5

El gótico estalinista no era tanto un estilo arquitectónico como una forma de adoración. Elementos de obras maestras griegas, francesas, chinas e italianas fueron apilados en la carreta del bárbaro y despachados a Moscú, y el propio Maestro Constructor los amontonó uno sobre otro transformándolos en torres de cemento y deslumbrantes antorchas de Su gobierno, monstruosos rascacielos de ominosas ventanas, misteriosas almenas y torres que llegaban a las nubes, y todavía más espiras ascendentes, rematadas por estrellas de rubíes que en la noche fulgían como Sus ojos. Después de Su muerte, Sus creaciones eran más una molestia que una amenaza, demasiado grandes para ser sepultadas con Él, de modo que allí estaban, una en cada parte de la ciudad, grandes y melancólicos templos semiorientales, no exorcizados pero sí usados. El del distrito Kievskaya, al oeste del río, era el hotel Ucrania.

—¿No es grandioso? —Pasha extendió los brazos.

Arkady miró desde el piso catorce del hotel Ucrania el amplio bulevar de la Perspectiva Kutuzovsky, y a través del tránsito a los reverentes edificios del complejo para diplomáticos y corresponsales extranjeros, con su patio central y el puesto de la milicia.

—Como el Destructor de Espías. —Pasha pasó revista a una serie de cintas magnetofónicas, fichas, mesas y catres—. Realmente eres muy influyente, Arkady.

En realidad, había sido Iamskoy quien trasladó de sitio la sede de la investigación aduciendo falta de espacio en la oficina de Arkady. No se había hecho mención al ocupante anterior de la suite del hotel, aunque en una de las paredes había una imagen de una azafata rubia de la línea aérea de la Alemania Democrática. Hasta el detective Fet estaba impresionado.

—El detective Pavlovich se hace cargo de escuchar las grabaciones de los turistas alemanes y de Golodkin, el hombre de quien sospecha que trafica con iconos. Yo estoy familiarizado con las lenguas escandinavas. Cuando consideré hacer carrera en la Marina, pensé que me serían útiles —confió Fet.

—¿Es cierto? —Arkady se frotó el cuello.

Le dolía todo el cuerpo a causa de la paliza recibida la noche anterior; honestamente, no podía llamar pelea al incidente. Buscar un cigarrillo le hacía sentir dolor y le dolía la cabeza de sólo pensar en ponerse unos audífonos. Su carrera en el ejército había consistido en permanecer sentado en una cabina de radio del fraternal lado socialista de Berlín y escuchar las transmisiones aliadas. Era imposible imaginar un trabajo más aburrido; sin embargo, sus dos detectives manifestaban un común sentimiento de bienestar. Después de todo, estaban allí, en un hotel de lujo, con los pies apoyados en una alfombra, en lugar de andar por las aceras.

—Me ocuparé de las cintas en inglés y francés —dijo Arkady.

Sonó el teléfono. Era Lyudin para informar sobre la gorra del hombre que había golpeado al investigador principal.

—Es una gorra nueva, de manufactura rusa, de estameña barata, y contenía dos cabellos grises. El análisis proteínico de los cabellos indica que el portador de la gorra es de tipo europeo, varón, con sangre del grupo O. La pomada del pelo, hecha a base de lanolina, es de manufactura extranjera. El vaciado de las huellas de los tacones halladas en el parque muestra que usaba zapatos nuevos, también rusos. También tenemos las huellas de sus tacones.

—¿Están desgastados?

—Mucho.

Arkady colgó el auricular y miró sus zapatos. No sólo estaban gastados, sino que se veía el color verde original del cuero por entre la pomada negra.

«Son of a bitcb!», había exclamado el hombre cuando Arkady lo mordió. Ésa es una expresión de los norteamericanos. Era un hijo de puta norteamericano.

—Estas chicas alemanas —dijo Pasha mientras escuchaba una grabación con sus audífonos—, secretarias del Banco Alemán de Exportaciones, viven en el hotel Rossiya y consiguen sus hombres en la pista de baile del hotel. Una prostituta rusa, de las nuestras, sería arrojada del establecimiento.

Las grabaciones que escuchaba Arkady revelaban también algunos pecadillos. Se enteró de las peroratas de un combatiente por la liberación del Chad, de habla francesa, alojado en el hotel Pekín. El aspirante a líder nacional tenía un apetito sexual sólo parangonable a su dificultad para conseguir compañeras. Las mujeres temían que después de fornicar una vez con un negro, años después pudieran dar a luz a «un mono». ¡Viva la educación soviética!

La solicitud de tantas grabaciones y transcripciones tendía sólo a asustar a Pribluda. No importaba que no se entregara material importante; se trataba sólo de que alguien en la cadena de mando de la KGB supiera que los sagrados documentos (las grabaciones y transcripciones, esos secretos de la otra gente que solamente los iniciados estaban facultados para conocer) estaban en manos de una organización rival. Cualquier transgresión bastaba. Los documentos regresarían, y con ellos, Arkady estaba seguro, toda la investigación. Todavía no había dicho que el hombre que lo había vapuleado era probablemente americano, y tampoco que había llevado la cabeza de Belleza a Andreev. No podía demostrar lo primero y con lo segundo no había ocurrido nada.

Escuchaba la grabación de un turista mientras leía la transcripción de otro. Los micrófonos estaban en los teléfonos de las habitaciones del hotel, así que oía tanto las llamadas como las conversaciones. Todos los franceses se quejaban de la comida, y los norteamericanos e ingleses deploraban la conducta de los camareros. Viajar era tan irritante…

Cuando fue a almorzar a la cafetería contigua al vestíbulo del hotel, Arkady llamó a la escuela de Zoya. Por una vez, acudió al teléfono.

—Quiero hablar contigo —dijo él.

—Pero falta un mes para el primero de mayo, ya sabes cómo es eso —contestó Zoya.

—Puedo ir a buscarte a la salida de la escuela.

—¡No!

—¿Cuándo?

—No sé. Más adelante, cuando sepa lo que hago. Tengo que marcharme.

Antes de que colgara el auricular, oyó en el fondo la voz de Schmidt.

La tarde parecía interminable, aunque llegó el momento en que Pasha y Fet se encasquetaron sus sombreros y abrigos y se fueron a sus casas. Arkady suspendió el trabajo para tomar un café. En la oscuridad distinguió otros dos de Sus rascacielos: la Universidad de Moscú, al este, y el Ministerio del Exterior a la derecha, sobre el río. Sus estrellas de rubíes se hacían señas entre sí.

Ya solo, escuchando más grabaciones, oyó por primera vez una voz familiar. Era la grabación de una fiesta de norteamericanos celebrada el 12 de enero en el hotel Rossiya. La voz era de una invitada rusa, una mujer enfadada:

Naturalmente, Chejov es siempre atinado, dicen, debido a su actitud crítica hacia la pequeña burguesía, sus arraigados sentimientos democráticos y su absoluta fe en la fuerza del pueblo. La verdad es que en una película de Chejov se puede vestir a las actrices con sombreros decentes en vez de con pañuelos. Una vez al año, la gente quiere ver películas donde la gente luzca sombreros bonitos.

Arkady reconoció la voz de Irina Asanova, la chica de Mosfilm. Hubo una protesta superficial por parte de las actrices presentes.

Llegaron los retrasados.

—¿Qué me trajiste, Yevgeny?

Una puerta se cerró.

—Unas felicitaciones de Año Nuevo retrasadas, John.

—¡Guantes! ¡Qué buena idea! Me los pondré.

—Póntelos, exhíbelos. Ven mañana y te daré cien mil para vender.

El americano se llamaba John Osborne. Tenia un cuarto en el hotel Rossiya frente a la plaza Roja, probablemente una suite con flores frescas. Comparado con el Rossiya, el Ucrania era una estación de ferrocarril. El ruso de Osborne era bueno y extrañamente suave. Pero Arkady quería volver a oír hablar a la muchacha.

Se oyeron más voces en la grabación.

—… maravillosa actuación.

—Sí, di una recepción en su honor cuando toda la compañía de ballet fue a Nueva York. Dedicada a su arte.

—¿Con el Moiseyev?

—Maravillosa energía.

Arkady escuchó más bienvenidas, brindis por el arte ruso, preguntas sobre los Kennedy; no volvió a oír a Irina Asanova. Sintió los párpados pesados, como si fuera un invitado invisible sepultado bajo abrigos calientes y el ronroneo de la conversación, ecos de cuatro meses atrás en una habitación llena de caras que jamás había visto. El golpeteo de la cinta grabada en los audífonos lo sacó de su ensimismamiento. Esperando volver oír a Irina Asanova, Arkady dio vuelta a la cinta.

Era la misma fiesta, algo más tarde. Hablaba Osborne:

—La Curtiduría Gorki me proporciona guantes hechos. Hace diez años traté de importar cuero, piel de ternera de Italia y España obtenida a buen precio. Por fortuna, revisé la mercancía en Leningrado. Me habían dado forros de estómagos. Tripa. Localicé el origen del embarque en una granja colectiva de Alma Ata, que ese mismo día había embarcado mis pieles de ternero para Leningrado y sopa de cayos a Vogvozdino.

¿Vogvozdino? Pero el americano no sabría que allí había un campamento de prisioneros, pensó Arkady.

—Se pusieron en contacto con las autoridades de Vogvozdino, que dijeron que su embarque había llegado, había sido convertido en sopa y comido con gusto. De ese modo la granja se justificó. No acepté los cayos porque, ciertamente, los rusos no se comerían los guantes. Perdí veinte mil dólares y ahora nunca pido sopa al este de Moscú.

Un silencio tenso fue sucedido por una risa nerviosa. Arkady encendió un cigarrillo y descubrió que había colocado tres cerillas frente a él, sobre la mesa.

—No entiendo por qué ustedes defeccionan para irse a Estados Unidos. ¿Por dinero? Averiguarán que los norteamericanos, no importa cuánto dinero tengan, descubren finalmente algo que no pueden comprar. Cuando esto sucede, dicen: «No podemos darnos este lujo, somos demasiado pobres para comprarlo». Nunca dicen: «No somos lo suficientemente ricos». No quieren ser norteamericanos pobres, ¿verdad? Aquí siempre serán ricos.

El informe de archivo sobre Osborne era de papel cebolla, con el sello de la KGB impreso en rojo:

John Dusen Osborne, ciudadano de los Estados Unidos de América, nació el 16/5/20 en Tarrytown, Nueva York, EE. UU. No pertenece al Partido. Soltero. Reside en Nueva York, N. Y. Entró por primera vez a la URSS en 1942, por Murmansk, con un grupo consultivo de préstamos y arriendos. Residió en 1942-1944 en Murmansk y Arkhangeisk por encargo del Servicio de Relaciones Exteriores de Estados Unidos como asesor de transportes, tiempo durante el cual el sujeto realizó servicios de significación en pro del esfuerzo bélico antifascista. El sujeto renunció al Servicio Exterior en 1948, durante un período de histeria derechista, e inició una carrera privada en la importación de pieles rusas. El sujeto ha patrocinado muchas misiones de buena voluntad e intercambios culturales y visita cada año la URSS.

La segunda página del legajo mencionaba oficinas de la Osborne Fur Imports, Inc., y Osborne Fur Creations, Inc., en Nueva York, Palm Springs y París, y enumeraba las visitas de Osborne a Rusia en los últimos cinco años. Su último viaje había sido entre el 2 de enero y el 2 de febrero. Había una anotación con lápiz, tachada, en la que Arkady pudo leer: «Referencia Personal: I. V. Mendel, Ministerio de Comercio».

La tercera página decía: «Ver: Anales de la cooperación soviético-americana en la Gran Guerra Patriótica, Pravda, 1967».

También decía: «Ver: Apartado Uno». Arkady recordó a Mendel. Era una de esas langostas que mudaban de piel y engordaban más cada año. Primero fue supervisor de la «reubicación» de los kulaks; luego, comisionado en tiempo de guerra en la región de Murmansk; a continuación, director de desinformación para la KGB, y finalmente, con sus enormes garras, viceministro de Comercio. Mendel había muerto el año anterior, pero Osborne sin duda tenía más amigos de la misma especie.

—Es vuestra humildad lo que os hace encantadores. Un ruso se siente inferior a todos, excepto a un árabe u otro ruso.

Las risitas de los rusos confirmaron el punto de vista de Osborne. Era su tono mundano lo que los seducía. De todas maneras, era un extranjero seguro.

—Cuando está en Rusia, el hombre prudente se mantiene alejado de las mujeres hermosas, los intelectuales y los judíos. O dicho en términos más simples, de los judíos.

Una perla sádica con el único elemento necesario, concedió Arkady: un grano de verdad.

Su divertido auditorio, sin embargo, estaba equivocado. La anotación que aparecía en el legajo como Apartado Uno representaba a la oficina norteamericana de la KGB. Osborne no era agente; si lo hubiera sido, no hubiera facilitado ninguna grabación. La anotación quería indicar que Osborne simplemente cooperaba, que era un admirador del arte ruso e informaba sobre los artistas rusos. No era de extrañar que más de una bailarina que había disfrutado de su hospitalidad en Nueva York, descubriera que sus declaraciones habían tenido un atento auditorio en Moscú. Arkady se alegró de no haber vuelto a oír la voz de Irina Asanova en la grabación.

Misha había invitado a cenar a Arkady. Antes de irse revisó lo que habían hecho sus detectives. Las grabaciones escandinavas de Fet estaban bien sujetas con anotaciones y dos lápices bien afilados. La mesa de Pasha estaba revuelta. Arkady echó un vistazo a las transcripciones hechas por el detective de las llamadas telefónicas de Golodkin. Una de ellas, hecha el día anterior, era curiosa. Golodkin habló sólo en inglés y quien estuviera en el otro extremo de la línea sólo habló en ruso:

G: Buenos días. Habla Feodor. Recuerde, en su último viaje íbamos a ir juntos al museo.

X: Аа.

G: ¿Cómo está usted? Quiero mostrarle hoy el museo. ¿Le parece conveniente?

X: Извините, очень ьанят.Может, в вдедующий раз.

G: ¿Está seguro?

El lenguaje ruso de la persona no identificada era totalmente coloquial. Sin embargo, la idea de que sólo un ruso podía hablar ruso, era más que nada una cuestión de fe, y a juzgar por lo que oía, el traficante del mercado negro pensó que tenía que usar el inglés. Golodkin hablaba con un extranjero.

Arkady encontró la grabación correspondiente a la transcripción y la puso en la grabadora. Esta vez escuchó lo que había leído.

—Buenos días. Habla Feodor. Recuerde, en su último viaje íbamos a ir juntos al museo.

—Sí.

—¿Cómo está usted? Quiero mostrarle hoy el museo. ¿Le parece conveniente?

—Lo siento, estoy muy ocupado. Tal vez el año próximo.

—¿Está seguro?

Clic.

Arkady reconoció enseguida la otra voz porque la había estado escuchando durante horas. Era Osborne. El americano había regresado a Moscú.

Los Mikoyan tenían un piso grande: cinco habitaciones, en una de las cuales había dos pianos que Misha había heredado, junto con el piso de sus padres, quienes habían pertenecido a la Orquesta Sinfónica de la Radio. La colección de pósters de cine revolucionario de sus padres adornaba las paredes, junto con las tallas campesinas en madera pertenecientes a Misha y Natasha. Misha llevó a Arkady al cuarto de baño, uno de cuyos rincones estaba ocupado por una lavadora de inmaculado esmalte blanco.

—Es la Siberia. De lo mejor. Costó ciento cincuenta y cinco rublos. Esperamos diez meses para tenerla.

La extensión llegaba a una toma de corriente y la goma se enrollaba a un costado de la bañera. Exactamente lo que quería Zoya.

—Pudimos haber conseguido la ZIV o la Riga en cuatro meses, pero queríamos lo mejor. —Misha recogió un ejemplar del Boletín Comercial, que estaba en el baño—. Es muy estimada.

—Y en absoluto burguesa. Tal vez Schmidt tenga una en su serrallo.

Misha le lanzó una mirada oscura y le tendió un vaso. Estaban bebiendo vodka con pimienta y ya estaban un poco vacilantes. Misha sacó un montón de ropa interior húmeda del tambor y la metió en la secadora.

—¡Te lo mostraré!

Accionó el interruptor. Con un rugido, la máquina empezó a vibrar. El rugido creció como si un aeroplano estuviera despegando en el baño. De la manga salió agua, que cayó en la bañera. Misha se incorporó, soñador.

—¿No es fantástico? —preguntó a gritos.

—Es poesía —dijo Arkady—. Poesía de Mayakovsky, pero así y todo, poesía.

La máquina se detuvo. Misha revisó el enchufe y el interruptor, que no giraba.

—¿Ocurre algo?

Misha miró a Arkady y a la máquina. La golpeó en un costado y comenzó a vibrar nuevamente.

—Definitivamente, una lavadora rusa. —Arkady recordó un viejo dicho que significaba: «Golpear al siervo de uno», y se preguntó, sorbiendo su bebida, si surgiría otro nuevo que significara: «Golpear a la máquina de uno».

Misha permaneció con los brazos en jarras.

—Todo lo nuevo necesita un período de ablandamiento —explicó.

—Es de esperar.

—Ahora funciona bien.

Se sacudía, para ser exactos. Misha había metido cuatro calzoncillos en la secadora. Con ese ritmo, calculó Arkady, el traslado de la ropa desde el tambor a la secadora y después a los tendederos comunitarios, la colada de una semana podría hacerse en… una semana. Sin embargo, impulsada por su entusiasmo, la máquina casi levitaba. Misha retrocedió un paso, ansioso. El ruido era ensordecedor. La manga se soltó y el agua roció la pared.

—¡Qué! —Misha metió una toalla en el agujero del drenaje con una mano, mientras con la otra intentaba accionar el interruptor de control. Al quedársele en la mano, le dio por patear a la máquina, que multiplicaba sus esfuerzos hasta que Arkady la desconectó.

—¡Vete a hacer puñetas! —dijo Misha pateando a su blanco inmóvil—. Hija de puta. Diez meses. —Y miró a Arkady—: ¡Diez meses!

Estrujó el Boletín Comercial y trató de partirlo en dos.

—¡Ya les enseñaré a esos granujas! ¡Me pregunto cuánto les pagaron!

—¿Qué vas a hacer?

—¡Les escribiré! —Misha arrojó el periódico a la bañera. Luego se arrodilló para hacer pedazos la página editorial—. ¿Garantía de calidad del Estado? Ya te enseñaré una garantía de calidad. —Hizo una pelota con la página, la arrojó al váter, tiró de la cadena y emitió una exclamación de triunfo.

—Y ahora ¿cómo sabrás a quién hay que escribir?

—¡Chist! —Misha hizo seña a Arkady de guardar silencio. Volvió a tomar su bebida—. Que no te oiga Natasha. Acaba de recibir su lavadora. Actúa como si nada hubiera ocurrido.

Natasha sirvió una cena de empanadillas, pepinillos, salchichas y pan blanco y apenas tocó su vino, aunque rebosaba satisfacción.

—Por tu féretro, Arkasha. —Misha levantó su copa—. Que estará forrado de seda bordada, tendrá una almohada de satín, tu nombre y títulos en una placa dorada y asas de plata empotradas en el cedro más fino de cien años de edad, tomado de un árbol que plantaré en la mañana.

Bebió, complacido consigo mismo.

—O también —agregó— podría ordenarlo al Ministerio de Industria ligera. La entrega llevará más o menos el mismo tiempo.

—Lamento daros esta cena —dijo Natasha a Arkady—. Si al menos tuviéramos quién hiciera las compras… ya sabes.

—Cree que la vas a sonsacar con respecto a Zoya. No queremos meternos entre vosotros —dijo Misha, y se volvió hacia Natasha—. ¿Has visto a Zoya? ¿Qué dijo de Arkasha?

—Si tuviéramos un refrigerador más grande —explicó Natasha— o uno que tuviera congelador.

—Es patente que hablaron de refrigeradores —dijo Misha poniendo ojos soñadores—. A propósito, ¿no conoces un reparador asesino que te deba un favor?

Natasha cortó su empanadilla en trozos pequeños.

—Conozco algunos médicos —contestó sonriendo.

Su cuchillo quedó inmóvil cuando finalmente sus ojos tropezaron con la perilla de la lavadora que estaba junto al plato de Misha.

—Hubo un pequeño problema, mi amor —dijo Misha—. La lavadora no termina de funcionar.

—Está bien. Siempre se la podemos mostrar a la gente.

Parecía genuinamente contenta.