Desnuda, Zoya pelaba una naranja. Tenía una cara ancha, infantil, inocentes ojos azules, cintura angosta y senos pequeños con pezones tan diminutos como cicatrices de vacunas. Tenía el vello púbico rasurado en una angosta franja rubia, a causa de la gimnasia. Sus piernas eran musculosas y su voz, aguda y fuerte.
—Los expertos nos dicen que la individualidad y la originalidad serán las características de la ciencia soviética del futuro. Los padres deben aceptar el nuevo curriculum y las nuevas matemáticas, que constituyen pasos progresistas en la construcción de una sociedad aún más grande. —Hizo una pausa para mirar a Arkady, quien la contemplaba bebiendo su café en el antepecho de la ventana—. Al menos podrías hacer algún ejercicio.
Aunque era alto y delgado, un pliegue de gordura se veía bajo su ropa interior cuando su postura era desgarbada. El cabello sin peinar caía desaliñado. Era descuidado como su dueño, pensó.
—Me conservo para compararme con sociedades aún más grandes —dijo.
Ella se inclinó sobre la mesa para leer pasajes subrayados en la Gaceta de los Maestros, acumulando semillas de naranja en la mano, junto con las cáscaras, sin dejar de mover los labios todo el tiempo.
—Pero la individualidad no debe conducir al egoísmo o al arribismo. —Interrumpió la frase para mirar a Arkady—. ¿Te suena bien eso?
—No menciones el arribismo. Habrá demasiados arribistas entre el público de Moscú.
Cuando ella frunció el ceño y se volvió para irse, Arkady pasó la mano por el profundo surco de su espina dorsal.
—No hagas eso. Tengo que terminar este discurso.
—¿Cuándo es? —preguntó él.
—Esta noche. La Comisión de Distrito del Partido elegirá a un miembro para que hable en el mitin general de la semana próxima. De todas maneras, tú eres el menos indicado para criticar a los arribistas.
—¿Como Schmidt?
—Sí. —Ella contestó al cabo de un momento de reflexión—. Como Schmidt.
Se fue al baño y a través de la puerta abierta él la vio lavarse la boca, darse palmaditas en el vientre plano, pintarse la boca con lápiz labial. Hablaba al espejo.
—¡Padres de familia! Vuestras responsabilidades no terminan al concluir el trabajo cotidiano. ¿El egoísmo mancha el carácter del estudiante que hay en vuestro hogar? ¿Habéis leído las últimas estadísticas concernientes al egoísmo y el hijo único?
Arkady bajó del antepecho de la ventana para ver el artículo que había subrayado. Se titulaba: «La necesidad de familias más numerosas». En el baño, Zoya hacía girar un disco de píldoras anticonceptivas. Eran píldoras polacas. No quería usar la espiral.
«¡Rusos, procread! —exigía el artículo—. Fertilizad una gloriosa carnada de grandes jóvenes rusos para que las nacionalidades inferiores, los morenos turcos y armenios, los astutos georgianos y judíos, los traidores estonianos y letones, las pululantes hordas de ignorantes y amarillos kazakos, tártaros y mongoles, los retrasados y malagradecidos uzbekos, osetas, circasianos, calmucos y chukches no trastornen con sus órganos erectos la necesaria relación de población entre los rusos blancos y educados y los morenos… Así se demuestra que las familias sin hijos o con un hijo, convenientes de manera superficial a los padres trabajadores de los centros urbanos de la Rusia Europea, no favorecen el interés mayor de la sociedad, si privamos al futuro de líderes rusos». ¡Un futuro privado de rusos! Increíble, pensó Arkady mientras Zoya se estiraba en su barra de ejercicios.
—El estudiante familiarizado con la originalidad debe ser más rigurosamente adiestrado ideológicamente. —Levantó su pierna derecha al nivel de la barra—. Rigurosa, vigorosamente.
Imaginó turbas de olvidados asiáticos corriendo por las calles hacia el Palacio de los Pioneros gritando con los brazos extendidos: «Tenemos hambre de rusos». Un hombre contestaría desde el vacío palacio: «Lo siento. Ya no tenemos rusos».
—… cuatro, uno, dos, tres, cuatro. —La frente de Zoya tocó su rodilla.
En la pared detrás de la cama había un póster, reparado a menudo, que mostraba a tres niños —un africano, una rusa y un chino— con el lema: «¡Un pionero es amigo de los niños de todas las naciones!» Zoya había posado para representar a la niña rusa, y al hacerse famoso el póster, otro tanto había ocurrido con su bonita cara rusa. La primera vez que alguien llamó la atención de Arkady en la universidad sobre Zoya, fue como «la niña del póster de los pioneros». Todavía se parecía a esa niña.
—Del conflicto surge la síntesis. —Zoya inhalaba profundamente—. La originalidad combinada con la ideología.
—¿Para qué quieres pronunciar un discurso?
—Uno de nosotros tiene que pensar en su carrera.
—¿Estamos tan mal? —Arkady se le acercó.
—Tú ganas ciento ochenta rublos al mes y yo, ciento veinte. Un capataz de fábrica gana el doble. Un reparador percibe tres veces esa suma, con trabajos adicionales. No tenemos televisor, no tenemos lavadora, ni siquiera tengo ropa nueva. Hubiéramos podido conseguir uno de los automóviles usados de la KGB; eso se pudo arreglar.
—No me gustaba el modelo.
—Podrías ser investigador del Comité Central ahora mismo si fueras miembro más activo del Partido.
Cuando él le tocó la cadera, la carne se contrajo imitando al mármol. Sus pechos eran blancos y duros; los extremos sonrosados, tensos. Esta combinación de sexo y Partido era la ilustración gráfica de su matrimonio.
—¿Para qué te molestas en tomar esas píldoras? Hace meses que no follamos.
Zoya le apretó la muñeca y lo apartó, apretándolo tanto como pudo.
—Por si me violan —dijo.
Los niños, de pie junto a la jirafa de madera del patio, ataviados con sus trajes para nieve y gorras, miraron a Arkady y Zoya meterse en el coche. El vehículo arrancó al tercer intento y Arkady se salió a la calle Taganskaya.
—Natasha nos invitó a ir al campo mañana —dijo Zoya mirando el parabrisas—. Le dije que iríamos.
—Hace una semana te hablé de esa invitación y no quisiste ir —dijo Arkady.
Zoya se cubrió la boca con la bufanda. Hacía más frío dentro del coche que fuera, pero odiaba las ventanas abiertas. Estaba allí sentada, inviolable detrás del abrigo grueso, su gorro de piel de conejo, la bufanda, las botas y el silencio. Al llegar a una luz roja, él limpió el agua condensada en el parabrisas.
—Lamento mucho no haber ido a almorzar ayer —dijo—. ¿Hoy sí comemos juntos?
Ella lo miró de costado entrecerrando los ojos. Hubo un tiempo, recordó él, en que pasaban horas enteras bajo las tibias sábanas mientras la escarcha se acumulaba en la ventana. Admitía que ya no recordaba de lo que habían hablado entonces. ¿Había cambiado él? ¿Ella? ¿A quién de los dos se podía creer?
—Tenemos una reunión —contestó ella finalmente.
—¿Todos los maestros, todo el día?
—El doctor Schmidt y yo, para planear la participación del club de gimnasia en el desfile.
Ah, Schmidt. Bueno, tenían tantas cosas en común. Después de todo, él era secretario del Comité de Distrito del Partido, asesor del consejo del Komsomol de Zoya, gimnasta. El trabajo común tendía a engendrar mutuo afecto. Arkady contuvo el impulso de fumar un cigarrillo, porque habría hecho demasiado completo el cuadro de un esposo celoso.
Al llegar Arkady a la Escuela 457, ya entraban los estudiantes. Aunque se suponía que los escolares debían estar uniformados, la mayoría llevaba las bandas rojas de pioneros pulcramente cosidas a mano.
—Llegaré tarde. —Zoya salió precipitadamente del vehículo.
—Está bien.
Ella se detuvo todavía un momento junto a la portezuela.
—Schmidt me aconseja que me divorcie de ti mientras pueda —agregó, y cerró la puerta.
En la puerta de la escuela, los escolares la llamaron a gritos. Ella miró una vez más al coche y a Arkady, que se disponía a encender un cigarrillo.
Se trataba claramente de una inversión de la teoría soviética, pensó él: de la síntesis al conflicto.
El investigador concentró su atención en los tres asesinatos cometidos en el Parque Gorki. Los estudió desde el punto de vista de la justicia soviética. La justicia, al igual que cualquier escuela, era educativa.
Por ejemplo: generalmente se encerraba por una noche a los borrachos, enviándolos después a su casa. Cuando el número de ebrios resultaba excesivo —pese al creciente costo del vodka— se emprendía una campaña educativa acerca de los horrores del alcohol; es decir, se les metía en la cárcel. Los hurtos en las fábricas eran constantes y enormes; era el aspecto de empresa privada de la industria soviética. De ordinario, un gerente de fábrica tan torpe como para ser sorprendido robando, recibía una condena de cinco años de cárcel, pero en el transcurso de una campaña contra los hurtos se le fusilaba de manera espectacular.
La KGB no actuaba de manera diferente. El Confinamiento de Vladimir desempeñaba una función educativa de los disidentes empecinados, «pero sólo la tumba puede enderezar a un jorobado». Y así, para los peores enemigos del Estado había una lección última. Finalmente, Arkady se había enterado de que los dos cadáveres encontrados en el río Kliazma eran los de un par de agitadores reincidentes, fanáticos de la especie más peligrosa: eran miembros de la secta Testigos de Jehová.
Había algo en la religión que convertía al Estado en el espumoso hocico de un perro rabioso. Dios lloraba, Dios lloraba, se dijo Arkady, aunque no recordaba de dónde había sacado esa expresión. El resurgimiento del sentimiento religioso, el mercado de iconos, la restauración de las iglesias, tenían al Gobierno dando vueltas como un paranoico. Encarcelar a los misioneros era simplemente proporcionarles conversos. Era mejor darles una seria lección, una pelota roja de goma para ahogarlos, la clase de final anónimo más apta para generar rumores ominosos. Hasta el helado río servía a un propósito educativo.
El Parque Gorki, sin embargo, no era una apartada orilla del río; se hallaba en el corazón mismo de la ciudad. Hasta Pribluda debió de visitar el Parque Gorki cuando era un niño gordo, un robusto excursionista, un enamorado gruñón. Hasta Pribluda debía de saber que el Parque Gorki estaba destinado a la recreación, no a la educación. Además, los cadáveres estaban allí hacía meses, no días. La lección estaba fría, anticuada, sin objeto. No era la justicia tal como Arkady se había acostumbrado a esperar y a detestar.
Lyudin esperaba detrás de un escritorio cubierto con transparencias de muestras y fotografías, acicalado como un mago rodeado de aros y pañuelos.
—El departamento forense ha hecho un gran esfuerzo por servirlo, investigador principal. Los detalles son fascinantes.
Y además lucrativos, supuso Arkady. Lyudin había solicitado suficientes sustancias químicas como para surtir un almacén privado, y probablemente lo había surtido.
—Estoy impaciente.
—Conoce el principio de la cromatografía del gas, el efecto de un gas en movimiento y un material solvente estacionario…
—Lo dije en serio —interrumpió Arkady—. Estoy impaciente.
—Bien —continuó el director del laboratorio, suspirando—, para abreviar, le diré que el cromatógrafo encontró en las ropas de las tres víctimas granos muy finos de yeso y serrín, y en los pantalones de GP2 un diminuto rastro de oro. Rociamos las ropas con luminol, las llevamos a un cuarto oscuro y observamos la fluorescencia, que indicaba la presencia de sangre. La mayor parte era de las víctimas. Sin embargo, las manchas más pequeñas no eran de sangre humana, sino de polio y pescado. Hallamos también un esquema muy interesante en la ropa. —Lyudin mostró un dibujo de los cuerpos vestidos en las posiciones en que habían sido hallados. Había un área sombreada en la parte delantera de la mujer encontrada en posición supina, y a lo largo de brazos y muslos de los hombres que la flanqueaban—. En el área oscura, y sólo allí, encontramos rastros de carbón, grasas animales y ácido tánico. En otras palabras, después de que los cadáveres quedaron cubiertos parcialmente por la nieve, con toda probabilidad dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, fueron apenas cubiertos también con cenizas de un fuego cercano.
—El incendio de la Curtiduría Gorki —dijo Arkady.
—Es obvio. —Lyudin no pudo reprimir una sonrisa—. El 3 de febrero, un incendio en la Curtiduría Gorki cubrió con ceniza una gran área del distrito Octobryskaya. Del 1 al 2 de febrero cayeron treinta centímetros de nieve. Del 3 al 5 de febrero cayeron veinte centímetros de nieve. De haber podido mantener intacta la nieve en el claro, podríamos haber encontrado una capa de ceniza. De todas maneras, esto parece fijar una fecha al crimen.
—Excelente trabajo —dijo Arkady—. Dudo que tengamos que analizar la nieve ahora.
—También analizamos las balas. En ellas había diversas cantidades de tejidos del cuerpo y de las ropas de las víctimas. En la bala marcada como GP1-B también se encontraron rastros de cuero curtido no pertenecientes a los vestidos de la víctima.
—¿Y pólvora?
—No había nada en las ropas de GP1, pero sí se hallaron rastros en los abrigos de GP2 y GP3, lo que indica que les dispararon a quemarropa —agregó Lyudin.
—No, indica que les dispararon después de GP1 —dijo Arkady—. ¿Se halló algo en los patines?
—No hay sangre ni yeso ni serrín. No eran patines de alta calidad.
—Me refiero a que si no tenían ninguna identificación. La gente acostumbra a poner su nombre en los patines, coronel. ¿Ha limpiado y examinado los patines?
De vuelta en su oficina de Novokuznetskaya, Arkady dijo:
—Éste es el claro del Parque Gorki. Tú —señaló a Pasha— eres Bestia. El detective Fet es Rojo, el flacucho. Esto —puso una silla entre ellos— es Belleza. Yo soy el asesino.
—Dijo que pudo haber más de un asesino —observó.
—Sí, pero por esta vez iremos de delante para atrás, en lugar de tratar de adaptar los hechos a una teoría.
—Bien. En lo que hace a teoría no soy muy competente —dijo Pasha.
—Es invierno. Hemos estado patinando juntos. Somos amigos o por lo menos conocidos. Nos apartamos de la pista de patinaje para dirigirnos al claro, cercano, pero oculto de la pista por los árboles. ¿Por qué?
—Para hablar —sugirió Fet.
—¡Para comer! —exclamó Pasha—. Para eso se patina, así puedes detenerte y comer un pastel de carne, algo de queso, pan y jamón, y ciertamente, hacer una ronda de vodka o brandy.
—Yo soy el anfitrión —continuó Arkady—. Yo escogí este lugar. Yo traje la comida. Estamos descansando, tenemos algo de vodka entre pecho y espalda y nos sentimos a gusto.
—¿Entonces nos mata? ¿Nos dispara una pistola desde el bolsillo del abrigo? —inquirió Fet.
—Es probable que te pegaras un tiro en el pie si intentaras hacer semejante cosa —contestó Pasha—. Estás pensando en el cuero que había en la bala, Arkady. Mira, tú trajiste la comida. No podías haber acarreado tantas provisiones en tus bolsillos. Lo hiciste en una bolsa de cuero.
—Saco los víveres de la bolsa.
—Y no sospecho nada cuando levantas la bolsa y la pones cerca de mi pecho. Yo primero, porque soy el más grande y el más rudo —asintió Pasha. Tenía el hábito de asentir con la cabeza cuando se esforzaba en pensar—. ¡Entonces, «bang»!
—Correcto. Por esa razón hay cuero en la primera bala, pero no hay pólvora en el abrigo de Bestia. La pólvora escapó por el agujero de la bolsa cuando hizo los siguientes disparos.
—El ruido —objetó Fet, pero lo hicieron callar con un gesto.
—Rojo y Belleza no ven ninguna arma. —Pasha estaba excitado y asentía furiosamente—. No saben qué es lo que está ocurriendo.
—Especialmente si se supone que somos amigos. Vuelvo la bolsa a Rojo. —Arkady apuntó con el dedo a Fet—. ¡Pum! —Y apuntó a la silla—. A estas alturas, Belleza ha tenido tiempo de gritar. De alguna manera, sé que no lo hará, sé que no tratará siquiera de correr. —Recordó el cadáver de la joven ubicado entre los de los dos hombres—. La mato. A continuación le pego un tiro en la cabeza a cada uno de ustedes.
—El tiro de gracia. Muy pulcro —aprobó Pasha.
—Pero hay mucho ruido —intervino Fet ruborizándose—. No me importa lo que digan, es mucho ruido. De todas maneras, disparar a alguien en la boca no es ningún tiro de gracia.
—Detective —Arkady cerró la mano—, tiene razón. Así que disparo por otra razón; debe de ser una buena razón para arriesgarme a hacer fuego dos veces más.
—¿Cuál es esa razón? —inquirió Pasha.
—Ojalá lo supiera. Enseguida saco mi cuchillo y les corto la cara. Probablemente usé cizallas para arrancarles las puntas de los dedos. Vuelvo a meterlo todo en la bolsa.
—Utilizaste una automática. —Pasha estaba inspirado—. Hacen menos ruido que los revólveres, y los casquillos caen dentro de la bolsa. Es por eso que no encontramos ninguno en la nieve.
—¿Qué hora sería? —preguntó Arkady.
—Tarde —dijo Pasha—. De ese modo hay menos posibilidades de que otros patinadores acudan al claro. Tal vez estaba nevando… eso apagaría aún más el ruido de los disparos. ¿Cuándo no nevó en este invierno? Así que estaba oscuro y nevando cuando saliste del parque.
—Y menos probable todavía que alguien me haya visto arrojar la bolsa al río.
—¡Correcto! —Pasha aplaudió.
—El río estaba congelado —intervino Fet, sentándose.
—¡Mierda! —Pasha dejó caer las manos.
—Vamos a comer —dijo Arkady.
Por primera vez en dos días tenía apetito.
La cafetería de la parada del metro, al otro lado de la calle, tenía una mesa reservada para los investigadores. Arkady ordenó pescado blanco, pepinos en crema agria, ensalada de patatas, pan y cerveza. El viejo Belov se unió al grupo y empezó a contar historias de guerra relacionadas con el padre de Arkady.
—Ocurrió antes de que nos reagrupáramos. —Belov guiñó un ojo—. Yo era chófer del general en un BA-20.
Arkady recordaba la historia. El BA-20 era un antiguo vehículo blindado provisto de una torreta de ametralladora en forma de mezquita sobre un chasis Ford. El comando de su padre, consistente en tres BA-20, fue atrapado a cien kilómetros detrás de las líneas alemanas durante el primer mes de la guerra y escapó con las orejas y charreteras de un comandante de grupo del SS.
Fue un detalle curioso el de las orejas. Los rusos aceptaban la violación y la matanza como consecuencias normales de la guerra. Creían a pie juntillas que los norteamericanos se llevaban los cueros cabelludos y que los alemanes comían niños. Lo que hacía retroceder horrorizada a una nación de revolucionarios capaces de sacudir al mundo era la idea de que un ruso tomara un trofeo humano. Era peor que horrible. Para el invencible y algo ansioso proletariado, eso evidenciaba la peor de las manchas: la falta de cultura. El rumor acerca de las orejas perjudicó la carrera del general después de la guerra.
—Era falso el rumor relativo a las orejas —aseguró Belov a los circunstantes.
Arkady recordaba las orejas. Pendían como pastas arrugadas de la pared del estudio de su padre.
—¿Realmente quieres que hable con todas esas vendedoras? —Pasha enrolló un trozo de carne fría en su tenedor—. Todo lo que dicen es que quieren que expulsemos del parque a los gitanos.
—Habla también con los gitanos. Ahora tenemos una fecha: el comienzo de febrero —dijo Arkady—. E investiga acerca de la música que tocan en los altavoces de la pista de patinaje.
—¿Ve a menudo a su padre el general? —interrumpió Fet.
—No a menudo.
—Pienso en esos pobres diablos de la estación de la milicia en el parque —dijo Pasha—. Bonito puesto: una cabina de troncos de regular tamaño, una estufa, todo. No es de extrañar que no supieran que los bosques estaban llenos de cadáveres. En su próximo puesto verán muchos árboles, osos polares y también esquimales.
La discusión que sostenían Belov y Fet llamó la atención de Arkady. Para su sorpresa, sus amigos hablaban vigorosamente en contra del culto de la personalidad.
—¿Se refieren al camarada Stalin? —inquirió.
Fet palideció.
—Nos referimos a Olga Korbut.
En ese momento llegó Chuchin. El investigador principal para casos especiales era una combinación de rasgos vulgares. Una copia carbónica de hombre. Le dijo a Arkady que Lyudin había hallado un nombre en los patines.
Por encima de la monotonía pardusca de Moscú, en la cumbre de las Colinas Lenin, estaban los estudios Mosfilm. Había otros estudios en el país: Lenfilm, Tadjikfilm, Uzbekfilm. Ninguno era tan grande ni tan prestigioso como Mosfilm. El dignatario visitante era conducido en limusina a lo largo de la pared naranja pastel del recinto, a través de la reja de entrada: luego el vehículo tomaba a la izquierda, hacia un jardín, y enseguida a la derecha hasta el pabellón central del estudio donde los administradores, directores famosos (siempre con pesados anteojos y cigarrillos) y simpáticas actrices con flores se alineaban para recibirlo. Estaría rodeado por otros muchos pabellones enormes, cada uno de los cuales contenía estudios, departamentos de selección, de escritores, de administradores, escenarios, laboratorios de revelado, almacenes y secciones de utillería y la cantidad apropiada de carros tártaros, tanques Panzer y naves espaciales. Era una ciudad en sí, con su creciente población de técnicos, artistas, censores y extras… un número inusitado de extras debido a la inclinación de los filmes soviéticos a tomar escenas de multitudes, porque sin tener presupuestos grandes, los filmes soviéticos podían permitirse las muchedumbres y porque para muchos jóvenes, obtener un pase de actor a Mosfilm, aunque fuera como extra, equivalía a nacer otra vez.
No siendo dignatario ni invitado, Arkady encontró como pudo el camino entre el pabellón central y los montones de nieve acumulados frente al edificio de la administración. Una joven resplandeciente levantó una pizarra que ponía: «¡Silencio!». Descubrió que había llegado a un escenario en exteriores, un jardín de manzanos en macetas hundidas en la tierra e iluminadas por luces intensas filtradas que tenían el resplandor de un cálido ocaso otoñal. Un hombre ataviado con elegantes ropas del siglo XIX leía con atención un libro junto a una mesa blanca de hierro forjado. Detrás de él había una pared falsa con una ventana abierta que permitía ver una lámpara de gas sobre un piano. Un segundo hombre, mal vestido y con gorra, se acercó de puntillas a lo largo de la pared; sacó de entre sus ropas un revólver de cañón largo y apuntó.
—¡Dios mío! —exclamó el lector, levantándose de un salto.
Algo había salido mal, siempre parecía haber algo mal y continuaban repitiendo la escena. El director y el cámara, de pésimo humor y elegantes chaquetas de cuero, maldecían a las asistentes de producción, bonitas chicas con abrigos afganos. Todos exhibían una mezcla de aburrimiento y tensión. Los espectadores estaban interesados.
Cualquiera que estuviera en las cercanías sin nada mejor que hacer (electricistas, chóferes, mongoles con el cuerpo pintado, pequeñas bailarinas tímidas como perros mimados) observaban en embelesado silencio el drama de la filmación, que era mucho más interesante que el drama que estaba siendo filmado.
—¡Dios mío! ¡Me asustaste! —El lector hizo otro intento.
Detenido lo más inconspicuamente posible cerca del camión generador que proporcionaba la energía eléctrica, Arkady tuvo tiempo de sobra para encontrar a la encargada del guardarropa. Era una mujer alta, de ojos oscuros, piel blanca y cabello castaño estirado en un moño. Su abrigo afgano estaba más usado que los de las otras chicas y era más corto, dejando al descubierto sus muñecas. De pie inmóvil, sosteniendo un guión, tenía la quietud de una fotografía. Como si percibiera la mirada de Arkady, miró hacia él y sus ojos le produjeron la sensación de haber sido momentáneamente iluminado. Ella volvió su atención a la escena del jardín, pero no antes de que él hubiera visto la marca en la mejilla derecha. En la foto de la milicia la marca era gris. Advirtió ahora que era una decoloración azul, pequeña pero sorprendente porque ella era hermosa.
—¡Dios mío! ¡Me asustaste! —El lector pestañeó mirando el revólver—. ¡Ya estoy bastante nervioso y me sales con una treta estúpida!
—¡Hora de almorzar! —gritó el director, y salió del escenario.
Esta escena también había sido rodada antes, porque los actores y el personal se retiraron con rapidez, dejando que los mirones se dispersaran paulatinamente. Arkady vio a la encargada del guardarropa colocar fundas sobre la mesa y sillas del jardín, enderezar una flor caída y apagar la lámpara de gas puesta sobre el piano. Su abrigo estaba peor que andrajoso; los parches habían convertido el bordado afgano en un edredón absurdo. Llevaba al cuello una bufanda barata, color naranja. Sus botas eran de vinilo rojo. Era un conjunto notable, pero ella lo llevaba con tanto aplomo que al verla, otra mujer podría decir: «Sí, así es como debo vestirme, con prendas sacadas del bote de la basura». Sin reflectores, el jardín parecía nublado. La joven sonreía.
—¿Es usted Irina Asanova? —preguntó Arkady.
—Y usted, ¿quién es? —Tenía una voz baja, con acento siberiano—. Conozco a todos mis amigos, y estoy segura de que a usted no lo conozco.
—Parece saber que es con usted con quien vengo a hablar.
—No es usted el primero que viene a molestarme mientras trabajo —dijo sonriente, como si no fuera ofensivo—. No podré ir a almorzar, de modo que haré dieta —suspiró—. ¿Tiene un cigarrillo?
Unos cuantos rizos habían burlado la disciplina del moño. Irina Asanova tenía veintiún años, según había visto Arkady en el archivo de la milicia. Cuando le encendió el cigarrillo, ella cubrió la llama con sus largos y fríos dedos. El toque sexual era tan obvio que él se sintió decepcionado, hasta que vio por sus ojos que se estaba riendo de él. Eran ojos tan expresivos que habrían hecho interesante a la más insípida de las chicas.
—Los hombres de Casos Especiales tienen por lo general mejores cigarrillos, se lo aseguro —dijo la joven mientras inhalaba con ansia—. ¿Se trata de una campaña para quitarme el empleo? Si me echan de aquí, simplemente conseguiré otro trabajo.
—No pertenezco a Casos Especiales ni a la KGB. Mire. —Arkady le mostró su credencial.
—Es diferente, pero no mucho —dijo ella devolviéndole la credencial—. ¿Qué quiere de mí el investigador principal Renko?
—Encontramos sus patines para hielo.
Le llevó un momento comprender lo que había oído.
—¡Mis patines! —Rió—. ¿De veras los encontraron? Los perdí hace meses.
—Los encontramos en una persona muerta.
—¡Bien! Se lo merece. Hay justicia, después de todo. Espero que hayan muerto congelados. Por favor, no lo tome a mal. ¿Sabe cuánto tardé en ahorrar para comprar esos patines? Mire mis botas, ande, mírelas.
Notó que sus botas rojas se estaban abriendo en la cremallera. De pronto, Irina Asanova se inclinó sobre su hombro y se quitó una bota. Tenía piernas largas, graciosas.
—Ni siquiera tienen plantilla. —Se frotó los desnudos dedos del pie—. ¿Vio al director de esta película? Me prometió un par de botas italianas forradas de piel si me acostaba con él. ¿Cree usted que debo hacerlo?
Parecía una pregunta seria.
—El invierno casi ha terminado —dijo él.
—Exactamente. —Irina volvió a ponerse la bota.
Lo que impresionaba a Arkady, aparte de sus piernas, era la forma en que actuaba, su aplomo, como si no le importara lo que hacía o decía.
—Muerto —comentó Irina—. Ya me siento mejor. Informé del robo de los patines, ¿sabe?, en la pista y a la milicia.
—En realidad, informó de la pérdida el 4 de febrero, aunque dijo haberlos extraviado el 31 de enero. ¿Tardó cuatro días en advertir que ya no los tenía?
—¿No es común darse cuenta de que se ha perdido algo cuando se lo quiere usar otra vez? ¿Incluso usted, investigador? Me llevó un poco de tiempo imaginar dónde los había perdido… luego corrí a la pista a ver si los encontraba. Pero era demasiado tarde.
—Tal vez, mientras tanto, ha recordado algo o a alguien que hubiera en la pista y que no haya mencionado a la milicia cuando informó del robo de los patines. ¿Tiene usted alguna idea de quién pudo haberse llevado sus patines?
—Sospecho —e hizo una pausa para acrecentar el efecto cómico— de todo el mundo.
—Yo también —dijo Arkady en tono serio.
—¡Vaya! ¡Tenemos algo en común! —dijo riendo de buena gana.
Pero cuando él empezó a reír con ella, lo interrumpió fríamente:
—Un investigador principal no viene a hablarme de patines —dijo—. Ya conté a la milicia todo lo que sabía. ¿Qué quiere?
—La chica que tenía puestos sus patines fue asesinada. Con ella hallaron otros dos cadáveres.
—¿Eso qué tiene que ver conmigo?
—Pensé que podría usted ayudar.
—Si están muertos, no puedo ayudarlos. Créame, no puedo hacer nada por usted. Yo estudié leyes. Si me va a arrestar, tiene que estar acompañado de un miliciano. ¿Me va a arrestar?
—No…
—Entonces, a menos que quiera que pierda mi empleo, se marchará. Aquí la gente les teme a ustedes, no quieren verlos por aquí. No regresará, ¿verdad?
Arkady estaba atónito por haberse dejado reprender por esa chica ridícula. Por otra parte, comprendía lo que le sucedía a los estudiantes expulsados de la universidad que se aferraban a cualquier empleo que pudieran conseguir para no perder el permiso de residencia en Moscú y ser devueltos a su hogar. Para ella, significaba volver a Siberia.
—No —accedió él.
—Gracias. —Su mirada solemne se volvió repentinamente práctica—. Antes de irse, ¿me puede regalar otro cigarrillo?
—Tome el paquete.
El personal de la filmación regresó al set. El actor del revólver estaba borracho y apuntó con el arma a Arkady. Irina Asanova le preguntó al verlo marcharse:
—A propósito, ¿qué le pareció la escena?
—Como de Chejov —contestó el interpelado sobre el hombro—, pero mala.
—Es Chejov —dijo ella— y apesta. No se pierde usted nada.
Cuando Arkady entró en la oficina del patólogo, Levin estudiaba un tablero de ajedrez.
—Le haré una síntesis histórica de nuestra Revolución —dijo Levin sin levantar la vista de las piezas negras y blancas—. Una vez que un hombre comete asesinatos, con el tiempo no le preocupa el robo y de éste pasa al lenguaje sucio y al ateísmo, y a continuación a abrir puertas sin haber golpeado antes. Mueven las negras.
—¿Le importa? —preguntó Arkady.
—Adelante.
Arkady quitó las piezas del centro del tablero y colocó allí tres peones negros, volcados.
—Son Belleza, Bestia y Rojo.
—¿Qué está haciendo? —Levin observó azorado su juego arruinado.
—Creo que pasó algo por alto.
—¿Cómo lo sabe?
—Permítame pasar revista al caso. Hay tres víctimas, todas muertas de un balazo en el pecho.
—Dos recibieron tiros en la cabeza también, así que ¿cómo sabe qué disparos fueron hechos primero?
—El asesino planeó con cuidado lo que iba a hacer —añadió Arkady—. Recoge los documentos de identificación, vacía los bolsillos de sus víctimas, mutila sus rostros y corta los pulpejos de los dedos para impedir la identificación. Sin embargo, corre el riesgo adicional de disparar dos balas más en la cara de los hombres.
—Para asegurarse de que están muertos.
—Sabe que están muertos. No, tenía que borrar otro punto de identificación en uno de los hombres.
—Quizá primero les disparó en la cabeza, luego en el corazón.
—Entonces, ¿por qué no hizo lo mismo con la chica? No, dispara en la cara de un hombre muerto y advierte que así denuncia sus motivos, de modo que para desorientar también le dispara al segundo muerto.
—Entonces, la pregunta es —dijo Levin poniéndose de pie—: ¿Por qué no hizo lo mismo con la joven?
—No lo sé.
—Y yo le digo como experto, cosa que usted no es, que una bala de ese calibre no desfiguraría tanto a un hombre como para no poderlo identificar. Además, ese carnicero ya les había arrancado la cara.
—Dígame, como experto, ¿qué daño causaron esas balas?
—Si los dos hombres ya estaban muertos —Levin se cruzó de brazos— ocasionarían, sobre todo, destrucción local. En la dentadura, cosa que ya hemos revisado.
Arkady guardó silencio. Levin sacó un cajón y extrajo de él las cajas marcadas como GP1 y GP2. La GP1 contenía dos incisivos casi enteros, que sacó.
—Buenos dientes —comentó Levin—. Podría cascar nueces con ellos.
A los dientes de la GP2 no les había ido tan bien. Un incisivo roto y restos de dientes y pólvora.
—La mayor parte de un diente se perdió en la nieve. Sin embargo, lo que analizamos reveló la presencia de esmalte, dentina, cemento, pulpa deshidratada, manchas de tabaco y rastros de plomo.
—¿Un relleno? —preguntó Arkady.
—Nueve gramos —dijo Levin empleando la palabra del argot para hablar de la bala—. ¿Satisfecho?
—Pertenecen a Rojo, el muchacho que se teñía el pelo, ¿no?
—¡Es GP2, por amor de Dios!
Rojo estaba en el piso bajo dentro de una fría caja metálica. Llevaron el cuerpo a la sala de autopsias. Arkady fumaba un cigarrillo.
—Déme fuego —le pidió Levin—. Creí que le desagradaba este trabajo.
El centro del maxilar superior era un agujero circundado por incisivos secundarios color castaño. Con un palillo, Levin arrancó fragmentos del maxilar que cayeron en una plaquita húmeda de vidrio. Una vez que la placa estuvo cubierta de material, Levin se dirigió a un microscopio colocado sobre una mesa de trabajo.
—¿Siempre sabe qué es lo que busca o tan sólo conjetura? —preguntó a Arkady.
—Conjeturo, pero siempre a partir de algo.
—Me pregunto qué significa eso. —El patólogo aplicó un ojo al microscopio mientras agitaba el hueso roto. Comenzó con un ocular de diez aumentos e hizo rotar las lentes objetivos. Arkady cogió una silla y se sentó dando la espalda al cadáver, mientras Levin iba sacando de la placa un granulo de hueso por vez.
—Envié a su oficina un informe que probablemente no ha visto aún —dijo Levin—. Los pulpejos de los dedos fueron cortados con cizallas. Hay canales claros opuestos en las heridas. El tejido facial no fue extirpado con escalpelo, pues las heridas no son tan finas… de hecho, hay grandes rasguños en el hueso. Yo diría que se usó un cuchillo grande, tal vez de caza, y extraordinariamente afilado. —En la placa había un polvo fino—. Mire lo que hay aquí.
Amplificado doscientas veces, el polvo mostraba marfil revuelto con madera color rosa.
—¿Qué es eso?
—Gutapercha. El diente se rompió como lo hizo porque estaba muerto y quebradizo. Tenía un tratamiento de conducto y en lugar de la raíz se insertó gutapercha.
—No sabía que se hacía eso.
—Aquí no se hace. Los dentistas de Europa no usan gutapercha. Sólo los norteamericanos. —Levin miró despectivamente la sonrisa de Arkady—. Tener suerte no es motivo de orgullo.
—No me siento orgulloso.
De regreso a Novokuznetskaya, y sin quitarse su abrigo, Arkady mecanografió lo siguiente:
Informe sobre los homicidios cometidos en el Parque Gorki.
El análisis patológico de la víctima GP2 revela la existencia de un alfiler de gutapercha en el canal de la raíz del incisivo superior medio derecho. El patólogo señala que esa técnica no es característica de la odontología soviética o europea. Es habitual en los Estados Unidos de América.
GP2 es también la víctima que se disfrazaba tiñendo de color castaño su cabello rojo.
Puso su firma y la hora, sacó el informe de la máquina, separó la copia de carbón y llevó el original a la oficina contigua, con tanta ternura como si se tratara de la conmutación de una sentencia. Iamskoy no estaba. Arkady puso el informe en el centro del escritorio del fiscal.
Cuando Pasha regresó por la tarde, el investigador estaba en mangas de camisa, hojeando una revista. El detective dejó la grabadora y se repantigó en una silla.
—¿Qué sucede? ¿Terminaste temprano?
—No he terminado, Pasha. Soy un globo, una burbuja que vuela hacia el cielo, un águila en las alturas, libre… en resumen: soy un hombre que ha eludido con éxito la responsabilidad.
—¿De qué hablas? Acabo de resolver el caso.
—Ya no existe ningún caso.
Arkady le habló entonces de los dientes del muerto.
—¿Era un espía americano?
—¿Qué importa, Pasha? Cualquier americano muerto nos servirá. Ahora, Pribluda tendrá que asumir la jurisdicción.
—¡Y el crédito!
—Nombremos un día en su honor. Este asunto debió haber sido suyo desde el principio. Una triple ejecución no es nuestro tipo de caso.
—Conozco a la KGB. Esos torturadores. Después de que nosotros hicimos todo el trabajo.
—¿Qué trabajo? No sabemos quiénes son las víctimas y mucho menos quién las mató.
—Su salario es el doble que el de los detectives, tienen sus tiendas especiales, sus elegantes clubes deportivos. —Pasha planteaba sus quejas—. ¿Me puedes decir en qué son mejores que yo y por qué yo nunca fui reclutado? ¿Hay algo malo en mí, sólo porque mi abuelo era un príncipe? No, tienes que pertenecer a una estirpe de diez generaciones de sudor y de mugre o hablar diez lenguas.
—Definitivamente, Pribluda te gana en eso del sudor y la mugre. Y no creo que hable más de un idioma.
—Yo hablaría francés o chino si tuviera la oportunidad —continuó Pasha.
—Hablas alemán.
—Todo el mundo habla alemán. No, la historia de mi vida es típica. Ellos se llevarán el crédito ahora que hemos descubierto que… que…
—Un diente.
—Hijo de puta —era la expresión nacional de la exasperación; no un insulto.
Arkady dejó a Pasha con sus lamentaciones y acudió a la oficina de Nikitin. El investigador en jefe para Ordenes Gubernamentales no estaba. Con una llave que tomó del escritorio de Nikitin, Arkady abrió un armario de madera que contenía un listín telefónico de la ciudad y cuatro botellas de vodka. Cogió sólo una.
—Así que preferirías ser un moquiento torturador que un buen detective —dijo a Pasha al regresar.
Inconsolable, el detective miraba el suelo. Arkady sirvió vodka en dos vasos.
—Bebe.
—¿Por quién? —murmuró Pasha.
—Por tu abuelo, el príncipe —propuso Arkady.
Pasha se sonrojó, desconcertado. Miró a través de la puerta abierta al pasillo.
—¡Por el zar! —agregó Arkady.
—¡Por favor! —Pasha cerró la puerta.
—Entonces, bebe.
Después de algunos tragos, Pasha no se sentía tan desolado. Brindaron por la habilidad forense del capitán Levin, por el triunfo inevitable de la justicia soviética y la apertura de las rutas marítimas a Vladivostok.
—Por el único hombre honrado de Moscú —sugirió Pasha.
—¿Quién es? —Arkady preguntó, esperando oír una broma.
—Tú —dijo Pasha, y bebió.
—En realidad… —Arkady miraba su vaso—, lo que hemos estado haciendo en los dos últimos días no ha sido muy honrado. —Al levantar la vista advirtió que el espíritu reanimado del detective empezaba a flaquear—. De todas maneras, dijiste que habías resuelto el caso. Dime cómo.
Pasha se encogió de hombros, pero Arkady insistió, porque sabía que el detective deseaba que lo hiciera. Un día entero hablando con las viejas «babushkas» merecía recompensa.
—Se me ocurrió —Pasha intentó dar un tono casual a sus palabras— que tal vez otra cosa además de la nieve había apagado el sonido de los disparos. Tras perder la mayor parte del día con las vendedoras de bocadillos, fui a hablar con la viejecita que pasa los discos por el sistema de amplificación de sonido para los patinadores del parque. Tiene un cuarto pequeño en el edificio situado en la entrada del Krimsky Val.
»—¿Pasa usted discos muy ruidosos?
»—Para patinar, sólo música lenta —dice.
»—¿Tiene un programa musical que pasa todos los días? —pregunto.
»—Los programas son para la televisión; yo sólo toco discos para patinar, discos suaves interpretados por un trabajador sencillo, los mismos que paso desde después de la guerra, cuando estuve con la artillería. Me gané mi empleo honestamente —dice—, por mi incapacidad.
»—Eso no me interesa —digo—. Sólo quiero saber en qué orden toca sus discos.
»—En el orden apropiado —contesta—. Comienzo con el primero de la pila y continúo con los siguientes, y cuando ya no quedan más discos, sé que ha llegado la hora de regresar a casa.
»—Enséñemelos —le digo.
»La anciana trae un montón de quince discos, numerados del uno al quince. Yo estaba pensando que los disparos se hicieron probablemente hacia el final del día, así que comencé a revisarlos desde atrás. El número quince, claro está, es del Lago de los cisnes. El número catorce, ¿quieres adivinar cuál es? Es la “Obertura 1812”. Cañones, campanas, una batahola. Finalmente sospecho algo. ¿Por qué tienen que estar numerados los discos? Me pongo el disco frente a la boca y le pregunto:
»—¿A qué volumen los pasa?
»Se limita a mirarme; no ha oído nada. La anciana es sorda, ésa es su incapacidad, y ésa es la persona que tienen para pasar discos en el Parque Gorki.