Traicionando mis calladas esperanzas, el tiempo pasaba y la nieve en polvo seguía cayendo invariablemente; no había trazas de que fuera a convertirse en copos finos como pétalos, y yo no podía acostumbrarme a ella. Procuraba salir lo menos posible y permanecía encerrado en el almacén, concentrado en la traducción. Como me traían la comida, sólo tenía necesidad de ir a la casona por agua, que evaporaba en la estufa. Cuando lo hacía, veía a Takashi y sus camaradas, llenos de infantil inocencia, todavía borrachos de nieve y sin mostrar los síntomas del cansancio que acompaña a la resaca. La nieve recién caída escondía el deterioro sufrido por la que había caído antes y renovaba continuamente el aspecto de la capa que lo cubría todo. Por consiguiente, los fanáticos de la casona no tenían tiempo de salir de su embriaguez. Cuando descubrí que podía utilizar nieve derretida para hacer vapor, mi vida diaria se alejó aún más radicalmente de la casona. Pasé tres días envuelto en aquella extraña nevada, con una sensación tan fuerte de relajación, de no ser vigilado por nadie, que podía percibir que mis propios gestos y movimientos se distendían y se hacían más pausados.
Como era de esperar, durante la mañana del día de Año Nuevo, Jin y su familia habían interrumpido dos veces mi vida de eremita. Primero, el hijo mayor de Jin me despertó a gritos de madrugada para decirme que su madre quería que yo, actualmente el cabeza de familia de los Nedokoro, fuese a sacar la primera agua[71]. El hijo de Jin estaba tenso, como uno de esos viejos que nunca se olvidan de cumplir las obligaciones de las tradiciones lugareñas, y con gesto solemne me entregó un pedazo de papel de propaganda doblado, en cuyo anverso habían dibujado un mapa casi ilegible del lugar donde debía sacar la primera agua del año. Bajo la luz tenue de la lámpara eléctrica al pie de la escalera, mientras me miraba con sus ojillos sombríos, traté de memorizar el itinerario de la ceremonia de la extracción de la primera agua de aquel año que había dibujado Jin, pero me resultó imposible. Dándome por vencido, subí al primer piso y me puse el abrigo. El pobre hijo de Jin, a quien debían de haberle ordenado que me acompañase a Sacar el agua, tiritaba en silencio como un perro escaldado. Al entrar en la casona, vi que Takashi y mi mujer dormían el uno al lado del otro junto al hogar, en el que apenas brillaban las brasas. Detrás de Takashi dormía Hoshio, y Momoko lo hacía bajo la misma manta que mi mujer, pero el brazo de Takashi Estaba claramente extendido bajo la manta para rodear el Costado de mi esposa, y daban la impresión de dormir juntos y solos. De pie en la entrada de la doma, mientras yo paseaba la vista medio aturdido, el despabilado hijo de Jin encontró junto al fogón un balde grande, el balde destinado a desempeñar aquel papel sagrado y efímero, y nos adentramos juntos en la Oscuridad llena de nieve. Por los finos copos que me daban en la cara, me di cuenta de que tenía la piel encendida y sofocada, pero mis emociones, al contrario, estaban tranquilas hasta el punto de inercia. Recordé con tristeza la fatal sensación de la imposibilidad de tener relaciones sexuales que había crecido como un cáncer entre mi mujer y yo. Si pudiéramos escapar del pantano de esa sensación de imposibilidad arrastrando nuestros pies pesados como los de un guerrero extenuado, ¿no sería lo mejor, al fin y al cabo? Sin embargo, no aceptaba la posibilidad de una relación sexual directa entre mi mujer y Takashi. Lo que había ocurrido era, simplemente, que mi mente, vacía de cualquier cosa que no fuera la apremiante necesidad de apresurarse a través de la nieve, de vez en cuando era presa de una misteriosa fantasía en la cual la poderosa fuerza magnética que yo había sentido tan estoicamente reprimida en el pene erecto de Takashi mientras estaba de pie desnudo y cubierto de nieve, se inyectaba por medio de sus dedos en el costado de mi mujer dormida y fundía aquella rígida sensación de que le eran imposibles las relaciones sexuales. En el camino que baja desde la calle principal del pueblo hasta el río la nieve estaba blanda. El hijo de Jin debía de haber prestado mucha atención, al lado de su madre, mientras esta preparaba el itinerario mirando almanaques y horóscopos para ir a buscar la primera agua del año, pues se abría camino por la nieve que le llegaba hasta las rodillas sin vacilar. Al aparecer el río ante nosotros, me quedé parado, atónito al ver las aguas negras flanqueadas de nieve. Todos los fragmentos de la fantasía que flotaba en el espacio de mi cabeza, aún semidormida, se congelaron y se desplomaron, sin excepción. Para protegerme de las cosas horribles que desde la superficie negra del río amenazaban con despertar en mí, pronuncié un conjuro: «Eres un extraño que no tiene nada que ver con el valle». Pero aunque lograra negar todo su significado, el río negro encerrado entre la nieve era lo más amenazador que había visto desde mi regreso al pueblo. El hijo de Jin, deduciendo por mi aspecto petrificado que debía de tener miedo de perder pie en la nieve cada vez más profunda, tras esperar un rato, finalmente me quitó el balde de las manos y se deslizó de rodillas hasta la ribera. Hubo un chapoteo furtivo y casi avergonzado, tras el cual el hijo de Jin, que había subido con dificultad por la nieve, dejó a mi lado el cubo lleno de agua y se quedó con una lata de leche en polvo que había encontrado por allí y había llenado con reverencia.
—¡Podías haber cogido un poco de mi primera agua! —le dije, y entonces el hijo de Jin abrazó la lata con los dos brazos, como protegiéndola de mi ataque.
Comprendí entonces la tozuda idea que acababa de formarse en su cabecilla. Como yo no había sacado la primera agua con mis propias manos, sino que lo había hecho él por mí, aquella agua era fraudulenta, mientras que la que él había sacado con su lata sí era auténtica primera agua del año. Como la familia de Jin había compartido siempre la primera agua de los Nedokoro, si hubiera ido yo a la orilla a sacarla, el hijo de Jin se habría dado por satisfecho con nuestra primera agua porque habría sido auténtica. Pero como me quedé plantado y dejé que la sacase fraudulentamente por mí, se le ocurrió sacar su propia primera agua para llevarla a casa de su orondísima madre. Si el hijo de una madre tan incurablemente obesa aún podía ser un místico tan tozudo, por fuerza debía de haber una realidad muy poderosa que subyacía a aquel proceso. Totalmente despierto ya, empecé a sentir que haber bajado de aquel modo hasta el río aquella madrugada era estúpido e inútil, y me volví disgustado por el camino. Sacar la primera agua del año hubiera sido más bien tarea para Takashi. A fin de no volver a ver a quienes dormían allí, le di el balde al hijo de Jin, le dije que lo dejara en la doma y regresé al almacén. Pero el dolor del frío en mis hombros medio congelados deformó los sueños de mi segundo letargo, y tuve una pesadilla en la que dos manos gigantescas y de enorme fuerza salían de la superficie negra del agua y me agarraban por los hombros mientras yo me revolvía y gritaba.
A mediodía, volvió a llamarme el muchacho para anunciarme que Jin venía con toda su flaca familia para felicitarme el Año Nuevo. Al bajar la escalera, la encontré, más increíblemente gorda que nunca, sentada al borde de la tarima, mirando hacia la nieve que caía, como una bola enorme que hubiera llegado rodando de repente. Para evitarle el esfuerzo de volverse, bajé a la doma y me quedé de pie al lado de su familia, en diagonal a ella. Su cara, brillante a causa de la luz que la nieve reflejaba en todas direcciones, tenía una jovialidad misteriosa. Un temblor recorría la piel tensa y sin una arruga de aquella cara que era como un fregadero metálico mientras me miraba jadeando pesadamente, sin poder articular una palabra. El corto paseo de varios metros desde su casa la había reducido al estado de un delfín moribundo. Mientras Jin estuviera en silencio, su familia también lo estaría, y yo, que había bajado a la doma lleno de una extraña tensión, me sentía incómodo. Aparte de Jin, que iba envuelta en una especie de bolsa negra sin delantero ni trasero ni alto ni bajo, su familia iba acicalada más o menos como correspondía al Año Nuevo, mientras que yo llevaba una camisa de pana y un jersey que no me quitaba ni para dormir, y ni siquiera me había afeitado. Comencé a preocuparme por si Jin sentía que su esfuerzo al venir amablemente a felicitarme no recibía la debida atención. Pero, después de un buen rato, recuperó por fin aliento, se aclaró algo la garganta y dijo débilmente, con una generosa demostración de buena voluntad:
—¡Feliz Año Nuevo, señor Mitsusaburō!
—¡Feliz Año a ti también, Jin!
—¡Ojalá! ¡Para mí ya no puede haber felicidad, sólo desgracias! —Jin se puso rígida de golpe—. Si hubiera otra evacuación, no podría escapar, y se me comerían los perros o me moriría de hambre.
—Esas son cosas del pasado, mujer; desde la revuelta de Man’en no ha vuelto a haber una evacuación, ¿no?
—¡No, no, yo he visto una evacuación! Al perder la guerra, cuando llegaron en jeep las fuerzas de ocupación, todos los que pudieron huyeron al bosque dejando a los viejos y a los impedidos en el pueblo, ¿no se acuerda? ¡Si eso no es una evacuación! —dijo Jin, testaruda y con una estúpida seguridad en sí misma.
—Jin, eso no es cierto. Lo sé porque, cuando llegó el primer jeep, yo estaba en el valle. Los soldados americanos me dieron una lata de espárragos, y como nadie del pueblo sabía si aquello se podía comer o no, al final la dejé en el ala de profesores de la escuela.
—¡Venga, se marchó todo quisqui! —insistió Jin con calma.
—Señor Mitsusaburō, Jin dice tonterías a veces —dijo entonces su taciturno marido. Al oírlo, los niños se inquietaron y mostraron una dolorosa ansiedad.
No pude evitar recordar que, en mis sueños del asalto al almacén, Jin aparecía como una persona que no tenía la menor posibilidad de escapar. Pero al verla allí sentada, con los ojos pequeños y hundidos como ombligos en la gordura de su cara, entornados a causa del resplandor de la nevada, los labios pequeños y hundidos entre las encías, y las orejas sucias y escamosas que parecían asas en su cara de luna llena, tenía un aire de robusta cordura que contrastaba con su desequilibrio corporal. La comedia de la locura debía de ser una nueva estrategia para evitar la venta de su casa. Pero el interlocutor de sus estratagemas no era yo, sino Takashi, y este ya había vendido todas las propiedades y tierras de los Nedokoro, incluyendo la casa de Jin. Si había algo que hiciera a Takashi merecedor del calificativo de «malvado», era aquella falta de sensibilidad que le permitía traicionar tan alegremente los modestos planes de una cuarentona atrapada por su anormal obesidad en aquel valle olvidado de la mano de Dios.
—¡El pueblo de Ōkubo se va a la porra! ¡La gente ya no tiene vergüenza! —exclamó Jin—. Aunque ayer era Nochevieja, los aldeanos y los «rústicos», por igual, se metían en las casas de los que tienen tele, aunque no los conocieran, y no les dejaban hacer los preparativos del Año Nuevo ni nada. ¡Menuda vergüenza!
—¿Vosotros también fuisteis a ver la tele? —les pregunté a los muchachos.
—¡Claro! Vimos el programa de fin de año[72]. En algunas casas tenían echadas las amado[73] y veían la tele a escondidas, pero la gente se enfadó y empezó a golpear las amado —contestó con orgullo el segundo hijo de Jin—. Hasta que terminó el programa de la tele, casi todos los niños iban a verla de una casa a otra y no se querían ir a dormir.
Tras volver a mi madriguera del almacén, Jin y su familia se fueron por la nieve, a paso de tortuga, camino de la casona. Iban a felicitarles el Año Nuevo a Takashi y los demás. Desde la ventana, Jin parecía un bamboleante muñeco de nieve; su cabeza redonda tenía una calva coronilla en el centro. También vi desde la ventana del almacén cómo varios mozos la llevaban después en brazos hasta su casa. El «malvado» daba saltos y patadas en la nieve alrededor de los transportistas y dirigía la operación dando agudos chillidos; al final, aquello fue demasiado para todos, incluyendo a los hijos de Jin, y las risas se hicieron generales.
La mañana del cuatro de enero bajé por primera vez al valle para poner una conferencia. El estrecho camino que lleva hasta la plaza del concejo estaba transitable, a pesar de que nevaba desde hacía varios días. Debajo de la capa de fina nieve recién caída había una masa compacta a causa de las innumerables pisadas. Los miembros del equipo de fútbol se habían pasado los primeros días del año —mientras los adultos del pueblo dormían sus monumentales borracheras— entrenándose subiendo y bajando la cuesta a la carrera, por lo que la nieve se había endurecido. Al pasar por delante del supermercado, vi un espectáculo insólito que me sorprendió. Estaba cerrado con grandes mamparas de color amarillo y verde grisáceo que le daban un aspecto semejante al de un carro de combate, y había muchas «rústicas», que es como se conoce en el valle a los campesinos que viven en los caseríos, cada una con un niño, quietas debajo del alero, como si las hubieran puesto en formación. Por sus cestas vacías se adivinaba que estaban esperando que abriera la tienda para hacer sus compras. Como algunos niños ya se habían cansado y estaban en cuclillas, las «rústicas» debían llevar bastante tiempo esperando pacientemente delante de las mamparas. El supermercado permanecía cerrado por vacaciones desde primero de año. Las puertas seguían con el cerrojo echado y no había señales de los empleados. ¿Qué estarían haciendo allí las «rústicas» con sus cestas vacías?
Intrigado, pasé de largo. Las tiendas arruinadas por la competencia del supermercado tenían amplios aleros, y desde las oscuras habitaciones situadas debajo de ellos sus moradores miraban el exterior. Eran la única señal de vida; no pasaba ni un alma por el nevado camino, y no pude preguntarle a nadie por el significado de la presencia de las «rústicas». La verdad es que, aunque hubiera pasado alguien por la calzada, de haberme aproximado para hablarle, lo más seguro es que me hubiera vuelto la espalda para orinar o hacer cualquier otra cosa con tal de evitarme. ¿Me hablarían los empleados de la estafeta mientras esperaba la conferencia telefónica? La oficina de correos, al igual que las tiendas arruinadas, tenía el alero lleno de nieve, que nadie se había molestado en quitar. Pasé por encima del montón de nieve que había delante de la única puerta corredera que estaba abierta y entré en la penumbra de la estafeta. Los empleados de correos no estaban en las ventanillas. No obstante, como había señales de su presencia, pedí en voz alta que me pusieran la conferencia. Inmediatamente, me contestó la voz indignada de un viejo, que procedía de un rincón mucho más cercano de lo que yo hubiera podido imaginar y parecía brotar del suelo:
—¡La nieve ha cortado las líneas, y no se pueden hacer llamadas interurbanas!
—¿Cuándo arreglarán la avería? —pregunté mientras aquella voz agitaba fragmentos de viejos recuerdos.
—Los trabajadores de la brigada de reparaciones están pasando las fiestas en casa de los Nedokoro, y aunque he ido a buscarlos, no quieren trabajar —dijo el viejo con tono de creciente indignación.
Recordé que aquel cascarrabias inútil ya era jefe de la estafeta durante mi infancia. Pero no pude comprender qué hacía escondido en cuclillas en aquel rincón. Mientras iba de regreso al supermercado, me fijé en dos hombres que estaban de pie delante de mí, el uno frente al otro, y que, ceremoniosamente, por turnos, levantaban las manos para tocar la cabeza del que tenían enfrente. Como iba con la cabeza agachada para evitar la nieve, pues avanzaba de cara al viento, no presté atención a los movimientos de aquellos hombres. Me interesaban más las «rústicas» que esperaban, al parecer inútilmente, delante de las puertas cerradas. Al acercarme, vi que seguían allí y que su número había aumentado, en poco tiempo, en casi una docena. Y aunque seguían esperando tan tranquilas, los niños, que antes andaban o se ponían en cuclillas sobre la nieve, ahora lloraban aterrorizados agarrados a las cinturas de sus madres. Me detuve, sintiendo que algo extraño sucedía, y entonces vi que los dos hombres, que estaban justo delante de mí, se golpeaban con furia. No me quedó más alternativa que permanecer allí, profundamente confuso y casi aterrorizado por la distancia demasiado corta que nos separaba, observando aquel silencioso intercambio de golpes que parecía seguir un ritual predeterminado.
Los hombres, respetables cincuentones del valle, vestían trajes y camisa sin corbata, o sea, la indumentaria habitual de los pueblerinos en los días de fiesta, y estaban muy bebidos. Sus caras cobrizas brillaban a causa del acaloramiento, y el aliento que exhalaban frenéticamente se elevaba formando nubes de vapor en medio de la nieve que caía. Más que por miedo a perder el equilibrio en la blanda nieve que pisaban, no se movían de cintura para abajo para hacer más fuerza. Por turnos, se daban un puñetazo cada vez, en la oreja, la barbilla, el cuello. Parecía el intercambio de mordiscos, absolutamente paciente y estúpido, de dos perros adiestrados para la pelea. La cara del más pequeño de los dos empezó a perder claramente el color sanguinolento de la borrachera y pareció arrugarse. Todo indicaba que al recibir el siguiente golpe, de la piel pálida y tensa de su cara brotaría un grito, igual que brotaba de ella el sudor en verano. De repente, sacó algo nerviosamente del bolsillo de atrás del pantalón y le dio un golpe en la boca a su contrincante. Se oyó un ruido como el de la concha de una ostra al abrirla con un gancho, y un pequeño fragmento de algo bañado en espuma roja salió volando hacia mí. Agarrándose con ambas manos la mitad inferior de la cara, todavía rojo a causa de la borrachera, el agredido pasó corriendo a mi lado con la cabeza gacha, perseguido por el agresor. Cuando pasaron junto a mí pude oír los quejidos débiles y apenados del agredido y los jadeos de su perseguidor; me volví y los vi perderse en la distancia. Me puse en cuclillas y busqué a mis pies lo que había caído en la nieve. En su blanca superficie, revuelta pero no sucia, encontré un hoyito del tamaño del hueso de un melocotón, y en su fondo lo que parecía la yema ocre de un árbol. Tenía algo en la raíz que se asemejaba a una oreja de Judas de color rosa brillante. Estiré los dedos y lo cogí, pero lo solté de golpe, con las tripas descompuestas por el repentino asco. Eran un diente arrancado y parte de la encía. Todavía en cuclillas, miré a mi alrededor con la debilidad lastimosa de un perro que vomita. Las mujeres que estaban delante del supermercado seguían de pie, mirando al vacío sin hacer un gesto. Los niños, aún presas del pánico y con los dedos todavía aferrados a los dobladillos de los harapientos abrigos de sus madres, me echaban miradas como si pensaran que yo era una nueva amenaza. Y las gentes que habían visto toda la escena en la penumbra tras los sucios cristales de las puertas corredizas seguían sin salir. Me marché con precipitación, huí camino arriba con la misma sensación de impotente ansiedad con que tratas de escapar de algo horroroso durante una pesadilla, tambaleándome sobre la nieve inestable de la cuneta. Estaba tan trastornado que, por primera vez desde que me encerré en el almacén, sentí ganas de hablar con Takashi para contarle lo sucedido. Le llamé desde fuera de la casona. Los jóvenes estaban ejercitándose con toda su alma en la doma, y no me decidí a entrar.
—Desde el día de Año Nuevo, hay peleas continuas en el valle, Mitsu —dijo Takashi después de escuchar mi relato con gran atención, pero sin contagiarse de mi profunda turbación—. Los hombres adultos del pueblo están muy irascibles últimamente. Y la cosa ha empeorado porque durante estas vacaciones de Año Nuevo su única diversión es beber aguardiente; ni siquiera tienen la válvula de escape que les proporcionaban otros años las constantes peleas entre los jóvenes más violentos, que discutían por cualquier cosa, ya que están en casa y entrenándose para jugar al fútbol. Por eso se pelean los adultos, aunque parezca mentira. Antes se liberaban de sus tensiones contemplando las peleas de los jóvenes o mediando en ellas, pero ahora no tienen más salida que buscar a alguien con quien llegar a las manos. ¿A que nadie ha hecho nada por separarlos? Es que, a diferencia de las peleas entre los jóvenes, cuando los que riñen son adultos no se puede mediar sin salir malparado, ¿comprendes? Así que sus peleas podrían durar eternamente sin que nadie interviniera.
—De todos modos, yo no había visto nunca a la gente del pueblo pegarse con tanta saña como para saltarse un diente y arrancarse parte de la encía —insistí, poco convencido por el razonamiento de Takashi, que situaba aquella conducta dentro de la normalidad cotidiana—. Se atizaban con todas sus fuerzas, en silencio. Aunque estuvieran borrachos, eso no es normal, Taka.
—Cuando estuve en Boston fui a visitar la casa donde nació el presidente Kennedy. Nos llevaron a todos los de la compañía. De regreso, al pasar el microbús por una calle de los barrios bajos, vimos a dos negros jóvenes peleándose. Uno, el menos musculoso y más estrecho de hombros, blandía un ladrillo por encima de su cabeza, amenazante. El otro le provocaba, a una distancia prudencial. Pero mientras el autobús pasaba junto a ellos, se confió y se acercó un poco más de la cuenta. Cayó al suelo, con la cabeza partida de un ladrillazo. No exagero, tenía la cabeza abierta, se le veía el interior. Y la gente del vecindario seguía inmutable en sus porches, sentada en sus mecedoras o en sus sillones de caña. En el valle, a lo más que llega la violencia es a romperle a alguien un diente o una encía; aquí no hay asesinatos. Los japoneses no perdemos el sentido de la medida ni cuando nos peleamos; quizá sea porque nos falta fuerza física. Pero es posible que, psicológicamente, los habitantes del valle se hayan vuelto parecidos a los negros de los barrios bajos.
—Es posible. Que yo recuerde, en mis tiempos nunca se había visto tal estallido de violencia, y menos tan temprano. Antes, por mucho menos, los chavales habrían ido corriendo al puesto a llamar al policía. Pero esta mañana, todo el mundo se limitaba a mirar desde sus casas sin mover un dedo, Mitsu.
—No hay nadie en el puesto. El día que empezó a nevar, ya entrada la noche, el policía recibió un telegrama ordenándole que fuera a la capital, y no ha vuelto. A causa de la nevada no pasa el autobús, ni hay teléfono, porque los árboles caídos han cortado la línea, así que nadie sabe dónde está pasando las fiestas de Año Nuevo.
Noté que decía aquello para intrigarme, pero reprimí la tentación de preguntarle qué había ocurrido realmente. Deseaba mantenerme al margen de lo que hicieran Takashi y su equipo de fútbol. Seguirle el juego a mi hermano intentando descifrar las enigmáticas adivinanzas con que trataba de insinuarlo poco a poco me parecía peligroso y aburrido. Por otra parte, había decidido no criticarle, pasara lo que pasase.
—¿No está cerrado por vacaciones el supermercado? Es que he visto a un grupo de «rústicas» esperando ante él. ¿Qué crees que significa eso? ¿No pueden comer ni siquiera una semana sin depender del supermercado? Lo que más me extrañó fue que estuvieran tan quietas delante de las puertas —dije para cambiar de conversación. Pero Takashi parecía decidido a seguir con sus enigmas.
—Vaya, ¿ya están allí? Esta tarde vamos a dar una pequeña función en el supermercado. ¿No quieres verla, Mitsu?
—No, no me apetece —le respondí, pues me pareció lo más prudente.
—¡Vaya con el eremita del almacén, sin enterarse siquiera de qué va la función, ya está convencido de que no quiere verla!
Takashi, evidentemente, me trataba como a un niño.
—Así es. No tengo ganas de ver nada de lo que ocurre en el valle.
—Mitsu no tiene ganas de ver nada. Y menos aún de participar en nada. Realmente, es como si no estuvieras aquí.
—Si me he quedado, ha sido a causa de la nieve y contra mi voluntad. Aunque fuera a ocurrir algo extraordinario en el valle, deseo marcharme antes de que suceda y no volver a acordarme jamás de este lugar.
Takashi sonrió con ambigüedad, como burlándose de mí, sacudió la cabeza en silencio un par de veces y entró en la doma. Intuí que no quería que viese lo que hacían allí los jóvenes y, como tampoco tenía ganas de entrometerme, volví al primer piso del almacén.
Momoko, cuando me trajo el almuerzo, me instó a que mirase por la ventana para ver las nuevas banderas que ondeaban en el tejado del supermercado. Lo hizo con tal inocente ansiedad y tal gracia, que no me pude resistir. Encima del almacén del supermercado había dos banderas triangulares de alegres colores, una amarilla y otra roja. A través de la nieve que caía sobre el valle, el paisaje parecía sacado de una película antigua y gastada. Al volverme, Momoko me miró con ojos llenos de expectación. Yo, por supuesto, no comprendí el significado de las dos banderas.
—¿Por qué se alegra tanto Momo al ver esas banderas?
—¿Por qué? —dijo, temblorosa; por su mirada, era evidente que la atormentaba la duda, que se sentía indecisa entre lo prohibido y las ganas de contármelo—. ¿A Mitsu no le gustan esas banderas?
—Cuando vuelva a Tokio, te mandaré unas cuantas banderas realmente bonitas para que te diviertas, Momo —le dije bromeando, y me puse a almorzar.
—Si bajas al valle a las cuatro, creo que comprenderás lo que va a pasar, aunque seas una persona de mentalidad conservadora. Recuérdalo, a las cuatro. Querrás ver qué pasa, ¿no? Yo no puedo decírtelo, porque sería traicionar al equipo de fútbol, Mitsu.
No pude evitar sonreír al verla tan cómica, como una terrorista anacrónica, con su vestido indio de piel, que llevaba orgullosamente y, a pesar del frío, sin ropa interior, como el día que lo estrenó en el aeropuerto; no sólo estaba ya lleno de arrugas, sino que se había abierto por las costuras y dejaba ver grandes retazos de pi§l oscura.
—Francamente, no tengo el menor deseo de ver qué pasa, Momo; y no tendrás que traicionar a nadie.
—¡Qué aburridos sois los conservadores! —dijo Momoko, con enfado y arrepentimiento, y volvió con sus camaradas, a los que no había traicionado.
A las cuatro de la tarde, se oyeron las voces de muchas gargantas que gritaban «¡Aah, aah, aah, aah!», repetidas veces, un sonido que fue ascendiendo poco a poco, como si subiera por una escalera de caracol. Eran gritos que traslucían una agitación placentera y apremiante, y que parecían proceder de la parte más vergonzosa de la mente, de los pliegues rojos y sanguinolentos de una de sus membranas mucosas. Al oírlos, sin saber por qué, sintiéndome tan desconcertado como si me hubiesen pillado exhibiéndome desnudo, grité: «¿Qué demonios es eso? ¿Qué es?». Acto seguido, desde un rincón del almacén, algo indefinido pareció ir a contestarme, pero, más desconcertado aún, grité: «¡No, no!», moviendo la cabeza. El griterío creció y creció, formando oleadas. Al cabo, cesaron los gritos y fueron reemplazados por un grave murmullo, como el agitar de las alas de infinidad de abejas, del que se destacaban de vez en cuando, negándose a ser sepultados, un grito gutural, el agudo chillido de un niño o una exclamación de alegría. Al principio continué con mi trabajo, pero llegó un momento en que aquellos gritos aislados, agudos e incomprensibles me impidieron concentrarme. Por fin me levanté y, recibiendo en los ojos y en las ardientes mejillas el frescor de la superficie fría del cristal, miré por la ventana empañada el espacio despejado del valle al atardecer. La nevada había perdido intensidad, pero seguía cayendo una nieve fina. El bosque que rodea el valle estaba sumido en negras sombras que se iban llenando de una niebla lechosa, y el cielo, con sus nubes de nieve, parecía una oscura y gigantesca mano helada que abofeteara el valle. Al esforzar mi dolorido ojo para atisbar las banderas del supermercado, emergieron poco a poco de la niebla colgando lacias y desconsoladas como pájaros con las alas plegadas; sus colores eran tenues como fragmentos de porcelana hundidos en agua turbia. No podía ver nada de lo que ocurría en el supermercado, pero el recuerdo de las mujeres que esperaban inmóviles y en silencio frente a las puertas mientras los dos cincuentones se pegaban en silencio seguía sin borrarse de mi mente. No tardé en volver a la mesa, hecho un mar de dudas. A pesar de que me había prohibido con firmeza bajar al pueblo, era evidente que algo extraño estaba ocurriendo allí, y esa prohibición no me impedía pensar que era casi seguro que Takashi y su equipo de fútbol tuvieran algo que ver. Incapaz de seguir con la traducción, dibujé un esbozo de una vértebra del rabo de buey del estofado de mi almuerzo en una hoja de las que utilizaba para el borrador de la traducción. El hueso del rabo, del color de la carne de una ostra, tenía toda clase de protuberancias y oquedades en complejas direcciones, así como unas tapas, redondas y gelatinosas, a ambos lados de la vértebra, y pequeñas cavidades como las de un nido de insectos cuya función para el desarrollo de la fuerza del rabo del animal mientras vivía, era incapaz de adivinar. Después de dedicar largo tiempo al esbozo inútil, dejé el lapicero y les di unos bocados a las tapas gelatinosas para tratar de revivir el recuerdo de su sabor. La grasa fría sabía a sopa de caldo hecha con pastillas. Me sentía cada vez más confuso y sumido en una profunda depresión de la que no parecía haber manera de salir. A las cinco, al otro lado de la ventana se hizo la oscuridad, pero todavía continuaba el clamor del que se destacaban ocasionales gritos alborotados. Con creciente frecuencia, se mezclaba con ellos el vocerío explosivo de los borrachos. Los niños de Jin regresaron a la vivienda anexa y, al tiempo que hablaban atropelladamente con entusiasmo, se oyó el ruido de pesados objetos metálicos al golpear entre sí. A pesar de que siempre que pasaban por delante del almacén bajaban educadamente la voz para no distraerme de mi trabajo, esta vez no le prestaron la menor atención al solitario del primer piso. Al igual que los adultos, daban la impresión de haber participado en alguna actividad importante para la vida comunal del valle. Poco después regresaron a la casona Takashi y los jóvenes, y durante un rato el jardín se llenó de gente. Incluso ya entrada la noche se oían a veces gritos entremezclados, como si varios grupos de borrachos pelearan a la vez. Y también se oían sonoras carcajadas que resonaban largamente antes de apagarse.
Mi mujer me trajo la cena. Llevaba puesto un turbante con el mismo estampado neuróticamente llamativo que había visto lucir a las mujeres de la muchedumbre junto al puente. Pensé que quería imitar el tosco encanto de las desangeladas muchachas del valle, pero el turbante sólo contribuía a destacar su ancha y bien formada frente, así como su sobriedad. Era evidente que aquella noche todavía no había empezado a beber whisky.
—¿No es un poco demasiado juvenil ese turbante? ¿Te ha rejuvenecido el espíritu del equipo de fútbol? —dije, y casi me mordí la lengua de disgusto conmigo mismo por aquellas palabras vulgares, más propias de un marido celoso. Me devolvió la mirada con tranquilidad al verme enrojecer de vergüenza y remordimiento. Acto seguido, con la impasibilidad casi obsesiva que mostraba cuando no estaba ebria desde que se había aficionado a la bebida, se refirió directamente al tema que yo no me decidía a abordar, pese a intrigarme.
—El turbante me lo han dado en el supermercado, Mitsu. ¿Viste las banderas en el tejado? Eran la señal de que el Emperador de los Supermercados iba a hacer un regalo a cada cliente habitual. Al abrir, a las cuatro, fue espantoso. Habrás oído el griterío desde aquí, ¿no? Como las «rústicas», las mujeres de valle y los niños, y hasta los hombres, se agolpaban en la entrada, se armó un follón enorme. ¡Casi me desmayé de lo que tuve que pelear para poder coger este turbante!
—¡Menuda promoción! ¿Qué es eso de un artículo a cada uno? ¿Quieres decir que os han dejado llevaros un producto de la tienda a voluntad?
—Delante del supermercado, Taka hizo fotos de la gente que salía con su botín. Casi todas las mujeres sacaban ropa o comida. Pero, al oscurecer, los hombres empezaron a sacar cosas más grandes. Parece que los que consiguieron botellas de licor a primera hora se emborracharon y volvieron a entrar, amparados en la oscuridad. Al principio, los artículos que se daban gratis estaban en unas estanterías aparte. Pero resulta que el público, sobre todo las «rústicas», arrambló con todo lo que encontraba a su paso y la cosa se salió de madre enseguida.
Estaba a punto de refugiarme en la sonrisa forzada y retorcida de la persona ajena a todo que, aturdida por una fuerza que no puede comprender, pierde las ganas de considerar su naturaleza y su fin, cuando se me ocurrió una idea desagradable que me hizo enfrentarme a una sospecha que iba tomando cuerpo. La marea de la simple sorpresa se retiró de mi cabeza y fue sustituida por el encrespado oleaje de una premonición de peligro llena de inextricables complejidades.
—Pero el supermercado no vende bebidas alcohólicas, ¿no?
—Pues la gente que entró en la tienda antes de que se rompiera el orden vio que había botellas en los estantes de los artículos de regalo. La verdad es que había sake y aguardiente en abundancia.
—¿Ha sido idea de Taka?
Pronuncié el nombre de mi hermano sintiendo una vaga náusea y el deseo de rechazar toda la desagradable realidad del mundo y volver a la infancia.
—Así es, Mitsu. Taka compró todas las existencias de las tiendas del valle y las llevó de antemano al supermercado. Pero parece que la idea original de regalar un producto a cada cliente es del propio Emperador de los Supermercados, y que lo hacen todas las tiendas de la cadena el día cuatro de enero. Contra la presentación de los recibos de compra del segundo semestre del año anterior a las dependientas, les dan ropa o productos alimenticios de poco valor, ¿sabes? Sólo que Taka tuvo la idea genial de poner botellas de licor entre los regalos, retrasar la hora de abrir para que se reuniera una multitud y hacer que las dependientas se esfumaran para que el público pudiera llevarse lo que le viniera en gana. A la vista de la que ha armado hoy, creo que Taka tiene dotes de agitador político.
—¿Cómo ha podido conseguir tanto poder, en un abrir y cerrar de ojos, hasta en el supermercado? ¿No será que el alboroto fue espontáneo y Taka lo aprovechó para darse importancia?
—El Emperador de los Supermercados quería que los jóvenes del valle sustituyeran a los empleados de la tienda que tenían vacaciones de Año Nuevo, Mitsu. Para resarcirse de la pérdida de las gallinas, quería que los del grupo de la granja avícola trabajasen sin cobrar, ¿comprendes? Fue a raíz de esa propuesta cuando a Taka y a los demás se les ocurrió el plan. De todos modos, tampoco está mal que las mujeres del valle puedan resarcirse un poco de lo mucho que las ha exprimido el supermercado hasta ahora, ¿no?
—Pero las cosas no van a quedar así. Sobre todo, si los borrachos se han llevado artículos de valor. ¡Se trata de un robo en gran escala en el que ha participado toda la población de la comarca! —dije mientras una ráfaga de depresión me sacudía el alma.
—Desde un principio, Taka sabe muy bien que las cosas no van a quedar así. Los del equipo de fútbol han tenido encerrado todo el día al director del supermercado. Taka no empezará a poner en práctica lo que tiene planeado hasta mañana. Y sus seguidores están ansiosos de que llegue el momento.
—¿Por qué se habrán dejado convencer por Taka con tanta facilidad? —me quejé tontamente, no sin cierto resentimiento.
—Después de la pérdida de las gallinas, los jóvenes del valle se sentían acorralados, Mitsu —dijo dejando traslucir lentamente la excitación que hasta entonces había tratado de dominar—. Aunque no lo expresen, están muy descontentos. Y sus perspectivas son muy negras, incluso para el más trabajador. No le dan patadas a un balón por gusto, sino por desesperación, porque no tienen nada mejor que hacer.
Los ojos de mi mujer brillaban febriles y estaban húmedos, como si sintiera una gran ansiedad, pero sin rastro de la sanguinolencia que solía enturbiarlos en esos momentos. Me di cuenta de que, desde mi confinamiento en el almacén, había superado el miedo profundo que le impedía dormir sin la ayuda del alcohol. En consecuencia, ya no era presa del insomnio ni la depresión, y había plantado claramente los pies en el camino ascendente de la recuperación. Al igual que los jóvenes amigos de Takashi, obedecía sus instrucciones: «¡No bebas! La vida hay que afrontarla sobrio». Y, encima, estaba superando aquel mar de dificultades sin mi ayuda, la de su marido. Como un perro apaleado, eché de menos a la esposa que esperaba borracha a Takashi en el aeropuerto, sin ganas de ser reeducada.
—Si Mitsu tiene intención de interponerse en los actos de Taka, tendrás que dirigirte a él cuidando de que no te oigan los del equipo de fútbol —dijo con una mirada dura que cortó en seco aquellos recuerdos de épocas mejores. Me pareció ver en ella a la mujer que era antes del desafortunado parto, juvenil y firme—. A mitad de camino del supermercado vi al monje, que parecía venir a consultarte tu opinión acerca del incidente de hoy. Le salieron al encuentro con esas armas temibles que tienen y huyó despavorido. Mitsu, ¿todavía conservas la confianza en la fuerza de tus brazos?
Me hirió la forma en que hizo presa en mi amor propio, que yo había reducido a la mínima expresión y guardado donde nadie lo viera, como quien arranca la carne de una almeja, y lo sacó a la luz con el único objeto de zaherirme. La ira me dio ánimos.
—Me es indiferente cuanto pueda ocurrir en este valle. No se trata de que me oponga a Taka ni de que le apoye, sino de que no siento el menor deseo de juzgar lo que hagan Takashi y su equipo de fútbol, ¿sabes? Pase lo que pase, en cuanto las comunicaciones vuelvan a restablecerse, me marcharé y lo olvidaré todo.
Lo dije enfáticamente para volver a reafirmarme en esa idea. Mañana, aunque subieran de nuevo desde el valle aquellos gritos tan extrañamente molestos por el vergonzoso deseo que insinuaban, pensaba seguir con la traducción, mi diálogo interior con mi difunto amigo. En realidad, cada vez que buscaba una equivalencia, me preguntaba qué palabra habría usado él, y en ese instante sentía que estaba en comunión conmigo. En tales momentos sentía a mi lado la presencia física del amigo que se había ahorcado con la cabeza pintada de bermellón.
—Yo me quedo con Taka, Mitsu. Tal vez me atraiga su comportamiento porque en mi vida nunca he quebrantado ninguna ley. Incluso cuando dejé abandonado a mi propio hijo para que se convirtiera en poco más que un animal, lo hice obedeciendo las leyes del Estado —dijo mi mujer.
—Tienes razón, yo también he vivido así. En realidad, aparte de mí, no deseo criticar a nadie, ni soy quién. Sólo que se me olvida de vez en cuando.
Evitando mirarnos, nos callamos, incómodos. Después, acercando la cara a mi rodilla, con voz muy femenina y suave, que mostraba la excesiva amabilidad de quien se siente avergonzado de sí mismo, dijo:
—¿No es una mosca muerta lo que tienes ahí pegado, Mitsu? ¿Por qué no te la quitas?
Correspondiendo a su solicitud con infinita docilidad, me quité la pequeña mancha seca y negra de la rodilla con una uña sucia de tinta. Pensé que, al fin y al cabo, éramos marido y mujer, sin más remedio que seguir conviviendo indefinidamente de esa manera. Aunque ambos teníamos el alma perturbada, a pesar de ello estábamos demasiado unidos para divorciarnos.
—Dice Schopenhauer que cuando aplastamos una mosca, «la cosa en sí» no muere, simplemente hemos aplastado su imagen, ¿no, Mitsu? Así, seca, realmente parece «la cosa en sí» —susurró mirando fijamente la mancha negra; eran las primeras palabras que me decía que no escondían espinas para herirme y pretendían suavizar la tensión.
De madrugada, medio dormido, oí, tan cerca como si estuviera junto a mí, los gritos fuertes de una muchacha que tanto podían ser de miedo como de ira. Traté de seguir durmiendo, relegándolos, para que se desvanecieran, a algún lugar situado entre el mundo de los sueños y los recuerdos del día. Pero, al gritar por segunda vez, los recuerdos y los sueños se apartaron y apareció, clara como en una pantalla, la imagen de Momoko gritando con la boca muy abierta. De la casona me llegaron los sonidos que indicaban que numerosas personas se levantaban de la cama precipitadamente. Yo también me levanté y, sin encender la luz, me acerqué arrastrando los pies a la ventana, por la que entraba una débil claridad, y miré hacia abajo en dirección a la casona. Había parado de nevar, y, a la luz del farol, que alumbraba con viveza la nieve cuajada del jardín, Takashi, en camiseta y pantalones de deporte, estaba frente a un joven vestido con una bata corta que le dejaba el pecho y las piernas al descubierto. Bajo el alero, los jugadores del equipo de fútbol estaban alineados con los brazos cruzados; todos llevaban batas acolchadas, como si fueran uniformados. El joven que estaba frente a Takashi era el único que no llevaba esa ropa, y daba la impresión de que le habían expulsado del grupo. Se excusaba incesante y vilmente ante Takashi. Este, con los largos brazos caídos a los lados e inclinado hacia adelante, parecía escuchar con atención las palabras del joven. Pero, en realidad, no tenía intención de escuchar ni una sola de sus excusas. De vez en cuando Takashi saltaba y le golpeaba con fuerza en la cabeza. Era como si una energía intensamente brutal recorriese todo su cuerpo y cristalizara en un peligroso relámpago violeta. El joven, sin oponer resistencia, recibía los continuos golpes de Takashi, mucho más bajo y esmirriado que él, reculando débilmente, hasta que perdió pie en la nieve y se cayó de espaldas. Sin embargo, Takashi se lanzó sobre él y siguió golpeándole. Al ver a mi hermano actuando con violencia, sentí un miedo físico que se me clavaba derecho en el estómago como un grueso palo. Sintiendo lastimosamente el sabor de los jugos gástricos en la lengua, me retiré hacia la oscuridad de la manta. Takashi, que seguía golpeando sin cesar la cara del joven, que no oponía resistencia, había entrado ya en la categoría del «aprendiz de matón» y su brutalidad espasmódica y su insistencia vengativa tenían la marca del criminal. El aura del criminal violento que vi en Takashi crecía poco a poco, cada vez más brillante, hasta iluminar todo el valle cual ominosa aurora boreal, bajo cuya luz el incidente del supermercado adquiría un nuevo aspecto. Sólo la huida hacia los confines puramente personales del sueño me permitiría escapar de la detestada violencia. Sin embargo, el sueño se negaba a penetrar en el interior de mi cabeza, que bullía como una olla puesta al fuego. Tras esforzarme en vano, abrí los ojos en el fondo de la oscuridad y miré hacia la ventana, bañada en una blancura lechosa. La escasa luz de la ventana ora aumentaba, ora disminuía hasta dar la impresión de que se había convertido en un pozo de negrura. Además, luz y oscuridad se alternaban de un modo vertiginoso. Temí que mi ojo, expuesto durante muchos días al resplandor de la nieve, se hubiera lesionado irremediablemente. El miedo a quedarme ciego se apoderó de mi mente y actuó como sedante para mi cerebro recalentado y exhausto. De un modo inesperado, gracias al puro y simple temor físico, logré expulsar el veneno de la violencia de mi hermano fuera de mi conciencia y pude mirar sin miedo la alternancia de luz y oscuridad en la ventana. Al cabo, la luz que pasaba por el estrecho ventanuco alargado se hizo tan brillante que comprendí que no era una ilusión de mi debilitado ojo, sino que la luna había aparecido al otro lado. Levantándome de nuevo, contemplé el bosque cubierto de nieve bañado por la luz de la luna. La superficie del bosque estaba dividida en una parte brillante por la nieve y otra sumida en la penumbra, donde me pareció que se reunían innumerables animales mojados. Al tapar las veloces nubes errantes la luna, el rebaño de animales se teñía de un tono azulado antes de retroceder a la oscuridad.
Y al empezar a brillar la nieve del saliente del bosque a la luz de la luna, el rebaño de animales empapados y brillantes volvía a avanzar despacio.
Bajo el resplandor de la luna, el farol del jardín apenas formaba un círculo estrecho de escuálida luz amarillenta. Por eso, aunque al principio no presté atención a lo que alumbraba, de pronto me di cuenta de que, en la nieve revuelta, el joven golpeado estaba en cuclillas, con los brazos cruzados. A su alrededor estaban tirados un amasijo de mantas, la bata acolchada y los cacharros de la comida. Le habían expulsado del equipo. El joven tenía la cabeza hundida entre los hombros y estaba inmóvil como una pulga asustada. Inmediatamente desapareció la sensación de plácida alegría que me causaba la visión del bosque iluminado por la luna. Me arrebujé hasta la cabeza en la oscuridad de las cálidas mantas y, a pesar de echarme el aliento en el pecho y en las rodillas, no conseguí parar el temblor de mi cuerpo ni el castañeteo de mis dientes. Poco después, oí ruido de pisadas que rodeaban el almacén y se alejaban. No en dirección al camino del valle, sino al del bosque. Y el frágil crujir de la nieve no era el ruido que haría un perro en pos de una liebre escondida en la nieve.
A la mañana siguiente, mi mujer me trajo el desayuno mientras aún dormía y me contó el incidente de la madrugada pasada, también llena de disgusto por la súbita aparición de la violencia. Rompiendo las reglas del equipo de fútbol, aquel joven se trajo a escondidas una botella de aguardiente del supermercado, se la bebió, llamó a Momoko a un cuarto apartado de la casona y trató de seducirla. Momoko, que había acudido de buen grado a la invitación nocturna del joven a pesar de que estaba borracho, vestía un camisón de odalina de las Mil y una noches que ella misma había elegido en el supermercado. Cegado por la lujuria, el joven se abalanzó sobre la provocativa muchacha venida de la capital. Al resistirse Momoko y ponerse a gritar, el joven se quedó tan pasmado que, cuando Takashi empezó a pegarle, todavía no se había recuperado de la sorpresa. Del susto, a Momoko le dio un ataque de histeria y se acostó en la habitación del fondo de cara a la pared, y aún no se había levantado. La muchacha se había deshecho del camisón que había inducido al malentendido y se había envuelto en todas sus ropas, como en una armadura, hasta el punto de casi no poder respirar. Mi mujer, camino del almacén, había visto en la nieve revuelta el arma marcada con la clave «Kō» que había dejado en el jardín el joven expulsado.
—Por las pisadas que oí, creo que rodeó el almacén y se alejó por el camino que lleva al bosque. ¿Adónde habrá ido?
—¿No será que piensa llegar hasta Kochi atravesando el bosque? Como el joven traidor al que expulsaron y huyó por allí cuando la revuelta de Man’en.
Por el aire soñador con que dijo estas palabras, pensé que mi mujer simpatizaba más con el expulsado que con Momoko.
—Dices eso porque no sabes lo difícil que es andar por la espesa maleza del bosque —dije para hacerla salir de sus ensueños—. Tratar de atravesar el bosque de noche y con esta nevada es, simplemente, un suicidio. Te ha influido demasiado el relato de la revuelta que hizo Takashi. Aunque le hayan expulsado del equipo de fútbol, no creo que le sea imposible vivir en el valle. Taka no tiene tanto poder. Anoche, sin ir más lejos, mientras golpeaba al pobre chaval por interpretar mal la inconsciente invitación de Momoko, los demás podían haberse rebelado y haberle dejado medio muerto.
—Mitsu, ¿te acuerdas de las palabras que te dijo Hoshi, sollozando, en el aeropuerto? No comprendes a Taka, y me pregunto si no será que no le conoces bien —me rebatió mi mujer, con gran confianza en sí misma—. El pequeño e inocente Taka que vivía contigo ha pasado después por experiencias que no eres capaz de imaginar ni comprender.
—Aun cuando ese joven sintiera que, al haber sido expulsado del grupo de Taka, no le sería posible, emocionalmente, seguir viviendo en el valle, ya han pasado más de cien años desde lo de Man’en. Sin duda, cualquier fugitivo se iría, lógicamente, por la carretera que va a la costa, ¿no? ¿Por qué tendría que adentrarse en el bosque?
—Ese muchacho sabe que el alboroto que organizaron en el supermercado es un delito. Si se hubiera ido andando por la carretera nevada hasta el pueblo vecino, podía estar seguro de que le detendría la policía, que está a la espera, o le ajustarían las cuentas los matones del Emperador. Cuando menos, es posible que lo haya pensado así, ¿no? Me parece que sabes tan poco de la mentalidad de los jugadores del equipo de fútbol como de lo que realmente piensa Taka.
—Por supuesto, no creo que, por haber nacido en el valle, pueda comprender lo suficiente a los jóvenes de aquí, sino más bien todo lo contrario —dije prudentemente—. Sólo he hecho unas observaciones de sentido común. Si las arengas de Taka han vuelto loco al grupo de jugadores de fútbol, mis observaciones no son válidas, naturalmente.
—No debieras calificar de locura lo que piensan los demás simplemente porque no piensas como ellos, Mitsu. Tú mismo, cuando se suicidó tu amigo, no lo simplificaste tan burdamente, ¿verdad? —insistió, acosándome con persistencia.
—Entonces, dile a Taka que envíe un grupo de rescate al bosque —dije, dándome por vencido.
Evitando la doma de la casona, fui a lavarme la cara al Sedawa, y, al volver, me encontré a los jóvenes correteando alborotadamente por el jardín. Takashi acababa de salir a recibir a un hombre pequeño, vestido con un viejo impermeable de leñador, que había arrastrado hasta allí un trineo casero hecho de cañas de bambú, con hojas y todo, sobre el que estaba el joven expulsado, envuelto en un montón de harapos cosidos; parecía un gusano. Al inclinarse hacia atrás el hombrecillo, medio de espaldas, como si temiera que le fueran a atacar los jóvenes que salían corriendo de la doma, Takashi le tranquilizó. Entornando los ojos a causa de la deslumbrante luz de la mañana que se reflejaba en la nieve revuelta, pude ver un perfil famélico, con los ojos entrecerrados, que coincidía con el de mis recuerdos de Gii el Eremita de hacía casi quince años. Su cabeza era diminuta, como las «cabezas reducidas» de los jíbaros, y sus orejas no eran mayores que la primera falange del dedo pulgar, y a su alrededor parecía haber un extraño espacio vacío. La gorra plana que cubría su cabecita le hacía parecer un cartero antiguo. Y, atrapada entre la gorra blanqueada por el sol y la amarillenta perilla, la carita cubierta de suciedad y algo parecido a unas barbas grises estaba paralizada por el miedo. Mientras Takashi mantenía a raya a los jóvenes a sus espaldas, le hablaba con voz pausada y paternal, como quien apacigua a una cabra asustada. El anciano, echado para atrás y con los ojos invariablemente entornados, le contestaba a Takashi moviendo rápidamente unos labios resecos y ocres que parecían dos dedos que intentaran atrapar algo. Acto seguido, Gii el Eremita sacudió la cabeza, como sugiriendo que lamentaba de corazón haber arrastrado el trineo desde el bosque y se avergonzaba de que le vieran a la luz del día. Takashi dio una orden a sus seguidores y varios de ellos levantaron al muchacho del trineo y lo entraron en la casa, alegres como si llevaran un mikoshi[74] en una festividad, seguidos del resto del grupo y de Gii el Eremita, que se hacía el remolón y al que Takashi tuvo que empujar de los enclenques hombros para meterlo en la doma. Me quedé solo en el jardín, y bajé la vista al trineo de bambú lleno de nieve helada detenido sobre la nieve blanda. Atado fuertemente con cuerda cruda, el bambú recién cortado parecía esperar su castigo por algún crimen.
—Natsumichan le está dando de comer a Gii el Eremita, Mitsu. —Al volverme, vi a Takashi de pie, con la piel tostada y vivamente sonrojada y un brillo salvaje en sus ojos castaños, como si estuviera ebrio; me dio la impresión de que hablábamos con el mar de un día de verano a nuestras espaldas—. Por la noche, Gii el Eremita bajó al valle, como de costumbre. Al volver al bosque, de madrugada, descubrió al muchacho que se adentraba en él. Le siguió hasta que empezó a tambalearse y cayó exhausto, y le ha salvado. ¿Te lo imaginas, Mitsu? ¡Ese muchacho quería cruzar el bosque en plena nevada y llegar hasta Kochi! ¡Se sentía identificado con los jóvenes que participaron en la revuelta de Man’en!
—Antes de que Gii el Eremita trajera al chico, Natsumiko ya había llegado a esa conclusión —dije, y guardé silencio.
Acosado por la vergüenza y la desesperación de haber sido expulsado por sus compañeros, abriéndose paso con dificultad en la nieve profunda de la negrura del bosque, debía de haberse visto a sí mismo como el hijo de un campesino, de los que llevaban moño en la cabeza, de la era de Man’en. ¿Y no había nada en mitad de la noche, envuelto en la nieve que cruzaba aquel muchacho asustado con dificultad en la oscuridad del bosque, que pudiera hacerle ver que ya habían pasado cien años desde la era de Man’en? Si se hubiese caído y hubiera muerto congelado, habría tenido la misma muerte que el joven al que expulsaron en el año de Man’en. Todos los instantes separados que coexistían en las alturas del bosque se habrían abalanzado sobre la cabeza del joven moribundo para apoderarse de él.
—Ahora que han aparecido en ese chico los primeros síntomas, creo que pronto todo el equipo se sentirá identificado con los jóvenes del año de Man’en. Voy a pregonarlo entre las gentes del valle. Quiero iniciar una nueva revuelta, quiero revivir la revuelta de nuestros antepasados de hace un siglo, con más realismo que en el baile del Nenbutsu. Mitsu, ¡no es imposible!
—Pero, por Dios, ¿con qué fin quieres hacer algo así, Taka?
—¿Con qué fin? ¡Ja, ja, ja! Mitsu, cuando se ahorcó tu amigo, ¿pensaste con qué fin lo había hecho? ¿O te has preguntado alguna vez con qué fin sigues viviendo? Aunque estalle una nueva revuelta en el valle, puede que no persiga ningún fin, pero, por lo menos, podré sentir con el mayor realismo posible la evolución espiritual del hermano del bisabuelo, ¿sabes? Es algo que he deseado fervientemente desde hace mucho tiempo.
De vuelta al almacén, me encontré con que el sonido del agua, que goteaba al fundirse la gruesa capa de nieve que había en el tejado por el calor del sol, lo rodeaba por los cuatro costados como una persiana de bambú. Se me ocurrió que tal vez pudiera usar aquel sonido para aislarme, para defenderme de lo que ocurriera en el valle, del mismo modo que mi bisabuelo había utilizado el arma que se trajo de allende el bosque para protegerse y proteger sus propiedades.