La música del baile del Nenbutsu, con sus bombos, sus tambores y sus platillos, resonaba sin cesar desde antes del mediodía. La música se desplazaba, insistente y continua. Llevaba cuatro horas con su ritmo monótono: «¡Dang, dang, dang! ¡Dang, dang, dang! ¡Dang, dang, dang! ¡Dang, dang, dang! ¡Dang, dang, dang!». Desde la ventana de atrás del almacén seguí con la mirada a Gii el Eremita, que subía por el camino, hacia el bosque. Mi mujer le hizo dejar sus harapos y le dio a cambio una manta nueva que llevaba ahora en el trineo; torcía la cabeza hacia un lado con aire meditativo, pero ascendía con paso firme la inclinada cuesta nevada. La música empezó inmediatamente después. Cuando mi mujer me trajo las bolas de arroz y una lata de salmón sin abrir, con una llave, le pregunté por la razón de la incesante música con una voz tan adusta y cargada de enfado, que yo mismo me sorprendí al oírla.
—¿Ha sido idea de Taka tocar la música del baile del Nenbutsu aunque no es la época? ¿Acaso cree que así va a despertar entre las gentes del valle el recuerdo de la revuelta de Man’en? Me parece que lo único que conseguirá será molestar a los vecinos. Sólo Taka, tú y los del equipo estáis entusiasmados. ¿De veras creéis que los estólidos habitantes del valle se van a dejar llevar por unos bombos y unos platillos?
—Bueno, la música, por lo menos, te ha hecho enfadar. A ti, que tanto te esfuerzas por mantenerte al margen de lo que ocurra en el valle, Mitsu —contraatacó con frialdad—. Esta mañana ha continuado el saqueo, y esta lata forma parte del botín, así que más vale que no te la comas si quieres conservar las manos limpias. Te traeré otra cosa.
Abrí la lata, no como admisión de complicidad con Taka, sino para demostrarle a mi mujer que hacía caso omiso de su sarcasmo. Ni siquiera me gusta el salmón. El saqueo del supermercado por los habitantes del valle el día anterior había sido algo espontáneo, según me explicó. Pero aquella mañana Takashi y sus seguidores se habían apresurado a propalar la idea de que, dado que ya estaban todos fuera de la ley, era una tontería no continuar el saqueo.
—¿No hay nadie que se oponga a los actos de Taka y los suyos? ¿Nadie se ha arrepentido de lo de ayer y ha devuelto el botín?
—Se celebró una gran reunión delante del supermercado, pero nadie dijo nada en ese sentido. Aunque algún tipo raro lo hubiera propuesto, difícilmente habría encontrado seguidores, porque el ambiente estaba muy cargado: las oficinistas que llevaban la contabilidad revelaban los beneficios del súper, y las vendedoras explicaban los defectos de los productos.
—Eso es un engañabobos —le respondí enojado mientras mascaba el salmón, que estaba seco y lleno de espinas—. No tardarán en volverse atrás.
—De todos modos, de momento, los ánimos están muy encrespados contra el supermercado. Varias mujeres a las que registraron, por sospechar que habían robado, contaron sus experiencias llorando a lágrima viva, Mitsu.
—¡Qué hatajo de idiotas!
Al decirlo, sentí que se me atragantaba el salmón del saqueo.
—Mitsu, deberías bajar también al valle y ver por ti mismo lo que está ocurriendo —dijo mi mujer, como quien no quiere la cosa, y se marchó. Mientras bajaba la escalera, escupí el salmón a medio masticar lleno de saliva y arroz en la palma de la mano.
La música del baile del Nenbutsu, que sonaba sin cesar, me molestaba, me ponía nervioso y me impedía concentrarme. Al resonar en mis oídos, impedía que me aislara de los extraños acontecimientos que estaban ocurriendo en el valle. Al apoderarse de mis oídos, había hecho que la revuelta se convirtiera en algo obsesivo para mí. El desagrado que me causaba aquella música estaba irreparablemente contaminado del veneno de la curiosidad, que me corroía implacable como la cirrosis corroe el hígado enfermo. No obstante, me prohibí moverme del almacén hasta encontrar un motivo vulgar y corriente, que no tuviera nada que ver con los acontecimientos anormales provocados por Takashi y los suyos. Hasta entonces, no bajaría al valle ni mandaría a nadie por mí. Tal vez aquella música monótona, incapaz de provocar emociones profundas, fuera un medio que empleaba Takashi para comunicarme con orgullo que sus actividades no habían cesado. Todo cuanto hiciera yo en relación con los sucesos que ocurrían en el valle no sería más que una vergonzosa capitulación ante sus vulgares tácticas psicológicas. Aguantaría. Al cabo, se empezó a oír un claxon en el valle. Supuse que Takashi les había puesto cadenas a las ruedas del Citroen y daba vueltas por el pueblo haciendo una ingenua exhibición destinada a los niños. O quizá, si los habitantes del valle se habían convertido de verdad en una turba de saqueadores, vigilaba su comportamiento desde el coche…
Me di cuenta de que había bajado el rendimiento de la estufa. Se estaba acabando el petróleo del depósito. Ya había utilizado el que tenía de reserva. Si alguien no iba a comprarlo al supermercado, tendría que ir yo. Finalmente, me liberé de las duras ataduras de paciencia que me había impuesto. Desde antes del mediodía, más de cuatro horas ya, la música del baile del Nenbutsu me había torturado y ridiculizado.
En la casona estaban Momoko, acostada tras su ataque de histeria, y mi mujer, que cuidaba de ella, así que no podían ayudarme. El joven que estuvo a punto de congelarse había sido llevado al pequeño hospital, y los jugadores del equipo de fútbol estaban con Takashi y Hoshio en el valle, instigando a sus habitantes a la loca revuelta. Aparte de los hijos de Jin, nadie podría hacerme aquel recado. Así que los llamé delante de la puerta cerrada de su casa, no porque pensara que se habrían resistido a aquella música y estarían encerrados en la fría penumbra de su hogar con su madre oronda y pesimista, sino, sencillamente, porque deseaba encontrar una razón externa que me obligara a bajar al valle. Los niños no contestaron. Cuando ya iba a marcharme, contento, Jin me llamó inesperadamente, con voz que reflejaba muy buen humor. Abrí la puerta y miré al interior; mi único ojo recorría inquieto el vacío, como un pájaro que no se acostumbra a la oscuridad, buscando más la figura de su marido que la de Jin.
—¡Hola, Jin! Venía a ver si tus hijos me podían hacer un recado en el valle. Me he quedado sin petróleo para la estufa —dije, compungido.
—Mis hijos están en el valle desde primera hora de la mañana, señor Mitsusaburó —dijo con una voz extrañamente amable mientras iba apareciendo como un gigantesco acorazado que emergiera de la bruma del mar dejando ver poco a poco su imponente presencia. Sus ojos se clavaron en mí con fuerza, como si fueran dos imanes ardientes y brillantes que sobresalieran de su cara redonda e hinchada. Como revelaba su voz, Jin estaba sentada en aquel asiento que parecía una silla de montar puesta del revés—. Y los amigos del señor Takashi vinieron a buscar a mi Kanaki, que tuvo que irse con ellos.
—¿Los compañeros de Takashi vinieron a buscarlo? —dije tratando de no manifestar excesivo pesar por lo que le había ocurrido a su marido—. No tenían ningún motivo para meter en este asunto a alguien tan pacífico como el bueno de Kanaki.
La prudencia con que me apiadé de su cónyuge estaba justificada: Jin no me había llamado para que escuchara sus lamentaciones por lo que le había ocurrido a su marido.
—Los jóvenes han recorrido casa por casa todo el valle, señor Mitsusaburó. Sobre todo, las casas de los que todavía no habían cogido nada, a fin de que nadie se salvara de participar en el saqueo. —Al decirlo, a Jin le brillaron los estrechos ojos, cada día más tapados por la carne, y se esforzó por sonreír, lo que hizo que se le formaran arrugas en la espesa capa de grasa bajo la piel hinchada. Había desaparecido su habitual angustia asfixiante y volvía a ser la chismosa impenitente, sostenida por una insaciable curiosidad—. Aunque los niños bajaron temprano, como mi marido no salía, vinieron dos jóvenes a la puerta y gritaron: «¿No vais al súper?». Por lo que dijeron mis hijos, cuando volvieron a descansar un rato, por las casas de todas las familias que no habían ido a sacar nada del supermercado, por ricas o poderosas que fueran, pasaban dos jóvenes gritando: «¿No vais al súper?». Así que hasta a la hija del alcalde y a la mujer del jefe de correos las llevaron al supermercado, a coger cosas. ¡A la hija del director de la escuela la hicieron cargar, quieras que no, con una caja de detergente! —Al decir esto, Jin cerró la boca de golpe, como si la tuviera llena de agua, y resopló por la nariz. A continuación, como la piel de su gran cara de luna llena se ruborizaba espasmódicamente, comprendí que se reía—. Es muy justo, señor Mitsusaburó. A todos los del valle les toca su parte de vergüenza. ¿Qué bien, eh?
—¿No hay nadie que lo sienta por el Emperador de los Supermercados, Jin? —le pregunté para desviar la conversación de aquel virulento cotilleo, pues en la palabra «vergüenza» que había pronunciado la bulímica cuarentona creí percibir una trampa que implicaba un peligro indefinido.
—¿Sentirlo por ese coreano? —contestó sin vacilar, indignada. Hasta el día anterior, al igual que la inmensa mayoría de los aldeanos, nunca había dicho nada que insinuase siquiera que el influyente propietario del supermercado fuese coreano. Pero ahora Jin hablaba haciendo hincapié en su procedencia. Como si el saqueo del supermercado significase de golpe un cambio en la relación de fuerzas entre el Emperador de los Supermercados y la gente del valle, Jin anunciaba a los cuatro vientos que el hombre que dominaba la economía del valle era coreano—. ¡Desde que llegaron los coreanos, no han hecho más que fastidiarnos! Al terminar la guerra se apoderaron de las tierras y el dinero del valle, y se enriquecieron. Todo lo que hacemos es desquitarnos un poco, así que no hay motivos para sentirlo.
—Jin, para empezar, los coreanos no vinieron al valle por gusto. Eran esclavos que sacaron de su patria a la fuerza. Además, que yo sepa, no han fastidiado a nadie del valle. Incluso en el asunto de los terrenos de la colonia coreana, al terminar la guerra, nadie del valle salió perjudicado de un modo directo, y tú lo sabes. ¿Por qué mientes deliberadamente?
—¡Al señor S’ji le mataron los coreanos! —exclamó llena de suspicacia, al tiempo que volvía su desconfianza hacia mí.
—Eso fue como venganza por el coreano que los compañeros de mi hermano S mataron poco antes, no me digas que no lo sabías.
—¡Todo el mundo dice que desde que llegaron los coreanos al valle, las cosas van mal! ¡Ojalá los mataran a todos!
Jin hablaba con una extraña vehemencia, imbuyéndose de su propia irracionalidad. Sus ojos hundidos se habían oscurecido, llenos de resentimiento.
—Jin, los coreanos no le han hecho ningún daño voluntariamente a la gente de esta hondonada. Las peleas de la posguerra fueron culpa de las dos partes. ¿Por qué dices esas cosas, si lo sabes tan bien como yo? —Al oír mis acusaciones, Jin bajó lentamente su melancólica cabezota como si fuese una carga pesada y, sin hacerme caso, permaneció cabizbaja mostrándome la nuca, ancha como la de una foca, mientras se movía al compás agitado de su respiración entrecortada. Suspiré, lleno de enfado, frustración y resentimiento—. Las gentes del valle van a pagar caro haber iniciado estos disturbios tan absurdos, Jin. Para el Emperador de los Supermercados, que le saqueen una tienda no puede significar mucho, pero la mayoría de los habitantes del pueblo se sentirán avergonzados durante el resto de su vida a causa de lo que robaron. ¿Se puede saber qué les ha pasado hasta a los viejos, que deberían ser más listos, para dejarse embaucar por un recién llegado al valle como Taka?
—¡Me alegro de que todo el pueblo sufra la misma vergüenza! —dijo Jin como si todo aquello no tuviera nada que ver con ella, negándose testaruda a levantar la cabeza y mirarme a los ojos. Su actitud me convenció de que la palabra «vergüenza» tenía un significado muy especial para ella.
Mi ojo, que se había ido acostumbrando a ver en la penumbra, divisó un montón de latas de conserva redondas y baratas de todas clases, colocadas de modo que estuvieran al alcance de la mano de Jin desde la silla en que estaba. Parecían un ejército decidido a luchar contra su hambre incurable, el fiel ejército de Jin. Es decir, eran la «vergüenza» de Jin, un ejército de «vergüenzas» particulares a la vista de todos, en formación, cuya naturaleza resultaba obvia incluso para el observador casual. Mientras yo miraba las latas de conservas sin saber qué decir, Jin, con una desafiante demostración de honradez, sacó de entre los grandes montículos que eran sus rodillas una lata medio abierta, con la tapa curvada como una oreja, y empezó a engullir su desconocido contenido. Recordé que las proteínas animales eran veneno para su hígado, pero no se lo comenté y me limité a decirle:
—Jin, ¿quieres que te traiga agua?
—¡No crea que voy a comer tanto como para que me dé sed! —protestó. Pero, acto seguido, con una emoción que sólo había oído en su voz cuando ella y yo nos hicimos cargo de la casa de los Nedokoro, en mi infancia, añadió—: Señor Mitsusaburó, gracias a los disturbios del señor Takashi, por primera vez tengo tanta comida que no me la puedo acabar, ¿sabe? ¡De verdad que no me la puedo comer toda! ¡Si me comiera todo esto, podría vivir sin necesidad de comer, volvería a ser delgada como antes, y me moriría de debilidad!
—¡No digas tonterías, Jin! —dije tratando de consolarla por primera vez desde que volví al valle.
—¡No, no son tonterías, las criaturas desgraciadas como yo ven esas cosas con claridad! ¡Y en el Hospital de la Cruz Roja me dijeron que no como tanto porque me lo pida el cuerpo, sino porque me lo pide la mente! Si pudiera convencerme a mí misma de que no debo comer tanto, desde ese día empezaría a perder peso y volvería a ser delgada como antes. ¡Pero entonces sólo me quedaría morirme!
De pronto me invadió una tristeza absurda e infantil. Tras la muerte de mi madre, sólo pude superar las numerosas dificultades de la adolescencia en el valle gracias a la ayuda de Jin. En silencio, le dije adiós con la cabeza, salí a la nieve del exterior y cerré la puerta, dejando a la «mujer más gorda del Japón» en la tranquila penumbra, a solas con su felicidad y su «vergüenza», en medio de aquella gran pila de comida que muy bien podría resultar fatal para su hígado…
La nieve del camino, que había endurecido las pisadas, se había tornado grisácea y resbaladiza. Descendí con cuidado y precaución. En cuanto al saqueo del supermercado, con razón o sin ella, no tenía intención de participar; simplemente, estaba decidido a no inmiscuirme en los actos de Takashi y los demás. Si en el supermercado reinaba el caos, me sería imposible comprar petróleo. De haber quedado alguna lata a salvo de los saqueadores, le entregaría a Taka o a cualquiera de sus camaradas su importe y me la llevaría, eso era todo. No tenía ganas de ser partícipe de la justa «vergüenza» de los habitantes del valle, como había dicho Jin. Por otra parte, los cabecillas de aquel insignificante disturbio no me habían gritado a mí el obligatorio «¿No vas al súper?», lo cual significaba que desde el principio yo era un extraño y que, como tal, no se me exigía compartir su «vergüenza».
Al llegar a la plaza del concejo, el hijo mayor de Jin apareció como por arte de magia y se puso a andar delante de mí igual que un perro dócil que va de paseo con su amo. Al notar por mi gesto que no era el mejor momento para hablarme, se limitó a expresar su excitación interior andando a saltitos. Las puertas de las casas a ambos lados del camino, que habían permanecido cerradas hasta entonces, estaban ahora abiertas de par en par, y sus moradores hablaban animadamente a gritos unos con otros delante de ellas. Todos los habitantes del valle estaban alborotados y de buen humor. También los «rústicos» que habían bajado al pueblo se unían a las conversaciones a la vera del camino, moviéndose despacio de un punto a otro. A pesar de que todos llevaban en brazos el botín del saqueo, no hacían ademán de regresar al «campo» y se quedaban en el valle remoloneando. Al pedir una «rústica» que le permitieran usar el retrete a su hijo, una de las mujeres del valle lo hizo de buen grado. En mi infancia, ni siquiera en las grandes festividades religiosas había visto nunca a los «rústicos» mezclarse con tanta libertad y tolerancia con los del pueblo. Los niños patinaban por el camino sobre la nieve que habían endurecido las pisadas o tarareaban la música del baile del Nenbutsu, que seguía sonando. El hijo de Jin se unió por un instante a los divertidos juegos de los niños, pero enseguida volvió a la carrera a mi lado. Algunos de los que conversaban de pie, me saludaron amablemente con una sonrisa. Desde que volví al valle, era la primera vez que levantaban su bloqueo hacia mí. Yo no podía corresponder tan deprisa a su inesperada actitud amistosa. Respondía ambiguamente con la cabeza y pasaba presuroso de largo, pero los adultos del valle parecían estar demasiado excitados para que les importara. Mi sorpresa fue echando fuertes raíces que crecieron lujuriosamente y formaron gruesas ramas y follaje. Un hombre alto, que había dado clases de historia del Japón durante la guerra como suplente, por la falta de maestros, y que después había sido secretario de la cooperativa agrícola, estaba dando explicaciones a quienes le rodeaban con un libro mayor abierto. Como tenía a su lado a los silenciosos jugadores del equipo de fútbol, inferí que le habían reclutado como asesor especial de los revoltosos y que debía de estar explicando y revelando las cuentas de los negocios del supermercado que habían sacado a la luz. Al verme, me llamó en voz alta, interrumpiendo sus explicaciones a los callados oyentes, con su cara radiante mostrando la naturalidad de su mejor sonrisa teatral.
—¡Señor Mitsusaburó! ¡He descubierto que el supermercado llevaba doble contabilidad! Si le enseñamos esto a Hacienda, el Emperador tendrá que decirle adiós a su trono.
Sus oyentes, lejos de molestarse por la inesperada interrupción, se volvieron hacia mí mostrando con alegres gestos de burla su protesta contra la deshonestidad fiscal del supermercado. Entre ellos había numerosos ancianos. Al pensarlo, me di cuenta de que entre el gentío que había visto al andar por el camino, el número de personas mayores era superior a lo normal. Hasta ayer se pasaban la vida en la oscuridad del otro lado de los sucios cristales de las puertas. Pero hoy parecían haber sido liberados y volvían a ser ciudadanos de pleno derecho de la sociedad del valle.
El hijo de Jin me llamó la atención con un grito agudo, excitado por su descubrimiento.
—¡Eh! ¡Ese es el director del súper!
Vi pasar corriendo a nuestro lado a un hombre rechoncho, que se alejaba dando tumbos, vestido con una chaqueta de cuero; era cuellicorto y muy calvo, a pesar de no haber llegado a los cuarenta. Bajo la lluvia de insultos de los niños, pasó presuroso agitando los brazos en el aire con toda su alma, como un otárido. Así que habían soltado al director del supermercado. Sin embargo, como el equipo de fútbol debía de seguir vigilando el puente con obstinación, en realidad seguía tan encerrado como antes. No obstante, mientras recibía las burlas, resultaba gracioso e incongruente verle correr por la calzada como un repartidor de periódicos. ¿Creía que podría hacer que las cosas volvieran a la normalidad él solo, sin un aliado en el valle? Al ocurrírsele a un niño empezar a tirarle bolas de nieve, no tardaron en imitarle los demás. Un certero bolazo en un tobillo le hizo caer rodando. Se levantó con dificultad y, sin sacudirse siquiera la nieve que le cubría de la cabeza a los pies, gritó amenazador a los enloquecidos rapaces. Los niños, sin embargo, cada vez más divertidos, siguieron tirándole pelotazos de nieve. Volví a sentir en la garganta seca el sabor del pánico, igual que el día en que la agresión de unos niños desconocidos me dejó tuerto, y aquello me dio una pista para responder a la pregunta que me había hecho durante muchos años acerca de por qué me habían apedreado. Iracundo y lastimoso, el hombre siguió gritando débil pero continuamente, mientras se protegía de los pelotazos con ambos brazos.
—¿Qué está gritando? —pregunté al hijo de Jin, que había vuelto a pegarse a mi lado como un sidecar, con la cara rebosante de regocijo, después de haberse sumado a los lanzadores de bolas por unos momentos.
—Dice que, cuando se derrita la nieve, el Emperador de los Supermercados va a venir a ajustarnos las cuentas al frente de sus hombres. ¡Como si no estuviéramos preparados para defendernos! —dijo con orgullo. Miró al fondo del paquete de galletas que había estado comiendo y lo tiró sin más miramientos; luego sacó otro de los que henchían a rebosar los bolsillos de su chaquetón y se llenó la boca.
—¿Crees que podréis con sus hombres? ¡Pero si son profesionales de la violencia!
—¡Taka nos enseñará a pelear! Taka se ha enfrentado a los fascistas, y sabe pelear de verdad. Señor Mitsusaburó, ¿usted ha peleado? —replicó con agudeza el hijo de Jin, tragándose impaciente el bocado.
—¿Por qué habrán dejado suelto al director?
—¡No sé…! —respondió sin comprometerse, pero inmediatamente dio la respuesta más adecuada a mi vaga pregunta—: Quizá, como dice tantas chorradas, los del valle han dejado de prestarles atención a él y al Emperador de los Supermercados. Señor Mitsusaburó, ese también es coreano, ¿sabe?
Me llenó de disgusto la hostilidad irracional contra los coreanos de un muchacho nacido después de la guerra. Pero si hubiera tratado de defender al director del supermercado, me habrían perseguido igual que a él.
—No tienes por qué seguirme, vete a jugar con tus compañeros —le dije.
—¡Pero Taka me ha ordenado que le acompañe adonde está, señor Mitsusaburó! —me respondió con la más seria de las perplejidades. Pero, al insistir en rechazar que me guiara, finalmente se fue; para consolarse de aquella contrariedad, comía galletas sin parar. Desde que Jin había caído víctima de aquella extraña bulimia, también era la primera vez que su escuálido hijo disponía de más comida de la que su encogido estómago podía admitir. Una fuerza para él incomprensible le obligaba a comer y comer, y terminaría por vomitarlo todo.
La nieve que rodeaba el supermercado se había derretido con las pisadas, y la calzada estaba hecha un barrizal repugnante. Era un aviso del lodazal en que se convertiría el valle cuando se derritiera toda la nieve. Delante de la tienda había varios grupitos repartidos por el suelo. Algunos los formaba gente que había sacado los televisores a la calle para ver los programas, y los demás grupos miraban a varios hombres que manipulaban algunos electrodomésticos que habían sacado de sus cajas.
En los diversos televisores se veían los programas de dos emisoras distintas. Los pequeñuelos, que estaban en cuclillas, miraban absortos, y algunos se habían colocado de modo que pudieran ver ambos programas a la vez, pero los mayores situados de pie detrás de ellos no prestaban tanta atención a los televisores y parecían confundidos. Aquellos programas que mostraban escenas de la vida cotidiana en una ciudad lejana coincidían con el estado de excepción que vivía el valle, y esa era la causa de su perplejidad. La imagen borrosa en primer plano de una joven cantante de barbilla prominente y sonrisa artificial subrayaba la impresión de anormalidad de cuanto ocurría en aquellos momentos en el valle.
Habían puesto los electrodomésticos en fila sobre el suelo mojado después de sacarlos de sus cajas, y dos hombres de mediana edad trabajaban en ellos con cortafríos y martillos. Eran el herrero y el calderero del pueblo. También debían de ser expertos reclutados por los jóvenes. Los principales espectadores de su labor eran mujeres. No cabía duda de que hacían aquel trabajo por primera vez. A pesar de ser los más dotados técnicamente del valle, su tarea avanzaba con lentitud y no sin riesgo para los objetos que trataban. Estaban llevando a cabo una pequeña demolición: quitarles a los aparatos el número de serie y la placa del fabricante. Al intentar quitarle la placa del fabricante a una estufa con el cortafrío, uno de ellos le hizo un profundo rasguño en la flamante pintura escarlata de uno de los laterales, y los suspiros de pena de las mujeres sentadas en cuclillas a su alrededor le hicieron sonrojarse vivamente. La tarea sin importancia que les habían encomendado no estaba a la altura de las labores en que se especializaban. Realizaban aquel pueril trabajo de camuflaje de los aparatos saqueados del supermercado para evitar su identificación cuando llegaran al valle los matones del Emperador de los Supermercados.
Me alejaba de la muchedumbre, camino de la entrada del supermercado, cuando noté que los jóvenes del equipo de fútbol vigilaban mis movimientos, aunque se repartían por los grupos que miraban los televisores y los trabajos de camuflaje como manchas negras entre la muchedumbre alegre, con las c aras serias y los ojos brillantes. Sin hacer caso de sus torvas miradas, empujé la puerta de la entrada. Pero no se movió. Miré el caótico interior mientras intentaba accionar el tirador.
—¡Por hoy se acabó el saqueo! ¡Mañana empieza otra ronda!
Me volví al oír la voz del hijo de Jin, que estaba a mis espaldas comiendo galletas rodeado de sus sonrientes compañeros. Temerosos de que les diera un coscorrón, retrocedieron un paso.
—No he venido a saquear, sino a comprar petróleo.
—¡Por hoy se acabó el saqueo! ¡Mañana empieza otra ronda! —me gritaron burlones los compañeros del hijo de Jin. Se habían adaptado con rapidez a la nueva vida que habían traído los «disturbios», y parecían alborotadores natos.
Se me ocurrió pedir ayuda a los jugadores del equipo de fútbol, que me vigilaban impasibles, así que les grité por encima de los chavales:
—¡Quiero hablar con Taka, llevadme ante él!
Los jóvenes del equipo de fútbol guardaron silencio y ladearon sus cabezas abultadas llenos de perplejidad, mientras sus caras feas y angulosas me miraban más impasibles aún; empecé a ponerme histérico.
—¡Tranquilo, señor Mitsusaburó, que Taka me ha dado orden de acompañarle! —dijo el hijo de Jin tratando de calmarme, lleno otra vez de confianza en sí mismo, y, sin esperar mi respuesta, avanzó por el sendero que conducía a la trasera del almacén. Le seguí a duras penas por la profunda nieve. Los carámbanos parecían esperarme y me daban en el lado de la cara correspondiente a mi ojo tuerto antes de romperse y caer.
Detrás de la antigua destilería, ahora convertida en supermercado, había un patio cuadrado en el que solían poner a secar los barriles de fermentación. Allí habían alzado un barracón donde estaban las oficinas del supermercado, que los revoltosos utilizaban como cuartel general. Un joven montaba guardia en la puerta. El hijo de Jin, tras conducirme hasta allí, se quedó esperando en cuclillas sobre un montón de nieve limpia en un rincón del patio. Bajo la mirada atenta del vigilante, abrí la puerta en silencio y entré en un cuarto caliente, lleno del olor animal de cuerpos jóvenes.
—¡Hola, Mitsu! Creí que no ibas a venir, como tampoco fuiste a las manifestaciones contra el Tratado[75], ¿eh? —dijo Takashi, que parecía de buen humor, a modo de bienvenida; llevaba una toalla blanca sobre los hombros y le estaban cortando el pelo.
—¿No exageras un poco al comparar esto con lo del Tratado? —dije para bajarle los humos.
Takashi estaba sentado en una silla baja al lado de una estufa, y el barbero del pueblo, que era casi un niño, manejaba las tijeras con la sincera devoción de quien había corrido a ofrecer sus servicios al héroe de la «revuelta». Junto a Takashi se encontraba una jovencita de cuello muy corto y que parecía bastante tonta. Restregando con familiaridad su cuerpo rollizo contra el de mi hermano, recogía con un periódico los pelos que hacían saltar las tijeras. Algo alejados, al fondo del cuarto, Hoshio y tres jugadores del equipo de fútbol imprimían algo con un mimeógrafo, seguramente la justificación ideológica, y Takashi pasó por alto mi sarcasmo, pero sus compañeros dejaron de trabajar, esperando su reacción. Posiblemente, les había hablado a los jóvenes e inexpertos participantes en los disturbios de sus experiencias de junio de 1960, trazando un obligado paralelo entre aquellos acontecimientos y esta pequeña «revuelta».
Hubiera querido decirle a mi hermano, a quien el corte de pelo del barbero y el calor de la estufa habían dado un aspecto juvenil de campesino simplón, que en aquella obra de teatro había interpretado el papel de un activista arrepentido, pero ahora parecía querer representar exactamente el papel contrario; sin embargo, me contuve prudentemente.
—No he venido a ver las actividades del equipo de fútbol de Taka, sino a comprar petróleo para la estufa. ¿Se ha salvado del saqueo alguna lata?
—¿Ha quedado petróleo? —preguntó Takashi a sus compañeros.
—Voy a ver en el almacén, Taka —contestó Hoshio, y le dijo que se encargara del mimeógrafo al joven que estaba a su lado. Mero antes de salir de la oficina nos dio un pasquín que acababa de imprimir. No cabía duda de que era uno de los colaboradores más eficaces del caudillo de la «revuelta».
¿POR QUÉ EL EMPERADOR DE LOS SUPERMERCADOS NO
TIENE MÁS REMEDIO QUE AGUANTARSE?:
¡PORQUE SERÍA MALA PROPAGANDA PARA SU CADENA DE TIENDAS!
¡PORQUE TENDRÍA QUE RENDIR CUENTAS A HACIENDA!
¡PORQUE NO VOLVERÍA A HACER NEGOCIOS EN EL VALLE!
¿HARÍA ALGO SUICIDA UNA PERSONA CON LAS MANOS TAN
SUCIAS COMO EL EMPERADOR DE LOS SUPERMERCADOS?
—Ante todo hay que lograr que todos, absolutamente todos, piensen de acuerdo con estas premisas básicas, Mitsu —dijo rápidamente Takashi, con la evidente intención de anticiparse a cualquier crítica que yo pudiera hacer a la redacción del pasquín—. También tenemos cartas más poderosas y complejas. Por ejemplo, esta jovencita tan mona, que era la encargada de relaciones públicas del Emperador de los Supermercados, colabora con nosotros. Es decidida y no le da miedo enfrentarse al Emperador… sobre todo porque espera que la despidan para irse a la capital.
La cara en forma de corazón de la muchacha se ruborizó al escuchar aquellos elogios, y estuvo a punto de romper en una tonta risita de placer. Sin duda, era una de aquellas muchachas, que no faltan en ningún pueblo, de campo, que desde los doce o trece años coquetean con todos los jóvenes de la comarca.
—Dicen que ayer le impediste el paso al monje cuando venía a hablar conmigo. ¿Por qué? —dije apartando la mirada de la muchacha, que seguía coqueteando, no sólo con Takashi, sino con todos los presentes.
—No fui yo, Mitsu. Al fin y al cabo, ¿no es lógico que ayer los chicos del equipo de fútbol vigilaran atentamente los movimientos de las fuerzas vivas del valle? La verdad es que tienen una influencia que no se debe menospreciar, ¿no? En el caso de que, al disponerse los del pueblo a asaltar el supermercado dirigidos por algún jornalero borracho, cualquiera de los personajes influyentes del valle les hubiera llamado al orden, el asalto no habría prosperado. Pero hoy casi todo el mundo se ha manchado las manos, de modo que si las clases privilegiadas se mantuvieran al margen con la cabeza alta, lo único que conseguirían sería ganarse las iras de todos. Así que hemos cambiado de táctica y ya no las vigilamos. Más bien al contrario: acudimos a sus reuniones para decirles lo que pensamos y pedirles consejo. Mitsu, ya conoces al héroe espartano, el que dirigía al grupo de avicultores. Pues ahora está buscando la manera de que el pueblo adquiera el supermercado. Su idea es prescindir del Emperador y que lo gestione la gente del valle. ¿No te parece un plan atractivo? Ese joven tiene ideas propias, ¿sabes?, lo cual me deja libre para concentrarme en las actividades puramente violentas.
Los jóvenes dejaron escapar unas risitas de complicidad. Parecían estar encantados con la manera de hablar de Takashi.
—Pero, como desde el segundo asalto la distribución de las existencias del supermercado se hace bajo nuestra supervisión, tengo un trabajo bastante complicado. Por ejemplo, no puedo permitir que los «rústicos» de un caserío se lleven un botín más grande que los de otro. Es un saqueo ordenado, ¡ja, ja, ja! Hasta que se vuelva a abrir mañana para una nueva distribución, el almacén del supermercado estará estrechamente vigilado por el equipo de fútbol. Esta noche los jóvenes dormirán aquí. Mitsu, ¿qué te parece este saqueo ordenado?
—Jin lo llama la «revuelta de Taka», ¿sabes? Si quieres mantener vivo el interés de la gente del valle por ella el mayor tiempo posible, es evidente que no puedes dejar que la causa de los disturbios se desvanezca demasiado pronto. Efectivamente, has de proceder con orden para que la situación no se te escape de las manos.
A pesar de decirle sin amenazas lo que pensaba de verdad al escuchar su alborotada verborrea, no se molestó, sino que más bien pareció intrigado, y, sin abandonar su mirada provocadora, me dijo:
—Me gusta eso de la «revuelta de Taka», sí, aunque sea una exageración. Mitsu, no es el ansia de bienes materiales ni la miseria lo que ha arrastrado a toda esa gente, tanto del valle como «rústicos», grandes y chicos. Habrás oído los tambores y los platillos todo el día, ¿no? Pues eso es lo que los mantiene en pie, esa es la fuente de su energía. El saqueo del supermercado en sí no puede considerarse un levantamiento. Apenas es una tormenta en un vaso de agua, Mitsu, y eso lo saben perfectamente todos los que han tomado parte en él. Pero, por el hecho de haber participado, han retrocedido un siglo de un salto y experimentan la misma emoción que quienes intervinieron en el levantamiento de Man’en. Se trata de una revuelta de la imaginación. Para la gente que no tiene esa capacidad de imaginación, como tú, Mitsu, este levantamiento ni es revuelta ni es nada, ¿no?
—Exactamente.
—Lo sabía.
Tras decir esto, se encerró inesperadamente en un hosco silencio, con los labios apretados, como si empezara a sentirse harto de todo, incluso de que le cortaran el pelo en aquella oficina, ahora que era dueño de la situación, y se quedó mirando con desánimo su imagen en el espejito cuadrado que estaba inclinado en la mesa ante sus ojos. Entonces, a mi espalda sonó la voz de Hoshio.
—He encontrado una lata de petróleo, Mitsu. Jin y sus amigos dicen que te la llevarán al almacén.
—Muchas gracias, Hoshi —dije volviéndome—. Como no soy del valle, el supermercado no se ha aprovechado de mí, así que voy a pagarla. Si no quieres guardar el dinero, déjalo en la estantería donde estaba la lata de petróleo.
Desconcertado, tras unos instantes de duda pareció dispuesto a aceptar el dinero que le ofrecía, pero entonces dos de sus compañeros, rodeándole simultáneamente con presteza, le empujaron sin contemplaciones por los hombros con los dedos teñidos de la tinta del mimeógrafo. Hoshio cayó de espaldas y se golpeó la coronilla contra las tablas de la pared. Me sentí como un tonto por estar allí de pie con el brazo extendido, todavía ofreciéndole el dinero. Hoshio se puso de pie airado y miró a Takashi, como pidiéndole permiso para contraatacar, con los dientes apretados y silbando igual que una serpiente, pero su ídolo permaneció sentado, inmóvil, frunciéndose el ceño a sí mismo en el espejo, como si no se hubiera dado cuenta del tremendo ruido de su caída. Y en lugar del silencioso Taka, fue la muchacha que estaba a su lado quien reprendió^ al joven con voz chillona:
—Violación de las normas, Hoshio.
Al oír esto, para mi sorpresa, Hoshio se quedó quieto y no pudo reprimir unas lágrimas.
Me marché de la oficina, ofuscado y con el corazón latiéndome aceleradamente. La música del baile del Nenbutsu, que seguía sonando, aceleró aún más los latidos de mi corazón, y tuve que taparme los oídos. El monje me esperaba delante del supermercado. Como es natural, bajé las manos de las orejas.
—¡Al ir al almacén, los niños del señor Kanaki me dijeron que había bajado al supermercado! —dijo el monje, que parecía muy entusiasmado. Me di cuenta enseguida de que la emoción que le hacía mostrar tanto entusiasmo con toda probabilidad era diametralmente opuesta a la que me embargaba—. ¡En el archivo del templo he encontrado los documentos de la familia Nedokoro que teníamos en custodia!
Cogí el gran sobre de papel castaño que me tendía. Era de ínfima calidad, de los tiempos de escasez, sucio y viejo. Probablemente, mi madre lo había llevado al templo nada más terminar la guerra. No obstante, el entusiasmo del monje no estaba motivado por su contenido.
—Mitchan, esto se ha puesto interesante, ¿verdad? —dijo en voz baja, y lo repitió febrilmente—: Esto se ha puesto interesante, ¿verdad? ¡Esto es interesantísimo!
Me quedé mirándole con profunda suspicacia, pues no esperaba en absoluto que el monje reaccionase así. Permanecí rallado y perplejo, considerando el significado de sus palabras.
—Hablemos mientras andamos, porque podrían oírnos. —Al decir esto, el monje se me adelantó caminando con paso rápido y decidido, una actitud poco propia de una persona habitualmente tan comedida. Le seguí apretándome el corazón con una mano por encima del abrigo—. ¡Mitchan, si se corre el rumor, es posible que los campesinos saqueen los supermercados de todas las regiones del Japón! Si ocurriera eso, los fallos de la economía se harían evidentes inmediatamente, y quizá cambiara el curso de la historia. Mucha gente afirma que la economía japonesa se estancará en diez años, pero los profanos como nosotros no podemos saber cuáles serán los síntomas de esa crisis. Sin embargo, mira por dónde, de pronto unos campesinos descontentos saquean un supermercado. Si sucediera lo mismo con varias decenas de miles de supermercados, uno tras otro, ya no podrían ocultarse por más tiempo los fallos y las debilidades de la economía japonesa. Esto se ha puesto interesante de veras, Mitchan.
—Pero este saqueo no va a provocar una reacción en cadena en todo el país. En dos o tres días se calmará el tumulto y la gente del valle volverá a su vida habitual —contesté, mientras la inesperada excitación de quien debía representar a las personas cultas y sensatas del valle me deprimía hasta casi hacerme sentir tristeza—. No tengo ganas de inmiscuirme en los disturbios, pero sé de sobras que Taka no es alguien que vaya a cambiar el curso de la historia. Sólo espero que, cuando toda haya acabado, Takashi no se quede demasiado solo y triste. Con todo, pese a mis buenos deseos, creo que mi hermano no tiene escapatoria. Al haber dado su ración de «vergüenza» a cada una de las personas del valle, ya no podrá esperar que le miren con simpatía como a un activista estudiantil arrepentido. Por más que lo pienso, no consigo entender qué demonios le ha empujado a ir tan lejos. Lo único que veo claro es que, interiormente, Taka está irremediablemente partido en dos. No quisiera inmiscuirme en lo que hace, pero lo cierto es que no entiendo qué le ha llevado a esa situación. Sin embargo, tengo la corazonada de que el factor que la desencadenó fue el suicidio de nuestra hermana subnormal cuando vivía con él.
Me sentía exhausto, como si yo también hubiera participado en los «tumultos» de aquel día, y muy apenado, y tras decir estas palabras guardé silencio. Aunque el monje también calló, como si aceptara lo que le había dicho, para entonces yo ya veía claro que la expresión de placidez y respetabilidad que mostraba siempre su cara no era más que una máscara que ocultaba su verdadera personalidad, hipócrita y porfiada. A fin de cuentas, después de abandonarle su mujer, había tenido agallas para seguir viviendo tan tranquilo en el valle, pese a todos los rumores malévolos. Guardaba silencio porque le daba pena mi abatimiento, pero no porque compartiera mis opiniones. Y comprendí que, mientras yo me preocupaba por el destino de mi hermano, el monje pensaba en el de los jóvenes del valle. Caminamos juntos en silencio, hombro con hombro, como si nos entendiéramos a la perfección, entre hombres y mujeres, viejos y niños, que seguían llenando el camino y nos sonreían amistosos. Al llegar a la plaza del concejo, a modo de despedida, me dijo:
—En el pasado, los jóvenes siempre se embarcaban en proyectos absurdos y de poca monta, encontraban las primeras dificultades, y tiraban la toalla. Pero en esta ocasión, por fin, tratan de vencer dificultades realmente grandes con sus solas fuerzas. O quizá debiera decir que han creado libremente, por su propia voluntad, una situación que no pueden resolver por sí mismos, lo cual, para mí, es igual de interesante. ¡Muy interesante! Si el hermano del bisabuelo de Mitchan viviera hoy, creo que se habría comportado como Takachan.
Mientras ascendía por el camino, en el que la nieve se había vuelto a congelar peligrosamente después de haberse derretido gracias al calor del sol, con la cabeza gacha, respirando entrecortadamente y preocupado por mi corazón, empezaron a rodearme sombras de color rojo oscuro. Eran las sombras que habían desaparecido del valle desde que empezó a nevar, y ahora volvían a él. El viento había despejado las finas nubes y dejaba ver el cielo crepuscular. Tiritando a causa del frío, que arreciaba, ascendí entre los arbustos doblados por el peso de la nieve y aferrados al suelo con mayor fuerza por las sombras que revivían. Mi piel, que había sudado con el calor de la estufa de la oficina del supermercado, se rendía rápidamente al frío. Me imaginaba el aspecto que las sombras de color rojo oscuro que me rodeaban daban a la carne de gallina de mi rostro. Aunque me frotaba las mejillas con las palmas de las manos, no podía alisarlas. Mientras subía mecánicamente, cansino, como una vieja locomotora incapaz de arrastrar el peso de los vagones, se apoderó de mí una sensación de fatiga tal, que me hizo dudar de si llegaría al almacén, que, cuando levantaba la cabeza, parecía una mole de alquitrán envuelta en un halo rojizo en lo alto de la pendiente nevada.
Un pequeño grupo de mujeres vestidas de color oscuro rodeaba la entrada de la casona. Habían desechado las ropas llamativas con las que el supermercado había llenado el valle y, como si hubiesen llegado a un acuerdo para volver a las tradiciones locales, se habían puesto las ropas de campesina de color añil, que las cubrían de la cabeza a los pies, y sólo les dejaban al aire la cara. Cuando entré en el jardín, se giraron hacia mí como una bandada de patos con sus caras inexpresivas y sombrías, pero enseguida se volvieron hacia mi mujer, que estaba de pie en la doma, y empezaron a quejarse. Eran «rústicas», y pedían que Takashi destruyera la película de las fotografías que había tomado el primer día del saqueo. Al volver a casa después de participar en él y hablarles a sus maridos y sus suegros de las fotografías que les había hecho Takashi, las conminaron, inflexibles, a que exigieran que se destruyeran inmediatamente. Debía de ser el primer grupo de participantes en los disturbios que empezaba a arrepentirse. El sol poniente brilló con un vivo resplandor rojo y se escondió de repente.
—Eso lo debe decidir Taka. Yo no puedo hacerle cambiar de opinión. Yo no tengo influencia sobre lo que piensa Taka. Él es quien decide lo que va a hacer —repetía mi mujer con voz hastiada pero paciente.
La música del baile del Nenbutsu, que brotaba del fondo del valle como una fuente, cesó de improviso, y el espacio que había entre el negro bosque y la niebla de color ladrillo se llenó de una sensación de vacío.
—¡Aay, aay! ¿Qué vamos a hacer? —se lamentó una de las «rústicas»; su voz aguda y lastimosa hizo dudar a mi mujer un instante, pero no cambió de actitud.
—Yo hago lo que dice Taka. Todo depende de él. Es él quien decide lo que se ha de hacer.