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Iamskoy le dijo:

—Como siempre, su trabajo es excelente. El descubrimiento del trabajo dental de esta víctima, logrado tan rápidamente, fue una bomba. Yo ordené enseguida una minuciosa investigación por parte de los órganos de la seguridad del Estado. La pesquisa se prolongó todo el fin de semana, mientras estuvo usted fuera de la ciudad, e involucró la revisión por computadora de miles de residentes extranjeros y agentes extranjeros conocidos, hasta cinco años atrás. El resultado fue que no se encontró ni un individuo que se aproximara a la descripción de la víctima. Los analistas opinan que se trata de un ciudadano soviético a quien se le hizo ese particular trabajo dental mientras estuvo de visita en Estados Unidos, o a quien se lo practicó algún dentista europeo entrenado allí. Como no falta ningún residente extranjero, me veo en la obligación de aceptar esa opinión.

El fiscal hablaba con gran seriedad y sinceridad. Brezhnev poseía ese mismo don que establecía el estilo: una racionalidad directa, mesurada, que asumía tanta firmeza que su autoridad era evidente, de modo que no tenía sentido discutir. En rigor, la discusión constituiría una traición al aire de racionalidad tan generosamente establecido.

—Estoy en la posición, Arkady Vasilevich, de determinar si yo, como fiscal, debo insistir en que la KGB asuma la responsabilidad de esta investigación o dejar que usted prosiga con su excelente trabajo. La sola posibilidad de que estén involucrados extranjeros es perturbadora. Es claro que existe la posibilidad de que su investigación sea interrumpida. En ese caso, ¿por qué no hacer que ellos inicien la pesquisa ahora?

Iamskoy hizo una pausa, como si considerase la cuestión.

—Empero, hay de por medio más elementos. Hubo un tiempo en que no habría habido lugar a dudas; la MVD habría investigado a rusos o extranjeros por igual, sin discriminación, sin juicio público; los habría arrestado y sentenciado sin la más leve consideración por la legalidad socialista. Sabe usted de qué estoy hablando: de Beria y su camarilla. Un puñado de hombres cometió esos excesos, mas no podemos volver atrás. El Vigésimo Congreso del Partido expuso a la luz del día estos excesos e instituyó reformas conforme a las cuales actuamos ahora. La milicia del MVD está ahora limitada estrictamente a cuestiones criminales internas. Del mismo modo, la KGB está estrictamente limitada a cuestiones de seguridad nacional. Se ha reformado el papel de los fiscales de supervisión y protección de los derechos de los ciudadanos, y se ha articulado la independencia de los investigadores. La legalidad socialista se basa en esta división de poderes, de modo que ningún ciudadano soviético pueda volver a ser privado de sus plenos derechos en una Corte pública. Entonces, ¿qué sucede si quito el caso a un investigador y lo entrego a la KGB? Es un paso atrás. Esta víctima era probablemente un ruso. ¿Acaso no tenía otro trabajo dental, una muela de acero, que era claramente rusa? No hay duda de que las otras dos víctimas eran rusas. Quienes perpetraron este crimen y la amplia gama de personas afectadas por esta pesquisa son rusos. Y, sin embargo, en este caso estaría (sin evidencias reales) enlodando las aguas de la reforma, llevando la confusión a los poderes separados de nuestros dos brazos de la ley. ¿Qué significaría mi deber de proteger los derechos civiles, si hago tal cosa? ¿Qué significaría su independencia si abdicara ante la primera duda? Evadir nuestras responsabilidades sería fácil, pero erróneo, estoy convencido de ello.

—¿Exactamente qué lo convencería a usted de lo contrario? —preguntó Arkady.

—Que demostrara que la víctima o el asesino no era ruso.

—No puedo hacerlo. Pero siento que esa víctima no era un ruso —dijo Arkady.

—Eso no basta. —El fiscal exhaló un suspiro, como un adulto suspira frente a un niño.

—Este fin de semana se me ocurrió qué era lo que hacían las víctimas —dijo Arkady rápidamente, antes de ser despedido.

—¿Sí?

—En la ropa de las víctimas se encontró yeso, serrín y polvo de oro. Todos esos artículos se utilizan para restaurar iconos. Los iconos son objetos muy populares en el mercado negro, y lo son aún más entre los turistas extranjeros que entre los rusos.

—Continúe.

—Existe la posibilidad de que esa víctima fuera un extranjero, y a juzgar por las evidencias halladas en sus ropas, que se dedicara a actividades del mercado negro, en las que están muy involucrados los extranjeros. A fin de estar absolutamente seguro de que no estamos tratando con un extranjero, que estamos operando dentro de nuestros límites, quiero que el mayor Pribluda entregue grabaciones y transcripciones de todos los extranjeros que estuvieron en Moscú en enero y febrero. La KGB no hará lo que pido; no obstante, deseo que mi petición y la respuesta a la misma queden registradas.

Iamskoy sonrió. Ambos hombres comprendían la presión que semejante petición y su respuesta ejercerían sobre Pribluda, para hacerle asumir la jurisdicción del caso enseguida. Y no más adelante.

—¿Habla usted en serio? Es un acto provocativo… algunos dirían que ultrajante.

—Sí —dijo Arkady.

Iamskoy se tomaba más tiempo para rechazar la propuesta del que Arkady había esperado. Algo en ella parecía intrigar al fiscal.

—Debo decir que siempre me ha asombrado su mentalidad intuitiva. Nunca se ha equivocado usted aún, ¿verdad? Y usted es el investigador principal de Moscú. Si prosigue usted con su plan, ¿consideraría a todos los extranjeros no diplomáticos?

Por un momento, Arkady quedó demasiado perplejo como para contestar.

—Sí.

—Eso puede arreglarse. —Iamskoy tomó nota en un trozo de papel—. ¿Alguna otra cosa?

—Y las cintas grabadas actuales —agregó con presteza Arkady. ¿Quién sabía cuándo volvería el fiscal a ser tan complaciente?—. La investigación será extendida a otras áreas.

—Sé que es usted un investigador de infinitos recursos y celo. Todavía es temprano.

Belleza yacía en la mesa de autopsias.

—Andreev querrá también el cuello —dijo Levin.

El patólogo colocó un bloque de madera bajo el cuello haciendo levantarse la cabeza, y luego apartó el cabello. Con una sierra giratoria cortó el hueso. Se expandió un olor a calcio quemado. Arkady no tenía cigarrillos; contuvo la respiración.

Levin cortó bajo la séptima vértebra cervical a lo largo del ángulo del espolón de la vértebra. Al separarse el hueso, cabeza y cuello rodaron fuera de la mesa. Arkady atrapó reflexivamente la cabeza y la devolvió rápidamente a su sitio. Levin apagó la sierra.

—No, investigador, ahora es toda suya.

Arkady se limpió las manos. La cabeza estaba descongelada.

—Necesitaré una caja.

De todas maneras, ¿qué eran los muertos sino testigos de la evolución del hombre desde la indolencia primate a la industria civilizada? Y cada testigo, cada montón de huesos sacado del musgo de pantano o de la tundra era en sí una nueva clave para añadir a ese mosaico llamado prehistoria. Un fémur aquí, un cráneo allá, quizás un collar de dientes de alce: todo era arrancado de su antigua tumba, envuelto en periódicos y despachado al Instituto de Etnología de la Academia Soviética, frente al Parque Gorki, para ser limpiado, unido con alambres y resucitado científicamente.

No todos sus misterios eran prehistóricos. Por ejemplo, un oficial que regresó a su casa de pensión de Leningrado al final de la guerra, notó una mancha en el techo. Registrando en el desván en busca de la causa de la mancha, halló un cadáver desmembrado y medio momificado que la milicia identificó como los restos de un hombre. Al cabo de una prolongada e inútil investigación, la milicia envió un molde del cráneo al Instituto de Etnología para su reconstrucción. El problema fue que los antropólogos reconstruyeron la cara de una mujer y no de un hombre. Disgustada, la milicia destruyó la cara y cerró el caso, hasta que la casa de pensión proporcionó la foto de una muchacha. Su imagen era igual a la cara que habían hecho los antropólogos, la chica fue identificada y su asesino fue condenado.

Desde entonces, el instituto había reconstruido más de cien rostros para su identificación criminal, partiendo de cráneos o fragmentos de cráneos. Ninguna policía del mundo empleaba un método similar. Algunas de las reconstrucciones del instituto eran meras esculturas crudas en yeso; otras, las creaciones de Andreev, eran notables no sólo por su detalle, sino por la animada expresión de ansiedad o franco temor que mostraban. El efecto producido en el tribunal por una de las cabezas de Andreev era siempre un momento de triunfo para el fiscal.

—Pase, pase.

Arkady siguió la voz en medio de una galería de cabezas. El gabinete más cercano exhibía tipos nacionales: turcomanos, uzbekos, calmucos, etc., reunidos con esas miradas vacías que tipifican los retratos en grupo. Seguía un gabinete de monjes, luego otro de africanos y así sucesivamente. Más allá, en la luz difusa de una claraboya, había una mesa de bustos de cosmonautas recientes, con la pintura aún fresca. Observó que ninguna de las piezas tenía el toque de Andreev, hasta que al avanzar más se detuvo de pronto. Entre las sombras del extremo de la sala, aparentemente asombrados por la llegada del investigador y asombrándolo a él con su muda suspicacia, había algunos homínidos en fila. El hombre de Pekín, con sus labios contraídos sobre colmillos amarillentos. El hombre de Rodesia, tratando de concentrarse sin frente. Una hembra con las deplorables mejillas de un orangután. Un Neanderthalense sigiloso, de labios gruesos. Un joven gnomo de cabello muy rizado, cuya cabeza alargada estaba atravesada por una sola ceja, con las manos y la bata blancas por el yeso. El gnomo bajó de un banquillo.

—¿Usted es el investigador que llamó?

—Sí. —Arkady buscó un lugar donde colocar su caja.

—No se moleste —dijo Andreev—. No voy a hacer la cabeza. Ya no hago trabajo forense para la milicia, a menos que haya transcurrido un año y el caso siga sin resolver. Es una regla egoísta, pero le asombraría saber con cuánta frecuencia la milicia resuelve el crimen en el plazo de un año. Alguien debió decírselo.

—Ya lo sabía.

Tras un largo silencio, Andreev asintió y se acercó, con sus curvadas piernas, señalando con su corto brazo los bustos que lo rodeaban.

—Ya que está aquí, permítame mostrarle esto antes de que se marche. Ésta es nuestra colección de homínidos, que tanto le ha llamado la atención. Son impresionantes. Por lo general eran más fuertes que nosotros, a veces tenían mayor capacidad craneana, contemporáneos nuestros en algunos casos, pero condenados por su incapacidad para escribir los textos de la evolución, así que dejémoslos. —Su andar rápido lo llevó cerca de Arkady y de un recipiente dorado que contenía el busto de un tártaro nómada. Arkady se sorprendió de no haberlo notado. Era una cara plana y delgada, muerta pero marcada por la vida, como si las profundas arrugas de los pómulos hubieran sido cortadas por el viento y no por el cuchillo de un escultor. La coronilla en forma de mezquita, el bigote rojo y la barba dispersa, eran apenas desprolijos y ralos, como los de un anciano—. Es el Homo sapiens. Tamerlán, el asesino más grande de la historia. El cráneo mostraba una parálisis del lado izquierdo. Temamos también su cabello para trabajar y un poco de moho en su labio, donde crecía el bigote.

Arkady contempló al tártaro hasta que Andreev encendió la luz puesta dentro de un segundo recipiente dorado, que contenía una cabeza de hombre desmesuradamente grande dentro de una burda capucha de monje. Aunque la frente era ancha, el resto de la cara —su larga nariz, los labios morados y la barba— le colgaba, por gravedad o autodesprecio. Los ojos vidriosos no parecían tanto muertos como extinguidos.

—Es Iván el Terrible —continuó Andreev—. Estaba sepultado como monje bajo el Kremlin. Otro asesino. Él solo se envenenó con el mercurio con que se frotaba para aliviar el dolor de la artritis. También tenía una oclusión de los dientes que debió de hacer de su sonrisa una mueca. ¿Le parece feo?

—¿No lo es?

—No inusitadamente. Pero en sus últimos años no quiso que los pintores de la corte le hicieran retratos, como si deseara enterrar con él esa cara suya.

—Era sólo un asesino —comentó Arkady—. No era tonto.

Ambos se hallaban ya cerca de la puerta por la que Arkady había entrado; comprendió que el recorrido por la galería estaba a punto de concluir. Como no hiciera intento de partir, Andreev empezó a estudiarlo.

—Usted es hijo de Renko, ¿verdad? He visto muchos retratos suyos. No se parece usted mucho a él.

—También tuve una madre.

—A veces es una suerte. —El rostro de Andreev manifestó algo parecido a la simpatía; sus dientes de caballo estuvieron a punto de sonreírle a Arkady—. Una persona dispuesta a admitirlo debería ser escuchada, cuando menos. Muy bien, veamos qué ha traído usted. Tal vez algún otro quiera perder tiempo.

Andreev se encaminó a un rincón donde había una rueda de alfarero bajo una luz fluorescente. Mientras subía a un banquillo para encender la luz, Arkady abrió su caja y sacó la cabeza por los cabellos. Andreev la cogió y la puso en la rueda; después estiró cuidadosamente el largo pelo castaño.

—Joven, de unos veinte años, hembra, tipo europeo, agradablemente simétrica —comentó Andreev. Interrumpió a Arkady cuando éste empezó a hablarle de los tres asesinatos—. No trate de interesarme en su caso; tres cabezas más no tienen importancia aquí. La mutilación es, desde luego, inusitada.

—El asesino cree haber borrado el rostro. Usted puede recrearlo —dijo Arkady.

Andreev empujó la rueda, haciendo que las sombras se movieran dentro de las cavidades orbitales.

—Tal vez anduvo por aquí ese día —dijo Arkady—. Fue a principios de febrero. Usted pudo haberla visto.

—No malgasto mi tiempo mirando a las mujeres.

—Usted es un hombre dotado de poderes extraordinarios, profesor. Ahora puede usted verla.

—Aquí hay otros que hacen muy buenas reconstrucciones. Yo tengo trabajo más importante que hacer.

—¿Hay algo más importante que el hecho de que dos hombres y esta joven fueran asesinados casi frente a sus ventanas?

—Yo sólo reconstruyo, investigador. No le puedo devolver la vida.

Arkady puso la caja en el suelo.

—Con la cara me bastará.

La gente murmuraba sobre la Lubyanka, la prisión de la KGB en la plaza Dzerzhinsky, pero la mayoría de los moscovitas que transgredían la ley y eran atrapados acababan en la prisión de Lefortovo, en el lado este de la ciudad. Un guardia condujo al investigador en un ascensor que era una jaula prerrevolucionaria. ¿Dónde estaría Zoya ahora? Lo había llamado para decirle que no esperara que regresara al apartamento. Al pensar en ella, no recordaba más que su cara en la puerta del dormitorio, en la dacha de Misha. Veía la victoria en su rostro, como si un oponente hubiera jugado demasiado pronto su carta de triunfo. Aparte de eso, quedaba muy poco. Mientras tanto, se producía otro fenómeno. Iamskoy había ordenado la entrega de las grabaciones de Pribluda. Se había iniciado la reconstrucción de una cabeza. Aunque sin proponérselo, tomaba forma una verdadera investigación.

El subsuelo. Arkady descendió por un corredor con pequeñas puertas de hierro parecidas a bocas de hornos, más allá del guardia que garabateaba sobre un escritorio, junto a una puerta abierta que daba a un cuarto lleno de colchones y oloroso a moho, hasta llegar a una puerta cerrada, que abrió para ver al investigador en jefe de Casos Especiales Chuchin, un fantasma afable de mirada fija, brillante, que se apretaba la hebilla del cinturón; frente a él había una mujer sentada, que apartaba la cabeza para escupir en un pañuelo.

—Usted. —Chuchin intentó ocultar con su cuerpo a la mujer, pero Arkady miraba por segunda vez lo que ya había visto: la puerta abriéndose, la sorpresa inicial de Chuchin, la mano que cerraba la hebilla, la muchacha con el rostro enrojecido (joven, pero sencilla), que se daba la vuelta en su silla para escupir. Chuchin, hombre de rasgos suaves, con una pátina de sudor en su labio superior, se abotonó la chaqueta y empujó a Arkady al pasillo.

—¿Un interrogatorio? —inquirió Arkady.

—Nada político, es sólo una prostituta. —Hasta la voz de Chuchin era suave, como si estuviera hablando de un tipo de perro.

Arkady había venido con una solicitud. Pero ya no tenía por qué pedir.

—Déme las llaves de sus archivos.

—Váyase al diablo.

—Al fiscal le interesaría mucho saber cómo efectúa usted un interrogatorio. —Arkady extendió la mano para recibir las llaves.

—No se atrevería.

Arkady apretó la bragueta de los pantalones de Chuchin y la polla que se ablandaba, la polla de Casos Especiales dentro de los pantalones, obligándolo a ponerse de puntillas, de modo que ambos pudieran mirarse a los ojos.

—Lo mataré por esto, Renko, espere y verá —dijo Chuchin con voz ronca, pero le entregó las llaves.

Arkady dispersó los archivos sobre el escritorio de Chuchin.

Ningún investigador mostraba a otro sus archivos. Cada uno de ellos era un especialista, y cuando sus investigaciones se superponían había en sus archivos los nombres de informadores personalmente adiestrados. Esto sucedía de manera particular en Casos Especiales. ¿Qué eran los Casos Especiales? Si la KGB tuviera que arrestar a todos los delincuentes políticos, su solo número magnificaría su importancia. Era preferible que la oficina del fiscal arrestara a algunos por crímenes ordinarios comprensibles para el ciudadano medio. Por ejemplo, el historiador B., corresponsal de escritores exiliados, fue aprehendido por lucrarse con entradas para el ballet. El poeta F., correo de samizdat, fue acusado de robar libros de la Biblioteca Lenin. El técnico M., socialdemócrata, fue detenido cuando vendía iconos al informante G. Ese montón de basura constituía un insulto para los verdaderos investigadores. La actitud de Arkady siempre había sido la de ignorar a Chuchin, como si quisiera negar su existencia. Apenas le había hablado al hombre y mucho menos tocado.

Llamó la atención de Arkady las alusiones de Chuchin al «informante G»., «el alerta ciudadano G»., «la confiable fuente G».. Casi la mitad de los arrestos relacionados con iconos tenían la marca de esa sola letra. Pasó a revisar las cuentas de gastos de Chuchin. En la lista de informantes, G. figuraba en primer lugar con 1500 rublos. Había un número telefónico.

Desde su oficina, Arkady llamó a la central telefónica. El número pertenecía a un tal Feodor Golodkin. El investigador puso una cinta nueva en la grabadora de Pasha y marcó el número. Al cabo de cinco llamadas, alguien levantó el auricular sin decir nada.

—¿Está Feodor? —preguntó Arkady.

—¿Quién habla?

—Un amigo.

—Déme un número para que yo llame.

—Hablemos ahora.

Clic.

Cuando recibió las primeras informaciones de Pribluda, Arkady experimentó el entusiasmo que suscita aún el progreso ilusorio. El sistema Intourist contaba con trece hoteles en Moscú, con un total de más de veinte mil habitaciones para visitantes, la mitad de ellas equipadas con dispositivos de escucha, y aunque solamente el 5 por ciento podían funcionar a la vez, y se grababa y transcribía todavía menos, la acumulación de material era impresionante.

—Tal vez tropiecen con un inocente que habla abiertamente de comprar iconos o de encontrarse con alguien en el parque —dijo Arkady a Pasha y Fet—, pero no lo esperen. No se molesten en leer transcripciones de cualquiera que esté acompañado de un guía del Intourist. Tampoco se ocupen de los periodistas, sacerdotes o políticos extranjeros, porque se los vigila demasiado. Concéntrense en los turistas u hombres de negocios extranjeros que saben moverse en la ciudad por su cuenta, que hablan ruso y tienen contactos aquí; en quienes sostienen conversaciones cortas, crípticas e inmediatamente salen de sus cuartos. En este apartado hay una grabación del traficante del mercado negro Golodkin, así que pueden comparar su voz con la de otra cinta, pero no pierdan de vista el hecho de que puede no estar involucrado.

—¿Iconos? —preguntó Fet—. ¿Cómo es que nos inclinamos por ellos?

—Dialéctica marxista —contestó Arkady.

—¿Dialéctica?

—Nos hallamos ahora en una etapa intermedia del comunismo en la que todavía hay en la mente de algunos individuos tendencias criminales resultantes de reliquias del capitalismo. ¿Qué reliquia más obvia que un icono? —Arkady abrió un paquete de cigarrillos y le dio uno a Pasha—. Además, se hallaron yeso y polvo de oro en las ropas de las víctimas. El yeso es un imprimador para madera, y casi el único uso legal del oro es el de restaurar iconos.

—¿Quieres decir que el caso podría tener relación con el robo de objetos de arte? —inquirió Fet—. Como el caso del Hermitage hace un par de años. Recuerdas, una banda de electricistas se llevaba los cristales de los candelabros del museo. Pasaron años antes de que los atraparan.

—Falsificadores de iconos, no ladrones. —Pasha encendió una cerilla—. De ahí provenía el serrín de sus ropas; de trabajar la madera. —Calló y parpadeó. Luego preguntó—: ¿He hecho una deducción dialéctica?

Después de todo un día escuchando grabaciones, sin energías para hacer frente a su apartamento, Arkady deambuló hasta que se halló bajo la entrada principal del Parque Gorki, donde se compró una cena de pasteles de carne y limonada. En la pista de patinaje, musculosas muchachas con cortas faldas se alejaban de un muchacho que tocaba un acordeón. El joven producía ráfagas de música, porque los altavoces estaban silenciosos; la sorda ya había pasado sus discos.

El sol se puso entre nubes vaporosas. Arkady se encaminó a la sección de diversiones. En un buen fin de semana podía verse alrededor de mil niños haciendo el paseo en cohete y en los cochecitos de pedales, disparando a patos de madera con rifles de aire o presenciando la función de magia en el anfiteatro. Había venido a menudo cuando era niño, en compañía del entonces sargento Belov, con el bueno de Misha y los otros niños buenos del grupo. Recordaba cuando los checos habían inaugurado la primera exhibición extranjera en el parque, el pabellón de la cerveza Pilsen, en 1956. De pronto, quién lo dijera, la cerveza se hizo popular. Todo el mundo la mezclaba con su vodka. Todo el mundo estaba feliz y borracho. Recordaba la llegada a Moscú de Los siete magníficos, época en que todos los varones entre doce y veinte años empezaron a caminar como Yul Brynner; el Parque Gorki parecía estar lleno de vaqueros de piernas tiesas en busca de sus monturas. En ese tiempo, todo el mundo era vaquero. ¡Asombroso! ¿Dónde estaban ahora? Eran planificadores urbanos, gerentes de fábricas, miembros del Partido, propietarios de automóviles, compradores de iconos, lectores de la revista Krokodil, críticos de televisión, espectadores de ópera, padres y madres.

Hoy no había muchos chicos. Dos ancianos jugaban al dominó en la penumbra. Los vendedores ambulantes se trasladaban juntos, con sus delantales y gorras blancas. Un bebé tentaba los límites de una banda elástica sostenida por su abuela.

En la noria, al extremo de la zona de diversiones, una pareja de octogenarios esperaba suspendida en la parte más elevada, mientras el operador, un muchacho con problemas de piel, hojeaba una revista de motocicletas. No tenía intención de soltar el freno sólo por dos pensionados. Al arreciar el viento, los asientos se balancearon y la anciana se acercó más a su esposo.

—Súbala. —Arkady le entregó una entrada al operador y se sentó en un asiento—. ¡Ahora!

La rueda gimió y giró y Arkady se elevó por encima de las copas de los árboles. Aunque aún había restos de luz en el oeste, más allá de las Colinas Lenin, empezaban a encenderse las luces en la ciudad y podía distinguir los anillos de tránsito, como halos concéntricos: los bulevares arbolados que rodeaban el centro, el Anillo Sadovaya que llegaba al parque, el Anillo Exterior, tan confuso como la Vía Láctea.

Ésa era una de las peculiaridades del Parque Gorki; era el único lugar de la ciudad donde se podía dar rienda suelta a la fantasía. Para participar en las fantasías de los estudios Mosfilm, había que tener un pase especial, pero todo el mundo era bienvenido al parque. Hubo un tiempo en que Arkady quiso ser astrónomo. Todo lo que le quedaba de ese período era un pliegue de información inútil en el córtex. Veinte años atrás, había visto pasar el Sputnik sobre el Parque Gorki. Bueno, no había nada que lamentar. Todo el mundo dejaba ese tipo de fantasma en el parque; era una tumba grande y agradable. El y Misha, Pasha, Pribluda y Fet, Zoya y Natasha. Lo ofendía que alguien hubiera dejado allí cadáveres.

Otra vuelta. La pareja de ancianos, que estaba algunos coches más adelante, viajaba en silencio, tal como lo hacían los prerrevolucionarios cuando acudían a la capital. Era la multitud de la Gran Guerra Patriótica la que estaba armada de suficiente confianza como para empujar y gritar. Mientras tanto, sus nietos se sentaban frente a las catedrales del Kremlin hurgándose las narices: el saludo de los herederos.

Cambió de postura para sentarse más cómodamente en el asiento metálico. Abajo, el parque se elevaba en colinas, administrado por el puesto de la milicia y dividido en paseos románticos, junto a uno de los cuales, «cuarenta metros al norte del sendero paralelo a la calle Doriskoy y el río», tres personas habían sido asesinadas. Pese a la oscuridad creciente, localizó el claro porque en el centro había, de pie, una figura humana con una linterna.

En cuanto la noria pasó junto al suelo, Arkady saltó. Había medio kilómetro hasta el claro y empezó a correr dando grandes zancadas, alternativamente resbalando y recuperando el equilibrio. El sendero serpenteaba colina arriba.

Zoya tenía razón; debía haber hecho ejercicios. Malditos cigarrillos. Llegó al puesto de la milicia que era casi tan confortable como lo había descrito Pasha, pero estaba vacío. No había siquiera un automóvil, así que continuó avanzando mientras el sendero se empinaba. Deliberadamente, levantaba las rodillas y echaba atrás los codos con una especie de ritmo, fuera de sincronía con el golpeteo de sus zapatos y el jadear de su tráquea. Al cabo de unos trescientos metros de carrera, su paso era corto como el de un bebé. Le parecía que había corrido durante horas. El camino se niveló precisamente cuando empezaba a sentir punzadas en el costado, y lo peor era que probablemente sólo se trataba del detective Fet haciendo sus deberes.

En el sitio en el que cuatro días atrás había girado la camioneta de la milicia, aflojó el paso, siguiendo las huellas hasta el claro. El hielo crujía bajo sus pies. La luz había desaparecido; el desconocido se había marchado o procuraba que no se viera la luz desde el sendero. No había ningún otro punto de referencia en el cual apoyarse porque el claro, privado de nieve, estaba totalmente a oscuras. No se escuchaba ningún sonido. Rodeó el claro ocultándose tras los árboles, agazapándose, observando. Estaba a punto de avanzar otra vez, cuando un haz de luz brilló en la zanja poco profunda de la que habían sacado los cadáveres.

Arkady se había internado unos diez metros en el claro, cuando volvió a desaparecer la luz.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Alguien corrió en dirección opuesta.

Arkady lo siguió. Sabía que el claro descendía hasta un bosquecillo. Más allá habría un terraplén, algunos quioscos para mesas de ajedrez, otro sendero, árboles y luego sólo había un paso hasta el camino del embarcadero Pushinskaya y el río.

—¡Alto! ¡Milicia! —gritó.

Pero no podía gritar y seguir corriendo. El otro le ganaba. Las pisadas eran pesadas, de hombre. Aunque en una ocasión le habían entregado una pistola, nunca la llevaba consigo. El bosquecillo se acercaba, surgiendo al frente como la cresta de una ola. El fugitivo llegó primero a los árboles, rompiendo algunas ramas. Habría luces en el sendero inferior, pensó Arkady, y mucha iluminación en el camino del embarcadero. Al llegar a los árboles, extendió los brazos.

Se agachó al oír un ruido; esperaba un puñetazo, pero recibió un puntapié en la ingle. Mientras perdía aire, procuró coger el pie y consiguió un puñetazo en el cuello. Tiró un golpe que falló. Otra patada lo hizo caer de espaldas. El segundo puñetazo hizo blanco en un estómago redondo y duro. Un hombro lo apretó contra un árbol mientras unos dedos se hundían en sus riñones. La boca de Arkady encontró una oreja y la mordió.

—Son of a bitch! —dijo alguien en inglés, y el hombro retrocedió.

—¡Milicia…! —trató de gritar Arkady, pero sólo emitió un susurro.

Un puntapié lo hizo caer de bruces sobre la nieve. Tonto, se dijo Arkady. La primera vez en años que un investigador le pega a alguien, pierde a su esposa. La segunda vez, chilla pidiendo ayuda.

Se levantó, procuró percibir el sonido de las ramas que se agitaban y siguió el ruido. La pendiente llevaba al río. En un momento estuvo a punto de caer. El sendero inferior estaba vacío, pero vio desaparecer unos pies en los árboles que había del otro lado.

Arkady atravesó el sendero de una zancada, saltó y cayó sobre unas anchas espaldas. Los dos hombres rodaron en la oscuridad hasta tropezar con un banco. Arkady trató de trabarle la mano en la espalda, pero sus abrigos estaban demasiado enredados como para que ninguno de los dos pudiera hacer algo, hasta que el desconocido se soltó. Arkady le hizo una zancadilla y descargando golpes tan atropelladamente como siempre, lo volvió a derribar. Pero en cuanto se separaron, Arkady no tuvo ninguna oportunidad. Una mano lo abofeteó y antes de que tuviera tiempo de reaccionar, la misma mano, cerrada, lo golpeó en las costillas, bajo el corazón. Quedó inmóvil, admirado, el tiempo suficiente como para que el puño volviera a encontrar el corazón. Mientras se desplomaba, sintió que éste se detenía.

Esto representa un gran avance con respecto a los métodos primitivos, dijo el director de la granja colectiva a Arkady y su padre, y enseguida metió la cabeza de la vaca en una picota encima de la cual había un gran cilindro metálico el cual, al encenderse, un interruptor impulsaba un bien lubricado pistón en el cráneo de la vaca, y hacía que las patas del animal se extendieran cómicamente. Recordó que así obtenían cuero de res para los cascos de los tanquistas. Permítame ensayarlo, dijo el general Renko, que empujó otra vaca a la picota. ¡Pum! Imagínese, poder usar las manos de esta manera.

Arkady salió del delirio y se puso en pie tambaleante, apretándose el pecho. Los árboles y la nieve lo hicieron descender hasta una pared de piedra. Se apoyó en ella y se desplomó en la acera del embarcadero Pushinskaya.

Las luces de los camiones barrían la curva del embarcadero. No veía caminar a nadie. Ningún miliciano. Las lámparas callejeras eran unas bolas algodonosas parecidas a las burbujas de aire que tragaba. Los camiones se adelantaron y se quedó solo, cruzando el camino con paso inseguro.

El río era una franja de hielo de trescientos metros de ancho encuadrada por unos árboles negros que hacia el oeste se extendían hasta el Estadio Lenin y por los edificios oscuros de los ministerios. El puente colgante Krimsky estaba por lo menos a un kilómetro de distancia. Cerca, a la izquierda de Arkady, había un puente de tren subterráneo sin sendero para peatones. Pasó un convoy cuyas ruedas echaban chispas.

Una figura humana corría bajo el puente, por el río.

No había escaleras. Arkady resbaló tres metros por el curvado terraplén de piedra. Su trasero sufrió el castigo resultante del aterrizaje violento en el hielo. Se puso de pie y echó a correr.

Moscú es una ciudad baja. Vista desde el río, casi desaparecía en su propio éter soñoliento.

Las pisadas se acercaban. Era un hombre robusto, no rápido; aun cojeando, Arkady le ganaba terreno. No había escaleras a lo largo del terraplén norte tampoco, pero vio en dirección al estadio los muelles para las barcas de excursión utilizadas durante el verano.

El hombre se detuvo a recobrar el aliento, se volvió, miró a Arkady y volvió a correr. Estaban a más de la mitad de la franja de hielo, separados unos cuarenta metros. Al aproximarse Arkady, el hombre se detuvo por segunda vez y levantó su mano con tal autoridad que Arkady hizo alto. El hielo creaba una ilusión de luminiscencia. Distinguió una figura fornida con abrigo y gorra. La cara estaba oculta.

—¡Váyase! —dijo en ruso.

Al adelantarse Arkady, el hombre bajó la mano. Vio el cañón de una pistola. El hombre apuntó con ambas manos, a la manera de los detectives, y Arkady se tiró al suelo. No escuchó ningún balazo y no vio resplandor alguno, pero algo golpeó el hielo detrás de él y un instante después resonó en las piedras.

El hombre volvió a correr hacia el lado distante del río. Arkady lo alcanzó en el terraplén. Había resbalado agua por la pared de piedra, congelándose en forma despareja sobre el hielo, y allí ambos hombres lucharon a la sombra del puente, resbalando hasta quedar de rodillas. La nariz de Arkady sangraba y el otro perdió la gorra. Un golpe en el pecho no más fuerte que una palmada puso a Arkady a cuatro patas. Su adversario se levantó y Arkady recibió dos puntapiés en el costado y finalmente otro en la nuca, tan eficaz como un martillazo.

Cuando se recuperó, el hombre se había ido. Al sentarse, advirtió que tenía en la mano la gorra del otro.

Arriba, más ruedas chirriantes cruzaban el cielo. Pequeños fuegos de artificio para pequeñas victorias.