11

El primer rocío verdadero del año se había transformado en un sudario húmedo a lo largo del muelle Shevchenko. Mientras esperaba frente al Consejo Comercial y Económico de la URSS, Arkady pudo ver secretarias rusas en las oficinas de personal y a hombres de negocios americanos y una máquina expendedora de Pepsi-Cola. El humo lo hizo toser.

El caso todavía era de Arkady. A primera hora de la mañana, Iamskoy lo había llamado para decirle que era interesante que un americano que otrora había estudiado en Moscú tuviera algunas de las características físicas de un cadáver hallado en el Parque Gorki y que el investigador no debía titubear en buscar evidencias que pudieran establecer una relación, aunque él no debía acercarse a extranjeros y que, a partir de ese punto, ya no recibiría más grabaciones o transcripciones de la KGB.

Bueno, pensó Arkady, Osborne se había acercado a él, no al revés. Al «amigo de la Unión Soviética» no debió de gustarle saber que había sido objeto de una visita del investigador al Ministerio de Comercio Exterior. Arkady no sabía cómo llevar la conversación con Osborne hacia sus viajes y comercio particular; en rigor, dudaba de que Osborne llegara a aparecer.

Media hora después de la hora convenida, una limusina Chaika se detuvo frente al Consejo de Comercio. John Osborne salió del edificio, dijo algunas palabras al chófer de la limusina y luego cruzó la calle yendo hacia el investigador. Llevaba puesto un abrigo de piel. Cubría su cabello plateado un sombrero negro de piel de marta que debía de costar más de lo que Arkady ganaba en un año. Los puños de su camisa estaban asegurados por gemelos de oro, más bien que por botones. En Osborne esa ropa era natural, tan dependiente como la piel de aquella enorme autoconfianza. Poseía el don de no estar fuera de lugar, sino de hacer que todo lo que lo rodeaba pareciera inapropiado y harapiento. Él y Arkady se quedaron de pie juntos un momento; luego, el hombre de negocios tomó al investigador por el brazo y empezaron a caminar de prisa a lo largo del muelle rumbo al Kremlin. La limusina los seguía. Osborne empezó a hablar antes de que Arkady pudiera decir algo.

—Espero que no le incomode la prisa, pero tengo que asistir a una recepción en el Ministerio de Comercio, y creo que usted no querría que hiciera esperar a nadie. ¿Conoce al ministro de Comercio Exterior? Usted parece conocer a todo el mundo y aparece en los sitios más inesperados. ¿Sabe usted algo acerca de dinero?

—Nada.

—Permítame hablarle del dinero. Las pieles y el oro son los objetos de valor más antiguos de Rusia. Son los artículos de intercambio con el exterior más antiguos de Rusia, el tributo a los khanes y los cesares. Desde luego, Rusia ya no paga tributo a nadie. Ahora bien, hay dos subastas de pieles al año, una en enero y otra en julio en el Palacio de las Pieles de Leningrado. Asisten alrededor de cien compradores, unos diez de Estados Unidos. Algunos compran directamente, otros son corredores. Los primeros compran para sí mismos y los corredores, para otros. Yo soy corredor y también compro para mis propios salones de exhibición en Estados Unidos y Europa. Las pieles principales a la venta en la subasta son el visón, la marta, el zorro, el turón, el cordero persa y la cebellina. En general, los corredores norteamericanos no pujan por los visones porque los visones rusos están prohibidos en Estados Unidos… un infortunado resabio de la guerra fría. Debido a mis sucursales europeas, yo pujo por todas las pieles, pero la única piel por la que se interesa la mayoría de los compradores norteamericanos es la cebellina. Llegamos diez días antes de la subasta para inspeccionar las pieles. Por ejemplo, cuando compro visones, observo cuidadosamente cincuenta de esas pieles de una determinada granja colectiva. Esas cincuenta pieles me permiten calcular el valor de una serie de mil pieles de esa granja. Como hay ocho millones de pieles de visón por año en la Unión Soviética, el sistema de serie es una necesidad. Las cebellinas son una cuestión diferente. En un año se producen menos de cien mil cebellinas de calidad exportable. No hay «series». Cada cebellina tiene que ser examinada individualmente para determinar su color y valor. Si la piel se obtiene una semana antes de lo indicado, se pierde espesor; una semana más tarde se desvanece el lustre. Las licitaciones se hacen en dólares, simplemente para usar un patrón de cambio. En cada subasta compro cebellinas por valor de alrededor de medio millón de dólares.

Arkady no sabía qué decir. Ésa no era una conversación; era un monólogo peripatético. Se descubrió siendo aleccionado e ignorado al mismo tiempo.

—Como socio de negocios y antiguo amigo, he sido honrado con invitaciones a diferentes instalaciones soviéticas, aparte del Palacio de las Pieles. El año pasado volé a Irkutsk para visitar el centro de pieles de esa población. Ahora visito Moscú por negocios. Cada primavera el ministro de Comercio local se pone en contacto con algunos compradores y negocia una venta con descuento de las pieles sobrantes. Siempre disfruto de mis visitas a Moscú debido a la gran variedad de personas rusas que he llegado a conocer. Trato no sólo a mis amigos de los ministerios, sino también a artistas, bailarines y gente del cine. Y ahora, conozco a un investigador principal de homicidios. Lamento no poder quedarme hasta el día del Trabajo, porque tendré que partir la noche anterior para Nueva York.

Osborne abrió una pitillera de oro, sacó un cigarrillo y lo encendió sin perder el paso. Arkady advirtió que el monólogo no era azaroso. Había ido directamente al grano. Cada aspecto de las actividades de Osborne había sido proporcionado de una manera que dejaba a Arkady en el papel del más inepto empleado gubernamental. El efecto no era mera apariencia. En cuestión de minutos, casualmente. Osborne había demostrado su superioridad. En la mente del investigador no quedaba ninguna duda, salvo aquéllas tan acusatorias que no podían transformarse en preguntas.

—¿Cómo las matan? —preguntó Arkady.

—¿A quiénes? —Osborne se detuvo sin mostrar más interés que si Arkady hubiera hecho una observación sobre el tiempo.

—Las cebellinas.

—Con inyecciones. Un proceso indoloro. —Osborne empezó a caminar nuevamente, algo menos deprisa. La bruma se adhería a su sombrero de cebellina—. ¿Se interesa usted profesionalmente en todo, investigador?

—Es que las cebellinas son tan fascinantes… ¿Cómo las atrapan?

—Se las puede sacar de sus madrigueras con humo. O ser obligadas a trepar a los árboles con perros adiestrados en la caza de cebellinas; luego se cortan los árboles circundantes y se extienden redes.

—¿Las cebellinas se cazan como los visones?

—Las cebellinas cazan visones. No hay nada más veloz sobre la nieve. Para ellas, Siberia es el paraíso.

Arkady se detuvo y echó a perder tres cerillas antes de poder encender uno de sus cigarrillos Primas. Una sonrisa comunicó a Osborne que todo lo que pretendía el investigador era sostener una charla divertida.

—Leningrado —suspiró Arkady—, una ciudad muy hermosa. Me parece que la llaman la Venecia del Norte.

—Algunas personas la llaman así.

—Lo que quiero saber es por qué Leningrado tiene todos los grandes poetas. No me refiero a Yevtushenko o a Voznesensky, sino a los grandes poetas como la Akhmatova y Mandelstam. ¿Conoce usted la poesía de Mandelstam?

—Sé que ha caído en desgracia con el Partido.

—Ah, pero ya murió, lo cual mejora estupendamente su posición política —dijo Arkady—. De todos modos, mire nuestro río Moscova, roto como una calle de hormigón. Luego, considere al río Neva de Mandelstam, «pesado como una medusa». Es una frase que dice tanto…

—Quizá no sepa usted —Osborne miró su reloj— que casi nadie en Occidente lee a Mandelstam. Es demasiado ruso. No se puede traducir.

—¡Es lo que digo! Es demasiado ruso. Puede ser una falla.

—¿Ése es su parecer?

—Como esos cadáveres que encontramos en el Parque Gorki, acerca de los cuales usted me hizo preguntas. ¿Tres personas muertas a tiros con gran eficiencia y con una automática occidental? Eso no se puede traducir al ruso en absoluto, ¿verdad?

A veces una racha de viento agita una pancarta y la cara pintada en ella, aunque no cambia de expresión, tiembla. Arkady advirtió un temblor semejante en los ojos de Osborne, una especie de excitación.

—Señor Osborne, debe usted de haber notado una diferencia entre un hombre como usted y otro como yo. Mi manera de pensar es tan sosa, tan proletaria, que es un privilegio conocer a alguien tan sofisticado como usted. Así, puede usted imaginar mis dificultades al tratar de imaginar por qué un occidental se molestaría en matar a tres rusos. No se trata de guerra o espionaje. Permítame confesar que no estoy equipado para semejantes disquisiciones. Por lo general, encuentro un cadáver. La escena del crimen está toda revuelta… hay sangre por todas partes, huellas digitales, probablemente también el arma asesina. Un niño con estómago fuerte podría hacer mi trabajo tan bien como yo. ¿Los motivos? Adulterio, un arrebato de borracho, el préstamo de algunos rublos, tal vez una mujer que mata a otra porque se le perdió un pollo. Debo decir que la cocina comunitaria es un foco de pasiones. Francamente, si tuviera intención de ser un ideólogo o de dirigir un ministerio o de conocer la diferencia entre dos pieles, eso es lo que haría, ¿no? Así que es menester simpatizar con un esforzado investigador que tropieza con un crimen hábilmente planeado, y audazmente ejecutado y que demuestra, si no me equivoco, ingenio.

—¿Ingenio? —dijo Osborne, interesado.

—Sí. Recuerde lo que dijo Lenin: «La clase trabajadora no está separada de la vieja sociedad burguesa por una muralla china. Y cuando se produzca la Revolución, no sucederá que al morir un individuo se sepulte a sí mismo. Cuando muera la vieja sociedad, será imposible envolver su cuerpo en un sudario y ponerlo en una tumba. Se pudrirá entre nosotros; ese cadáver nos oprimirá y nos contaminará». Considere, entonces, a un hombre de negocios burgués capaz de ejecutar a dos trabajadores soviéticos y de dejarlos en el corazón de Moscú, y dígame si no es un sujeto ingenioso.

—¿Dos, dice? Creí que había hallado tres cuerpos en el parque.

—Tres. ¿Conoce usted bien Moscú, señor Osborne? ¿Disfruta de sus visitas a la ciudad?

Habían vuelto a caminar, dejando huellas oscuras en las piedras. Pese a la hora, los conductores habían encendido las luces de sus coches. Delante, una niebla amarillenta se aferraba a un puente.

—¿Disfruta usted de su estancia en Moscú? —repitió Arkady.

—Investigador, durante la gira que hice por Siberia me dio la bienvenida el alcalde de una aldea, que me mostró el edificio más moderno de la población. Tenía dieciséis aseos, dos mingitorios y un solo fregadero. Era el excusado comunitario. Los dirigentes de la aldea se reunían allí con los pantalones bajados y defecaban mientras tomaban sus decisiones importantes. —Osborne hizo una pausa—. Desde luego, Moscú es mucho más grande.

—Señor Osborne —lo interrumpió Arkady—, disculpe, pero ¿dije algo que lo molestara?

—Usted no puede molestarme. Se me ocurre que yo podría estar distrayéndolo de su investigación.

—De ninguna manera. —Arkady rozó el abrigo de Osborne a la altura del brazo y reanudó el paseo—. La verdad es que usted me ayuda. Si por un minuto pudiera pensar, no como ruso sino como un genio de los negocios, mis problemas desaparecerían.

—¿Qué quiere decir?

—¿No se necesita ser un genio para encontrar algo por lo que valga la pena matar rusos? No es un halago; es admiración. ¿Pieles? No, ellos podrían comprarlas para usted. ¿Oro? ¿Cómo podría sacarlo del país? Tendría bastantes problemas para deshacerse de la bolsa.

—¿Qué bolsa?

Arkady dio una palmada explosiva.

—Todo está hecho. Los dos hombres y la mujer han muerto. El asesino mete comida, bebidas y una pistola en una bolsa de cuero agujereada por los balazos. Atraviesa el parque patinando. Nieva, está oscureciendo. Fuera del parque, debe meter los patines en la bolsa y librarse de ella confiando en que nadie lo vea. No debe hacerlo en el parque y tampoco usar un cubo de basura porque en cualquiera de ambos casos se encontraría la bolsa y, al menos en Moscú, se informaría a la milicia. ¿Es mejor usar el río?

—El río ha estado congelado todo el invierno.

—Muy cierto. Sin embargo, una vez desaparecida la bolsa como por arte de magia, debe regresar a este lado del río.

—El puente Krimsky. —Osborne hizo un gesto en la dirección en que caminaban.

—¿Sin llamar la atención de alguna babushka suspicaz o algún miliciano? La gente es tan ruidosa…

—Taxi.

—No, eso es azaroso para los extranjeros. Mejor recurrir a un amigo que espere en el camino del muelle en un automóvil; eso es obvio hasta para mí.

—¿Por qué no se encontraba el cómplice en el sitio del asesinato?

—¿Él? —Arkady se echó a reír—. ¡Jamás! Se trata de seducir, de inspirar confianza. El cómplice no podía atraer las moscas hacia un pastel. —Arkady se puso serio—. En verdad, el primer hombre, el asesino, calculó todo esto con sumo cuidado.

—¿Lo vio alguien con la bolsa?

El río quedaba oculto tras la llovizna. Osborne estaba preocupado por un posible testigo. Ya volverían a eso.

—Insignificante. Lo que quiero saber —dijo Arkady—, es el motivo. ¿Por qué? No me refiero a un objeto… digamos, un icono. Quiero decir, ¿por qué un hombre inteligente, triunfador y más acaudalado probablemente que cualquier otro de la Unión Soviética asesinaría para tener más? Si pudiera entender al hombre, entendería el crimen. Dígame, ¿podría entenderlo?

Osborne era impenetrable. Arkady se sentía como si estuviera arañando una superficie resbalosa e inexpugnable. El ante, la cebellina, la piel, los ojos, eran todos iguales, todos… dinero. Ésa era una palabra que el investigador nunca había usado antes en ese contexto. De modo abstracto, en las fantasías de los ladrones, sí. Pero nunca había entrado en contacto físico con el dinero. Pues eso era Osborne, un hombre que rezumaba dinero por todos sus poros. ¿Comprendería a un hombre así?

—Supongo que no —contestó Osborne.

—¿Sexo? —inquirió Arkady—. Un desconocido solitario conoce a una chica hermosa y se la lleva a su cuarto de hotel. Las empleadas del hotel se harán las desentendidas cuando se trate del extranjero adecuado. El hombre y la chica empiezan a verse regularmente. De pronto, ella exige dinero y le presenta un esposo de aspecto patibulario. Es una vulgar extorsionista.

—No.

—¿Hay un fallo?

—De perspectiva. Para los occidentales, los rusos son una raza fea.

—¿Es un hecho?

—En general, aquí las mujeres no tienen más atractivo que las vacas. Por eso sus escritores rusos hacen tanto escándalo acerca de los ojos de sus heroínas, su apariencia velada y miradas hechiceras, porque ningún otro aspecto físico invita a la descripción —dijo Osborne—. Todo se debe a sus largos inviernos. ¿Qué puede ser más caliente que una mujer gruesa con piernas peludas? Los hombres son más delgados, pero también más feos. Como está descartada la buena apariencia, el único atractivo sexual que queda son los cuellos gruesos y cejas espesas, como de toros.

Arkady pensó que podía estar escuchando una descripción de trogloditas.

—A juzgar por su apellido, usted debe de tener ascendientes en Ucrania, ¿no? —agregó Osborne.

—Sí. Bueno, descartaremos el sexo…

—Parece prudente.

—… lo que nos deja un crimen sin motivo. —Arkady frunció el ceño.

Volviéndose lentamente, como una puerta, Osborne lo miró:

—Asombroso. Es usted un pozo de sorpresas. ¿Habla en serio?

—Oh, sí.

—¿Un triple crimen por puro capricho?

—Sí.

—Increíble. Quiero decir —Osborne estaba entusiasmado— literalmente increíble, de parte de un investigador de su experiencia. Se creería de otro, no de usted. —Osborne inhaló profundamente—. Digamos que tal suceso ocurrió, un asesinato sin motivos, sin testigos, ¿qué posibilidades tiene de encontrar al asesino?

—Ninguna.

—Pero eso es lo que usted cree que pasó.

—No. Sólo quiero decir que no he hallado el motivo. Los motivos son diferentes. Es la perspectiva, como usted dice. Pensemos en un hombre que visita ocasionalmente una isla de gente primitiva, de la Edad de Piedra. Habla su lengua, es un adulador experto, se hace amigo de los jefes locales. Al mismo tiempo, es consciente de su superioridad. En rigor, encuentra a los nativos ridículamente despreciables. —Arkady hablaba despacio, tanteando el camino, recordando el relato confuso sobre los soldados alemanes muertos por Osborne y Mendel—. En un momento queda mezclado en el asesinato de un nativo. Eso sucede durante una guerra entre tribus, de modo que lo premian en lugar de castigarlo. Con el tiempo, el recuerdo de esa hazaña le complace, así como otro hombre disfruta recordando la primera vez que tuvo intimidad con una mujer. La sociedad primitiva tiene cierto atractivo, ¿no le parece?

—¿Un atractivo?

—Es una revelación para este hombre. Descubre cuáles son sus impulsos, y también encuentra un lugar donde puede dejarse llevar por ellos. Un lugar fuera de la civilización.

—¿Y si está en lo justo?

—Desde su punto de vista, puede estarlo. Los nativos son primitivos, no hay duda al respecto. Pero pese a su apariencia civilizada, sospecho que siente el mismo odio por todo el mundo. Sólo en esa isla atrasada acepta sus sentimientos.

—Aun así, si matara al azar, usted no lo atraparía.

—Pero ése no es el caso. En primer lugar, deja pasar muchos años antes de volver a dar rienda suelta a su impulso violento. Es un aficionado, aunque un aficionado inspirado, y es un hecho curioso que el aficionado, una vez que ha cometido con éxito un crimen, casi siempre trata de repetir su acción como si sólo él poseyera el secreto del crimen perfecto. De modo que hay un patrón.

También todo está planeado cuidadosamente. Siendo un hombre superior tiene que sentirse en pleno control de la situación. Al grado de aprovechar el trueno del cañón de la obertura de Tchaikovsky que se escucha en el parque, ¿sí? Levanta la pistola dentro de la bolsa, mata al bruto, luego al segundo hombre y a la chica, desuella sus caras, arranca las huellas digitales y escapa. Sin embargo, sólo hasta allí puede llegar la planificación. Es injusto, pero existe el elemento del azar. Pudo andar por ahí algún vendedor que haya llevado su carrito con mercancías al arbolado para descansar, algunos chicos escondidos entre los árboles, enamorados que irían a cualquier sitio en busca de soledad. Después de todo, ¿adonde pueden ir los enamorados en invierno? Conteste esa pregunta.

—Entonces, ¿hubo un testigo?

—¿De qué sirve un testigo? Su memoria es insegura ya al día siguiente. Al cabo de tres meses, francamente, podría hacer que reconocieran a cualquiera que se me antojara. Solamente el asesino puede ayudarme ahora.

—¿Lo hará?

—Podría esconderme como una rana bajo el río y él acudiría allí en mi busca.

—¿Por qué?

—Porque no basta con matar. Hasta el hombre más torpe lo descubre cuando la primera emoción desaparece. El asesinato es sólo la mitad del acto. ¿No cree usted que un hombre superior necesitaría ver, personalmente y para su satisfacción, a un investigador como yo, reducido a la impotencia y la futilidad, incluso hasta a la admiración?

—¿Sería un reto, investigador?

—Tomando todo en consideración —dijo Arkady pisando una colilla—, no desmesurado.

Habían llegado al puente NovoArbatsky. Desde ambas márgenes, las estrellas rosadas del hotel Ucrania y del Ministerio de Relaciones relucían como faros. La limusina de Osborne se acercó a la acera.

—Investigador Renko, usted es un hombre honesto —dijo Osborne con una voz repentinamente más cálida, como si una vez terminado el paseo, él y Arkady hubieran desarrollado una cansada pero amistosa informalidad. Forzó una sonrisa semejante a la del actor en la última escena de la obra—. Le deseo buena suerte, porque sólo estaré una semana más en Moscú y creo que no nos volveremos a ver. Sin embargo, no quiero que se vaya usted con las manos vacías. —Osborne se quitó el sombrero de cebellina y lo depositó en la mano de Arkady—. Es un obsequio —dijo—. Cuando me dijo usted en la casa de baños que siempre había querido un sombrero, supe que tenía que obsequiárselo. Tuve que adivinar la medida, pero tengo buen ojo para las cabezas. —Miró a Arkady desde diferentes ángulos—. Es perfecto.

Arkady se quitó el sombrero. Era negro como la tinta china, con una textura de satín.

—Es muy bonito. Pero… —devolvió el sombrero con pena— no lo puedo aceptar. Tenemos reglamentos respecto a recibir regalos.

—Me sentiré ofendido si lo rechaza.

—Bueno, déme unos días para pensar sobre esto. De esa forma tendremos una excusa para volver a hablar.

—Cualquier excusa será buena. —Osborne estrechó con firmeza la mano de Arkady y luego se metió en su limusina, que atravesó el puente.

Arkady fue a por su coche en el Ucrania y acudió a la delegación de Oktyabrsky, donde preguntó si se habían visto extranjeros esperando dentro de coches cerca del Parque Gorki alrededor de la hora en que se cometieron los asesinatos.

Para cuando partió, había salido un ancho sol anaranjado. Se deslizaba por entre los cables del puente Krimsky. Partes de él relucían como monedas en las ventanas del ministerio. En los charcos del camino del muelle donde él y Osborne habían caminado hacía poco, se reflejaban sus rayos.

El investigador principal Ilya Nikitin, con su ralo cabello húmedo pegado a la cabeza redonda, miró de soslayo entre el humo del cigarrillo metido entre sus dientes. Vivía solo en el distrito de Arbat, en una casa estrecha cuya pintura se descascaraba y donde el yeso caía del techo para perderse entre montones de libros, polvorientos y marcados con trozos de papel entre las hojas amarillentas, que se elevaban hasta dos y tres metros de altura en columnas de cinco tomos. Arkady recordaba las ventanas de tres hojas que daban al río y las Colinas Lenin, pero esa perspectiva existía sólo en su memoria. Habían surgido pilas de libros frente a las ventanas, en la cocina, en la escalera y en los dormitorios del segundo piso…

—Kirwill, Kirwill… —Con cuidado, Nikitin hizo a un lado archivos de las Enmiendas parciales de la Carta del Monopolio de publicaciones de toda la Unión para dejar al descubierto una botella casi vacía de oporto rumano. Bebió pestañeando mientras empezaba a subir penosamente la escalera—. ¿De modo que aún acudes a Ilya cuando necesitas ayuda?

Cuando Arkady ingresó en la oficina del fiscal, concluyó que Nikitin era un genio progresista, o un genio partidario de la línea dura. Un autor de reformas legales o un estalinista. Un compañero de juerga del cantante negro Robeson o confidente del novelista reaccionario Sholokov. En todo caso, un genio con inclinaciones gnósticas. Una figura de blanco o de negro pintada por sus propios destellos, sostenida por los nombres que dejaba caer.

No había duda de que Nikitin había sido un brillante investigador principal de homicidios. Aunque Arkady daba forma a un caso, siempre era Nikitin quien entraba en la sala de interrogatorios provisto de dos botellas y una sonrisa burlona, para emerger de ella dos horas más tarde con un asesino dócil y avergonzado.

—La confesión lo es todo —explicaba Nikitin—. Si no se le suministra religión o psicología a la gente, al menos hay que dejarla confesar un crimen. Proust decía que se podía seducir a cualquier mujer si se estaba dispuesto a sentarse y escuchar sus quejas hasta las cuatro de la madrugada. En el fondo, todo asesino es un ser agraviado.

Cuando Arkady le preguntó por qué se había cambiado de la Sección de Homicidios a la de Enlace Gubernamental, Nikitin contestó:

—Por los sobornos, «boychik».

—Kirwill. Rojos. Diego Rivera. La batalla de la plaza Unión. —Volviéndose a mirarlo, Nikitin preguntó—: ¿Sabes dónde está Nueva York? —Bajó un peldaño, empujando un libro, que a su vez arrastró otros dos escaleras abajo, y luego a otro más. Al cabo de un momento de peligro, el alud se detuvo.

—Háblame de Kirwill —dijo Arkady.

Nikitin sacudió la cabeza como si fuera un dedo.

—Corrección: Kirwills. Estrella Roja. —Hizo acopio de fuerzas para arrastrarse a través de un pasillo del segundo piso flanqueado por paredes de libros.

—¿Quiénes fueron los Kirwill? —inquirió Arkady.

Nikitin dejó caer su botella vacía, tropezó con ella con la rodilla y rodó sobre la espalda con el vientre encajado entre pilas de libros, indefenso.

—Me robaste una botella de mi oficina, Arkasha. Eres un ladrón. Vete al diablo.

Frente a los ojos de Arkady había una costra dura de queso y media botella de vino de ciruela sobre un libro titulado Opresión política en Estados Unidos, 1929-1941. Luego de meterse la botella bajo el brazo, hojeó el índice de la obra.

—¿Me puedes prestar este libro?

—Dame esa botella —dijo Nikitin.

Arkady la dejó caer en manos de Nikitin.

—No —dijo Nikitin sacando el corcho—. Quédate con él. No regreses.

La oficina de Belov era un monumento a la guerra. Pequeños soldados granulados marchaban a través de fotografías de periódico. Titulares enmarcados en papel de periódico tan fino como papel de China, declaraban: «Valiente defensa en el Volga», «Recia resistencia aplastada», «Los héroes encomian a la patria». Belov dormía con la boca abierta; en su labio inferior había migajas de pan, lo mismo que en la pechera de la camisa. Tenía una cerveza en la mano. Arkady tomó la otra silla y abrió el libro de Nikitin.

El mitin efectuado en la plaza Unión en 1930 fue la reunión pública más grande organizada jamás por el P. C. de EE. UU. Trabajadores cesantes ansiosos de escuchar y ser escuchados por la vanguardia de la justicia social acudieron a la plaza en números superiores a los anticipados por los líderes. Pese al hecho de que el comisionado de policía de Nueva York, Grover A. Whalen, ordenó que los metros no se detuvieran en las cercanías de la plaza, se calcula que se congregaron más de cincuenta mil personas. La policía y sus agentes tomaron otras medidas para romper, dividir o acallar la voluntad de los asistentes. Cuando se cantaba La Internacional, agentes encubiertos del llamado Escuadrón Radical se infiltraron en la plaza. Provocadores intentaron sin éxito instigar ataques contra la policía uniformada. No se permitió el uso de cámaras de cine que registraran el glorioso mitin por instrucciones del comisionado Whalen, quien más tarde dijo: «No vi razón alguna para perpetuar expresiones de traición, y no quiero dedicarme a la censura». Sus declaraciones ejemplifican los roles contradictorios de la policía en una sociedad capitalista: uno es el de guardián de la paz, que entra en conflicto con el rol de vigilante al servicio de la clase explotadora.

Arkady pasó por alto un mensaje de solidaridad de Stalin que había sido leído a la excitada multitud.

Una marcha pacífica al Ayuntamiento fue propuesta por el orador William Z. Foster. Tan pronto como la multitud empezó a moverse, sin embargo, su paso fue bloqueado por un camión blindado de la policía. Ésa fue la señal dada por Whalen a la policía reunida en las calles laterales. A pie y a caballo, a la cosaca, la policía cayó sobre hombres, mujeres y niños inermes. Los negros, especialmente, fueron objeto de sus ataques. Una muchacha negra fue levantada por un policía mientras sus compañeros la golpeaban en los senos y el estómago. James y Edna Kirwill, editores de Estrella Roja, una publicación del catolicismo de izquierda, fueron derribados a golpes de cachiporra, debatiéndose en el suelo en su propia sangre. La policía montada arremetió por igual contra los miembros del Partido que llevaban pancartas y contra ciudadanos que pasaban por allí. Los líderes del Partido fueron atacados y arrestados. Una vez en sus celdas, no se les permitió consultar abogados o salir libres bajo fianza, en conformidad con la declaración del comisionado Whalen en el sentido de que «esos enemigos de la sociedad serían expulsados de Nueva York sin tener en cuenta sus derechos constitucionales».

El investigador principal para la industria abrió dos ojos legañosos, se lamió los labios y se incorporó.

—Estaba —empezó a decir, tomando la cerveza cuando comenzaba a volcarse— buscando algunos ordenamientos de fábricas. —Reunió los restos de un emparedado, los echó en el cesto de papeles con un esfuerzo que lo hizo eructar, y miró con fijeza a Arkady—. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?

—Estaba mirando un libro, tío Seva —contestó Arkady—. El libro dice que los «enemigos de la sociedad deben ser expulsados sin tener en cuenta sus derechos constitucionales».

—Eso es fácil —contestó el anciano tras cavilar un momento—. Por definición, los enemigos de la sociedad no tienen derechos constitucionales.

—Eso es —dijo Arkady chasqueando los dedos.

—Es una cuestión elemental. —Belov desechó los halagos—. ¿Qué quieres? Ahora sólo me escuchas cuando quieres algo.

—Estoy tratando de hallar un arma arrojada al río en enero.

—Sobre el río, querrás decir. Estaba congelado.

—Cierto, pero es posible que no en todas partes. Algunas fábricas todavía descargan agua caliente en el río, impidiendo la formación de hielo. Tú sabes de fábricas más que nadie.

—La contaminación es un tema más importante, Arkasha. Hay órdenes estrictas a las empresas relacionadas con el medio ambiente. Cuando eras pequeño siempre te quejabas de las fábricas. Eras un chico latoso.

—Agua caliente limpia, descargada con permiso por una industria especial.

—Todos piensan que ellos son un caso especial. Descargar agua residual en el río Moscova dentro de los límites de la ciudad está estrictamente prohibido gracias a gente como tú.

—Pero la industria debe progresar. Un país es como un cuerpo. Primero el músculo, luego la loción para el cabello.

—Cierto, y tú crees estar burlándote de mí, Arkasha, cuando dices algo que es cierto. Preferirías vivir en una ciudad ostentosa como París. ¿Sabes por qué tienen bulevares tan grandes allí? Son más apropiados para matar comunistas. Así que no vengas a quejarte de la contaminación. —Cuando Belov se frotó la cara se le arrugó la piel como un budín—. Lo que buscas es la Curtiduría Gorki. Con un permiso muy especial, descargan agua tratada. Toda la tintura es previamente eliminada, ¿entiendes? Tengo un mapa…

Belov buscó entre sus cajones y encontró un mapa industrial, un papel anaranjado y negro del tamaño de un mantel.

—Guantes, libretas de notas, fundas, ese tipo de cosas. Aquí… —su dedo descendió hasta el muelle contiguo al Parque Gorki— hay un tubo de descarga. El río está congelado allí, pero sólo tiene una capa delgada de hielo. Algo pesado podría atravesarla y la costra se volvería a formar en una hora más o menos. Y así, Arkasha, ¿qué posibilidades crees que hay de que un hombre arroje un arma en el río en el único lugar donde el hielo no tiene un metro de espesor?

—¿Cómo sabías que estaba buscando una pistola, tío?

—Arkasha, soy viejo, simplemente. No estoy totalmente senil y tampoco estoy sordo. Escucho cosas.

—¿Como cuáles?

—Cosas. —Belov miró a Arkady y a las hazañas heroicas de la pared—. Ya no entiendo las cosas. Antes, una persona podía creer en el futuro. Había camarillas, errores de juicio, purgas que quizás iban demasiado lejos, pero en el fondo todos estábamos actuando juntos… —Belov pestañeó. El anciano nunca había hecho confidencias a Arkady antes—. La ministra de Cultura fue cesada por corrupción; se hizo millonaria, construyó palacios. ¡Una ministra! ¿No tratábamos de cambiar todo eso?

El día de filmación en exteriores en Mosfilm había terminado.

Arkady siguió a Irina Asanova por un foro de cabañas de troncos y abedules asegurados en su sitio con tirantes de alambre. Sentía los cables eléctricos bajo los cuadros de césped. Pese al letrero que pedía NO FUMAR, la chica daba chupadas a un cigarrillo barato de cartón y tabaco colocado en una boquilla laqueada. Su raída chaqueta afgana dejaba ver un frágil vestido de algodón, y el lápiz que pendía de un cordón acentuaba de alguna forma la gracia de su cuello. Llevaba suelto el largo cabello castaño y miraba con desenfado a Arkady. La marca de su mejilla casi desaparecía bajo un fulgor rojo que no tenía nada que ver con el sol poniente. Era el fulgor descrito por Tolstoi en el rostro de los artilleros durante la batalla de Borodino, un sonrojo de alborozo al ver aproximarse la lucha.

—Valerya Davidova y su amante Kostia, Borodin, procedían de la región de Irkutsk —dijo Arkady—. Usted vino de Irkutsk, usted era la mejor amiga de Valerya allí, le escribió desde aquí, y cuando murió llevaba puestos sus patines «perdidos».

—¿Me va usted a arrestar? —Irina desafió a Arkady—. Fui a la Facultad de Derecho y conozco la ley tan bien como usted. Necesita que esté presente un miliciano si me va a arrestar.

—Ya me lo dijo antes. El hombre hallado con Valerya y Kostia era un americano de nombre James Kirwill. Usted lo conoció en la universidad. ¿Por qué sigue mintiéndome?

Ella se alejó, haciéndole caminar en círculo alrededor de las falsas cabañas. Pese a su actitud desafiante, él sentía como si estuviera cazando un cervatillo.

—No se tome las cosas personalmente. —Ella miró hacia atrás—. Por lo general miento a los de su clase.

—¿Por qué?

—Trato con ustedes como trataría con un leproso. Es usted infeccioso. Es miembro de una organización leprosa. No quiero contagiarme.

—¿Estudiaba leyes para convertirse en leprosa?

—En abogada. Es una doctora en cierto sentido, para defender a los sanos de los enfermos.

—Pero hablamos de asesinato, no de enfermedad. —Arkady encendió uno de sus cigarrillos—. Usted es muy valiente. Espera que algún Beria venga aquí y se coma un bebé ante sus ojos. Debo decepcionarla. Estoy aquí sólo para encontrar a la persona que mató a sus amigos.

—Ahora es usted quien miente. Sólo se interesa en cadáveres, no en los amigos de nadie. Se preocuparía por sus amigos, no por los míos.

Fue una acusación al azar, pero había dado en el blanco. La única razón por la que había ido al estudio era por Pasha.

—Observé su historial en la milicia. —Arkady cambió de tema—. ¿Qué calumnia antisoviética suya hizo que la expulsaran de la universidad?

—Como si no lo supiera.

—Suponga que no lo sé —dijo Arkady.

Por un momento, Irina Asanova se quedó inmóvil, como había estado cuando la vio por primera vez en el estudio, perdida en su autoconfianza misma o absorta en un mundo propio.

—Me parece —dijo— que prefiero a sus contrapartes de seguridad. Al menos hay honestidad en abofetear a una mujer. Su táctica, su falso interés, es una muestra de debilidad de carácter.

—Eso no es lo que usted dijo en la universidad.

—Le diré lo que dije en la universidad. Estaba en la cafetería hablando con unos amigos y dije que haría cualquier cosa por salir de Rusia. Algunos canallas del Komsomol escuchaban en la mesa contigua. Me denunciaron y me expulsaron.

—Desde luego, usted bromeaba. Debería haberse explicado.

Irina se acercó hasta casi tocarlo.

—Pero no bromeaba. Hablaba muy en serio. Investigador, si alguien me diera en este momento un arma y me dijera que podría salir de la Unión Soviética si lo matara a usted, lo mataría aquí mismo.

—¿En serio?

—Lo haría con gusto.

La chica apagó el cigarrillo aplastándolo contra el abedul que estaba junto a Arkady. La corteza blanca del árbol se ennegreció y humeó alrededor de la brasa y partes del tronco se encendieron y cayeron. Arkady experimentó una sensación de dolor, como si el fuego estuviera siendo aplastado contra su corazón. La creyó. La verdad había pasado de ella al árbol y a él.

—Camarada Asanova, no sé por qué todavía tengo este caso. —Intentó nuevamente convencerla—. No lo quiero, no debería tenerlo. Pero tres pobres personas fueron asesinadas, y todo lo que le pido es que venga conmigo ahora y vea los cadáveres. Quizá por la ropa o…

—No.

—Sólo cerciórese de que no son sus amigos. ¿No quiere estar segura?

—Sé que no son ellos.

—Entonces, ¿dónde se encuentran?

Irina Asanova no dijo nada. Una quemadura negra marcaba el árbol. Ella guardó silencio, pero el camino de la verdad seguía abierto. Arkady rió involuntariamente, espantado por su propia estupidez. No había dejado de preguntarse qué podía haber querido Osborne de los dos rusos; pero nunca se había preguntado qué podían haber querido ellos de él.

—¿Dónde cree que están? —inquirió él.

Advirtió que ella contenía la respiración.

—Kostia y Valerya huían de Siberia. —Arkady se contestó a sí mismo—. Eso no sería problema para un bandido como Kostia, que tenía pasajes robados de la Aeroflot. Es posible comprar papeles de trabajo en el mercado negro, así como un permiso de residencia aquí si puede pagarlo, y Kostia tenía fondos suficientes. Pero Moscú no era lo bastante lejos. Kostia quería salir del país. Y eso es imposible. En cambio murió con un norteamericano sobre el cual no hay registro de reingreso en la Unión Soviética.

Irina Asanova retrocedió en los últimos rayos de sol.

—De hecho —dijo Arkady—, ésa es la única razón por la que usted admite que los conoció. Yo sé que murieron en el Parque Gorki, pero usted cree que están vivos al otro lado de la frontera. Cree que escaparon.

Ella lucía una radiante mirada de triunfo.