8. «¿PUEDO DECIRTE LA VERDAD?»[67]

Al entrar Takashi y Hoshio en el almacén trayendo la estufa de petróleo, cilíndrica y de un color negro que no resultaba nada cálido, vi que tenían copos de nieve dura, fina como arena seca, en los hombros y la espalda. Entusiasmadas con la nieve, mi mujer y Momoko se habían retrasado con la cena. Cuando bajé a la casona a cenar, la nieve ya cubría el jardín. Pero aún no había cuajado del todo y sólo formaba una frágil capa de nevada que caía y la oscuridad no me dejaban ver bien y, al levantar la cara hacia el cielo, me sentí como un bote a la deriva en el mar de nieve, y apenas podía mantener un precario equilibrio. Al darme en los ojos, los finos copos de nieve en polvo me hacían saltar las lágrimas mecánicamente. Creí recordar que en aquel lugar la nieve solía caer en copos grandes como la yema del dedo pulgar. Traté de revivir mis recuerdos de la nieve en el valle, pero se confundían con los de las nevadas en las diversas ciudades en las que había vivido. De todos modos, la nieve en polvo que me daba en la piel me era tan ajena como la que había caído en aquellas ciudades extrañas. Caminé dando patadas a diestro y siniestro a la nieve a medio cuajar. Cuando era niño, me apresuraba a comer un puñado de la nieve recién caída. Tenía para mí el sabor de todos los minerales de la atmósfera, desde lo más alto del cielo que cubría el bosque hasta la tierra que pisaba. Takashi y los demás habían dejado la puerta abierta, y a la tenue luz del farol contemplaban la nieve que parecía cortar la oscuridad. Aunque ellos empezaban a embriagarse con la nieve, yo estaba sobrio.

—¿Qué tal la estufa de petróleo? No había estufas de un color que hiciera juego con el almacén —dijo mi mujer. Aunque parecía embriagada con la nieve, aquella noche todavía no había empezado a beber whisky.

—No pienso quedarme para siempre allí. En cuanto deje de nevar, me marcho, mañana mismo, si puedo; así que no me preocupa demasiado que la estufa no haga juego con el almacén.

—Taka, ¿no te parece extraño que traigan estufas de petróleo importadas de Escandinavia hasta este valle? —le dijo entonces a mi hermano, ignorando a quien mostraba tan poco interés.

—Al poner a la venta unos productos tan caros, que nadie del valle puede permitirse comprar, el Emperador de los Supermercados se está burlando de todo el pueblo —dijo Takashi.

Aunque comprendí que Takashi se servía de aquellos razonamientos para incitar a los jóvenes del equipo de fútbol, no quise pensar más en ello. Había perdido todo interés por las relaciones de Takashi con el valle. Como si yo no estuviera allí, cené en silencio al lado del hogar. Los amigos de Takashi empezaban a tomarse con naturalidad el cambio que se había producido en mí. La conversación prosiguió, pasando de largo por encima de mí, sin reticencias y sin el menor azoramiento. Sólo Takashi parecía algo turbado por mi silencio, y aunque de vez en cuando trataba de introducirme en la conversación, no mordí el anzuelo. No tenía motivos ocultos para no hablar con ellos; sencillamente, su conversación no despertaba mi interés. Dentro del Citroen, cuando llevábamos las cenizas de nuestro hermano S, los recuerdos distorsionados de Takashi habían conseguido hacerme salir de mi silencio porque entonces intentaba impetuosamente buscar una relación entre mi actual existencia física, el pasado que en el valle había tomado forma concreta y la nueva vida que trataba de iniciar en él. Perdido ahora totalmente ese motivo, empezaba a entender con claridad los acontecimientos que antes me habían resultado incomprensibles. Takashi hablaba como si la conversación fuese un triángulo en el que yo ocupara uno de los vértices y tuviera enfrente la línea imaginaria que unía los que ocupaban mi mujer y él. Pero yo no sentía ningún deseo de ser un «punto» en una relación trilateral. Yo estaba totalmente aislado, enfrentado a una creciente depresión que se había apoderado de mis miembros igual que en una pesadilla.

—Dijiste que al atardecer del día en que mataron a nuestro hermano S, yo estaba de pie, chupando un caramelo en la oscuridad de la doma, ¿no, Mitsu? —Al callarme y hacer caso omiso del ruego que había en sus ojos, Takashi los volvió sin demasiado entusiasmo hacia mi mujer. Comprendí que se sentía culpable por la trampa en que me había hecho caer. Pero, en realidad, este sentimiento que le concomía no tenía nada que ver con lo que yo había experimentado. No estaba herido por su comportamiento, sino al contrario. Si ahora era capaz de comprender otras cosas, además de las que había en mi interior, era gracias a él—. Natsumichan, me he acordado claramente de lo que pasaba dentro y fuera de mí mientras vivía aquella escena de niño. Estaba de pie en la doma, chupando un caramelo, pero no lo chupaba despreocupadamente, sino que movía la lengua sin cesar, a fin de dejar expedito el paso entre la encía y los labios, para que no se me saliera la saliva por las comisuras de la boca. Mitsu, hasta cierto punto, también ha embellecido este recuerdo dándole un toque de imaginación. Mitsu dijo que el caramelo derretido me salía de la boca como si hubiera sido sangre, pero no puede ser, porque utilizaba toda mi técnica para comer caramelos a fin de evitar que se me cayera la baba. Y es que trataba de hacer un conjuro, ¿sabes? Aunque anochecía, al mirar hacia la puerta de la doma, vi que el jardín brillaba con una blancura mucho más intensa que ahora, y eso que está nevado. Mitsu acababa de regresar con el cadáver de S. Nuestra madre, que estaba loca, se encontraba en la sala de estar y podía abrir en cualquier momento el shōji[68] y empezar a azuzar a unos trabajadores imaginarios en el jardín. La sala de estar había sido construida de modo que el señor de la casa pudiera permanecer sentado mientras daba instrucciones a los que trabajaban fuera, ¿sabes? Así que, a pesar de que no era más que un niño, me encontré rodeado por una violencia terrible, pues los cadáveres y los locos son las manifestaciones más extremas de la violencia. Me encontraba en una situación de la que no veía la manera de escapar por más que me estrujara el magín. Por eso, al lamer el caramelo con tanto cuidado, en realidad trataba de sepultar mi conciencia en mi cuerpo, al igual que la herida se sepulta en la carne tumefacta, esperando de ese modo alejarme de la violencia que me rodeaba. Fue entonces cuando hice mi conjuro. Si salía bien, o sea, si me comía el caramelo sin derramar ni una gota de saliva mezclada con el dulce, creía que me libraría de toda la violencia horrible que se cernía sobre mí. Quizá te parezca ingenuo, pero siempre que reflexiono acerca de la violencia, me maravilla pensar que mis antepasados se las arreglaran para sobrevivir a tanta violencia como les rodeaba y transmitir la vida a su descendencia. Y es que ellos tuvieron que vivir unos tiempos horriblemente violentos, ¿no crees? Me abruma pensar en cuánta violencia tuvieron que soportar para que yo esté vivo hoy.

—Ojalá Taka también pueda soportar la violencia y continúe la cadena de la vida —dijo mi mujer con la misma sinceridad con que Takashi se había confesado y con un tono que sugería que compartía las emociones que le embargaban.

—Hoy, tumbado boca abajo en el puente provisional, mientras miraba el cuerpo del niño, que podía quedar aplastado en cualquier momento justo ante mis ojos, pensé en la violencia y recordé la situación en que me encontré cuando me comía el caramelo en la doma. Y no es uno de mis sueños —dijo Takashi, que se calló y me miró, como interrogándome.

Atravesé la nieve, de regreso al almacén, y, al encender la primera estufa de petróleo escandinava del valle con un regocijo no exento de melancolía, agachado como un mono, miré por la ventanilla redonda del negro cilindro. En su interior temblaban incesantemente las llamas, del color del mar en un día despejado. De repente, una mosca se dirigió a mi nariz, chocó con ella y cayó en mi rodilla izquierda, donde se quedó quieta. El aire que se calentaba en la estufa de convección subía hacia el techo y debía de haber interrumpido el letargo invernal del insecto. La mosca, gorda y rechoncha porque estábamos a mediados del invierno, era de un tamaño inusual antiguamente en las casas del valle. Aunque debía de haberlas de aquellas dimensiones en las caballerizas, no era de esa clase de mosca, y, aparte de su gran tamaño, era claramente de la especie que vive en las casas. Abrí la palma de la mano a unos diez centímetros en diagonal y por delante de la mosca y la atrapé. Sin ánimo de presumir, soy un experto cazador de moscas. Como el accidente en el que perdí la vista del ojo derecho ocurrió en pleno verano, cuando estaba en el hospital infinidad de moscas venían a burlarse de mí. Así que me vengué de ellas perfeccionando la técnica de cazarlas, lo cual me fue estupendamente, además, para adquirir perspectiva utilizando sólo el ojo izquierdo.

Observé durante un rato a la mosca, que pugnaba por escaparse y latía entre las puntas de mis dedos como si estuvieran oprimiendo el nudo de una arteria, y llegué a la conclusión de que era idéntica al ideograma chino que significa «mosca». Apreté ligeramente los dedos y el insecto se reventó, dejándolos mojados de gran cantidad de jugos. Las yemas de mis dedos parecían haberse ensuciado para siempre. El terror me envolvió y penetró dentro de mi ser como el calor que se desprendía de la estufa. Pero todo lo que hice fue limpiarme los dedos en el pantalón. Seguí sentado en cuclillas, inmóvil, con el cuerpo paralizado, como si la mosca muerta hubiera sido la clavija de la que dependiera el funcionamiento del centro motor de mi sistema nervioso. Mi mente se unificó con la llama que se movía al otro lado de la abertura del cilindro. En consecuencia, el cuerpo que estaba a este lado de la abertura del cilindro no era más que una masa de carne vacía. Daba gusto sentirse de aquella manera, liberado de la responsabilidad del cuerpo. Tenía sed y la garganta me ardía. Mientras pensaba que debería poner un recipiente con agua en la encimera de la estufa, me di cuenta de que debía resignarme a no poder partir por la mañana temprano hacia Tokio y a pasarme desde entonces bastante tiempo en el primer piso del almacén. Me lo dijeron mis oídos, que se habían dado cuenta de que no iba a dejar de nevar. En la madrugada del valle rodeado de bosque, al acostumbrarme al profundo silencio, los oídos podían reaccionar a los sonidos más sutiles, y era considerable el número de estos que podían oír. Pero ahora no se dejaba oír sonido alguno. En toda la zona del valle y del extenso bosque que lo circunda el manto de nieve cuajada absorbía cualquier sonido. A Gii el Eremita, que se decía que seguía viviendo en solitario en lo más hondo del bosque, aunque estuviera acostumbrado al silencio habitual de aquellos lugares, seguro que la profunda quietud de aquella madrugada cargada de nieve le parecería nueva e incongruente. Si Gii el Eremita muriese congelado en medio del bosque a causa de la gran nevada, ¿descubriría su cadáver la gente del valle? ¿En qué pensaría en la silenciosa oscuridad, bajo la nieve que se acumulaba, al sobrevenirle una muerte tan asocial y fea? ¿Estaría callado? ¿Estaría murmurando algo para sí? Se me ocurrió que quizá hubiera cavado una fosa rectangular y profunda, como la que un día fue sólo mía en el patio de mi casa, y podría estar refugiado allí a cubierto de la nieve. ¿Por qué había dejado convertir la fosa del patio de mi casa en un pozo negro? ¿Por qué no lo había pensado mejor? Me imaginé dos fosas en el fondo del bosque, la una al lado de la otra; en la vieja, Gii el Eremita, y en la nueva, yo, sentados abrazándonos las rodillas con el culo mojado, esperando plácidamente. Aunque antes solía utilizar la palabra espera en su sentido positivo, me di cuenta de que ahora me venía a la mente sólo con el más negativo de los significados.

Y al reflexionar, tuve la sensación de que podría aceptar la muerte en el fondo de una fosa, sepultado bajo la tierra y las piedras que iría arrancando con mis propios dedos, sin pánico ni repugnancia. El viaje al valle me había servido de distraerán, pero así y todo mi «descenso» por la escalera continuaba firmemente. Se me ocurrió que, viviendo solo en el primer piso del almacén, si deseaba pintarme de bermellón la cabeza, meterme un pepino por el ano y ahorcarme, podría hacerlo sin que nadie me molestase. Además, había allí sólidas vigas que habían aguantado cien años. Pero esta fantasía sólo despertó en mí más miedo y repugnancia, y detuve bruscamente el movimiento de mi cabeza al levantarla para cerciorarme de la presencia de las vigas.

En mitad de la noche se oyeron ruidos en el jardín, igual que si un caballo golpeara con los cascos en el suelo mojado. Los ruidos no producían la menor reverberación, como si el suelo los absorbiera. Al mirar por la ventana estrecha y alargada, ahora encristalada (esta y otras mejoras, que incluían las ventanas de la parte trasera, la luz eléctrica y unos retretes a un lado, se habían llevado a cabo a finales de la guerra con destino a los evacuados, que nunca pisaron el almacén a causa de los rumores sobre la locura de mi madre), después de desempañar un pequeño óvalo, semejante a un espejo antiguo, vi a Taskashi correr en círculo sobre la nieve del jardín, totalmente desnudo. El reflejo del farol en la nieve caída en el suelo, en el techo y en varios arbustos que había debajo del alero, proporcionaba una claridad difusa que iluminaba el blanco jardín de un modo semejante a la luz del atardecer. Seguía nevando sin cesar. El efecto que causaba aquella escena era extrañamente estático, como si las trayectorias de todos los copos de nieve que caían entonces se mantuviesen invariables y no permitiesen ningún otro movimiento mientras la nevada siguiera cayendo sobre el valle. La esencia de aquel instante hubiera podido alargarse indefinidamente, pues la dirección del tiempo se había perdido, tragada por los copos que caían sin cesar, del mismo modo que todos los sonidos eran absorbidos por la capa de nieve. El tiempo era intemporal: el Takashi que corría desnudo era el hermano menor del bisabuelo a la vez que mi hermano menor. Todos los instantes de un siglo se agolpaban en aquel instante. La figura desnuda dejó de correr y caminó un rato, se arrodilló sobre la nieve y la acarició con las manos. Vi su flaco trasero anguloso y su larga espalda doblada, flexible como la de un insecto y con innumerables articulaciones. Acto seguido, Takashi gritó con fuerza: «¡Ah, ah, ah!», y se revolcó en la nieve.

Se incorporó, con la nieve pegada a su cuerpo desnudo y los brazos, desproporcionadamente largos, como los de un gorila, colgando desconsoladamente, y anduvo de regreso a la zona que alumbraba la farola. Vi que tenía el pene erecto. Su pene tenía el mismo aire de potencia estoicamente dominada y el mismo aspecto extrañamente trágico de los hinchados músculos de los brazos de un atleta. Takashi no hacía más esfuerzos por ocultar su pene erecto que los que habría hecho de haberse tratado de sus bíceps. Cuando llegó a la puerta, la joven que le esperaba en la doma dio un paso hacia adelante y envolvió su cuerpo desnudo con una toalla de baño extendida. Se me contrajo el corazón dolorosamente. Pero no era mi mujer, sino Momoko. Recibió a Takashi, que se acercaba temblando, desnudo, sin taparse el pene erecto, con una toalla de baño. Pensé que era igual que una hermana pequeña, pura y virgen. Tras entrar en silencio, cerrar la puerta y apagar el farol, sobre la nieve del jardín sólo quedó la acumulación de movimientos reiterativos inmovilizados, cien años encerrados en un solo instante. Sentí que mis ojos habían penetrado como nunca lo habían hecho antes hasta lo más recóndito que se ocultaba dentro de Takashi, y aunque no comprendía bien su significado, al menos había confirmado su existencia. Me pregunté si las huellas que había dejado en el suelo nevado al revolcarse estarían cubiertas de nieve fresca por la mañana. Sólo un perro expondría su pene erecto al público con tanto descaro y con fines tan patéticamente vanos. Las experiencias de Takashi en un mundo de sombras desconocido para mí habían debido de darle la franqueza extrema de un perro callejero. Al igual que un perro no puede expresar su melancolía con palabras, Takashi tenía algo opresivo agarrotado en el centro de su alma que no podía manifestar a los demás. Me dormí pensando cómo sería en la práctica ser poseído por el espíritu de un perro. No me fue difícil conjurar en la oscuridad un can a propósito, con mi propia cabeza unida a su rollizo corpachón colorado. El orondo perro me devolvió la mirada inquisitivamente mientras flotaba inmóvil en el aire en la oscuridad, con su largo rabo como un látigo entre las piernas, ocultando sus genitales. No era, evidentemente, un perro capaz de exhibirse sobre la nieve en medio de la noche. Grité «¡Guau!», para espantar al perro colorado y me volví a dormir, procurando no volver a conjurar a ninguna aparición como aquella en la oscuridad.

Desperté casi al mediodía. Era Nochevieja. Oí las risas de muchos jóvenes que llegaban desde la casona. El frío no era muy crudo, seguía nevando y el cielo estaba oscuro, pero el suelo brillaba con una luz clara y blanda. Las casas del valle, a vista de pájaro, se habían simplificado con la nieve y ya no despertaban en mí recuerdos desagradables. El bosque que nos rodeaba había perdido su amenazadora negrura gracias a la nieve; incluso parecía que había retrocedido al tiempo que el valle se ensanchaba a medida que la nieve, que seguía cayendo, lo cubría. Me sentía como si me hallara en una región desconocida de paisajes abstractos y placenteros. El lugar donde mi hermano se había revolcado en la nieve la noche anterior parecía un modelo a escala de algún yacimiento arqueológico. Sus oquedades y sus protuberancias, que no habían sido pisoteadas, eran fielmente reproducidas por la capa de nieve fresca que las cubría. Mientras las observaba, escuché durante un rato las risas que venían del interior de la doma, donde parecía reinar el ambiente de un colegio mayor. Al entrar en él, los jóvenes del equipo de fútbol, que rodeaban el fogón, se callaron de golpe. Me quedé parado, sintiéndome como un extraño que se hubiera entrometido en el feliz círculo que rodeaba a Takashi. Mi mujer y Momoko cocinaban de pie junto al fogón. Me acerqué y las miré con la esperanza de que me ayudaran, pero descubrí que estaban ebrias con las primeras nieves del valle.

—Te hemos comprado unas botas, Mitsu. Hemos ido de compras esta mañana al supermercado —dijo Momoko con inocente alegría—. Está lleno de artículos nuevos para la nieve. La camioneta que los ha traído no ha podido cruzar el puente provisional, a causa de la nieve. ¡Pobre Mitsu, con las ganas que tiene de irse a casa, todo se pone contra él!

—¿No has pasado frío en el almacén? ¿Crees que estarás bien si vives allí algún tiempo? —me preguntó mi mujer. Aunque tenía los ojos sanguinolentos, era a causa de la nieve, no de la borrachera, y brillaba en ellos una luz fuerte y viva. Al parecer, la noche anterior no había bebido whisky y había dormido profundamente.

—Me las arreglaré, supongo —contesté sin demasiado entusiasmo. Noté que los jóvenes sentados alrededor del fogón, que habían esperado mi respuesta con fría curiosidad, sentían una mezcla de desdén y satisfacción al escucharla. Seguramente, para ellos yo era un bicho raro, la única persona en el valle que no se animaba con la llegada de las primeras nieves—. ¿Me das de comer o qué? —pregunté con el tono de un marido enfadado y hambriento, con la esperanza de que los jóvenes sintieran aún mayor desdén por mí y decidieran ignorarme.

—Mitsu, ¿sabes preparar faisanes? Ayer el padre del niño que salvamos en el puente se fue temprano de caza con sus amigos, y nos trajo unos cuantos.

Takashi se dirigió a mí con voz pausada. Delante de los miembros del equipo de fútbol se mostraba lleno de confianza en sí mismo y de autoridad, lo cual contrastaba enormemente con la faceta de su personalidad que le hacía revolcarse en la nieve como un perro.

—Después de comer, veré qué puedo hacer.

Al oír esto, sin poder aguantarse más, los jóvenes dieron un suspiro al unísono, deliberadamente burlón. En el pueblo era tradición que ningún hombre que se respetara a sí mismo se preparara la comida, y esa actitud no había cambiado. Los jóvenes, una vez más, habían presenciado el espectáculo de su jefe tomándole el pelo a su perezoso hermano mayor. Estaban ebrios de nieve, de buen ánimo, dispuestos a reír cualquier gracia. Los habitantes del pueblo recibían siempre las primeras nevadas de esa manera, emborrachándose de nieve durante un par de semanas. Durante ese tiempo no podían resistirse al impulso de andar en medio de la nieve con determinación, sin importarles el frío. Los mantenía el calor de la borrachera que les causaba la nieve. Pero ese período alocado se acababa, y venía la resaca, y entonces todos huían de la nieve. Las gentes de esta región no tienen la resistencia para aguantar el frío que es característica de los habitantes de las tierras de las nieves[69]. Al consumirse el calor interior de sus cuerpos, quedaban indefensos ante el frío. Y entonces empezaban a caer enfermos. Ese era el modo de recibir la nieve de la gente del valle. Interiormente, deseé con fervor que a mi mujer le durara poco la borrachera de nieve que la embriagaba. Me senté en el borde de la tarima que daba a la doma, como hacían antes los familiares de nuestros arrendatarios cuando venían en primavera a presentarnos sus respetos, y empecé a comer mi tardío desayuno.

—La revuelta triunfó porque los campesinos, no sólo los del valle sino también los de los pueblos vecinos, veían en los jóvenes a una pandilla de depravados, unos monstruos capaces de incendiar o saquear sin pensárselo dos veces. Es posible que los campesinos le tuvieran más miedo a su propio grupo de cabecillas violentos que al enemigo que les esperaba tras las puertas del castillo.

Takashi había reanudado la conversación que interrumpió al entrar yo en la doma. Trataba de explicarles a sus seguidores el papel desempeñado por los jóvenes durante la revuelta de Man’en y de recrear las imágenes de esta para que se les grabaran en la memoria.

—¿Lo que hacía reír tan alegremente a los miembros del equipo de fútbol eran las descripciones de Taka de la revuelta de Man’en? —le pregunté en voz baja a mi mujer cuando me trajo la comida. Lo que más me extrañaba era que, a mi entender, la conducta del grupo de jóvenes durante aquella revuelta se había distinguido únicamente por su cruel brutalidad, y no había en ella nada que indujera a una risa tan estruendosa y alegre.

—Taka les ha contado muy bien los episodios más divertidos, Mitsu. Diría que, gracias a su innato optimismo, al contrario que tú, Mitsu, se niega a tener ideas preconcebidas acerca de la revuelta o a considerarla exclusivamente un hecho deprimente.

—¿Es que pudo haber episodios divertidos en la revuelta de Man’en?

—No soy la persona más indicada para preguntárselo, ¿no? —replicó, pero, de todos modos, me puso un ejemplo—. Cuando Taka les contó que hicieron ponerse de rodillas, a la vera del camino que va de aquí al castillo, a los caciques y a los funcionarios de los pueblos, para que los campesinos les dieran un coscorrón al pasar, se rieron de muy buena gana.

Ciertamente, la cruel idea de que todos les dieran un coscorrón a aquella clase de personas debía parecerles graciosa a aquellos campesinos inadaptados. Sin embargo, los coscorrones de una multitud de varias decenas de miles de campesinos hicieron que quienes los recibieron muriesen con los sesos hechos papilla dentro de sus cráneos.

—¿Les ha hablado Takashi de los viejos que, después de pasar la muchedumbre, yacían muertos boca abajo delante de sus casas, cubiertos de orines y excrementos? ¿Eso también ha arrancado carcajadas de felicidad de los jóvenes atletas?

No lo dije con ánimo de criticar a los nuevos camaradas de Takashi, sino por simple curiosidad.

—Así es, Mitsu. Como dice Taka, ya que el mundo está lleno de violencia, ¿no sería más humano y más sano reaccionar ante ella buscando un motivo de risa, el que sea, en vez de contemplarla farfullando con la cara seria? —me respondió mi mujer, y regresó al lado del fogón.

—El grupo de jóvenes era de verdad violento, pero, en cierto sentido, esa violencia era un motivo de tranquilidad para los campesinos. Cuando no había más remedio que herir o matar al enemigo, no hacía falta mancharse las propias manos, pues podían dejárselo a los jóvenes violentos, ¿no? Los campesinos podían así tomar parte en los disturbios sin preocuparse de que les persiguieran después por incendiarios o asesinos. En esa revuelta, el temor del pueblo que se unió al levantamiento a mancharse las manos si había que matar, estaba eliminado desde el principio. Aparte de aquel coscorrón en la cabeza de los ricos, todos los actos eran de la incumbencia del grupo de jóvenes. Estos, por su parte, estaban dispuestos a lo que fuera. Si los habitantes de los pueblos que encontraban camino del castillo se negaban a unirse a la revuelta, prendían fuego a las casas y mataban tan campantes a los que huían y a los que acudían a apagar el fuego. Los que escapaban vivos, aterrorizados, se unían a los revoltosos. Aunque todos eran campesinos, en la práctica, aquellos jóvenes criminales, medio locos, se servían de la violencia para hacer que les siguieran los campesinos reticentes, a los que inspiraban verdadero pánico. En consecuencia, todos los campesinos, desde el valle hasta el castillo, tomaron parte en la revuelta. En cuanto se les unía un pueblo, trataban de formar un grupo de aliados entre los jóvenes inadaptados. No había reglas. Solamente tenían que jurar lealtad al grupo original de este valle y llevar a cabo toda clase de actos violentos sin rechistar. Así pues, la revuelta fue dirigida por los jóvenes de nuestro valle, que eran como si dijéramos el estado mayor, con una infraestructura basada en los grupos de jóvenes de los diversos pueblos. Los jóvenes de este valle, cada vez que se liberaba un pueblo, llamaban a los jóvenes descontentos y les preguntaban por las casas de los ricos que habían cometido tropelías y las asaltaban. Por descontado, nunca faltaban delatores, pues siempre hay quien se siente perjudicado por las actividades de los poderosos. A medida que los rumores acerca de la revuelta se extendían por los pueblos próximos al castillo, las personas acomodadas, para ponerlos a salvo, llevaron a los templos sus bienes, muebles, documentos y libros de contabilidad. Pero los jóvenes descontentos informaban de esos casos a los cabecillas. Era la primera vez que se veían libres de la gente poderosa y conservadora, y para ellos no significaban nada ni el cacique, que durante generaciones había sido una autoridad respetada por los campesinos, ni los templos, que para el pueblo eran responsables de los asuntos de la vida y la muerte. De modo que los asaltaron y quemaron todo lo que había sido guardado en ellos. Así fue como aquellos jóvenes desarraigados, que hasta el día anterior eran unos muertos de hambre a los que apenas se consideraba seres humanos, se hicieron con el poder y establecieron un nuevo sistema de gobierno en los pueblos. Para comprender por qué arraigó la revuelta sobre todo en grupos de marginados como ellos, hay que tener en cuenta que formaban una clase social aparte. El resto de la población pensaba que eran unos inútiles. Por tanto, al contrario que los adultos, que estaban unidos entre sí y sentían una insuperable desconfianza hacia los extraños, los jóvenes no tenían dificultades para asociarse con los forasteros. Además, a medida que se fueron dejando arrastrar por la revuelta, empezaron a comportarse según les dictaban sus instintos y la nueva sensación de libertad, de modo que hicieron cosas que, terminados los disturbios, no les permitirían regresar a su pueblo, fuera por incendiarios o por asesinos. De ahí que, a diferencia de los demás campesinos, se convirtieran en un ejército profesional de jóvenes revoltosos, interesados en continuar la revuelta indefinidamente. Se sentían más seguros con las pandillas que habían venido de fuera que con las gentes de su propio pueblo, y hay que reconocer que el grupo de jóvenes de nuestro valle siempre cuidó de los intereses de todos sus seguidores. Cuando la revuelta se acercaba a su fin y la muchedumbre empezaba a retirarse de la ciudad donde estaba el castillo, detuvieron a varios revoltosos que se habían quedado atrás para violar a las hijas de unos comerciantes. Pero no fueron las fuerzas regulares las que detuvieron a aquellos hombres. Aunque la muchedumbre había llegado hasta las puertas del castillo, como no tenían medios para asaltarlo el jefe de la guarnición decidió esperar a que los revoltosos se cansaran y se marcharan. Al final, la inmensa mayoría de los sublevados abandonaron la ciudad; sólo unos pocos se quedaron merodeando por las calles. Seguramente no querían irse porque era la primera vez en su vida que estaban en un ciudad importante, y también porque los concomía la lujuria. Por alguna razón desconocida, iban vestidos con ropas de mujer que habían robado. —Los jóvenes se rieron, medio entusiasmados y medio avergonzados—. Estos individuos, mientras los demás revoltosos permanecían ante el castillo, se quedaron en la retaguardia para asaltar las casas de quienes no les habían recibido bien y violar a las mujeres, y entraron en el almacén de un algodonero. Pero resulta que a uno de sus empleados, que se había dado cuenta de la retirada de los demás revoltosos, se le ocurrió detener al grupo de individuos vestidos con kimonos de mujer. Como era el encargado, reunió a los demás trabajadores y detuvieron a los merodeadores. Pero al recibir el aviso de su detención por medio de uno de ellos, que había logrado escapar, el grupo de jóvenes del valle ordenó volver a invadir la ciudad. Corriendo muchos riesgos, acudieron a rescatar a sus compañeros, y no tardaron en liberarlos. Luego destruyeron el almacén del algodonero, castigaron a sus empleados y quemaron la casa del encargado, que se llamaba Aokichi. Se dice que pusieron en ella un cartel con estos versos: «Por petición directa, / y por los servicios prestados, / atado y con la casa en llamas, / su cara mostrará sin duda una azul felicidad.»[70] ¡Ja, ja, ja!

Los jóvenes también se rieron a coro. Terminé de comer, y, al llevar los cuencos al fregadero, mi mujer me recibió ceñuda y a la defensiva.

—Si quieres rebatir a Taka, es mejor que lo hagas directamente con él o con los jóvenes, Mitsu —dijo.

—No, no tengo ganas de inmiscuirme en las actividades propagandísticas de Taka —dije—. Ahora voy a preparar los faisanes. ¿Dónde están?

—Taka los ha colgado de un palo en la trasera de la casa. Hay media docena de faisanes, preciosos y gordos como cerdos —dijo Momoko anticipándose a mi mujer. Las dos estaban cortando grandes cantidades de verduras en una ensaladera de bambú. Preparaban un almuerzo rico en vitaminas para un equipo de robustos jugadores de fútbol.

—Al principio —prosiguió Takashi—, los campesinos más sensatos habían tenido miedo del grupo de jóvenes del valle, pero en el curso de la revuelta su temor se trocó en respeto, aunque también es posible que fingieran a causa del comportamiento violento de estos. El caso es que los jóvenes se convirtieron en héroes populares no sólo en el valle, sino en todo el territorio del clan. Por eso, durante el corto período que siguió a la revuelta en que gozaron de libertad, se comportaron más bien como una casta aristocrática que como los marginados que habían sido antes. De hecho, durante un tiempo, hubieran podido volver a levantar en armas a los campesinos y emprender una nueva expedición desde el valle cuando hubieran querido. En los demás pueblos los jóvenes también seguían siendo los amos. Cuando los participantes en la revuelta se dispersaron, los jóvenes de nuestro valle exigieron de los revoltosos de los otros pueblos el juramento de que si las autoridades del clan tomaban medidas represivas, reorganizarían inmediatamente sus fuerzas, y amenazaron a cualquier pueblo que no acudiera en su ayuda con que sería el primero en ser arrasado. Estas circunstancias obligaron a las autoridades del clan a retrasar la búsqueda de los responsables de la revuelta. Durante este intervalo de vida regalada, los jóvenes no sólo vivieron de la comida y la bebida que habían robado, sino que se dedicaron a seducir a las mujeres y las hijas de los aldeanos. Claro que también es posible que las mujeres y las hijas los sedujeran a ellos. —Los jóvenes se rieron de buena gana al escuchar esta broma de mal gusto—. Después de todo, los nuevos amos del valle habían sido en sus inicios una pandilla de gamberros, y en la práctica aquel fue un período de anarquía para la sociedad campesina, pues los jóvenes se paseaban pavoneándose de sus armas y disfrutando de su recién adquirida autoridad. Mataban sin piedad a quienes se atrevían a oponérseles, y estoy seguro de que más de uno, si no podía seducir a las mujeres que le gustaban, simplemente las violaba. Así pues, cuando la vida volvió a la normalidad, los campesinos se encontraron con que no habían hecho más que cambiar de amos, y los nuevos eran tan tiránicos como los antiguos.

Cuando los investigadores del clan llegaron al valle, los jóvenes ya se habían granjeado la animadversión del resto de los habitantes. Al final, se encerraron en el almacén para resistirse a las autoridades, pero fueron traicionados por las gentes del valle, que no cumplieron sus promesas de ayuda…

De los jóvenes sentados en círculo alrededor del fogón se levantó un murmullo de indignación. Con una ingenuidad que casi resultaba sospechosa, los jóvenes parecían sentirse identificados con los revoltosos de cien años atrás. La treta de Takashi al no atribuir la jefatura de la revuelta al hermano del bisabuelo, sino a todo el grupo, había surtido efecto. Después de calentarme un rato junto al fogón, salí al Sedawa, donde solían colgarse los conejos y los faisanes, y encontré los seis faisanes colgados de unos palos clavados en la pared. Era el sitio de mi casa donde más fresco hacía siempre. En pleno verano, los gatos subían a tenderse debajo de los palos. En todos los detalles de la vida cotidiana, Takashi trataba de seguir las tradiciones del pasado, cuando la gente del pueblo actuaba siempre en grupo. Incluso, llevado de esta obsesión, había atado los faisanes por el cuello con una cuerda de paja, igual que hacían nuestro bisabuelo o nuestro padre. Hasta había rellenado los faisanes con algas marinas que les había introducido por el orificio por el que les habían sacado las entrañas. Como Takashi era demasiado niño para haberse dado cuenta de las costumbres de nuestra familia durante la época en que los Nedokoro aún eran importantes, debía de haber puesto mucho empeño y una atención extraordinaria para recrear con exactitud la vida tradicional de las gentes del valle.

Dejé los seis gordos faisanes sobre la nieve y empecé a arrancarles el plumaje negro y castaño rojizo. El viento dispersó las plumas junto con los copos de nieve, y sólo las timoneras quedaron a mis pies. Bajo el plumón, la carne de las aves estaba fría y dura, pero era elástica al tacto. El plumón, suave como el algodón, que había debajo de las plumas estaba lleno de pequeños piojos transparentes que parecían vivos. Respirando despacio por la nariz solamente, por miedo a que los piojos me entraran en los pulmones, seguí desplumando los faisanes con los dedos cada vez más entumecidos. De pronto, la fina piel color mantequilla, auténtica «piel de gallina», se rompió, y sentí el desagradable contacto de la punta de los dedos con lo que había debajo. Por la hendidura de la piel, que se abría rápidamente, apareció la carne herida, roja y negruzca, llena de coágulos de sangre y de perdigones. Arranqué las timoneras del cuerpo ya pelado y le di vueltas y vueltas al cuello con fuerza, para arrancárselo. Pero cuando parecía que se separaría con un tironcito más, algo en mi interior me impedía realizar el esfuerzo necesario. Al soltar la cabeza retorcida, volvió a desenroscarse como impulsada por un muelle y me dio un agudo picotazo en el dorso de la mano. Esto me hizo ver la cabeza del faisán como algo independiente, cosa que no se me había ocurrido hasta entonces, y me concentré en las emociones que despertaba en mí. Un murmullo de voces a mis espaldas fue seguido por una risotada, pero el sonido fue absorbido inmediatamente por la capa de nieve del talud que separaba el Sedawa de las moreras; sólo se oía el levísimo rumor de la nieve fresca al rozarme los lóbulos de las orejas; era un rumor gélido, tan débil que muy bien hubiera podido ser producido por los copos de nieve al chocar unos con otros.

La cabeza del faisán estaba cubierta de un plumaje denso y corto de un rojo brillante que parecía arder. Alrededor de los ojos, sobre un fondo rojo como la cresta de un gallo, había puntos negros, lo que le daba el aspecto de una fresa animal. Y los ojos eran blancos y estaban secos —aunque no eran los ojos, sino un montón de plumas diminutas—. Los ojos de verdad estaban justo encima, con los párpados, finos como un hilo negro, cerrados con fuerza. Al levantar los párpados con las puntas de las uñas, algo parecido a la pulpa de una uva al ser cortada por una cuchilla salió rezumando y amenazó con derramarse como un líquido. El asco me sacudió al principio, pero lo miré fijamente y conseguí desvanecer el poder que ejercía sobre mí. No eran más que los ojos de un pájaro muerto. No obstante, no había que despreciar a aquellos «ojos falsos» con tanta facilidad: desde antes de fijarme en la cabeza del ave, mientras arrancaba las demás plumas de su cuerpo casi desnudo, había sentido clavada en mí la mirada de aquellos «ojos falsos». Por eso, demasiado impaciente por ir a buscar un cuchillo, había agarrado el cuello para retorcerlo y arrancarle la cabeza al ave con «ojos falsos» y todo. A pesar de que mi ojo derecho se parecía mucho a los «ojos falsos» del faisán, pues tampoco veía, sólo conseguía dar un efecto meramente negativo de falta de visión. Si decidiera ahorcarme como mi amigo, con la cabeza pintada de bermellón, desnudo y con un pepino en el ano, para conseguir un efecto aún más espectacular que el suyo me pintaría antes un «ojo falso» de color verde brillante en cada párpado.

Tras dejar en fila sobre la nieve los seis faisanes pelados, volví a la doma para buscar material con que hacer una fogata, girando la cabeza a izquierda y derecha, como tenemos que hacer los tuertos, por si había perros o gatos en las cercanías.

—… el joven que había traicionado a sus compañeros, claro está, fue expulsado del grupo —estaba diciendo Takashi—. Pero si iba hacia el castillo lo detendrían enseguida, y si se quedaba en el valle estaría aislado, ya no le protegerían sus antiguos amigos, y los campesinos, que habían sufrido sus crueles desmanes cuando era poderoso, sin duda se vengarían. Así que la única esperanza que le quedaba era huir hasta Kochi atravesando el bosque, jugándoselo todo a una carta. Si tuvo éxito o no…

Interrumpiendo su conferencia, justo cuando le pedía una caja de cerillas a mi mujer para encender el haz de paja que había sacado de debajo de la tarima, mi hermano me preguntó:

—Mitsu, ¿tienen mucha carne los faisanes?

Sin duda, lo hizo porque hablaba de cosas que no conocía bien. Yo, por lo menos, no tenía conocimientos tan precisos del comportamiento y la vida de los jóvenes después de la revuelta de Man’en.

—¡Oh, están gordísimos! Son unos faisanes estupendos. No falta vida en el bosque.

Apreté la paja en círculo en el hoyo que hice dando patadas en la nieve endurecida y le prendí fuego. La suave pelusilla de las pieles empezó a arder enseguida desprendiendo un olor sofocante. Casi inmediatamente, los cuerpos de los faisanes se llenaron de finas hebras diagonales de materia animal fundida, de color pardo oscuro, y la piel se tornó opaca mientras aquí y allá empezaban a brotar gotas de grasa amarillenta. Aquello me trajo a la memoria las palabras de mi difunto amigo sobre un negro que habían quemado vivo: «El cuerpo estaba tan quemado e hinchado, que sus detalles resultaban borrosos, como los de un muñeco de madera mal tallado».

A mis espaldas, había alguien que miraba lo mismo que yo y con idéntica atención. Al volverme, vi a Takashi, con la cara tan roja por la vehemencia de un discurso junto al fogón, que los copos de nieve se derretían al instante al tocarla. Imaginé que el aspecto del plumón quemado de los faisanes le hacía revivir recuerdos idénticos a los míos.

—Mi amigo me dijo que, cuando te vio en Nueva York, le diste un folleto del movimiento en pro de los derechos civiles. Me explicó que había una fotografía de un negro al que habían quemado vivo.

—Sí, así es. Una fotografía verdaderamente horripilante, de esas que te dicen exactamente lo que es la esencia de la violencia.

—También me dijo que Taka, de pronto, le asustó al preguntarle: «¿Puedo decirte la verdad?». Estaba preocupado porque le dio la impresión de que pensabas en una verdad distinta de aquella acerca de la que hablabas, pero que finalmente no fuiste capaz de decírsela. ¿Qué te parece? No pudo encontrar la respuesta a su pregunta, pero, cuando menos, se murió con una pregunta llena de contenido, ¿no?

Takashi siguió mirando los faisanes con los ojos entornados ansiosamente como si estuviera deslumbrado, no sólo por el reflejo de la luz en la nieve que cubría sus mejillas, que perdían poco a poco el color, sino por algo que se agitaba en su interior.

—«¿Puedo decirte la verdad?» —dijo, creo que con la misma voz con que le había dicho esas palabras a mi amigo en Nueva York— es un verso escrito por un joven poeta, y que en aquellos tiempos yo lo repetía continuamente. Pensaba por aquel entonces en la verdad absoluta, la que, si un hombre la dice, no le deja más alternativa que morir a manos de otros, suicidarse o volverse loco y convertirse en un monstruo inhumano cuyo aspecto horroriza. Esa verdad, una vez sale de la boca, es como una bomba en la que han puesto en marcha el detonador, imposible de detener. Mitsu, ¿crees que una persona normal de carne y hueso puede decirles esa verdad a los demás?

—Habrá personas que se decidan a decir esa verdad en una situación desesperada, pero después de decirla, encontrarán la manera de seguir viviendo sin que nadie las mate, sin suicidarse y sin convertirse en monstruos locos —le rebatí, con la esperanza de sonsacarle la intención de su inesperada locuacidad.

—No, eso es tan difícil como el crimen perfecto —dijo despreciando mi imprudente opinión con el tono firme de quien obviamente había estado rumiando aquel tema durante mucho tiempo—. Si la persona que tendría que haber dicho esa verdad lograra seguir viviendo sin que la matasen, sin suicidarse y sin convertirse en algo horrible y extremadamente distinto de las personas normales, eso sería una demostración de que la verdad que se suponía que había dicho no era la que debía decir, o sea, que no era la bomba en la que yo pensaba. Nada más, Mitsu.

—Entonces, ¿quieres decir que la persona que ha dicho esa verdad a la que te refieres no tiene escapatoria? —Propuse un argumento contrario—: ¿Qué pasa con los escritores? Los hay que han dicho la verdad por medio de una novela y han seguido viviendo, ¿no?

—¿Los escritores? Es verdad que dicen cosas que se aproximan a la verdad, y que siguen viviendo sin que los maten a golpes y sin volverse locos. Esos individuos engañan a los demás con el entramado de su ficción. Pero lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene presente que en la ficción puede decir lo que quiera, por lo que es inmune desde el principio a cualquier veneno que contengan sus palabras. Y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma. Mirándolo de esta manera, la verdad, en el sentido en que yo la imagino, no está presente en nada escrito o impreso. A lo sumo, todo lo que puedes encontrar es un escritor que dé un salto en la oscuridad al tiempo que pregunta: «¿Puedo decirte la verdad?».

La nieve cubría los cuerpos gordos y pesados de la hilera de faisanes con el plumón quemado. Cogiéndolos de dos en dos, los sacudí con fuerza para quitársela. Hicieron un ruido sordo que me retumbó en el estómago.

—El día que Taka le preguntó a mi amigo si podía decirle la verdad, antes de que te diera un susto al sorprenderte por la espalda, según me dijo, estabas mirando pensativo la fotografía del cuerpo quemado, o sea que tenía razón, ¿no? Estabas en la barra del drugstore imaginando que decías tu verdad y eras convertido en un cuerpo calcinado como aquel.

—Así es. Tuve la impresión de que él lo comprendió, hasta cierto punto. Y, por mi parte, creo que entiendo el significado de la manera de suicidarse que escogió —dijo Takashi sin rodeos, con lo que volvió a despertar en mí las emociones que sus palabras de condolencia por mi amigo me habían producido en el aeropuerto—. Aunque pueda parecer extraño que yo hable con tanta convicción sobre un amigo de Mitsu, desde que Natsumichan me lo contó, he pensado una y otra vez en su significado. Creo que, antes de ahorcarse con la cabeza pintada de bermellón y totalmente desnudo —pensé que, como no le había dicho a mi esposa lo del pepino en el ano, lógicamente Takashi tampoco lo sabía—, gritó: «¿Puedo decirte la verdad?», y entonces se ahorcó. Aun cuando no gritara esas palabras, creo que el acto mismo de dar el gran salto, fríamente consciente de que un instante después su cuerpo quedaría expuesto desnudo y con la cabeza bermellón a la vista de todos, irremediablemente muerto, fue en esencia un grito que decía: «¿Puedo decirte la verdad?». ¿No es así, Mitsu? ¿No fue un acto de auténtico valor decidirse a hacer, con su propio cuerpo desnudo y la cabeza pintada de bermellón, un último gesto de autoexpresión dedicado a quienes le sobrevivían? Con ese acto dijo su verdad. Aunque no sé en qué consistía, no tengo la menor duda de que lo hizo. Cuando Natsumichan me contó lo sucedido, le hablé desde el fondo de mi corazón a tu difunto amigo: «De acuerdo, he oído la verdad que has gritado».

Comprendí lo que quería decir Takashi.

—Cuando mi amigo le pagó a Taka las cápsulas, no hizo un mal negocio.

—Si llegara para mí la hora de decir esa clase de verdad, quiero que Mitsu la oiga; es una verdad que no sería efectiva por completo si no te la digo —dijo Takashi con la inocente excitación de un niño que sabe que está haciendo algo peligroso.

—¿Quieres decir que debo saberla porque se refiere a nuestra familia?

—Así es.

—Ya. ¿Acaso esa verdad tiene que ver con nuestra hermana? —dije, pues me había invadido una asfixiante sospecha.

Por un instante me miró fijamente, con tanta fiereza y el cuerpo tan envarado, que pensé que me iba a pegar. Sin embargo, mi hermano no hacía más que concentrar su atención en mí con intensa preocupación para averiguar exactamente qué se escondía detrás de mis palabras. Al cabo, se relajó y apartó los ojos.

En silencio, miramos la nieve fresca que volvía a cubrir la carne de los faisanes. El frío me calaba hasta el tuétano. Mi hermano, al igual que su grotesco camarada que vestía ropas ligeras, tenía los labios morados y tiritaba débilmente. Aunque tenía prisa por entrar en la casa, pensé que debía terminar aquella conversación sin brusquedades. Sin embargo, Takashi se me adelantó y me salvó de la embarazosa búsqueda de palabras intrascendentes que decirle.

—La razón de que te persuadiera para venir al valle no fue que quisiera engañarte. No se trataba solamente de que, al vender las casas y las tierras, pudiera decirles a los del concejo que mi hermano mayor, que estaba en la casona, me había pedido que me encargara de hacer las gestiones. Quiero que estés presente cuando diga esa verdad. Espero que se presente la ocasión mientras estamos juntos.

—Lo de las tierras y las casas no tiene importancia —dije—. Pero, francamente, no creo que le digas nunca a nadie esa verdad tan terrible, en el supuesto de que realmente la tengas dentro de ti. De igual modo, creo que yo nunca encontraré una nueva vida ni mi choza de ramas y paja…

Tras decirle esto, nos encaminamos por fin hacia la casa, helados hasta el tuétano, el uno al lado del otro. Momoko servía a los jóvenes, sentados alrededor del fogón, el estofado que habían cocinado para el almuerzo. Aquella sería la primera comida bajo el mismo techo para Takashi y sus camaradas, que iban a vivir y a entrenarse juntos como si fueran una de aquellas comunas en que se reunían para celebrar el Año Nuevo los jóvenes de las generaciones anteriores. Alejado del grupo, en un rincón, el diligente Hoshio engrasaba un montón de balones, uno tras otro. Le di los seis faisanes a mi mujer, me puse las botas nuevas y regresé al almacén dando patadas a la nieve.