13. LOS JUICIOS REVISADOS

El viento húmedo y pesado, que había dado vueltas toda la noche por el valle, entró soplando hasta el fondo del sótano donde dormía y levantó incesantes remolinos que me despertaron de mi sueño breve y atormentado; tenía la garganta hinchada y dolorida, pero se me había pasado la borrachera, y mi cerebro, inflamado y febril antes de dormir, se había contraído hasta su tamaño normal, dejando pequeñas aberturas por las que se colaba con tristeza la depresión; así pues, tenía la cabeza irremediablemente despejada. Mientras sujetaba con una mano la manta que, por instinto de conservación, tenía liada sobre los hombros y el tronco, alargué la otra en la oscuridad más allá de mis rodillas, alcancé la botella de whisky que había llenado de agua y bebí un trago. Tuve la sensación de que el agua fría me inundaba los pulmones y hasta el hígado oprimido. Había soñado que Takashi, un muñeco de escayola roja, con el torso destrozado como si lo formaran innumerables granadas abiertas y los ojos brillantes a causa de los perdigones que los llenaban, lo que le daba el aspecto de un monstruo de ojos metálicos, estaba de pie a unos cinco metros delante de mí, a la derecha, envuelto en la niebla. Ocupaba uno de los ángulos de un alto triángulo del que yo era el vértice, y en el otro ángulo se hallaba un hombre de pie con la espalda doblada como un gato, que nos miraba en silencio, triste y pálido. Como yo estaba medio tumbado en el suelo con las rodillas más altas que la cabeza, al mirarlos me parecía que estaban en un plano más elevado. Era porque ambos espíritus se hallaban encima de un escenario de teatro que tenía poco fondo y cuyo techo era desproporcionadamente alto, y yo me sentaba en el centro de la primera fila. Por encima de sus cabezas, como si el anfiteatro se reflejara en un enorme espejo situado en el fondo del escenario, había un montón de ancianos vestidos con ropas negras y sombreros calados hasta las orejas, como setas en la oscuridad húmeda, que nos miraban. Entre ellos estaban dos viejos que en sus vidas anteriores habían sido obviamente mi amigo ahorcado con la cabeza pintada de bermellón y mi hijo impasible como un vegetal.

«¡Al revisar nuestros juicios, te juzgan a ti!», gritó Takashi desde el escenario abriendo su boca sin labios, un simple agujero rojo oscuro, con triunfante orgullo y odio.

Al quitarse los sombreros los ancianos, que sin duda eran el jurado elegido por Takashi, y agitarlos hacia las grandes vigas de keyaki sobre sus cabezas, amenazándome, me desperté lleno de cansancio y desesperación.

El lugar donde estaba ahora sentado inmóvil en cuclillas, abrazándome las rodillas como en aquel amanecer del otoño pasado en el hoyo del pozo negro del patio, era un cuarto de piedra que el Emperador de los Supermercados y sus hombres descubrieron al hacer las prospecciones iniciales para la demolición del almacén. La cámara en la que estaba sentado tenía una especie de antesala en la que había un retrete y un pozo para permitir la vida de una persona encerrada allí, aunque el pozo estaba cegado y no olía a agua y el retrete se había obstruido al haberse desmoronado un muro. Y de esos dos agujeros cuadrados salía el olor de millones de esporas de moho. Seguro que también había hongos de la penicilina. Estaba en la misma postura en que me había comido un bocadillo de carne ahumada, había bebido whisky y había echado una cabezada. Si me hubiera caído de lado mientras dormía, me habría herido la cabeza contra los postes de madera que soportaban la estructura del almacén, numerosos como los árboles del bosque. Tenían las aristas afiladas y eran muy duros.

Todavía era de madrugada. Desde primeras horas de aquella mañana, cuando llegó la nueva de que el Emperador de los Supermercados iba a visitar el valle por primera vez desde la «revuelta», los primeros vientos del sur que anunciaban el fin del invierno habían azotado sin descanso el bosque y la hondonada hasta últimas horas de la noche. Aunque intenté mirar hacia el valle por las grietas del suelo que tenía sobre mi cabeza y a través de la pared derribada de la planta baja del almacén, el bosque sombrío me tapaba la vista. Aunque no había habido nubes por la mañana, una capa espesa de polvo amarillento del continente[87] se había asentado en las alturas y filtraba la luz del sol. Aun después de haber arreciado el viento, el cielo siguió oscuro hasta fundirse con la noche. Con el creciente vendaval, el bosque dejaba oír un rugido profundo como el de la mar embravecida, y parecía rugir incluso la superficie del bosque. Y había momentos en los que se oían sonidos aislados por doquier, como los de las olas al romper. Entre el bosque y el valle había varios árboles altísimos, unidos a mis recuerdos de la infancia, y dejaban oír sus voces cual gritos humanos que se llevaba el viento. De la mano de esos sonidos, volvieron a mí los recuerdos de la alta arboleda. Al igual que los recuerdos de algunos ancianos del pueblo con quienes había hablado sólo una o dos veces en mi vida, pero a los que no había olvidado, los altos árboles seguían vivos para mí, no de un modo profundo o complejo, pero, no obstante, con su propia individualidad. Un viejo trabajador de la fábrica de salsa de soja, que pertenecía a una clase social del valle que no era la mía, y con quien no había intercambiado una palabra hasta aquel día, me atacó por sorpresa cuando pasaba por el camino que bordea el río junto al almacén de fermentación de la salsa y me retorció el brazo al tiempo que vertía en mis oídos un torrente de improperios contra mi madre a causa de su locura mientras yo pataleaba impotente. Al igual que recordaba la cara grande y perruna de aquel viejo, me vino a la memoria el viejo castaño de Indias de la falda de la montaña detrás de la casa. Al escuchar sus sonidos, como gritos en el viento, el castaño apareció en la pantalla de mi memoria con toda fidelidad.

Me había pasado la mañana cuando el viento aún no soplaba con tanta fuerza, tumbado en la penumbra al lado del hogar, escuchando el sonido de los grandes árboles agitados por él, pensando vagamente en dar una vuelta para ver los árboles antes de marcharme del valle. Al darme cuenta de que una vez lo dejara atrás ya jamás volvería a verlos, sentí que a mis ojos les faltaban las fuerzas para verlos por última vez al tiempo que intuí que la muerte que un día u otro vendría a mi encuentro sería una realidad muy semejante. Mis pensamientos estaban centrados en dos cartas que me ofrecían nuevos empleos, una de mi catedrático en la Universidad de Tokio y otra de la oficina de una expedición a África para capturar animales con destino a un parque zoológico —donde los animales estarían en libertad—, que iban a instalar en alguna parte. El catedrático nos ofrecía, a mi ahorcado amigo y a mí, los puestos de profesores de filología inglesa de una universidad privada pensados para nosotros. Era un empleo que ofrecía un futuro estable. La carta de la oficina de la expedición para la captura de animales en África era una llamada/apresurada que olía a peligro, de un universitario que tendría la misma edad que mi hermano S y había dejado el puesto de profesor adjunto de zoología para organizar dicho parque zoológico. Había alabado mi traducción de las crónicas de una expedición en la sección literaria de un gran periódico. Había coincidido varias veces con él, y era la clase de persona capaz de tomar el mando de un barco que se hunde cuando ya lo han abandonado el capitán e incluso las ratas. Me pedía que fuera su intérprete oficial en la expedición de captura de animales en África. La primera de las cartas era, posiblemente, mi última oportunidad de regresar a los ambientes universitarios, después de haber abandonado sin motivo justificado, a la muerte de mi amigo, el empleo que me habían ofrecido en la universidad en que me licencié. Además, como Takashi no me había dejado el dinero que recibió por la venta de las propiedades y las tierras, tenía que conseguir un empleo lo antes posible; pero, aunque el puesto de profesor parecía el más idóneo, seguía indeciso. Al decirme mi mujer, que se había enterado de las dos ofertas por los telegramas que había recibido, pero con quien no había hablado aún sobre los dos empleos, como si tal cosa, «Si te interesa el trabajo en África, vete, Mitsu», inmediatamente tuve una premonición abrumadora de todas las dificultades e incomodidades que implicaba un trabajo desconocido.

—Seguro que lo de intérprete oficial no sólo significa el trabajo normal con documentos, sino también darles órdenes a los portadores y los trabajadores indígenas del campamento.

Apesadumbrado, me imaginaba dando voces como «¡Vamos, vamos!», en mi penoso swahili y visiones más tristes aún. Me sangraban las sienes, las mejillas y hasta el ojo tuerto a causa de los golpes que me daba contra las cortezas duras como el hierro de los árboles africanos y contra rocas tan duras como si estuvieran llenas de diamantes, y caía por fin víctima de una grave malaria. Me veía febril, recibiendo las reprimendas y las exhortaciones del incansable zoólogo tumbado exhausto en el suelo pantanoso, gritando en swahili «¡Nos vamos mañana!», mientras agonizaba.

—Pero, si lo comparas con el trabajo de profesor de inglés de la universidad, sin duda que tendrías más oportunidades de encontrar una nueva vida, Mitsu.

—Si Taka estuviera en mi lugar, se iría y encontraría enseguida su nueva vida. Momoko decía que Taka tenía puestas sus esperanzas en las personas que se iban a África para capturar elefantes. El primer hombre que fuera a África para capturar elefantes después de que una guerra nuclear devastara los parques zoológicos de todas las ciudades, merecería el título de «Míster Humanidad» para Taka.

—La verdad es que Taka habría aceptado ese trabajo sin vacilar. Pero tú, la verdad sea dicha, eres la clase de persona que nunca aceptaría un trabajo que implicase riesgo, al menos deliberadamente, Mitsu. Dejas esos trabajos para otros. Y cuando han sobrevivido a los peligros, han llegado al límite de sus fuerzas y de regreso escriben un libro, tú lo traduces.

Desanimado por las palabras que mi mujer dedicaba a su marido con la perspicacia fría de quien critica a un extraño, pensé que seguramente tenía razón. En vez de descubrir una nueva vida y construir mi propia choza de ramas y paja, prefería la vida de profesor de filología inglesa, sin un solo estudiante interesado en sus clases, condenado a ser odiado por sus alumnos a menos que faltara a clase una vez a la semana, objeto de las burlas de sus discípulos, que le pondrían el mote de «Ratón» al profesor solterón (ya no teníamos razones para seguir casados), al igual que le había ocurrido a aquel filósofo seguidor de Dervey al que Taka había conocido en Nueva York, que empezaría a llevar una vida monótona sin más horizonte que la vejez y la muerte.

Antes de suicidarse, Takashi metió todos los billetes y las monedas que le quedaban en un sobre dirigido a Hoshio y a Momoko y lo guardó en un cajón de la mesa para que no se manchara de sangre. Inmediatamente después de su entierro (al enterrarlo en el último nicho del cementerio de nuestra casa, lo hicimos junto con las cenizas de S), Hoshio cruzó el puente provisional con el Citroen por sus propios medios, después de rechazar la ayuda de los jóvenes del valle, y se marchó camino arriba, conduciendo con precaución por el barrizal de la nieve derretida, con Momoko a su lado. Antes de partir, nos dijo lo siguiente a mi mujer y a mí, con la ahora dócil y femenina Momoko a su lado, que subrayaba cada una de sus palabras con gruñidos de asentimiento:

—Como Taka ya no está, Momoko y yo tenemos que continuar solos. Así que nos vamos a casar. Somos mayores de edad y podemos casarnos. Buscaré empleo en algún taller de reparaciones y, si Momoko consigue trabajo como camarera en una cafetería, tendremos lo suficiente para vivir. Algún día pienso poner una gasolinera. Taka me habló mucho de las que había visto en los Estados Unidos, donde además de hacer reparaciones se sirven comidas ligeras. Como Taka ha muerto, a Momoko y a mí no nos queda nadie a quien recurrir.

Si mi mujer y yo no nos fuimos entonces con ellos en el asiento trasero del Citroen, al menos hasta la pequeña ciudad de la costa, fue porque yo tenía catarro y fiebre, y después, durante tres semanas, tuve la sensación de que las manos me ardían con un cosquilleo como si envolviera una capa esponjosa, y era incapaz de levantar el menor peso con ellas. Y, además, en cuanto recobré la salud, mi mujer empezó a decir que no estaba para hacer un viaje largo. La verdad es que tenía miedo de vomitar y marearse. Naturalmente, me costó poco deducir para qué se preparaba psicológicamente con todas sus fuerzas y qué era lo que ansiaba con todo su cuerpo, pero no tenía ganas de hablar de ello con mi mujer. Tanto para ella como para mí, era algo que ya estaba decidido.

Por ese motivo, mientras divagaba sobre mi nuevo empleo, en la penumbra de detrás del hogar, con mi mujer sentada como un muñeco que tuviera un contrapeso en la base, no había nadie en la casona que pudiera interrumpir nuestra conversación. Pero últimamente mi mujer caía enseguida en un silencio profundo cuando apenas llevábamos hablando unos momentos. Tras la muerte de Takashi, estuvo algún tiempo borracha constantemente. Sin embargo, poco después, y por su propia voluntad, guardó todas las botellas de whisky que quedaban en el Sedawa y, salvo cuando dormía o comía, se pasaba el tiempo en silencio en seiza[88] con los ojos entornados y las manos sobre el regazo. Cuando me aconsejó que me marchara a África, lo hizo como si no fuera más que un simple comentario objetivo sobre la elección que debía hacer un desconocido. En el mundo actual de la conciencia de mi mujer, yo ya no proyectaba una sombra densa. Y en la mía, lo mismo ocurría con ella.

Por la tarde, el hijo mayor de Jin entró sigilosamente en la doma para no molestar a mi silenciosa mujer, y nos anunció:

—¡El Emperador de los Supermercados ha cruzado el puente con cinco hombres jóvenes!

A esas alturas, ya nadie del valle pensaba que el Emperador de los Supermercados fuera a venir al valle con sus matones. El Emperador, tan pronto se derritió la nieve, envió a un delegado, que resolvió de la manera más rápida posible la compleja situación creada por la «revuelta». Lo primero que hizo fue enviar al valle un gran camión lleno de género y abrir el supermercado. Sin embargo, no exigió compensaciones por las mercancías saqueadas, ni presentó ninguna denuncia a la policía. El plan que idearon el monje y el joven que parecía un fantasmagórico erizo de mar, por el cual los ricos del valle comprarían en comandita los derechos y las pérdidas del supermercado, fue descartado. También corrió el rumor de que nunca presentaron formalmente esa propuesta al Emperador de los Supermercados. El núcleo de las fuerzas de la «revuelta» se había dispersado después de la muerte de Takashi. Nadie podía presionar al Emperador de los Supermercados con la posibilidad de reavivar la «revuelta». Las mujeres del valle y las «rústicas» por igual, llenas de vil agradecimiento y mezquina satisfacción por no reclamárseles lo saqueado, compraban sin rechistar los alimentos y los artículos del hogar, que costaban de un veinte a un treinta por ciento más que antes de la «revuelta». En cuanto a los electrodomésticos y los objetos de mayor tamaño que habían sido robados, la gente iba al supermercado en secreto a devolverlos, y volvieron a ponerlos a la venta como mercancía tarada a precio especial; se agotaron en poco tiempo. Las «rústicas» que habían participado en la «revuelta» y se habían peleado por robar las ropas de baratillo, resultó que tenían grandes cantidades de dinero guardado y fueron las que compraron los artículos rebajados con más entusiasmo. Los propietarios de los terrenos del bosque volvieron a encerrarse en sus propios cascarones, aliviados.

Con los ojos lacerados por el grueso polvo que el viento áspero levantaba en remolinos de los campos desnudos, bajé al valle siguiendo al hijo de Jin. La nieve había desaparecido y la tierra estaba seca, y no sólo las praderas ocres, aún demasiado débiles para dar vida suficiente a las semillas, sino también las sombrías alturas verdes, más allá de los árboles de hoja caduca del bosque, daban la impresión de falta de vida, lo que provocó en mí una oscura sensación de malestar al mirar hacia los confines del valle. Al bajar la vista, vi la nuca del hijo de Jin, donde la mugre había dibujado una trama de manchas. Para vigilar el momento en que el Emperador de los Supermercados entrara en el valle, había estado largas horas en lo alto de la roca donde había fallecido aquella pobre chica, soportando los remolinos cargados de tierra, con la vista fija en el otro lado del puente. Su espalda, mientras caminaba apresurado y con la cabeza gacha, daba una impresión de gran cansancio poco infantil. Era la impresión de la tribu que se ha rendido. No me cabía duda de que todos los habitantes del pueblo que ahora se dirigían a recibir al Emperador tenían el mismo gesto. El valle se había rendido.

El muchacho había hecho de centinela con tanto entusiasmo porque el propósito de mi entrevista con el Emperador de los Supermercados tenía que ver con su madre, que ya apenas comía y empezaba a adelgazar rápidamente. De no ser así, no habría trabajado para mí. La muerte de Takashi me había vuelto a separar de la vida cotidiana de las gentes del valle. Los niños ya ni se molestaban en burlarse de mí.

Al bajar hacia la plaza del concejo, vi a la comitiva del Emperador. Habían pasado de largo el supermercado y subían por el camino hacia el almacén. El hombretón que daba patadas al dobladillo del abrigo, que casi le llegaba a los talones, con pasos de precisión militar, era el Emperador de los Supermercados. Incluso a aquella distancia, se apreciaba su redonda cara sanguínea y oronda bajo la gorra de cazador. Todos los jóvenes que caminaban a su alrededor, también de buena planta y paso largo, tenían cuerpos robustos. Vestían abrigos descuidados y llevaban las cabezas descubiertas, pero, al igual que su jefe, caminaban altaneros sacando el pecho y con la cabeza erguida. Recordé claramente el día en que llegó al valle el primer jeep del ejército de ocupación. La comitiva del Emperador de los Supermercados se parecía a los extranjeros que entraron con la altanería tranquila del vencedor aquella mañana de mediados de verano. Incluso aquella mañana en que comprobaron tangiblemente la derrota de su patria con sus propios ojos, las personas mayores del valle se resistían a creerlo; pero, aunque pretendían que los soldados extranjeros no existían y se dedicaban a sus labores cotidianas, tenían el cuerpo sofocado por la «vergüenza». Sólo los niños se adaptaron enseguida a la nueva situación y corrían detrás de los vehículos gritando «Harō, harō!»[89], que les habían enseñado a decir a toda prisa en la escuela pública, y los soldados les daban latas de conserva y dulces.

También aquel día todos los desafortunados adultos que tuvieron la mala suerte de cruzarse con la comitiva del Emperador de los Supermercados en el camino agacharon la cabeza o miraron hacia otro lado, como cangrejos vergonzosos en busca de un agujero donde esconderse. Durante la «revuelta» lograron convertirse en una fuerza destructiva al aceptar francamente la «vergüenza» que los unía. Sin embargo, la «vergüenza» que atormentaba ahora a las gentes del valle rendido no se iba a transformar en algo que amortiguara el odio. Era una «vergüenza» impotente, repugnante y malsana. El Emperador de los Supermercados y su comitiva caminaban ostentosamente sobre las tobi’ishi[90] de la «vergüenza» de las gentes del valle. La diferencia de tamaño entre el patético «espíritu» del Emperador con chaqué y descamisado, y el auténtico, me hizo sentir un escalofrío de «vergüenza» al imaginarme lo que pasaría si el joven disfrazado de «espíritu» hubiera tenido que esperar el paso del Emperador a la vera del camino. Aunque la chusma de niños del valle seguía de lejos los pasos de la comitiva, estaban callados, como asustados por el aullido del viento feroz que bajaba en remolinos desde lo alto del bosque. Los niños eran los primeros en adaptarse a la nueva situación del valle, lo mismo que mis amigos y yo en nuestra infancia, pero ellos también habían participado en la «revuelta» y por lo tanto habían perdido la voz, atormentados por tanta «vergüenza» como cabía en sus cabezas. De repente, el Emperador de los Supermercados se dio cuenta de mi presencia. Al fin y al cabo, era el único del valle que le esperaba con la cabeza bien alta, sin temer encontrarse con su mirada. El Emperador hizo detenerse delante de mí a su joven comitiva, cuyos rasgos evidenciaban que eran coreanos como él, y se quedó en silencio, con la piel del entrecejo fruncida en señal de atenta concentración, mirándome tranquilo con sus ojos grandes bajo las pobladas cejas. Sus seguidores también me miran en silencio mientras sus alientos formaban una nube blanca en el aire frío.

—Soy Nedokoro, el hermano mayor de Takashi, quien negoció con usted —le dije con una voz que sonó hosca contra mi voluntad.

—Soy Pek Sun Gi —dijo el Emperador de los Supermercados—. Le acompaño en el sentimiento. Es verdaderamente lamentable lo de su hermano. ¡Una lástima, era un joven fuera de lo común!

Le contemplé unos instantes con una mezcla de emoción y suspicacia: sus ojos me miraban con lo que parecía una sincera expresión de pesar, que contrastaba con su cara alegre, de mejillas y barbilla carnosas. Takashi no le había dicho a nadie que el Emperador fuese una persona así, y había engañado a todo el mundo en el valle al presentar al Emperador como un «espíritu» escuálido del que había que burlarse; seguramente él también había quedado muy impresionado por el coreano, a quien le debía de haber dicho a la cara que era una persona fuera de lo común. Me dio la impresión de que el Emperador había utilizado la misma expresión para devolverle el cumplido al difunto. Pek tenía las cejas espesas y anchas y la nariz pronunciada, pero sus pequeños labios rojos y húmedos eran como los de una chica, y sus orejas, frescas como una planta, daban a su cara un aire juvenil. Enseñándome sus blancos dientes, Pek me dirigió una sonrisa amable para animarme, mientras le miraba en silencio.

—He bajado porque tengo algo que pedirle.

—Yo subía a echar un vistazo al almacén, así como a darle el pésame por la muerte de su hermano —dijo sonriente Pek, que seguía con el ceño fruncido.

—Se trata de la familia de este niño, que vive en una casita junto al almacén; como su madre está ahora enferma, le ruego que les permita quedarse durante algún tiempo.

—¡La enferma adelgaza y adelgaza, y dice que se va a morir antes del verano! —añadió el hijo de Jin corroborando mis palabras—. ¡Se zampó tantas conservas, que se le fastidió el hígado! ¡Ya pesa la mitad de lo que pesaba, y no come! ¡No va a durar mucho!

Pek dejó de sonreír y observó al hijo de Jin con gran atención. El niño no era un extraño de paso en el valle. Por tanto, le trató con un interés sobrio que contrastaba con el tono sociable de su conversación conmigo. Sin embargo, recobrando enseguida su gran sonrisa afable y frunciendo las cejas como si se reprochase algo a sí mismo, dijo:

—Mientras ello no obstaculice la demolición y el transporte del almacén, no tienen por qué moverse de la casita. Aunque tendrán que aguantar muchas molestias mientras dure el derribo. —Al decirlo, dejó una pausa entre cada frase, como si quisiera impresionar la memoria del chaval, y añadió—: Ahora bien, si se quedan hasta después de terminar las obras del almacén, no les pagaré indemnización por el desalojo.

Al oírlo, el hijo de Jin, mostrando su enfado con la cabeza torcida como un gallo, se alejó de nosotros. En su corazón había vuelto a renacer el odio hacia el Emperador de los Supermercados. Al darme la espalda, también parecía indicarme que mi falta de oposición a las palabras de Pek me había hecho perder el último vestigio de su amistad.

—Vamos a derribar una parte del muro del almacén para hacer el estudio preliminar de la demolición —dijo Pek mientras mirábamos alejarse al muchacho—. Me he traído a unos estudiantes de arquitectura.

Subimos en grupo por el camino en dirección al almacén. Los estudiantes, todos ellos pecosos, con cuerpos de luchadores y las cabezas fuertes en forma de balas de cañón, poco comunicativos, ni siquiera susurraban entre sí. Al entrar en el jardín, Pek dijo:

—Si queda algún objeto de valor en el almacén, haga el favor de sacarlo.

Por mera formalidad, saqué sólo el abanico pintado, en el que las letras de John Manjiro eran ya ilegibles. Uno de los jóvenes sacó las herramientas que llevaba en un saco al hombro y las ordenó en el suelo, delante del almacén, y los niños que miraban se echaron para atrás como si fueran armas. Mientras sacaban primero las puertas corredizas, los tatami y demás al exterior, los jóvenes se comportaron casi con reverencia. Pero después de que Pek les diera instrucciones en coreano en mitad del trabajo, empezaron a comportarse como una brigada de demolición. Al derribar los jóvenes la pared de la planta baja que miraba al valle, la tierra seca y las varillas de bambú que habían formado la pared durante más de cien años volaron por los aires y cayeron sobre las cabezas de los niños del valle que miraban y la mía. Los jóvenes que se turnaban con el mazo no parecían prestar mucha atención al equilibrio de la estructura o las paredes del almacén después del derribo. Lo mismo podía decirse de Pek, que daba instrucciones de pie, sin importarle el polvo que se levantaba. Parecía un claro desafío violento a las gentes del valle. Al derribar con el mazo las paredes del almacén, símbolo de la más antigua presencia de vida en el valle, parecía que Pek y los suyos dieran a entender que, de desearlo, podían destruir la vida de todas las gentes del valle. Los niños, que observaban los trabajos conteniendo la respiración, se habían dado cuenta, y ningún adulto subió desde el valle, inundado por el polvo, a protestar. Aunque las paredes se caían de viejas, seguían sosteniendo el tejado, cuyas tejas pesaban tanto como hacía un siglo, y me preocupó si al derribar parte de aquellas no se caería todo el almacén bajo el fuerte viento; de pronto, sospeché que Pek no había tenido nunca la intención de llevarse la estructura del almacén, con sus grandes vigas, para levantarla de nuevo en la capital, sino que lo había comprado por el simple placer de destruirlo delante de la gente del valle. Poco después, habían derribado casi un tercio de la pared que daba al valle, desde el techo hasta el suelo, y quitaban con palas los restos que el viento había dejado. Detrás de Pek, junto a los niños que miraban, contemplé el interior del almacén expuesto con crueldad a la luz intensa del día. Recordaba un escenario abierto de cara al valle, y esa impresión no tardaría en reproducirse en mis sueños. Parecía extrañamente pequeño, y se apreciaban con claridad las distintas irregularidades del interior. Los recuerdos de cien años de oscuridad habían desaparecido ya de allí, y mientras lo contemplaba el recuerdo de mi hermano S tumbado allí inmóvil, vuelto hacia la pared del fondo, también se fue desvaneciendo. El espacio dejado libre por la pared derribada permitía una vista del valle que resultaba insólita: se veía el campo de fútbol donde Takashi entrenaba a los jóvenes y el curso del río, ahora castaño a causa del deshielo.

—¿No tendrá una palanca de hierro? —Pek había estado hablando en coreano con los estudiantes de arquitectura, que habían terminado su trabajo preliminar, y se dirigió a mí, haciendo que los niños se echaran para atrás al pasar entre ellos, para hablarme con su invariable sonrisa y el ceño fruncido—. Quiero levantar un poco las tablas del suelo para ver cómo está el sótano. Como esos sótanos tienen paredes y suelos de piedra, tendremos que traer más hombres para llevárnoslo.

—¡Pero si no hay sótano!

—Tiene que haberlo por fuerza —dijo uno de los estudiantes, que tenía la cara blanca de polvo, con una seguridad que hizo trizas mi anterior convicción—. Fíjese en que el piso está levantado sobre el nivel del terreno.

Le llevé hasta el cobertizo donde se guardaban las herramientas con las que la gente del pueblo arreglaba el camino para que cogiera una palanca de hierro. A la entrada del cobertizo estaban amontonadas las armas que hicieron con las peladoras de mitsumata. Al día siguiente de la muerte de Takashi, los jóvenes que se habían apartado de él las habían abandonado en el jardín, de donde las recogí para guardarlas allí. Sacamos una palanca de hierro oxidada del suelo del cobertizo. Sin creer del todo en la posibilidad de que hubiera un sótano, me quedé con Pek en la puerta del almacén, observando a los jóvenes mientras separaban las planchas de madera del suelo. La vieja madera se rompía enseguida, y los que mirábamos tuvimos que cambiar el cuerpo de dirección para evitar la polvareda que volvía a levantarse. De pronto, desde el fondo del almacén se levantó una humareda negra y húmeda, que se dirigía hacia nosotros lentamente, como el chorro de tinta de un pulpo visto por una cámara submarina. Mientras nos agachábamos para evitarla, oímos el ruido continuado de los jóvenes que seguían separando las tablas. Poco después, cuando Pek y yo entramos en el almacén al posarse el polvo, descubrimos una larga abertura en el suelo, desde la tokonoma hasta el fondo, en cuyo fondo había un espacio oscuro. Apareció por allí la cabeza de un joven sonriente, que habló a Pek en coreano diciéndole algo con voz alegre, al tiempo que le entregaba las tapas podridas de un libro.

—¡Dice que debajo del suelo hay un sótano de piedra estupendo! ¿De verdad que no lo sabía? —dijo Pek, de buen humor—. Hay un montón de postes que impiden el paso, pero tiene dos cuartos comunicados, uno delantero y otro trasero, y en el primero hay pozo y retrete. Dice que está lleno de libros como este y papeles viejos. ¿No esconderían aquí a un loco o a un desertor?

En la tapa sucia del libro que tenía en la mano, leí Prontuario de preguntas y respuestas sobre el Gobierno, por los Tres borrachos y el nombre de la editorial, Tokyo Shüseisha. Cogido por sorpresa, quedé a la deriva azotado por las olas del más profundo desconcierto. La impresión recibida hizo mella dentro de mí, una mella que fue aumentando de tamaño hasta convertirse en una revelación. La misma que ocupaba mi cabeza aquella noche, sentado en la oscuridad del sótano.

—En el lado del muro de piedra hay varios tragaluces, pero no pueden verse desde fuera. —Pek tradujo lo que le decía otro joven, sumergido bajo el suelo—. ¿Quiere entrar?

Moví la cabeza, sin poder decir palabra, ebrio aún por la revelación, que seguía concretándose con claridad. Su eje central era la certeza cada vez mayor de que, después de la revuelta del año de Man’en, el hermano menor del bisabuelo no había huido por el bosque, abandonando a sus camaradas, para emprender una vida nueva. Aunque no pudo evitar que les cortaran el cuello, se había castigado a sí mismo. Se encerró en el sótano desde el día del exterminio, manteniendo su integridad como cabecilla de la revuelta, si bien de forma pasiva, sin renegar jamás de sus convicciones. No había duda de que las distintas cartas que dejó escritas las debió escribir en su escondite a intervalos de su lectura, al imaginarse las cartas que debía haber escrito si hubiera podido pasar su vida en otro lugar, pasando poco a poco de los sueños juveniles de aventuras a las ilusiones más tristes y realistas de la madurez, y que las había entregado a quien le pasaba la comida. La tapa del libro que encontraron en el sótano era la sencilla explicación del origen de los párrafos que el hermano del bisabuelo había dedicado a la Constitución en su carta. La verdadera razón por la que a todas las cartas les faltaba el remite, era que quien las había escrito no había salido jamás de aquel sótano para ir a ninguna parte. De igual modo, toda comunicación del bisabuelo con él debió hacerse sólo mediante cartas. Le debía haber resultado muy difícil, leyendo apasionadamente cuantas publicaciones le pasaban al sótano, estirando su poder de imaginación con los anuncios del periódico de Yokohama para los estudiantes que iban a estudiar a América, o con los balleneros de las Ogasawara, al transcurrir su vida en aquella prisión voluntaria, conocer incluso los acontecimientos familiares más normales que ocurrían al lado mismo de su escondite. En el fondo del sótano, debió aguzar los oídos para enterarse de cuanto sucedía, y se preocupó con ansiedad por el paradero de su sobrino en el frente, al que tal vez nunca conoció, pese a vivir tan cerca, y de quien tan encarecidamente pedía noticias a los que vivían en la superficie.

Cuando iba a regresar a la casona, con la cabeza dándome vueltas a causa de aquella extraordinaria revelación, Pek se dirigió a mí de improviso para hablarme del incidente del verano de 1945. Debió de sentir ganas de hablarme de aquello para tratar de sonsacarme las causas de mi silencio y mi tensión, demasiado profundos para ser consecuencia de la conmoción por el descubrimiento del sótano.

—¿Sabe una cosa? A su hermano mayor, el que volvió licenciado del ejército, el que murió en el campamento, no se sabe con certeza si lo matamos nosotros o si fueron los japoneses del valle. Y es que se metió en medio de la pelea a palos entre ambos bandos, indefenso, se quedó con los brazos caídos, y lo mataron. O sea, que lo matamos a palos entre nosotros y los japoneses. ¡Aquel muchacho también era una persona fuera de lo común!

Pek se calló y permaneció a la espera de mi reacción; sin decir palabra, asentí con la cabeza, como queriendo decir «Sí, así debió de ocurrir, así era mi hermano», y me volví a la casona, cerrando la puerta de madera a mis espaldas para escapar de la polvareda que me perseguía.

Me dirigí después hacia la penumbra al lado del hogar y dije en voz baja «¡Taka!», pero recordé inmediatamente que estaba muerto y lamenté su ausencia con mayor dolor que nunca desde su suicidio. Takashi era quien más derecho tenía a conocer las nuevas revelaciones del almacén. Mi ojo, que se acostumbraba a la oscuridad, comenzó a vislumbrar la cara hinchada y casi mecánicamente redonda de mi mujer, que me miraba recelosa.

—¡Había un sótano en el almacén! El hermano menor del bisabuelo se pasó la vida encerrado allí como castigo por haber sido caudillo de la revuelta. Takashi murió lleno de vergüenza por el hermano del bisabuelo, y por sí mismo, pero lo cierto es que nuestro antepasado vivió una vida totalmente distinta de lo que pensábamos, ¡me acabo de enterar! ¡Taka no tenía por qué haberse sentido avergonzado del hermano del bisabuelo! —le comuniqué a mi esposa, cada vez más convencido.

Sin embargo, ella me respondió a gritos:

—¡Fue Mitsu quien hizo que Taka se sintiera avergonzado cuando estaba al filo de la muerte! Tú abandonaste a Taka a su vergüenza. ¡Es demasiado tarde para decir eso!

Divagando acerca de mi nuevo descubrimiento, esperaba, lógicamente, algunas palabras de consuelo, pero nunca hubiera imaginado que mi mujer aprovecharía aquel momento para atacarme. Me quedé paralizado, atrapado entre los pensamientos que evocaba en mí el descubrimiento del sótano y la clara hostilidad de mi mujer.

—No creo que indujeses a Taka al suicidio. Pero le atosigaste hasta que buscó la muerte más patética y vergonzosa. Le empujaste una y otra vez hacia el interior del círculo de su vergüenza, hasta que no le quedó más salida que esa muerte trágica —dijo mi mujer—. A pesar de que sabías que eras la única persona que podía ayudar a Taka, debilitado por la pena y el terror, a vencer su miedo a la muerte, rechazaste la oferta de sus ojos, Mitsu. Cuando te repitió que le dijeras por qué le odiabas, en vez de asegurarle que no era cierto, te reíste fríamente del pobre Taka, haciéndole sentir doblemente avergonzado. Mitsu, le abandonaste, y no tuvo más remedio que volarse la cara en pedazos, sumido en una pena sin igual. Y encima, después de que ha muerto, cuando ya no es posible volver atrás, vienes a decirme que Taka no tenía ningún motivo especial por el que debiera avergonzarse del hermano del bisabuelo. Aunque no le hubiera servido de ayuda para seguir viviendo, es posible que el conocimiento de la vida del hermano de vuestro bisabuelo le hubiera servido, al menos, para confortar su alma, aquel día, ¿no? Si le hubieras dicho entonces a Taka lo que tratas de decirle ahora que está muerto, es posible que su suicidio no hubiera sido tan espantoso, ¿no?

—Lo que te he dicho ahora se acaba de descubrir al empezar el Emperador de los Supermercados a hacer los estudios preliminares para desmontar el almacén. Aquella noche no podía imaginar siquiera algo semejante. Pero ahora resulta que el hermano del bisabuelo se encerró en el sótano del almacén y vivió así hasta el fin de sus días.

—Mitsu, ahora que Taka está muerto, ¿qué diferencia puede haber entre lo que sepas y lo que no sepas? Te basta con gritar en tus sueños «¡Yo os abandoné!», derramando lágrimas para consolarte a ti mismo por las personas que han muerto desesperadas, de las que tú te desentendiste, ¿verdad? Así ha sido, así es ahora y, en el futuro, así será siempre. ¡Por mucho que todos los nuevos descubrimientos te hagan llorar, no les servirá de consuelo a quienes han muerto tan horriblemente desesperados!

Finalmente, opté por callarme, y me quedé contemplando sus ojos llenos de odio, alrededor de los cuales las arrugas parecían haberse endurecido como pegamento seco. No le había mencionado la confesión de Takashi sobre su incestuoso adulterio. Aunque se lo hubiera contado, sólo habría servido para que me contestara, muy justificadamente, que, si después de escuchar su confesión, le hubiera dicho que ya había purgado lo suficiente su culpa al haber vivido tantos años abrumado por su peso, habría aliviado hasta cierto punto el horror de su suicidio. El fulgor vengativo desapareció de aquellos ojos que me miraban llenos de odio, y fue sustituido por la tristeza.

—Aunque supongamos que se haya producido un nuevo descubrimiento, que sin duda hubiera evitado que Taka se suicidase tan patéticamente, ahora es lo más cruel que pueda decirse —señaló, y rompió a llorar, como si la dura cáscara del odio se hubiera roto para dejar salir la blanda yema de la pena. Al rato, recuperada del llanto, con determinación, convencida de que yo había adivinado ya la verdad, prosiguió—: He pasado las dos últimas semanas considerando si debía abortar o no, pero he decidido tener el hijo de Taka. No tengo ganas de cometer otra crueldad más con él.

Acto seguido, volvió la cara hacia la oscuridad más profunda del fondo y se encerró en sí misma, en una clara actitud de rechazar cualquier respuesta por mi parte. Me quedé mirando la ahusada figura de espaldas, que tenía las caderas rotundas de las recién embarazadas. Me hizo recordar el sentido de equilibrio absoluto que mostraban tanto su cuerpo como su mente cuando estuvo embarazada de mi hijo. Y comprendí el auténtico significado de su determinación de parir el hijo de Takashi, igual que se comprende físicamente la presencia de una roca al verla. Esa comprensión se asentó dentro de mí sin provocar la menor perturbación de mis emociones. Al volver al jardín principal, el Emperador de los Supermercados estaba en la puerta del almacén, con los pies separados, dando instrucciones en coreano a grandes voces, y sus infantiles espectadores miraban entusiasmados formando un círculo a su espalda, sin que ninguno reparase en mí. Pensé en ir de visita al templo y contarle al monje lo del nuevo descubrimiento y la revelación que me había inspirado, y me dirigí con paso apresurado hacia el valle, cruzando el viento áspero y cargado de tierra. Cuando leí la «Relación del levantamiento campesino en el pueblo de Okubo» que me había dejado el monje, descubrí un pasaje extraño. El descubrimiento del sótano lo había hecho resaltar vivamente en mi memoria, y ahora formaba el núcleo de mi revelación, convenciéndome de que el hermano del bisabuelo había vivido confinado en el almacén.

La «Relación del levantamiento campesino en el pueblo de Ōkubo» era un librito, con comentarios y notas, que el abuelo había compilado en relación con los disturbios del año 4 de Meiji[91], desde el punto de vista de autoridades y pueblo.

a) El incidente —decía el librito— se conoce habitualmente como los disturbios de Ōkubo.

b) Los habitantes de Ōkubo cortaron un bosque de bambú e hicieron lanzas para todos.

c) La causa de los disturbios fue el rechazo al nuevo gobierno, y en concreto a las vacunaciones obligatorias contra la viruela y a la expresión «impuesto de sangre» que usaban las notificaciones oficiales para referirse al servicio militar, lo que dio lugar a que se rumorease que se les quitaba sangre a los ciudadanos para venderla a los extranjeros, rumor que provocó la revuelta.

d) No se investigó a los cabecillas ni a los demás implicados en la revuelta, y no se condenó a nadie.

El pasaje en que relataba los acontecimientos de la revuelta desde la perspectiva de las autoridades era el siguiente:

El decreto promulgado en julio del año 4 de Meiji, que abolía los clanes y establecía las provincias, provocó la oposición de los conservadores habitantes del pueblo de Ōkubo, partido judicial de XX, y a principios de agosto del mismo año llegaron noticias de una conspiración destinada a oponerse a las nuevas medidas. Se despachó inmediatamente a un funcionario para explicarlas, pero ni siquiera así se convencieron. Incitando a los habitantes de los demás pueblos a unírsele, el populacho se reunió en el lecho seco del río al norte del castillo de Ohama (a unos 15 cho[92] de la capital de la provincia) en la noche del mismo día. El descontento se extendió con prontitud hasta arrastrar a setenta pueblos. Para el día 12 del mismo mes, la chusma casi alcanzaba las cuarenta mil almas. Se entretenían disparando sus armas al aire, dando gritos de guerra y divulgando falsos rumores. Pronto llegaron a Ohama, armados de pistolas y lanzas de bambú, y se adueñaron de las calles. Según sus rumores, el regreso del ex gobernador a Tokio era idea del consejero jefe, el servicio militar era para sacarle sangre al pueblo y la vacunación era una estratagema para envenenar a quienes se oponían al gobierno, así como otras invenciones demasiado numerosas para mencionarlas. Se comportaron con creciente salvajismo. La muchedumbre se quedó donde estaba, sin presentar más demandas, hasta que la sede del gobierno provincial quedó prácticamente asediada. Los funcionarios enviados a calmarlos se entrevistaron finalmente con el caudillo de los alborotadores, quien insistió en que el ex gobernador no regresara a Tokio, se restaurase la forma de gobierno anterior a la Restauración, se despidiera a los actuales funcionarios y se devolviese el gobierno a la administración anterior. El día 13, cuando parecían dispuestos a lanzarse al asalto del gobierno provincial, se decidió llamar a las tropas para detenerlos, lo que les hizo vacilar, y el asalto se suspendió. Sin embargo, la asamblea provincial fue presa

del caos. Se volvió atrás en la actitud anterior, pues muchos diputados se oponían a la represión por la fuerza de los disturbios, y se decidió convocar a varios funcionarios de antes de la Restauración para hacerse cargo de la situación. El día 15, el ex gobernador apareció en persona para razonar con la chusma, empero se resistieron a disolverse. Al anochecer de aquel día, el consejero jefe abandonó de repente la sede del gobierno provincial, y poco después se supo que se había quitado la vida en su casa.

Los revoltosos se conmovieron grandemente al saber la noticia y comenzaron a disolverse lentamente. Por la tarde del 16, la situación estaba dominada y los funcionarios enviados a negociar regresaron sin excepción a la sede del gobierno provincial.

El texto que reflejaba el punto de vista del pueblo, más que una crónica, era un relato idealizado de la revuelta, en el que se hace referencia al caudillo, es decir, el «representante jefe» que negoció con las autoridades, describiéndole como «un hombre alto, de unos seis shaku[93], cabellos largos y orígenes desconocidos». Otro pasaje decía: «El extraño de los cabellos largos a quien se presenta en este episodio era persona a fe extraordinaria, grande, de más de seis shaku de estatura, con la espalda encorvada y rostro pálido, y a pesar de su extraño aspecto, su elocuencia no tenía rival por estos pagos». En cuanto a la escasa veracidad de que los participantes en la revuelta no tuvieran idea de quién era su caudillo, en una comunidad rural tan pequeña, el abuelo se conformó con añadir al pie la siguiente nota, muy poco plausible: «Nota: la mayoría de los revoltosos se habían pintado las caras de negro con tizones, siendo imposible distinguir a un hombre de otro», así que era imposible responder a la pregunta, que él mismo había hecho, de quién era aquel extraño personaje. En el último párrafo relativo a él dice: «El día 16, tras pronunciar un discurso en las afueras del pueblo de Ōkubo en que ordenaba a los revoltosos que se disolvieran, el cabecilla gigantesco desapareció de la faz de la tierra sin dejar rastro». Después ya no había ninguna referencia más al misterioso cabecilla.

La excelencia de las dotes de mando de aquel hombretón cargado de hombros quedó patente en la hábil estrategia con que rodeó la sede del gobierno provincial, atosigando al enemigo sin provocar la intervención de las tropas y manteniendo un delicado equilibrio de poderes entre el pueblo y las autoridades hasta que cambió el curso del debate en la asamblea, pero el abuelo añadió la siguiente alabanza: «Lo más extraordinario es que nadie resultara herido en los disturbios. Hacen falta grandes dotes de mando para organizar semejante revuelta sin que hubiera que lamentar bajas».

Fue así como se reforzó mi convicción de que el hombretón cargado de hombros y de pálido rostro era el hermano del bisabuelo, que había vuelto a aparecer de repente a la luz pública después de pasarse diez años encerrado en el almacén, cavilando sobre la revuelta de Man’en. Había invertido todo lo cosechado en más de diez años de autocrítica en un levantamiento que, a diferencia del primero, sangriento y de dudoso éxito, logró que no hubiera bajas entre los participantes en la revuelta ni en los espectadores, empujó al suicidio al consejero jefe, blanco de la revuelta, y, encima, consiguió que los revoltosos escaparan sin castigo.

En la sala principal del templo, donde seguía colgado el cuadro del infierno que mi mujer y yo fuimos a ver con Takashi, le conté al monje mis conclusiones, convenciéndome de su veracidad según le hablaba.

—¿Cree que los campesinos, en una época de cambios, suspicaces por las heridas de la revuelta de Man’en, iban a conferir el mando de su levantamiento a un extraño al que no conocían de nada? No es posible. Ahora, habiéndose presentado delante de ellos el caudillo resucitado de la revuelta, el legendario jefe de la revuelta de Man’en, los campesinos se levantaron a sus órdenes. A juzgar por los resultados prácticos de la revuelta del año 4 de Meiji, su objetivo principal era político, consistente en echar del poder al consejero jefe. Sin duda, debieron pensar que era necesario para mejorar las condiciones de vida de los campesinos. Sin embargo, estos no se levantarían siguiendo esa consigna. Así que, el recluso por voluntad propia, que había estado leyendo las últimas publicaciones, aprovechó lo de las vacunas y la ambigüedad del término «impuesto de sangre», pese a que a él no le cabía duda alguna de su significado, para incitar al pueblo y organizar los disturbios que acabaron con la derrota del todopoderoso consejero jefe. A continuación, regresó a su vida en el sótano, sin volver a aparecer ante nadie, y permaneció cautivo por voluntad propia más de veinte años. Yo así lo creo. Si Takashi y yo, aunque tratamos de saber qué fue del hermano del bisabuelo después de la revuelta de Man’en, no llegamos jamás a esa conclusión, fue porque perseguíamos a un fantasma que había escapado al monte.

La cara pequeña y bondadosa del monje se sonrojó1, aunque había mantenido su constante sonrisa mientras me escuchaba, y se tomó su tiempo antes de decir nada en contra o a favor. Todavía le molestaba la alegría que demostró ante mí en los días de la «revuelta», y ahora, por contra, mantenía una compostura exagerada ante mi agitación. Pero, al cabo, expuso una idea que corroboraba mi teoría.

—Pensándolo bien, a pesar de que el cabecilla cargado de hombros de la revuelta era una leyenda popular en el valle, no está entre los «espíritus» del baile del Nenbutsu, ¿verdad, Mitchan? Es posible que, temiendo duplicar el «espíritu» del hermano de vuestro bisabuelo, evitaran hacer otro «espíritu» distinto, ¿no? Por descontado que no es más que una prueba negativa, pero…

—Hablando del baile del Nenbutsu, el hecho de que los actores entraran en el almacén y, tras hacer los cumplidos de rigor, se quedaran a comer y a beber, ¿no tendría algo que ver con el largo encierro en el sótano del representante de los «espíritus»? Si así fuera, sería una prueba positiva. Creo que el abuelo, mientras escribía el librito, sabía perfectamente que el personaje gigantesco y cargado de hombros era su tío, y expresaba su afecto por él en secreto.

El monje no contestó directamente, como si quisiera evitar ver su propia hipótesis agrandada con mi fantasía, y mirando hacia el cuadro del infierno, dijo:

—Si la teoría de Mitchan es correcta, su bisabuelo debió encargar esa pintura pensando en su hermano, que todavía vivía en el sótano.

El cuadro me produjo la misma sensación profunda de paz que cuando lo vi junto con Takashi y mi mujer, pero esta vez no era una simple evocación pasiva de mi mente, sino que estaba separada de mí y presente en el cuadro en sí. Plasmando en palabras la emoción de la tela, sería exactamente la de una densa «ternura». Probablemente, quien encargó el cuadro exigió del artista que retratase esa esencia perfecta de la «ternura». Por descontado, debía pintar el infierno, pues su propósito era que sirviera de reposo al alma de su hermano que se enfrentaba solo a su propio infierno en su confinamiento de por vida. No obstante, el mar de fuego debía ser del color rojo como el del reverso de las hojas otoñales del cornejo cuando reciben la luz del sol, y las líneas de las olas de las llamas, suaves y delicadas como el bies de la falda de una mujer. El río de fuego debía ser, en la práctica, la mismísima «ternura». Al ser un cuadro para el reposo del alma de su hermano, que reunía en su persona tanto al alma torturada como al demonio que la torturaba, debía pintar con precisión el sufrimiento de las almas y la crueldad de los demonios. Mas, por mucho que las almas y los demonios tuvieran expresiones de agonía y de tortura, al mismo tiempo debían tener sus corazones unidos por una serena «ternura». De entre el montón de almas retratadas en el cuadro del infierno, uno de los hombres de pelo revuelto, caído con los brazos al cielo y las piernas abiertas bajo los golpes del demonio de la roca incandescente, o uno de los que tenían el trasero tan delgado como un triángulo y eran expulsados del río de fuego hacia el espacio de donde caía la lluvia de fuego, podría ser la representación del hermano del bisabuelo. Al pensarlo, sentí que empezaba a descubrir que todas las caras de las almas en pena tenían un aire familiar, y un ardor nostálgico sacudió lo más profundo de mi ser como si reconociera en ellos a mis propios antepasados.

—Al ver ese cuadro, Takachan se ponía de mal humor, ¿verdad? —dijo el monje, evocador—. Desde pequeño el cuadro siempre le había asustado, ¿no?

—¿No sería más bien que Taka no se asustaba tanto del cuadro como de la «ternura» en él representada, que se negaba a ver? Al menos, eso me parece ahora —dije—. Como Taka estaba tan empeñado en castigarse a sí mismo, y pensaba que debía vivir en un infierno aún más cruel, seguro que no soportaba un infierno «falso» como este, lleno de «ternura» y suavidad. Creo que Taka se esforzó en conservar la crueldad de su propio infierno.

La sonrisa evocadora del monje desapareció gradualmente, y en su cara pequeña apareció una clara expresión de suspicacia. Yo ya sabía que, cuando le llevaban la contraria, su cara adoptaba una expresión cerrada y medio desafiante. Al fin y al cabo, no tenía ganas de explicarle todos los conflictos de mi alma a un monje que no sentía interés por cuanto no estuviera relacionado con la vida del valle. Para mí, el cuadro del infierno era otra prueba positiva. Para mi revisión de los juicios que había emitido acerca del hermano menor de mi bisabuelo y de Takashi, bastaban esas nuevas pruebas. A mitad de camino hacia la puerta principal del templo, el monje, mientras me acompañaba, me explicó la situación de los jóvenes del valle después de la «revuelta».

—El joven que quería demostrar su resistencia al frío, el que estaba con Takachan, ¿recuerda?, se va a presentar a concejal en las primeras elecciones después de la fusión de los municipios. Aunque pueda parecer que la «revuelta» de Takachan fue un total descalabro, cuando menos ha servido para remover las rígidas estructuras sociales del valle, ¿no? Dicho con sencillez, los gamberros del grupo de Taka han extendido su influencia entre las gentes de orden y conservadoras, y parece que van a tener un concejal. Bien pensado, la «revuelta» ha resultado eficaz para el futuro de todo el valle, Mitchan. La verdad es que esa «revuelta», de momento, ha servido para restablecer las relaciones sociales verticales entre la gente del valle y ha reforzado enormemente las relaciones horizontales de los jóvenes. Mitchan, creo que por fin tenemos una buena base para una perspectiva de desarrollo futuro del valle. Lo siento por S’ji y por Takachan, pero su sacrificio no fue en vano.

Al regresar a la casona, el Emperador de los Supermercados ya se había marchado del almacén, y los niños que se habían quedado mirando la pared derribada y las tablas levantadas que llevaban al sótano, al empezar a caer las sombras del atardecer emprendieron el vuelo camino abajo como una bandada de pájaros. También cuando yo era niño, al contrario que los hijos de los «rústicos», que difícilmente dejaban de jugar aunque se hiciera de noche, los del valle, aparte de los días señalados como festivos, en el momento en que empezaba el crepúsculo corrían a sus casas; y los niños modernos, aunque ya no se asustaran del Chosokabe que venía del bosque, no habían cambiado de costumbres.

Mi mujer me había dejado para la cena un bocadillo de carne ahumada, que había comprado en el supermercado, en un plato al lado del hogar, mientras ella estaba acostada al fondo, como protegiendo el feto con devoción. Envolví el bocadillo en papel de cera y lo metí en el bolsillo del abrigo, y busqué una botella de whisky vacía y otra llena en el cobertizo del Sedawa. Lavé la vacía y la llené de agua caliente, que no tardaría en enfriarse hasta que dolieran las encías al bebería como si fuera agua helada. Tenía que pensar que el frío de la madrugada sería considerable. Con la intención de sacar algunas mantas más, caminé de puntillas hasta donde estaba mi mujer, pero no dormía.

—He estado pensando, Mitsu —dijo con dureza, como si pensara que iba a cometer la locura de colarme bajo la manta a su lado—. Al recordar de nuevo las distintas pequeñeces de nuestra vida matrimonial, creo que ha habido muchas cosas en que, al estar bajo tu influencia, he dejado que compartieras la responsabilidad de mis propias decisiones. Cuando tú abandonabas a alguien, yo también lo hacía a tu lado, me sumaba a tu responsabilidad. Pero ahora, eso me inquieta mucho, Mitsu. Voy a reconsiderar lo del niño del centro médico y lo del que va a nacer por mi propia cuenta, independiente de ti.

—Efectivamente, como no se puede uno fiar de mis decisiones… —dije con desánimo, y continué hablándome a mí mismo—: Voy a encerrarme en el sótano del almacén para reflexionar. Habiendo aparecido una nueva evidencia, tengo que deshacerme de mis prejuicios y revisar mis juicios sobre el hermano de mi bisabuelo y Takashi. A pesar de que comprenderles con justicia no les servirá ahora que están muertos, es preciso que lo haga.

Y al penetrar en el sótano, empecé a reflexionar, sentándome en cuclillas con la espalda contra la pared blanca del fondo, como lo debía haber hecho un siglo antes el cautivo voluntario, envuelto en tres mantas liadas por encima del abrigo, mientras me comía el bocadillo regándolo con tragos de la botella de whisky y de la de agua templada, que no tardó en enfriarse (aunque no llegó a congelarse a causa del fuerte viento del sur que azotaba el valle). De una esquina del sótano, que nadie había pisado durante tan largos años, me llegaba el olor a moho de los fragmentos de libros y papeles viejos comidos por las polillas arremolinadas por el viento, de un viejo escritorio carcomido, y de un tatami podrido y seco. Las piedras húmedas del suelo, desgastadas y suaves al tacto, como una piel fría y sudorosa, también olían igual. El polvo fino, húmedo y pesado, que me cubría los orificios de la nariz, alrededor de los labios y hasta las órbitas de los ojos, ¿no me impediría transpirar por los poros de la piel? De pronto revivieron los recuerdos tortuosos del asma que tuve de niño, hacía veinticinco años. Al olerme la punta de los dedos, el polvo maloliente ya me los había ensuciado, y se fijaba a mis rodillas sin que pudiera quitarlo ni frotando con fuerza. Era probable que de las sombras de los rastrojos saliera sigilosa una araña, que, encerrada tanto tiempo en la oscuridad, hubiera crecido hasta el tamaño de un cangrejo pequeño, y me mordiera por detrás de la oreja. Al imaginarlo, me invadió una sensación de asco físico que me llegó hasta el tuétano, y la oscuridad delante de mis ojos se llenó de polillas enormes como calamares, de cochinillas grandes como las alpargatas de un gigante y de grillos del tamaño de perros.

Revisión de los juicios… pero aquí estaba el sótano, y si el hermano del bisabuelo hubiera seguido manteniendo su identity como caudillo de la revuelta hasta el fin de sus días, sólo con eso bastaría con derrumbar el juicio en el que había creído hasta entonces. También el suicidio de Takashi, que vivió en pos de remedar la vida del hermano del bisabuelo a la luz de la identity de este que se había forjado, adquiría los tintes de un final heroico para exponer toda la «verdad» en beneficio mío, del sobreviviente. A su vez, mi juicio acerca de Takashi se desmoronó inexorablemente. Dado que la imagen del hermano del bisabuelo, que yo siempre ridiculizaba cada vez que Takashi me la mostraba como una bandera al viento, no había sido ninguna fantasía, Takashi estaba ahora en una posición ventajosa.

En el fondo del sótano, donde las fuertes corrientes de aire agitaban la oscuridad, vi los ojos moribundos de un gato callejero atigrado que había criado desde mis días de estudiante hasta que me casé y mi mujer estaba a punto de quedarse embarazada, y el recuerdo del día infeliz en que lo atropellaron y de entre las patas le salía algo como una mano encarnada. Eran los ojos de un gato viejo, desesperadamente tranquilo, con sus iris amarillos brillando como un pequeño crisantemo. Los ojos de un gato que, a pesar de las ráfagas de electricidad estática del dolor que le recorrían el centro de los sentidos de su diminuto cerebro, se guardó en su interior el sufrimiento y permaneció tranquilo y sin expresión, al menos para quienes lo veían desde fuera. Los ojos de un gato que ocultó su agonía a los demás, como si no existiese, como algo que sólo a él le pertenecía. No tuve el poder de imaginarme qué sentían las personas que soportaban aquel infierno interior con unos ojos como los de mi gato, y siempre me mostré crítico con los esfuerzos de Takashi, que era una de aquellas personas, por encontrar algún camino hacia una nueva vida. Incluso rechacé su lastimosa solicitud de ayuda antes de su muerte. De ese modo, Takashi superó su infierno por sus propios medios. Mientras meditaba en aquella oscuridad sobre los ojos del gato que fue mi amigo durante tantos años, en los ojos de Takashi, en los ojos desconocidos del hermano del bisabuelo, todos aquellos ojos, que acabaron uniéndose con los ojos colorados como melocotones de mi esposa, fueron formando un círculo bien definido que se adhería con verdadera firmeza a mi experiencia. Ese círculo irá aumentando sin cesar durante las horas que me queden de vida, hasta que los cientos de ojos unidos se tornen estrellas de la noche del mundo de mi experiencia. Sintiendo la agónica vergüenza que descubría la luz de esas estrellas, seguía existiendo con mi único ojo, aventurándome al oscuro mundo exterior con ambigüedad, con la cobardía del ratón…

—¡Al revisar nuestros juicios, te juzgan a ti!

Y la multitud de ancianos saludó a las grandes vigas con los sombreros.

Como si realmente estuviese agachado delante de los jueces y del jurado de mi sueño, con los ojos cerrados para evitar sus miradas clavadas en mí, y la cabeza como si fuera una esfera extraña envuelta en el abrigo y en las mantas liadas sobre mis brazos, apenas respiré.

A diferencia de la sensación de existencia cierta de quienes han superado su propio infierno, ¿tendré que seguir viviendo sin ganas, día tras día, lleno de depresión y de ambigüedad incierta? ¿No habrá otro camino más cómodo para escapar a la oscuridad, abandonando aquello? Como en una secuencia de fotografías fijas, vi una serie de imágenes de otro yo que escapaba de mis pesados hombros inmóviles, con la pinta de una momia en su sarcófago, se ponía de pie, se arrastraba por entre la abertura de las tablas de suelo y ascendía una escalera empinada, con las ropas harapientas ondeando al viento que subía directamente del valle. Sobre todo, al ver a mi otro yo ilusorio en lo alto de la escalera mirando hacia el valle que se extendía abajo, por el hueco de la pared derribada, al mismo tiempo que seguía en cuclillas en el fondo del sótano, sentí el vértigo que hacía vomitar a la figura que estaba en mitad de la escalera, indefenso y paralizado ante el espacio profundo, negro y lleno de viento, y tuve que resistirme al dolor obtuso del centro de mi cabeza. Pero, cuando la figura fantasmal llegó justo debajo de las vigas de keyaki, comprendí de golpe que no podía ahorcarme porque no había comprendido aún la «verdad» que debía gritarles a quienes me sobrevivieran, y la ilusión se desvaneció. Yo no compartía aquel algo interior que había empujado a mi amigo a pintarse la cabeza de bermellón y suicidarse desnudo con un pepino en el ano. El ojo que debía haber estado mirando siempre la oscuridad llena de sangre del interior de mi cabeza, en realidad no había desempeñado papel alguno. Al no haber encontrado la «verdad», tampoco encontré en ninguna parte la fuerza de voluntad para dar una última patada en dirección a la muerte. No había ocurrido así con el hermano del bisabuelo ni con Takashi ante la muerte: ellos se habían cerciorado de su infierno, y lo superaron gritando la «verdad».

Como en ese instante el dolor de la derrota era tan real, cual agua hirviendo que me brotaba del pecho, me di cuenta de que, al igual que Takashi había ardido en deseos de oponerse a mí desde niño, yo había sido hostil a Takashi y a su ídolo, buscando sentido en una existencia plácida y tan distinta a la de ellos. Además, cuando a pesar de todo sufrí el accidente que me dejó tuerto, como si hubiese sido una persona habituada a la violencia, me pasé los días en el hospital matando moscas. Pero Takashi, a pesar de mis objeciones, había insistido en una serie de aventuras muy inciertas y más bien tramposas, y en el instante final que estuvo frente al cañón que le dejaría el torso desnudo como unas granadas reventadas, alcanzó su integración consigo mismo, garantizándose una identity que había ganado consistencia merced a su deseo de ser como el hermano del bisabuelo. En realidad, mi rechazo a su última petición no había tenido importancia alguna. No había duda de que Takashi había escuchado las voces del hermano del bisabuelo y las de los demás espíritus de la familia que habitaban en el almacén.

Con la ayuda de esas voces, se enfrentó al horror de su propia muerte para superar su propio infierno.

—Así es, dijiste la verdad —admití mansamente, bajo la mirada de los mismos espíritus familiares que me rodeaban y que antes miraron a Takashi en su muerte, perfectamente consciente de mi propia tristeza total. Sentía una sensación de fracaso que iba creciendo con la misma intensidad que el frío que agarrotaba cada vez más mi cuerpo. Silbé con un sonido patético, sintiéndome desesperado y masoquista, invocando al Chosokabe, pero lógicamente no vino a destruir el almacén y enterrarme vivo. Pasé varias horas postrado, tiritando como un perro escaldado. Por fin, las aberturas de las tablas por encima de mi cabeza y los tragaluces secretos de las paredes se llenaron de blanco. El viento había amainado ya. Apremiado por la urgencia de orinar, estiré las extremidades entumecidas por el frío y saqué la cabeza por encima del suelo. El bosque que ocupaba casi todo el hueco de la pared derribada seguía sombrío y envuelto en la niebla, con un halo ínfimo de color púrpura que reflejaba el amanecer, pero en la esquina superior derecha del boquete se veía el cielo en llamas. Había visto ese mismo color rojo de fuego en el revés de las hojas de cornejo cuando estaba hundido en el pozo del patio, antes del amanecer, y despertó en mí el recuerdo del cuadro del infierno del valle y sentí que percibía una señal. El significado de aquella señal, incierto entonces, me resultó ahora fácilmente comprensible. El color rojo de la «ternura» del cuadro era en su esencia más simple el color de la autoconsolación, el color de los seres que tratan de continuar con tranquilidad sus vidas reales, estables y ambiguas, esforzándose por olvidar las penalidades de aquellas personas horribles que superan a pecho su propio infierno. En definitiva, el bisabuelo debió encargar aquel cuadro del infierno para el reposo de su propia alma. Y los únicos a quienes el cuadro inspiraba consuelo fueron sus descendientes, quienes, como el abuelo y yo mismo, siguieron sus vidas llenos de vagas aprensiones, sin deseos de dejar crecer en su interior aquella fuerza inconstante de su alma.

De pie y en silencio en la penumbra, justo al lado de fuera de la entrada de la que habían quitado varias puertas correderas, alguien miró mi cabeza, que desde arriba debía parecer una sandía rodando por el suelo, moviéndose imperceptiblemente. Era mi mujer. ¿Cómo demonios puede una persona que saca la cabeza por la abertura de unas tablas, que mira un parche rojizo del cielo al alba, tener palabras para saludar tan campante, y adoptar una actitud normal? Encogido como si de verdad me hubiese transformado en sandía, miré a mi mujer, sin más.

—¡Hola, Mitsu! —me dijo, con la voz endurecida por la tensión, pero dominada como si quisiera suavizar mi intranquilidad al ser pillado por sorpresa.

—Hola, puede que me hayas sorprendido, pero no me he vuelto loco.

—Ya sé que tienes la costumbre de reflexionar en el fondo de los pozos. También en Tokio lo hiciste una vez.

—Siempre he creído que aquella mañana estuviste dormida todo el tiempo, ¿sabes? —dije cansado y mortificado.

—Hasta que llegó el lechero y te devolvió al mundo de la superficie, te estuve vigilando desde la ventana de la cocina, pues temía que sucediera algo horrible —contestó recordando, y tras guardar silencio añadió con voz enérgica, como si quisiera animarnos a los dos—: Mitsu, ¿crees que podemos empezar juntos de nuevo? ¿No podremos empezar de nuevo los dos, con el niño del centro médico y con el que va a nacer? He estado pensando mucho tiempo, y lo he decidido por mi cuenta, y he venido a preguntarte si sería posible. Y ya que estabas reflexionando, como he pensado que tenía que esperar hasta que salieras de ahí por tu propia voluntad, he aguardado de pie. Tenía más miedo que cuando lo del pozo del patio, pues me preocupaba que el viento pudiera tirar el almacén, inestable por haber derribado la pared, y cuando oí los silbidos que venían del fondo, me asusté de verdad. Pero no creí tener derecho a llamarte para que salieras, así que te esperé.

Hablaba muy despacio, y vi que se apretaba los lados del vientre con la cautela tensa de las embarazadas, lo que daba a su silueta negra la estabilidad del cuerpo ahusado, aun estando de pie. Al terminar de hablar, lloró un rato en silencio.

—Vamos a intentarlo. Voy a aceptar el trabajo de profesor de inglés —dije, tras suspirar profundamente, con el poco aire que me quedaba en los pulmones para pretender que lo decía convencido. A pesar de ello, mi voz sonó tan falsa, que me ardieron los oídos.

—No, Mitsu. Mientras tú trabajas en África, pienso regresar a casa de mis padres con los dos niños. Haz el favor de mandar un telegrama a la oficina de la expedición. ¿No has vivido tratando de borrar de ti la parte de Taka que llevas dentro con el fin de oponerte a él? Mitsu, ya que Taka está muerto, tienes que ser justo contigo mismo. Una vez que has comprendido que cuanto unía al hermano de tu bisabuelo con Taka no era una pura ilusión de este, ¿no crees que debes cerciorarte de lo que compartes con ellos? ¿No es más importante hacerlo ahora, si es que quieres seguir teniendo un recuerdo justo de Taka?

Sólo con hacer el trabajo de intérprete en África no me sería posible conseguirlo, pensé para mí mismo con sarcasmo, pero no tenía fuerzas para discutir con mi mujer.

—¿Si sacamos al niño del hospital, podrás conseguir que se adapte a nuestra vida? —conseguí decirle haciendo un esfuerzo.

—Mientras lo pensaba toda la noche, si nosotros tenemos ese valor, creo que al menos podemos empezar a intentarlo, Mitsu —dijo con una voz apenada que mostraba desánimo y cansancio. Temí que fuera a desmayarme. Traté de subir con suavidad hasta el suelo, agitando el cuerpo y dando patadas. Pero cuando logré llegar tras quedarme atascado un buen rato, al acercarme a mi esposa escuché una voz interior que recitaba con la misma sencillez que ellos lo que los amigos de Takashi habían dicho cuando anunciaron sus intenciones de casarse: «Como Taka ya está muerto, tenemos que continuar solos». Y no tuve intención de acallarla.

—Me aposté conmigo misma, toda la noche, una apuesta horrible, Mitsu: si salías sano y salvo de ahí, aceptarías mis ruegos.

Tembló un instante, con voz llorosa, infantilmente preocupada.

La mañana que mi mujer se decidió a marcharse de la hondonada, cruzando el puente cuyas reparaciones ya habían comenzado, temerosa por los efectos del viaje sobre el feto, un hombre del valle vino a despedirse de nosotros trayendo una nueva máscara de madera. Era la máscara de una persona cuya cara parecía una granada abierta, y cuyos ojos cerrados tenían incontables clavos. El hombre era el fabricante de tatamis que se había marchado del valle, y a quien habían vuelto a invitar para revivir el baile del Nenbutsu aquel verano. Hasta la fiesta del Bon, y merced al presupuesto extraordinario por la fusión de los municipios, aparte del nuevo salón de actos del pueblo, estaba trabajando en varios encargos que le habían hecho, y, al mismo tiempo, preparaba todos los planes para los nuevos disfraces de los «espíritus». Le dimos la chaqueta y el pantalón que vestía Takashi cuando volvió de los Estados Unidos, para que se disfrazara el actor que llevara la máscara del «espíritu» de Takashi.

—Hay varios jóvenes que se disputan el privilegio de bajar del bosque con esta máscara —dijo el fabricante de tatamis, con orgullo.

Atravesamos el bosque, mi mujer, el feto y yo, y nos marchamos; nunca volveríamos a visitar el valle. Si el recuerdo de Takashi ya era compartido por sus habitantes en forma de «espíritu», no hacía falta que nosotros atendiéramos su tumba. Mi lugar de trabajo, tras salir del valle, durante los días en que mi mujer trataría de devolver a nuestro mundo al hijo que sacaríamos del centro médico, mientras esperaba el parto de otro bebé, sería la vida en África, gritando en swahili con un salacot en la cabeza, escribiendo a máquina en inglés día y noche, demasiado ocupado para indagar qué ocurría en mi interior, sucio de sudor y polvo. No esperaba que ante mis ojos de intérprete oficial de la expedición, que se emboscaría para capturar animales en las sabanas, apareciera un elefante gigante con la palabra «esperanza» pintada en la tripa, pero una vez aceptado el trabajo, hay momentos en que pienso que he comenzado una nueva vida. Cuando menos, allí me será fácil levantar una choza de ramas y paja.