10

La pancarta ocupaba un lado de la manzana y estaba hecha con letras rojas de la altura de un hombre. Decía: ¡la unión soviética es la esperanza de toda la humanidad!, ¡gloria al partido comunista de la unión soviética!

Más allá de la pancarta estaba la fábrica Likhachev, donde los trabajadores se afanaban por llenar la cuota especial de automóviles, tractores y neveras del día del Trabajo, metiendo tornillos con martillos, colocando serpentinas con martillos, haciendo vehículos enteros con martillos mientras el soldador los seguía a un paso de distancia con su bendito soplete. Todo lo que podía verse desde la pancarta era el humo intensamente plomizo de las chimeneas, cada una de cuyas bocanadas era tan grande como un furgón de ferrocarril y volaba con regularidad hacia el cielo matutino.

Arkady llevó a Swan a una cafetería, donde le dio fotos de James Kirwill, Kostia el Bandido y Valerya Davidova. Los borrachos matutinos levantaron su cabeza de las mesas. El jersey negro de Swan hacía aparecer su cuello y sus muñecas más delgados; Arkady se preguntó cómo podría sobrevivir como informante. Donde bebían los trabajadores, los milicianos andaban en parejas.

—Debe de ser difícil para usted —dijo Swan.

—¿Para mí? —Arkady se sorprendió.

—Siendo usted un hombre con sentimientos, quiero decir.

Arkady se preguntó si se trataría de una insinuación homosexual.

—Sólo pregunte acerca de esas caras. —Dejó algunos rublos sobre la mesa y partió.

Irina Asanova vivía en el sótano de un edificio sin terminar cercano al hipódromo. A medida que subía los peldaños, Arkady pudo ver con claridad la leve decoloración azul de su mejilla derecha y beneficiarse con su mirada. Era una marca lo bastante pequeña como para poder cubrirla con polvos si lo hubiera deseado; así como estaba, agregaba un borde azulado a sus ojos negros. El viento sacudía su abrigo emparchado.

—¿Dónde está Valerya? —preguntó Arkady.

—¿Cuál Valerya? —balbuceó.

—No eres de las ciudadanas que informan a la milicia del robo de sus patines —dijo él—. Eres de las que eluden a la milicia. No informarías del robo de tus patines a menos que temieras que pudieran conducir hasta ti.

—¿De qué se me acusa?

—De mentir. ¿A quién le diste tus patines?

—Perderé mi autobús. —Intentó alejarse.

Arkady la tomó de la mano, tibia y suave.

—Entonces dime quién es Valerya.

—¿Dónde? ¿Quién? No sé nada ni tampoco usted. —Se liberó de un tirón.

Al regreso, Arkady pasó junto a un grupo de muchachas que esperaban el autobús. Comparadas con Irina Asanova, eran tan ordinarias como coles.

Arkady relató una historia a Yevgeny Mendel, en el Ministerio de Comercio Exterior:

—Hace unos años, un turista norteamericano visitaba la aldea en que había nacido, a unos doscientos kilómetros de Moscú, cuando de pronto cayó muerto. Era verano y la gente de la localidad no quería ser irrespetuosa, así que pusieron el cuerpo en una nevera. Llamaron al Ministerio del Exterior, y recibieron instrucciones de no hacer nada hasta que recibieran formularios especiales para la muerte de turistas. Transcurrió un par de días y no llegaban los formularios. Una semana y nada. Toma tiempo organizarlos. Al cabo de dos semanas, los aldeanos se cansaron de tener al turista en la nevera, la única de la aldea. Después de todo, era verano y la leche se echaba a perder. Sólo podían meter un poco en el regazo del cadáver. Pues bien, ya conoces a los aldeanos… una noche se emborracharon, metieron el cuerpo en un camión, vinieron a Moscú y arrojaron el cadáver en el vestíbulo del Ministerio de Comerio Exterior. Luego abordaron de nuevo su camión y se fueron. Es una historia verdadera. Aquí lo ocurrido ocasionó una conmoción increíble. Un grupo de oficiales de la KGB rodeaba el cadáver. A las tres de la mañana llamaron al agregado norteamericano en la embajada. El pobre diablo pensó que iba a tener una charla privada con Gromyko y en cambio se topó con el muerto. No quiso tocarlo… no sin estar en posesión de los formularios apropiados. Pero nadie podía hallarlos. Alguien sugirió que no existían, cosa que desencadenó el pánico. Nadie quería a ese norteamericano. Se sugirió que se le hiciera desaparecer, que se le llevara de regreso a la aldea, que se le enterrara en el Parque Gorki, que se le diera un empleo en el ministerio. Finalmente, me llamaron a mí y al patólogo en jefe. Resultó entonces que nosotros teníamos los formularios apropiados, así que metimos al turista norteamericano en el baúl del automóvil del agregado. Ésa fue la última vez que estuve en este edificio.

Yevgeny Mendel, que estaba con Osborne en la casa de baños y que aparecía a menudo en las grabaciones de Osborne, no sabía nada de James Kirwill o de los cadáveres del Parque Gorki. De eso, Arkady estaba seguro. Ningún indicio de ansiedad o de inteligencia había perturbado la cara suave de Mendel durante la narración.

—¿Cuál era el formulario correcto para un turista norteamericano? —inquirió Mendel.

—Al final, acordaron extender un certificado de defunción.

A pesar de todo, Yevgeny Mendel estaba preocupado. Ahora sabía que Arkady era investigador, y si bien no le hubiera molestado un investigador que hubiese ascendido del pueblo común, sabía que Arkady provenía del círculo mágico de hijos «de las Altas Esferas» de Moscú, un producto de las mismas escuelas especiales y amistades comunes, y alguien perteneciente a ese círculo debía de ser algo más que un investigador principal. Mendel, el tonto de ese círculo, poseía un traje inglés, una pluma de plata junto al emblema del Partido en su solapa, una gran oficina muy arriba de la plaza Smolenskaya, con tres teléfonos y un emblema de latón de Soyuzpushnina, la agencia de exportación de pieles, en la pared. Por alguna razón, este investigador especial había caído, y las implicaciones sociales de ese hecho hacían brotar gotas de sudor en el mentón de Mendel, como si fueran gotas de agua sobre una buena mantequilla.

Arkady sacó partido de esa reacción. Mencionó la gran amistad que existió entre sus padres, elogió el valioso trabajo del padre de Yevgeny Mendel tras las líneas de combate durante la guerra, e insinuó que el viejo tonto había sido un cobarde.

—Sin embargo, fue condecorado por su valor —protestó Yevgeny—. Te puedo mostrar los papeles; te los enviaré. ¡Fue atacado en Leningrado! Estuvo con el americano que conociste el otro día, ¡qué coincidencia! Ambos fueron atacados por todo un escuadrón de alemanes. Mi padre y Osborne mataron a tres fascistas e hicieron huir al resto.

—¿Osborne? ¿Un peletero americano en el sitio de Leningrado?

—Ahora es peletero. Compra pieles rusas y las exporta a Estados Unidos. La que le cueste aquí cuatrocientos dólares, la vende allí a seiscientos. Eso es el capitalismo; hay que admirarlo. Es amigo de la Unión Soviética, lo cual ha quedado comprobado. ¿Puedo hablarte en confianza?

—Claro que sí —dijo Arkady, alentándolo.

Yevgeny no era malo; estaba nervioso. Quería que el investigador se fuera, pero no antes de que tuviera una elevada opinión de él.

—El mercado de pieles norteamericano está en manos de intereses sionistas internacionales —dijo con voz reposada.

—De los judíos, quieres decir.

—La judería internacional. Lamento decir que durante largo tiempo ha habido un elemento en Soyuzpushnina allegado a esos intereses. Mi padre esperaba romper esta relación reservando precios especialmente competitivos a determinados no sionistas. Los sionistas se enteraron e inundaron con su dinero el Palacio de las Pieles, y se llevaron toda la producción de marta cebellina.

—¿Osborne era uno de los no sionistas?

—Así es. Eso ocurrió hace diez años.

Desde la ventana de Mendel, el hielo del río mostraba grietas oscuras. Arkady encendió un cigarrillo y dejó caer la cerilla en el cesto de papeles.

—¿Cómo demostró Osborne ser amigo de la Unión Soviética, aparte de haber combatido heroicamente al lado de tu padre?

—No debería decírtelo.

—Podrías hacerlo.

—Bien —Mendel siguió a Arkady con un cenicero—; hace un par de años se realizó una transacción comercial entre Soyuzpushnina y los americanos productores de pieles. Lo llaman así: hacer rancho, como si fueran vaqueros. Fue un trueque de los animales de mejores pieles. Dos visones americanos por dos martas cebellinas rusas. Hermosos visones… todavía producen en una de nuestras granjas colectivas. Las cebellinas eran más hermosas; nada puede compararse con la cebellina rusa. Sin embargo, tenían un pequeño defecto.

—¿Cuál era?

—Estaban castradas. Bueno, es ilegal sacar cebellinas fértiles de la Unión Soviética. No debieron esperar que violáramos nuestras propias leyes. Los rancheros norteamericanos estaban molestos. En rigor, hasta organizaron un plan para infiltrar una persona en Rusia para robar algunas martas de una granja colectiva y sacarlas de contrabando. Sólo un verdadero amigo podía haber denunciado a sus propios compatriotas.

—Osborne.

—Osborne. Mostramos nuestro agradecimiento diciendo a los sionistas que en adelante una parte equitativa del mercado ruso de martas cebellinas correspondía a Osborne. Por servicios prestados.

—El aeroplano se ha demorado.

—¿Está retrasado?

—Todo marcha bien. Te preocupas demasiado.

—¿Tú no?

—Tranquilo, Hans.

—No me gusta esto.

—Es un poco tarde para pensar en gustos o disgustos.

—Todo el mundo sabe de esos nuevos Tupolevs.

—¿Un accidente? ¿Crees que sólo los alemanes pueden fabricar algo?

—Incluso una demora. Cuando llegues a Leningrado…

—Ya he estado antes en Leningrado. He estado allí con alemanes. Todo saldrá bien.

Arkady miró otra vez la fecha de la grabación: 2 de febrero. Osborne hablaba con Unmann el día de su partida hacia Helsinki. Arkady recordó el itinerario seguido por Unmann; el alemán había ido a Leningrado el mismo día, aparentemente no en el mismo avión.

—Ya he estado antes en Leningrado. He estado allí con alemanes. Todo saldrá bien.

¿Cómo, se preguntó Arkady, había matado Osborne a los tres alemanes en Leningrado?

Al escuchar las nuevas grabaciones de Osborne, Arkady reconoció la voz de Yevgeny Mendel.

John, serás invitado del ministro a la representación del Lago de los cisnes la víspera del día del Trabajo, ¿sí? Tú sabes, es muy tradicional, muy especial. Es importante asistir. Inmediatamente después te llevaremos al aeropuerto.

—Me siento honrado. Cuéntame cómo será todo.

Del invierno a la primavera se produjo un cambio. El Osborne invernal había sido maliciosamente divertido; el Osborne primaveral era complaciente y aburrido, un comerciante soso. Arkady escuchó brindis monótonos e interminables, una conversación cada vez más tediosa y prolongada. Sin embargo, después de horas de escuchar, comenzó a percibir un sentimiento de alerta. Osborne se escondía entre las interminables palabras como un hombre que se mantiene apartado entre los árboles.

Arkady pensó en Pasha.

—Un campesino fue a París —Pasha le había contado un chiste mientras daban vueltas buscando a Golodkin— y cuando regresó todos sus amigos acudieron a recibirlo. «Boris —le dijeron—, cuéntanos de tu viaje». Boris sacudió la cabeza y dijo: «Oh, el Louvre, las pinturas, que les den por el culo». «¿Y la Torre Eiffel?», le preguntó alguien. Boris extendió su mano todo lo que pudo y contestó: «Que les den por el culo». «¿Y Notre Dame?», inquirió alguien más. Boris rompió a llorar al recordar tan sublime belleza y exclamó: «¡Que les den por el culo!» «¡Ah, Boris! —exclamaron todos suspirando—, ¡qué recuerdos tan maravillosos tienes!»

Arkady se preguntó cómo describiría Pasha el cielo.

La plaza de la Revolución había sido antes la plaza de la Resurrección. El hotel Metropole se llamaba Grand Hotel.

Arkady encendió las luces. La colcha y las cortinas eran de la misma muselina roja raída. Había una alfombra persa con un dibujo indescifrable por el uso. La mesa, la cómoda y el ropero estaban moteados por desportilladuras y quemaduras de cigarrillo.

—¿Está permitido? —La encargada del piso estaba inquieta.

—Lo está —contestó Arkady cerrando la puerta para quedarse solo en el cuarto del turista William Kirwill.

Miró abajo, a la plaza, a los autobuses del Intourist alineados desde el Museo Lenin a la entrada del hotel, y a los turistas que los abordaban en grupos divididos según las lenguas, para asistir al ballet y la ópera. Según Intourist, Kirwill se había registrado para probar la cocina regional e ir al teatro. Arkady entró al baño. Era nuevo, limpio; lo primero que exigían los viajeros occidentales era higiene. Arkady llevó las toallas de baño al dormitorio; envolvió con ellas el teléfono y lo cubrió con las almohadas.

En la cómoda de William Kirwill había ropa interior americana, calcetines, jerséis y camisas americanas, pero nada de esa ropa rusa que había descrito Golodkin.

Bajo la cama no había ropa escondida. En el armario había una maleta de aluminio y vinilo cerrada con llave. Arkady la puso sobre la cama e intentó forzar la cerradura con su navaja. El cierre no se movió. Puso la maleta en el suelo y pisó la cerradura mientras trabajaba con la navaja. Un extremo saltó. Metió la navaja en el otro lado de la cerradura y finalmente la abrió. Puso la maleta sobre la cama y examinó su contenido.

Había cuatro libros pequeños: una Breve historia del arte ruso, una Guía turística de Rusia, una Guía de la galería Tretyaleov y la obra Moscú y sus alrededores de Nagel, unidos todos con una banda elástica ancha. Aparte, había una enorme edición de La Unión Soviética, de Schuithess. Encontró también dos cartones de cigarrillos Camel, una cámara Minolta de 35 mm adherida a un mango; también una lente de 10 pulgadas de largo, filtros y diez cajas de película cerradas. Cheques de viajero por valor de 1800 dólares, tres rollos de papel higiénico, un tubo metálico con tapa de rosca en un extremo y un émbolo acanalado en el otro, que accionaba una navaja de artista. Había calcetines sucios hechos una bola; una caja pequeña bien cerrada con bandas elásticas anchas; dentro de la caja halló un juego de pluma y lápiz de oro. Un bloc de papel cuadriculado, una bolsa de plástico que contenía un abrelatas, un sacacorchos, un destapador de botellas y una barra metálica plana y delgada doblada en un extremo y adherida al otro por un tornillo que atravesaba la barra sobre el ángulo. Un libro de cupones de comida del Intourist. Ninguna ropa rusa.

Arkady revisó los trajes que colgaban del armario; sólo había artículos americanos. Miró detrás y debajo de todos los muebles. Finalmente regresó a la maleta rota. Si al americano le gustaban tanto los productos rusos, podía comprarse una maleta nueva, algo bonito de cartón. Arkady quitó las bandas elásticas de los libros y los hojeó. Tomó el libro de fotografías de color de Schulthess, un libro voluminoso para alguien que viajaba con poco equipaje. En el centro, entre una fotografía a doble página de un festival ecuestre en Alma Ata, había una hoja suelta de papel cuadriculado en una escala de cinco pies por pulgada. Dibujados con precisión había árboles, senderos, la orilla de un río, un claro y, en medio de ese claro, tres tumbas. Salvo por la diferencia entre metros y pies, era una copia casi idéntica del dibujo realizado por la milicia del claro del Parque Gorki. Entre las dos páginas siguientes encontró un dibujo del parque entero a escala de veinte pies por pulgada. También encontró un calco de la radiografía de una pierna derecha; una sombra señalaba una fractura múltiple de la espinilla, la misma que la del tercer cadáver del parque. Una ficha dental y un calco de radiografía mostraban un tratamiento de conducto en el incisivo derecho superior, pero ningún molar de acero.

Arkady observó con mentalidad diferente el resto del contenido de la maleta. El tubo metálico que contenía la navaja de artista era curioso; ¿qué planeaba cortar en Moscú un hombre de negocios? Desatornilló la tapa del tubo y con el émbolo del otro extremo empujó hacia arriba la navaja que parecía no haber sido usada. Del tubo emanaba un débil olor. Era olor a pólvora. Al mirar por el agujero, distinguió la aguda punta del interior del émbolo. El tubo era el cañón de un arma.

En Moscú era difícil conseguir armas, y se improvisaban las armas más increíbles. Había una pandilla que confeccionaba escopetas con tubos de escape. Ahora que sabía qué buscaba, el investigador se hallaba en su elemento; le disgustó no haberlo visto todo de inmediato.

Para ser un fotógrafo tan aparentemente devoto, este turista no tomaba fotos. Arkady separó la cámara de su agarradera de madera. A lo largo de la parte superior del mango había un canal en el que encajaba el tubo perfectamente. Sólo sobresalía una pulgada del cañón al frente, y el émbolo atrás. A la izquierda de la agarradera había un agujero de tornillo. Por un momento, Arkady se quedó estupefacto. Luego abrió la bolsa de plástico, sacó los abridores y el sacacorchos y tomó la barra de forma extraña que había notado antes. La porción principal tenía diez centímetros de largo; el ángulo recto de un extremo, tres centímetros; la parte doblada del otro extremo, unos cuatro centímetros. Con la uña del pulgar atornilló el tornillo en el agujero de la agarradera, dejando juego suficiente para que la barra se moviera. Ahora el doblez quedaba transformado en un gatillo y el ángulo recto del otro extremo se asentaba firmemente en el émbolo del cañón, impidiéndole deslizarse hacia delante. Apretó el gatillo; el ángulo recto se elevó y el émbolo quedó libre. Lo volvió a colocar y pasó una de las gruesas bandas elásticas desde el frente del mango hasta el reverso del émbolo. Las balas. En los aeropuertos americanos el equipaje se examinaba con rayos X; ¿cómo ocultar balas? Arkady abrió el estuche de lápiz y pluma. Era un juego de oro de catorce quilates, impermeable a los rayos X. Al quitarles las tapas encontró dos balas calibre 22 en la de la pluma y otra en la del lápiz. Usando el mango largo de la navaja de artista metió una bala en el cañón hasta que quedó ajustada en el sitio donde la aguja del émbolo pegaría al avanzar. Demasiado ruido; apenas había oído algo cuando le dispararon bajo el puente del tren. En algún lugar había un silenciador. ¿Estaría oculto en una de las cajas de película? Era demasiado corta. Abrió el papel higiénico americano. Dentro del tercer rollo, en lugar del cilindro de cartón había uno de plástico negro rodeado de escapes de gas, con un saliente de rosca en un extremo.

En resumen, era un arma burda de un solo tiro, imprecisa a más de cinco metros de distancia. Más cerca, era adecuada. Arkady atornillaba el silenciador al cañón cuando se abrió la puerta. Apuntó con el arma a William Kirwill.

Kirwill cerró la puerta suavemente con la espalda. Miró la maleta rota, el teléfono acallado, el arma. Los vivos ojos azules revelaban sus sentimientos. Por lo demás, su aspecto era igual al de cualquier bruto: una cara roja de rasgos pequeños y netos, un cuerpo fornido aún duro pese a sus casi cincuenta años de edad, brazos y piernas robustos. A primera vista, un soldado; con una mirada más cuidadosa, un oficial. Arkady sabía que ése era el hombre con quien había peleado en el Parque Gorki. Kirwill miró atrás, con cautela pero alerta, dejando ver bajo su impermeable abierto una camisa deportiva rosada.

—Vine temprano. —Kirwill habló en inglés—. Ha vuelto a llover, por si no lo ha notado.

Se quitó el sombrero de ala corta para sacudirle el agua.

—No. —Arkady le habló en ruso—. Arroje el sombrero aquí.

Kirwill se encogió de hombros. El sombrero cayó a los pies de Arkady. Con una mano registró la banda del sombrero.

—Quítese la chaqueta y arrójela al suelo —dijo Arkady—. Saque hacia fuera los bolsillos.

Kirwill obedeció, dejando caer al suelo el impermeable, vaciando luego los bolsillos delanteros y traseros del pantalón, dejando caer la llave del cuarto, monedas y el billetero sobre la chaqueta.

—Empuje eso hacia mí con el pie —ordenó Arkady—. No lo patee.

—Está solo, ¿eh? —preguntó Kirwill.

Habló en ruso, con facilidad, mientras empujaba el impermeable por el suelo. El alcance efectivo del arma era de cinco metros; Arkady estimó que un metro era el alcance efectivo de Kirwill. Hizo señas a Kirwill para que se detuviera al doble de esa distancia y él mismo terminó de acercarse el impermeable. Kirwill tenía las mangas de la camisa enrolladas, dejando al descubierto muñecas gruesas, cubiertas de pecas y vello rojo que se estaba poniendo blanco.

—No se mueva —ordenó Arkady.

—Es mi habitación, ¿por qué no habría de moverme?

Kirwill tenía el pasaporte y el visado en su impermeable. En la cartera, Arkady encontró tres tarjetas de crédito, una licencia de conductor de Nueva York y un registro de coche, un papel con los números telefónicos de la embajada de Estados Unidos y de dos servicios noticiosos americanos. También encontró 800 rublos en efectivo, mucho dinero.

—¿Dónde está su credencial de comerciante? —preguntó Arkady.

—Viajo por placer. Me estoy divirtiendo mucho.

—Póngase de cara a la pared. Levante las manos y separe las piernas —ordenó Arkady.

Kirwill hizo lo que se le pedía lentamente. Arkady lo empujó desde atrás de modo que quedara en ángulo contra la pared, luego palpó la camisa y los pantalones. El hombre tenía la complexión de un oso.

Arkady retrocedió.

—Dése la vuelta y quítese los zapatos.

Kirwill se quitó los zapatos, mirando a Arkady y a la pistola.

—¿Se los entrego o los envío por correo? —preguntó Kirwill.

Increíble, pensó Arkady. El hombre realmente estaba dispuesto a atacar otra vez a un investigador soviético en una habitación del hotel Metropole.

—Siéntese. —Arkady señaló una silla junto al armario.

Podía ver a Kirwill calculando las posibilidades de un ataque súbito. A los investigadores se les proporcionaban armas y se esperaba que practicaran tiro. Arkady nunca llevaba consigo la suya y no había disparado una pistola desde que estuvo en el ejército. ¿Apuntaría al corazón o a la cabeza? En cualquier otra parte del cuerpo, una bala del 22 ni siquiera disminuiría la acometida de un hombre como Kirwill.

Finalmente, Kirwill se sentó. Arkady se arrodilló y examinó los zapatos, sin hallar nada. Kirwill se movió, echando hacia delante sus anchos hombros.

—Tenía curiosidad —dijo al ver que el cañón de la pistola le apuntaba—. Soy turista y se supone que los turistas son curiosos.

Arkady le arrojó los zapatos.

—Póngaselos y ate los cordones entre sí.

Una vez que Kirwill hizo esto, Arkady se acercó y con el pie inclinó la silla y a su ocupante, de modo que quedó apoyado contra la pared. Por primera vez desde que Kirwill había entrado en la habitación, Arkady se sintió razonablemente seguro.

—¿Ahora qué? —preguntó Kirwill—. ¿Va a amontonar los muebles encima de mí para tenerme dominado?

—Si fuera preciso.

—Bueno, usted podría necesitarlo. —Kirwill asumió una actitud burlona, una temeridad que Arkady había advertido en otros hombres fornidos, una vanidad originada en su aparente creencia de que su fuerza no tenía límites. Sin embargo, Arkady no entendía el odio reflejado en la mirada azul.

—Señor Kirwill, usted es culpable de violar el Artículo 15, al meter de contrabando un arma en la Unión Soviética, y el Artículo 218, al fabricar un arma peligrosa.

—Usted la manufacturó, no yo.

—Ha estado moviéndose por Moscú vestido como un ruso. Habló con un hombre llamado Golodkin. ¿Por qué?

—Dígamelo usted.

—Porque James Kirwill está muerto —dijo Arkady para impresionar a Kirwill.

—Usted debe de saberlo, Renko —contestó Kirwill—. Usted lo mató.

—¿No es usted el tipo que golpeé la otra noche en el parque? Pertenece a la oficina del fiscal, ¿correcto? ¿No envió usted a un hombre a seguirme a mí y a Golodkin cuando regresé al parque? Un tipo pequeño, con gafas. Lo seguí desde el parque a la oficina de la KGB. ¿Qué diferencia hay entre las oficinas, eh? —Kirwill inclinó la cabeza a un lado.

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó Arkady.

—Pregunté en la embajada, a los corresponsales de prensa. Leí todas las ediciones atrasadas del periódico Pravda. Hablé con la gente de la calle. Vigilé su depósito de cadáveres. Vigilé la oficina del fiscal. Cuando averigüé su nombre, vigilé su piso. No lo vi a usted, pero sí a su esposa y a su amigo vaciando el lugar. Yo estaba frente a su oficina cuando soltó a Golodkin.

Arkady no podía creer lo que oía. Ese loco no podía haberlo vigilado, seguido a Fet a la oficina de Pribluda, visto a Zoya. Cuando él y Pasha hicieron cola para comprar una cerveza en el quiosco de la esquina, al otro lado de la estación del metro, ¿estuvo Kirwill detrás de ellos?

—¿Por qué eligió esta época para venir a Moscú?

—Alguna vez tenía que venir. La primavera es un buen momento, un momento para que los cadáveres salgan del fondo del río. Buen tiempo para los cadáveres.

—¿Y cree usted que yo maté a James Kirwill?

—Quizás usted en persona no, pero sí usted y sus amigos. ¿Importa quién haya apretado el gatillo?

—¿Cómo sabe que le dispararon?

—Por la profundidad de la excavación en el claro del parque. Cuatro balas, ¿correcto? De todos modos, no se apuñala a tres personas hasta matarlas. Ojalá hubiera sabido que era usted el del parque, Renko. Lo habría matado.

Kirwill hablaba con pena y cierta diversión por haber perdido esa oportunidad. Su ruso no tenía acento, aunque conservaba un claro tono americano. Se cruzó de brazos como si quisiera apartarlos. Un hombre grande, inteligente, ejerce cierta fuerza de gravedad, una amenaza de absorción física, especialmente en una habitación pequeña. Arkady se sentó sobre una mesilla de noche que había contra la pared opuesta. ¿Cómo era posible que no hubiera advertido la presencia de alguien como Kirwill?

—Vino usted a Moscú a hacer preguntas en la comunidad extranjera acerca de un asesinato —dijo Arkady—. Usted tiene calcos de radiografías y fichas dentales. Debe de haber tenido la intención de colaborar en la investigación.

—Si fuera usted un investigador de verdad.

—Hay registros en el sentido de que James Kirwill salió de la Unión Soviética el año pasado; no los hay de que haya regresado. ¿Por qué pensó que estaba aquí, y que estaba muerto?

—Pero usted no es un investigador de verdad. Sus detectives pasan tanto tiempo con la KGB como con usted.

No había manera de explicar la función de Fet a un americano, y Arkady no intentó hacerlo.

—¿Qué parentesco hay entre usted y James Kirwill?

—Dígamelo usted.

—Señor Kirwill, yo trabajo bajo las órdenes del fiscal de la ciudad de Moscú, y de nadie más. Investigo el asesinato de tres personas en el Parque Gorki. Vino usted desde Nueva York con información que podría ser de ayuda. Démela.

—No.

—No está usted en posición de negarse. Se le ha visto vestido como un ruso. Metió de contrabando un arma de fuego que ya disparó contra mí. Está usted reteniendo información, y eso es también un delito.

—Renko, ¿encontró aquí ropas rusas? De todas maneras, ¿es un crimen vestirse como usted? En cuanto a la pistola, o lo que sea que tiene en la mano, nunca lo vi antes. Usted forzó mi maleta y yo no sé qué puede haber puesto en ella. ¿Y de qué información habla usted?

Arkady quedó momentáneamente inmovilizado por semejante desprecio por la ley.

—Sus declaraciones acerca de Kirwill… —empezó otra vez.

—¿Qué declaraciones? El micrófono está en el teléfono, y usted ha cuidado de eso. Debió traer consigo algunos amigos, Renko. Como investigador no es usted muy competente.

—Tenemos sus dibujos de la escena del asesinato en el Parque Gorki y las radiografías y ficha dental que trajo, todo lo cual lo relaciona con James Kirwill, si él fue una de las víctimas.

—Los dibujos y la ficha fueron hechos con lápiz ruso en papel cuadriculado ruso —comentó Kirwill—. No hay radiografías, sólo calcos. En lo que debe usted pensar ahora, Renko, es en lo que la embajada americana dirá de un policía ruso que ataca a inocentes turistas americanos cuando es sorprendido —Kirwill miró su maleta abierta— aparentemente en el acto de robar. No pensaba usted llevarse nada, ¿verdad?

—Señor Kirwill, si informa usted de algo a su embajada lo pondrán en el siguiente avión que vaya a su casa. No vino usted aquí para regresar a casa, ¿verdad? Tampoco querrá pasar quince años en un centro de rehabilitación soviético.

—Puedo manejar la situación.

—¿Cómo es que habla usted tan bien el ruso? ¿Dónde he oído su nombre antes, antes de conocerlo a usted y a ese James Kirwill? Me parece ahora que es un nombre familiar.

—Adiós, Renko. Regrese con sus amigos de la policía secreta.

—Hábleme de James Kirwill.

—Váyase.

Arkady decidió retirarse. Al salir puso el pasaporte de Kirwill, su cartera y sus tarjetas de crédito sobre la mesilla.

—No se moleste —dijo Kirwill—, arreglaré el cuarto cuando se haya marchado.

La cartera pesaba y estaba rígida aun sin las tarjetas de crédito. En uno de los bordes había una costura a mano. Kirwill se inclinó hacia delante, lo que hizo que Arkady le apuntara con la pistola. ¿Era un espía?, pensó Arkady. ¿Se trataría de algo tan ridículo como un mensaje secreto cosido dentro de una cartera y una heroica redada de traidores y agentes extranjeros, con un investigador principal danzando en medio de todo? Arrancó la costura sin dejar de vigilar a Kirwill. De la cartera extrajo una placa metálica dorada con las figuras de un indio y un peregrino en relieve sobre fondo azul. Arriba decía: «Ciudad de Nueva York», y abajo: «teniente».

—¿Es usted policía?

—Detective —corrigió Kirwill.

—Entonces, debe usted ayudar —dijo Arkady como si fuera algo patente, porque así lo era para él—. Usted vio salir a Golodkin de mi oficina con un detective, un amigo mío, Pasha Pavlovich. —Un nombre como ése no significaría nada para un americano, decidió Arkady—. De todas maneras, era un detective con quien trabajé muchas veces, un hombre muy bueno. Una hora después, en el piso de Golodkin, ambos fueron muertos por alguien. No me importa Golodkin. Todo lo que deseo es encontrar al hombre que mató al detective. Las cosas pueden ser tan diferentes en América… Siendo un detective, usted entiende qué sucede cuando un amigo…

—Renko, váyase al demonio.

Arkady no se dio cuenta de que levantaba la pistola improvisada. Se descubrió apuntando a un punto entre los ojos de Kirwill y apretando el gatillo de modo que la doble banda elástica y el émbolo empezaron a moverse suavemente. En el último momento apuntó a otro lado. El armario saltó y un agujero de dos centímetros de diámetro apareció en la puerta del mueble, junto a la oreja de Kirwill. Arkady estaba estupefacto. Nunca antes había estado a punto de asesinar a nadie, y si tomaba en cuenta la poca precisión del arma tanto pudo acertar como fallar. Una blanca máscara de sorpresa apareció alrededor de los ojos de Kirwill, donde la sangre había dejado de fluir.

—Váyase mientras pueda —dijo Kirwill.

Arkady dejó caer el arma. Sin prisa, recogió los calcos de radiografías y la ficha dental de la maleta abierta. Se guardó la placa y arrojó a un lado la cartera.

—Necesito mi placa —dijo Kirwill levantándose de su silla.

—No en esta ciudad. —Arkady se dirigió a la puerta—. Ésta es mi ciudad —musitó para sí.

Nadie prestaba servicio nocturno en el laboratorio. Arkady comparó los calcos de radiografías y la ficha dental con los documentos de Levin, seguro de que en ese momento William Kirwill estaba probablemente deshaciéndose de su arma —un mango por aquí, un cañón por allí— en distintas partes de la ciudad. Para cuando llegó a su oficina en Novokuznetskaya a escribir un informe para Iamskoy, sabía que Kirwill estaría probablemente buscando asilo en la embajada de Estados Unidos. Estupendo; más pruebas para el fiscal, porque ahora estaba seguro de que el tercer cadáver del Parque Gorki era el de James Kirwill. Arkady dejó el informe en el escritorio del ayudante de Iamskoy, para que lo viera por la mañana.

La luz brillante de un fanal iluminaba el centro del río Moscova. La luz se movía. Había ruido como de movimiento de piedras. Arkady detuvo el coche y vio desde el embarcadero un rompehielos abriéndose paso por el río, empujando una cresta de hielo roto, dejando a la zaga témpanos que subían y caían en el agua agitada. El agua liberada se retorcía en trenzas negras.

Arkady anduvo a lo largo del río hasta que consumió un paquete de cigarrillos. Lo había impresionado el encuentro que tuvo en el hotel Metropole. No había matado a William Kirwill, pero había deseado hacerlo y había estado a punto de lograrlo. Estaba conmovido, porque no le había importado particularmente hacerlo o no. Y sospechaba que lo mismo le ocurría a Kirwill.

Al pasar por el Parque Gorki notó las luces encendidas del estudio de Andreev, en la cúspide del Instituto Etnológico. Aunque era medianoche, el antropólogo recibió amablemente a Arkady.

—Hago este trabajo para usted en mi tiempo libre, de modo que es justo que me haga compañía. Venga, la cena alcanza para los dos. —Andreev llevó a Arkady a una mesa donde las cabezas del hombre de Cromagnon dejaban sitio a los platos—. Hay remolachas, cebollas, salchichas, pan. Vodka no, lo siento. Sé por experiencia que los enanos se emborrachan muy pronto, y personalmente pienso que no hay nada más grotesco que un enano borracho.

Andreev estaba de tan buen humor que Arkady titubeó en decirle que en lo que a él concernía la investigación había concluido.

—¡Ah, pero usted querrá verla! —Andreev malinterpretó la indecisión de Arkady—. Por eso vino.

—¿Ya la terminó?

—Aún no. Sin embargo, puede mirar. —Levantó el lienzo que cubría la rueda de alfarero para mostrar los progresos efectuados.

La reconstrucción de la cara de la chica del Parque Gorki se hallaba en un punto intermedio en el que podía parecer la construcción de sus rasgos por un escultor, o una disección de ellos por un anatomista. Todos los músculos de su cuello estaban en su sitio, formando una graciosa columna sonrosada a la que sólo le faltaba la piel. Un soporte de músculos sonrosados se extendía desde el hueco nasal alrededor de las líneas de las encías, que mostraban los dientes. Músculos planos temporales se abrían en abanico por los pómulos y las sienes. Otros músculos suavizaban los ángulos de su mandíbula. En general, el tejido de franjas de yeso suavizaba la dureza del cráneo y lo hacía tan horrible como una máscara de muerte. La chica miraba con dos ojos castaños de vidrio.

—Como puede ver, ya he terminado los grandes músculos maseteros del maxilar y los del cuello. La posición de las vértebras de su cuello me indican cómo llevaba la cabeza, lo cual constituye también un indicio psicológico. Mantenía la cabeza alta. Noté al punto por las grandes ligaduras musculares del lado derecho de las vértebras que era diestra. Algunas cosas son muy sencillas. Los músculos de una mujer son más pequeños que los del hombre. El cráneo es más ligero, las cuencas de los ojos son más grandes y hay menos relieve óseo. Pero cada músculo debe ser esculpido individualmente. Mire su boca. Observe cuan uniformes son los dientes con una proyección media típica del Homo sapiens, salvo en algunos primitivos, aborígenes o pieles rojas. Lo importante es que en este tipo de mordida el labio superior es por lo común dominante. De hecho, la boca es una de las áreas de más fácil reconstrucción. Espere y verá, tiene una boca bonita. La nariz es más difícil, hay que hacer una triangulación desde el perfil horizontal de la cara y los contornos de las aberturas nasales y las cuencas de los ojos.

Los ojos de vidrio fijos en el yeso, sobresalían histéricamente.

—¿Cómo sabe qué tamaño de ojos ha de insertar? —preguntó Arkady.

—Los ojos de todos son más o menos del mismo tamaño. Esto lo decepciona. ¿Las «ventanas del alma» y todo eso? ¿Dónde quedaría el romance si no hubiera ojos? La verdad es que cuando hablamos de la forma de los ojos de una mujer, en realidad estamos describiendo la forma de sus párpados. «Ella ocultó deliberadamente la luz de sus ojos, pero a su pesar, relucían en la sonrisa apenas perceptible».

—Ana Karenina.

—¡Un letrado! Lo sospeché todo el tiempo. Y son los párpados, no hay más que párpados y ligaduras musculares. —Andreev subió a un banco y cortó un trozo de pan—. ¿Le gusta el circo, investigador?

—No de manera especial.

—A todo el mundo le gusta el circo. ¿Por qué a usted no?

—Algunas cosas me agradan. Los cosacos y los payasos.

—¿Son los osos los que le desagradan?

—Un poco. Pero la última vez que vi una función realizaron un número con babuinos amaestrados. Había una chica con un traje de lentejuelas que le quedaba demasiado estrecho; o tal vez fuera demasiado gorda; llamaba a los simios uno por uno para que rodaran por tierra e hicieran volteretas. Los animales no dejaban de mirar por encima del hombro a un sujeto robusto con traje de marinero, que hacía restallar un látigo detrás de ellos. Era absurdo. Ese bruto, barbudo, vestido con una especie de traje de marinero para niño, golpeaba a los babuinos cada vez que fallaban una suerte. Luego la muchacha gorda se aparta de los animales, hace una reverencia y todo el mundo aplaude.

—Exagera.

—No. Fue una verdadera demostración de crueldad con los babuinos —dijo Arkady.

—Se supone que la gente no ve lo que hace el hombre del látigo… por eso llevaba un traje de marinero. —Andreev sonrió ampliamente—. De todos modos, Renko, ¿qué es su disgusto comparado con el mío? Apenas me acabo de sentar cuando los niños empiezan a exigir a sus padres que los acerquen a mí. Para ellos, un enano debe ser parte del espectáculo. Debo decirle que en ninguna circunstancia aprecio a los niños.

—Entonces debe de odiar el circo.

—Me encanta. Enanos, gigantes, gente con cabello azul y narices rojas, o pelo verde y narices moradas. No sabe usted qué alivio se siente al escapar de la normalidad. Ahora me gustaría tener un poco de vodka. Sea como sea, esa situación le servirá a usted, investigador. El anterior director de este instituto era un buen hombre, gordo y bonachón y muy normal. Al igual que todos los artistas normales, sus reconstrucciones tendían a parecérsele. No al principio, pero terminaban por parecerse. Cada cara que hacía era un poco más redonda, un poco más alegre. Había aquí un gabinete de cavernarios y víctimas de asesinato, gordos y felices como nunca habrá visto otros. Una persona normal siempre se ve a sí misma en los otros, ¿sabe? Siempre. Yo veo con más claridad. —Andreev guiñó un ojo—. Confíe en los ojos del fenómeno.

Mientras dormía sonó el teléfono. Llamaba el detective Yakutsky, que primero preguntó qué hora era en Moscú.

—Es tarde —balbuceó Arkady.

Le pareció que las llamadas entre Siberia y Moscú siempre comenzaban con una ritual determinación de la diferencia horaria.

—Estoy en el turno matutino aquí —dijo Yakutsky—. Tengo un poco más de información sobre Valerya Davidova.

—Podría usted conservar sus datos. Creo que en un par de días otro investigador se encargará del caso.

—Tengo una pista para usted —agregó Yakutsky. Y tras una pausa—: Estamos muy interesados en este caso en Ust-Kut.

—Está bien —contestó Arkady, para no defraudar a los muchachos de Ust-Kut—. ¿De qué se trata?

—La Davidova tenía una buena amiga que se mudó de Irkutsk a Moscú. Está en la universidad. Se llama Irina Asanova. Si Valerya Davidova fue a Moscú, debió de acudir a la joven Asanova. —Gracias.

—Lo llamaré cuando haya alguna novedad —prometió el detective Yakutsky.

—Cuando guste. —Arkady colgó el auricular.

Sintió lástima por Irina Asanova. Recordó a Pribluda rompiendo el vestido congelado del cadáver. Y la Asanova era hermosa. De todas maneras, eso ya no era de su incumbencia. Cerró los ojos.

Cuando volvió a sonar el teléfono, palpó en la oscuridad en busca del auricular, creyendo que era Yakutsky con más información inútil. Encontró el auricular, se enderezó y refunfuñó.

—He adquirido el hábito ruso de llamar tarde —dijo Osborne.

Arkady se despertó del todo. Tenía los ojos bien abiertos, y con la claridad que posee sólo alguien en vigilia involuntaria, vio todos los detalles oscuros que lo rodeaban: las cajas de cartón de las cintas, las patas de las sillas, una sombra doblada en un rincón del cuarto, el póster de la línea aérea en la pared, totalmente legible.

—¿No lo incomodo? —preguntó Osborne.

—No.

—Empezamos una conversación interesante en la casa de baños y temí que no nos volviéramos a encontrar antes de que me vaya de Moscú. ¿Le parece bien mañana a las diez, investigador? En el muelle, frente al Consejo de Comercio.

—Está bien.

—Magnífico. Nos veremos allí. —Osborne colgó el auricular.

Arkady no podía imaginar ninguna razón por la cual Osborne quisiera acudir al muelle a la mañana siguiente. Tampoco veía ninguna razón para acudir él mismo.