Era una cabeza de yeso rosada, sin rasgos, con una peluca arratonada sujeta a las orejas, de modo que la cara podía abrirse por el medio y revelar una estructura interna de músculos azules y un cráneo blanco tan intrincado como un huevo Fabergé.
—La carne no se asienta en el vacío —dijo Andreev—. Sus rasgos, estimado investigador, no están determinados por la inteligencia, el carácter o el atractivo personal. —El antropólogo hizo a un lado la cabeza y tomó la mano de Arkady—. ¿Siente los huesos? Hay veintisiete huesos en su mano, investigador, cada uno articulado de manera diferente y con un propósito diferente. —La presión de la mano de Andreev era fuerte para un hombre tan pequeño, y el apretón hizo que Arkady sintiera que las venas del dorso de la mano se le hinchaban—. Y hay músculos flexores y músculos tensores, cada uno de tamaño distinto. Si le dijera que iba a reconstruir su mano, usted no dudaría de mí. La mano parece una herramienta, una máquina. —Andreev lo soltó—. La cabeza es una máquina de reacciones nerviosas: para comer, ver, oír y oler; en ese orden. Es una máquina de huesos proporcionalmente más grandes y con menos carne que la mano. La cara es sólo una delgada máscara del cráneo. Con un cráneo se puede hacer una cara, pero con una cara no se puede hacer un cráneo.
—¿Cuándo? —inquirió Arkady.
—En un mes…
—En unos días. Debo tener una cara identificable en pocos días.
—Renko, es usted el investigador típico. No oyó una palabra de lo que dije. No me decidía a hacer la cara. El procedimiento es muy complicado, y lo llevo a cabo en mi tiempo libre.
—Hay un sospechoso que se irá de Moscú en una semana.
—Pero no puede salir del país, así…
—Sí, puede.
—¿No es ruso?
—No.
—¡Ah! —El enano rompió a reír—. Ya veo. No me cuente nada más, por favor.
Andreev montó en un banquillo, se rascó el mentón y miró la banderola. Arkady temía que se negara a tener algo que ver con la cabeza.
—Bien, llegó aquí en gran parte intacta, salvo por el rostro, y le tomé fotos, de manera que no tendré que perder tiempo reconstruyendo el cuello y la línea del maxilar. Los ligamentos musculares estaban todavía en la cara. Los fotografiamos y los dibujamos. Conocemos el color de su cabello y el corte. En cuanto obtenga el vaciado de un cráneo limpio, supongo que podré comenzar.
—¿Cuándo tendrá el cráneo limpio?
—¡Qué pregunta, investigador! ¿Por qué no se lo pregunta al comité de limpieza?
Andreev se estiró y abrió un gran cajón. Dentro estaba la caja donde Arkady había llevado la cabeza. Andreev levantó la tapa. En el interior había una masa brillante, y a Arkady le llevó unos instantes advertir que la masa se movía, pues estaba compuesta de escarabajos: un mosaico de insectos semejantes a joyas que se alimentaban del hueso brillante.
—Pronto —prometió Andreev.
Desde la sala de teletipos de la milicia en la calle Petrovka, Arkady envió un nuevo boletín de homicidios, esta vez no sólo al oeste de los Urales, sino a toda la república, incluyendo a Siberia. Seguía molesto por el hecho de que los tres cadáveres no habían sido identificados. Todo el mundo tenía documentos; todos vigilaban a todos. ¿Cómo era posible que tres personas siguieran tanto tiempo en el anonimato? Y la única conexión con alguien eran los patines de hielo de Irina Asanova, originaria de Siberia.
—En un sitio como Komsomolsk tienen diez horas de adelanto con respecto a Moscú —dijo el operador de teletipo—. Allí ya es de noche. No obtendremos ninguna respuesta hasta mañana.
Arkady encendió un cigarrillo. La primera inhalación le ocasionó un acceso de tos. Era a causa de la lluvia y sus vapuleadas costillas.
—Debería ver a un doctor.
—Conozco a un doctor. —Se tapó la boca con la mano y se marchó.
Cuando llegó Arkady, Levin estaba en la sala de autopsias trabajando en un cadáver que tenía los labios marrones. Al verlo vacilar en la puerta, el patólogo se limpió las manos y salió de la sala.
—Suicidio. Con gas, y además se cortó las venas de las muñecas y el cuello —dijo Levin—. Un chiste nuevo. El secretario Brezhnev llama al primer ministro Kosygin a su oficina y le dice: «Aleksey, mi queridísimo camarada y más viejo amigo, acabo de oír un rumor perturbador: que eres judío». «Pero es que no lo soy», contesta el primer ministro Kosygin, impresionado. El secretario Brezhnev saca un cigarrillo de su pitillera de oro, lo enciende y asiente con la cabeza —la cabeza angosta de Levin mimó la historia—, y le dice: «Bien, Aleksey, piensa en ello».
—Es un chiste viejo.
—Versión nueva.
—Tiene una fijación con los judíos —dijo Arkady.
—Tengo una fijación con los rusos. —El frío imperante en el sótano causó otro acceso de tos a Arkady. Levin le dijo—: Venga conmigo.
Subieron a la oficina de Levin donde, ante el asombro de Arkady, el patólogo sacó una botella de coñac auténtico y dos copas.
—Tiene mal aspecto hasta para ser investigador principal.
—Necesito una pildora.
—Renko, el Héroe del Trabajo. Tome.
El coñac dulzón fue absorbido por la masa ubicada a lo largo del corazón de Arkady. Nada parecía llegar a su estómago.
—¿Cuánto peso ha perdido recientemente? —preguntó Levin—. ¿Cuánto ha dormido?
—Usted tiene píldoras.
—¿Para la fiebre, los escalofríos, el flujo nasal? ¿Para su trabajo?
—Algo que mate el dolor.
—Mátelo usted. ¿No reconoce al miedo cuando lo ve? No, el Héroe del Trabajo no. —Levin se inclinó hacia delante—. Deje el caso.
—Estoy tratando de pasarlo a otros.
—No lo pase. Déjelo.
—Cállese.
Tosiendo nuevamente, Arkady dejó su copa y se inclinó, sosteniéndose las costillas. Sintió la mano helada de Levin introducirse en su camisa y palpar la blanda hinchazón en medio de su pecho. Levin emitió un silbido. Cuando terminó el acceso de tos de Arkady, Levin ya estaba en su escritorio y escribía en una hoja de papel.
—Informaré a la oficina del fiscal de que tiene una masa coagulada resultante de contusiones y hemorragia en la cavidad del pecho y que necesita estar bajo observación médica por si se presenta pirenemia y peritonitis, eso sin mencionar la posibilidad de que tenga una costilla rota. Iamskoy le dará un par de semanas en un sanatorio.
Arkady tomó el papel y lo arrugó.
—Con esto —y Levin escribió otra nota— conseguirá un antibiótico. Esto —abrió un cajón del que sacó una botella de píldoras pequeñas que arrojó a Arkady— le ayudará a aliviar la tos. Tome una.
Era codeína. Arkady tragó dos píldoras y se guardó el frasco en la chaqueta.
—¿Cómo consiguió ese precioso bulto? —preguntó Levin.
—Alguien me pegó.
—¿Con una cachiporra?
—Con los puños, me parece.
—No debe acercarse a ese sujeto. Ahora, si me permite, regresaré a un suicidio que es limpio y rápido.
Después de la partida de Levin, Arkady se quedó en la oficina mientras la codeína se extendía por sus venas como un bálsamo. Con el pie acercó la papelera por si vomitaba, luego se quedó muy quieto y reflexionó acerca del cadáver de abajo. ¿Las dos muñecas y el cuello? ¿Y gas? ¿Había sido furia animal o meticulosidad filosófica? ¿En una bañera o en el suelo? ¿Bañera privada o comunitaria? Precisamente cuando estaba seguro de que iba a vomitar, la náusea cedió y levantó la cabeza.
Un ruso se mata: eso tenía sentido. Pero, honradamente, ¿qué tenía que ver un cadáver ruso con un turista? Tres cadáveres… eso tenía un timbre capitalista, de muerte al por mayor, pero, aun así… ¿Cuándo encuentra un turista tiempo para disparar a la gente? ¿Qué tesoro ruso merecería hacer tal cosa? Desde otro punto de vista, ¿qué amenaza podían constituir tres pobres trabajadores para un hombre que simplemente podía abordar un avión y volar a Estados Unidos, Suiza, la Luna? Entonces, ¿por qué insistía con semejante teoría, por qué la había concebido? ¿Para entregar el caso a la KGB? ¿Para ridiculizar a la KGB? ¿O bien, ya en el terreno personal, para demostrar a alguien que ser investigador equivalía en realidad a ser algo, quizás hasta un héroe, como había sugerido Levin? ¿Tal vez ese alguien dejara a Schmidt y regresara a casa? La respuesta era afirmativa en todos los casos.
Quedaba una posibilidad más intrigante: que el propio investigador hubiera descubierto —por accidente, como cuando un hombre pasa frente a un espejo y de pronto advierte que no está afeitado, que su chaqueta está gastada en el cuello— lo pobre de su trabajo. O lo que era peor, lo inútil del mismo. ¿Era un investigador principal o un procesador de muertos, un adjunto a la morgue, cuyo trabajo de papeleo era sustituto burocrático de los últimos ritos? Era un detalle, meramente indicativo de la realidad socialista (después de todo, ¡sólo Lenin vive!). Lo que era más importante: en lo tocante a su carrera, todo el mundo tenía razón. A menos que se convirtiera en engranaje del Partido, ya había llegado lo más alto que podría llegar. Hasta allí y nada más. ¿Era posible, tenía la imaginación necesaria para crear un caso elaborado lleno de extranjeros misteriosos, traficantes del mercado negro e informantes, toda una población de vapores ficticios surgidos de tres cadáveres? ¿Sería todo eso un juego del investigador contra sí mismo? Existía cierta posibilidad de que así fuera.
Salió de la morgue para meterse bajo la lluvia, caminando con la cabeza metida entre los hombros. En la plaza Dzerzhinsky, la multitud corría rumbo a la estación del metro. Había una cafetería junto a la tienda de artículos infantiles, del lado de la plaza opuesto a la Lubyanka. Tenía que llevarse algo a la boca. Estaba esperando que pasara el tránsito cuando oyó que lo llamaban.
—¡Aquí!
De una arcada baja surgió una silueta que sacó a Arkady de la lluvia. Era Iamskoy que cubría su uniforme de fiscal con un abrigo azul y llevaba un sombrero dorado en la cabeza rasurada.
—Camarada magistrado, ¿conoce usted a nuestro talentoso investigador principal, Renko? —Iamskoy llevó a Arkady junto a un anciano.
—¿Es el hijo del general? —El magistrado tenía pequeños ojos junto a una nariz afilada.
—El mismo.
—Mucho gusto en conocerlo. —El magistrado ofreció a Arkady una mano pequeña y nudosa.
Pese a la reputación de la justicia, Arkady estaba impresionado. Había sólo doce magistrados en la Suprema Corte.
—El gusto es mío. Voy camino a la oficina. —Arkady retrocedió un paso hacia la calle, pero Iamskoy no soltó su brazo.
—Y ha estado trabajando desde antes de la salida del sol. Cree que no conozco sus horarios —dijo Iamskoy al magistrado—. Es el trabajador más creativo y más empeñoso. ¿No van juntas siempre ambas cosas? ¡Basta! El poeta deja su pluma, el asesino deja su hacha, y aun usted, investigador, debe descansar de vez en cuando. Venga con nosotros.
—Tengo mucho trabajo que hacer —protestó Arkady.
—¿Quiere avergonzarnos? No lo toleraré. —Iamskoy arrastró también al magistrado. La arcada conducía a un pasaje cubierto que Arkady nunca había observado. A un lado había dos milicianos que llevaban la insignia de la División de Seguridad Interna—. Además, no le importa si lo exhibo un poco, ¿verdad?
El pasaje conducía a un patio lleno de relucientes limusinas Chaika. Más expansivo a cada paso, Iamskoy los guió a través de una puerta de hierro a un salón iluminado por lámparas de cristal en forma de estrellas blancas y por un pasillo alfombrado a una sala con paneles de madera y angostos compartimentos de caoba. A esas alturas, las lámparas eran rojas, y a todo lo largo de la sala había una fotografía del Kremlin por la noche, con la bandera roja ondeando sobre la cúpula verde del viejo Senado.
Iamskoy se desnudó. Su cuerpo era sonrosado, muy musculoso y casi lampiño, excepto en la entrepierna. Una mata de cabello blanco cubría el pecho cóncavo del magistrado. Arkady los imitó. Iamskoy miró de manera casual la hinchazón negra en el pecho de Arkady.
—Un poco de trabajo rudo, ¿eh?
Tomó una toalla de su compartimiento y la ató como una bufanda alrededor del cuello de Arkady para ocultar la magulladura.
—Tome; ahora ya parece un ciudadano normal. Éste es una especie de club privado, de modo que sígame. ¿Listo, camarada magistrado?
El magistrado se puso una toalla alrededor de la cintura; Iamskoy enrolló la suya en su hombro y se acercó a Arkady, pasándole la mano por la espalda y susurrando con una confianza jovial que excluía al anciano:
—Hay casas de baños y casas de baños. A veces un funcionario necesita refrescarse, ¿correcto? No es de esperarse que haga cola con el público en general, no con una persona como el magistrado.
Atravesaron un corredor de mosaicos, ventilado por acondicionadores de aire, hasta llegar a un sótano lo bastante grande como para contener una larga piscina de calientes aguas sulfurosas. Alrededor de la piscina, en el interior de arcos bizantinos encristalados, unas pantallas oscilantes de madera labrada ocultaban parcialmente alcobas provistas de mesas mongólicas de patas cortas y canapés. Los bañistas se sentaban en el agua de vapor, en el extremo más alejado de la piscina.
—Esto se construyó durante las distorsiones del culto de la personalidad —dijo Iamskoy en voz baja a Arkady—. Los interrogadores de la Lubyanka trabajaban todo el día, y se decidió que debían tener un lugar para descansar entre interrogatorios. El agua se extraía de las corrientes subterráneas del Neglinaya, calentada al vapor y mezclada con sales. Sin embargo, justo al terminarse la instalación, Él murió y el lugar se abandono. Últimamente, fue obvio que era estúpido no utilizarlo. Ha sido —y apretó el brazo a Arkady— rehabilitado.
Condujo a Arkady a una alcoba donde había dos hombres desnudos, sentados, sudando ante una mesa provista de copas de plata llenas de caviar y salmón en hielo picado, platos con pan blanco en delgadas rebanadas, mantequilla blanda y limones, agua mineral y botellas de vodka, normal y especiado.
—Camarada primer secretario del fiscal general y camarada académico, quiero que conozcan a Arkady Vasilevich Renko, investigador a cargo de homicidios.
—Hijo del general. —El magistrado se sentó, ignorado.
Arkady estrechó manos por encima de la mesa. El primer secretario era grande y velludo como un mono y el académico padecía un ligero parecido con Khrushchev, pero la atmósfera era relajada y cordial, semejante a la que Arkady había visto una vez en una escena de una película en la que aparecía el zar Nicolás bañándose con su Estado Mayor. Iamskoy sirvió vodka especiado Petrovska y puso caviar en el pan de Arkady. No era caviar prensado sino huevas tan grandes como bolas, el caviar que Arkady no veía desde hacía años. Se lo comió de dos bocados.
—Recordarán que el investigador Nikitin tenía un historial casi perfecto. Arkady Vasilevich tiene uno perfecto. Así que les advierto —dijo Iamskoy en tono ligeramente burlón— que si proyectan deshacerse de sus esposas, será mejor que busquen otra ciudad donde hacerlo.
Bocanadas de vapor llegaban de la piscina penetrando por debajo de la pantalla y llenando la boca con el sabor del sulfuro. Sin embargo, no era una sensación desagradable… más bien agregaba algo al vodka. Una persona no tenía que ir a un balneario en busca de cura, pensó Arkady, sólo bañarse bajo la plaza Dzerzhinsky, donde los héroes padecían el sobrepeso.
—Dinamita blanca de Siberia —dijo el primer secretario, llenando el vaso de Arkady—. Alcohol puro.
El académico, conjeturó Arkady, pertenecía a ese círculo exclusivo dedicado no a labores ordinarias de investigación médica, sino como ideólogo.
—La historia nos muestra la necesidad de enfrentar a Occidente —dijo el académico—. Marx demuestra la necesidad del internacionalismo. Por eso tenemos que estar pendientes de esos bastardos de alemanes. En cuanto dejemos de vigilarlos, volverán a unirse, créanme.
—Son ellos quienes meten drogas en Rusia —convino con energía el primer secretario—, los alemanes y los checos.
—Es preferible que queden libres diez traficante de drogas —dijo el magistrado.
Su pecho estaba salpicado de caviar.
Iamskoy hizo un guiño a Arkady. Después de todo, la oficina del fiscal sabía que eran los georgianos quienes traían el cannabis a Moscú y que los estudiantes de química de la universidad preparaban el LSD. Arkady escuchaba a medias mientras comía salmón condimentado con eneldo, y estuvo a punto de dormirse mientras descansaba en el canapé. También Iamskoy parecía contentarse con escuchar, con los brazos cruzados; todavía tenía que comer y, más que nada, beber. La conversación ronroneaba en su derredor como el agua en torno a una roca.
—¿No está de acuerdo, investigador?
—¿Disculpen? —Arkady había perdido el hilo de la conversación.
—¿Acerca del vronskyismo? —inquirió el primer secretario.
—Eso fue antes de que Arkady Vasilevich se uniera a nosotros —comentó Iamskoy.
Vronsky. Arkady recordó el nombre del investigador de la Oficina Regional de Moscú que no solamente defendía los libros de Solzhenitsyn sino que también denunciaba la vigilancia de los activistas políticos. Naturalmente, Vronsky ya no era investigador, y la mención de su nombre suscitaba náusea en la comunidad judicial. Sin embargo, el «vronskyismo» era una palabra diferente, más vaga y escalofriante: una brisa de nueva dirección.
—Lo que debe atacarse, desarraigarse y destruirse —explicó el académico— es, generalmente, la tendencia a colocar los legalismos por encima de los intereses de la sociedad e individualmente, la tendencia de los investigadores a colocar su interpretación de la ley por encima de los objetivos de la justicia.
—El individualismo es otro nombre del vronskyismo —dijo el primer secretario.
—Y el intelectualismo egoísta —dijo el académico—, que se nutre del arribismo y se complace con éxitos superficiales hasta que incluso los intereses tácitos básicos de la estructura mayor quedan minados.
—Porque —intervino el primer secretario— la solución de cualquier crimen en particular, y, de hecho, las leyes en sí mismas, son sólo el papel que alude al sistema concreto del orden político.
—Cuando tenemos una generación de abogados e investigadores que confunden la fantasía con la realidad —dijo el académico—, y cuando leyes de papel debilitan a los órganos de la justicia, entonces ha llegado la hora de terminar con eso.
—Y si al mismo tiempo caen unos cuantos vronskyistas, tanto mejor —dijo el primer secretario a Arkady—. ¿No está usted de acuerdo?
El primer secretario se echó hacia delante, con los nudillos sobre la mesa, y el académico hizo girar su redondo vientre de payaso hacia Arkady, que notó la mirada de soslayo que le lanzaba Iamskoy. El fiscal debió de saber, al llamar a Arkady en la calle, adonde conduciría la conversación en la casa de baños. Los ojos pálidos de Iamskoy decían: concéntrese… tenga cuidado.
—Vronsky —contestó Arkady—, ¿no era también escritor?
—Es cierto —dijo entonces el primer secretario—, una buena observación.
—También era judío —dijo el académico.
—Entonces —mientras hablaba, Arkady envolvió en pan blanco un trozo de salmón—, se podría decir que debemos vigilar a todos los investigadores que son también judíos y escritores.
El primer secretario abrió los ojos. Miró al académico y a Iamskoy, y luego otra vez a Arkady. Una sonrisa se dibujó en su boca, seguida del estruendo de una risotada.
—¡Sí! ¡Para comenzar!
La conversación versó luego sobre comida, deportes y sexo, y al cabo de unos minutos Iamskoy llevó a Arkady a dar un paseo alrededor de la piscina. Habían llegado más funcionarios, que flotaban como morsas en el agua caliente o se movían como sombras blancas y sonrosadas tras las celosías.
—Hoy se siente especialmente sutil, lo bastante confiado como para eludir la acometida. Bien, me agrada ver eso. —Iamskoy dio unas palmadas en la espalda de Arkady—. De cualquier modo, la campaña contra el vronskyismo comienza en un mes. Está advertido.
Arkady pensó que Iamskoy lo sacaba de la casa de baños, pero entraron en una alcoba donde un joven untaba rebanadas de pan con mantequilla.
—Mire, ustedes deben de conocerse. Yevgeny Mendel, su padre y el de Renko fueron grandes amigos. Yevgeny pertenece al Ministerio de Comercio —dijo Iamskoy a Arkady.
Sentado, Yevgeny intentó hacer una reverencia. Tenía el vientre blando y un bigote fino. Era más joven que Arkady, y éste recordó vagamente a un muchacho regordete que parecía estar siempre llorando.
—Es experto en comercio internacional —Iamskoy hizo que Yevgeny se sonrojara—, de la nueva carnada.
—Mi padre… —empezó a decir Yevgeny cuando Iamskoy se excusó abruptamente, dejándolos solos.
—¿Sí? —Arkady alentó a Yevgeny por cortesía.
—Un momento —pidió Yevgeny, que se concentraba en untar la mantequilla y añadir gotas de caviar de modo que cada rebanada parecía un girasol con pétalos amarillos y centro negro. Arkady se sentó y se sirvió una copa de champán.
—Me especializo en compañías norteamericanas. —Yevgeny levantó la vista de su labor artística.
—¿Eh? Debe de ser un nuevo campo de actividad. —Arkadyse preguntó cuándo reaparecería Iamskoy.
—No, de ninguna manera, no. Hay un gran número de antiguos amigos. Armand Hammer, por ejemplo, fue asociado de Lenin. La empresa Chemico construyó plantas de amoníaco para nosotros en los años treinta. Ford nos fabricó camiones para esa misma época y pensamos que íbamos a trabajar con ellos otra vez, pero lo enredaron todo. El Chase Manhattan ha sido corresponsal del Vneshtorgbank desde 1923.
La mayoría de esos nombres eran desconocidos para Arkady, pero la voz de Yevgeny se le hacía cada vez más familiar, pese a que no podía recordar haberlo visto en años.
—Buen champán —comento, dejando su copa.
—Es Soviet Sparkling. Vamos a exportarlo. —Yevgeny levantó los ojos con el rostro lleno de orgullo infantil.
Arkady escuchó abrirse la puerta. Entró un hombre de edad mediana, alto, delgado y tan moreno que al principio Arkady pensó que podía ser árabe. El cabello era lacio y blanco y los ojos, negros; la nariz larga y una boca casi femenina formaban una extraordinaria combinación: un caballo bien parecido. En la mano que sostenía la toalla, llevaba una sortija de oro con sello. Arkady observó entonces que su piel era correosa, tostada más bien que oscura, tostada por todas partes.
—Absolutamente estupendo —comentó el hombre, de pie junto a la mesa. De su cuerpo cayó agua sobre el pan preparado—. Como regalos perfectamente envueltos. No me atrevería a comerme uno.
Miró a Arkady sin curiosidad. Hasta sus cejas parecían peinadas. Su ruso era excelente, como lo sabía Arkady, pero las grabaciones no habían incluido esa cualidad de aplomo animal.
—¿Pertenece a tu oficina? —preguntó el recién llegado a Yevgeny.
—Es Arkady Renko. Es… bueno, no sé qué.
—Soy investigador —dijo Arkady.
Yevgeny sirvió champán y pasó el plato de canapés, charlando. Su invitado se sentó, sonriente; Arkady nunca antes había visto dientes tan brillantes.
—¿Qué es lo que investiga?
—Homicidios.
El cabello de Osborne era más plateado que blanco y estando húmedo le colgaba sobre las orejas, pese a que lo había secado con la toalla. Arkady no pudo ver si alguna de las orejas tenía cicatrices. Osborne cogió un pesado reloj de oro y se lo puso en la muñeca.
—Yevgeny —dijo—, espero una llamada telefónica. ¿Serías un ange sur la terre y esperarías por mí en la centralita?
De una bolsa de gamuza tomó un cigarrillo que encendió con un encendedor de lapislázuli y oro. La pantalla onduló detrás de Yevgeny, que salía.
—¿Habla usted francés?
—No —mintió Arkady.
—¿Inglés?
—No. —Arkady volvió a mentir. Arkady sólo había visto gente como ésa en las publicaciones occidentales, pero siempre pensó que el lustre se debía al papel y no a ellos mismos. La pura suavidad física era extraña, intimidante.
—Es interesante que después de todas las visitas que he hecho a esta ciudad, ésta sea la primera vez que me encuentro con un investigador.
—Usted nunca ha hecho nada malo, señor… perdone, no sé cómo se llama usted.
—Osborne.
—¿Norteamericano?
—Sí. ¿Cómo se apellida usted?
—Renko.
—Es usted joven para ser investigador, ¿no?
—No. Su amigo Yevgeny habló de champán. ¿Eso es lo que usted importa?
—Importo pieles —dijo Osborne.
Habría sido fácil decir que Osborne era más una colección de artículos costosos: anillo, reloj, perfil, dientes, que una persona; tenía la actitud socialista correcta y en parte era cierto, pero no explicaba lo que Arkady no había esperado: una sensación de poder contenido. Él mismo era demasiado rígido e inquisitorial. Tenía que cambiar eso.
—Siempre quise un sombrero de piel —dijo Arkady—. Y conocer norteamericanos. He oído decir que son como nosotros: francos y de gran corazón. Y visitar Nueva York, el edificio Empire State y Harlem. Qué gran vida debe usted de llevar viajando alrededor del mundo.
—No a Harlem.
—Disculpe. —Arkady se puso de pie—. Usted conoce mucha gente importante aquí con la que le gustaría conversar, y es demasiado cortés para pedirme que me vaya.
Fumando su cigarrillo, Osborne lo observó inexpresivamente, hasta que Arkady hizo el intento de marcharse hacia la piscina.
—Insisto en que se quede —dijo Osborne con rapidez—. No suelo conocer investigadores. Quiero aprovechar la oportunidad y pedirle que me hable de su trabajo.
—Como usted quiera. —Arkady volvió a sentarse—. Aunque por lo que he leído acerca de Nueva York, lo que hago aquí le parecerá aburrido. Problemas domésticos, gamberrismo. Tenemos asesinatos, pero casi invariablemente se cometen al calor de la ira o bajo la influencia del alcohol. —Se encogió de hombros como disculpándose y bebió champán—. Muy dulce. Realmente debería importarlo.
—Hábleme de usted. —Osborne le sirvió más.
—Podría continuar durante horas —contestó con entusiasmo el investigador, bebiendo de un trago el contenido de su copa—. Padres maravillosos, abuelos maravillosos. En la escuela disfruté de inspirados maestros y de condiscípulos siempre dispuestos a ayudarme. Ahora, cada uno de los compañeros con quienes trabajo, merece por lo menos un libro.
—¿Alguna vez —Osborne apartó la boquilla de su boca sonriente— habla usted de sus fracasos?
—En lo que a mí concierne —dijo Arkady—, nunca he tenido un fracaso.
Se sacó la toalla del cuello y la dejó caer sobre la que Osborne había hecho a un lado. El norteamericano observó la hinchazón descolorida.
—Un accidente —dijo Arkady—. Probé las botellas de agua caliente y las lámparas de calor, pero nada es mejor que un baño de sulfuro para aliviar la congestión. Los doctores dicen muchas cosas, pero los viejos remedios son siempre los mejores. En rigor, la criminología socialista es el campo donde los más grandes avances…
—Volviendo a eso —interrumpió Osborne—, ¿cuál ha sido su caso más interesante?
—¿Se refiere usted a los cadáveres del Parque Gorki? ¿Me permite? —Arkady tomó uno de los cigarrillos de Osborne y usó su encendedor, admirando su piedra azul.
El lapislázuli más fino provenía de Siberia; nunca antes lo había visto.
—La prensa no ha publicado nada al respecto —Arkady exhaló una bocanada de humo—, pero acepto el hecho de que un asunto tan extraño se vuelve objeto de rumores. Particularmente —esgrimió un dedo como lo haría un maestro a un estudiante travieso— entre la comunidad extranjera, ¿sí?
No pudo decir si sus palabras habían producido algún efecto. Osborne se reclinó hacia atrás con el rostro impasible.
—No sabía nada de eso —dijo Osborne al prolongarse demasiado el silencio.
Yevgeny Mendel entró con la novedad de que no había habido llamadas telefónicas. De inmediato, Arkady se levantó y presentó profusas excusas por haberse aprovechado demasiado de su buena acogida, y les agradeció su hospitalidad y su champán. Tomó la toalla de Osborne y se la pasó por el cuello.
Osborne lo miró como un hombre distante y fuera del alcance de la voz, hasta que Arkady llegó a la salida.
—¿Quién es su superior? ¿Quién es el investigador principal?
—Soy yo. —Arkady le dedicó una última y alentadora sonrisa.
Después de dar unos pocos pasos junto a la piscina, se sintió agotado. De pronto, Iamskoy estaba a su lado.
—Espero haber tenido razón con respecto a la amistad entre su padre y el de Mendel —dijo—. Y no se preocupe mucho por el vronskyismo. Cuenta usted con mi decidido apoyo para continuar sus investigaciones como sólo usted puede hacerlo.
Arkady se vistió y salió de la casa de baños. La lluvia se había transformado en bruma. Caminó calle Petrovska arriba hasta el tibio laboratorio forense del coronel Lyudin, a quien le entregó la toalla húmeda de Osborne.
—Sus muchachos han estado tratando de ponerse en contacto con usted toda la tarde —dijo Lyudin antes de tomar la toalla para examinarla.
Arkady llamó al hotel Ucrania. Pasha contestó y le dijo orgullosamente que él y Fet habían estado interceptando el teléfono del traficante del mercado negro Golodkin y habían oído a un hombre pedirle a Golodkin que se reuniera con él en el Parque Gorki. Pasha creía que el que había llamado era americano o estoniano.
—¿Americano o estoniano?
—Quiero decir que hablaba muy bien el ruso, pero ligeramente diferente.
—De todos modos, eso constituye una violación de la vida privada, Pasha. Artículos 12 y 134.
—Después de todas las grabaciones que hemos estado…
—¡Eran grabaciones de la KGB! —Hubo un silencio dolorido en el otro extremo de la línea, hasta que Arkady dijo—: Está bien.
—No soy un teórico como tú —contestó Pasha—. Se necesita ser un genio para saber qué está contra la ley.
—Está bien. Así que tú te quedaste allí y Fet se ocupó de la entrevista. ¿Llevó una cámara? —preguntó Arkady.
—Eso es lo que le llevó tanto tiempo. Encontrar una cámara. Porque los perdió. Anduvo por todo el parque y no los vio.
—Bueno, al menos podemos usar tu grabación y…
—¿Una grabación?
—Pasha, violaste la ley para escuchar el teléfono de Golodkin ¿y no te molestaste en grabar lo que decía?
—Realmente… no.
Arkady colgó el auricular.
El coronel Lyudin chasqueó la lengua desde el otro lado del laboratorio.
—Mire, investigador. Encontré diez cabellos en la toalla. Tomé uno, lo corté y lo puse bajo el microscopio para compararlo con un pelo de la gorra que encontró antes, que está bajo este otro microscopio. El de la gorra es gris tirando a blanco y su sección transversal es ovoide, lo que significa que el cabello es rizado. El nuevo, el de la toalla, tiene un color parecido al cromo, bastante actractivo, y es perfectamente redondo transversalmente, lo que indica cabello lacio. Haré un análisis proteínico, pero desde ahora le puedo asegurar que esos cabellos no pertenecen a la misma persona. Mire.
Arkady miró. Osborne no era el hombre que había dicho: «Hijo de puta».
—Buena prenda. —Lyudin tocó la toalla—. ¿La quiere?
El vodka y la codeína estaban haciendo su efecto en Arkady, quien se dirigió a la comisaría de la milicia en la calle Petrovska a tomar una taza de café. Solo en una mesa, reprimió el deseo de reír. ¡Vaya detectives! Tratando de encontrar una cámara mientras un personaje misterioso (estoniano o americano) se paseaba por el Parque Gorki sin ser observado. Un investigador roba una toalla que exculpa a su único sospechoso. Si tuviera casa, hubiera vuelto a ella.
—¿Investigador principal Renko? —preguntó un oficial—. Hay una llamada para usted en la sala de teletipos, desde Siberia.
—¿Ya?
La llamada era de un detective de la milicia de nombre Yakutsky, en Ust-Kut, cuatro mil kilómetros al este de Moscú.
En respuesta al boletín dirigido a toda la república, Yakutsky informó de que Valerya Semionovna Davidova, de diecinueve años de edad, residente de Ust-Kut, era buscada por el robo de materiales del Estado. La camarada Davidova iba acompañada por Konstantin Ilyich Borodin, de veinticuatro años, también buscado por el mismo delito.
Arkady buscó un mapa. ¿Dónde demonios estaba Ust-Kut?
Borodin, dijo el detective Yakutsky, era un gamberro de la peor especie, un trampero traficante en pieles, traficante de repuestos de radio en el mercado negro. Había mucha demanda. Sospechoso de la explotación de depósitos ilegales de oro. Con la construcción del ferrocarril Baikal-Amur, Borodin disponía regularmente de repuestos de camiones que dejaban al aire libre. Al ser perseguidos por la milicia, él y la chica Davidova simplemente habían desaparecido. Yakutsky imaginaba que se habían refugiado en alguna choza de la taiga o que habían muerto.
Ust-Kut. Arkady meneó la cabeza. Nadie llegaba a Moscú desde Ust-Kut, estuviera eso donde estuviere. Quería decepcionar con gentileza al detective siberiano. Todos formamos parte de una república, pensó. Se decía «Yakutsky» a todos los nativos de Yakut. Arkady imaginó una astuta cara oriental en el distante teléfono.
—Precisamente ¿dónde y cuándo fueron vistos por última vez? —preguntó.
—En Irkutsk, en octubre.
—¿La chica o el joven sabían restaurar iconos?
—Todos los que crecen aquí aprenden a labrar la madera.
La conexión empezó a debilitarse.
—Bueno —dijo Arkady con premura—, envíeme las fotos e información que tenga. —Espero que sean ellos—. Claro.
—Konstantin Borodin es Kostia el Bandido… —La voz era apenas perceptible.
—No he oído hablar de él.
—Es famoso en Siberia…
Tsypin el asesino saludó a Arkady en una celda de la prisión de Lefortovo. No llevaba camisa, pero los tatuajes de urka cubrían su cuerpo hasta el cuello y las muñecas. Se sostenía los pantalones sin cinturón.
—También me quitaron los cordones de los zapatos. ¿Quién oyó decir alguna vez que alguien se haya ahorcado con sus cordones? Bueno, me jodieron otra vez. Ayer lo vi a usted y todo estaba arreglado. Hoy, dos tipos me encuentran en la carretera y tratan de robarme.
—¿Donde vendías gasolina?
—Así es. ¿Qué me quedaba por hacer? Le pego a uno con una llave y cae muerto. El otro se alejó en el coche en el momento en que llega la milicia. Allí estaba yo, con la llave en la mano y el muerto a mis pies. ¡Dios mío! Le llegó la hora a Tsypin.
—Quince años.
—Si tengo suerte. —Tsypin se volvió a sentar en su banco. La celda tenía también una litera atornillada a la pared y una jarra de agua para lavarse. La puerta tenía dos paneles corredizos: uno pequeño para que el guardia mirara dentro y otro mayor para pasar la comida.
—No hay muchas cosas que pueda hacer por ti —dijo Arkady.
—Lo sé. Esta vez se me acabó la suerte. Tarde o temprano le pasa a todos, ¿no? —Tsypin puso una cara más amistosa—. Pero mire, investigador, yo lo he ayudado mucho a usted. Cuando necesitaba información, yo era quien se la proporcionaba. Nunca le fallé porque nos respetábamos mutuamente.
—Te pagué por ello. —Arkady suavizó lo que dijo dando a Tsypin un cigarrillo y encendiéndoselo.
—Usted sabe lo que quiero decir.
—No te puedo ayudar, lo sabes. Se trata de homicidio con agravantes.
—No hablaba de mí. ¿Recuerda a Swan?
No muy bien. Arkady recordó una figura extraña que se había mantenido a distancia en un par de ocasiones que se reunió con Tsypin.
—Claro.
—Siempre hemos estado juntos, aun en los campos de trabajo. Yo siempre he sido quien aportaba el dinero, ¿entiende? Swan se va a ver en aprietos. Es decir, yo tengo muchos problemas y no quiero preocuparme por él también. Usted necesita un informante. Swan tiene teléfono, incluso un coche, sería perfecto para usted. ¿Qué dice? Póngalo a prueba.
Cuando Arkady salió de la prisión, Swan esperaba junto a un poste de alumbrado. Su chaqueta de cuero hacía resaltar lo angosto de sus hombros, su largo cuello y el cabello corto. En el campo, un ladrón profesional tendía a escoger a un convicto aficionado, sodomizarlo y luego echarlo de la cama a puntapiés. Esto hacía al ladrón, el de arriba, más masculino. El «chivo», el de abajo, era el detestado afeminado. Sin embargo, Swan y Tsypin eran una verdadera pareja, una rareza, y nadie llamaba chivo a Swan en presencia de Tsypin.
—Tu amigo sugirió que podrías hacer algún trabajo para mí —dijo Arkady sin entusiasmo.
—Entonces lo haré. —Swan poseía la extraña delicadeza de un muñeco desportillado y gastado, cosa notable porque no era bien parecido, ni siquiera bonito.
Era difícil calcular su edad, y su voz era demasiado suave para dar una idea.
—No es mucha la paga, digamos unos cincuenta rublos, si proporcionas buena información.
—Tal vez pueda usted hacer algo por él, en lugar de pagarme. —Swan miró la reja de la prisión.
—Donde él va sólo podrá recibir un paquete al año.
—Quince paquetes —murmuró Swan, como si se preguntara ya qué pondría en ellos.
A menos que Tsypin fuera fusilado sin demora, pensó Arkady. Bueno, el amor no es una desmayada violeta; es una semilla que germina en la oscuridad. ¿Lo ha explicado alguien alguna vez?