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Todas las noches deberían ser tan oscuras; todos los inviernos tan tibios; todos los faros tan deslumbrantes.

La camioneta chocó con un montículo de nieve, se estancó y se detuvo. El grupo de homicidios descendió del vehículo. Eran oficiales de la milicia, de brazos cortos y frentes estrechas, envueltos en gruesos abrigos forrados de piel de oveja. El que no llevaba uniforme era el investigador principal, un hombre delgado y pálido. Escuchó con benevolencia el relato del oficial que había encontrado los cadáveres en la nieve: al apartarse un poco del sendero del parque en medio de la noche para aliviarse, los vio, y así como estaba, medio desnudo, estuvo a punto de quedar congelado. El grupo siguió el haz de luz del reflector de la camioneta.

El investigador sospechó que los pobres diablos eran sólo unos bebedores de vodka que se habían congelado alegremente mientras bebían. El vodka equivalía a un impuesto líquido cuyo precio iba siempre en aumento. Se aceptaba que tres era el número apropiado para consumir una botella, tanto en términos de prudencia económica como de consecución del efecto deseado. Era un ejemplo perfecto de comunismo primitivo.

En el lado opuesto del claro aparecieron unas luces. Las sombras de los árboles barrieron la nieve y llegaron dos Volgas negros. Un escuadrón de agentes de la KGB en ropa de civil descendió de los vehículos, encabezado por un mayor rechoncho y vigoroso llamado Pribluda. Tanto los de la milicia como los agentes de la KGB golpeaban el suelo con los pies para calentarse, exhalando nubes de vapor. En sus gorras y cuellos centelleaban cristales de hielo.

La milicia —el brazo armado de la MVD— dirigía el tránsito, perseguía a los borrachos y recogía los cadáveres sin importancia. La Comisión para la Seguridad del Estado —la KGB— tenía a su cargo responsabilidades mayores, más sutiles, tales como combatir a los conspiradores extranjeros y domésticos, a los contrabandistas y a los descontentos, y aunque los agentes tenían uniformes, ellos preferían usar la anónima ropa civil. El mayor Pribluda estaba lleno de humor rudo y matinal, dispuesto a disminuir el antagonismo profesional que agriaba las relaciones cordiales entre la Milicia del Pueblo y la Comisión para la Seguridad del Estado. Fue todo sonrisas hasta que reconoció al investigador.

—¡Renko!

—El mismo.

Arkady Renko se dirigió inmediatamente hacia los cadáveres, dejando que Pribluda lo siguiera.

Las pisadas del miliciano que había encontrado los cadáveres se detenían a medio camino de los reveladores bultos que ocupaban el centro del claro. Un investigador principal hubiera debido fumar una buena marca de cigarrillos, pero Arkady encendió un Prima barato y se llenó la boca con el fuerte sabor: un hábito que tenía siempre que se enfrentaba con la muerte. Había tres cuerpos, como había dicho el miliciano. Yacían pacíficamente, hasta artísticamente, bajo la costra de hielo en disolución: el del centro sobre la espalda, con las manos plegadas como si se tratara de un funeral religioso; los otros dos boca abajo, con los brazos extendidos bajo el hielo como la marca de agua de un buen papel. Llevaban puestos patines para hielo. Pribluda apartó a Arkady.

—Una vez que me convenza de que no hay de por medio cuestiones de seguridad del Estado, podrá empezar usted —dijo.

—¿Seguridad? Mayor, son tres borrachos en un parque público…

El mayor ya estaba llamando a uno de sus agentes provisto de una cámara. Con cada destello, la nieve se ponía azul y los cadáveres parecían levitar. Era una cámara extranjera que revelaba las fotos casi al instante. Orgullosamente, el fotógrafo mostró una foto a Arkady. La imagen de los cuerpos se perdía en el reflejo del flash sobre la nieve.

—¿Qué opina?

—Muy veloz. —Arkady le devolvió la foto.

La nieve que rodeaba los cadáveres estaba siendo pisoteada. Exasperado, fumó, pasando los largos dedos por entre el negro cabello lacio. Advirtió que ni al mayor ni a su fotógrafo se les había ocurrido ponerse botas. Tal vez los pies mojados los obligaran a irse. En cuanto a los cadáveres, esperaba encontrar una o dos botellas de licor vacías, cerca, bajo la nieve. Detrás de él, más allá del monasterio Donskoy, la noche desaparecía. Vio a Levin, el patólogo de la milicia, que observaba despreciativamente la escena desde la orilla del claro.

—Parece que los cadáveres han estado aquí mucho tiempo —comentó Arkady—. Dentro de media hora nuestros especialistas podrán sacarlos y examinarlos a la luz del día.

—Algún día usted yacerá así —dijo Pribluda, señalando el cadáver más cercano.

Arkady no estaba seguro de haber oído bien. En el aire relucían trocitos de hielo. Decidió que no podía haber dicho eso. El rostro de Pribluda entraba y salía del haz de luz de los faros como una carta a medias asomando de una manga. Los ojos eran pequeños y oscuros como pepitas. De pronto se quitó los guantes.

—No vinimos a que nos enseñara a trabajar —dijo Pribluda, agachándose sobre los cuerpos y rascando como los perros, arrojando nieve a diestra y siniestra.

Un hombre cree que la muerte ya no lo impresiona; ha visto cocinas cubiertas de sangre del suelo al techo; es un experto; sabe que en el verano la gente parece dispuesta a derramar sangre; incluso prefiere los cadáveres del invierno. Entonces surge de la nieve una nueva máscara de muerte. El investigador principal nunca había visto antes una cabeza semejante; pensó que jamás la olvidaría. Aún no sabía que se trataba del momento más importante de su vida.

—Asesinato —dijo Arkady.

Pribluda permaneció impávido. Quitaba la nieve de la cabeza de los otros muertos. Estaban igual que la del primero. Entonces se puso a horcajadas sobre el cadáver del medio y golpeó su abrigo congelado hasta que se resquebrajó y pudo abrirlo; luego hizo lo mismo con la ropa que había debajo.

—No importa —rió—. Todavía se ve que es una mujer.

—Le dispararon —dijo Arkady. Entre los senos, que tenían una blancura mortal, incluyendo los pezones, había una negra herida—. Está destruyendo evidencias, mayor.

Pribluda abrió de la misma manera los abrigos de los otros dos cadáveres.

—¡A tiros, todos muertos a tiros! —exclamó, exultante como un ladrón de tumbas.

El fotógrafo de Pribluda iluminaba con los destellos de su cámara las manos del mayor que levantaban un mechón de pelo y extraían una bala de una boca. Arkady observó que además de la mutilación de la cabeza, a las tres víctimas les faltaba también la última porción de sus dedos, sus huellas digitales.

También les atravesaron el cráneo —dijo Pribluda lavándose las manos en la nieve—. Tres cadáveres, es un número de suerte, investigador. Ahora que hice el trabajo sucio por usted, estamos a mano. Basta —ordenó al fotógrafo—, nos vamos.

—Usted siempre hace el trabajo sucio, mayor —dijo Arkady cuando se hubo ido el fotógrafo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Tres personas muertas a tiros y mutiladas en la nieve? Ése es su tipo de trabajo, mayor. No quiere que yo investigue esto. ¿Quién sabe adonde podría conducirme?

—¿Adonde podría conducir?

—Las cosas se nos escapan de las manos, mayor. ¿Recuerda? ¿Por qué no se hace cargo de la investigación ahora, usted y sus hombres, así nosotros nos vamos a casa?

—No veo pruebas de que se trate de un crimen contra el Estado. De modo que tiene un caso un poco más complicado de lo habitual, eso es todo.

—Complicado por alguien que ha destruido las pruebas.

—Enviaré a su oficina mi informe y las fotografías —con cuidado, Pribluda se ponía los guantes—, de modo que se beneficiará de mi trabajo. —Elevó la voz de manera que quienes estaban alrededor del claro pudieran oírlo—. Desde luego, si descubre cualquier cosa relacionada con un posible delito concerniente a la Comisión para la Seguridad del Estado, hará que el fiscal me informe de inmediato. ¿Entendido, investigador Renko? Ya sea que pasen un año o diez, en el momento en que sepa algo, llame.

—Lo entiendo perfectamente —contestó Arkady con igual volumen de voz—. Cuenta con nuestra absoluta cooperación.

Hienas, cuervos, moscardas, gusanos, pensó el investigador mientras miraba alejarse del claro los automóviles de Pribluda. Criaturas de la noche. El amanecer se aproximaba; casi podía sentir acelerarse la rotación de la tierra hacia el sol naciente. Encendió otro cigarrillo para quitarse de la boca el sabor de Pribluda. Era un hábito sucio, como la bebida, otra industria del Estado. Todo era industria del Estado, incluyéndolo a él. Hasta las flores de la nieve empezaban a mostrarse a la menor insinuación de la mañana. En la orilla del claro, los milicianos seguían indecisos. Habían visto esas máscaras surgiendo de la nieve.

—El caso es nuestro —anunció Arkady a sus hombres—. ¿No creen que debemos hacer algo al respecto?

Finalmente consiguió que acordonaran el área y que el sargento pidiera por radio desde el camión más hombres, palas y detectores de metal. Pensó que cierto simulacro de organización nunca dejaba de reanimar a las tropas.

—De modo que…

—Seguimos adelante, sargento. Hasta nuevo aviso.

—Bonita mañana —dijo Levin sarcásticamente.

El patólogo era el miembro de más edad del grupo, una caricatura de judío disfrazado de capitán de la milicia. No simpatizaba con Tanya, la especialista in situ del grupo, quien no podía apartar sus ojos de los rostros sin vida. Arkady se la llevó aparte para sugerirle que empezara con un bosquejo del claro, y que luego tratara de esbozar la posición de los cuerpos.

—¿Antes o después de que fueran asaltados por el bueno del mayor? —preguntó Levin.

—Antes —contestó Arkady—. Como si el mayor no hubiera estado aquí.

El biólogo del grupo, un médico, empezó a buscar muestras de sangre en la nieve que rodeaba a los cadáveres. Arkady pensó que iba a ser un día precioso. En la ribera distante, al otro lado del río Moscova, vio el primer rayo de luz reflejado en los edificios del Ministerio de la Defensa, único momento del día en que esas interminables paredes grises tomaban una apariencia de vida. En torno al claro, los árboles se perfilaban en el amanecer como ciervos cautelosos. Las flores de la nieve empezaban a verse rojas y azules, brillantes como lazos. Era un día en el que el invierno parecía dispuesto a empezar a desaparecer.

—¡Mierda! —comentó mirando otra vez los cadáveres.

El fotógrafo del grupo preguntó si la KGB no había tomado ya fotos.

—Sí, y eran buenas para guardarlas como recuerdos, estoy seguro —dijo Arkady—, pero no para el trabajo policíaco.

Halagado, el fotógrafo rió.

«Bravo —pensó Arkady—, sigue riendo».

Un detective de civil de nombre Pasha Pavlovich se presentó en el automóvil del investigador, un Moskvich de cinco años, no un esbelto Volga como el de Pribluda. Pasha era medio tártaro, un musculoso romántico que lucía un elevado copete oscuro.

—Son tres cadáveres, dos hombres y una mujer. —Arkady se metió en el vehículo—. Congelados. Desde hace una semana, tal vez un mes, cinco meses. No se les encontraron documentos de identificación ni efectos personales, nada. Todos recibieron un balazo en el corazón, y dos fueron heridos también en la cabeza. Ve a dar un vistazo a sus rostros.

Arkady esperó en el automóvil. Era difícil creer que el invierno hubiera terminado a mediados de abril; por lo general, insistía con obstinación hasta junio. Hubiera podido ocultar un poco más esos horrores. De no haber sido por el deshielo del día anterior, la vejiga llena de un miliciano y la forma en que la luna iluminaba la nieve, Arkady estaría en cama, durmiendo. Pasha regresó furioso.

—¿Qué clase de loco pudo hacer eso? —dijo.

Arkady le hizo señas de que se metiera en el vehículo.

—Pribluda estuvo aquí —dijo una vez que Pasha hubo entrado.

Observó el sutil cambio que sus palabras produjeron en el semblante del detective, el pequeño encogimiento, el vistazo al claro y otra vez a Arkady. Las tres almas muertas de ahí fuera no constituían tanto un crimen terrible como un problema molesto. O ambas cosas, porque Pasha era uno de los buenos y ya parecía más conmovido que cualquiera de los otros.

—No es el tipo de caso que nos corresponde —agregó Arkady—. Trabajaremos un poco y luego nos lo quitarán, no te preocupes.

—Pero sucedió en el Parque Gorki. —Pasha estaba molesto.

—Es muy extraño. Concrétate a hacer lo que te diga y no tendremos problemas. Ve a la estación de milicia del parque y consigue algunos mapas de las pistas de patinaje. Consigue listas de todos los milicianos y vendedores de alimentos que trabajaron en esta parte del parque este invierno, también de cualquier voluntario de orden público que pudiera haber andado husmeando por aquí. Lo importante es hacer mucho teatro. —Arkady descendió del automóvil y preguntó por la ventanilla—: A propósito, ¿se me ha asignado otro detective?

—A Fet.

—No lo conozco.

Pasha escupió en la nieve y dijo:

—Había un pajarito que repetía todo lo que oía…

—Está bien.

Era probable que en este tipo de casos hubiera un informante. El investigador no sólo aceptaba este hecho, sino que le agradaba.

—Pronto saldremos de este lío con la cooperación de todos.

Después de la partida de Pasha, llegaron dos camiones con reclutas de la milicia y palas. Tanya hizo que se cuadriculara el claro de modo que se pudiera quitar la nieve metro por metro sin perder de vista el sitio donde se encontraban las pruebas, pese a que Arkady no esperaba hallar ninguna después de tanto tiempo. Su meta era guardar las apariencias. Si se representaba una farsa lo suficientemente grande, quizá Pribluda telefoneara antes de que terminara el día. De cualquier modo, la actividad animaba a los milicianos. Eran básicamente agentes de tráfico y estaban contentos aun si el tráfico consistía en ellos mismos. De lo contrario, generalmente no eran felices. La milicia reclutaba muchachos campesinos de entre las filas del Ejército, atrayéndolos con la increíble promesa de vivir en Moscú, lugar de residencia negado aun a los científicos nucleares. ¡Era algo estupendo! Como resultado de esta política, los moscovitas consideraban a los milicianos como una especie de ejército ocupante compuesto de bravucones y pendencieros. Por su parte, los milicianos veían a sus conciudadanos como gente decadente y depravada y probablemente judía. Con todo, ninguno regresaba nunca a la granja.

Para entonces el sol estaba bastante alto, vivo, no como el disco fantasmal que había perseguido al invierno. Los reclutas holgazaneaban bajo el cálido aliento del viento, apartando la vista del centro del claro.

¿Por qué escogieron el Parque Gorki? La ciudad contaba con parques más grandes donde dejar cadáveres: Izmailovo, Dzerzhinsky, Sokolniki. El Parque Gorki tenía sólo dos kilómetros de largo y menos de un kilómetro en su punto más ancho. Sin embargo, era el primer parque de la Revolución, el parque favorito. Hacia el sur, su extremo angosto llegaba casi hasta la universidad; hacia el norte, sólo una curva del río impedía tener una vista del Kremlin. Era el sitio al que todos acudían: los empleados de oficina, a comer su almuerzo; las abuelas, a pasear a los bebés; los novios, para verse. Había una noria, fuentes, teatros infantiles, caminillos y pabellones ocultos en el terreno. En invierno había cuatro campos y pistas de patinaje.

Llegó el detective Fet. Era casi tan joven como los reclutas, con anteojos de armazón de acero y ojos azules y saltones.

—Encarguese de la nieve —dijo Arkady señalando los montículos—. Fúndala y regístrela.

—¿En qué laboratorio desea el investigador que se lleve a cabo este proceso? —inquirió Fet.

—Oh, creo que bastará con un poco de agua caliente aplicada en el lugar donde están.

Como estas palabras podían no parecer suficientemente impresionantes, Arkady agregó:

—No quiero que quede ni un copo sin revisar.

Arkady cogió el automóvil de Fet, un coche de la milicia de color amarillo y rojo, y cruzó el puente Krimsky en dirección al lado norte de la ciudad. El río congelado se quejaba, listo para romperse. Eran las nueve de la mañana. No habían pasado dos horas desde que lo habían levantado de la cama. No había desayunado. Sólo cigarrillos. Al salir del puente, agitó su credencial roja ante el miliciano que dirigía el tránsito y aceleró entre los vehículos detenidos. Un privilegio de su rango.

Arkady se hacía pocas ilusiones acerca de su trabajo. Era investigador a cargo de homicidios, un especialista en asesinatos en un país que tenía poco crimen bien organizado y ningún talento para sutilezas. La víctima habitual del ruso ordinario era la mujer con quien dormía, y eso cuando estaba borracho y la golpeaba en la cabeza con un hacha, probablemente diez veces para asegurarse. Para decirlo en pocas palabras: los criminales que arrestaba Arkady eran en primer lugar borrachos y en segundo lugar asesinos, y resultaban más eficaces como borrachos que como asesinos. La experiencia le había enseñado que había pocas situaciones más peligrosas que la de ser amiga de un borracho o estar casada con él, y todo el país estaba borracho la mitad del tiempo.

De las alcantarillas pendían carámbanos mojados. El coche del investigador ponía en fuga a los transeúntes. Pero era mejor que dos días antes, cuando los coches y la gente eran sombras que tropezaban en medio de una nube de vapor. Rodeó el Kremlin siguiendo la perspectiva Marx y subió por la calle Petrovka, recorriendo las tres manzanas hasta el edificio amarillo de seis pisos que era el cuartel general de la milicia de Moscú, donde estacionó el vehículo en el garaje del sótano para luego subir en el ascensor hasta la tercera planta.

La sala de operaciones de la milicia era descrita generalmente por los periódicos como «el centro mismo de la inteligencia moscovita, listo para responder en pocos segundos a los informes sobre accidentes o crímenes en la ciudad más segura del mundo». Una de las paredes era un enorme mapa de Moscú dividido en treinta y dos distritos y cuajado de luces que representaban los ciento treinta y cinco cuartelillos. Hileras de interruptores de radio rodeaban una sección de comunicaciones donde los oficiales se ponían al habla con los patrulleros («Aquí Volga llamando al cincuenta y nueve») o con los cuartelillos, en clave («Aquí Volga llamando a Omsk»). No había en Moscú otra sala tan ordenada y apacible, tan bien planeada. La creación de la electrónica y de un elaborado proceso de selección. Había cuotas. Se esperaba que un miliciano en servicio informara oficialmente sólo de un determinado número de delitos; de lo contrario, pondría a sus colegas en la ridícula posición de no poder informar de ningún crimen. (Todo el mundo aceptaba que tenía que haber algún crimen). Entonces todos los cuartelillos, uno por otro, acomodaban las estadísticas para lograr la apropiada producción de homicidios, asaltos y violaciones. Era un sistema de gran eficacia optimista que exigía tranquilidad y la obtenía. En el gran mapa, sólo parpadeaba la luz de un cuartelillo, indicando que en la ciudad capital de siete millones de habitantes sólo se había informado de un acto de violencia en veinticuatro horas. La luz pertenecía al Parque Gorki. En el centro de la sala de operaciones, el general comisionado de la milicia —un hombre fornido, de cara chata con numerosas condecoraciones doradas en su uniforme gris— contemplaba esa luz. Lo acompañaba un par de coroneles, vicecomisionados. Con sus ropas de civil, Arkady parecía sucio.

—Camarada general, el investigador principal Renko informa —dijo Arkady, según el ritual.

¿Se habría afeitado?, se preguntó. Logró resistir la tentación de pasarse la mano por el mentón.

El general hizo un movimiento afirmativo apenas perceptible. Un coronel intervino:

—El general sabe que usted es especialista en homicidios. Él es partidario de la especialización y la modernización.

—El general quiere conocer cuál es su opinión inicial acerca de este asunto —dijo el otro coronel—. ¿Qué posibilidades hay de que el caso sea aclarado pronto?

—Contando como contamos con la mejor milicia del mundo y con el apoyo del pueblo, confío en que conseguiremos identificar y aprehender a los culpables —contestó Arkady con vehemencia.

—Entonces —preguntó el primer coronel—, ¿por qué ni siquiera se ha enviado un boletín a todos los cuartelillos requiriendo información acerca de las víctimas?

—Los cadáveres no tenían documentos, y como estaban congelados es difícil determinar cuándo se produjo la muerte. Además están mutilados. No habrá identificación de tipo ordinario.

Después de echar una mirada al general, el otro coronel preguntó:

—¿Se presentó en el teatro de los hechos un representante de la seguridad del Estado?

—Sí.

Finalmente, el general habló:

—En el Parque Gorki. Eso no lo comprendo.

En la comisaría, Arkady desayunó un bollo y café. Luego depositó dos kopeks en un teléfono público y llamó:

—¿Está la camarada maestra Renko?

—La camarada Renko está ocupada en una conferencia con una comisión de distrito del partido.

—Íbamos a comer juntos. Dígale a la camarada Renko… dígale que su esposo la verá esta noche.

Durante la hora siguiente revisó los antecedentes del joven detective Fet, asegurándose de que sólo había trabajado en casos de interés especial para la KGB. Arkady se retiró del cuartel general cruzando el patio que daba a la calle Petrovka. Los oficinistas de la milicia y las mujeres que regresaban de largas expediciones de compras se abrían paso entre las limusinas que llenaban el sendero circular. Saludó agitando la mano al guardia de la entrada y se dirigió a los laboratorios forenses.

Al llegar a la puerta de la sala de autopsias, Arkady se detuvo a encender un cigarrillo.

—¿Vas a vomitar? —dijo Levin, levantando la vista al escuchar el chasquido de la cerilla.

—No, si eso interfiere con tu trabajo. Recuerda que yo no percibo salario extra como algunas personas. —Arkady señalaba así a Levin que los patólogos recibían un 25 por ciento más que los médicos comunes, que trabajaban con los vivos. Era una «compensación por riesgo», porque nada contenía tanta peligrosa flora tóxica viva como un cadáver.

—Siempre hay riesgo de contraer una infección —dijo Levin—. Basta un rasguño con el bisturí.

—Los cuerpos están congelados. Lo único que te pueden ocasionar es un resfriado. Además, tú nunca te equivocas. Para ti, la muerte es un beneficio. —Arkady inhaló hasta que su nariz y sus pulmones estuvieron llenos de humo.

Ya preparado, entró a una atmósfera de formaldehído. Las tres víctimas pudieron tener personalidades muy diferentes. Como cadáveres, eran únicamente tres objetos iguales. Estaban blancos como albinos, con un rastro de lividez alrededor de las nalgas y los hombros, la piel como de gallina, un agujero sobre el corazón, los dedos sin yemas y la cabeza sin cara. Desde la línea del cuero cabelludo hasta el mentón y de oreja a oreja, se había levantado toda la carne, dejando sólo máscaras de hueso y sangre negra. También les habían sacado los ojos. Así era como habían sido sacados de la nieve. El ayudante de Levin, un uzbeko resfriado, agregaba nuevos detalles al cortar la cavidad del pecho con una sierra giratoria. A menudo el uzbeko dejaba a un lado la sierra para calentarse las manos. Un cadáver de buen tamaño podía permanecer helado durante una semana.

—¿Cómo es que puedes aclarar asesinatos si no eres capaz de soportar la visión de la gente muerta? —preguntó Levin a Arkady.

—Arresto a gente viva.

—¿Eso es algo de lo que se puede estar orgulloso? Arkady cogió de las mesas los informes preliminares y leyó:

Varón. Tipo europeo. Cabello castaño. Ojos desconocidos. Edad aproximada: 20 a 25 años. Momento de la muerte: de 2 semanas a 6 meses. Congelado antes de que pudiera producirse alguna descomposición significativa. Causa de la muerte: heridas de arma de fuego. Los tejidos faciales blandos y las terceras falanges de cada mano faltan debido a mutilación. Hay dos posibles heridas fatales. La herida «A», disparada a quemarropa en la boca fracturó el maxilar superior, con un recorrido en ángulo de 45 grados a través del cerebro y orificio de salida alto, en la parte posterior del cráneo. La herida «B», causada por un disparo hecho 2 centímetros a la izquierda del esternón, en el corazón, que destrozó la aorta. La bala, marcada GP1-B fue recobrada en la cavidad del pecho.

Varón. Tipo europeo. Cabello castaño. Ojos desconocidos. Edad aproximada: 20 a 30 años. Momento de la muerte: aproximadamente de 2 semanas a 6 meses. Los tejidos faciales blandos y las terceras falanges faltan por mutilación. Dos posibles heridas fatales. La herida «A», causada por un balazo en la boca, que fracturó el maxilar superior y rompió los incisivos; la bala atravesó el cerebro en ángulo desviado y pegó por dentro de la parte posterior del cráneo, 5 centímetros sobre la cavidad meníngea. La bala marcada GP2-A fue recobrada en la cavidad craneana. (La GP2-A era el proyectil extraído por Pribluda). La segunda herida está a 3 centímetros a la izquierda del esternón y atraviesa la región del corazón. La bala marcada GP2-B fue recobrada en el interior del omóplato izquierdo.

Hembra. Tipo europeo. Cabello castaño. Ojos desconocidos. Edad aproximada: 20 a 23 años. Momento de la muerte: aproximadamente de 2 semanas a 6 meses. Causa de la muerte: herida de bala a 3 centímetros a la izquierda del esternón, que penetró en el corazón, rompiendo el ventrículo derecho y la vena cava superior, y saliendo por la espalda entre la tercera y cuarta costillas, 2 centímetros a la izquierda de la espina dorsal. La cabeza y las manos mutiladas al igual que en los varones GP1 y GP2. La bala marcada GP3 fue hallada dentro del vestido junto al orificio de salida. No hay indicios de embarazo.

Arkady se apoyó contra la pared, fumando hasta sentirse casi mareado, concentrando su atención en los papeles que tenía en la mano.

—¿Cómo determinaste las edades? —inquirió.

—Por la falta de desgaste de los dientes.

—Entonces, hiciste una ficha dental.

—La hice, pero no servirá de mucho. El segundo varón tiene una placa molar postiza —dijo Levin encogiéndose de hombros.

El uzbeko le alcanzó las fichas odontológicas junto con una caja que contenía los incisivos rotos, con anotaciones que coincidían con las de los informes balísticos.

—Falta uno —dijo Arkady luego de contar los dientes.

—Quedó pulverizado. Lo que quedó de él está en otro recipiente. Pero si te molestaras en mirar, verías que hay detalles interesantes que no figuran en los informes preliminares.

Notó entonces las paredes grises, las manchas alrededor de los desagües del suelo, las molestas luces fluorescentes, carne blanca y vello púbico. La habilidad del investigador consistía en ver sin ver, pero había tres muertos. Míranos, dijeron las máscaras, ¿quién nos mató?

—Como ves —dijo Levin—, el primer hombre muestra una pesada estructura ósea con una musculatura bien desarrollada. El segundo tiene un físico endeble y una vieja fractura múltiple en la espinilla izquierda. Y lo más interesante —y Levin sacó un mechón de cabello— es que el segundo varón se teñía el pelo. Su color natural era rojo. Todo quedará incluido en el informe completo.

—Lo estaré esperando —dijo Arkady, y se marchó.

Levin lo alcanzó en el ascensor y se metió en el coche con Arkady. Había sido un famoso cirujano de Moscú hasta que Stalin decidió sacarse de encima a los médicos judíos. Reprimía sus emociones como si fueran oro. En él, una expresión de simpatía estaba fuera de lugar; era un tic.

—Tiene que haber otro investigador a cargo —le dijo a Arkady—. Cualquier otro. Quien cortó esas caras y manos sabía lo que hacía. Lo ha hecho antes. Es una repetición del caso del río Kliazma.

—Si no te equivocas, el mayor se hará cargo del caso mañana. Esta vez no dejarán que se les vaya de las manos, eso es todo. ¿Por qué estás tan preocupado?

—¿Por qué no lo estás tú? —Levin abrió la portezuela. Antes de cerrarla, repitió—: Otra vez el caso del río Kliazma.

La mayor parte del cuarto de balística estaba ocupado por un tanque de agua de cuatro metros de largo. Arkady dejó las balas y se dirigió al Laboratorio Forense Central, un salón con piso de parqué, mesas con cubierta de mármol, pizarras verdes y ceniceros de pie, sostenidos por ninfas de plomo. Había mesas separadas para las ropas de cada una de las víctimas, y equipos distintos trabajaban con los despojos mojados. Un coronel de la milicia, de cabello lacio y manos regordetas, llamado Lyudin, estaba al cargo.

—No hemos hallado gran cosa, salvo sangre —comentó Lyudin.

Otros técnicos levantaron la vista cuando entró el investigador. Uno de los hombres de Lyudin limpiaba los bolsillos con una aspiradora; otro quitaba el hielo de los patines. Detrás de ellos había una farmacopea colorida como dulces en frascos de cristal: reactivos, cristales de yodo, soluciones de nitrato de plata, gelatinas de agar.

—¿Qué me dicen sobre el origen de la ropa? —preguntó Arkady.

Deseaba ver mercancía extranjera de calidad, indicios de que el trío de muertos era de criminales involucrados en la clase de contrabando de mercado negro que tendría que investigar la KGB.

—Mire. —Lyudin señaló a Arkady la etiqueta de una de las chaquetas. Ponía «jeans»—. Manufactura doméstica. Basura que se puede comprar en cualquier tienda de aquí. Mire el sostén. —E indicó otra mesa—. No es francés, ni siquiera alemán.

Arkady observó que Lyudin llevaba puesta una corbata ancha pintada a mano, debajo de su bata. Lo observó porque el público en general no tenía acceso a las corbatas anchas. El coronel estaba complacido ante la frustración de Arkady relacionada con las ropas de las víctimas; la importancia de los técnicos forenses aumentaba en proporción directa a la frustración de un investigador.

—Naturalmente, todavía tenemos que utilizar la cromatografía de gas, el espectrómetro, el muestreo con activación neutrónica, pero esa clase de pruebas es muy costosa para tres juegos separados de ropas. —Lyudin levantó las manos, desconsolado—. Y eso sin mencionar el tiempo de uso de la computadora.

Una actuación espectacular, se dijo Arkady.

—Para servir a la justicia no hay que reparar en gastos —dijo.

—Es cierto, pero si tuviera una autorización firmada para llevar a cabo toda una serie de pruebas…, ¿comprende?

Arkady acabó por firmar una autorización en blanco. El coronel Lyudin la llenaría con pruebas innecesarias que no llevaría a cabo y luego vendería en privado las sustancias químicas no utilizadas. Sin embargo, era un técnico experto. Arkady no tenía derecho a quejarse.

Cuando Arkady regresó, el técnico de la sala de balística pasaba balas por un microscopio comparativo.

—¿Ve?

Arkady se inclinó sobre el instrumento. Una bala de las halladas en el Parque Gorky estaba bajo el ocular izquierdo; otra, bajo el derecho; los dos campos de visión se unían. Un proyectil estaba muy dañado por su tránsito a través del hueso, pero ambos tenían el mismo rayado inverso y al hacerlos girar Arkady advirtió una docena de puntos similares en planos y canales.

—La misma arma.

—Todos salieron de la misma arma —convino el técnico—. Los cinco. No estoy familiarizado con el calibre 7,65.

Arkady sólo había llevado cuatro balas que le dio Levin. Quitó los proyectiles de debajo del microscopio. La que tenía en la mano derecha no tenía etiqueta.

—Esta bala la acaban de traer del parque —dijo el técnico—. La encontraron con los detectores de metal.

Tres personas asesinadas al aire libre mediante disparos hechos de frente, a quemarropa, con una sola arma. Muertas a tiros y mutiladas.

Pribluda. El río Kliazma.

La oficina del fiscal de la ciudad de Moscú estaba al sur del río, sobre la calle Novokuznetskaya, en un sector de tiendas decimonónicas. El edificio de oficinas estaba dividido por la mitad: un lado amarillo de dos pisos y un lado gris de tres pisos. Los investigadores del sector amarillo contemplaban un triste y pequeño parque donde los ciudadanos llamados para ser interrogados podían sentarse y desesperar. Había un cuadro de flores del tamaño de una tumba y macetas vacías. Del otro lado del edificio, el más grande, el fiscal contemplaba un campo de juego.

Arkady entró por la puerta de los investigadores y subió los peldaños de la escalera de dos en dos hasta el segundo piso. Los investigadores principales, Chuchin (Casos Especiales) y Belov (Industria), estaban en el pasillo.

—Iamskoy quiere verte —le advirtió Chuchin.

Arkady lo ignoró y siguió hasta su oficina, en la parte trasera. Belov lo siguió. Belov era el investigador más antiguo y sentía lo que llamaba «un afecto inconmovible» por Arkady. La oficina tenía una superficie de tres metros por cuatro, las paredes marrones rodeaban el mobiliario de pino y había una ventana de dos hojas, adornada con mapas de calles y rutas de transporte y una fotografía inusitada de Lenin sentado en una silla de jardín.

—Eres duro con Chuchin —dijo Belov.

—Es un cerdo.

—Realiza un trabajo necesario. —Belov se rascó el escaso cabello corto—. Todos nos especializamos.

—Nunca dije que los cerdos no fueran necesarios.

—A eso me refiero. Trata con la basura social.

Vsevolod Belov, el de los innumerables trajes deformes. Una mentalidad marcada por la Gran Guerra Patriótica como una pared estriada por disparos de ametralladora. Dedos espatulados por la edad. Era bondadoso y un reaccionario instintivo. Cuando Belov murmuraba acerca de los «bandidos chinos», Arkady sabía que había movilización en la frontera. Cuando Belov mencionaba a los «semitas», cerraban las sinagogas. Cuando Arkady tenía dudas acerca de algún asunto social, podía acudir a Belov.

—Tío Seva, ¿quién se tiñe el pelo y usa una chaqueta deportiva con una falsa etiqueta extranjera?

—Mala suerte —se condolió Belov—. Eso suena a músicos o gamberros. Rock punk. Jazz. Cosas de ese tipo. No obtendrás nada de ellos.

—Asombroso. Entonces opinas que son gamberros.

—Siendo inteligente como eres, tu opinión valdrá más. Pero sí, eso de teñirse el cabello y usar etiquetas falsas indica gamberros o alguien con marcadas tendencias musicales o delictivas.

—Tres de ellos muertos con la misma arma. Rebanados con un cuchillo. Ningún documento y con Pribluda olisqueando los cadáveres. ¿Te recuerda algo?

Belov bajó la cabeza y su rostro se arrugó como un abanico.

—Las diferencias personales entre los órganos de la justicia no deberían interferir con el trabajo principal —dijo—. ¿Te acuerdas?

—Me parece —Belov arrastraba las palabras— que en el caso de los gamberros hubo de por medio una guerra de pandillas.

—¿Qué guerra de pandillas? ¿Has oído hablar de ese tipo de guerra en Moscú? En Siberia o Armenia, quizá, pero ¿aquí?

—Lo que sé —insistió Belov— es que un investigador que evita las especulaciones y se atiene a los hechos, nunca se desorienta.

Arkady apoyó las manos abiertas sobre su escritorio y sonrió.

—Gracias, tío —dijo—. Sabes que aprecio tu opinión.

—Así es mejor.

El alivio condujo a Belov a la puerta.

—¿Has hablado con tu padre últimamente? —preguntó.

—No. —Arkady colocó los informes preliminares de la autopsia sobre su escritorio y acercó su máquina de escribir.

—Salúdalo de mi parte cuando lo veas. No lo olvides.

—No lo olvidaré.

Al quedarse solo, Arkady escribió su informe preliminar de la investigación:

Oficina del fiscal de la ciudad de Moscú, Moscú, RSFSR.

Crimen: Homicidio. Víctimas: 2 hombres no identificados; 1 mujer no identificada. Ubicación: Parque cultural y recreativo Gorki, región de Octobryskaya. Parte informante: Milicia.

A las 6.30, un miliciano que hacía su ronda por el extremo suroeste del Parque Gorki encontró lo que parecían ser tres cadáveres en un claro, aproximadamente a 40 metros al norte del sendero paralelo a la calle Donskoy y el río. A las 7.30, oficiales de la milicia, oficiales de la seguridad del Estado y este investigador examinaron tres cadáveres congelados. A causa del estado de congelación, ahora sólo es posible especificar que las víctimas fueron muertas en algún momento de este invierno. Los tres recibieron balazos en la cabeza.

Las cinco balas recuperadas procedían de la misma arma de calibre 7,65 mm. No se recuperaron cartuchos.

Todas las víctimas llevaban patines de hielo. En sus ropas no se encontraron papeles, dinero suelto u otros objetos. Estorbará la identificación la mutilación que eliminó la carne de la cara y las puntas de los dedos. Se preparan informes de serología, odontología, balística, cromatografía, autopsia y otros exámenes en el sitio, y se ha iniciado una búsqueda de personas que puedan haber conocido a las víctimas.

Puede suponerse que se trata de un crimen premeditado. Tres personas fueron muertas con rapidez con una sola arma, se recogieron todos los efectos personales en medio del parque más concurrido de la ciudad y se tomaron medidas extremadas para impedir la identificación física.

Nota: Uno de los hombres muertos se teñía el cabello y otro portaba una chaqueta con una falsa etiqueta extranjera, posibles indicaciones de actividad antisocial.

Renko, A. V.

Investigador principal.

Mientras Arkady leía este superficial informe inicial, los detectives Pavlovich y Fet llamaron a la puerta y entraron. Pasha llevaba un portafolios.

—Regresaré en un minuto. —Arkady se puso de nuevo su chaqueta—. Ya sabes qué hacer, Pasha.

Arkady tenía que bajar a la calle para entrar por el lado del edificio correspondiente al fiscal. Un fiscal era un funcionario dotado de autoridad extraordinaria. Supervisaba todas las investigaciones criminales, representando tanto al Estado como al acusado. El fiscal tenía que aprobar los arrestos, revisar las sentencias de los tribunales y sólo él podía iniciar las apelaciones. Un fiscal daba entrada a las demandas civiles como le placía, determinaba la legalidad de las directivas del gobierno local y, al mismo tiempo, decidía en las demandas y contrademandas por millones de rublos, cuando una fábrica entregaba tuercas en vez de pernos a otra fábrica. Por grande o pequeño que fuera el caso, criminales, jueces, alcaldes y gerentes industriales tenían que comparecer ante él. Sólo dependía del procurador general.

El fiscal Andrei Iamskoy estaba sentado frente a su escritorio. Tenía el rosado cráneo afeitado, lo que contrastaba de manera notable con su uniforme, azul oscuro con una estrella dorada de general, hecho a medida para dar cabida a su pecho y brazos excesivamente grandes. Se le había acumulado mucha carne sobre el puente de la nariz y los pómulos, y sus labios eran gruesos y gredosos.

—Espere. —Y continuó leyendo el papel que tenía sobre el escritorio.

Arkady permaneció de pie sobre una alfombra verde a tres metros del escritorio. En las paredes cubiertas de paneles de madera había fotografías de Iamskoy encabezando una delegación de fiscales; en una reunión ceremonial con el secretario general Brezhnev; estrechando la mano del secretario general; hablando en una conferencia internacional de fiscales en París nadando en Silver Grove, y —cosa extraordinaria— la notable fotografía de él publicada por el periódico Pravda, con ocasión de la apelación ante el colegio de la Suprema Corte por un trabajador acusado erróneamente de asesinato. Detrás del fiscal había una ventana cubierta por cortinas de terciopelo italiano color castaño. El cráneo brillante de Iamskoy lucía grandes pecas marrones, aunque la luz del sol ya se desvanecía tras las cortinas.

—¿Sí? —Iamskoy dio vuelta al papel y levantó la vista.

Sus ojos eran pálidos, como diamantes acuosos. Como siempre, hablaba con tanta suavidad que había que concentrarse para oír lo que decía. Arkady había decidido hacía ya largo tiempo que la concentración era la clave para tratar con Iamskoy.

Arkady dio un largo paso adelante para depositar su informe en el escritorio y retrocedió. Concéntrate: ¿quién eres, exactamente, y qué tienes que decir? Define de manera precisa qué haces a favor de la sociedad.

—El mayor Pribluda estuvo allí. No menciona su nombre.

—Hizo de todo, menos mear sobre los cadáveres, y luego se retiró. ¿Acaso llamó para que me quitaran el caso?

Iamskoy se quedó mirando a Arkady.

—Usted es investigador principal de homicidios, Arkady Vasilevich. ¿Por qué desearía él que le quiten el caso?

—Hace poco tuvimos un problema con el mayor.

—¿Qué problema? La KGB determinó su jurisdicción, así que el asunto quedó satisfactoriamente concluido.

—Discúlpeme, pero hoy encontramos a tres jóvenes ejecutados en un parque público por un pistolero competente que usó una pistola de 7,65 milímetros. Las únicas armas que los moscovitas pueden conseguir son de calibre 7,62 milímetros o de 9 milímetros, nada igual al arma usada en los homicidios. Además, las víctimas sufrieron mutilación. Hasta el momento, mi informe no hace inferencias.

—¿Qué clase de inferencias? —preguntó Iamskoy levantando las cejas.

—De nada —contestó Arkady al cabo de un momento.

—Gracias —dijo Iamskoy.

Era su manera de despedir a la gente.

Arkady ya había llegado junto a la puerta cuando el fiscal volvió a hablar, como si hubiera estado pensando algo.

—Se observarán todas las legalidades. Usted debe pasar por alto las excepciones, que no hacen más que confirmar la regla.

Arkady hizo una inclinación de cabeza y se retiró.

Fet y Pasha habían fijado a la pared un mapa del Parque Gorki, el dibujo hecho por Levin del sitio del asesinato, las fotos de los muertos y los informes de las autopsias. Arkady se dejó caer en su silla y abrió un nuevo paquete de cigarrillos. Chispearon tres cerillas antes de conseguir que una se encendiera. Puso las dos cerillas rotas y la quemada en el centro del escritorio. Fet lo miraba, con el ceño fruncido. Luego sacó las fotografías y las guardó en un cajón. No necesitaba mirar esas caras. Volvió a sentarse y jugó con las cerillas.

—¿Han entrevistado a alguien ya? —preguntó.

—A diez oficiales de la milicia que no saben nada —contestó Pasha abriendo una libreta de notas—. Por mi parte, probablemente patiné junto a ese claro unas cincuenta veces este invierno.

—Bien, procuren hablar con los vendedores de alimentos. Esas ancianas ven muchas cosas que los milicianos no advierten.

Era evidente que Fet no estaba de acuerdo. Arkady lo observó. Sin sombrero, las orejas de Fet sobresalían en lo que Arkady consideró el ángulo arquitectónico preciso para sostener los anteojos de armazón de acero.

—¿Estaba allí cuando se encontró la última bala? —le preguntó Arkady.

—Sí, señor. La GP1-A se recobró directamente de debajo de donde había estado el cráneo del primer hombre, GP1.

—¡Mierda! Me sentiré feliz cuando conozcamos los nombres de esos cadáveres, en vez de los números Uno, Dos y Tres.

Pasha le pidió un cigarrillo a Arkady.

—¿Cómo podríamos llamarlos? —inquirió Arkady.

—¿Tienes una cerilla? —preguntó Pasha.

—Parque Gorki Uno, Parque Gorki Dos —empezó a decir Fet.

—¡Ah, vamos! —exclamó Pasha moviendo la cabeza—. Gracias —dijo a Arkady exhalando el humo—. ¿Parque Gorki Uno? ¿Es el grandote? Llamémoslo «Músculos».

—No es lo bastante literario —dijo Arkady—. «Bestia» es mejor. «Belleza» para la mujer, «Bestia» para el grandote y «Pellejo» para el pequeño.

—Realmente tenía el cabello rojo —dijo Pasha—. Entonces le corresponde el nombre de «Rojo».

—«Belleza», «Bestia» y «Rojo». Nuestra primera decisión importante, detective Fet —dijo Arkady—. ¿Han sabido qué progresos ha hecho el laboratorio forense con los patines de hielo?

—Los patines podrían ser una estratagema —sugirió Fet—. Es difícil creer que tres personas pudieran ser asesinadas a tiros en el Parque Gorki sin que otros lo oyeran. Es posible que los hayan matado en otra parte. Luego les pusieron los patines, y por la noche los llevaron al parque.

—Convengo en que es difícil creer que tres personas pudieran ser muertas a tiros en el Parque Gorki sin que otros lo oyeran —dijo Arkady—. Pero es imposible poner patines de hielo en los pies de gente muerta. Trate de hacerlo alguna vez. Por otra parte, el único lugar al que nadie querría llevar subrepticiamente tres cadáveres, a ninguna hora, es el Parque Gorki.

—Sólo quería saber qué pensaba de esa posibilidad —dijo Fet.

—Excelente trabajo —le aseguró Arkady—. Ahora veamos qué ha logrado Lyudin.

Marcó el número telefónico del laboratorio de la calle Kiselny. A la vigésima llamada, la centralita contestó y lo comunicó con Lyudin.

—Coronel, yo… —Eso fue todo lo que pudo decir antes de que desconectaran la línea.

Volvió a marcar, pero no obtuvo respuesta. Miró su reloj. Eran las cuatro y veinte, hora en que las operadoras cerraban la centralita, preparándose para salir del trabajo a las cinco de la tarde. También los detectives querrían marcharse. Pasha, a levantar pesas. ¿Y Fet? ¿A casa, con su madre, o acaso vería primero a Pribluda?

—Tal vez fueron muertos en otra parte y llevados al parque por la noche. —El investigador apartó las cerillas.

Fet se irguió en su silla.

—Acaba de decir que no ocurrió eso —dijo—. También recuerdo que hallamos la última bala en el suelo, lo que demuestra que fueron muertos allí.

—Lo que prueba que la víctima, viva o muerta, recibió allí el tiro en la cabeza. —Arkady colocó una cerilla en el centro del escritorio—. No se hallaron casquillos. Si se hubiera usado una pistola automática, éstos habrían caído al suelo luego de ser expulsados del arma.

—El asesino pudo haberlos recogido —protestó de inmediato Fet.

—¿Para qué? Las balas identifican las armas de fuego tan bien como los casquillos.

—Pudo haber disparado desde lejos.

—No lo hizo —dijo Arkady.

—Quizá los recogió pensando que si alguien los encontraba buscaría luego un cadáver.

—Llevaba el arma en su chaqueta, no la andaba enseñando —dijo Arkady apartando la vista—. Para comenzar, el arma y las balas en el cargador están calientes. Los casquillos expulsados, calentados aún más por los gases de la explosión, se hundirían en la nieve mucho antes de que los cadáveres fueran cubiertos por ella. Sin embargo, siento curiosidad. —Y miró a Fet—. ¿Por qué cree que fue un solo pistolero?

—Sólo se usó una pistola.

—Lo que sabemos es que sólo se usó una pistola. ¿Te imaginas lo difícil que le resultaría a un solo asesino obligar a tres víctimas a mantenerse cerca de él mientras hace fuego, a menos que hubiera otros pistoleros con él? ¿Por qué consideraron las víctimas que su situación era tan desesperada que ni siquiera corrieron para salvarse? Bueno, atraparemos a este asesino. Acabamos de empezar y siempre surgen cosas. Capturaremos a ese gordo hijo de su madre.

Fet no preguntó por qué había dicho «gordo».

—Sea como sea —concluyó Arkady—, ha sido un día pesado. Sus turnos terminaron.

Fet fue el primero en marcharse.

—Ahí va nuestro pajarito —dijo Pasha mientras lo seguía.

—Espero que sea una cotorra.

Ya solo, Arkady llamó al cuartel general de Petrovka para que enviaran un boletín a toda la república al oeste de los Urales solicitando informes sobre crímenes cometidos con armas de fuego, sólo para tener contento al comisionado de la milicia. Luego trató de llamar de nuevo a la escuela. Le dijeron que la camarada maestra Renko presidía una sesión de crítica para padres de familia y no podía acudir al teléfono.

Los otros investigadores se iban, adoptando sus semblantes hogareños y poniéndose el abrigo. Sus abrigos solemnes, pensó Arkady, mirándolos desde lo alto de la escalera. Sus ropas soviéticas «mejores que las de los obreros». No tenía hambre, pero le atraía la actividad de comer. Sintió deseos de dar un paseo, así que se puso la chaqueta y salió a la calle.

Caminó hacia el sur, hasta la estación ferroviaria Paveletsky, antes de que sus piernas lo llevaran a una cafetería donde se servía un refrigerio de pescado blanco y ensalada de patatas. Arkady se acodó en la barra y pidió una cerveza. Las otras banquetas estaban ocupadas por trabajadores del ferrocarril y soldados jóvenes apaciblemente borrachos de champán: rostros adustos entre botellas de malaquita.

Una rebanada de pan con mantequilla y pegajoso caviar gris acompañaron la cerveza de Arkady.

—¿Qué es esto?

—Lo manda el cielo —dijo el gerente.

—El cielo no existe.

—Ahora estamos en él. —Al sonreír, el gerente mostró un juego completo de dientes de acero.

Se apresuró a poner el caviar más cerca de Arkady.

—Está bien, todavía no he leído el periódico —aceptó Arkady.

La esposa del gerente, un gnomo en uniforme blanco, salió de la cocina. Al ver a Arkady, sonrió tan ampliamente —la sonrisa ocupaba sus mejillas y atraía la atención sobre sus ojos vivaces— que casi pareció hermosa. Su esposo permaneció junto a ella, orgulloso.

Eran Viskov, F. N., y Viskova, I. L. En 1946 habían constituido un «centro de actividad antisoviética», manejando una librería de ediciones raras que contenía obras de Montaigne, Apollinaire y Hemingway. El «interrogatorio con presupuestos» dejó tullido a Viskov y muda a su esposa (intentó suicidarse ingiriendo lejía), y se les dio lo que en broma se llamaba billetes de 25 rublos: sentencias de veinticinco años de trabajos forzados en los campos (un chiste de la época en que la seguridad y la milicia eran una sola institución). En 1956, los Viskov fueron liberados y hasta se les ofreció la oportunidad de tener otra librería, pero no aceptaron.

—Pensé que llevaban una cafetería junto al circo —dijo Arkady.

—Averiguaron que mi esposa y yo trabajábamos allí contra los reglamentos. Ella viene aquí a ayudar sólo en su tiempo libre. —Viskov guiñó un ojo—. A veces el muchacho también viene a ayudar.

—Gracias a usted —indicó por señas la camarada Viskova.

Dios mío, pensó Arkady, un sistema acusa a dos personas inocentes, las recluye en campos de esclavos, las tortura, destruye sus vidas, y luego, cuando un miembro del aparato los trata con decencia rudimentaria, deliran de alegría. ¿Qué derecho tenía a que fueran amables con él? Comió el caviar, bebió la cerveza y salió de la cafetería tan deprisa como lo permitía la cortesía.

La gratitud lo perseguía como un perro. Unas manzanas más lejos, aflojó el paso porque era una de sus horas favoritas: la noche tenía una negrura maternal, las ventanas eran pequeñas y brillantes, los rostros en la calle brillaban como ventanas. A esa hora de la noche se sentía como si habitara en el Moscú de cualquiera de los cinco siglos anteriores, y no le hubiera sorprendido oír el golpetear de cascos de caballos en el lodo. En el escaparate de una tienda unas muñecas desaliñadas hacían las veces de perfectas pioneras; un Sputnik impulsado por baterías giraba en torno a una lámpara en forma de luna que exhortaba a «¡Mirar al futuro!».

De regreso en su oficina, Arkady se sentó frente a su armario para revisar los archivos. Empezó con los crímenes cometidos con armas de fuego.

Asesinato. Al regresar a su casa, un tornero encuentra a su esposa fornicando con un oficial naval. En la pelea subsiguiente, el trabajador usa la pistola del oficial contra éste. La Corte tomó en consideración que el oficial no hubiera debido llevar armas; que el acusado, según lo atestiguaron los miembros de su sindicato obrero, era un trabajador diligente, y que se arrepentía de su acto. Sentencia: diez años de privación de la libertad.

Asesinato con agravantes. Dos traficantes del mercado negro disputan por el reparto de las utilidades. Y ambos se sorprenden —uno de ellos fatalmente— cuando una pistola Nagurin abre fuego. El lucro es la circunstancia agravante. Sentencia: la muerte.

Asalto a mano armada. (¡Vaya asalto!). Un muchacho roba dos rublos a un borracho, amenazándolo con una pistola de madera. Sentencia: cinco años de prisión.

Arkady revisó sus archivos en busca de crímenes que podría haber olvidado, asesinatos que mostraran una planificación esmerada y fría audacia. Sin embargo, había poca cautela o frialdad en el uso de cuchillos, hachas, cachiporras y estrangulación manual. En los tres años pasados como viceinvestigador y en los dos que llevaba como investigador principal, se había topado con menos de cinco homicidios que estuvieran por encima de la estupidez infantil, o en los que después de cometido el hecho, el asesino o asesina no se hubiera presentado a la milicia, borracho, jactándose de su hazaña o apesadumbrado. El asesino ruso tenía una gran fe en la inevitabilidad de su captura; todo lo que quería era disfrutar de su momento en escena. Los rusos ganaban guerras porque se arrojaban contra los tanques, y ésta no es la mentalidad apropiada de un gran criminal.

Arkady abandonó su empeño y cerró el archivo. —Boychik— llamó.

Nikitin abrió la puerta sin golpear. Introdujo la cabeza, seguida de su cuerpo, y se sentó en el escritorio de Arkady. El investigador principal para enlace gubernamental tenía cara redonda y cabello ralo. Cuando estaba ebrio, su sonrisa transformaba sus ojos en dos trazos orientales.

—¿Trabajando después de hora?

¿Esa expresión significaba que Arkady trabajaba duro, demasiado duro, fútilmente, con éxito, que era listo o un tonto? Nikitin sugería todas esas cosas.

—Como tú —dijo Arkady.

—Yo no estoy trabajando; te estoy controlando. A veces pienso que nunca aprendiste nada de mí.

Uya Nikitin era investigador en jefe de homicidios, y cuando estaba sobrio era el mejor investigador que Arkady había conocido. De no ser por su afición al vodka, habría llegado a fiscal. Pero decir vodka en el caso de Nikitin, equivalía a decir «agua y comida». Una vez al año, amarillo por la ictericia, se le enviaba a un balneario en Sochi.

—¿Sabes?, siempre sé en qué estás, Vasilevich. Siempre estoy pendiente de ti y de Zoya.

Un fin de semana en que Arkady estuvo ausente, Nikitin había tratado de acostarse con Zoya. Al regresar Arkady, Nikitin se hizo enviar de inmediato a Sochi, desde donde envió diarias cartas de penitente.

—¿Quieres un poco de café, Ilya?

—Alguien tiene que protegerte de ti mismo. Perdóname, Vasilevich —Nikitin insistía en usar el patronímico de manera condescendiente—, pero tal vez yo soy (sé que no estás de acuerdo) un poco más inteligente o experimentado, o por lo menos estoy algo más cerca que tú de algunas fuentes elevadas. No estoy criticando tu historial porque es bien conocido y difícilmente podría mejorarse. —La cabeza de Nikitin se inclinó a un lado, sonriendo, mientras un mechón de pelo mojado se le pegaba a la mejilla, exudando hipocresía como un olor animal—. Lo que sucede es que no ves el cuadro en su conjunto.

—Buenas noches, Ilya. —Arkady se puso su abrigo.

—Sólo digo que hay cabezas más sagaces que la tuya. Nuestro propósito es el de reconciliar. Todos los días reconcilio la política gubernamental con la legalidad socialista. Un directivo arrasa casas de trabajadores para construir apartamentos en cooperativa que los obreros no pueden pagar, lo cual constituye aparentemente una violación de los derechos de esas personas. Iamskoy me consulta, el partido me consulta, el alcalde Promislov me consulta, porque yo sé cómo reconciliar esta aparente contradicción.

—¿No hay contradicción? —Arkady sacó a Nikitin al vestíbulo.

—¿Entre los trabajadores y el Estado? Éste es el Estado de los trabajadores. Lo que beneficia al Estado los beneficia a ellos. Al demoler sus casas protegemos sus derechos. ¿Ves? Asunto arreglado.

—No veo —insistió Arkady.

—Si se lo mira desde el punto de vista correcto, no hay contradicciones —susurró Nikitin con voz áspera, bajando la escalera—. Eso es lo que nunca comprenderás.

Arkady tomó un coche oficial, entrando en la Autopista del Circuito Interior en dirección norte. El Moskvich era un coche lento, carente de potencia, aunque no le hubiera importado tener uno. A esa hora el grueso del tráfico era de taxis. Pensaba en el mayor Pribluda, que todavía no le había sacado del caso. El hielo caía de los guardabarros y explotaba frente a los faros.

Los taxis se dirigían hacia las estaciones de ferrocarril de la plaza Komsomol. Arkady siguió adelante hasta la calle Kalanchevskaya número 43, donde estaba el tribunal de la ciudad de Moscú, un viejo edificio que, por un efecto óptico de la luz sobre el ladrillo, parecía estar desmoronándose. Había diecisiete tribunales del pueblo en toda la ciudad, pero los crímenes graves se ventilaban en el tribunal de la ciudad, de modo que disfrutaba del privilegio de estar vigilado por el Ejército Rojo. Arkady mostró su credencial a los dos soldados adolescentes de la escalera. Cuando entró al sótano, sobresaltó a un cabo que dormía apoyado sobre la mesa.

—Voy a la jaula —dijo.

—¿Ahora? —El cabo se puso de pie de un salto y se abotonó el abrigo.

—Cuando usted guste. —Arkady le alcanzó el manojo de llaves y la pistola automática que el cabo había dejado sobre la mesa.

La jaula era un enrejado metálico que circundaba el área del sótano del tribunal donde se guardaban los registros. Arkady tiró de los cajones asignados a diciembre y enero, mientras el cabo observaba desde el otro lado de la reja, porque un investigador principal poseía el grado equivalente al de capitán.

—¿Por qué no prepara un té para los dos? —sugirió Arkady.

Buscaba algo con que darle por el culo a Pribluda. Una cosa era tener tres cadáveres y sospechar del mayor, y otra encontrar tres convictos que hubieran sido trasladados del tribunal de la ciudad a la custodia de la KGB. Examinó una tarjeta tras otra, descartando a las personas demasiado jóvenes o demasiado viejas, verificando las historias de trabajo y el estado civil. Nadie había echado de menos a las víctimas durante meses; ningún sindicato obrero, fábrica o familia.

Con una taza de té caliente continuó con los registros de febrero. El problema era que si bien los crímenes mayores —asesinatos, asaltos y robos— se ventilaban en el tribunal de la ciudad, ciertos casos en los que la KGB tenía mucho interés —los de disidencia política y parasitismo social— eran atendidos a veces en el tribunal del pueblo, donde la asistencia de público se controlaba más fácilmente. El vapor de agua condensado brillaba en las paredes del sótano. La ciudad estaba atravesada por ríos: el Moscova, el Setun, el Kamenka, el Sosenka, el Yauza y, bordeando la orilla septentrional de los límites de la ciudad, el Kliazma.

Seis semanas antes habían encontrado dos cadáveres en una ribera del Kliazma a doscientos kilómetros al este de Moscú, cerca de Bugolubovo, una aldea de cultivadores de patatas. La ciudad más cercana era Vladimir, pero ningún miembro del personal del fiscal de Vladimir quiso hacerse cargo de la investigación; todos se declararon «enfermos». El fiscal general había asignado el caso al investigador en jefe de homicidios de Moscú.

Hacía frío. Las víctimas eran dos jóvenes de cara blanca y pestañas escarchadas, con los puños rígidos aferrados al borde de un banco. Tenían la boca extrañamente abierta y la chaqueta y el pecho estaban abiertos: heridas terribles que apenas habían sangrado. La autopsia efectuada por Levin determinó que el asesino había extraído de los cuerpos las balas que los habían ultimado. Levin encontró también restos de goma y pintura roja en los dientes de los muertos y aminato de sodio en su sangre. Al llegar a este punto, Arkady comprendió cuál era la enfermedad que aquejaba a los investigadores locales. En los alrededores de Bugolubovo, invisible en los mapas aunque con más habitantes que la aldea, estaba el Confinamiento Vladimir, una prisión para convictos políticos cuyas ideas eran demasiado infecciosas hasta para los campos de trabajo, y el aminato de sodio era un narcótico usado en el confinamiento para calmar a esas almas peligrosas.

Arkady había llegado a la conclusión de que las víctimas habían sido reclusos quienes, luego de ser liberados del confinamiento, habían sido asesinados por miembros de su banda. Cuando las autoridades de la prisión rehusaron aceptar sus llamadas telefónicas, pudo haber marcado el caso como «Pendiente», bajo la jurisdicción de Vladimir. Su historial no habría quedado perjudicado y todo el mundo sabía que quería regresar a su casa. En lugar de eso, se puso su uniforme de investigador principal, se presentó en la prisión, solicitó y leyó la lista de liberaciones y descubrió que si bien ningún preso había sido puesto en libertad recientemente, un día antes de que se hallaran los cadáveres, dos hombres habían sido puestos bajo la custodia de un tal mayor Pribluda para ser interrogados por la KGB. Arkady telefoneó a Pribluda, quien negó enfáticamente haber recibido a los prisioneros.

Una vez más, la investigación hubiera podido darse por terminada. Pero Arkady regresó a Moscú, se presentó en la oficina de Pribluda en la destartalada filial de la KGB en la calle Petrovka y encontró sobre el escritorio del mayor dos pelotas de goma rojas con marcas elípticas. Arkady dejó un recibo y las llevó al laboratorio forense, donde se descubrió que las marcas coincidían con los dientes de las víctimas.

Pribluda debió de llevar a los dos prisioneros drogados directamente a la orilla del río, metió en sus bocas las pelotas de goma para sofocar cualquier grito, les disparó, recogió los casquillos usados y, con un cuchillo de hoja larga, extrajo las balas. Tal vez pensó que parecería que habían sido muertos a puñaladas. Muertos, sangrarían poco. Además, los cadáveres destrozados se congelaban rápidamente.

El fiscal tenía que aprobar las detenciones. Arkady se presentó ante Iamskoy con un cargo de homicidio contra Pribluda y una solicitud para registrar su oficina y su casa en busca de armas de fuego y un cuchillo. Arkady estaba con el fiscal cuando se recibió una llamada en el sentido de que, por razones de seguridad, la KGB se hacía cargo de la investigación relacionada con los cadáveres hallados junto al río Kliazma. Todos los informes y evidencias tenían que entregarse al mayor Pribluda.

Las paredes lloraban. Además de los ríos de la superficie, antiguos ríos subterráneos cruzaban la ciudad, corrientes invisibles de rumbos perdidos. A veces, en invierno, la mitad de los sótanos de Moscú lloraban.

Arkady volvió a colocar en su sitio los archivos.

—¿Encontró lo que buscaba? —preguntó el cabo, desperezándose.

—No.

El cabo lo saludó con optimismo y agregó: —Las cosas parecen siempre mejor por la mañana, dicen.

Conforme a las regulaciones, Arkady hubiera debido devolver el coche al aparcamiento de la oficina. Pero se fue a su casa. Pasaba ya de la medianoche cuando entró al patio en Taganskaya, en el lado este de la ciudad. Del segundo piso sobresalían toscos balcones de madera. Su apartamento estaba a oscuras. Arkady se dirigió a la entrada común, subió la escalera y abrió la puerta tan silenciosamente como pudo.

Se desvistió en el baño, se lavó los dientes y llevó consigo su ropa. El dormitorio era el cuarto más grande del apartamento. Sobre el escritorio había un aparato estereofónico. Levantó el disco que había en la bandeja y leyó la etiqueta a la débil luz que entraba por la ventana. Aznavoura L'Olympia. Junto al tocadiscos había dos vasos de agua y una botella de vino vacía.

Zoya dormía con su largo cabello dorado trenzado sobre el hombro. El perfume Noche de Moscú impregnaba las sábanas. Cuando Arkady se metió en la cama, ella abrió los ojos.

—Ya es tarde.

—Lo siento. Hubo un asesinato. Tres asesinatos.

Vio cambiar su mirada al captar el significado de la información.

—Gamberros —murmuró ella—. Por eso aconsejo a los niños que no mastiquen chicle. Primero es el chicle, luego la música de rock, enseguida la marihuana y…

—¿Y? —Él esperaba que ella dijera, «el sexo».

—El asesinato. —Su voz se desvaneció, cerró los ojos; el cerebro había despertado justo lo suficiente como para enunciar esta regla fundamental y ahora volvía a la inconsciencia, a salvo.

El enigma con el que dormía.

Un minuto después la fatiga lo había vencido y también se durmió. Soñaba que nadaba en un agua negra, hacia abajo, rumbo a aguas más negras, con brazadas rítmicas pero poderosas. Precisamente cuando pensaba en subir a la superficie, se le unió una hermosa mujer de largo cabello negro y rostro pálido. Parecía estar volando hacia abajo con su vestido blanco. Como siempre, lo tomó de la mano. El enigma con el que soñaba.