12. EL CAMINO PARA HUIR DE LA DSESESPERACIÓN

Muero en la desesperación. ¿Es que ni ahora podéis entender el significado de estas palabras? De ningún modo es simplemente morir. ¿No sería mejor decir que es morir en la vergüenza, el odio y el miedo, arrepintiéndose de haber nacido?

J. P. SARTRE

Mi mujer, el muchacho y yo caminamos en silencio, hundiendo los talones en el barrizal semihelado del jardín. Al mirar el valle, sumido en la oscuridad y lleno de un vacío silencioso, se me antojó un pozo sin fondo del que subía un viento frío y húmedo. La puerta de la casona estaba abierta. Como si nos rechazara la tenue luz del interior que nos bañaba, nos quedamos los tres indecisos, formando una piña, hasta que decidimos entrar en la doma. Takashi, sentado junto al fogón con la cabeza gacha, tenía la escopeta abierta y le sacaba brillo con una mano como si lo hubiera hecho toda la vida. En la oscuridad de la doma, frente a él, inmóvil y de pie, estaba un hombrecillo que tembló al oír el ruido que hicimos al entrar, pero apenas si pudo volver la cabeza hacia nosotros, pues estaba tan rígido a causa de la tensión que parecía a punto de caerse en cualquier momento. Era Gii el Eremita.

Takashi interrumpió su tarea con desgana y levantó la vista hacia nosotros. Su cara oscura estaba extrañamente torcida y al mismo tiempo parecía encogida. Tenía el pelo y la parte izquierda de la cara, desde la oreja hasta la comisura de los labios, manchados de algo negro y pegajoso. Se volvió hacia mí moviéndose despacio, como en sueños, y me tendió las dos manos abiertas. Tenía el meñique y el anular de la mano izquierda tapados con un vendaje ancho liado en varias vueltas, pero el resto de ambas manos estaba cubierto de manchas negras. No se había lavado las manos para limpiar la escopeta. Lo que le manchaba las manos y la cabeza era sangre. Retrocedí. Agitando las dos manos extendidas, con unos ojos que parecían los de un mono triste, al ver mi reacción soltó una risita débil, como si estuviera haciendo burbujas con los labios apretados, mientras me miraba de frente. Sobrecogido por la inhumanidad de aquella escena, retrocedí de nuevo. Mi mujer, que era la única que se había acercado al fogón, al oír aquella risita le dio un puñetazo en la boca. Luego se arrodilló, y por el escote del camisón le asomó un pecho redondo, como una pieza ilesa que se proyectara de una máquina rota. Se pasó la mano con que había golpeado a Takashi por el camisón, y hasta que no se limpió la sangre no se tapó el pecho. A Takashi se le heló la sonrisa y me miró inquisitivamente, sin volver la vista a quien le había golpeado. El labio superior se le llenó de sangre, ahora de su propia nariz. Frunció los labios y sorbió ruidosamente la sangre y gran cantidad de aire por los orificios de la nariz. Comprendí que se había tragado su propia sangre. La cara de Takashi se puso más y más oscura; parecía un tordo. Aquello era la prueba irrefutable de que mi hermano se había acostado con mi mujer. Al levantar esta la vista de Takashi para mirar a Gii, el eremita se escabulló torpemente hacia la oscuridad más allá del fogón, temeroso de que ahora le tocara recibir a él.

—Traté de violar a aquella bonita muchacha que Mitsu ya conoce, pero se resistió con toda su alma. Me dio patadas en el bajo vientre y trató de sacarme los ojos con las uñas. Se me subió la sangre a la cabeza, así que le puse una rodilla para arrinconarla contra la Roca de la Ballena y le sujeté las muñecas con una mano; luego cogí una piedra con la otra y le golpeé la cabeza. Gritaba «¡Déjame, déjame!» con la boca abierta, y movía la cabeza de un lado a otro, resistiéndose con todas sus fuerzas, pero la golpeé repetidamente con la piedra, y no paré hasta que le destrocé el cráneo, Mitsu —dijo Takashi con una voz débil, que parecía venir de muy lejos, tendiendo sus manos manchadas de sangre hacia mí, como si dudara de que las viera bien. Sin embargo, en el fondo de su voz se percibía una nota de desafiante exhibicionismo, como si quisiera desnudarse y mostrar lo más vergonzoso de sí mismo a todo el mundo. Hablaba sin dirigirse a nadie en particular, y su voz carecía de inflexiones; parecía capaz de prolongar aquella monótona letanía eternamente. Lo encontré profundamente desagradable—. Mientras pegaba a la chica, Gii, que estaba escondido al otro lado de la Roca de la Ballena, lo vio todo, él es testigo. ¡Gii el Eremita puede ver en la oscuridad!

Y volviéndose hacia las oscuras sombras más allá del fogón, como si se dirigiera a algún débil y entrañable protegido suyo, llamó, «Gii, Gii», al testigo de su crimen, pero el eremita permaneció inmóvil y silencioso, sin hacer ademán de venir hacia nosotros.

—¿Por qué trataste de violarla, es que estabas borracho? —le pregunté más que nada para cortar aquella monótona letanía que me crispaba los nervios. No tenía el más mínimo interés por conocer las causas que le indujeron a tratar de violar a aquella muchacha de cara sonrosada a quien tan bien le sentaba el hanbok coreano.

—No, no estaba borracho. Me enfrento sobrio a la realidad del mundo. Siempre he tratado de hacer las cosas sobrio, Mitsu. Pero, a pesar de estar sobrio, ardía en deseos de violarla —replicó, mientras una triste sonrisa agitaba levemente la piel tensa de su cara.

—¿No decías que no sentías deseo al hacer el amor con Natsumiko, Taka?

Lancé aquel dardo aviesamente, en dirección tanto a mi hermano como a mi mujer, que seguía de rodillas ante él y volvió a mirarle estupefacta.

Con creciente disgusto, observé la consternación avergonzada de Takashi, pero mi mujer no apartó la mirada de él y mantuvo el gesto de estupefacción de su rostro impávido, blanco como una máscara. La piel de la cara de Takashi, manchada de sangre seca, estaba hinchada por la sangre que se agolpaba en ella por dentro y parecía gritar: «¡Déjame, déjame!». Su reacción amarga y avergonzada al ser desenmascarado delante de mi mujer reveló un exceso de sensibilidad y de inmadurez, poco congruente con un hombre de acción. Probablemente, su propósito al sentarse junto al fogón sin lavarse siquiera las manchas de sangre de su víctima no sólo era el de presumir de ellas delante de mí, sino también el de afianzar su pose de hombre violento. Haciendo un tremendo esfuerzo, consiguió reemplazar la expresión de abatimiento que había en su cara por otra de brutal excitación. Me lanzó una mirada aviesa, y, adoptando una actitud como si en su interior todavía siguiera ardiendo el deseo, dijo:

—Era preciosa. Y, además, joven. ¡Una de esas mujeres que te hacen perder la cabeza!

Humillada, mi mujer se volvió de espaldas sin levantar las rodillas del suelo. En sus ojos apagados, que ya no miraban a Takashi ni a nadie, creí advertir un chispazo de ira en medio de la desesperanza y la desolación. No cabía duda de que ya no volvería a ser la amante de Takashi. Pero eso no quería decir que hubiera vuelto a mí. En las historias de adulterio, ese era siempre el destino de los maridos que se vengaban con crueldad de los amantes de sus esposas. La verdad era que yo no me había vengado de Takashi: me había limitado a demostrar, despectivo, que seguía siendo tan crío como cuando lo del ciempiés. El desprecio me devolvió el poder de observación. Por primera vez desde que me enteré de la trampa mortal en la que Takashi había caído tan abruptamente, me liberé de la camisa de fuerza de la perplejidad y la frustración. Me situé en el espacio que había dejado libre mi mujer y le hice señas a Hoshio para que me imitara. Con una rapidez que contrastaba con su aire indolente, Takashi tiró de la escopeta hacia sí, y al dejar más espacio entre nosotros, quedamos a la distancia justa para dialogar.

—Taka —dije para iniciar mi análisis crítico de su relato—, dices que la has matado a golpes con una piedra porque se te resistió al intentar violarla, pero eso no es cierto, ¿verdad?

—Pregúntale a Gii el Eremita, que él te diga lo que ha visto —replicó con energía; ahora su voz estaba llena de desconfianza.

—No es más que un simple chalado, y sólo repetirá cuanto le hayas sugerido de antemano. Tú no has asesinado a nadie, Taka.

—¿Cómo puedes decir eso con tanta convicción? Mitsu, mira la sangre que mancha mi cuerpo. ¡Vete a ver el cadáver que los ex futbolistas del equipo han llevado a casa de la chica! Tiene la cabeza machacada, como pulpa. Mitsu, ¿por qué te ríes de mí, tan seguro de esos pensamientos sin fundamento?

—Demos por cierto que la muchacha está muerta, y que, por desgracia, tiene la cabeza machacada. Pero, seguramente, no ha sido porque Taka haya cometido un crimen premeditado. Eres incapaz de hacer algo así. Cuando eras niño y dejaste que te picara un ciempiés, elegiste uno de los que no son venenosos, por si acaso, ¿no? Eres un cobarde. Apostaría cualquier cosa a que la muerte de la chica fue accidental.

—Mañana por la mañana, cuando las moscas enfurecidas vengan por mí, Gii el Eremita les dirá lo que sucedió. En vez de fantasear, escucha su relato —me replicó Takashi—. Les dirá sin duda cómo golpeé con la piedra a esa muchacha estúpida que quería tomarme el pelo cuando se resistía como una gata loca. Eso les enseñará lo peligroso que es burlarse del caudillo de una revuelta.

—¿Crees que hay alguien en el pueblo, donde llevan decenios conviviendo con él y su locura, que vaya a creerse el testimonio de ese loco?

Por primera vez empecé a sentir lástima de aquel aspirante a asesino que se aferraba a sus fantasías infantiles.

Al oír mencionar su nombre, Gii el Eremita sacó medio cuerpo por un lado del fogón y volvió una oreja enana, que parecía un mechón de pelo sucio de color castaño y gris, para escuchar mejor nuestra conversación. Por su actitud, hubiera podido pensarse que éramos jueces que decidían su destino, juzgando si su vida de ermitaño demente constituía un delito. Pero, en realidad, aunque escuchaba atentamente y en silencio, no parecía comprender nuestra conversación, igual que si habláramos en una lengua extranjera. Gii suspiró profundamente, como si estuviera inmerso en sus pensamientos.

—¡Cálmate, Gii! Tu trabajo empieza mañana. Hasta entonces, ¿por qué no te vas a dormir a la despensa? —le dijo Takashi al viejo, para que nos dejara solos.

Gii el Eremita salió corriendo ágilmente, dando pasitos cortos y sin hacer más ruido que un animal nocturno, y se hundió en la oscuridad. Supuse que Takashi no deseaba que Gii el Eremita escuchara mis críticas a su confesión del asesinato. Mi teoría de que la muerte de la chica había sido accidental y Takashi la aprovechaba para sus propios fines se transformó en convicción. Con todo, no acababa de comprender por qué Takashi quería utilizar el testimonio de aquel demente para demostrar que había cometido un asesinato. ¿Acaso mi hermano deseaba enfrentarse a todo el valle? Yo podía, si quería, testificar que lo que Takashi aseguraba que había sido un asesinato no fue más que un accidente, aunque él, evidentemente, había contribuido a que ocurriera. Pero era mi hermano quien debía decidir si aceptaba mi ayuda y abandonaba su plan de presentarse como culpable aduciendo el testimonio del eremita.

—¿Por qué te llevaste a esa chica hasta la Roca de la Ballena? —inquirí, como si fuera un abogado defensor decidido a probar la inocencia de un cliente que se declara culpable.

La Roca de la Ballena es una mole gigantesca, con forma de teta, que se levanta en el punto donde el camino del valle se hunde abruptamente en dirección al puente. Formaba un cuello de botella y al mismo tiempo obstruía la vista en dirección a este último. Como la cincuentena de metros que hay desde allí hasta el puente no sólo son muy pendientes, sino también sinuosos, es el lugar del valle donde más fácilmente puede estrellarse un coche, pero no resulta demasiado adecuado para un encuentro secreto entre amantes.

—Pensaba violarla en el asiento del Citroen, y buscaba un escondite propicio para dejar el coche. Si paraba el coche a la sombra de la Roca de la Ballena, el único del valle que hubiera podido verlo allí era Gii el Eremita, pues me hallaría a cubierto de las miradas del centinela del equipo de fútbol que estaba al pie del puente —dijo Takashi impertérrito.

—Si la sujetaste contra la Roca de la Ballena y le diste con la piedra, eso significa que se escapó del coche tras resistirse y la volviste a alcanzar, ¿no?

—Así es.

—Si la chica se resistió de verdad, por fuerza tenía que gritar, y también al escaparse del coche, ¿no? Como sabía que en el puente había un centinela, ya que ella tomaba parte en la «revuelta», debió de gritar pidiendo ayuda, ¿no? Y, además, si mientras Takashi la mataba a golpes después de atraparla gritaba «¡Déjame, déjame!», ¿por qué no acudió el centinela, que estaba apenas a unos cincuenta metros, al oír los gritos?

—Después que la maté descubrí que Gii el Eremita nos había estado espiando y me puse a hablar con él, y entonces llegó corriendo el centinela. Se asustó al ver lo ocurrido y salió disparado a buscar a sus compañeros para llevarse el cadáver. Así que le dije a Gii que me acompañara y nos vinimos en el coche.

—Sólo la declaración del centinela nos permitirá saber objetivamente lo que pasó en ese espacio de tiempo. Si había luz suficiente para que alcanzases a la chica cuando escapaba, es posible que el joven viera que la golpeabas con la piedra. Como todo debió de ser muy rápido, es probable que el centinela no oyese los gritos que daba la chica dentro del coche, pero lo lógico habría sido que estuviera a tu espalda cuando descargabas el último golpe, porque por lo menos debió de oír sus quejidos.

—Cuando el muchacho llegó a la carrera, es posible que yo ya estuviera de vuelta en el asiento del conductor, tratando de girar el coche para escapar. Seguro que declarará que cuando me vio yo estaba dentro del coche —dijo Takashi, rectificando lo que había dicho antes, tras reflexionar un instante.

—Estoy casi seguro de que es eso lo que dirá —dije, lleno de entusiasmo por aquella nueva posibilidad que se nos ofrecía—. La nieve había empezado a derretirse, y tú saliste a dar una vuelta con esa chica en el Citroen. Algo sucedió entre ella y tú, la chica saltó en marcha del coche y se destrozó la cabeza contra la Roca de la Ballena. La razón de que tengas el cuerpo manchado de sangre es que la cogiste en brazos después de morir en el accidente. O tal vez te ensuciaste deliberadamente con la sangre que le manaba de la cabeza. Por otra parte, circulabas por un lugar con poca visibilidad y a menos de cincuenta metros del puente, y a una velocidad lo suficientemente elevada para que la chica se destrozara la cabeza si saltaba del coche. Por mucho que insistas, no tenías posibilidad de intentar violarla ni de abusar de ella, ya que la verdad es que agarrabas el volante con toda tu alma. No obstante, algo tuvo que suceder para que la muchacha saltara del coche y se destrozara la cabeza contra las rocas, ¿no es así? Cuando llegó el centinela, estabas en el coche porque, tras frenar cuando corrías como un chalado, intentabas regresar al lugar donde había saltado la chica y nada más, creo yo. El centinela debió de oír el frenazo muy cerca y salió corriendo. Hasta ese momento, Taka no se había bajado del coche ni una vez, ¿verdad? Seguramente, viste a la chica con la cabeza machacada una vez el centinela salió corriendo a llamar a sus compañeros. Y, en cuanto a Gii el Eremita, dudo que hubiera presenciado nada. Diría que te lo encontraste por el camino cuando volvías a casa y le contaste los fantásticos detalles de un crimen que no habías cometido.

Takashi se quedó sentado con la cabeza hundida, como si rumiase mis palabras. Se había vuelto a encerrar en su cautelosa concha de soledad, y no podía adivinar si mis conjeturas acerca del crimen que supuestamente había cometido eran ciertas o no.

—¡Taka! —gritó Hoshio, que había permanecido en silencio hasta ese momento, con una voz aguda e infantil que temblaba violentamente por algo más que el frío—. Esa muchacha estaba dispuesta a hacer el amor contigo. ¿No intentaba llevarte a los lugares oscuros de la casa incluso en pleno día? ¿Vas a negar que podías haberlo conseguido sin peligro y sin tener que forzarla, con sólo bajarle las bragas? Seguro que aceleraste para asustarla porque se había puesto demasiado pesada. ¿No decías que te habías divertido así en los Estados Unidos? Total, que el miedo se apoderó de ella y saltó del coche para intentar salvarse, convencida de que Taka se iba a estrellar en alguna curva.

—Si las cosas ocurrieron realmente así, Taka, no se puede hablar de asesinato —le dije, apoyándome en las observaciones del joven experto en automóviles—. O fue accidente o fue imprudencia temeraria. Y, en este último caso, la imprudente fue la pobre muchacha, no Taka.

En silencio, Taka cargaba la escopeta de caza. Lo hacía con cuidado, concentrándose para evitar un accidente; pero pude ver que su cara, vuelta hacia abajo y envuelta en sombras debajo de las cejas, y todo su cuerpo pequeño y tenso estaban dominados por una fuerza salvaje que imposibilitaba que nadie pudiera comprenderle. Se me ocurrió la absurda idea de que mi hijo, aquella criatura que permanecía siempre acostada con sus grandes ojos castaños abiertos e inexpresivos, que simplemente existía de un modo silencioso, había crecido sin restablecer las comunicaciones con el mundo exterior y estaba ahora ante mí proclamando mediante la sangre que cubría su cuerpo el crimen que había cometido. Y de repente sentí que mi propia confianza en lo que decía —cuyas únicas bases mientras yo argüía tan elocuentemente habían sido el lamentable aspecto de mi hermano y la falta de confianza en sí mismo que mostraba— se desmoronaba. Aunque estaba seguro de mi capacidad para demostrar la falsedad del crimen que se atribuía, su obstinado silencio mientras permanecía sentado con la cara oculta en la sombra, toqueteando la escopeta como un niño absorto con un juguete nuevo, hizo nacer en mí el absurdo temor de encontrarme frente a un animal.

—¿Crees que Takashi ha cometido semejante crimen? —le pregunté a mi mujer, que permanecía tan silenciosa como mi hermano.

Se quedó pensativa y tardó en contestarme. Luego, sin levantar la vista, dijo secamente, esforzándose por contener la emoción:

—Si Taka dice que la ha matado, no tengo más remedio que creerle. Es la clase de hombre muy capaz de cometer un asesinato.

Me pareció que era alguien a quien no conocía, una extraña, una persona obstinada que no había escuchado una sola palabra de mi alegato en defensa de mi hermano y que, cerrando los ojos y los oídos, sólo había percibido el aura de criminalidad que irradiaba Takashi. Este levantó sus ojos francamente admirados, casi inocentes, para mirarla, al tiempo que algo, quizá la sombra fugitiva de una nube, recorrió las profundidades de su piel. Y, volviendo a revisar detenidamente la escopeta, dijo:

—Así es, maté a esa muchacha dándole golpes en la cabeza con una piedra. ¿Por qué no te lo crees, Mitsu? ¿Por qué razón no te lo quieres creer?

—No se trata de porqués ni de razones. No se trata de creer o no creer. Lo que quiero decir es que parece posible que no hayas cometido ese asesinato.

—¡Vaya! ¡No me digas…! El enfoque científico, ¿eh? —Al decir esto, Takashi cruzó la escopeta cargada sobre sus rodillas con gran cuidado y, con su sucia mano derecha, empezó a desenrollar la venda que le cubría los dedos meñique y anular de la izquierda, no menos sucia—. Yo tampoco me opongo al enfoque científico, Mitsu.

Bajo la venda había una gasa empapada en sangre. Estaba tan apretada, que parecía que tardaría una eternidad en quitársela. Pero al final aparecieron los dos dedos, anaranjados y extrañamente cortos, que empezaron a sangrar abundantemente. Mientras la sangre le caía sobre las rodillas, Takashi me enseñó las heridas abiertas, y acto seguido se agarró con fuerza la base de los dedos con la mano derecha, y metió ambas manos entre las rodillas al tiempo que se inclinaba hacia adelante retorciéndose y exclamando:

—¡Joder, cómo duele!

Se enderezó haciendo un esfuerzo y empezó a ponerse de nuevo la sucia gasa y la venda, pese a resultar obvio que aquello no aliviaría su dolor. Mi mujer y yo le contemplábamos horrorizados. Hoshio, por su parte, se arrastró a gatas hasta la puerta de la doma como un perro viejo y débil, alargó el cuello sollozando y vomitó cuanto tenía en el estómago.

—¡Cómo duele, uf, cómo duele! —exclamó Takashi, que empezaba a recuperarse de aquel acceso de dolor; entonces, mirándome con los ojos entornados, empezó a darme unas explicaciones innecesariamente detalladas—: Mientras le sujetaba la cara con la mano izquierda y le daba con la piedra en la cabeza, su boca, que al principio gritaba «¡Déjame, déjame!», se cerró sobre mis dedos con un chasquido. Aunque intenté retirar la mano, sus dientes me habían aprisionado el meñique por la primera falange y el anular por la segunda. Entonces me puse a pegarle con la piedra en el mentón para que abriera la boca. Pero ocurrió todo lo contrario: los dientes tremendamente afilados de la chica me cortaron los dedos al tiempo que su boca se cerraba para siempre. Después traté de hacer palanca con un palo para abrírsela y sacarlos, pero no hubo manera, así que la cabeza machacada del cadáver todavía tiene parte de mis dedos en la boca.

A pesar de mi justificada incredulidad, sus palabras, apoyadas por la evidente realidad del dolor, hicieron mella en mí y me llenaron de una asombrada convicción que iba más allá de toda lógica. Sentí que Takashi era realmente un «criminal», y sentí con igual certeza la realidad de aquel crimen. El miedo y el asco que me inspiraba Takashi eran tan grandes, que estuve a punto de vomitar como Hoshio. No es que hubiera empezado a creer que la había matado destrozándole la cabeza con una piedra, pues seguía convencido de que la chica, presa del pánico por la excesiva velocidad con que mi hermano conducía el coche por aquel camino oscuro y lleno de curvas, había saltado en marcha del vehículo y se había destrozado la cabeza contra las rocas. Pero la monomaníaca determinación de mi hermano de ser tenido por un gran criminal y de proclamarse autor de aquel asesinato que sólo existía en su imaginación le había inducido a cometer un nuevo acto grotesco e indeciblemente horrible: había abierto con un palo la boca de la chica y, después de meterle dentro los dedos meñique y anular, había dejado que se cerrase sobre ellos. Casi podía oír en mi imaginación el ruido que había hecho al cerrarse. Estaba convencido de que Takashi había golpeado repetidamente el mentón del cadáver con la piedra que sostenía en la mano derecha hasta que los dientes le seccionaron los dedos. Con cada golpe que le daba al mentón de la muchacha muerta, el cuerpo de Takashi se iba cubriendo de los sesos y la sangre del cráneo destrozado y de la boca que rompía, así como de la sangre que saltaba de sus propios dedos.

—¡Taka, eres un loco asesino! —dije con voz ronca, pero me faltaron ánimos para seguir hablando.

—¡Vaya, por fin me has comprendido, Mitsu! —dijo Takashi incorporándose, desafiante.

—¡Basta, basta! ¿Por qué no haces algo para salvar a Taka? ¡Fue un accidente, estoy seguro! —gritó con tristeza Hoshio, que seguía a gatas.

—Natsumichan, dale a Hoshi una dosis doble del somnífero que ha tomado Momo. Hoshi, necesitas dormir. ¡Hoshi es como las ranas: en cuanto hay algo que su mente, no simplemente su cuerpo, no puede aguantar, vuelve su estómago del revés y vomita! —dijo Takashi con el tono familiar y fraternalista que solía utilizar para dirigirse a sus jóvenes seguidores.

—¡No pienso tomarme las pastillas! —exclamó Hoshio con petulancia—. ¡No quiero dormir!

Pero Takashi no le hizo caso y observó en silencio a mi mujer, que, cumpliendo sus órdenes, le dio a Hoshio un vaso lleno de agua y las pastillas, que el joven se tomó tras una débil resistencia. Oímos los ruiditos familiares de su garganta al tragar el agua.

—Hacen efecto enseguida. Hoshi es un bárbaro… casi nunca toma medicamentos. Natsumichan, vigílale hasta que se duerma.

—No quiero dormir. Tengo la impresión de que, si me duermo, no volveré a despertarme, Taka —dijo Hoshi con voz que traslucía miedo, pero esta debilísima protesta fue la última que hizo, pues empezaba a sucumbir a los efectos del somnífero.

—No temas, duerme, y mañana por la mañana te despertarás como nuevo. —Tras decirle esto, dejó de prestarle atención y se dirigió a mí—. Mitsu, creo que los del pueblo van a venir mañana a buscarme para lincharme. Si he de defenderme con la escopeta de caza, supongo que lo mejor será que me encierre en el almacén, como hizo el bisabuelo. Así que esta noche yo dormiré allí y tú aquí.

—No te van a linchar, Taka. Por otra parte, no veo cómo podrías defenderte con una escopeta si una multitud viniera a lincharte. No son más que imaginaciones tuyas, Taka —dijo mi mujer, pero cierta vacilación en su voz demostraba que no estaba tan segura de ello como quería aparentar.

—Yo conozco la mentalidad del valle mejor que Natsumichan. Están empezando a hartarse de la revuelta y se sienten a disgusto por haber participado en ella, así que hay quienes piensan que si me echan toda la culpa de lo ocurrido y me matan a palos, nadie se meterá con ellos. De hecho, tienen razón. Al igual que cuando lo de nuestro hermano S, si yo hiciera de chivo expiatorio, las cosas se simplificarían bastante.

—Es imposible que haya un linchamiento —insistió mi esposa, que me miró como implorándome que corroborara sus palabras; por el aspecto de sus ojos, comprendí que aquella noche volvería a beber—. Mitsu, ¿verdad que es imposible que haya un linchamiento?

—¿Quién sabe? Taka, imbuido de su papel de caudillo de una «revuelta de la imaginación», naturalmente quiere llevar hasta sus últimas consecuencias las fantasías que llenan su mente. El factor decisivo será hasta qué punto la gente del valle interprete bien su imaginativo papel. No me atrevería a hacer un pronóstico todavía —le respondí a Natsumiko, que apartó de mí sus ojos implorantes, decepcionada.

—Mitsu tiene razón —dijo Takashi, como si también estuviese decepcionado, y, cogiendo la escopeta y la caja de munición con la mano sana, se incorporó despacio. Me di cuenta de que estaba tan débil que, si el peso de la escopeta le hubiera hecho caerse, se habría desmayado.

—Dame la escopeta, yo te la llevaré.

Takashi me miró echando chispas por los ojos y se negó con hostilidad, como si temiera que aquello fuera una trampa para arrebatarle la única arma que tenía. Por un instante, tuve la duda de si no se habría vuelto loco, y me invadió un súbito pavor. Sin embargo, su mirada muy pronto volvió a expresar tan sólo un profundo cansancio.

—¿Quieres venir al almacén y hacerme compañía hasta que me duerma, Mitsu? —me pidió amablemente.

Cuando íbamos a salir de la doma al jardín, mi esposa le llamó, como si quisiera despedirse de él para siempre.

—Taka, ¿por qué no haces nada para salvarte? Se diría que estás deseando que te linchen o que te condenen a muerte.

Encerrado en sí mismo, desalentado, con la cara sucia, la carne de gallina y una palidez desconocida en él, Takashi no contestó. Se comportaba como si hubiera perdido todo interés por ella. Sin razón clara, sentí que tanto mi mujer como yo éramos dos fracasados natos. Al volverme a mirarla, tenía la cabeza hundida en el pecho, inmóvil. El joven, que dormía a su lado, por su parte, estaba como congelado en una postura forzada, medio acostado medio sentado, igual que un animal paralizado por un dardo envenenado. Merced al poder de sugestión de Takashi, había caído bajo los efectos de los somníferos con gran rapidez. Deseando que mi mujer tuviera algo de whisky escondido para ayudarle a pasar las largas horas de aquella fría noche de pesadilla, caminé temblando detrás de Takashi a la tenue luz del farol que colgaba del alero. Mi hermano también tiritaba violentamente y daba traspiés de vez en cuando. Desde la esquina de la despensa nos llegaron los ronquidos de Gii el Eremita, que parecían los estornudos de un perro. De la casa de Jin no llegaba el menor ruido. La «mujer más gorda del Japón», liberada de todas sus frustraciones alimentarias, dormía a pierna suelta por primera vez en seis o siete años. El barrizal del jardín se había endurecido con la helada y ya no se hundía bajo nuestros talones.

Sin quitarse la camisa y el pantalón manchados de sangre, Takashi se metió entre mis mantas, se enroscó como una serpiente dentro de un saco y se quitó los calcetines. Luego colocó la escopeta a su lado, me miró de soslayo mientras yo, que seguía de pie, contemplaba cómo se metía en la cama, y me dijo que apagara la luz. Aquella petición cuadraba perfectamente con mis emociones. La cara sucia y mortecina de Takashi, en la que la piel de las mejillas y alrededor de los ojos estaba hundida como si aquel fuera el rostro de un viejo decrépito, tenía el peor aspecto que recordaba haber visto nunca en ella, por más dificultades a las que hubiera tenido que enfrentarse. Además, su cuerpo, que apenas abultaba entre la manta y el futón, parecía tan débil que daba pena. Envuelto en la oscuridad, mientras esperaba a que la imagen de Takashi tumbado boca arriba desapareciera de mi mente, me enrollé una manta de Hoshio alrededor de la cintura y me puse en cuclillas abrazándome las rodillas. Permanecimos un rato en silencio.

—Tu esposa a veces da en el clavo, Mitsu —dijo Takashi con afabilidad, tratando de ganarse mis simpatías—. La verdad es que no tengo ganas de salvarme. Deseo que me linchen o me condenen a muerte.

—Ya lo sé. No tienes valor para cometer un crimen violento, pero al encontrarte involucrado en un accidente que puede confundirse con un asesinato, lo aprovechas gustoso para conseguir que te linchen o te condenen a muerte. Así es como lo veo.

Acto seguido, Takashi se quedó callado, respirando profundamente, como animándome a proseguir. Pero yo no tenía nada más que decirle. Sentía mucho frío y estaba profundamente deprimido. Al cabo de un rato, Takashi volvió a hablar.

—Mitsu, ¿tienes intención de impedir que me linchen mañana?

—Por descontado. Pero no sé si podré frustrar tus planes de autodestrucción ahora que ya estás tan metido en ellos.

—Mitsu, tengo algo que decirte. Quiero contarle la verdad a Mitsu. —Parecía avergonzado y falto de confianza en sí mismo, como si dudara de que fuera a tomarse en serio lo que me decía y a la vez su mente se hallara muy lejos de allí. Sin embargo, sus palabras me conmovieron profundamente y trajeron muchos recuerdos a mi memoria.

—¡No quiero escucharla, no me digas nada! —exclamé atropelladamente, ansioso por escapar del recuerdo de aquella conversación anterior con Takashi sobre la «verdad».

—Mitsu, te la voy a decir —insistió en su tono desagradablemente pertinaz que sólo puso alas a mi deseo de escapar. Su abyecta capitulación volvió a conmoverme—. Si Mitsu la escucha, creo que eso ayudará a que permanezca al margen cuando me linchen.

No intenté hacerle callar. Entonces Takashi empezó a hablar, después de dar un suspiro preliminar de extenuación y desesperanza, como si ya hubiera dicho lo que tenía que decir y, arrepintiéndose, tratara frenéticamente, en vano, de retirar lo que me había dicho. Daba la impresión de que le costaba un tremendo esfuerzo pronunciar cada palabra.

—Mitsu, hasta ahora, siempre he dicho que no sabía por qué se suicidó nuestra hermana, y como la familia del tío también decía que los motivos de que tomara aquella decisión eran incomprensibles, corroborando mis palabras, he podido mantener oculta la causa de su suicidio. Debo decir que tampoco hubo nadie que me preguntara por ello en serio. Me lo he callado todo este tiempo. Sólo se lo conté, en los Estados Unidos, a una prostituta negra, una perfecta desconocida, y además en mi inglés macarrónico. Como cuando hablo en inglés me siento igual que si llevara puesta una máscara, aquello no fue una confesión ni fue nada. Por tratarse de una confesión falsa, me quedé igual que antes, y por eso el único castigo que recibí fue que me contagiara una enfermedad venérea benévola. Todavía no se lo he contado a nadie en el idioma que compartí con nuestra hermana y comparto con Mitsu. Sabes mejor que nadie que nunca te he dicho ni una palabra, Mitsu. Sin embargo, temía que pudieras sospechar que hubo algo extraño en su muerte y por eso me ponía frenético cuando me hacías alguna insinuación al respecto. Por ejemplo, el día en que estabas limpiando los faisanes, me preguntaste si la verdad a la que me refería tenía algo que ver con ella. Pensé que lo sabías todo y que te burlabas de mí, y me sentí tan airado y avergonzado, que hubiera podido matarte. Pero entonces razoné, comprendí que no había manera de que lo supieras y me contuve. La mañana en que se suicidó nuestra hermana, antes de decírselo a los tíos, pensando que podría haber dejado escrita alguna nota que levantara sospechas, revolví todos los rincones de la casita donde vivíamos solos los dos. Después empecé a llorar y a reírme, dividido entre el nuevo sentimiento de culpa y el alivio por haberme liberado de la opresión del miedo. No fui a la casona de los tíos para comunicárselo hasta que estuve seguro de que no me iba a dar otro ataque de risa. Por la mañana, temprano, se tomó un herbicida, y la encontré muerta en cuclillas en el retrete. Si me sentí tan aliviado después del suicidio de nuestra hermana porque no había dejado ninguna nota, fue porque tenía pavor de que la pobrecilla le hubiera contado nuestro secreto a alguien. Sentí que su muerte lo había borrado, que era como si nunca hubiera existido. Pero esto, evidentemente, no era así. Al contrario, como consecuencia de su suicidio, nuestro secreto echó raíces en lo más profundo de mi cuerpo y de mi alma, y empezó a envenenar mi vida cotidiana y todas mis perspectivas de futuro. Aunque eso pasó cuando estaba en segundo de bachillerato, desde entonces siempre me ha destrozado su recuerdo. —Al decir esto, Takashi hizo una pausa y rompió a llorar; era un llanto tan indescriptiblemente triste, que me hizo presagiar que su recuerdo me atormentaría mientras viviera y provocaría en mí depresiones que también amargarían mi existencia—. Aunque nuestra hermana era retrasada mental, también era una persona fuera de lo común. Le gustaban los sonidos bellos, y era feliz escuchando música. Al oír el ruido de los aviones, o de los automóviles al arrancar, se quejaba de un dolor como si le metieran un hierro candente en lo más profundo de los oídos. Creo que le dolían de verdad. Sólo con la vibración del aire se puede romper el cristal, ¿no? Pues, de igual manera, ella sentía un dolor como si se le rompiese algo delicado en los oídos. En fin, que en el pueblo de los tíos no había nadie que necesitara la música y la comprendiera como nuestra hermana. Era guapa y muy limpia. Anormalmente limpia. Al igual que su exagerada melomanía, era una característica de su retraso. Había algunos patanes en el pueblo del tío que, a veces, iban a espiarla cuando escuchaba música. Una vez empezaba a sonar la música, nuestra hermana se reducía a sus oídos, ¿sabes?, aislada de todo lo demás, y nada podía llegar a su conciencia. Los mirones estaban a salvo. Pero si los descubría, me peleaba con ellos lleno de rabia. Para mí, nuestra hermana era lo único femenino de mi vida, y tenía que protegerla. La verdad es que no tenía amistad con ninguna chica del pueblo de los tíos, y cuando fui al instituto, en la ciudad, apenas si hablaba con mis compañeras de clase. Me inventé el cuento de que éramos una pareja de aristócratas cuya familia había venido a menos y me envanecía de ser descendiente del bisabuelo y su hermano. Bien mirado, se podría decir que lo hice para sacudirme el complejo de inferioridad por estar al cuidado de la familia del tío. Le inculqué a nuestra hermana que, como éramos dos elegidos, dos seres especiales, aparte de nosotros mismos no podíamos ni debíamos interesarnos por nadie más. También hubo algunas personas mayores malintencionadas que propalaban rumores acerca de nosotros, diciendo que nos acostábamos juntos, a causa de nuestra actitud. Yo me vengaba de ellos apedreando sus casas. Pero, no obstante, esos rumores acabaron haciendo mella en mí. No era más que un estudiante de bachillerato, impulsivo, de diecisiete años, con la cabeza llena de pájaros, solitario y susceptible a esa clase de rumores. Una tarde de principios de verano de aquel año, me emborraché sin darme cuenta. Era el día en que terminaron de sembrar los arrozales del tío, y en la casona se habían reunido para beber sake todos los del pueblo que habían ido a ayudar en las labores. Como yo era un altivo aristócrata, no había participado en la siembra, pero los jóvenes me invitaron y me hicieron beber, así que me emborraché como una cuba. El tío, al verlo, me hizo volver a la casita. Al principio, a nuestra hermana le pareció gracioso que estuviera bebido y se rio. Pero cuando los campesinos empezaron a tañer y a cantar, borrachos perdidos, en la casona, se asustó. Se tapó los oídos y se dobló como una oreja de mar, pero ni aun así podía resistirlo, por lo que se puso a llorar como una criatura. Me enfadé a más no poder al oír las canciones obscenas de los paletos, que no cesaron de cantar con sus voces ásperas hasta pasada la medianoche, y me rebelé con todas mis fuerzas contra la sociedad y todo lo que tuviera que ver con ella.

Tratando de consolar a nuestra hermana, la abracé y sentí una extraña excitación. Antes de darme cuenta, estaba haciendo el amor con ella.

Nos quedamos en silencio, profundamente avergonzados por estar el uno frente al otro siendo hermanos, conteniendo la respiración en la oscuridad, tratando de escondernos de algo horrible y sin igual, gigantesco y hostil, que se cernía sobre nosotros. Aunque tenía ganas de gritar «¡Déjame, déjame!», como la pobre muchacha que, si había de creer a Takashi, había muerto apedreada, mi cuerpo, lleno del mismo dolor sordo que lo invadía durante aquellos despertares enfermizos en que sentía mi carne y mis huesos por separado, no pudo proferir ni siquiera aquel grito tan sencillo.

—No podría excusarme alegando que el primer día que hicimos el amor estaba borracho, porque al día siguiente lo volví a hacer, y con la cabeza muy clara, ¿sabes? —prosiguió morosamente Takashi, con una voz tan débil que parecía que iba a apagarse—. Al principio, a ella no le gustaba, y se quejaba, dolorida. Pero nuestra hermana era incapaz de negarse a nada que yo quisiera. Me daba cuenta de que sentía dolor, pero estaba tan lleno de pasión y de ansiedad, que no podía ponerme en su lugar. Para que no se asustara de lo que hacíamos, le enseñé unas láminas eróticas[85] que había en el almacén del tío, y le hice comprender que era algo que hacían todos los matrimonios. Lo que más temía es que se lo contase a la familia del tío cuando se quedaba sola en casa mientras yo estaba en el instituto. Por eso, le dije que si la gente se enteraba de que hacíamos aquello sin estar casados, nos harían cosas horribles, y le enseñé unas ilustraciones de la Edad Media, de cuando quemaban viva a la gente, de una enciclopedia. Y le dije que, si tenía cuidado de no contárselo a nadie, podríamos seguir viviendo como hermanos toda la vida haciendo aquello aunque no estuviéramos casados. Le dije que, como los dos lo deseábamos de todo corazón, ¿qué importancia tenía que no estuviéramos casados, mientras nadie lo supiera? Y eso era realmente lo que yo pensaba. Creía que, con tal de que los dos lo decidiéramos así, podríamos seguir viviendo juntos indefinidamente, al margen de la sociedad, y seríamos libres para lo que nos viniera en gana. Hasta entonces, al parecer, nuestra hermana había estado preocupada por la idea de que llegaría un día en que me casaría y tendría que separarse de mí y vivir sola. Pero yo le recordé que nuestra madre, antes de morir, le había dicho que no se separara nunca de mí. Nuestra hermana estaba vagamente convencida de que no podría vivir sin mí. Así pues, cuando le hice comprender en términos sencillos que podríamos dar la espalda a los demás y convivir indefinidamente sin hacer caso de las convenciones sociales, se alegró de verdad. No tardó mucho en perderle el miedo al sexo y empezar a tomar la iniciativa. Durante un tiempo llevamos una vida feliz el uno con el otro, alegres como una pareja de enamorados, sin que nos hiciera falta nada más. Por lo menos, yo nunca he vuelto a vivir días tan felices como aquellos. Nuestra hermana, una vez tomaba una determinación, no daba nunca su brazo a torcer. Estaba orgullosa de la idea de que viviríamos juntos los dos, solos, hasta que nos muriésemos. Pero… quedó embarazada. Nuestra tía se dio cuenta. Al hacérmelo notar, me desesperé. Pensé que, si se descubría lo nuestro, me moriría de vergüenza. Pero, como la tía nunca sospechó de mí, al final cometí una traición imperdonable. Yo era un vil aprovechado, sin una pizca de coraje, y no me merecía una hermana tan fiel. Le ordené decir que la había violado un joven desconocido del pueblo. Me obedeció. Entonces, el tío la llevó a la capital de la provincia para que le practicaran un aborto y la esterilizaran. Al volver, estaba destrozada, no sólo por las operaciones, sino también por el ruido excesivo de los motores de los automóviles, que la habían aterrorizado. Sin embargo, cumplió su promesa con coraje, y no dijo una palabra sobre mí. Ni siquiera cuando estaban en la posada de la capital y el tío le pidió que tratara de recordar el aspecto del joven, atosigándola. ¡Y eso que ella nunca había dicho una mentira!

Al decir esto, Takashi hizo una pausa y sollozó largamente.

Después, sin acabar de reponerse del acceso de llanto, gimoteando, me contó la experiencia más dolorosa de su vida. Yo sólo pude escucharle, destrozado interiormente y embotado por el frío y el dolor de cabeza, silencioso como un pescado seco.

—Fue aquella noche. Nuestra hermana, tan asustada que apenas se sostenía en pie, buscaba mi consuelo; era normal, ¿no? Y como hacer el amor ya era un hábito entre nosotros, pensó en consolarse así. Pero en aquellas circunstancias, después de semejantes operaciones, incluso una persona sin demasiados conocimientos sexuales, como yo, comprendía que era imposible. Tenía miedo por los genitales lacerados de nuestra hermana, y además me repugnaba físicamente. Eso también es lógico, ¿no? Pero no pudo comprender algo tan normal. Al rechazar por primera vez su amor, se puso pesada. Se arrastró hasta mí y trató de cogerme el pene por la fuerza. Y yo le pegué… Era la primera vez en su vida que le pegaban… Nunca he visto a nadie tan asustado, triste y desconsolado… Poco después, se lamentó: «Lo que dijo Takachan era mentira, aunque no se lo dijimos a nadie, eso era malo». Y al día siguiente, se suicidó… «Lo que dijo Takachan era mentira, aunque no se lo dijimos a nadie, eso era malo», fueron las últimas palabras de nuestra hermana…

En el valle no se oía el menor ruido. Aunque se hubiera producido alguno, la capa de nieve que cubría el bosque lo habría amortiguado inmediatamente. La nieve que se había empezado a derretir había vuelto a helarse con el frío. No obstante, me pareció oír voces que llegaban del alto bosque sombrío que nos rodeaba como una pared, unas voces humanas de frecuencia tan aguda que eran inaudibles para el oído normal. Parecía la voz del monstruo gigantesco que está agazapado sobre el valle. En cierta ocasión, siendo niño, en pleno invierno, al día siguiente de intuir aquellos gritos que las personas no podían oír, aunque sentían su presencia, descubrí el rastro del cuerpo de una gigantesca serpiente en el fondo somero de las claras aguas del río que pasa por el valle, y temblé de miedo al pensar que tal vez fuera el rastro del monstruo al que había intuido gritar toda la noche. De nuevo, sentí la presencia abrumadora en aquellos gritos que no podía oír. A medida que mi ojo se acostumbraba a las sombras, a la tenue luz que se filtraba por la ventana descubrí distintas formas negras indefinidas a mi alrededor. Todo el interior del almacén estaba lleno de apariciones enanas semejantes a los quinientos arahat[86], que susurraban «Lo hemos oído, lo hemos oído» entre sí.

Me acometió un ataque de tos inesperado e incoercible. Tuve la sensación de que todas mis membranas, desde la garganta hasta los bronquios y los pulmones, habían sido invadidos por una erupción semejante a un salpullido rojo. Tenía fiebre. Por eso sentía mi carne y los huesos de todo mi cuerpo desmembrados y atormentados por agudos dolores. Cuando por fin remitió el ataque de tos, Takashi, dando muestras de haberse recuperado ligeramente del profundo colapso de su espíritu, me habló con un tono de profunda autoconmiseración desvalida.

—Mitsu, si tú no te entrometes, aunque mañana no me linchen, lo más seguro es que me condenen a muerte. En cualquiera de los dos casos, te dono mis ojos, para que te operes. De este modo, por lo menos ellos seguirán viviendo y viendo muchas cosas después de que yo muera; aunque sólo tengan la misma utilidad que un par de gafas sería un consuelo. ¡Mitsu, acéptalos!

Como si me hubiese caído un rayo encima, sentí que ardía de la cabeza a los pies con el fuego de un repentino rechazo irresistible. Desaparecieron los gritos del bosque y todas las pequeñas sombras humanas del almacén.

—¡No me da la gana, no quiero tus ojos! —contesté enfático con la voz temblorosa de indignación.

—¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Por qué no aceptas mis ojos? —preguntó a su vez, gritando con voz lastimosa y una sospecha desesperada que sustituía a la autocompasión que se desvanecía—. ¿Es porque te llena de ira lo de nuestra hermana? Pero, Mitsu, si tú sólo la conociste cuando era una niña, ¿no? Mientras yo vivía con ella en casa de unos extraños, Mitsu se quedó solo aquí, en el valle, con Jin de sirvienta, y gracias al dinero que heredamos pudiste ir a un buen colegio de enseñanza media de la capital y a la Universidad de Tokio, ¿o no? Si no te hubieras quedado aquel dinero, habríamos vivido los tres juntos en el valle. Mitsu, no puedes echarme en cara nada en lo que a nuestra hermana se refiere. ¡No te he contado la verdad para que me eches un sermón!

—¡No pienso echarte ningún sermón! —le contesté a gritos, cortando las objeciones de Takashi, que poco a poco iba siendo presa de una renovada excitación—. Mi estado de ánimo no me permite aceptar tus ojos. Pero, en realidad, lo que quiero decirte es que no van a linchar a Takashi mañana por la mañana, y tampoco te va a condenar a muerte ningún tribunal. Lo que pasa es que, por tu sentimiento de culpabilidad, deseas castigarte por el incesto y por la muerte de una persona inocente, y además quieres que la gente del pueblo te recuerde como el «espíritu» de una persona violenta. Reconozco que si esa fantasía se convirtiera en realidad, las dos partes de tu personalidad disociada volverían a unirse en la muerte. Y hasta es posible que se te considerara la reencarnación del hermano del bisabuelo, tu ídolo, cien años después de su muerte. Pero, Taka, aunque juegas una y otra vez con el peligro, al final siempre tienes preparada una salida. Te habituaste a seguir viviendo así, como si no hubieras roto nunca un plato, al escapar del castigo gracias al suicidio de nuestra hermana. Seguro que esta vez también seguirás viviendo gracias a algún truco sucio. Luego, tras sobrevivir vergonzosamente, le darás explicaciones al fantasma de nuestra hermana muerta, diciéndole que te habías metido a propósito en una encerrona de la que no tenías más salida que ser linchado o condenado a muerte, pero que por intervención de algún entrometido no tuviste más remedio que seguir viviendo, pues así eres tú. Lo mismo pasó con tus experiencias violentas en los Estados Unidos: desde un principio tenías planeado salir indemne de ellas; no eran más que un pretexto para seguir viviendo libre de tan crueles recuerdos, y nada más. La realidad es que sólo cogiste una enfermedad venérea sin importancia, lo que te sirvió de ayuda para justificarte a ti mismo por no volver a hacer nada peligroso durante tu estancia en los Estados Unidos. Y lo mismo ocurre con esta confesión que acabas de hacerme: como yo no puedo estar seguro de que lo que me has dicho es cierto, haberla hecho no significa que vayan a condenarte a muerte, ni que te vayas a suicidar, ni que te vayas a transformar en un monstruo inhumano y demente, de modo que estás a salvo, ¿no? Aun cuando fuera de manera inconsciente, ¿no has hablado con tanta persuasión con la esperanza de que te acepte tal como eres, a pesar de esas experiencias de tu pasado, liberándote así de golpe de esa disociación de tu personalidad? Por ejemplo, ¿tendrás valor para confesar lo de la muerte de la muchacha delante de todos los del valle mañana por la mañana? Eso sí sería mostrar auténtico valor ante el peligro, cosa que tú no tienes. Aunque no quieras admitirlo conscientemente, esperas escapar al linchamiento de esa chusma. Y si te juzgaran, implorarías que te condenaran a muerte con una sinceridad tan convincente, que te engañarías a ti mismo. Pero lo cierto es que te quedarás sentado tan tranquilo en tu celda, hasta que la investigación concluya que tu único delito fue el de mutilar el cadáver de una persona muerta de modo fortuito. ¡No trates de engañarme con lo de donarme tus ojos cuando hayas muerto, como si creyeras que vas a hacerlo pronto! ¡Te has burlado de mi desgracia porque sabes lo contento que me pondría ver bien, aunque fuera gracias a los ojos de un muerto!

Takashi se incorporó en las sombras con patente dificultad y se volvió hacia mí poniendo el dedo en el gatillo de la escopeta de caza que tenía sobre las rodillas. Aunque pensé que mi hermano iba a matarme de un tiro, no me amilané, pues sentía demasiado desprecio por el modo como preparaba una salida para escapar de cualquier trampa peligrosa en la que se dejara caer, y no me impresionó su repentina demostración de violencia. Estaba muy lejos de tener miedo, ni aun viendo la escopeta y su pequeña cabeza negra que temblaba al respirar con fatiga.

—Mitsu, ¿por qué me odias tanto? ¿Por qué me sigues aborreciendo? —me preguntó con voz ahogada y llorosa a causa de la pena y la impotencia, tratando impaciente de ver la expresión de mi cara a través de la oscuridad—. Me odias desde mucho antes de saber lo que hice con tu mujer o con nuestra hermana, ¿no es verdad, Mitsu?

—¿Odio? No se trata de lo que yo sienta, Taka. Lo único que hago es dar mi opinión objetiva de que, incluso alguien como tú, que elige vivir persiguiendo una ilusión teatral, no puede mantener esa tensión indefinidamente sin volverse loco. Incluso nuestro hermano mayor, aunque es verdad que en el frente pudo ser una persona violenta, si hubiese regresado vivo de la guerra, se habría librado enseguida de esos recuerdos y habría vuelto a vivir una vida normal y apacible. De no ser así, después de las guerras el mundo se llenaría de criminales violentos. El hermano menor del bisabuelo, a quien tanto idolatras, como cabecilla de la revuelta fue responsable de asesinatos en masa, y al final vio morir a sus camaradas y escapó él solo monte a través. ¿Crees que después de aquello volvió a meterse en ambientes peligrosos para seguir una vida brutal justificándose por ser un hombre violento? Pues no fue así. He leído sus cartas, y no sólo no siguió siendo un hombre violento, sino que no tenía el menor deseo de convertirse en cabecilla de ninguna nueva revuelta. Y tampoco se autocastigo. Simplemente, se olvidó de aquella experiencia y vivió una larga vida tranquila como un ciudadano vulgar y corriente. Trató, sin éxito, de que su querido sobrino se librara de ser llamado a filas, mediante estratagemas casi femeninas, y parece que el otrora revolucionario murió tranquilamente sobre su tatami, apenado por no saber la suerte de su sobrino en la batalla de Weihaiwei, en la que le habían obligado a tomar parte. Lo cierto es que murió pacíficamente, sin posibilidad de convertirse en ningún «espíritu». Taka, mañana por la mañana no te lincharán, sino que te detendrán y te llevarán al hospital para curarte la herida de los dedos, y después de quedar en libertad provisional o cumplir una condena de tres años a lo sumo, volverás a ocupar un lugar en la sociedad y llevarás una vida perfectamente normal. Todas esas fantasías tuyas que ignoran estos hechos carecen de sentido. Ni tú te las crees de verdad. Ya no tienes edad para calentarte la sangre con ensueños heroicos, Taka. Ya no eres un niño.

Me levanté en la oscuridad y bajé despacio la escalera, tanteando los peldaños con los pies. Cuando Takashi repitió a mi espalda las palabras que había dicho antes con una voz indescriptiblemente patética, creí que me iba a pegar un tiro, pero no sentí la realidad del miedo a la violencia ajena, sino tan sólo la desagradable fiebre interior y el dolor insoportable de cada parte de mi cuerpo.

—Mitsu, ¿por qué me odias tanto? ¿Por qué me sigues aborreciendo? ¿No somos acaso los dos únicos Nedokoro que quedan?

En la casona, como las mujeres caníbales de las leyendas populares coreanas, mi mujer tenía los ojos sanguinolentos y la mirada perdida y estaba bebiendo whisky. Al otro lado de la fusuma, que estaba abierta, Hoshio dormía profundamente al lado de Momoko boca arriba, como un perro exhausto. Me senté frente a mi mujer, cogí la botella de whisky que tenía entre las rodillas y eché un trago, pero, aunque tuve otro acceso de tos, ella siguió a la deriva en el mar de su embriaguez, como si yo no existiera. Poco después se oyó en el almacén el ruido de un disparo, y sus ecos fueron dando saltos por el bosque vestido de noche. Mientras corría descalzo por el jardín, se oyó otro disparo. En ese momento, Gii el Eremita salió huyendo despavorido de la despensa y estuvo a punto de chocar conmigo, con lo que nos asustamos mutuamente. Al pie de la escalera, llamé a Takashi; en el piso de arriba estaba encendida la luz.

—Soy yo, Mitsu. Estoy probando el poder de destrucción y la dispersión de cada cartucho, para enfrentarme mañana por la mañana con esa chusma que sólo existe en mi imaginación —dijo Takashi con frialdad, aparentemente recuperado de su abatimiento.

Cuando volvía a la casona, les dije a los hijos de Jin, que habían salido al jardín y estaban de pie, callados, que no había pasado nada. Mi mujer, indiferente a los disparos y a mi alocada carrera, con la cara bronceada vuelta hacia el suelo, miraba fijamente al vaso oscurecido por el whisky con agua. Hoshio y Momoko se agitaron incómodos y siguieron durmiendo. Media hora más tarde, se oyó un nuevo disparo. Esperé diez minutos por si oía otro. Después me puse las botas en los sucios pies y corrí al almacén. Takashi no contestó cuando le llamé al pie de la escalera.

Subí los escalones de dos en dos, golpeándome la cabeza varias veces. Frente a mí apareció un hombre, reclinado contra la pared del fondo. La piel de su cabeza y de su pecho desnudo estaba destrozada y llena de sangre, como si estuviera cubierto de los granos de innumerables granadas reventadas. El hombre parecía un muñeco gigante de escayola roja y sólo iba vestido con los pantalones. Sin pensarlo dos veces, me acerqué, pero solté un alarido al golpearme encima del oído una escopeta de caza que colgaba atada a una de las vigas. El gatillo de la escopeta estaba unido con una cuerda a un dedo de la mano derecha del muñeco de escayola roja, la cual descansaba sobre el tatami. En la pared, a la altura donde la cabeza del muerto debía de haber mirado el cañón de la escopeta, en el yeso y en la madera habían pintado con lápiz rojo el contorno de la cabeza y los hombros de un hombre, con dos ojos grandes claramente dibujados en medio de aquella. Di un paso más hacia adelante, sintiendo los perdigones y los cuajos de sangre bajo las suelas de las botas, y vi que los ojos dibujados estaban llenos de perdigones; era como si dos ojos de plomo me miraran desde las órbitas. En la pared, al lado del contorno de la cabeza, con el mismo lápiz rojo, habían escrito:

DIJE LA VERDAD

El cadáver dejó escapar un ronco estertor. Me arrodillé en la sangre y toqué la cabeza destrozada, de un rojo intenso, de Takashi, pero estaba muerto, sin lugar a dudas. Me invadió la sensación, evidentemente falsa, de haber encontrado antes, en innumerables ocasiones, a un muerto igual en aquel mismo almacén.