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Fin de semana en el campo con las últimas nieves del invierno. Los limpiaparabrisas barrían copos de nieve grandes como gansos. Tenían una botella de vodka especiado para compensar el inadecuado funcionamiento de la calefacción del vehículo. Se escuchaba el entusiasta rechinar de los frenos. Pífanos, tambores, bocinas, las campanillas de un trineo en movimiento. ¡Adelante!

Zoya estaba sentada atrás con Natalya Mikoyan; Arkady delante con Mikhail Mikoyan, su más viejo amigo. Juntos habían pasado por el Komsomol, el Ejército, la Universidad de Moscú y la Facultad de Leyes. Habían compartido las mismas ambiciones, las mismas parrandas, los mismos poetas, incluso algunas de las mismas chicas. Delgado y con cara de niño bajo los espesos rizos negros, Misha pasó directamente de la Facultad de Leyes al Colegio de Abogados de la ciudad de Moscú. Oficialmente, los abogados defensores no percibían un salario superior al de los abogados: unos doscientos rublos al mes. Extraoficialmente, los clientes pagaban el doble o más, razón por la cual Misha podía permitirse trajes nuevos, un anillo con un rubí en el dedo meñique, pieles para Natasha, una casa en el campo y un Zhiguli de dos puertas para dejarlos en la puerta. Natasha, morena y tan delicada que podía usar ropas de niña, contribuía a cubrir el presupuesto familiar con su salario como redactora de la agencia de prensa Novosti. Abortaba cada año porque no podía usar la pildora, pero se la proporcionaba a sus amigas. En su trineo no había mucho equipaje. ¡Adelante!

La dacha estaba treinta kilómetros al este de Moscú. Como de costumbre, Misha había invitado a unos ocho amigos a compartir su casa. Cuando llegó el grupo de invitados, golpeando con los pies el suelo para quitarse la nieve de las botas, los brazos llenos de pan, tarros de arenque y botellas de licor, lo recibió una joven pareja que enceraba esquíes y un hombre obeso vestido con un jersey ceñido, que intentaba encender el fuego de la chimenea. Llegaron más huéspedes: un director de películas educativas y su amante; un bailarín de ballet arrastrado por su esposa. Los esquís caían todo el tiempo del sofá. Los hombres en una habitación; las mujeres en otra. Los recién llegados se cambiaron de ropa, poniéndose el equipo para andar al aire libre.

—Una mañana blanca —comentó Misha moviendo entusiasmado las manos—. La nieve es más preciosa que los rublos.

Zoya dijo que se quedaría con Natasha, quien todavía estaba recuperándose de su último aborto. Afuera había dejado de caer la nieve, que formaba una espesa capa sobre el suelo.

Misha experimentaba gran placer al abrirse paso entre los bosques. Arkady estaba satisfecho de seguirlo y detenerse de vez en cuando para contemplar las montañas bajas; tenía un paso largo y fácil que le permitía seguir sin dificultad las zancadas ansiosas de Misha. Una hora después, descansaron para que Misha sacara el hielo encajado entre los zapatos y los esquís. Arkady se quitó los esquís y se sentó.

Aliento blanco, árboles blancos, nieve blanca, cielo blanco.

«Esbeltos como mujeres»: así era como llamaban siempre a los abedules. También muletas para los poetas, pensó Arkady.

Misha actuaba con el hielo como lo hacía en los tribunales: con furia, dramáticamente. Ya desde pequeño tuvo una voz tonante, como si fuera una diminuta embarcación con una vela enorme. Martillaba los esquís.

—Arkasha, tengo un problema —dijo, dejando caer sus esquís.

—¿Quién es ella esta vez?

—Una nueva empleada, probablemente de no más de diecinueve años. Creo que Natasha sospecha algo. Bueno, no juego al ajedrez ni practico deportes, ¿qué otra cosa queda? Lo más ridículo del caso es que esta chiquilla es posiblemente la persona más ignorante que he conocido, y yo vivo o muero por sus opiniones. El amor no es un asunto agradable, viendo bien la cosa. Ni barata. Bueno —abrió su chaqueta y sacó una botella de vino—, un poco de Sauternes francés, traído de contrabando por ese bailarín que viste revoloteando por la casa. El mejor vino de postre del mundo. No tengo ningún postre. ¿Quieres un poco?

Misha quitó la cubierta de estaño y entregó la botella a Arkady, que golpeó el culo y sacó el corcho. Bebió un trago. El vino era ambarino y azucarado.

—¿Es dulce? —Misha notó el gesto de Arkady.

—No tan dulce como algunos vinos rusos —dijo Arkady patrióticamente.

Bebieron por turnos. La nieve caía de las ramas de los árboles, a veces con un ruido sordo; otras, tan leve y rápida como las pisadas de una liebre. Arkady disfrutaba de la compañía de Misha, sobre todo cuando éste estaba callado.

—¿Sigue Zoya presionándote en relación con el Partido? —inquirió Misha.

—Soy miembro del Partido; tengo el carné.

—No lo parece. ¿Qué se requiere para ser un miembro más activo? Asistir a una asamblea una vez al mes, en la cual puedes leer el periódico si quieres. Votas una vez al año, un par de veces en el mismo lapso haces circular una petición contra China o Chile. Ni siquiera haces eso. La única razón por la que tienes carné es porque si no lo tuvieras no podrías ser investigador principal. Todo el mundo lo sabe, así que no estaría mal que te beneficiaras de ello yendo un poco al Comité de Distrito y estableciendo algunos contactos.

—Siempre tengo una buena razón para no asistir a una asamblea.

—Claro. No es de extrañar que Zoya esté furiosa. Deberías pensar un poco en ella. Con tu historial, podrías ser inspector del Comité Central. Podrías viajar por todas partes supervisando la aplicación de la ley, promoviendo campañas, haciendo que los generales de la milicia local se ensuciaran en los pantalones.

—Todo eso no parece muy atractivo.

—Eso no es importante. Lo principal es que tendrías acceso a las tiendas del Comité Central, figurarías entre las personas con más posibilidades de viajar al exterior y estarías cerca de los hombres del Comité Central que otorgan los nombramientos más importantes. Impulsarías mucho tu carrera.

El cielo tenía una cualidad sólida de porcelana. Rechinaría si se lo frotara con el pulgar, pensó Arkady.

—Estoy perdiendo el tiempo —comentó Misha—. Deberías hablar con Iamskoy. Le caes bien.

—¿De veras?

—¿Qué fue lo que lo hizo tan célebre, Arkasha? La apelación de Viskov. Ante la Suprema Corte, Iamskoy denunció a las autoridades que arrestaron y sentenciaron por error al joven trabajador Viskov a quince años, por asesinato. El fiscal de la ciudad de Moscú, Iamskoy, ¡quién lo dijera!, convertido de pronto en protector de los derechos individuales. Una especie de Gandhi, si hay que creer lo que dijo Pravda. ¿Y quién reabrió la investigación? Tú. ¿Quién obligó a Iamskoy a actuar, amenazándolo con protestar sólo ante las publicaciones de leyes? Tú. Iamskoy, al ver que no olvidarías el asunto, entró en acción y se convirtió en el héroe de la historia. Te debe mucho. Al mismo tiempo, también querría verte liquidado.

—¿Desde cuándo hablas con Iamskoy? —inquirió Arkady, interesado.

—Oh, últimamente. Hubo un pequeño problema con un cliente que alegó haberme pagado en exceso. No era verdad; conseguí que lo absolvieran. De todas maneras, el fiscal ha sido inusitadamente comprensivo. Surgió tu nombre. Fue una mención casual y lo dejamos ahí.

¿Misha cobró tanto que un hombre absuelto se quejó? Nunca antes Arkady había considerado «venal» a su amigo. El propio Misha parecía deprimido al hacer su confesión.

—Yo, de hecho, logré la libertad de ese bellaco. ¿Sabes cuan raramente ocurre eso? ¿Sabes qué es lo que haces cuando contratas a un abogado defensor? Pagas a un hombre para que se presente en la Corte y se libre de ti. ¡Cierto! Eso es lo que sucede casi siempre. Después de todo, no te habrían enjuiciado si no fueras culpable y yo no quiero ser culpable por asociación. Debo preocuparme por mi buen nombre. Antes de que el fiscal haya tenido siquiera la oportunidad de levantar un dedo, yo deploro públicamente los actos del criminal. No sólo estoy ultrajado, sino también nauseado. Si mi cliente tiene suerte, puedo mencionar que jamás se tiró un pedo en el día del Ejército Rojo.

—Eso no es cierto.

—Un poco cierto. Salvo que en esta ocasión (no sé por qué) hice todo lo posible. Mi cliente no era un ladrón; era padre de niños pequeños; era hijo y sostén de una mujer inválida que sollozaba en la primera fila; era un modesto veterano de famosas batallas; un amigo fiel y trabajador tesonero, que no era un ladrón, sino sólo débil. La justicia soviética, ese juez narcoléptico y dos arbitros ignorantes, es dura, sí, dura como un señor feudal y humana de la misma manera. Trata de ser listo y perderás la cabeza. Pero arrójate contra sus pechos, diles que fue el vodka, que fue esa mujer, que fue un momento de locura y ¿quién sabe lo que puede suceder? Naturalmente, todo el mundo recurre a esa táctica, así que hay que ser un artista para despertar la emoción general. Yo lo hice, Arkasha. Hasta lloré. —Misha hizo una pausa—. ¿Por qué pedí tanto dinero?

Arkady procuró decir algo.

—Hace un par de días me topé con los padres de Viskov —dijo—. Su padre administra una cafetería cerca de la estación Paveletsky. ¡Qué trágica ha sido su vida!

—¡Realmente me desespero! —estalló Misha—. Nunca sabes la amistad de qué persona debes cultivar. Hace dos días estaba almorzando en el Sindicato de Escritores con el eminente historiador Tomashevski. —La pequeña nave que era Misha daba una nueva bordada con viento fresco—. Es la clase de hombre que deberías conocer. Respetado, encantador, no ha producido una obra en diez años. Tiene un sistema, que me explicó. Primero, presenta a la Academia un proyecto de biografía a fin de estar absolutamente seguro de que su planteamiento coincide con la política del Partido. Se trata de un primer paso trascendental, como verás más adelante. Ahora bien, la persona que estudia siempre es una figura importante (es decir, alguien de Moscú), de modo que Tomashevski debe hacer sus investigaciones cerca de casa durante dos años. Pero se da el caso de que ese personaje histórico también ha viajado, sí, vivió algunos años en París o Londres; en consecuencia, Tomashevski tiene que hacer lo mismo. Solicita y obtiene permiso para vivir en el extranjero. En la realización de estos trámites han pasado cuatro años. La Academia y el Partido se frotan las manos de anticipación ante este estudio seminal del importante personaje, hecho por el eminente Tomashevski. Llega por fin el momento en que Tomashevski debe retirarse a la soledad de una dacha en las afueras de Moscú para cuidar su jardín y cavilar creativamente sobre el resultado de su investigación. Transcurren dos años más dedicados a reflexiones creadoras. Y precisamente cuando Tomashevski está a punto de poner manos a la obra, verifica una vez más con la Academia, sólo para enterarse de que la política del Partido ha cambiado totalmente; su héroe es un traidor y Tomashevski debe sacrificar sus años de trabajo por el bien general. Naturalmente, piden con vehemencia a Tomashevski que emprenda un nuevo proyecto, que mitigue su pena con un nuevo trabajo. Ahora Tomashevski estudia a una figura histórica muy importante que vivió algún tiempo en el sur de Francia. Dice que hay un brillante futuro para los historiadores soviéticos, y yo le creo.

Abruptamente, Misha cambió otra vez de tema. Bajó la voz para decir:

—Supe lo de los cadáveres del Parque Gorki y que tuviste otra fricción con el mayor Pribluda. ¿Estás loco?

Cuando regresaron todos se habían ido, menos Natasha.

—Zoya se fue con alguien de la dacha que está camino abajo —dijo a Arkady—. Alguien de nombre alemán.

—Se refiere a Schmidt —aclaró Misha, que estaba sentado junto al fuego quitándose el hielo de las botas—. Tal vez conoces a Schmidt, Arkasha. Es de Moscú. Hace poco tomó posesión de la casa ubicada camino abajo. Tal vez es el nuevo amante de Zoya.

Mirando el rostro de Arkady, Misha comprendió la verdad. Con la boca abierta, la cara roja, sostenía su bota que goteaba agua.

—Haz eso en la cocina, Misha —dijo Natasha, y empujó a Arkady al sillón.

Sirvió vodka para ella y para él mientras su esposo salía torpemente de la habitación.

—Es un tonto —dijo ella señalando con la cabeza hacia la cocina.

—No sabía lo que decía. —Arkady se acabó el vodka en dos tragos.

—Ése es su método; nunca sabe lo que dice. Habla de todo, de modo que alguna vez tiene que estar en lo justo.

—¿Tú sí sabes lo que dices? —preguntó Arkady.

Natasha tenía un agudo sentido del humor. Las sombras oscuras alrededor de sus ojos los hacían parecer más brillantes por contraste. Su cuello era tan delgado que le hacía pensar en un niño hambriento, cosa extraña en una mujer de unos treinta años de edad.

—Soy amiga de Zoya. También soy tu amiga. En realidad, soy más amiga de Zoya. Realmente, hace años que le aconsejo que te deje.

—¿Por qué?

—Tú no la amas. El hecho es que si la amaras la harías feliz. Si la amaras, harías lo que hace Schmidt. Están hechos el uno para el otro —dijo sirviendo más licor—. Si te interesa, déjala ser feliz. Deja que finalmente sea feliz. —Natasha empezó a reír ligeramente. Trataba de mantenerse seria, pero sus bonitos labios no dejaban de curvarse. Había sido tan divertida como Misha cuando estuvieron en la escuela—. Porque el hecho es que tú la encuentras aburrida. Disfrutó de dos o tres años buenos cuando tú solo decidiste que era interesante. Ahora, incluso yo lo admito, es aburrida. Y tú no lo eres. —Natasha hizo correr un dedo a lo largo de la muñeca de Arkady—. Eres el único hombre que conozco que no lo es.

Natasha se sirvió una vez más antes de dirigirse a la cocina con mucho cuidado y bastante borracha, dejando a Arkady solo en la sala. El cuarto estaba caliente, lo mismo que el vodka. Misha y Natasha habían adornado el lugar con iconos y curiosas figuras de madera. En las hojas de oro de los iconos se reflejaba el fuego. ¿Hacer por Zoya lo que Schmidt hacía por ella? Arkady abrió su cartera de la que sacó una pequeña libreta roja con el perfil de Lenin en la tapa. A la izquierda estaba su nombre, su fotografía y distrito del Partido. A la derecha, sus sellos vencidos… notó que estaba atrasado dos meses. La última página contenía una selección de preceptos inspiradores. El famoso carné del Partido. «Sólo hay una manera de triunfar, sólo hay una cosa, no hay nada más», le había dicho Zoya. Estaba desnuda cuando se lo dijo; recordaba bien el contraste que hacían su carné y su piel. Miró un icono. Era una madona, una virgen. El rostro bizantino, en especial los ojos que lo miraban, le hacían recordar no a Zoya, ni a Natasha, sino a la chica que había conocido en los Mosfilm.

—Por Irina —dijo, levantando su vaso.

Para la medianoche, todos habían regresado y todos estaban ebrios. Había un bufé de cerdo frío y salchichas, pescado, blini, quesos y panes, setas en vinagre y hasta caviar prensado. Alguien declamaba poemas. En el otro extremo de la sala, unas parejas bailaban con una imitación húngara de los Bee Gees. Misha sufría complejo de culpa y no podía apartar sus ojos de Zoya, sentada cerca de Schmidt.

—Pensé que íbamos a pasar este fin de semana juntos —dijo Arkady cuando consiguió estar solo con Zoya en la cocina—. ¿Por qué vino Schmidt?

—Yo lo invité —dijo, llevándose una botella de vino.

—Por Zoya Renko —Schmidt levantó su vaso al verla regresar—, seleccionada ayer por su Comité de Distrito para pronunciar un discurso sobre los nuevos retos en la educación ante el Comité de la Ciudad, lo cual nos hace sentirnos muy orgullosos, especialmente, estoy seguro, a su esposo.

Arkady salió de la cocina encontrándose con que todo el mundo lo miraba excepto Schmidt, que guiñaba un ojo a Zoya. Natasha ahorró más confusión a Arkady entregándole una copa. Un sentimental cantante georgiano se dejó oír en el tocadiscos. Schmidt y Zoya se levantaron para bailar.

Arkady comprendió que ya habían bailado antes. Calvo pero delgado, Schmidt era de pies ágiles, con una mandíbula prominente, de líder. Tenía el cuello grueso del gimnasta y los anteojos de armazón negra propios de un pensador del Partido. Su mano casi cubría la espalda de Zoya, que se apoyaba en él.

—Por el camarada Schmidt. —Misha levantó una botella al terminar la canción—. Brindemos por el camarada Schmidt, no porque haya obtenido una sinecura en un Comité de Distrito en el que se dedica a hacer crucigramas y a vender excedentes de oficina, porque recuerdo haberme llevado a casa una vez un clip para papel…

Misha derramó un poco de vodka y saludó feliz a todos, dispuesto a empezar su discurso.

—Bebemos en su honor, no porque asista a conferencias del Partido en centros turísticos de las playas del mar Negro, porque el año pasado a mí me dieron permiso para volar a Murmansk. Bebemos en su honor, no porque el Comité de Distrito le obsequie con cajas de finos vinos, porque todos tenemos que hacer cola ocasionalmente para conseguir una cerveza tibia. Bebemos, no porque él desee a nuestras esposas, porque el resto de nosotros siempre puede masturbarse, si es preciso. Ni tampoco porque pueda arrollar a los transeúntes con su limusina Chaika, porque nosotros disfrutamos de tener el mejor tren subterráneo del mundo. Ni siquiera porque sus hábitos sexuales incluyen la necrofilia, el sadismo y la homosexualidad, porque ¡por favor, camaradas, ya no vivimos en la Edad Media! No —concluyó Misha—, no bebemos por el camarada doctor Schmidt por ninguna de estas razones. La razón por la que bebemos por él es porque es tan buen comunista.

Schmidt exhibió una sonrisa tan dura como el radiador de un coche.

Bailaban, hablaban, permanecían sentados porque cada vez estaban más borrachos. Hacía cinco minutos que Arkady estaba en la cocina preparando café, cuando se dio cuenta de que el cineasta estaba acostado con la esposa del bailarín en un rincón. Retrocedió dejando su taza. En la sala, Misha bailaba medio dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de Natasha. Arkady subió la escalera hacia su habitación. Estaba a punto de abrir la puerta, cuando salió Schmidt y la cerró.

—Bebo por ti —susurró Schmidt—, porque tu esposa es estupenda en la cama.

Arkady le propinó un golpe en el estómago. Al rebotar Schmidt contra la puerta, sorprendido, le pegó en la boca. Schmidt cayó de rodillas y rodó escaleras abajo. Al llegar al suelo se le cayeron los anteojos y vomitó.

—¿Qué sucede? —inquinó Zoya, de pie en la puerta del dormitorio.

—Ya lo sabes —contestó Arkady.

Vio odio y miedo en su cara; lo que no esperaba ver era tanto alivio.

—Miserable —dijo ella, y bajó corriendo la escalera hasta donde se encontraba Schmidt.

—Sólo lo saludé —explicó Schmidt, palpando el suelo en busca de sus anteojos. Zoya los encontró, los limpió con su jersey y ayudó al líder del distrito del Partido a ponerse de pie—. ¿Es un investigador? —inquirió Schmidt con la boca partida—. Está loco.

—¡Embustero! —gritó Arkady.

Arkady comprendió que nadie había oído lo que se había dicho. El corazón le latía con rapidez y fuerza. Schmidt había mentido en la puerta del dormitorio. No, en esa ocasión no habían llegado a fornicar… no bajo el techo de un amigo, no estando su esposo en la misma casa. Arkady había creído la mentira porque era más verdadera que su matrimonio, no, no había manera de explicar eso. Todo estaba del revés. Zoya sentía una indignación militante. Arkady, el cornudo, se sentía avergonzado.

Desde la puerta de la dacha, vio a Schmidt y a Zoya irse en el coche. El vehículo de su amante era un Zaporozhets de dos asientos, no una limusina. Por encima de los abedules brillaba la luna llena.

—Lo siento —dijo Misha, mientras Natasha limpiaba la alfombra de la sala.