Las moscas evitan la actividad de nuestras almas y se comen nuestros cuerpos, venciéndonos así en la lucha.
PASCAL
Al día siguiente por la mañana, aunque seguía la «revuelta», no resonaba la música del baile del Nenbutsu, y el valle estaba envuelto en el silencio de la inactividad. Momoko, que me había traído el desayuno, parecía haber superado aquella experiencia violenta y la histeria subsiguiente, y, por extraño que parezca, se diría que había madurado. Con la cara vuelta hacia el suelo en un gesto de femenina tristeza, sin mirarme jamás directamente a los ojos, hablaba en voz baja y vacilante. Aquella mañana, los seguidores de Taka vieron al director del supermercado burlar la guardia del puente y escapar del valle. Decidido a ponerse en contacto con el Emperador y los matones a sus órdenes, cruzó el peligroso río, crecido a causa del deshielo, y calado hasta los huesos, se fue corriendo por la carretera nevada que lleva a la costa. También en el curso de la mañana, el padre cuyo hijo salvaron de la muerte en el puente en ruinas le llevó en secreto a Takashi una escopeta de caza y algo de munición.
—Le dijo que se la prestaba para que se defienda si le atacan los matones del Emperador de los Supermercados. ¡Es horrible tener que recurrir a las armas! —dijo Momoko con la voz baja y algo atemorizada de quien ya no encontraba divertida la «revuelta».
Aunque me callé para no atemorizarla aún más, yo había llegado a la conclusión de que el uso que haría Takashi de la escopeta que le habían prestado no era el que ella creía. No la usaría para defender de los matones del Emperador de los Supermercados a sus amigos y a los habitantes del pueblo que luchaban a su lado, sino para defenderse a sí mismo cuando sus camaradas le abandonaran y el valle estuviera lleno de enemigos. (Debía reconocer, con todo, que Takashi, aunque sólo fuera uno, se había ganado un fiel aliado en el valle, el que le había prestado su preciosa escopeta). El propio Takashi, al enterarse de que no había bajado ningún «rústico» cuando se reanudó el saqueo del supermercado, le había puesto las cadenas al Citroen y se había marchado más allá del bosque de bambú para hacer propaganda.
Después de comunicarme tan diversas nuevas, con la ingenuidad de una hermana pequeña y discreta, radicalmente distinta de la Momoko que conocía, me preguntó si ya no quedaban personas buenas en el mundo. La súbita pregunta me dejó pasmado, y la joven añadió:
—Cuando veníamos hacia Shikoku en el coche, tras conducir toda la noche, al amanecer, al pasar al lado de no sé qué mar, Takashi nos preguntó: «¿No quedan personas buenas en el mundo?», y se contestó a sí mismo: «Sí, señor: quedan. Porque el hombre todavía se va a las lejanas praderas de África para cazar elefantes, traerlos a través de los mares y cuidarlos en parques zoológicos». Cuando era niño, Taka soñaba con tener su propio elefante si llegaba a ser rico de mayor. Lo guardaría en una jaula en este almacén, y haría cortar los árboles que hay al pie del muro para que los niños que jugaran en el valle lo vieran al levantar la vista.
Con su pregunta, Momoko sólo buscaba un pretexto para contarme aquella anécdota; no le importaba la respuesta que pudiera darle una persona respetada por la sociedad. Desde que aquel inesperado contacto con la violencia la había hecho encerrarse en sí misma, había estado recordando con nostalgia la amabilidad del Takashi que, antes de ponerse al frente de la brutal «revuelta», hablaba de elefantes. Momoko era, posiblemente, el primero de los seguidores de mi hermano cuyo entusiasmo se enfriaba.
Por mi parte, una vez me quedé solo, pensé en el elefante.
Después del ataque atómico a Hiroshima, el primer grupo que escapó hacia las afueras fue una manada de vacas, según decían, pero, si una guerra nuclear mucho más gigantesca destruyera las ciudades del mundo civilizado, ¿tendrían posibilidades los elefantes de escaparse de los parques zoológicos? ¿Se construirían refugios nucleares para proteger a tan enormes animales? Lo más probable era que, después de una guerra así, todos los elefantes de los zoológicos hubieran muerto irremisiblemente. Y, suponiendo que hubiera esperanzas de reconstruir las ciudades, ¿podríamos ver el espectáculo de las personas quemadas o lisiadas por la radiación, reunidas en un acantilado, despidiendo a su representante enviado a las praderas de África para capturar elefantes? Ese sería el mejor indicador para que quienes se preguntaban si quedaban personas buenas tuvieran una pista… Desde la nevada, no había leído un periódico. Pensé que, aunque el mundo estuviera en vilo por una súbita amenaza de guerra nuclear, no me enteraría, pero el sentimiento de pánico e impotencia que despertaban en mí estos pensamientos no era más intenso que el que me causaban mis solitarias preocupaciones habituales.
El sobre que había encontrado el monje contenía cinco cartas del hermano menor del bisabuelo y un manuscrito que llevaba la firma del abuelo, titulado: «Relación del levantamiento campesino en el pueblo de Ōkubo». La revuelta a la que se refería no era la del año de Man’en. Se trataba de otra que hubo en esta región en el año 4 de Meiji[76] de resultas del decreto que abolía los clanes y establecía las provincias. A los sobres les faltaba el remite, y las cartas no tenían firma. El hermano del bisabuelo seguramente quiso mantener en secreto el lugar donde se desarrollaba su nueva vida y el nuevo nombre que había adoptado.
La carta de fecha más antigua era del año 3 de Bunkyü[77], y confirmaba las suposiciones del monje de que el cabecilla de la revuelta, tras escapar a Kochi atravesando el bosque, había empezado una nueva vida con ayuda de un conspirador que había llegado de allende el bosque. El joven, apenas dos años después de su huida, había logrado conocer al héroe que tanto admiraba, John Manjiro, y ser aceptado para participar en su próxima expedición. El hecho de que el conspirador secreto ejerciera tanta influencia sobre John Manjiro en beneficio de su protegido significaba, sin duda, que estaba al servicio de los jefes del clan de Tosa. En su carta el joven relataba que zarpó de Shinagawa[78] enrolado en el ballenero de John Manjiro en el año 2 de Bunkyü[79]. Iba como grumete. A principios del año siguiente, el barco arribó a la isla de Chichi, en las Ogasawara[80], y desde allí se dirigió a los bancos de pesca, donde cazaron dos ballenas pequeñas, pero tuvieron que regresar a las Ogasawara a repostar agua. Por culpa del mareo, y por ciertas diferencias con los marineros extranjeros de la tripulación, el hermano menor del bisabuelo abandonó el ballenero. No estaba nada mal, de todos modos, que un joven que se había criado en un valle perdido en lo más hondo de un bosque hubiera cazado dos ballenas, aunque fueran pequeñas…
Su segunda carta llevaba fecha del año 3 de Keiō[81]. Su estilo mostraba un vigor y una libertad insólitos; era evidente que varios años de vida en la ciudad habían despertado en él un juvenil sentido del humor que permaneció adormecido durante el tiempo que permaneció en el ballenero. En su carta había copiado para su hermano, que vivía en un valle perdido en las montañas de Shikoku, un artículo que había leído en Yokohama en el primer periódico que había visto en su vida:
Hoy te voy a contar algo gracioso. El periódico dice que no está permitida la reproducción, pero no creo que importe en una carta. Parece que un hombre de «Pennsylvania» (nombre geográfico), Estados Unidos de América, que se volvió loco o algo así, según se relata a continuación, dejó al suicidarse la nota que sigue: «Me casé con una viuda que tenía una hija. Mi padre se enamoró de la hija y se casaron. Se convirtió así en mi yerno, y mi hijastra, ahora esposa de mi padre, en mi madrastra. Luego tuve un hijo con mi mujer que era cuñado de mi padre y, siendo hermano de mi madrastra, mi propio tío. La esposa de mi padre, mi hijastra, también tuvo un hijo, que no sólo era mi hermanastro, sino también mi nieto, por ser hijo de mi hijastro. De este modo, mi mujer, al ser madre de mi madrastra, pasó a ser mi abuela. De modo que resulta que soy marido y nieto de mi esposa, y, al mismo tiempo, mi propio abuelo y nieto».
El periódico lleva un anuncio de alguien que se ofrece a enseñar inglés a jóvenes aristócratas. Y otro que dice: «Asistencia y asesoramiento para quienes deseen viajar a los Estados Unidos por estudios, comercio, turismo o cualquier otro motivo».
Entre esta carta y la siguiente hubo un lapso de veintitantos años. Es muy posible que el joven, cuyo entusiasmo al sentirse liberado de todo lo relacionado con la vida en el distante valle le había hecho encontrar tan fascinante aquel artículo humorístico, y que evidentemente acariciaba la idea de ir a América, hubiera pasado aquellos veintitantos años en los Estados Unidos. Sea como fuere, la traición que le había permitido sobrevivir a la revuelta, dejando tras de sí tantos muertos ejecutados con crueldad, al parecer le había abierto el camino para gozar de una nueva vida de libertad.
El estilo de la carta escrita en la primavera del año 22 de Meiji[82], tras un intervalo tan largo, mostraba que se había convertido en un hombre maduro y de profundo discernimiento. Se trataba de la respuesta crítica y fría a una carta que el bisabuelo le había enviado a la capital alegrándose al enterarse de que iba a ser promulgada una Constitución. Con cierto desánimo, le preguntaba al bisabuelo si no sería demasiado pronto para entusiasmarse con la palabra «constitución», sin conocer antes sus disposiciones. Citaba el siguiente pasaje de una obra de un miembro de una antigua familia de la provincia de Kochi, es decir, de alguien que probablemente había estado relacionado con el conspirador de allende el bosque:
Hay en el mundo dos clases de derechos civiles. Los de Inglaterra y Francia son «conquistados». Los de abajo los han conseguido con su esfuerzo. A los de la otra clase los podemos denominar «otorgados». Los conceden desde arriba como un favor. Dado que los derechos «conquistados» se ganan desde abajo, su extensión y su naturaleza la determinan quienes se benefician de ellos. Los derechos otorgados desde arriba no admiten esa determinación, y es absurdo que quienes los reciben piensen que los podrán transformar sin más en derechos «conquistados».
El hermano del bisabuelo preveía que la nueva Constitución brindaría unos pocos derechos, otorgados por los de arriba como un favor, y, en consecuencia, señalaba la necesidad de constituir organizaciones para obtener unos derechos civiles más progresistas. La carta manifestaba que el hermano del bisabuelo contemplaba el régimen político posterior a la Restauración con los ojos de un hombre que tenía una «causa»: la de los derechos civiles. En consecuencia, todo parecía indicar que el mito de que había llegado a ser un alto funcionario del gobierno de la Restauración no era más que eso: un mito.
Las dos últimas cartas, aunque escritas tan sólo cinco años después, daban la impresión de que su entusiasmo por la «causa» se había enfriado bastante. Seguía siendo un intelectual al tanto de los acontecimientos de su época, como en el año 22 de Meiji, pero daba la impresión de que había envejecido y se había convertido en un hombre solitario y ansioso por el bienestar de sus familiares en aquellos lugares lejanos, poco interesado en discutir sobre asuntos de Estado. El Ikichiro mencionado en las cartas es el nombre con que el abuelo firmó la «Relación del levantamiento campesino en el pueblo de Okubo». El hermano menor del bisabuelo sentía gran afecto por su único sobrino, aunque parece difícil que hubieran llegado a conocerse. En la primera de las cartas se mostraba ansioso por ayudar a su sobrino a librarse del servicio militar, y en la segunda manifestaba su preocupación porque no había tenido más remedio que ir a la guerra. Bastaba leerlas para comprobar el lado amable que ocultaba el violento cabecilla de la revuelta del año de Man’en.
Acuso recibo de tu atenta, por la que me he enterado de tus intenciones de solicitar una prórroga para aplazar la incorporación al servicio militar de Ikichiro, tanto si le llaman a filas como si no. Habíamos acordado que, caso de que no le llamasen, evidentemente, no haría falta presentar la solicitud de prórroga. Es posible que nuestras cartas se cruzasen, pero me he enterado por tu esposa de que no le han llamado, por lo que, en vez de redactar la instancia, tal como habíamos quedado, decidí no hacerlo de momento. En este caso, no es preciso presentar la instancia. Esperando que lo comprendas y estés de acuerdo, me despido hasta la próxima.
* * *
Perdona mi retraso en escribirte. Gracias a tu carta sé al menos que estás bien.
No sé si se ha vuelto a saber de Ikichiro desde su partida a China; como el sitio de Weihaiwei continúa, temo por su vida. Estoy ansioso por saber cómo está. Caso de llegar alguna carta suya, te ruego encarecidamente que me des noticias cuanto antes.
Esta era la última de las cartas. Es posible que el hermano menor del bisabuelo hubiera muerto sin haber vuelto a ver a su sobrino, el joven soldado que participaba en el sitio de la lejana ciudad de Weihaiwei. Después de esta carta, ya no habría más noticias acerca de él.
Poco antes del mediodía se reanudó la música del baile del Nenbutsu. Procedía de un punto fijo, delante del supermercado. A diferencia del día anterior, en el que se había dejado oír desde varios sitios a la vez, nadie en el valle parecía decidirse a corearla. Los únicos que la tocaba eran Takashi y los jugadores de su equipo de fútbol. Sin el apoyo de la gente del valle, ¿hasta cuándo aguantarían tocando aquel monótono sonsonete? Tuve la impresión de que así que volviera a parar la música, se iniciaría la reacción contra la «revuelta».
Hoshio, que me trajo el almuerzo, parecía tener fiebre y estaba demacrado, y sus ojos seguían todos mis movimientos con una atención casi maníaca. Era como si la vergüenza que le abrumaba por haberse apartado de la «revuelta» le hubiera inundado la cabeza hasta rezumarle por los ojos. La verdad era que no comprendía por qué se sentía tan avergonzado de lo que pudiera pensar de él Takashi. Tras dejarle en la estacada sin decir una palabra en su favor cuando le tiraron al suelo sin contemplaciones por «violación de las normas», mi hermano no tenía autoridad moral para recriminarle que hubiera decidido separarse de la «revuelta». Hoshio había participado libremente en ella y había llevado a cabo su labor de apoyo técnico pese a ser una persona completamente ajena al valle; su único motivo para unirse a los disturbios había sido la adoración que sentía por Takashi. Impulsado por estos pensamientos, traté de manifestarle mi sincera comprensión.
—Parece que la «revuelta» de Taka se ha calmado bastante, ¿no, Hoshi?
Pero Hoshio me dirigió una mirada de silencioso reproche, como queriendo decirme que, aunque había decidido desentenderse de todo aquello, no estaba dispuesto a tolerar críticas a Takashi o a su equipo de fútbol por parte de un mero espectador como yo.
—No hay suficientes electrodomésticos para todos —dijo limitándose a analizar objetivamente la situación—, y a la hora de decidir quién se los debe llevar, nadie se atreve a dar la cara, ¿comprendes?
—Al fin y al cabo, Taka ha empezado esto, así que es él quien tiene que resolver los problemas.
Al contestarle con idéntica objetividad, lo único que conseguí fue irritarle. La vergüenza que desde hacía rato se insinuaba vagamente en su cara alcanzó un nivel explosivo, y una aploplética oleada de sangre oscura inundó sus mejillas. Cuando volvió a levantar la vista para mirarme de hito en hito, sus ojos brillaban de un modo extraño, como si no pudieran contener por más tiempo lo que habían estado ocultando y fuesen a estallar de repente. Sin embargo, tragó saliva, como un niño, y se limitó a decir:
—Desde esta noche, yo también dormiré en el almacén, Mitsu. Como no me importa el frío, me quedaré abajo.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —le pregunté, e, instintivamente, retrocedí.
El rostro de campesino de Hoshio se ruborizó de un modo que resultaba repugnante, apretó los labios agrietados, resopló con fuerza y, al tiempo que recobraba su color habitual, dijo:
—Es que Taka hace el amor con Natsumichan, y no me gusta dormir allí.
Me quedé mirando la piel de su cara, quemada por el reflejo del sol en la nieve, que parecía secarse y cubrirse de un polvillo blanco. Hasta entonces había pensado que yo era el observador de la vergüenza de Hoshio, que atribuía, condescendiente, al hecho de haber perdido su puesto en la «revuelta» de Takashi. En realidad, él había sido el observador de mi vergüenza. Al presenciar el acto repugnante con el que me reducían a la que él consideraba triste condición de cornudo, el joven se había sentido invadido por una tremenda sensación de vergüenza, casi como si hubiese sido él el afectado. Al comprenderlo, la pelota de la vergüenza rebotó de lleno sobre mí. Una ardiente humedad pareció inundar hasta el último rincón de las cuencas de mis ojos.
—Entonces, Hoshi, tráete tus mantas y todo lo demás antes de que anochezca. Como abajo hace demasiado frío, será mejor que duermas conmigo en el piso de arriba.
De los ojos de Hoshio desapareció el ardiente desafío, y sólo quedó en ellos una vigilancia suspicaz. El muchacho me miraba y se interrogaba, dudando entre la sospecha inocente de que no le hubiera entendido y el miedo cobarde a que le pegara de repente. Luego, sin perder de vista ni un movimiento de mi cuerpo, murmuró estúpidamente, con la voz cargada de disgusto e impotencia:
—Le dije a Taka que no lo hiciera, que estaba mal, que no debía hacerlo, pero lo hizo.
Al decir esto, una lágrima blanquecina y diminuta como una gota de saliva corrió por la piel seca de su mejilla.
—Hoshi, si estás seguro, dime exactamente lo que has visto. Pero si se trata de cosas que has imaginado o has creído ver, no me digas nada —le ordené. Sabía que, a menos que me contara con todo detalle lo que había visto, lo sucedido no sería real para mí, y no podría reaccionar debidamente. La sangre se me agolpaba en la cabeza, donde latía ruidosamente, pero mi conciencia iba a la deriva, flotando en esa sangre caliente, incapaz de sentir celos o cualquier otra reacción práctica.
Hoshio se aclaró la garganta débilmente, en un esfuerzo por recuperar la voz, y se puso a hablar despacio, recalcando el final de cada frase para impresionarme, sollozando sin lágrimas.
—Le dije que no lo hiciera. Le dije que le mataría si no paraba. Fui por mi arma y me dispuse a entrar en la habitación donde dormían, pero cuando abrí la fusuma, Taka, que sólo llevaba una camiseta deportiva y tenía el culo al aire, volvió la cabeza para mirarme y dijo: «Pensaba que, de todos los miembros del equipo, eras el único incapaz de empuñar un arma». Me quedé quieto, incapaz de herirle, diciéndole: «¡No lo hagas, no lo hagas, no debes hacerlo!». Pero Taka siguió haciendo el amor con tu mujer como si yo no hubiera estado presente.
Las palabras de Hoshio, en vez de evocar en mí imágenes concretas del acto sexual de Taka y Natsumiko, sólo consiguieron agitar las capas más someras y recientes de mi memoria y revivir con una nueva realidad la palabra «adúltero» que Takashi había pronunciado allí mismo, en el almacén, cuyos frágiles ecos parecían sonar interminablemente entre las vigas de keyaki. Pero, de los dos adúlteros, yo creía que mi mujer había arrancado por completo de sí cualquier deseo sexual y, aunque hubiera instantes en que una pequeña semilla de lujuria llegara hasta ella, no era el suyo un terreno adecuado para que creciera de modo natural. En cierta ocasión, estando hombro contra hombro en un estrecho rincón del pequeño invernadero, tratando de cambiar la posición de la maceta de una planta decorativa, a pesar de que apenas habíamos hecho el amor desde la concepción del niño, y menos aún desde el trauma de su nacimiento, nos entró al mismo tiempo un deseo ardiente, semejante a un súbito acceso de fiebre en la sangre. Mi mujer me agarró con brutalidad el pene, que pugnaba contra la resistencia que le oponía la tela del pantalón, antes de fruncir el ceño con dolor y asco e ir a refugiarse en el dormitorio arrastrando los pies de un modo extraño. Poco después, acostada en la cama tras haberse tomado una aspirina, se excusó:
—En el momento en que mi mano te tocó, me sentí como si volviera a estar embarazada con aquel feto tan grande. Y empecé a sentir que mi útero, hinchado y tirante, se contraía dolorosamente con la excitación sexual, ¿sabes? Me quedé sin aliento, temerosa de abortar, de perder algo grande. Seguramente no puedes entenderlo, ¿verdad?
Sin embargo, mientras la escuchaba, sentía en mi bajo vientre el persistente recuerdo del dolor que momentos antes había retorcido las ocultas raíces de mi erecto pene que se extendían desde detrás de los testículos hacia el cóccix…
—¿Taka ha violado a mi esposa? —le pregunté horrorizado—. ¿Entraste en el dormitorio porque gritaba de dolor?
Mi cabeza se agitaba como un torbellino con renovada ira, y me sentía mareado. Hoshio, que había estado sollozando sin lágrimas, relajó de pronto el gesto, sopesó mis palabras y, sorprendido, dijo apresuradamente:
—¡No, no! Taka no la ha violado. Cuando miré por la rendija de la fusuma, parecía que estaba demasiado cansada para oponerse a que le tocara el pecho y entre los muslos, pero en el momento en que la abrí, Natsumichan se disponía a dejar que Taka la penetrara. ¡Vi las plantas de sus pies descalzos a los lados del culo desnudo de Taka, levantadas tranquilamente en ángulo recto! Al amenazar entonces a Natsumichan con decírselo a Mitsu, me respondió: «No me importa, Hoshi», sin inmutarse. Cuando Taka hacía el amor con ella, las plantas de sus pies estaban quietas y no parecía sentir dolor.
Gradualmente, los adúlteros empezaban a volverse reales.
Y esa realidad me hizo sentir una rijosidad inconfesable y pervertida.
—No podía aguantar el disgusto de ver que Taka seguía haciéndolo, por lo que me fui; al ir a cerrar la fusuma, Taka, sin parar, giró la cabeza hacia mí y me dijo: «Por la mañana, ve a contarle a Mitsu cuanto has visto». Levantó tanto la voz, que sentí miedo de que despertara a Momoko, que acababa de tomarse una pastilla porque la histeria no la dejaba dormir.
Hoshio se había despertado de madrugada y advirtió que Takashi, que dormía junto a él, no estaba en su manta; luego oyó su voz procedente del otro lado de la fusuma, donde Natsumiko dormía con Momoko, diciendo: «… creí que me rompía en pedazos, y por supuesto también me ocurría lo mismo mientras estuve de viaje por los Estados Unidos…». Los oídos de Hoshio, aún semidormido, no captaron lo que siguió a esas palabras, y no pudo escuchar nada con continuidad. Al principio, sólo oyó palabras sueltas cuyo significado resultaba claro esporádicamente, sin que alcanzara a entender el hilo de la conversación. Poco a poco se fue despertando y pudo escucharlo todo. Le impulsaba a hacerlo una extraña e imperiosa necesidad que había sustituido al sueño en su cabeza.
«—… llegada… estrechamente vigilados… no era lascivia, más bien lo contrario… barrio de negros… el taxista me advirtió y trató de hacerme desistir… pero sentí que me partían en dos. A menos que diera sustancia a las dos fuerzas que me despedazaban y las evaluara… pensándolo bien, siempre me he debatido entre el deseo de justificar mi naturaleza violenta y la imperiosa necesidad de castigarme por ello. ¿No es normal que, siendo como soy, tenga la esperanza de seguir viviendo tal como soy? Sin embargo, al mismo tiempo, cuanto más fuerte era esa esperanza, más se reforzaba la necesidad de borrar esa parte horrible de mí, y más profunda era esa disociación de mi personalidad. La razón de que decidiera deliberadamente mezclarme con los grupos violentos durante la campaña contra la renovación del Tratado, y la razón de que, después de asociarme con la violencia de los débiles forzados a oponerse a la violencia injusta, escogiera aliarme con la violencia injusta, fuera cual fuere su propósito, era que quería aceptarme tal como soy, justificar ante mí mismo a la persona violenta que soy, sin tener que cambiar…
»—¿Por qué dices “tal como soy”? —le preguntó con tristeza mi mujer, que había estado callada hasta entonces—. ¿Por qué dices “la persona violenta que soy”?».
—¿No estaba borracha mi mujer? —dije interrumpiendo el relato de Hoshio, pero el muchacho aplastó la débil esperanza que animaba mi patética voz angustiada.
—Natsumichan ya no bebe —dijo.
«—Eso está ligado a una experiencia de la que no podré hablar mientras trate de seguir viviendo —continuó Takashi, tras un silencio durante el que su oyente subrepticio esperó conteniendo el aliento—. Pero no tienes que saberlo; lo que importa es que creas de verdad que estoy partido en dos por dentro.
»—¿Quieres decir que me basta con saber que tu personalidad está dividida, y no necesito saber por qué?
»—Eso es. De todos modos, lo que importa es que mi personalidad está dividida. Siempre que mi vida pasa por un período de tranquilidad, siento la necesidad de excitarme para confirmar que realmente estoy partido en dos por dentro. Me pasa igual que a los toxicómanos, que tienen que estimularse cada vez más. Año tras año tengo que aumentar mi excitación.
»—Si, como dices, fuiste al barrio de los negros la misma noche de tu llegada a los Estados Unidos para excitarte, ¿qué esperabas encontrar allí para conseguirlo?
»—No tenía una idea clara de lo que podía ocurrir. No era más que un intenso presentimiento de que, si iba allí, me sucedería algo que me excitaría profundamente. Sin embargo, al final, me acosté con una negra vieja y gorda como Jin, y así terminó aquella noche tan especial. Pero no pienses que sólo fue la lascivia lo que me hizo ir al barrio de los negros. Aunque había cierta parte de lujuria, era algo mucho más profundo. El taxista intentó disuadirme, advirtiéndome de que era peligroso que me bajara en aquel lugar de madrugada, e incluso me dijo que, si quería acostarme con una puta negra, me llevaría a un lugar seguro, pero le contesté que no, ¿sabes? Discutimos, y el caso es que me bajé a la puerta de un bar. Al entrar, vi una barra interminable, que se perdía en la oscuridad, y una fila de borrachos vueltos hacia la barra en solemne silencio, todos negros, claro. Al sentarme en un taburete demasiado alto para un japonés, vi en el espejo de enfrente de la barra a unos cincuenta negros que me miraban con cara de pocos amigos. Entonces sentí unas ganas enormes de tomarme un vodka doble, y comprendí que estaba lleno de ganas de castigarme a mí mismo. Cuando tomo bebidas fuertes se me suben a la cabeza y me pego con el primero que se pone por delante, ¿sabes? Pero si un oriental raro como yo se hubiera enzarzado en una pelea en un bar del barrio negro, le habrían matado a palos. Así que, cuando el camarero, un negro grandullón, me preguntó qué quería tomar, le pedí un refresco. Tenía tanto miedo como ganas de autocastigarme. Siempre le he tenido miedo a la muerte, pero morir apaleado me da verdadero pánico. Es una manía que tengo desde el día en que mataron a golpes a mi hermano S…».
—Cuando me enteré de que Taka sentía miedo, empecé a recelar de él —dijo Hoshio con una voz cargada de hosco resentimiento, impropia de su edad—. Así que espié por la rendija de la fusuma. Podía ver lo que ocurría gracias a la lamparita que Momo deja encendida porque le da miedo la oscuridad. Mientras le iba diciendo esas cosas, Taka toqueteaba a Natsumichan en el pecho y entre los muslos. Pero entonces me parecía que tu mujer estaba demasiado cansada para apartarle la mano.
«—Me terminé el refresco trago a trago, salí a la calle y empecé a andar por la oscuridad, pues casi ninguna farola estaba encendida. A pesar de ser de madrugada, había muchos negros tomando el fresco en las escaleras de incendio o en los portales de los anticuados edificios, y oía sus comentarios sobre mí al pasar ante ellos. De vez en cuando, me llegaban claramente voces que decían cosas como: “I hate Chinese! Charley!”[83] e incluso peores. Aceleré el paso instintivamente, pues me imaginaba que algún sudoroso negro empezaba a seguirme, me daba un golpe seco en la cabeza y me dejaba morir tirado en la sucia calle. Sudando de miedo, me metí por callejuelas aún más oscuras y peligrosas. Sudaba tanto, que hasta la negra con la que me acosté luego, a pesar de que despedía un tufo que tumbaba, me dijo que no era normal que los japoneses olieran tan mal como yo. Incluso me metí en patios de casas de vecindad, con la frente sudorosa y ardiente por el miedo a que me pegaran un tiro. Y durante toda esa marcha forzada me obsesionaba el recuerdo de una ridícula charla aleccionadora que la parlamentaria nos soltó en el barco mientras cruzábamos el Pacífico, preocupada por nuestro comportamiento en los Estados Unidos. Supongo que lo publicaron los periódicos japoneses: un empleado de banca de Tokio, que apenas llevaba un mes destinado en Nueva York, murió al caer desde el duodécimo piso de su hotel. Una anciana americana de ochenta años, vecina de habitación, se despertó de madrugada y descubrió en la estrecha cornisa frente a su ventana a un japonés desnudo en cuclillas que arañaba el cristal con las uñas. Al oír los gritos de la anciana, nos explicó, el japonés cayó desde el duodécimo piso, camino de la muerte sobre los adoquines. Nadie supo por qué estaba desnudo en cuclillas y arañaba el cristal de la ventana, y el caso es que no se había emborrachado, según nos aseguró la parlamentaria. Pero yo estoy seguro de que era el comportamiento de un hombre que se castigaba a sí mismo por el procedimiento de exponerse a un miedo terrible a la muerte. Y mientras caminaba deprisa por la oscuridad del barrio negro, yo hacía lo mismo que aquel hombre que se había arrastrado camino de la habitación de la anciana por la estrecha cornisa de un duodécimo piso. Sin embargo, en mi caso, no había ningún extraño que fuera a despertarse y al gritar me hiciera caer para ir al encuentro de la muerte, ¿sabes? Al rato, salí por casualidad a una avenida menos oscura, y vi un taxi que venía hacia mí. Y empecé a agitar los brazos para llamarle la atención, igual que un náufrago que ha visto un barco. Una vez que se rompe uno de los cabos de la cuerda, le siguen todos los demás; no puedes hacer nada por evitarlo; media hora después estaba en la seguridad del cuarto de la puta negra, y tras contarle en inglés mis secretos más vergonzosos, le pedí que me diera el castigo que me merecía. Sin la menor vergüenza, le pedí que se comportara como si fuera un negro grandullón que violaba a una muchachita oriental, y la mujer dijo que, si le pagaba bien, haría lo que fuese…».
—Hoshi, si te sientes responsable por no haber podido detener a Taka, estás equivocado —le dije interrumpiendo su relato lleno de suspiros—. Cuando le dijiste que no lo hiciera, ya era demasiado tarde. Seguramente les viste hacer el amor por segunda vez, después de haberse tomado un respiro. Lo más probable es que ya hubieran hecho el amor mientras tú dormías. De no ser así, Taka no le habría confesado a Natsumichan las cosas que me cuentas. No son precisamente el preludio de una seducción.
—¿Es que no te enfadas? —replicó Hoshio, como si sus convicciones morales encontraran inexcusable mi actitud.
—Es demasiado tarde, ¿no crees? —dije—. ¿De qué me serviría ahora ponerme a gritar «¡Deteneos, deteneos! ¡No hagáis eso, no podéis hacerme una cosa así!»?
Hoshio me miró con un asco tan grande, que parecía a punto de echar veneno por los ojos. Acto seguido, el muchacho perdió todo interés o preocupación por aquel cornudo que aceptaba con tanta indiferencia su triste condición y, retirándose a los estrechos confines de su mente, hundió con abatimiento la sucia cabeza entre las rodillas y empezó a lamentarse de un modo muy semejante a como lo habrían hecho las «rústicas» la tarde anterior.
—¡Aay, aay, en qué lío me he metido! ¿Qué voy a hacer? Me he gastado todos los ahorros en el Citroen y he perdido mi empleo en el taller. ¡Aay! ¿Qué voy a hacer? ¡En qué lío me he metido!
Oí la música del baile del Nenbutsu, los ladridos vacilantes de varios perros asustados, y los gritos y las risas de numerosas personas de distintas edades que subían hacia el almacén. Mientras Hoshio hablaba, había oído todo aquello como si fuese una ilusión auditiva, pero ahora el tumulto se acercaba claramente hacia nosotros. La música y la algarabía hacían que el ambiente fuera totalmente opuesto al de la tranquilidad que había tenido la «revuelta» durante aquella mañana. Para no tener que compadecerme de mi joven compañero, que se sentía abandonado por todo lo sano y bueno del mundo, me levanté y miré hacia el patio.
No tardaron en llegar dos «espíritus», seguidos de los músicos y los perros y de muchísimos más espectadores que los que recordaba haber visto nunca de niño en el baile del Nenbutsu, los cuales llenaron el patio hasta el último rincón. En el pequeño carro que dejaron en el centro, los «espíritus» empezaron lentos movimientos circulares. Los jugadores del equipo de fútbol, que eran los músicos, tocaban bombos, tambores y platillos con toda su alma, con los hombros apretados contra la muchedumbre a sus espaldas. Dos perros castaños, que ladraban alocados, corrían dando vueltas por el corro, detrás de los «espíritus», y retrocedían de un salto cada vez que estos les daban un golpe en la cabeza. Los «espíritus» parecían pensar que azuzar a los perros hasta el frenesí era parte del baile del Nenbutsu. A cada golpe que les daban a los perros, los espectadores estallaban en gritos de alegría.
No recordaba haber visto nunca los disfraces de aquellos «espíritus» en los muchos veranos en que presencié el baile. El hombre llevaba sombrero flexible y vestía chaqué negro y chaleco, también negro, pero llevaba el pecho desnudo. Era el traje de gala del bisabuelo, que teníamos guardado en el armario con una pechera almidonada. ¿Por qué no llevaba aquel «espíritu» puesta la camisa del traje? O no le sentaba bien al actor, que era el joven que parecía un fantasmagórico cahombro de mar, o se había podrido la tela, o tal vez la había rechazado aquel joven que presumía orgulloso de llevar la menos ropa posible. Al sombrero le habían hecho varios cortes para que se adaptara a la cabeza del joven, grande e hinchada como un yelmo. Por uno de los cortes que tenía en la parte de atrás, en forma de triángulo equilátero, se le veía la piel de la nuca, inesperadamente blanca, cubierta de lacio pelo negro. Caminaba despacio, doblando el cuerpo y curvando la espalda como un aristocrático gato, haciendo pequeñas reverencias a los espectadores que le rodeaban. Volvía locos a los perros tirándoles sucios pedazos de pescado seco que guardaba en el bolsillo del chaqué. Los perros daban carreras alocadas, arañaban la nieve ennegrecida por las pisadas y ladraban furiosamente. El otro «espíritu», que le seguía, era la coqueta muchachita que había visto el día anterior en la oficina del supermercado; iba vestida con un traje tradicional coreano, inmaculadamente blanco. Las dos cintas que aleteaban colgadas del chogori[84], y la amplia falda que ondeaba en la débil brisa, despertaron en mí recuerdos de otras telas de seda blanca. ¿De dónde habrían sacado el chogori y el chima, que parecían nuevos flamantes, para hacer aquellos disfraces del baile del Nenbutsu? Seguramente, los jóvenes del valle que asaltaron la colonia coreana no sólo mataron a uno de sus miembros y robaron licor de contrabando y caramelos, sino que también saquearon las casas y se llevaron las ropas de las jóvenes coreanas, que habían guardado escondidas durante más de veinte años. Es decir, que en el primer saqueo, aparte del asesinato, seguramente se habían cometido otras tropelías que la muerte de S por sí sola no podía expiar, y el conocimiento de estos hechos debía de ser lo que había empujado a mi hermano a ofrecerse como chivo expiatorio y a hundirse en la desesperación y la melancolía tumbado en el suelo del cuarto trasero del piso bajo del almacén. Por lo que se refería al coreano asesinado, con la muerte de S los habitantes del valle habían reparado la ofensa, de modo que era plausible que algún otro delito fuera la verdadera razón de la venta a los coreanos de los terrenos en que estaba su colonia. Guiada por el joven del sombrero flexible y el chaqué, la joven aldeana, con la cara sonrosada por una excitación que casi resultaba indecente, sonreía con el éxtasis de una estrella, sintiéndose centro de toda la atención; con los ojos entornados y la cabeza vuelta hacia el cielo azul, caminaba graciosamente envuelta en las ropas blancas que sus hermanos mayores debían de haber arrebatado a alguna joven de la colonia coreana, después de cometer sus bajezas, en el verano de 1945.
Los espectadores también tenían aspecto de alegre excitación. Gritos de alegría —inocentes unas veces, crueles otras— brotaban de sus caras sonrientes. También participaban las «rústicas» que habían venido a casa la tarde anterior vestidas de nuevo con las ropas de trabajo tradicionales, y llenas de tristeza, a hacer su petición. Seguían llevando las monótonas ropas campesinas de color oscuro, pero ahora sus risas eran mucho más fuertes y alegres que las del resto de los asistentes. Las gentes del valle y los «rústicos» habían encontrado un nuevo motivo de regocijo en los «espíritus» del Emperador de los Supermercados y su mujer, vestida con el hanbok.
Aunque me esforcé por descubrir a Takashi entre el gentío, como todos se movían frenéticamente en respuesta a los movimientos de los «espíritus» y los perros en el corro, me resultaba físicamente doloroso buscarlo con la mirada. Al apartar mi cansado ojo del gentío, vi a mi mujer de pie en el umbral de la casona, estirándose para tratar de ver el corro por encima de las cabezas. Tenía apoyada la mano derecha en una jamba, y con la otra se hacía pantalla sobre la frente para protegerse del sol mientras observaba el baile del Nenbutsu. Su mano proyectaba una sombra sobre la frente, los ojos y la nariz, por lo que no pude apreciar su expresión. Sin embargo, parecía evidente que estaba tranquila y tenía un aspecto tan femenino como la falda plisada de seda blanca que llevaba el «espíritu» de la muchacha coreana; no era, ni mucho menos, la mujer exhausta, frustrada e infeliz que había esperado ver. Comprendí que gracias a Takashi había superado aquel sentimiento de rechazo de todo lo sexual que se había apoderado de nuestras vidas como un cáncer. Por primera vez desde que nos casamos, vi a mi mujer como un ser independiente de verdad. Movió ligeramente la mano con que se protegía del sol con un gesto que parecía ir a dejar a la vista la mitad superior de su cara tranquila. Me aparté instintivamente de la ventana acristalada, como si la visión directa de la expresión de su rostro hubiera podido petrificarme. Hoshio, que ya estaba más interesado por la algarabía en el exterior del almacén que por su propia angustia por haber sido abandonado, ocupó mi lugar y pegó la nariz al cristal. Me tumbé junto a la mesa y me puse a mirar las negras vigas de keyaki que había encima de mí. Ahora que el joven estaba totalmente absorto en la nueva modalidad del baile del Nenbutsu, de espaldas a mí, por primera vez desde que me había enterado del adulterio de mi mujer estaba a salvo de miradas ajenas. Permanecí tendido, como un insecto, respirando con tranquilidad y sólo levemente consciente de mi temperatura corporal de 36,7 grados y de la sangre que mi corazón bombeaba setenta veces por minuto.
De pronto empecé a sentir, en el mismísimo centro de mi cabeza, que la sangre, calentada por encima de la temperatura normal de mi cuerpo, corría rumorosa dando vueltas y más vueltas en un pequeño remolino. Acudieron entonces a mi mente dos imágenes que no estaban relacionadas entre sí, y, tras cerrar mi único ojo, envié a mi otro ojo, el de la conciencia, a explorar las profundidades de mi cabeza que aquellas dos imágenes iluminaban débilmente. Una de las imágenes era una escena que ocurrió al amanecer del día en que mi padre partió hacia China en el que sería el último viaje de su existencia: al ver mi padre que mi madre estaba plantada de pie en la puerta de la casa dando órdenes a los transportistas que iban a llevar su equipaje a la ciudad de la costa, la derribó de un golpe, iracundo. Tras dejar a mi madre inconsciente y sangrando por la nariz, mi padre se marchó sin decir nada, y la abuela nos explicó a los niños que siempre que una mujer permanecía de pie en la puerta de la casa, al cabeza de familia le ocurría algo horrible. Mi madre nunca creyó en esas supersticiones. Desde entonces mostró ojeriza hacia mi padre por haberse comportado de aquel modo tan violento, al tiempo que despreciaba a la abuela por defender la conducta de su hijo. Sin embargo, cuando mi padre murió de resultas de aquel viaje, no pude evitar mirar a mi madre con un respetuoso temor. La verdad es que a veces me preguntaba si no habría hecho adrede lo que hizo aquel amanecer, y si no creería en aquella superstición c on más fuerza aún que la abuela. Me preguntaba si mi padre no se habría enfadado porque había comprendido las intenciones de mi madre, y si no sería esta la causa de que ni la abuela ni los transportistas hubieran tratado de detenerle.
La otra imagen era un esfuerzo inútil y vago por tratar de recordar el aspecto y el color del cuerpo desnudo de mi mujer. Aunque intenté imaginarme un desnudo bello y erótico, las únicas imágenes claras que alcancé a ver —que parecían las más adecuadas para provocar una profunda repulsión instintiva— fueron las plantas de sus pies, que se habían vuelto muy reales merced al relato del testigo de su adulterio, y su ano, donde un desgarrón causado por un frenético deseo de probar formas prohibidas de placer había dejado una cicatriz. Sin embargo, los celos se iban con vertiendo poco a poco en algo vivo y me escocían ardientemente en los bronquios, como si hubiera inhalado humos venenosos. Ese humo ardiente también me escocía el ojo de la conciencia, y los detalles del cuerpo desnudo de mi mujer se difuminaron en una oscuridad rojiza. De repente, sentí que nunca había poseído de verdad a mi mujer…
—¡Mitsu!
Desde el pie de la escalera, Takashi me llamaba con voz fuerte y llena de vigor animal.
Abrí los ojos y lo primero que vi fue la agitación de la espalda de Hoshio, que seguía pegado al cristal de la ventana. El alegre ruido de la música del baile del Nenbutsu, los gritos del gentío y los ladridos de los perros descendían ya hacia el valle. Takashi me volvió a llamar con voz aún más llena de confianza.
—¡Mitsu!
Ignorando a Hoshio, que instintivamente trató de detenerme, bajé hasta la mitad de la escalera y me senté. Takashi, de pie en la doma, con la luz procedente del exterior a su espalda, estaba envuelto en un aura irisada, y su cara y el resto de su cuerpo, incluso los brazos abiertos, que tendía hacia mí, eran negros como el azabache. Para enfrentarme a él en igualdad de condiciones, debía adoptar la táctica de mantener la cabeza en la oscuridad.
—Mitsu, ¿te ha contado Hoshio lo que he hecho? —me preguntó aquella figura negra. Infinidad de pequeñas burbujas de luz brillaban a su alrededor bailoteando como el reflejo del sol en las olas del mar y le daban el aspecto de una salamandra saliendo del agua.
—Sí, me lo ha dicho —respondí sin inmutarme. Quise demostrarle cuán frío era en comparación con él, con aquel hermano menor mío que ahora se disponía a hacer alarde de su adulterio delante del cornudo con la misma ansia con que, cuando era niño, me pedía que mirase mientras provocaba a un estúpido ciempiés para que le picara en un dedo.
—No lo hice simplemente por lascivia. Fue para aclarar el significado de algo muy importante para mí.
Sin decir palabra, meneé la cabeza para dejar claro que ponía en duda lo que acababa de decir. Takashi, al igual que los perros que ladraban a los «espíritus», flotaba entre la excitación y la aprensión, y la flecha de mi duda le dio de lleno en el alma.
—¡Es verdad, no fue por lascivia! —estalló, desafiante—. Es más, no sentía el menor deseo. Para excitarme, tuve que recurrir a toda mi fuerza de voluntad, Mitsu.
Por un instante, sentí que la cabeza me ardía con una mezcla de ira y de risa. Aquello me liberó por completo de mis celos. ¡Así que había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad! Me temblaba el cuerpo de rabia, pero apretaba los dientes para no dejar escapar la risa. ¿No se daba cuenta mi hermano, que no era más que un crío vulgar, de que de poco le habría servido «toda su fuerza de voluntad» si mi mujer, como ser humano sexualmente maduro, no hubiera conseguido liberarse de las trabas mentales que impedían el libre ejercicio de su sexualidad? Takashi, mientras hacía por primera vez el amor adúlteramente, debía de haber luchado, presa del pánico, contra el temor de no ser capaz de eyacular, lo que le habría hecho sentirse ridículo no sólo con respecto a su compañera de adulterio, sino también conmigo, por comparación. Todo aquello me traía a la memoria deprimentes recuerdos de adolescencia.
—Mitsu, pienso casarme con Natsumichan. ¡No te entrometas en nuestros asuntos! —dijo agitando con exasperación su cabeza negro azabache.
—¿Una vez casado, tendrás que seguir recurriendo a tu fuerza de voluntad para excitarte? —le dije burlón—. ¿Seguirás sin sentir el menor deseo?
—¡Eso es cosa mía! —gritó esforzándose por ocultar su humillación con una demostración de ira.
—Es verdad. Eso es cosa tuya y de Natsumiko. Por cierto, das por sentado que Taka podrá arreglárselas para no verse arrastrado por el fracaso de su «revuelta» y salir del valle con Natsumiko sano y salvo.
—En cuanto a la revuelta, ha recuperado totalmente sus fuerzas. Tú también tienes que haber visto el frenesí de la gente del valle y de los «rústicos» en torno a los «espíritus», ¿no? Gracias a eso le hemos hecho una transfusión de sangre a la revuelta. ¡Estamos devolviéndole las fuerzas con una transfusión de la sangre del poder de la imaginación! —dijo Takashi, recuperada ya la confianza en sí mismo que mostraba al principio, cuando vino a llamarme—. Todos tenían miedo de que nuestra violencia no fuera capaz de enfrentarse a matones del Emperador de los Supermercados, pero reírse de esos dos «espíritus» les ha dado la fuerza emocional para despreciarle. Al pensar que, por muy Emperador de los Supermercados que sea, no es más que un viejo coreano que vino a hacer trabajos forzados como leñador y se ha enriquecido, les han vuelto los ánimos. Así que, dando muestras de su desprecio por el débil y de su retorcido egoísmo, inmediatamente se han dirigido al supermercado y se han llevado los electrodomésticos y cuanto han encontrado. Cuando esa gentuza piensa que puede pisotear a voluntad a un enemigo débil, se envalentona de un modo asombroso, ¿sabes? El factor más importante, fundamental, es que el Emperador de los Supermercados es coreano. Siempre han sido conscientes de lo miserables que eran sus vidas. Y siempre se han despreciado a sí mismos, pensando que eran los más míseros del bosque. Pero ahora han recordado los tiempos felices de su superioridad sobre los coreanos, antes de la guerra y durante la contienda. Se han emborrachado con el descubrimiento de que hay gentes aún más despreciables que ellos, que son los coreanos, y empiezan a sentirse fuertes. Son como un enjambre de moscas. Todo lo que tengo que hacer es organizarlos, y podremos resistir al Emperador indefinidamente. Por más que sean pequeños y repugnantes como moscas, cuando se unen, la propia fuerza del número les confiere un poder muy particular.
—¿Crees acaso que tus «moscas» nunca se van a dar cuenta de cómo las desprecias? Espera y verás… El poder de las «moscas» muy bien podría volverse contra ti. Es más, puede que tu «revuelta» no termine por completo hasta que eso ocurra.
—Eso no es más que la falsa perspectiva de un pesimista que contempla el valle desde su casa en las alturas, Mitsu —declaró Takashi, que había vuelto a su tono de suficiencia—. Estos tres días de revuelta, ¿sabes?, han revolucionado la forma de mirar las cosas de la élite de las moscas, que son moscas un poco más inteligentes que las moscas vulgares y corrientes. Esta élite son los propietarios de los bosques. Siempre habían creído que, incluso si la vida del valle llegase a un callejón sin salida y todos sus habitantes se marchasen o se muriesen, ellos sólo tenían que esperar a que volvieran a crecer los árboles para cortarlos de nuevo, pero esta revuelta les ha hecho ver con claridad que cuando las moscas se dejan llevar por la desesperación, pueden ser temibles. Ha sido una lección práctica de historia, en el espíritu de la revuelta del año de Man’en.
Por otra parte, en cuanto se dieron cuenta de que era un hecho (aunque se trate de un hecho falso, eso poco importa) que el «espíritu» del Emperador de los Supermercados no era más que un pobre coreano, se volvieron todos patriotas en un abrir y cerrar de ojos. Desde un punto de vista psicológico, es la misma clase de patriotismo, en el sentido estrictamente rígido y local, que mostraron los inútiles de sus antepasados cuando (gracias al dinero que consiguieron con la tala de los bosques) lograron ser elegidos diputados de la asamblea provincial a pesar de que no tenían ningún programa político práctico que ofrecer. Han empezado a buscar la manera de devolver el poder económico del valle a manos japonesas. Y, por fortuna para ellos, el enemigo es ese imbécil del Emperador, que se pasea en el baile con un chaqué anticuado, descamisado y sin guantes ni corbata. Así pues, la idea, que se ha convertido en un plan definido, es que varios de ellos aporten fondos para comprar el supermercado, cubriendo las pérdidas del saqueo, y que lo gestionen los comerciantes que se han arruinado. El monje ha removido cielo y tierra para allanar obstáculos. Mitsu, ese monje no es un simple filósofo, pues tiene el entusiasmo del revolucionario que ansia poner en práctica sus teorías. Además, es la única persona del valle que no tiene ni pizca de egoísmo. ¡Es nuestro mejor aliado!
—Efectivamente, es un aliado desinteresado de los habitantes del valle, porque esa ha sido la labor de los monjes del templo durante generaciones, Taka. Pero no es un auténtico aliado tuyo, porque tú desprecias a esas gentes.
—Me da igual. Soy el caudillo de una revuelta triunfante, un «malvado eficaz», como nuestro hermano mayor en el frente. ¡Ja, ja, ja! A mí no me hacen falta aliados de verdad. Me basta con un mínimo de colaboración.
—Así debe de ser, si tú lo dices, Taka. Pero creo que será mejor que vuelvas a tu propio frente. Francamente, todo esto no me hace tanta gracia como a ti —dije, y me puse en pie.
—¿Cómo está Hoshi? Consuélale. Al vernos hacer el amor, se quedó sin habla y se puso a vomitar. ¡Es un crío! —dijo Takashi, y se marchó corriendo.
En ese momento me asaltó inesperadamente la idea, que pronto se convirtió en convicción, de que el proyecto de Takashi podría tener éxito. Aun cuando la revuelta en sí fracasara, estaba seguro de que podría superar la derrota y la humillación y escapar para empezar una vida nueva, vulgar y eminentemente anodina, casado con Natsumiko, igualmente liberada de su derrota y su humillación propias. Además, esa vida plácida sería la de un antiguo hombre de acción, y se apoyaría en los orgullosos recuerdos de haber vivido una gran revuelta. Para entonces, su rutina totalmente anodina habría curado para siempre la disociación de su personalidad entre el deseo de autoflagelación causado por algo desconocido que había dentro de él y su consciente amor por la violencia. La carta del hermano menor del bisabuelo, que acababa de leer, me reafirmó en esta convicción. Al fin y al cabo, había dirigido una revuelta que acabó en desastre y desesperación, y había logrado escapar y empezar una nueva vida larga y tranquila, ¿no? Al regresar al primer piso, el joven abandonado y ridiculizado por su ídolo, que seguía pegado al cristal de la ventana, inmóvil, me dijo:
—Como la ha pisoteado tanta gente, se ha derretido la nieve del jardín, y está hecha un barrizal. ¡Detesto el barro! El coche se pone perdido. ¡Detesto el barro!
De madrugada, mientras Hoshio y yo estábamos tumbados el uno al lado del otro en nuestras mantas, cada cual tratando de calentar su cuerpo frío, pasando las horas de insomnio esforzándonos en resistir el frío de la gran nevada que empezaba a derretirse, de repente mi mujer subió la escalera en silencio. Como si estuviera segura de que no dormíamos, con voz cansada, ronca y desagradable, dijo en la oscuridad:
—Haz el favor de venir a la casona. Resulta que Taka ha intentado violar a una chica del pueblo. Y la ha matado. Los del equipo de fútbol le han abandonado y se han ido a sus casas, y mañana vendrán los hombres del valle por él.
Hoshio y yo nos incorporamos en la oscuridad, pero nos quedamos quietos en silencio, escuchando durante un rato nuestros propios latidos y los sollozos débiles y ahogados de mi mujer. Al cabo, comprendí que debía decir: «Será mejor que vayamos», pero mi cuerpo, pesado como si de pronto se hubiera convertido en un pellejo lleno de agua, se vio invadido por una dulce modorra, todo lo contrario del insomnio persistente de hacía un instante; si hubiera cerrado los ojos y me hubiera tumbado, contrayendo mi cuerpo como un feto, hubiera podido negar toda la realidad del mundo, y al no existir esa realidad, tampoco habría existido el criminal de mi hermano, ni habrían existido sus crímenes. Sin embargo, me desperté sacudiendo la cabeza y me levanté lentamente mientras repetía:
—Será mejor que vayamos. Será mejor que vayamos.