El hombre no nació criminal, sino que incurrió en el error debido a circunstancias desafortunadas o a la influencia de elementos negativos. El origen de todos los crímenes, grandes o pequeños, puede hallarse en la avaricia poscapitalista, el egoísmo, la pereza, el parasitismo, la embriaguez, los prejuicios religiosos o la depravación hereditaria.
Por ejemplo, el asesino Tsypin fue hijo de un homicida y una especuladora, cuyos ancestros incluían asesinos, ladrones y monjes. Tsypin fue criado como «urka»; es decir, criminal profesional. Usaba los tatuajes azules de los urkas —serpientes, dragones, los nombres de diversas amantes— en profusión tal, que le salían por los puños y el cuello de las camisas. Una vez había mostrado a Arkady el gallo rojo tatuado en su pene. Afortunadamente para él, Tsypin asesinó a su cómplice en una época en que se consideraba que sólo los crímenes contra el Estado merecían la pena de muerte. Le dieron diez años. En el campo de prisioneros se hizo otro tatuaje en la frente: «Jodido por el Partido». Una vez más, tuvo suerte. Semejante propaganda «corporal» antisoviética había sido considerada un crimen contra el Estado hasta la semana anterior; sólo consiguió que le sacaran un poco de piel del trasero y se la añadieran en la frente, más un incremento de cinco años en su sentencia, pena suspendida con ocasión del centesimo aniversario del nacimiento de Lenin.
—Ahora me tomo las cosas con calma —le dijo a Arkady—. La tasa de criminalidad sube, luego baja. Los jueces se ablandan, después te rompen las pelotas. Es como la luna y las mareas. De todos modos, ahora disfruto de una buena situación.
Tsypin era maquinista. Pero ganaba la mayor parte de su dinero a través de los chóferes de camiones. Éstos llenaban sus tanques de combustible para entregar mercancías en alguna aldea del campo. Sin embargo, en las afueras de Moscú sacaban un poco de gasolina, que vendían a bajo precio a Tsypin, cambiaban sus odómetros y al final del día regresaban a la terminal con la siempre plausible historia de que los caminos estaban malos y habían tenido que tomar atajos. A su vez, Tsypin vendía la gasolina a particulares. Las autoridades conocían sus actividades, pero como había tan pocas gasolineras en Moscú y había tanta presión por parte de los propietarios de vehículos para que se crearan más, que se permitía que los acaparadores como Tsypin desempeñaran un servicio social necesario.
—Lo último que nadie quiere es un endurecimiento, y si yo supiera quién mató a tres personas en el Parque Gorki, sería el primero en decírselo. En realidad, quien haya hecho algo así merecería ser castrado. Nosotros también tenemos normas, ¿sabe?
Más urkas declararon en la oficina de Arkady en Novokuznetskaya, y todos dijeron que nadie estaba tan loco para dispararle a alguien en el Parque Gorki, y que, además, nadie había desaparecido. El último en declarar fue Zharkov, un ex militar que traficaba con armas.
—¿De qué se puede echar mano? Desechos del Ejército Rojo, algunos mohosos revólveres ingleses, quizás una o dos pistolas checoslovacas. Si va usted al este, a Siberia, podría encontrar alguna banda provista de una ametralladora. Aquí no, nada como lo que usted describe. Muy bien, ¿quién va a disparar? Aparte de mí, no conozco ni a diez personas en Moscú, menores de cuarenta y cinco años, capaces de hacer blanco en sus abuelas a diez pasos. ¿Dice que han estado en el servicio militar? Esto no es América. Si hemos participado en alguna guerra seria en los últimos treinta años, hágamelo saber. No tienen la oportunidad de dispararle a nadie, y además, el entrenamiento militar se ha ido al demonio. Seamos serios. Usted habla de una ejecución organizada, y usted y yo conocemos a una sola organización equipada para hacer algo semejante.
Por la tarde, Arkady llamó sin cesar a la escuela de Zoya, hasta que le dijeron que se había marchado al club atlético del Sindicato de Profesores. El club estaba en una antigua mansión en el extremo de Novokuznetskaya, precisamente frente al Kremlin. Buscando el gimnasio del club, se perdió, hasta que atravesó una puerta y se encontró en un pequeño balcón que en otra época había sido utilizado por los músicos. Miró hacia abajo, a lo que había sido un salón de baile. Cupidos desprovistos de cara decoraban el alto cielo raso. La pista de baile estaba cubierta de colchonetas de vinilo, brillantes y olorosas de sudor; Zoya se mecía en las barras desiguales. Su dorado cabello estaba recogido en un moño y llevaba bandas en las muñecas y medias de lana. Al rodar bajo la barra inferior, sus piernas se abrieron como las alas de un aeroplano, los músculos de la espalda y el trasero se tensaron bajo el leotardo. Vestido con un chándal, con los brazos cruzados, Schmidt la contemplaba sentado en el suelo. Ella estiró los brazos para tomar la barra superior, volteó girando a la barra inferior, se elevó con los pies hacia el techo, giró y regresó, con las piernas separadas, a la barra alta. No era lo bastante buena como para resultar graciosa. Lo que tenía era una especie de impulso maniático, como un péndulo que se enrollaba y desenrollaba en torno a dos polos. Se balanceó para bajar de las barras y cuando Schmidt la tomó de la cintura con ambas manos, Zoya lo abrazó.
Era romántico, pensó Arkady. En lugar de un marido, debería haber un cuarteto de cuerdas y luz de luna. Natasha tenía razón: estaban hechos el uno para el otro.
Al salir del balcón, Arkady golpeó la puerta tan fuerte que sonó como un balazo.
Fue a su piso a recoger una muda limpia y de regreso al Ucrania tomó de la Biblioteca Histórica los Anales de la cooperación soviético-americana en la Gran Guerra Patriótica. Quizá la KGB se habría llevado ya sus documentos cuando llegara al hotel, pensó Arkady, y tal vez Pribluda estaría esperándolo. Quizás el mayor comenzara con una pequeña broma, estableciendo una relación nueva, más cordial, y explicando su actual desacuerdo como algo puramente institucional. Después de todo, el miedo era el que mantenía a la KGB. Sin enemigos, dentro o fuera, reales o imaginarios, la KGB carecía de sentido. Por otra parte, la misión de la milicia y de la oficina del fiscal era probar que todo marchaba bien. Arkady imaginó que años más tarde, los tres asesinatos del parque se comentarían en las publicaciones legales como Conflictos entre objetivos institucionales en el Parque Gorki.
En el hotel había nuevas cajas de documentos junto a las anteriores. Pasha y Fet no estaban. Pasha había dejado una nota diciendo que el asunto iconos era un fracaso, pero que un alemán había abierto una nueva perspectiva. Arkady la estrujó y la arrojó en el cesto de los papeles. Dejó caer su ropa limpia sobre el catre de la oficina.
Llovía. Las gotas de agua caían sobre el río helado, difuminando el tráfico del bulevar. Del otro lado, en el recinto de los extranjeros, una mujer en camisón estaba parada ante una ventana iluminada.
¿Sería americana? A Arkady le dolía el pecho, el punto hinchado, rojizo y doloroso donde el fugitivo del parque le había pegado dos noches antes. Aplastó un cigarrillo y encendió otro. Se sentía extrañamente ligero… aliviado de la carga de Zoya, de su casa, saliendo de una órbita que había sido su vida, libre de la atracción de la gravedad.
Del otro lado del bulevar se apagó la ventana en la que estaba la mujer. Se preguntó por qué querría acostarse con una mujer a quien nunca había visto antes y cuya cara era una mancha detrás de un cristal mojado. Nunca había sido infiel, ni siquiera había pensado en ello. Ahora quería tener a cualquier mujer. Y si no eso, entonces golpear a alguien. Establecer contacto: eso era lo importante.
Se obligó a sentarse y escuchar las grabaciones de enero del hombre de negocios/provocador Osborne. Si pudiera establecer cualquier relación entre el Parque Gorki y ese favorito de la KGB, tendría que intervenir el mayor Pribluda, estaba seguro. No había razón para sospechar de Osborne, a pesar de sus contactos con Irina Asanova y el vendedor de iconos Golodkin. Era como si al pasar un día por un campo, Arkady hubiera escuchado un silbido bajo una piedra. «Aquí hay una serpiente», decía el silbido. El traficante de pieles había pasado enero y los primeros dos días de febrero viajando entre Moscú y la subasta anual de pieles de Leningrado. En ambas ciudades había fraternizado con una élite de funcionarios culturales y comerciales, coreógrafos, directores, bailarines y actores, no con la clase de ciudadanos andrajosos cuyos cadáveres habían sido hallados en el Parque Gorki.
Osborne: Usted es famoso como director de películas de guerra. Usted ama la guerra. Los norteamericanos aman la guerra. Fue un general norteamericano quien dijo: «La guerra es el cielo».
En los Anales de la cooperación soviético-americana en la Gran Guerra Patriótica, Arkady encontró dos menciones de Osborne:
Durante el sitio, la mayoría de los extranjeros residentes abandonaron el puerto. Uno que no lo hizo fue el funcionario norteamericano del Servicio Exterior, J. D. Osborne, quien trabajó hombro con hombro con sus colegas soviéticos para minimizar la destrucción de mercancías en los muelles. En lo más tupido del bombardeo podía encontrarse al general Mendel y a Osborne en las afueras de la ciudad, trabajando bajo el fuego para supervisar la casi inmediata reparación de las vías dañadas. El propósito de la llamada política de préstamos y arriendos de Roosevelt era cuádruple: prolongar la lucha entre los agresores fascistas y los defensores de la patria soviética hasta que ambos combatientes se hubieran desangrado; demorar la apertura de un segundo frente mientras negociaba la paz con la pandilla de Hitler; imponer una interminable deuda financiera al pueblo soviético combatiente y restablecer la hegemonía angloamericana en todo el mundo. Fueron americanos aislados quienes tuvieron la inteligencia de luchar por una nueva relación global…
Unas páginas más adelante, decía:
… uno de esos grupos fascistas infiltrados atrapó al grupo de transporte encabezado por el general Mendel y el norteamericano Osborne, quienes se pusieron a salvo utilizando sus pistolas.
Arkady recordó las bromas que hacía su padre acerca de la cobardía física de Mendel («pantalones cagados, botas lustrosas»). Sin embargo, con Osborne, Mendel era un héroe. En 1947, Mendel asumió el cargo de ministro de Comercio, y poco después Osborne obtuvo una licencia para exportar pieles.
De pronto, el detective Fet entró en la oficina.
—Pensé que como estaba aquí, investigador, yo podría escuchar más de mis cintas —dijo.
—Ya es tarde. ¿Mojado, Sergei?
—Sí. —Fet puso su abrigo seco en una silla y se sentó ante un grabador.
Ni siquiera ese poco de sutileza, pensó Arkady. El joven se arregló los anteojos en su nariz de botón y puso sobre la mesa sus lápices afilados. Probablemente hubiera un micrófono oculto en la oficina y se habían hartado de escuchar a un hombre que leía y escuchaba con sus audífonos puestos, así que ordenaron al pobre Fet que entrara. Eso demostraba interés auténtico. Muy bien.
Fet titubeó.
—¿Qué pasa, Sergei?
La familiaridad hacía sentirse incómodo a Fet. El detective se agitó como una locomotora que acumulara vapor.
—Este enfoque, investigador…
—Ya no estamos en horas de trabajo, llámeme camarada.
—Gracias. Este enfoque que hemos hecho… no puedo menos que preguntarme si es el correcto.
—Yo también. Comenzamos con tres cadáveres y nos vamos por una tangente, con grabaciones y transcripciones de personas que, después de todo, son visitantes bienvenidos. Podríamos estar absolutamente equivocados y todo esto podría ser una pérdida de tiempo. ¿Eso es lo que pensaba, Sergei?
—Sí, investigador principal —contestó Fet, que aparentemente había perdido el aliento.
—Por favor, llámeme camarada. Después de todo, ¿cómo podemos relacionar con este crimen a extranjeros colaboradores, si no sabemos quiénes eran las víctimas o por qué las mataron?
—Eso es lo que pensaba.
—¿Por qué no escoger, en vez de extranjeros, una selección de patinadores o reunir los nombres de las personas que visitaron el Parque Gorki este invierno? ¿Le parece que sería mejor?
—No. Tal vez.
—Tiene dos opiniones, Sergei. Por favor, explíquese, porque la crítica es constructiva. Define nuestro propósito y conduce al esfuerzo unánime.
El concepto de ambigüedad inquietó más a Fet, así que Arkady lo ayudó:
—No son dos opiniones, sino que tiene en mente dos enfoques diferentes. ¿Así está mejor, Sergei?
—Sí. —Fet empezó desde el principio—: Y me preguntaba si conocía usted algún aspecto de la investigación que yo desconociera, el cual nos ha llevado a esta concentración en las grabaciones de la seguridad del Estado.
—Tengo plena confianza en usted, Sergei. También tengo plena confianza en el asesino ruso. Mata por pasión y, si es posible, en privado. Es cierto que ahora hay escasez de viviendas, pero a medida que mejore la situación se cometerán más homicidios en privado. De todas maneras, ¿puede imaginarse a un ruso, a un hijo de la Revolución, atrayendo a tres personas a sangre fría a una ejecución en el parque más cultural de Moscú? ¿Puede, Sergei?
—No lo entiendo muy bien.
—¿No ve, Sergei, que este homicidio tiene los elementos de broma?
—¿Broma? —La idea no agradó a Fet.
—Piense en ello, Sergei. Reflexione al respecto.
Fet se marchó minutos después, presentando excusas.
Arkady volvió a las cintas de Osborne usando los audífonos, decidido a acabar los carretes de enero antes de irse a dormir en el catre. A la luz de la lámpara de mesa, puso tres cerillas sobre un trozo de papel. Alrededor de las cerillas trazó el perfil del claro del parque.
Osborne:
—No puedes representar El extranjero de Camus ante un auditorio soviético. ¿Un hombre que le quita la vida a un absoluto desconocido por la sola razón de que está aburrido? Se trata sólo de un exceso occidental. La comodidad de las clases medias conduce inevitablemente al aburrimiento y al asesinato sin motivo. La policía está habituada a eso, pero aquí, en una sociedad socialista progresista, el aburrimiento no aqueja a nadie.
—¿Qué me dices de Crimen y castigo? ¿De Raskolnikov?
—Es lo que digo. Pese a todo ese balbuceo existencialista, lo que Raskolnikov quería era echarle mano a unos cuantos rublos. En este caso es tan improbable ver aquí un acto inmotivado como encontrar un ave tropical del otro lado de tu ventana. Habría confusión en masa. El asesino de Camus nunca sería atrapado aquí.
Alrededor de la medianoche recordó la nota dejada por Pasha. En la mesa del detective había un informe unido con un clip al legajo de un súbdito alemán de nombre Unmann. Arkady lo examinó con los ojos irritados.
Hans Frederick Unmann nació en Dresde en 1932; se casó a los dieciocho años y se divorció a los diecinueve. Fue expulsado de la Juventud Comunista por camorrista (se desecharon los cargos criminales por agresión). Ingresó en el ejército en 1952 y, durante los disturbios del año siguiente, fue acusado de golpear con cachiporras a los amotinados (se desestimaron los cargos por asalto); luego terminó su servicio como guardia de la empalizada de Marienbad. Estuvo empleado cuatro años como chófer del secretario del comité central de Sindicatos Obreros. En 1963 reingresó en el Partido, se volvió a casar y se empleó como capataz en una fábrica de artículos de óptica. Cinco años más tarde fue expulsado del Partido por golpear a su esposa. En resumen: un bruto. Unmann reingresó en el Partido, siendo comisionado por el Komsomol para mantener la disciplina entre los estudiantes alemanes de Moscú. Su foto mostraba un hombre alto y huesudo, de escaso cabello rubio. El informe de Pasha agregaba que Golodkin había proporcionado prostitutas a Unmann hasta que el alemán terminó la asociación en enero. No se mencionaban iconos.
Había un carrete en la grabadora de Pasha. Arkady se puso los audífonos y accionó la máquina. Se preguntaba por qué Unmann había roto con Golodkin, y por qué en enero.
El conocimiento de alemán de Arkady no era tan bueno como había sido en el Ejército, pero le sirvió para descifrar las amenazas físicas directas que utilizaba Unmann para dominar a sus estudiantes. A juzgar por el sonido de sus voces, los estudiantes alemanes estaban adecuadamente asustados. Bueno, Unmann tenía un estupendo trabajo. Aterrorizaba a uno o dos chicos por día y el resto del tiempo lo dedicaba a sus asuntos personales. Pasaría de contrabando cámaras y binoculares de Alemania y probablemente forzaba a sus estudiantes a hacer otro tanto en su beneficio. Desde luego, no traficaba con iconos; sólo los visitantes de Occidente querían iconos rusos.
Luego Arkady oyó una grabación en la que un visitante pedía a Unmann por teléfono que se reuniera con él en «el sitio de costumbre». Al día siguiente, el mismo interlocutor dijo a Unmann que estuviera frente al Bolshoi. Al día siguiente, en «el lugar de costumbre», y dos días después otra vez en otra parte. No se mencionaban nombres, no se sostenía una auténtica conversación y lo que se hablaba se decía en alemán. A Arkady le llevó mucho tiempo convencerse de que el amigo anónimo era Osborne, porque Unmann nunca había aparecido en las grabaciones de Osborne. Era Osborne quien llamaba, nunca al revés, y al parecer llamaba desde teléfonos públicos. A mayor abundamiento, había una entonación equívoca en la voz del interlocutor anónimo. Arkady consideró problemática su identificación.
Utilizó dos máquinas grabadoras para escuchar alternadamente a Osborne y a Unmann. En el curso de esta labor acumuló una pirámide de colillas. Ahora todo era cuestión de paciencia.
Al amanecer, después de siete horas de escucha, Arkady salió del hotel para reanimarse. Alrededor de la vacía estación de taxis, las barreras crujían al impulso del viento. Mientras inhalaba profundamente escuchó otro sonido, un rítmico golpeteo proveniente de lo alto. Unos trabajadores golpeaban los parapetos del techo del hotel Ucrania, en busca de ladrillos que se hubieran aflojado durante el invierno.
De regreso en la habitación, empezó a trabajar con las grabaciones de Unmann correspondientes a febrero. El 2 de febrero, día de la partida de Osborne de Moscú a Leningrado, el interlocutor anónimo llamó.
—El aeroplano se ha demorado.
—¿Está retrasado?
—Todo marcha bien. Te preocupas demasiado.
—¿Tú no?
—Tranquilo, Hans.
—No me gusta esto.
—Es un poco tarde para pensar en gustos o disgustos.
—Todo el mundo sabe de esos nuevos Tupolevs.
—¿Un accidente? ¿Crees que sólo los alemanes pueden fabricar algo?
—Incluso una demora. Cuando llegues a Leningrado…
—Ya he estado antes en Leningrado. He estado allí con alemanes. Todo saldrá bien.
Arkady durmió una hora.