Aunque encabezaba el camino al siglo XXI, Moscú conservaba el hábito Victoriano de viajar sobre ruedas de hierro. La estación Kievsky, que estaba cerca del gueto extranjero y del departamento de Brezhnev, apuntaba a Ucrania. La estación Bielorrusia, a unos pasos del Kremlin, era donde Stalin había abordado el tren del zar procedente de Potsdam y, después, donde Khrushchev y luego Brezhnev abordaban sus trenes especiales para ir a la Europa oriental a inspeccionar sus satélites o promover la detente. La estación Rizhsky llevaba a los estados del Báltico. La estación Kursky sugería soleadas vacaciones en el mar Negro. De las pequeñas estaciones de Savelovsky y Paveletsky partía gente que no valía la pena —sólo trabajadores para ir a sus empleos u hordas de campesinos polvorientos como patatas—. Con mucho, las más impresionantes eran las estaciones de Leningrado, Kazan y Yaroslavl, los tres gigantes de la plaza Komsomol, y la más extraña era la de Kazan, cuya torre tártara remataba una puerta que podría llevarlo a uno a miles de kilómetros, a los desiertos de Afganistán, a la vía muerta de un campo de prisioneros en los Urales o a través de dos continentes hasta las playas del Pacífico.
A las seis de la mañana, dentro de la estación Kazan, familias turcas yacían tumbadas sobre los bancos, la cabeza de uno contra los pies del otro. Los bebés con gorro de fieltro anidaban en blandos montones. Los soldados apoyados contra la pared dormían tan profundamente que los mosaicos del techo, que describían escenas heroicas, podrían haber sido su sueño colectivo. Las lámparas de bronce brillaban. En el único puesto de bocadillos abierto, una joven envuelta en un abrigo de piel de conejo hacía confidencias a Pasha Pavlovich.
—Dice que Golodkin acostumbraba a dormir con ella, pero que ya no lo hace —informó Pasha al volver a ver a Arkady—. Dice que alguien lo vio en el mercado de automóviles.
Un joven soldado reemplazó a Pasha junto a la chica. Ella, muy maquillada con colorete y lápiz labial, sonrió mientras el muchacho leía el precio escrito con tiza en la punta de su zapato; luego, tomados de la mano, salieron por la puerta principal de la estación, seguidos por el investigador y el detective. La plaza Komsomol era azul antes del amanecer; el único movimiento que se percibía era el traqueteo de los tranvías. Arkady vio a los amantes meterse en un taxi.
—Cinco rublos. —Pasha miró alejarse el taxi.
El chófer se metería en el callejón más próximo y saldría para vigilar si se acercaba la milicia, mientras la mujer y el joven se hacían el amor en el asiento trasero. El chófer se quedaría con la mitad de los cinco rublos y después tendría la oportunidad de vender una botella de vodka al soldado; el vodka era mucho más caro que la chica. Ésta bebería algunos tragos también. Enseguida regresaría a la estación, usaría el baño para darse una ducha rápida y, medio mareada, volvería a comenzar. Por definición, las prostitutas no existían, porque la prostitución había sido eliminada por la Revolución. Se las podía acusar de propagar las enfermedades venéreas, cometer actos depravados o llevar una vida no productiva, pero por ley no había prostitutas.
—Allí tampoco. —Pasha regresó tras hablar con las chicas de la estación Yaroslavl.
—Vamonos. —Antes de sentarse al volante, Arkady arrojó su abrigo a la parte trasera del coche.
No había escarcha y ni siquiera había salido el sol. El cielo empezaba a aclararse por encima de los letreros de neón de las estaciones. El tránsito había aumentado un poco. Todavía estaría oscuro en Leningrado. Algunas personas preferían Leningrado, sus canales y sus referencias literarias. Para Arkady, siempre resultaba un fastidio. Prefería Moscú, esa gran máquina abierta.
Tomó al sur, hacia el río.
—¿No recuerdas nada más sobre ese misterioso personaje que llamó a Golodkin para concertar cita con él en el parque?
—Si hubiera ido yo en lugar de… —murmuró Pasha—. Fet no podría encontrarle las pelotas a un toro.
Esperaron la aparición del coche de Golodkin, un Toyota. Del otro lado del río, en la casa de baños Rzhesky, estaban colocando un periódico recién llegado en el tablero público cuando se detuvieron a tomar café y pasteles.
—«Atletas inspirados por la inminente celebración del día del Trabajo» —leyó Pasha en voz alta.
—¿Prometen alcanzar más triunfos? —sugirió Arkady.
Pasha asintió, luego lo miró:
—¿Tú jugaste al fútbol? No lo sabía.
—Portero.
—¡Vaya! Eso aclara cosas.
A una manzana de distancia, comenzaba a reunirse una multitud. Por lo menos la mitad de la gente llevaba botones prendidos a su chaqueta: «Apartamento de tres habitaciones, cama y baño», decía el de una mujer con aspecto de viuda. «Cambio cuatro habitaciones por dos», decía una recién casada resuelta a huir de sus padres. «Ofrezco cama», proponía un astuto traficante en chatarra. Arkady y Pasha recorrieron la calle desde los extremos opuestos y se reunieron en el medio.
—Sesenta rublos por dos habitaciones con fontanería interior —comentó Pasha—. No está mal.
—¿Alguna noticia de nuestro muchacho?
—Naturalmente, no tiene calefacción. No. Golodkin viene algunas veces, otras no. Es una especie de intermediario, ¿sabes?, y cobra el treinta por ciento.
El mercado de coches usados estaba cerca de los límites de la ciudad, un viaje largo, prolongado aún más porque Pasha vio un camión que vendía pinas. Por cuatro rublos compró una del tamaño de un huevo grande.
—Es un afrodisíaco cubano —le confió—. Algunos amigos míos levantadores de pesas fueron allá. ¡Hijos de puta! Chicas negras, playas y alimentos no procesados. ¡Un paraíso de los trabajadores!
El mercado de coches era un lote lleno de Pobedas, Zhigulis, Moskviches y Zaporozhets, algunos penosamente viejos pero otros todavía con el aroma de la sala de exhibiciones. Una vez que, después de años de espera, un hombre recibía el Zaporozhets en miniatura por el que había pagado 3000 rublos, si era astuto lo podía llevar de inmediato al lote de coches usados, venderlo por 10.000 rublos, registrar una transacción de 5000 rublos en la oficina del Gobierno y pagar una comisión del siete por ciento; luego, daba media vuelta y gastaba los 6650 rublos restantes en un amplio sedán Zhiguli, usado pero más cómodo. El mercado era una colmena y la condición era que cada abeja llevara un poco de su propia miel. Tal vez habría allí un millar de abejas. Un cuarteto de mayores del ejército se reunió alrededor de un Mercedes Benz. Arkady pasó la mano sobre un Moskvich blanco.
—Como un muslo, ¿eh? —Un georgiano con chaqueta de cuero se detuvo junto a él.
—Es bonito.
—Ya está usted enamorado de él. Tómese su tiempo, mírelo desde todos los ángulos.
—Realmente bonito —dijo Arkady, yendo hacia la parte trasera.
—Usted sabe de automóviles. —El georgiano se puso un dedo en el ojo—. Sólo tiene recorridos treinta mil kilómetros. Algunos le habrían retrocedido el kilometraje, pero yo no soy así. Lavado y pulido todas las semanas. ¿Le he mostrado los limpiaparabrisas? —Y los sacó de una bolsa de papel.
—Bonitos.
—Prácticamente nuevos. Bien, usted lo ve. —Dio la espalda a todos, menos a Arkady y escribió en la bolsa: 15.000.
Arkady se metió en el coche, hundiéndose casi hasta el suelo en el asiento vencido. El volante de plástico estaba tan agrietado como el marfil de una tumba de elefantes. Al accionar la llave de encendido, vio por el retrovisor levantarse una nube de humo negro.
—Bonito —dijo al salir del vehículo.
Después de todo, un asiento podía rellenarse y el motor repararse, pero la carrocería era tan preciosa como los diamantes.
—Sabía que diría eso. ¿Lo compra?
—¿Dónde está Golodkin?
—Golodkin, Golodkin. —El georgiano se puso pensativo.
¿Era una persona o un automóvil? Nunca había oído mencionar ese nombre, hasta que el investigador le mostró sus credenciales con una mano mientras en la otra retenía las llaves de encendido. ¡Ese Golodkin! ¡Ese miserable! Acababa de salir del lote. Arkady le preguntó adonde iba.
—Al Melodya. Cuando lo vea, dígale que un hombre honrado como yo paga comisiones al Estado, no a granujas como él. En realidad, para los funcionarios del Estado, estimado camarada, hay un descuento.
En la Perspectiva Kalinin, los edificios más pequeños eran rectángulos de cinco pisos de cemento y vidrio. Los edificios más grandes tenían veinticinco pisos de cemento y vidrio. En cualquier ciudad nueva era posible encontrar copias de la Perspectiva Kalinin, pero ninguna de ellas ejemplificaba tanto la marcha al futuro como el prototipo de Moscú. Ocho carriles de tráfico corrían en ambas direcciones sobre el paso subterráneo para peatones. Arkady y Pasha esperaron en una cafetería al aire libre, frente al angosto edificio que era la tienda de discos Melodya.
—En verano es un poco más divertido —dijo Pasha, tiritando frente a un helado de café con jarabe de fresa.
Un Toyota rojo brillante llegó por el otro lado de la calle Kalinin y dio la vuelta en un callejón. Un minuto después, Feodor Golodkin, ataviado con una chaqueta a medida, una gorra de lana de oveja, botas de vaquero y téjanos, entró con displicencia en la tienda mientras el investigador y el detective salían del paso subterráneo.
A través del escaparate del establecimiento, observaron que Golodkin no subía la escalera hacia el piso donde estaba la música clásica. Pasha se quedó junto a la puerta mientras Arkady pasaba junto a los muchachos que se movían al ritmo del rock'n'roll. En la parte trasera, entre biombos de separación, Arkady localizó una mano enguantada que buscaba álbumes políticos. Al acercarse vio una cabellera color nicotina convenientemente alborotada y una cara mofletuda con una cicatriz en la boca. Un empleado de ventas salió de la parte trasera guardando dinero en sus bolsillos.
—El discurso de L. T. Brezhnev en el Vigésimo cuarto Congreso del Partido —dijo Arkady en voz alta leyendo la tapa del álbum y acercándose a Golodkin.
—¡Lárgate! —Golodkin dio un codazo a Arkady, que tomó el codo y lo dobló hacia atrás, obligando a Golodkin a ponerse de puntillas.
Tres discos resbalaron de su funda y rodaron a los pies de Arkady. Kiss, los Rolling Stones, The Pointer Sisters.
—Uno de los congresos más interesantes —dijo Arkady.
Golodkin tenía los ojos irritados y los párpados pesados. No obstante su cabello largo y su traje hecho a medida, hacía pensar a Arkady en una anguila que se retorciera primero en un sentido y luego en otro para liberarse del anzuelo. Se necesitaron varios para llevarlo a la oficina de la Novokuznetskaya. Así, oficialmente Golodkin quedaba por entero en manos de Arkady. No podía llamar a un abogado hasta que la investigación estuviera terminada, y ni siquiera era menester informar al fiscal de un arresto de cuarenta y ocho horas. Asimismo, al llevar a Golodkin al alcance del oído de Chuchin, se daba a entender que el investigador principal para Casos Especiales se había lavado las manos en lo tocante a su informador más importante o bien que el propio Chuchin estaba en alguna clase de peligro.
—Me sorprendió tanto como a usted ver esos discos —protestó Golodkin mientras Arkady lo llevaba a la sala de interrogación del primer piso—. Es una equivocación.
—Relájate, Feodor. —Arkady se acomodó del otro lado de la mesa y colocó un cenicero de hojalata frente al prisionero—. Fúmate un cigarrillo.
Golodkin abrió un paquete de Winston y ofreció cigarrillos a todo el mundo.
—Yo prefiero los cigarrillos rusos —dijo Arkady amablemente.
—Se reirán cuando averigüen que se trata de una equivocación —sugirió Golodkin.
Pasha entró llevando una pila de papeles.
—¿Es mi legajo? —inquirió Golodkin—. Ahora verán que estoy de su parte. Tengo un largo historial de servicio.
—¿Y los discos? —preguntó Arkady.
—Muy bien. Seré verdaderamente sincero. Eso fue parte de mi infiltración en una red de intelectuales intrigantes.
Arkady tamborileaba con la punta de los dedos. Pasha sacó un formulario de acusación.
—Pregunten a cualquiera acerca de mí —dijo Feodor Golodkin—. Ellos le dirán.
—«Ciudadano Feodor Golodkin, de Serafimov 2, ciudad y región de Moscú —leyó Pasha—, se le acusa de impedir que mujeres tomen parte en la actividad estatal y social, y de incitar a menores a la comisión de crímenes».
Era una manera elegante de describir la procuración de prostitutas; la sentencia era de cuatro años. Golodkin se echó el cabello hacia atrás con la mano para mirar mejor al detective. Exclamó:
—¡Es ridículo!
—Espere. —Arkady levantó la mano.
—«Se le acusa —continuó Pasha— de recibir comisiones ilegales por la reventa de coches particulares, de explotación en la reventa de espacios para vivienda, de vender por lucro iconos religiosos».
—Todo esto es perfectamente explicable —dijo Golodkin a Arkady.
—«Se le acusa de llevar vida de parásito» —leyó Pasha.
Esta vez la anguila se retorció. El decreto contra el parasitismo había sido promulgado originalmente para los gitanos; luego, con criterio más amplio, se expandió a fin de incluir disidentes y toda suerte de usureros, y la sentencia para este cargo era nada menos que el destierro a una cabaña más cercana a Mongolia que a Moscú.
Golodkin desplegó una sonrisa pequeña y forzada:
—Lo niego todo.
—Ciudadano Golodkin —le recordó Arkady—, usted conoce el castigo por no cooperar en una pesquisa oficial. Como bien dice, está familiarizado con este oficio.
—Dije… —calló para encender uno de sus Winston y, entre el humo, consideró el tamaño de la pila de papeles. Solamente Chuchin podía haberles proporcionado tantos documentos. ¡Chuchin!— que trabajaba para… —Volvió a callar no obstante la expresión alentadora de Arkady. Acusar a otro investigador principal era suicida—. Cualquier cosa…
—¿Sí?
—Cualquier cosa que yo haya hecho, y no admito haber hecho algo, lo hice en representación de esta oficina.
—¡Embustero! —Pasha se enfureció—. Debería aplastar tu cara embustera.
—Sólo para hacerme agradable a los auténticos usureros y elementos antisoviéticos. —Golodkin se mantuvo firme.
—¿Mediante el asesinato? —Pasha levantó un brazo.
—¿Asesinato? —Golodkin abrió los ojos.
Pasha lanzó un golpe por encima de la mesa fallando apenas en la garganta de Golodkin. Con el hombro, Arkady contuvo al detective. La cara de Pasha estaba oscurecida por la furia. Había ocasiones en que Arkady realmente disfrutaba trabajando con Pasha.
—No sé nada de ningún asesinato —balbuceó Golodkin.
—¿Para qué molestarse en interrogarlo? —preguntó Pasha a Arkady—. Todo lo que hace es mentir.
—Tengo derecho a hablar —dijo Golodkin a Arkady.
—Es justo —dijo Arkady a Pasha—. Mientras hable y diga la verdad, no se puede decir que no esté cooperando. Ahora, ciudadano Golodkin —puso en marcha la grabadora—, comencemos con un relato honesto pormenorizado de su violación de los derechos de las mujeres.
Exclusivamente como servicio extraoficial, empezó a decir Golodkin, había proporcionado mujeres que creía tenían la edad legal a personas seguras. Pasha pidió que le proporcionara nombres. ¿Quién se folló a quién, cuándo y por cuánto dinero? Arkady escuchaba a medias mientras leía los informes de Ust-Kut, que Golodkin había creído que eran su legajo. En comparación con los pequeños delitos de que Golodkin se vanagloriaba, la información proporcionada por el detective Yakutsky era una aventura de Alejandro Dumas.
Siendo huérfano en Irkutsk, Konstantin Borodin, llamado «Kostia el Bandido», tomó cursos de carpintería y se dedicó a trabajos de restauración en el monasterio Znamiensky. Poco después escapó de su escuela estatal y viajó con yakuts nómadas al Círculo Ártico, a cazar zorros polares. La milicia tuvo noticias de él por primera vez cuando una banda suya fue sorprendida al introducirse ilegalmente en los campos de oro Aldan, en la ribera del río Lena. Antes de cumplir veinte años, la policía lo buscaba por robo de pasajes de Aeroflot, vandalismo, venta de repuestos de radio a jóvenes cuyas estaciones «piratas» interferían con las transmisiones gubernamentales, y por el anticuado asalto en carretera. Siempre escapó a la taiga siberiana, donde ni siquiera los helicópteros de patrulla del detective Yakutsky pudieron encontrarlo. La única foto reciente de Kostia era una tomada por casualidad dieciocho meses antes por un fotógrafo del periódico siberiano Krasnoye Znamya.
—Si han de saber la verdad —decía Golodkin a Pasha—, alas chicas les gustaba follar con extranjeros. Visitaban buenos hoteles, comían buena comida, se metían entre sábanas limpias… era un poco como viajar.
La foto del periódico era muy granulada y mostraba alrededor de treinta hombres no identificados que salían de un edificio ordinario. En el fondo, enmarcada en un círculo, sorprendida por la cámara, destacaba una cara. Era huesuda y muy guapa en un estilo libertino. Aún había bandidos en el mundo.
La mayor parte de Rusia era Siberia. La lengua rusa admitía sólo dos palabras mongoles: taiga y tundra, las cuales expresaban un mundo de interminables bosques u horizontes sin árboles. ¿Ni siquiera los helicópteros podían encontrar a Kostia? ¿Podía ese hombre haber muerto en el Parque Gorki?
—¿Ha sabido de alguien que venda oro en la ciudad? —preguntó Arkady a Golodkin—. ¿Quizás oro siberiano?
—Yo no trafico con oro; es demasiado peligroso. Hay una regalía, ustedes y yo lo sabemos, del dos por ciento de todo el oro que arrebaten a un traficante, con la que pueden ustedes quedarse. No, estaría loco si lo hiciera. De todas maneras, el oro no vendría de Siberia. Viene con los marineros, de la India, de Hong Kong. Moscú no es un gran mercado para el oro. Cuando se habla de oro o de diamantes, eso implica tratar con judíos en Odesa o con georgianos o armenios. Gente sin categoría. Espero que no crean que alguna vez he estado involucrado en eso.
La piel, el cabello y chaqueta de Golodkin olían a tabaco norteamericano, colonia occidental y sudor ruso.
—Básicamente, yo sólo presto un servicio a la gente. Mi especialidad son los iconos. Me voy a cien o doscientos kilómetros de Moscú, hasta llegar a una pequeña aldea; averiguo dónde se reúnen los ancianos y llevo una botella. Mire, esos hombres se esfuerzan por sobrevivir con sus pensiones. Dispénsenme, pero esas pensiones son un chiste. Yo les hago un favor al darles veinte rublos por algún icono que ha estado acumulando polvo durante cincuenta años. Es posible que las ancianas prefieran morir de hambre a vender sus iconos, pero con los hombres se puede tratar. Luego regreso a Moscú y los vendo.
—¿Cómo? —inquirió Arkady.
—Algunos chóferes de taxis y guías del Intourist me recomiendan. Pero también puedo ir a la calle y localizar compradores. Especialmente suecos, o norteamericanos de California. Me ayuda mucho saber hablar inglés. Los americanos están dispuestos a pagar cualquier cosa. Pagan cincuenta por un icono que nadie recogería de la basura, del que no se sabe cuál es el frente y cuál el reverso. Mil por algo grande y fino. Hablo de dólares, no de rublos. Dólares o cupones de turistas, que son igualmente buenos. ¿Cuánto cuesta una botella de vodka realmente bueno? ¿Trece rublos? Con cupones de turista la puedo conseguir por tres rublos. Donde usted compra una, yo consigo cuatro. Si quiero que alguien me arregle mi aparato de televisión, mi coche, hágame el favor, ¿en serio voy a ofrecerle rublos? Los rublos son para los tontos. Si ofrezco a un técnico unas botellas de vodka, tendré un amigo de por vida.
Los rublos son solamente papel ¿ve?, y el vodka es efectivo.
—¿Trata de sobornarnos? —preguntó Pasha, indignado.
—No, no, lo que quiero hacer notar es que a los extranjeros a quienes vendo iconos son contrabandistas, y yo estaba colaborando en una investigación oficial.
—También vende artículos a ciudadanos rusos —comentó Arkady.
—Sólo a los disidentes —protestó Golodkin.
El informe del detective Yakutsky continuaba diciendo que durante la campaña de 1949 contra los «cosmopolitas» judíos, un rabino de Minsk de nombre Solomon Davidov, viudo, fue trasladado a Irkutsk. La hija única de Davidov, Valerya Davidova, abandonó sus estudios de arte después de la muerte de su padre, acaecida el año anterior, para trabajar como clasificadora en el Centro de Pieles de Irkutsk. El informe incluía dos fotos. En una, la chica había salido de paseo. Tenía los ojos brillantes, un sombrero de piel, una chaqueta gruesa de lana y botas de fieltro de las llamadas valenki. Muy joven, muy alegre. La otra foto era del periódico Krasnoye Znamya, y tenía la siguiente leyenda: «La bonita clasificadora V. Davidova muestra la piel de una marta cebellina Barguzhinsky valorada en 1000 rublos en el mercado internacional, para admiración de los hombres de negocios visitantes». Era extraordinariamente bonita, aun ataviada con un uniforme corriente, y frente a los hombres de negocios, tentando la piel de marta con los dedos, se encontraba el señor John Osborne.
Arkady volvió a coger la foto de Kostia Borodin. Con la nueva mirada, vio que el grupo que se alejaba del bandido enmarcado en el círculo estaba integrado por unos veinte rusos y Yakuts que rodeaban a un pequeño grupo de occidentales y japoneses, y esta vez vio a Osborne.
A esas alturas, Golodkin explicaba cómo algunos georgianos habían monopolizado el mercado de coches usados.
—¿Tienes sed? —preguntó Arkady a Pasha.
—De tanto escuchar mentiras —dijo Pasha.
El vapor de agua había enturbiado las ventanas. Golodkin miraba a uno y otro hombre.
—Vamonos, ya es hora de almorzar. —Arkady se colocó bajo el brazo el legajo y la grabación y condujo a Pasha a la puerta.
—¿Qué hay respecto a mí? —preguntó Golodkin.
—Sabes que no debes marcharte, ¿no? —dijo Arkady—. Además, ¿adonde irías?
Lo dejaron en la oficina. Un momento después, Arkady abrió la puerta para arrojarle una botella de vodka. Golodkin la apretó contra su pecho.
—Concéntrate en el asesinato, Feodor —le pidió Arkady, y cerró la puerta.
Golodkin lo miró azorado.
La lluvia había licuado toda la nieve. En la estación del metro, al otro lado de la calle, había una cola de hombres ante un quiosco donde vendían cerveza —«un verdadero indicio de la llegada de la primavera», según Pasha—, así que éste y Arkady compraron emparedados de carne de cerdo a un vendedor ambulante y se pusieron en la cola. Podían ver a Golodkin observándolos a través de un claro en la borrosa ventana.
—Se dirá que es demasiado listo como para tomar un trago, pero tras reflexionar un poco pensará que lo está haciendo bien y merece una recompensa. Además, si tú tienes la garganta seca, imagínate cómo estará la suya.
—Eres un hijo de puta sutil —dijo Pasha lamiéndose los labios.
—Tan sutil como un elefante —contestó Arkady.
De todos modos, estaba emocionado. ¡Imagínense! El norteamericano Osborne podía haber conocido al bandido siberiano y a su amante. El bandido podía haber ido a Moscú con pasajes de avión robados. Notable.
Pasha compró las cervezas, dos jarras llenas por 44 kopeks, líquido dorado tibio y espumoso. La esquina de la calle se llenó de gente: más hombres con abrigos que usaban el quiosco como excusa para holgazanear. Sin grandes plazas o edificios lo bastante altos como para colgar de ellos una bandera, la calle Novokuznetskaya tenía la apariencia de un pueblo pequeño. El alcalde y sus urbanistas habían trazado la Perspectiva Kalinin a través del viejo barrio Arbat, hacia el oeste. La siguiente en desaparecer sería la sección Kirov, al este del Kremlin, destinada a quedar cubierta por un nuevo bulevar tres veces más largo que el Kalinin. Pero la Novokuznetskaya, con sus calles estrechas y tiendas pequeñas, era la clase de lugar al que la primavera llega antes. Los hombres con sus jarras de cerveza se saludaban como si durante el invierno todo el mundo hubiera sido invisible. En momentos como ésos, Arkady sentía que un personaje como Golodkin era realmente una aberración.
Una vez terminado el descanso, Pasha se dirigió al Ministerio del Exterior en busca de las historias de los viajes de Osborne y el alemán Unmann, y al Ministerio de Comercio para obtener fotos del exterior del Centro de Pieles de Irkutsk. Arkady regresó solo para terminar el interrogatorio de Golodkin.
—Estoy seguro de que no es un secreto para usted, que yo he participado en interrogatorios desde el otro lado de la mesa, por así decirlo. Creo que podemos hablar sinceramente, usted y yo. Le prometo que seré un testigo tan colaborador para usted como lo he sido para otros. Ahora bien, lo que discutimos esta mañana…
—Cosas sin importancia, Feodor —dijo Arkady.
La esperanza hizo sonrojarse a Golodkin. La botella de vodka medio vacía estaba en el suelo.
—A veces las sentencias parecen desproporcionadas al crimen —agregó Arkady—, especialmente con ciudadanos como tú, con, digamos, una situación especial.
—Creo que vamos a resolver esto, ahora que se marchó ese detective —asintió Golodkin.
Arkady colocó una cinta nueva en la grabadora, ofreció un cigarrillo a Golodkin, quien lo tomó, y encendió uno para sí. El carrete empezó a girar.
—Feodor, voy a decirte algunas cosas y a mostrarte fotografías; luego quiero que contestes algunas preguntas. Tal vez todo te parezca perfectamente ridículo, pero quiero que tengas paciencia y pienses con cuidado. ¿Está bien?
—¡Adelante!
—Gracias —dijo Arkady; en su interior sentía como si estuviera a punto de zambullirse, como siempre que actuaba en base a conjeturas.
—Feodor, está establecido que vendes iconos religiosos a los turistas, a menudo a norteamericanos. Esta oficina tiene evidencias de que trataste de vender iconos a un extranjero que está ahora en Moscú, de nombre John Osborne. Te pusiste en contacto con él el año pasado y otra vez hace unos días, por teléfono. El «trato» se deshizo cuando Osborne decidió comprar en otra parte. Tú eres una especie de hombre de negocios y ya en otras ocasiones te habrán fallado ventas. Así que quiero que me digas por qué te enfadaste tanto esta vez. —Golodkin lo miró impasible—. Los cadáveres del Parque Gorki, Feodor. No me digas que no has oído hablar de ellos.
—¿Cadáveres? —Golodkin no podía haber estado menos desconcertado.
—Para ser más precisos, un hombre llamado Kostia Borodin y una joven de nombre Valerya Davidova, ambos siberianos.
—Nunca oí hablar de ellos —contestó Golodkin, solícito.
—No con esos nombres, desde luego. La cuestión es que ellos te privaron de una venta, que se te vio discutiendo con ellos y que unos días después aparecieron muertos.
—¿Qué puedo decir? —Golodkin se encogió de hombros—. Es tan ridículo como dijo usted que sería. ¿Dijo usted que tenía fotografías de ellos?
—Gracias por recordármelo. Sí, son de las víctimas.
Con ambas manos, Arkady puso en el escritorio las fotos de Borodin y de Valerya Davidova clasificando pieles. Los ojos de Golodkin pasaron de la chica a Osborne; del bandido en el círculo a Osborne entre la multitud; luego a Arkady y de vuelta a las fotos.
—Empiezas a ver cuál es la situación, Feodor. Dos personas vienen de un sitio distante miles de kilómetros y viven aquí en secreto uno o dos meses, tiempo apenas suficiente para hacerse enemigos, excepto de un competidor. Luego son asesinados por un sádico, un parásito social. ¿Ves? Estoy describiendo a un sujeto muy raro… un capitalista, podría decirse. Tú, de hecho, y estás en mi poder. Las presiones que sufre un investigador para cerrar un caso como éste son enormes. Otro investigador no necesitaría más. Se te vio discutir con las víctimas. ¿Te vieron matarlas? Es una buena tesis.
Golodkin miró a Arkady. La anguila y el pescador. Arkady sintió que ésa sería su única oportunidad, antes de que el anzuelo fuera escupido.
—Si tú los mataste, Feodor, serás condenado a muerte por homicidio agravado por el lucro. Si cometes perjurio, te condenarán a diez años. Si yo estimo que me estás mintiendo, te enviaré a prisión por esos delitos menores de que hablábamos antes. La verdad es, Feodor, que no disfrutarás de ninguna situación especial en el campo. Los otros convictos repudian a los delatores, especialmente a los que no están protegidos. Lo cierto es, Feodor, que no puedes darte el lujo de ir a un campo. Te rebanarán el cuello antes de un mes, y tú lo sabes.
Golodkin cerró la boca, con el anzuelo bien metido en las entrañas. Estaba abrumado, exhausto y pálido, habiendo perdido ya el valor que le infundiera el vodka.
—Soy tu única esperanza, Feodor, tu única oportunidad. Debes contarme todo lo que sepas de Osborne y los siberianos.
—Quisiera estar borracho. —Golodkin se inclinó adelante hasta que su cabeza descansó en la mesa, como si tuviera la cara enterrada en la mugre.
—Cuéntamelo, Feodor.
Golodkin perdió un rato alegando inocencia y luego inició su relato, con la cabeza entre las manos.
—Conozco a un sujeto, un alemán de apellido Unmann. Le conseguía mujeres. Me dijo que tenía un amigo que pagaba mucho por los iconos y me lo presentó en esa fiesta. Era Osborne. En realidad, Osborne no quería iconos. Deseaba una silla de iglesia o un cofre con paneles religiosos. Me prometió dos mil dólares por un cofre grande, de buena calidad. Pasé todo el maldito verano buscando un cofre, hasta que finalmente lo conseguí. En diciembre se presenta Osborne, como lo había prometido. Lo llamo para darle la buena noticia, y de pronto el miserable me rechaza e interrumpe la comunicación. Me voy al hotel Rossiya a tiempo de ver salir a Osborne con Unmann. Los sigo hasta la plaza Sverdlov, donde se reúnen con un par de patanes rústicos, los de las fotos que me mostró usted. Unmann y Osborne se separan y yo sigo a los otros dos para hablarles. Allí están, en pleno Moscú, apestando a trementina. Yo sé lo que ocurre y se lo digo. Están arreglando su propio cofre para vendérselo a Osborne, mientras yo me quedo colgado con el mío. Yo había hecho el trato primero y había hecho gastos. Lo justo era que me dieran la mitad de lo que obtuvieran… una especie de comisión. El tipo, ese gorila siberiano, me rodea con su brazo muy cordialmente; pero de pronto me pone un cuchillo en el cuello. Mete el cuchillo atravesando el cuello de mi abrigo en la plaza Sverdlov y dice que no sabe de qué estoy hablando, pero que es mejor que no me vuelva a ver y que Osborne también lo preferirá. ¿Puede creerlo? En la plaza Sverdlov. Era a mediados de enero. Lo recuerdo porque era el día del viejo Año Nuevo. Todo el mundo está borracho y yo podría haberme desangrado sin que nadie lo notara. Luego, el siberiano se echa a reír y se alejan.
—¿No sabías que estaban muertos? —preguntó Arkady.
—¡No! —Golodkin levantó la cabeza—. Nunca los volví a ver ¿Cree que estoy loco?
—Tuviste el valor de volver a llamar a Osborne en cuanto supiste que estaba en la ciudad.
—Nada más que para sondearlo. Todavía tengo el cofre; no se lo puedo vender a nadie. No es posible sacar de contrabando un cofre. El único cliente era Osborne. No sé qué tenía pensado hacer.
—Pero ayer te reuniste con Osborne en el Parque Gorki —dijo Arkady.
—Ése no era Osborne. No sé quién era porque no me dio su nombre. Era sólo un americano que me llamó para decirme que le interesaba adquirir iconos. Creí que podría deshacerme del cofre. O bien partirlo y venderlo por partes. Todo lo que quería era dar un paseo por el parque.
—Miente —lo presionó Arkady.
—Le juro que no. Era un sujeto viejo y gordo que hacía preguntas tontas. Hablaba bien el ruso, lo reconozco, pero yo soy bastante experto para descubrir extranjeros. Así que caminamos por la mayor parte del parque y nos detuvimos en un campo lodoso.
—¿En el lado norte del parque, fuera del sendero?
—Sí. De todos modos, pensé que quería buscar un lugar reservado para preguntar por una chica, para una fiesta, ¿entiende?, pero en cambio empezó a hablar del intercambio de estudiantes, de un americano de nombre Kirwill del que nunca he oído hablar. Lo recuerdo ahora porque no dejaba de preguntarme por él. Le contesté que no lo conocía, aunque entablaba conocimiento con mucha gente. Eso fue todo. El sujeto se marchó —Golodkin chasqueó los dedos— como si nada. Sea como fuere, en cuanto lo vi supe que no quería comprar iconos.
—¿Por qué?
—Era tan repulsivamente pobre… Toda su ropa era rusa.
—¿Te dijo cómo era ese Kirwill? —Delgado, dijo. Pelirrojo.
Las piezas empezaban a encajar en su sitio. Otro nombre americano. Osborne y un traficante del mercado negro. Dos ábrete sésamo. Telefoneó al mayor Pribluda:
—Quiero información sobre un americano de apellido Kirwill. K-i-r-w-i-l-l.
Pribluda tardó un rato en contestar.
—Eso parece más bien asunto mío —dijo finalmente.
—Estoy absolutamente de acuerdo —contestó Arkady.
Se estaba investigando a alguien evidentemente extranjero. ¿Cómo podía haber duda de quién debía investigarlo?
—No —dijo Pribluda—. Le daré más cuerda. Envíe aquí a su detective Fet; le daré lo que tenga.
Naturalmente, Pribluda proporcionaría información sólo si fuera llevada por su propio informante. Arkady lo sabía. Bien. Se puso al habla con Fet en el Ucrania y luego jugó durante una hora con sus cerillas mientras Golodkin tomaba sorbos de su botella.
Chuchin entró en la sala de interrogatorios y miró asombrado a su propio informante con otro investigador. Con brusquedad, Arkady le dijo que si tenía alguna queja la presentara al fiscal, y Chuchin se retiró deprisa. Golodkin quedó impresionado. Finalmente, Fet llegó con un portafolios y la apariencia de un invitado indeseado.
—Tal vez el investigador principal quiera decirme qué ocurre. —Al decir esto se ajustó sus anteojos de armazón de acero.
—Más tarde. Toma asiento.
Si Pribluda quería un informe de Fet, entonces Arkady le proporcionaría uno bueno. Arkady observó que a Golodkin le agradó el desaire hecho al detective. Estaba orientándose, ajustándose a una nueva lealtad. Arkady vació el portafolios de fotostatos. Había más de lo que esperaba. Pribluda era generoso con lo que llamaba «cuerda».
En realidad, había dos legajos.
El primero decía:
Pasaporte EE. UU. Nombre: James Mayo Kirwill. Fecha de nacimiento: 4/8/52. Estatura: 5'11" (alrededor de 1,70 m., calculó Arkady). Esposa: —. Hijos: —. Lugar de nacimiento: Nueva York, EE. UU. Ojos: castaños. Cabello: rojo. Fecha de expedición: 7/5/74.
La foto del pasaporte, en blanco y negro, mostraba a un joven delgado de ojos hundidos, cabello ondulado, nariz larga y una sonrisa pequeña e intensa. La firma era compacta y precisa.
Visado de Residencia. James Mayo Kirwill. Ciudadano: EE. UU. Nacido en la misma fecha, el mismo lugar. Profesión: estudiante de lingüística. Objeto de su estancia: estudios en la Universidad Estatal de Moscú. Personas a su cargo: ninguna. Visitas previas a la URSS: ninguna. Parientes en la URSS: ninguno. Lugar de residencia: 109 West 78 St, Nueva York, Nueva York, EE. UU.
Del lado derecho del visado, estaba pegada la misma foto del pasaporte. Firma casi idéntica; su minuciosidad era sorprendente.
Oficina de Registros de la Universidad Estatal de Moscú. Se inscribió en setiembre de 1974 para efectuar estudios de graduado en lenguas eslavas.
Calificaciones uniformemente elevadas. Un informe de tutoría lleno de elogios, pero…
Informe del Komsomol. J. M. Kirwill se mezcla mucho con estudiantes rusos, exhibe un interés excesivo en la política interna soviética, expresa actitudes antisoviéticas. Al ser encarado por la célula del Komsomol en su dormitorio, Kirwill fingió sustentar también actitudes antiamericanas. Registros clandestinos en su habitación revelaron la existencia de material del escritor religioso llamado Tomás de Aquino y una edición cirílica de la Biblia.
Comité para la Seguridad del Estado. El sujeto fue sondeado en su primer año por compañeros estudiantes a fin de determinar si merecía alguna atención, y se informó en sentido negativo. Durante el segundo año, una joven perteneciente a la facultad intentó, por instrucciones nuestras, tener intimidad con el sujeto, pero fue rechazada. Lo mismo hizo un estudiante masculino, sin éxito. Se decidió que el sujeto no era merecedor de ningún esfuerzo positivo y que sólo podía establecerse una lista negativa compilada por los órganos de Seguridad y el Komsomol. Se informó que los estudiantes 20de lingüística, T. Bondarev, S. Kogan y la estudiante de leyes I. Asanova fraternizaron injustificadamente con el sujeto.
Ministerio de Salud, Policlínico de la Universidad Estatal de Moscú. El estudiante J. Kirwill recibió los siguientes tratamientos: antibióticos generales para gastroenteritis en sus primeros cuatro meses en la universidad; inyecciones de vitaminas C y E y terapia de rayos ultravioletas para la influenza; ya avanzado el primer año, se le extrajo un diente que fue reemplazado con una prótesis de acero.
En la ficha dental se había marcado el segundo molar superior izquierdo. No se mencionaba ningún tratamiento de conducto.
Ministerio del Interior. J. M. Kirwill salió de la URSS el 12/3/76. En vista de que demostró un temperamento inadecuado para un huésped de la URSS, no debe permitirse una nueva entrada.
De modo que ese estudiante sospechosamente ascético, pensó Arkady, no tenía problemas con esa pierna izquierda débil que Levin había encontrado en el cadáver llamado Rojo, aparentemente no se le había hecho ningún trabajo dental en Estados Unidos y nunca regresó a Rusia. Por otra parte tenía la misma edad, el mismo físico general, el mismo molar de acero y cabello rojo, y conocía a Irina Asanova.
Arkady mostró la foto de pasaporte a Golodkin.
—¿Reconoces a este hombre?
—No.
—Puede haber tenido el cabello castaño o rojo. No se ven muchos norteamericanos flacos y pelirrojos en Moscú, Feodor.
—No lo conozco.
—¿Qué me dices de esos estudiantes universitarios: Bondarev, Kogan? —No preguntó acerca de Irina Asanova. Fet parecía muy interesado. Arkady miró el segundo legajo.
Pasaporte de EE. UU. Nombre: William Patrick Kirwill. Fecha de nacimiento: 25/5/30. Estatura. 5'11". Esposa: —. Hijos: —. Lugar de nacimiento: Nueva York, EE. UU. Cabello: gris. Ojos: azules. Fecha de expedición: 23/2/77.
La foto era de un hombre de mediana edad, de cabello gris rizado y ojos que debían de ser azul oscuro. La nariz era chata y la mandíbula, ancha. No sonreía. La camisa y la chaqueta cubrían lo que parecía un pecho y hombros musculosos. La firma era apretada y grande.
Visado de turista. William Patrick Kirwill. Ciudadanía: EE. UU. Nació en la misma fecha, el mismo lugar. Profesión: publicista. Objeto de su estancia: turismo. Personas a su cargo: ninguna. Visitas previas a la URSS: ninguna. Parientes en la URSS: ninguno. Lugar de residencia: 220 Barrow St., Nueva York, Nueva York, EE. UU.
Tenía la misma firma y la misma fotografía.
Entrada a la URSS 18/4/77. Partida 30/4/77. Viaje confirmado a través de Pan American Airways.
Reservación confirmada en el hotel Metropole.
Arkady levantó la foto de William Patrick Kirwill.
—¿Reconoces a éste?
—¡Ése es! Ése es el que encontré ayer en el parque.
—Dijiste antes —Arkady miró la foto por segunda vez— «un tipo viejo y gordo».
—Bueno, grande, ¿sabe?
—¿Y su ropa?
—Rusa, muy ordinaria. Toda nueva. Por la forma en que habla ruso, él mismo pudo haberla comprado, pero —agregó Golodkin en tono burlón— ¿para qué querría alguien hacer eso?
—Exactamente ¿cómo supiste que no era ruso?
Golodkin se inclinó hacia delante, para hablar de camarada a camarada:
—He hecho una especie de estudio localizando turistas en la calle. Son posibles compradores, ¿sabe? Ahora bien, el ruso promedio siempre camina cargando su peso arriba del cinturón. Su americano camina con las piernas.
—¿De veras? —Arkady volvió a mirar la foto.
No sabía mucho de la publicidad americana; veía una cara que expresaba fuerza bruta, a un hombre que había llevado a Golodkin derecho al claro donde habían sido hallados los cadáveres y donde Arkady había perdido una pelea. Arkady recordó haber mordido una oreja de su agresor.
—¿Le viste las orejas?
—No creo —comentó Golodkin— que haya una gran diferencia entre las orejas rusas y las occidentales.
Arkady llamó a la Intourist, la cual le informó de que tres noches antes, cuando Arkady estaba siendo hábilmente golpeado, el turista W. Kirwill tenía entradas para asistir al teatro Bolshoi. Arkady preguntó cómo podría comunicarse con el guía proporcionado a Kirwill por Intourist. Se le dijo que Kirwill era un turista solitario y la Intourist no proporcionaba guías a grupos menores de diez personas.
Cuando Arkady colgó y encaró la imperturbable atención de Fet, Pasha regresó de su visita al Ministerio del Exterior.
—Ahora tenemos un testigo que relaciona a dos probables víctimas directamente con un sospechoso extranjero —comentó Arkady, grandilocuente, a sus dos detectives, con la intención de que Fet hiciera saber la novedad a Pribluda—. Después de todo, se trataba de alguna manera de iconos. Es inusitado que nosotros manejemos a un sospechoso extranjero. Tendré que discutir esto con el fiscal. Nuestro testigo puede proporcionarnos incluso un enlace de segunda mano con la tercera víctima del parque. ¿Ven, chicos?, esto comienza a encajar. Feodor es la clave de todo.
—Ya dije que estaba de su lado —dijo Golodkin a Pasha.
—¿Qué sospechoso? —inquirió Fet, sin poder contenerse.
—El alemán —contestó Golodkin con vehemencia—. Unmann.
Arkady puso a Fet en la puerta con el portafolios. No le fue difícil, porque finalmente el canario de Pribluda tenía una canción que cantar.
—¿Es cierto que se trata de Unmann? —preguntó Pasha.
—Casi —dijo Arkady—. Veamos qué tienes tú.
El detective había traído todos los itinerarios de Osborne y Unmann en la URSS durante los pasados dieciséis meses, elaborados en taquigrafía del ministerio, lo que los hacía parecer como si hubieran quedado atrapados en puertas giratorias.
J. D. Osborne, presidente de la Osborne Furs Inc.
Entrada: Nueva York-Leningrado, 2/1/76 (hotel Astoria); Moscú, 10/1/76 (hotel Rossiya); Irkutsk, 15/ 1/76 (huésped del Irkutsk Fur Center); Moscú, 20/1/ 76 (Rossiya).
Salida: Moscú-Nueva York, 28/1/76.
Entrada: Nueva York-Moscú, 11/7/76 (Astoria).
Salida: Moscú-Nueva York, 22/7/76.
Entrada: París-Grodno-Leningrado, 2/1/77 (Astoria); Moscú, 11/1/77 (Rossiya).
Muy interesante, pensó Arkady. Grodno era una población junto al ferrocarril, sobre la frontera polaca. En lugar de viajar en avión, Osborne había recorrido el camino por ferrocarril hasta Leningrado.
Salida: Moscú-Leningrado-Helsinki, 2/2/77.
Entrada: Nueva York-Moscú 3/4/77 (Rossiya).
Salida programada: Moscú-Leningrado, 30/4/77.
H. Unmann, República Democrática Alemana, C. RG. D. R.
Entrada: Berlín-Moscú, 5/1/76.
Salida: Moscú-Berlín, 27/6/76.
Entrada: Berlín-Moscú, 4/7/76.
Salida: Moscú-Berlín, 3/8/76.
Entrada: Berlín-Leningrado, 20/12/76.
Salida: Leningrado-Berlín, 3/2/77.
Entrada: Berlín-Moscú, 5/3/77.
No había información acerca de los viajes de Unmann por el interior de Rusia, pero Arkady conjeturó que Osborne y el alemán podían haber estado en contacto inmediato durante trece días en enero de 1976 en Moscú, once días de julio de 1976 en Moscú, luego ese invierno, con fatigosa coincidencia, del 2 hasta el 10 de enero en Leningrado, y del 10 de enero al 1 de febrero en Moscú (cuando tuvieron lugar los asesinatos). El 2 de febrero, Osborne voló a Helsinki, en tanto que Unmann pareció haber partido hacia Leningrado. Ahora habían estado juntos en Moscú desde el 3 de abril. Sin embargo, en los últimos doce meses Osborne sólo había llamado a Unmann desde teléfonos públicos. Pasha presentó también una foto lustrosa del Centro de Pieles de Irkutsk. Era el mismo edificio, moderno y monótono, que aparecía en la foto de Kostia Borodin. Arkady se hubiera sorprendido si no hubiera sido así.
—Lleva a nuestro amigo Feodor a su domicilio —dijo Arkady—. Allí hay un cofre especial que quiero que recojas y lleves al Ucrania para tenerlo seguro. Y llévate también las cintas.
Sacó de la grabadora los carretes con la confesión de Golodkin. Para poderlos meter en sus bolsillos, Pasha tuvo que acomodar su apreciada y pequeña pina.
—Deberías haber comprado una tú también —le dijo a Arkady.
—Se hubiera desperdiciado.
—Estaré a su disposición, camarada investigador principal —dijo Golodkin poniéndose el sombrero y el abrigo—, sólo para usted.
Cuando se quedó solo, Arkady sintió una excitación que ronroneaba como un motor. Lo había hecho. Esta vez, con el testimonio de Golodkin y la amenaza de detención de uno de los favoritos de la KGB, podría endosarle el caso a Pribluda.
Se puso el abrigo y cruzó la calle para beber una copa de vodka, lamentando ya no haber acompañado a Pasha para compartir un trago celebratorio. ¡«Por nosotros»! Después de todo, no eran tan malos investigadores. Recordó la piña. Obviamente, Pasha tenía otros planes de naturaleza erótica. Arkady se encontró mirando un teléfono público. Casualmente, tenía en la mano una moneda de dos kopeks. Se preguntó dónde estaría Zoya.
La investigación del Parque Gorki había sido demasiado extraña. Había escapado y ahora volvía a la rutina. El teléfono podía ponerlo en contacto con Zoya. ¿Y si hubiera dejado a Schmidt y hubiera regresado al apartamento? Hacía días que no iba por allí y había estado moviéndose tanto, que ella no hubiera podido ponerse en contacto con él. No se escondería. Al menos, debían hablar. Se maldijo por su debilidad y marcó el número de su casa. El teléfono comunicaba; ella estaba allí.
El metro estaba lleno de gente que regresaba a casa después del trabajo. Arkady era uno de ellos y se sintió casi normal, sin apenas ninguna opresión en el pecho. Tenía la cabeza llena de melodramas. Zoya se había arrepentido y él se comportaba con magnanimidad. Ella estaba aún enfadada, pero él era tolerante. Estaba en el piso por pura casualidad y él la convencía de que no se fuera de su lado. Todas las variantes terminaban en la cama. Sin embargo, no estaba excitado. Los melodramas eran malos, baratos y poco interesantes; estaba decidido a pasar por ellos.
Salió de Taganskaya, cruzó el patio, subió los escalones de dos en dos y golpeó la puerta. El sonido fue hueco. Abrió y entró.
Era evidente que Zoya había estado allí. Ya no había sillas, ni mesas, tapetes ni cortinas; tampoco libros, librerías, discos o tocadiscos. También había desaparecido la loza, los vasos y los cubiertos. Había llevado a cabo una barrida inteligente, una combinación de purga y anexión. En la primera de las dos habitaciones sólo quedaba la nevera, desprovista de todo, hasta de las cubeteras, cosa que demostraba, pensó, una decepcionante voracidad. En la segunda habitación quedaba la cama, de modo que seguía siendo un dormitorio. Recordaba lo difícil que había sido meter la cama en esa habitación. Había dejado sólo las sábanas y la manta.
Tuvo la sensación de estar muy golpeado y vacío, como si un ladrón hubiera penetrado furtivamente no en el piso, sino en su interior, y con manos sucias hubiera destrozado diez años de matrimonio. ¿O ella veía las cosas de otra manera, como si hubiera salido de él mediante una operación cesárea? ¿Había sido siempre tan malo? Era una buena ladrona, porque ahora él no quería recordar.
El auricular del teléfono estaba descolgado, que fue por lo que había pensado que ella estaba en casa. Volvió a ponerlo en su sitio y se sentó junto al teléfono.
¿Qué le ocurría? Era odiado por alguien que lo había amado. Si ella había cambiado, él debió de cambiarla. Él y su historial perfecto. ¿Por qué no se hizo inspector del Comité Central? ¿Qué tenía eso de malo? Se habría convertido en basura, pero habría salvado su matrimonio. ¿Quién era él para ser tan puro? Miren lo que acababa de hacer, su fantasía acerca del mercado negro, los siberianos y americanos, una conexión falsa tras otra, no para resolver un crimen, no por el bien de la justicia, sino sólo para quitarse de encima a esos cadáveres del Parque Gorki. Fingiendo, escabullándose y eludiendo a fin de mantener limpias sus manos.
Sonó el teléfono. «Es Zoya», pensó.
—¿Diga?
—¿Es el investigador principal Renko?
—Sí.
—Hubo disparos en un piso de Serafimov, 2. Un hombre llamado Golodkin ha muerto, lo mismo que el detective Pavlovich.
Una hilera de milicianos llegaba desde la entrada, escaleras arriba hasta la segunda planta, a través de un pasillo lleno de caras que asomaban por puertas resquebrajadas, hasta el apartamento de Golodkin, cuyos dos cuartos y medio estaban llenos de cajas de whisky escocés, cigarrillos, discos y alimentos enlatados amontonados sobre un suelo en el que había varias alfombras orientales, una sobre otra. Levin estaba allí, trabajando en la cabeza de Golodkin con un instrumento. Pasha Pavlovich estaba tendido sobre las alfombras, con la espalda de su abrigo mojada de sangre, aunque no demasiado; había muerto inmediatamente. Junto a su mano y la de Golodkin yacían dos pistolas.
Un investigador del distrito, a quien Arkady no conocía, se presentó junto con sus notas.
—Opino —dijo—, bueno, es patente que este Golodkin disparó primero en la espalda al detective, y que éste se volvió y al caer mató a su vez a Golodkin. La gente de los otros pisos no escuchó los disparos, pero parece que las balas corresponden a las pistolas, la PM del detective y la TK de Golodkin, aunque, naturalmente, lo verificaremos con análisis balístico.
—¿Alguien de los otros pisos vio salir a alguien? —preguntó Arkady.
—Nadie salió. Se mataron mutuamente.
Arkady miró a Levin, que volvió la cara.
—El detective Pavlovich trajo aquí al otro hombre después de un interrogatorio —dijo Arkady—. ¿Registraron al detective? ¿Encontraron algunas cintas magnetofónicas?
—Lo registramos, pero no encontramos nada —contestó el investigador del distrito.
—¿Han sacado algo del piso?
—Nada.
Arkady registró el piso de Golodkin en busca del cofre con los paneles con iconos, arrojando montones de parkas y esquís fuera de los armarios, abriendo cajas de jabones franceses, mientras el investigador del distrito lo observaba clavado en su sitio, no sólo por la ansiedad de tener que rendir cuentas de los daños, sino por el horror que le causaba semejante asalto a artículos tan valiosos. Cuando Arkady volvió junto al detective muerto, el investigador del distrito ordenó a los milicianos que empezaran a llevarse las mercancías.
El disparo que había matado a Golodkin le había dejado la frente cóncava. Pasha parecía tranquilo, con los ojos cerrados, su guapa cara de tártaro apoyada contra las fibras de colores, como un viajero durmiente que volara en una alfombra. El cofre de Golodkin había desaparecido; las cintas habían desaparecido; Golodkin estaba muerto.
Al bajar Arkady a la calle, los milicianos de la escalera se pasaban de mano en mano las cajas de licor, relojes, prendas de vestir, una pina, esquís, lo que le hizo pensar, a pesar de él mismo, en hormigas que hacían equilibrios acarreando migajas de pan.