tuvo que cargarla y apartarse del tren para no ser cegado. Nunca había sido tan brillantemente iluminado, se veía hasta la última mota de aire. Las manos de Irina pendían inertes; él daba traspiés. El chillido de los frenos se elevó hacia una culminación de histeria metálica; luego cesó abruptamente al alejarse el tren.

Arkady empujó a Irina sobre la pasarela y se pegó contra la pared.

En cuanto Levin abrió la puerta de su apartamento, Arkady depositó a Irina en un sofá forrado de plástico.

—Le pegaron en la cabeza o la drogaron, no he tenido tiempo de mirar —dijo Arkady—. La siento muy caliente.

Levin estaba en bata y pantuflas. Su pijama dejaba ver piernas tan delgadas como su nariz. Era obvio que trataba de decidir si despachaba a Arkady a su casa o no.

—No me siguieron —aseguró Arkady.

—No me insulte. —Levin hizo su elección, dobló su bata, se sentó y le tomó la temperatura a Irina. Tenía el rostro sonrojado y flojo, su chaqueta afgana había quedado reducida al montón de parches que era en realidad. Arkady se sentía incómodo por ella; no se había detenido a pensar en su aspecto. Levin le levantó el antebrazo derecho para mostrar un moretón con unos puntos.

—La inyectaron. Probablemente sulfazina, a juzgar por su temperatura. Un trabajo torpe.

—Probablemente se defendió.

—Sí. —El tono de Levin subrayaba la estupidez de la observación.

Encendió una cerilla y la pasó lentamente sobre sus ojos, cubriendo uno primero y luego el otro.

Arkady sentía aún el estremecimiento posterior al peligro de muerte. El tren se había detenido cerca de la plataforma; para cuando los maquinistas llegaron a ella y los conductores llamaron a la milicia, Arkady había trasladado a Irina de la estación al coche. Había escapado, por así decirlo; esa palabra se agitaba en su interior como una rueda volante fuera de control. ¿Por qué un investigador principal había de escapar de la milicia? ¿Por qué una chica inconsciente parecía tan peligrosa a Levin? Era un país maravilloso aquel en el que todo el mundo entendía tan bien las señales secretas.

Le tomó algún tiempo mirar con claridad el apartamento de Levin. Nunca había estado allí. En vez de figurillas y adornos ordinarios, las repisas y mesas estaban llenas de piezas de ajedrez laqueadas sobre tableros de marfil, madera de teca y vidrio de colores, cada tablero con un juego en desarrollo. En lugar de las acostumbradas babushkas bordadas clavadas en la pared, había fotografías de Lasker, Tal, Botvinnik, Spassky y Fisher, todos maestros de ajedrez, todos judíos.

—Si le queda pizca de sesos, la llevará a donde la encontró —dijo Levin.

Arkady movió negativamente la cabeza.

—Entonces tendrá que ayudarme —dijo Levin.

La llevaron a la cama de Levin, un sencillo catre de hierro. Arkady le quitó las botas y ayudó a Levin a desnudarla totalmente. Cada prenda estaba empapada de sudor.

Arkady pensó en las muchas veces que él y Levin habían contemplado otros cuerpos blancos, fríos y tiesos. Con Irina, Levin se mostraba extrañamente huidizo, inquieto y procuraba ocultar ese hecho. Era lo más humano que Arkady le había conocido; los vivos lo ponían nervioso. Porque Irina estaba muy viva, eso no podía negarse. Estaba comatosa, pero de ninguna manera fría. Estaba sonrosada por la fiebre. Era más esbelta de lo que esperaba Arkady, con las costillas salientes bajo los senos voluminosos con aréolas oblongas, el estómago cóncavo hasta la elevación de espeso vello castaño. Tema las graciosas piernas abiertas. Miró a Arkady y a través de él.

Mientras la cubrían con toallas húmedas para hacer bajar la temperatura, Levin señaló la leve mancha azulada de su mejilla derecha.

—¿Ve esto?

—Un antiguo accidente, supongo.

—¿Accidente? —Levin habló en tono burlón—. Vaya a lavarse. Busque el baño usted mismo; esto no es el Palacio de Invierno.

En el espejo del baño, Arkady vio que estaba cubierto de tierra y que parecía que una de sus cejas hubiera sido abierta con una navaja de rasurar. Después de lavarse, regresó a la sala donde Levin calentaba té en una plancha caliente. Una pequeña alacena exhibía latas de legumbres y pescado.

—Me ofrecieron un apartamento con cocina y otro con baño. Para mí el baño es más importante. —Y asumiendo una actitud hospitalaria inusitada, agregó—: ¿Quiere comer algo?

—Un poco de azúcar en el té, eso es todo. ¿Cree usted que se pondrá bien?

—No se preocupe por ella. Es joven y fuerte. Se sentirá mal un día, nada más. Tome. —Dio a Arkady una taza de té tibio.

—De modo que cree que fue sulfazina.

—La puede llevar a un hospital si quiere estar seguro —dijo Levin.

—No.

La sulfazina era uno de los narcóticos favoritos de la KGB; en cuanto llegara al hospital, el doctor llamaría a esa organización. Levin lo sabía bien.

—Gracias.

—No diga nada —lo interrumpió Levin—. Mientras menos diga, mejor estaré. Estoy seguro de que mi imaginación es excelente; me pregunto si la suya lo es.

—¿Qué quiere decir?

—Arkady, esta chica suya no es virgen.

—No sé de qué habla.

—La mancha de su mejilla. Ya estuvo en su poder antes, Arkady. Hace años le inyectaron aminazina.

—Pensé que habían dejado de usar aminazina porque era peligrosa.

—Ése es el tema. Deliberadamente la inyectaron muy adentro del músculo, para que no fuera absorbida. Si no lo es, forma un tumor maligno, como le ocurrió a ella. Despierte. Está ciega de un ojo. El que cortó el tumor también le cortó el nervio óptico y dejó esa marca. Ésa es su marca.

—Eso es exagerar un poco, ¿no le parece?

—Pregúntele. Háblele de la ceguera.

—Imagina complicaciones. Una testigo fue atacada y yo la defendí.

—Entonces, ¿por qué no está ahora en el puesto de la milicia?

Arkady fue al dormitorio. Las toallas que cubrían a Irina estaban calientes; las reemplazó por otras frescas. Sus brazos y piernas se estremecieron espasmódicamente mientras dormía; una reacción al cambio de temperatura. Le acarició la frente, echando atrás mechones de pelo. La mancha de su mejilla estaba levemente violácea a resultas del flujo de sangre por debajo de la piel.

¿Qué querían?, se preguntó. Desde el principio habían estado ahí. El mayor Pribluda, para despojar los cadáveres del Parque Gorki. El detective Fet cuando Golodkin fue interrogado. Los asesinos del apartamento de Golodkin, los fallidos asesinos del túnel del metro. Pelotas de goma, inyecciones, puñales… todas firmas de Pribluda y la multitud de Pribludas que eran ellos. De todas maneras, ellos estarían vigilando su casa y a esas alturas tendrían una lista de sus amigos. Se cansarían de vigilar los hospitales, y no tardaría mucho en ocurrírsele a Pribluda la idea de visitar a Levin, el patólogo. Levin era valiente, pero cuando ella despertara, tendría que irse.

Cuando regresó a la sala, Levin se tranquilizaba analizando sus tableros de ajedrez.

—Está mejor —informó Arkady—. Al menos, duerme.

—La envidio —contestó Levin, sin levantar la cabeza.

—¿Quiere jugar?

—¿En qué categoría juega? —Levin levantó los ojos—. No sé.

—Si jugara en alguna, lo sabría. No, gracias. —Eso constriñó a Levin a cumplir otra vez con las demandas de la hospitalidad y a pensar en la mujer acostada en su cama que estaba siendo buscada. Forzó una sonrisa—: En realidad, ésta es una situación interesante. Es una partida jugada por Bogolyubov y Pire en 1931. Mueven las negras, sólo que no tienen adonde ir.

Sólo en el Ejército Arkady había estado bastante aburrido como para jugar al ajedrez en serio, y entonces sólo destacó en el juego defensivo. En esta partida ambos bandos habían enrocado y las blancas controlaban el centro, tal como había dicho Levin. Por otra parte, Arkady notó que no había relojes de ajedrez en el apartamento, señal de que Levin prefería el análisis reposado a la matanza sobre el tablero. Asimismo, el pobre Levin se lamentaba ante la perspectiva de pasar una larga noche de nerviosismo y vigilia.

—¿Le importa? —Arkady tomó las negras—. Alfil por peón.

Levin se encogió de hombros. P x A.

… ¡Dx P jaque! ¡Rx D, C5C jaque! ¡R1C, Cx D! El caballo negro atacó al alfil y la torre blancas.

—¿Alguna vez se toma tiempo para pensar antes de mover? —murmuró Levin—. Hay cierto placer en hacerlo.

B3C, C x T. Levin reflexionó sobre si tomaba el caballo con la torre o con el rey. De todas maneras, el caballo estaba perdido; luego, las negras habrían entregado su dama, su alfil y su caballo a cambio de dama, torre y dos peones. El resultado dependería de la habilidad de las blancas para poner en juego otra vez a su alfil antes de que las negras reunieran a sus peones, que eran más, y doblara sus torres.

—Sólo ha introducido complicaciones —dijo Levin.

Mientras Levin pensaba su jugada, Arkady revisó una librería, de la cual tomó una antología de Poe. Pronto se dio cuenta de que Levin se había quedado dormido en su silla. A las cuatro de la mañana, bajó a buscar su coche, dio una vuelta alrededor de la manzana para averiguar si estaba siendo vigilado y regresó al apartamento de Levin. No podía esperar más. Vistió a Irina con sus ropas húmedas, la envolvió en una manta y la bajó. En el trayecto, la única gente que vio fueron trabajadores de caminos arreglando las calles para el día del Trabajo. Un hombre que conducía una aplanadora dirigía a cuatro mujeres que vertían alquitrán caliente. Después de cruzar el río y cuando estuvo a dos manzanas de Taganskaya, salió, caminó solo hasta su apartamento y lo recorrió a fin de asegurarse de que estaba vacío. Volviendo al coche, lo llevó hasta el apartamento; paró el motor y apagó las luces al entrar al patio. Cargó a Irina escaleras arriba, la depositó en la cama, la desvistió y la cubrió con la manta de Levin y su propio abrigo.

Estaba a punto de salir a cambiar el coche de lugar cuando notó que Irina tenía los ojos abiertos. Tenía las pupilas dilatadas y el blanco de los ojos enrojecido. No tenía fuerzas para mover la cabeza.

—¡Estúpido! —le dijo.