A la mañana siguiente, nada más despertar, me di cuenta de que dormía solo, tal como era lo habitual en Tokio últimamente, de modo que podía revolverme en la cama como respuesta a los dolores dispersos por las distintas partes de mi cuerpo y al vacío desolador que había en lo más hondo de mi ser sin necesidad de padecer, como hasta el día anterior, la miserable confusión de ser consciente de los ojos de mi esposa que dormía a mi lado. Sentí una liberación absoluta, imposible de explicar. La verdad sea dicha, mi actitud durante el sueño dejaba totalmente al descubierto mis debilidades a los ojos de los demás, pues dormía con tanto descuido como cuando lo hacía solo. Antes, evitaba reconocer cuál era la causa de aquella actitud, pero ahora admitía que era el recuerdo de la presencia grotesca y vil en la cuna de madera que contemplamos estupefactos cuando fuimos a recoger a nuestro hijo al hospital. El médico temía que el niño pudiera morir de shock en el caso de que no resistiera el nuevo cambio de ambiente. Pero el motivo por el que abandonamos allí al bebé, fue porque nosotros hubiéramos podido morir de shock a causa de la repugnancia que nos inspiraba aquella cosa patética. Nuestro comportamiento, desde luego, no tenía justificación. Si nuestro hijo muriera y resucitara transformado en demonio para devorarnos vivos, yo, al menos, no trataría de escapar.
La noche anterior, mi mujer, reacia a dormir conmigo al otro lado de la fusuma[60], se fue a dormir al lado del hogar con Takashi y sus amigos. Con la cabeza recalentada por el alcohol, le había estado dando vueltas a la conversación que mantuvimos en el piso de arriba del almacén sobre la nueva vida, la descomposición y la muerte, y había tomado una decisión.
—¡Venga, vamos a dormir! ¡Puedes seguir bebiendo whisky debajo de la manta! —le dije a mi mujer, pero se negó con una voz más clara y alta de lo que yo hubiera deseado, pues al estar completamente ebria, no le importaba que pudieran oírla Takashi y los demás.
—Mitsu habla de empezar de nuevo y tener otro hijo, como si la cosa no le atañera a él directamente, pero, pensándolo bien, Mitsu también tendría que volver a empezar. Lo que pasa, es que Mitsu no tiene ganas de volver a empezar. ¿Por qué tengo que obedecer la orden de Mitsu y meterme en la cama como un perro obediente?
Por mi parte, dejé allí a mi mujer y me fui a dormir, aliviado. Takashi no mostró intención de intervenir en nuestra insignificante trifulca. Animado por la voz de nuestro hermano primogénito, que retumbaba desde el diario colorado, trataba de penetrar en las profundidades de sus oscuros problemas personales ahondando en ellos como un tornillo afilado. Yo no deseaba que me influyera el espíritu de mi hermano mayor, y no me sentía particularmente emocionado. Consideraba las anotaciones de su diario recuerdos de guerra vulgares y corrientes y traté de no prestarles atención. En vez de invocar la imagen de nuestro malogrado hermano mayor, de pie y ensangrentado en los desconocidos campos de batalla, me era más fácil dormir dejando un vacío en el mundo de mi imaginación…
Por primera vez en mucho tiempo, metí la cabeza debajo de la manta y olí mi cuerpo. Tuve la sensación de estar husmeando mis entrañas. Convertido en un celentéreo de más de un metro setenta de estatura, hundí mi cabeza en los intestinos y me encerré en el cálido cilindro de mi propio cuerpo. Era como si el dolor difuso de las distintas partes de mi cuerpo y el sentimiento de desamparo que me embargaba se hubieran transformado en una oscura y culpable sensación de placer. Era el placer de sentirme liberado de las miradas de los demás y de sentir que el dolor y el desamparo eran solamente de mi propiedad. Pensé que, como los animales de orden inferior, sin duda podría reproducirme unicelularmente, preñado de dolor y desamparo. Soy una «persona plácida». Respirando con dificultad, mantuve la cabeza bajo la manta en la oscuridad cálida y olorosa. Traté de imaginarme a mí mismo, muerto por asfixia mientras husmeaba el olor de mi cuerpo, en la oscuridad cálida bajo la manta, con la cabeza pintada de bermellón y un pepino insertado en el ano. Poco a poco, fueron apareciendo los contornos de esa otra imagen de mi ser con intenso realismo.
A punto de asfixiarme, con la piel de la cara ardiendo e hinchada de sangre, saqué la cabeza de debajo de la manta para respirar el aire fresco del exterior, y del otro lado de la fusuma me llegaron las voces susurrantes de Takashi y mi mujer hablando. La de Takashi conservaba el tono de júbilo de la noche anterior. Deseé que mi mujer le escuchara con la cara vuelta hacia las sombras, no sólo porque así no sería evidente el embrutecimiento que mostraba su rostro inmediatamente después de despertarse, sino, y sobre todo, porque no podía evitar que mi orgullo se sintiera herido al pensar que los ojos de mi hermano se entrometían de aquel modo en nuestra «familia». Takashi hablaba de sus recuerdos y del mundo de los sueños. Gradualmente, mientras se formaban los núcleos del significado, fui recordando la discusión que tuvimos en el Citroen.
—… cuando me señaló las distorsiones, la verdad es que no pude replicar, ¿recuerdas? Así que, compungido, estaba comido por las dudas, pero desde que los del equipo de fútbol me dijeron… me he recuperado, Natsumichan.
—… Taka. Tus recuerdos… más que los de Mitsu… —dijo mi mujer con voz débil. Ese tono de voz no era muestra de falta de interés, sino todo lo contrario: era señal de que escuchaba con la atención que la caracterizaba cuando estaba sobria.
—No, no estoy diciendo que mis recuerdos se correspondan con la realidad. Pero tampoco significa que los distorsione conscientemente. Aparte de que soy una persona que ha tenido innegables raíces en este valle, el hecho de que mis aspiraciones coincidan con las de las gentes de aquí no se puede considerar una mera distorsión personal, ¿no? Después de alejarme del pueblo, los recuerdos se combinaron con los sueños para formar una especie de cultura pura en mi mente. Lo cierto es que, cuando era pequeño, durante el baile de Nenbutsu del festival del Bon[61], vi al espíritu de mi hermano S con su uniforme de cadete de la aviación de marina, con la guerrera de invierno, encabezando al grupo de jóvenes en la lucha contra los del poblado coreano, y después vi que lo mataban a golpes y le quitaban la guerrera, dejándole tendido boca abajo sólo con la camisa blanca y el pantalón. ¿No te dije que los brazos de S, muerto a golpes, parecían bailar, y que las piernas las tenía como las de un corredor que salta? Tal como estaba, era igual que si se hubiera detenido bruscamente, en mitad de los locos saltos del baile de Nenbutsu. Como el baile tenía lugar en pleno verano, al mediodía, la luz blanca del sol que ilumina mis recuerdos también procedía de una experiencia real del festival del Bon. No se trata de los recuerdos de verdad del asalto a la colonia coreana, sino de lo que se rumoreaba que se experimentaba en el mundo del baile del Nenbutsu, un hecho que había tomado forma concreta en el sentimiento común de las gentes del valle. Los del equipo de fútbol dicen que después de marcharme del valle también han visto todos los años el «espíritu» de mi hermano S, bailando tal como en mis recuerdos. Yo no he hecho más que mezclar las imágenes del baile de Nenbutsu del festival del Bon con la realidad del asalto al campamento coreano, mediante los mecanismos de mis recuerdos. ¿No significa eso que tengo raíces con los sentimientos comunes de las gentes del valle? Yo lo creo así, ¿sabes? No hay duda de que Mitsu vio el baile del Nenbutsu conmigo, cuando yo era niño, y aunque debe tener recuerdos más claros, por ser mayor, cuando discutimos en el Citroen se calló a propósito para hacer prevalecer su teoría. ¡Mitsu tiene algo de pícaro!
—Ese baile del Nenbutsu del festival del Bon, ¿en qué consiste, Taka? Lo que llamas «espíritu», ¿es un fantasma? —le preguntó mi mujer. Pero me dio la impresión de que ya había apreciado el significado intrínseco de las palabras de Takashi y comprendido perfectamente su orgullo por haber descubierto, mediante los sueños, sus lazos con el espíritu comunal del valle.
—Eso pregúntaselo a Mitsu. Mi hermano sentirá celos si soy yo quien le explica todo lo referente al valle a Natsumichan. Será mejor que hoy también le lleves el almuerzo al equipo de fútbol. Pienso alojarlos aquí dentro de poco. Como es costumbre de los jóvenes del valle reunirse durante varios días para celebrar el Año Nuevo, tengo la intención de que lo hagan en casa. Natsumichan, ¡échame una mano!
No alcancé a oír bien la respuesta de mi esposa. Me di cuenta de que mi mujer se había unido decididamente al grupo de seguidores de Takashi. Por la tarde, me pidió que le explicara las costumbres del festival del Bon del valle. Lógicamente, no mencionó la palabra «celos» que había pronunciado mi hermano, y yo, sin revelarle que había escuchado su conversación aquella mañana, le describí el baile del Nenbutsu.
El Chosokabe era el prototipo de todo lo maligno que acechaba al valle desde el exterior para traerle desgracias, pero era un enemigo al que, de todos modos, la gente del valle podía rechazar. Sin embargo, había otro ser maligno, o varios de ellos, que, para la gente del valle, eran seres a los que, por su carácter, no se podía rechazar simplemente. Eso se debía a que antaño habían sido parte de la comunidad del valle. Todos los años, por el festival del Bon, volvían al valle en fila india, descendiendo en procesión por el camino desde las alturas del bosque, para enfrentarse con hostilidad a los vivos. Según las teorías de Shinobu Orikuchi[62], los seres que descienden del bosque (es decir, del otro mundo) al valle (este mundo) son «espíritus» malignos. Cuando hay inundaciones violentas, o las plagas de arroz campan a sus anchas, se culpa a los «espíritus» y, para aplacarlos, la gente se entrega apasionadamente al festival del Bon. Cuando hubo una epidemia de tifus a finales de la guerra, se celebró un baile del Bon particularmente notable para aplacar a los «espíritus». Hicieron una procesión del Bon en la que una persona iba disfrazada como un calamar blanco gigante que asustó a los niños del pueblo. Debía ser la representación del «espíritu» de un piojo maligno. No se trataba del espíritu de un piojo que se hubiera muerto, sino de un antepasado nuestro, violento, o de alguien que había tenido una muerte infeliz, y que se había manifestado aquel año en forma de un piojo para traer la desgracia al valle. Había un hombre, experto en el baile de Nenbutsu, que se encargaba de los preparativos de la procesión del Bon. Aunque de profesión era fabricante de tatamis, cuando, por ejemplo, una epidemia llenaba el pequeño hospital del pueblo, se ocupaba entusiasmado, desde principios de la primavera, en los preparativos del próximo festival del Bon. A veces, cuando trabajaba en su tienda, pedía consejos a quienes pasaban por el camino en voz alta y lleno de excitación.
La procesión del festival del Bon que bajaba todos los años del bosque, en fila india, al llegar delante de nuestro jardín bailaba en círculo, y luego iba al almacén para comer y beber, de modo que, en lo tocante a verla, yo tenía un lugar privilegiado entre los niños del valle. De todas las procesiones del Bon que vi, la que ha quedado en mi memoria con mayor huella, por su impresionante novedad, fue la primera de las que se celebraron durante la guerra en la que aparecieron «espíritus» con uniformes militares. Eran los «espíritus» de los soldados del valle que habían caído en el frente. Cada año aumentaba su número. El «espíritu» de un joven que habían destinado a una fábrica de Hiroshima, y que falleció en la explosión atómica, bajó del bosque con todo el cuerpo ennegrecido como un pedazo de carbón. Para el festival del Bon del verano siguiente a la muerte de S, el fabricante de tatamis vino a pedirnos prestado su uniforme de cadete, y le dejé la guerrera de invierno sin decírselo a mi madre. Al día siguiente, en la procesión que bajaba del bosque, el «espíritu» que participaba con la guerrera bailaba apasionadamente.
—Mitsu, no fuiste justo con Takashi al no contárselo cuando hablabais en el coche.
—No me lo callé a propósito. Yo sé, de verdad, que mi hermano S no fue el cabecilla de los jóvenes, y el recuerdo que tengo de él tendido en el suelo, muerto a golpes, también es muy fuerte, ¿sabes? No pude relacionar aquel bello «espíritu» convertido en héroe con la muerte de S.
—Eso es porque Mitsu está ya demasiado alejado de lo que Taka llama los sentimientos comunes de las gentes del valle, ¿no?
—Si realmente soy una persona separada del valle, aunque los «espíritus» bajen a traerle desgracias, no me afectarán, por suerte —dije como respuesta a la velada crítica que se ocultaba en las palabras de mi mujer—. Lo habrías comprendido enseguida si hubieras visto aquel baile del Nenbutsu: aunque la danza del «espíritu» que llevaba el uniforme de cadete se realizaba en círculo y con movimientos muy vistosos, dentro de la procesión que bajaba del bosque no era más que uno de los «espíritus» inferiores, de los que ocupaban los últimos lugares. A la cabeza de la procesión, el personaje central, mirado con hostilidad tanto por los espectadores como por los «espíritus» que desfilaban, era el que iba vestido con ropas a la antigua usanza, el «espíritu» del cabecilla de la revuelta de Man’en. O sea, el «espíritu» del hermano menor del bisabuelo.
—¿La costumbre del baile del Nenbutsu arranca de la revuelta de Man’en?
—No, ni mucho menos. El baile del Nenbutsu se ha celebrado desde antes, y supongo que los «espíritus» existen desde que vive gente en el valle. Después de la revuelta, durante varios años, quizá decenios, seguro que el «espíritu» del hermano del bisabuelo, al igual que el de S, no era más que un comparsa que ocupaba uno de los últimos lugares en la procesión. Shinobu Orikuchi llama «novicios» a estos nuevos «espíritus», y califica su adiestramiento en el baile del Nenbutsu de período de prueba. Como bailar desenfrenadamente con los pesados disfraces resulta bastante cansado, para los jóvenes del pueblo que representan a los «espíritus», la verdad es que debe de ser un adiestramiento muy duro. Cuando algún hecho desagradable afecta a la vida comunitaria del valle, sobre todo, el apasionamiento de los actores en el baile del Nenbutsu es sobrecogedor.
—Me gustaría ver el baile del Nenbutsu —dijo mi mujer como si sintiera una intensa añoranza.
—¿No pensabas ir a ver todos los días el entrenamiento del equipo de fútbol? Si suponemos que Takashi se está esforzando para echar raíces en los sentimientos comunes del valle, lo que hace es una nueva modalidad de baile del Nenbutsu. Aunque los jóvenes no estén poseídos por los «espíritus», les da suficiente entrenamiento y endurecimiento físico, de modo que habrá conseguido la mitad de la efectividad del baile. Por lo menos, los que hayan jugado al fútbol no se quedarán sin aliento en el baile del Nenbutsu cuando llegue el verano. Sólo deseo que las enseñanzas de Takashi, a diferencia de las que el hermano menor del bisabuelo dio al grupo de jóvenes en el campo de instrucción que hizo en el bosque, sirvan para un objetivo pacífico, ¿sabes?
La víspera de Año Nuevo pude comprobar que las actividades de Takashi tenían un efecto beneficioso sobre la vida cotidiana del valle. Al atardecer, por las ventanas del almacén entraba un aire cálido, que me roció cual agua templada y poco a poco fue derritiendo la masa congelada que eran mi cabeza, mis hombros y mis costados hasta que me fundí con el diccionario, el libro Penguin y el lapicero, y me diluí como si hubiera sido de humo en otro yo distinto al que continuaba traduciendo. Seguí trabajando, pensando vagamente que de continuar con aquella tarea, podría vivir hasta morirme de viejo sin experimentar el cansancio del trabajo ni hacer una labor de particular importancia. De pronto, un grito resonó en mis oídos aletargados por el calor:
—¡Que se lo lleva la corriente!
Al pescar el anzuelo de mi conciencia mi cuerpo, acuoso y fofo como el de un rape muerto, bajé corriendo la escalera sin mirar dónde pisaba. Fue un misterio que no me cayera. En la penumbra al pie de la escalera, asustado por lo que acababa de hacer siendo tuerto, el tardío pánico me dejó inmóvil. Al mismo tiempo, empecé a reaccionar pensando que, en pleno invierno, el río estaba medio seco y no había corriente que pueda arrastrar a nadie. No obstante, entonces me llegó claramente a los oídos, desde muy cerca, el grito de los hijos de Jin, como un eco: «¡Que se lo lleva la corriente!».
Salí al jardín y seguí con la vista a los niños de Jin, que bajaban corriendo por el camino, aullando como el perro que persigue a la presa, hasta que se perdieron de vista. La forma en que mantenían el equilibrio al bajar corriendo como locos por aquel estrecho camino de piedras desgastadas por el uso despertó inmediatamente en lo más profundo de mi ser los recuerdos de carreras alocadas y gente que llevaba la corriente. En la temporada de las inundaciones, de finales del verano hasta el otoño, y sobre todo desde la tala indiscriminada del bosque durante la guerra, siempre había algún infortunado a quien arrastraban las crecidas aguas del río. El primero en descubrirlo gritaba: «¡Que se lo lleva la corriente!». Y quienes oían sus gritos, los repetían al tiempo que corrían alocadamente en grupo, camino abajo por la ribera. Pero no podían hacer nada para ayudar a las víctimas arrastradas por las aguas. Tratando de perseguir a duras penas la furiosa corriente de la crecida, los hombres del valle corrían por los caminos, cruzaban el puente y volvían al camino principal impotentes para hacer nada. Los más dotados físicamente corriendo como locos y gritando hasta caer exhaustos, pero no podían intentar nada práctico para rescatar a la víctima. A la mañana siguiente, los hombres salían a un viaje incierto, vestidos con los happi[63] de los bomberos, en busca del cadáver por las orillas del río, ahora menos crecido, y avanzaban despacio y de mala gana clavando las varas de bambú en la hierba y en el blando fango, sin descansar hasta que lo encontraban.
Aunque ya era evidente que había entendido mal los gritos, no dejaron de despertar en mí una masa cálida y blanda de carne, un acto reflejo, como si formase parte de la comunidad del valle, a pesar de estar en el piso de arriba del almacén haciendo un trabajo que nada tenía que ver con la vida de las gentes del pueblo, lo que me llenó de agitación. Para retrasar en lo posible la desaparición de ese sentimiento que me agitaba, decidí aceptar sin arrepentirme que había escuchado las palabras «¡Que se lo lleva la corriente!», y fingir que en realidad me las creía. Al fin y al cabo, tenía tiempo de sobra.
Entonces, haciendo lo que hubiera hecho cuando era un niño del valle de la edad de los de Jin, bajé corriendo el empinado y resbaladizo camino haciendo aspas con los brazos para mantener el equilibrio. Al llegar a la plaza del concejo, se me nublaba la vista, respiraba con dificultad y no sentía las rodillas. Mientras corría, escuchaba sin cesar el ruido de la grasa de mi cuerpo fofo al agitarse. No obstante, seguí hasta el puente, apresurándome con la barbilla hacia adelante, jadeando sin cesar, como un corredor descolgado de la carrera, mientras el corazón parecía querer salírseme de las costillas. Al seguir con la vista a los niños y las mujeres que me adelantaban corriendo, recordé que hacía años que no corría.
Finalmente, al pie del puente vi a un grupo de personas ataviadas con ropas de brillante colorido. Antes, la gente del pueblo llevaba ropas oscuras, como un banco de sardinas, pero las ropas de mal gusto que vendían en el supermercado habían cambiado su colorido. Tensos, miraban hacia adelante. En su • silencio denso y obstinado, parecían atrapados en una red.
Imitando a los niños, pisé las hierbas marchitas de la vera del camino y vi lo que estaba ocurriendo en los pilares del puente derruido.
Como consecuencia del derrumbamiento parcial del pilar central del puente a causa de la presión del agua, de la parte que lo unía al tablero del puente colgaban de las barras de hierro que formaban la armadura diversos fragmentos de hormigón que se extendían en todas direcciones como dedos retorcidos, los cuales se balanceaban pesadamente al recibir el más leve impulso. Agarrado a uno de los fragmentos de hormigón, con un gorro calado hasta los ojos, había un niño extrañamente callado e inmóvil. Casi parecía haber perdido el conocimiento, de tan quieto que estaba. Al resbalar por una abertura entre las planchas del puente provisional, el niño, aterrorizado, se había aferrado al trozo de hormigón, pero su peso era suficiente para balancearlo, por lo que no le quedó más remedio que quedarse pegado a él, inmóvil, mientras el tiempo transcurría inexorablemente.
Los jóvenes trataban de rescatar al desesperado chaval. Desde el andamiaje del puente provisional, habían bajado con cuerdas dos troncos atados juntos hasta el fragmento de hormigón donde se encontraba. Varios jóvenes estaban descalzos en el cauce semiseco, sosteniendo una tercera cuerda, con la que guiaban a los troncos para que no tropezaran con el pilar central. Subidos en los troncos iban dos jóvenes que se acercaban lentamente al fragmento de hormigón en que estaba el niño. Avanzaban sobre los troncos hablándole al niño como quien trata de tranquilizar a una mascota. Al llegar el primero de ellos justo debajo del chaval, el de atrás le sujetó firmemente por la cintura con ambos brazos, mientras conservaba el equilibrio con las piernas aferradas al tronco. El otro rescató entonces del fragmento de hormigón al indefenso chaval, como quien atrapa a una cigarra. Se oyeron vítores. En ese instante, el pedazo de hormigón en el que había estado el niño inició un movimiento de balanceo que lo hizo golpear una arista destrozada del tablero del puente derruido y rebotar, con un ruido sordo que retumbó en todo el valle y se perdió en las cuatro direcciones del bosque. Takashi, que había estado tumbado boca abajo sobre el puente provisional, justo encima del pedazo de hormigón, dirigiendo los movimientos de los jóvenes, se incorporó a fin de dar nuevas instrucciones a los que sujetaban la cuerda para que subiesen a los que estaban sobre los troncos hasta la altura del puente provisional. El ruido del hormigón al golpear el puente me sacudió por dentro con una violencia que tuvo la virtud de calmarme. Ese efecto se originaba en parte por un sentimiento profundo de alivio al ver que mi hermano acababa de superar sano y salvo una situación de extremo peligro, pero al pensar en la posibilidad de que no lo hubiera hecho, me invadió un sentimiento de desesperación aún más intenso ante la crueldad de la vida. Si hubieran fracasado en el rescate, y el cuerpo del niño se hubiera destrozado contra la rugosa superficie del puente al balancearse el fragmento de hormigón, Takashi, como responsable de la desgracia, habría sido lanzado inexorablemente contra la mole de hormigón mientras colgaba como una plomada, para que se machacara la cabeza. O, peor aún, tal vez hubiera recibido un castigo más cruel por ser un extraño que había matado a un miembro inocente de la comunidad del valle. Al pensarlo, aunque más calmado porque Takashi había salido triunfante, no pude evitar el sabor de la rabia que el miedo hacía subir. Con una ira imprecisa, me pregunté por qué se habría lanzado Takashi hacia aquel peligro por iniciativa propia, y, dándole la espalda al pequeño grupo que se dirigía hacia el niño, tomé el camino de la aldea. Hasta ese momento, los jóvenes del equipo de fútbol habían mantenido alejados a los espectadores ordenadamente, para dejar que el rescate se realizase con eficacia. Me acordé de la cara tensa y sombría de Takashi, siempre desafiante, cuando se jactaba de no temer violencia alguna, ni temer al dolor físico o la muerte, mientras se desmayaba ante la simple vista de una gotita de sangre en la yema del dedo. Suponiendo que hubiera visto el cuerpo reventado del niño delante mismo de sus ojos, a unos cinco centímetros por debajo de él, tumbado en el puente provisional, mientras veía la sangre mezclada con fragmentos de hormigón y pedazos de carne saltarle a la cara, ¿habría creído que podía escapar del cruel mundo real sólo con vomitar? A mi espalda se levantaron nuevos vítores y risas animadas como en una fiesta. Atosigado por todo aquello, aceleré el paso, respirando pesadamente, con una agitación bien opuesta a la de los que vitoreaban.
«¡Que se lo lleva la corriente!».
Quien más peligro corría de que se lo llevase la corriente era Takashi. Sin embargo, merced al incidente, él y su equipo de fútbol verían reforzado su prestigio en el valle. Sin duda alguna, Takashi pensaría que había conseguido echar firmes raíces en la aldea. La certidumbre del sentimiento de haber iniciado una nueva vida que iba creciendo en él le resultaría cada vez más evidente a mi mujer y haría aumentar su convicción de que a mí aquello no me ocurriría nunca. Por fin adquiría un significado concreto la palabra «celos» que había pronunciado mi hermano. Justo antes de irme, detrás de la muchedumbre, descubrí el Citroen estacionado. Si me abriera camino entre la gente y me aproximara, me encontraría con mi mujer y los demás. Pero, ignorando la presencia del Citroen, volví la espalda a la gente. Los chispeantes fuegos de artificio de la palabra «celos» cargada de un significado recién adquirido, me decían que no deseaba ir a unirme a mi mujer en pleno éxito de mi hermano…
Subido a una bicicleta que era una auténtica reliquia, un hombre con unas piernas anormalmente largas me adelantó muy despacio, como si se entrenara para una carrera de marcha lenta; bajando una pierna con gran agilidad, se volvió y me dijo:
—¡Señor Mitsusaburō, menudas cualidades de líder tiene el señor Takashi!
Por su voz, no parecía que estuviera demasiado emocionado. Era el modo de hablar de todos los que tenían cierta categoría en el valle. Extremadamente cautos, se cubrían con una máscara de frío distanciamiento para indagar con habilidad los sentimientos de sus interlocutores. Cuando me fui del pueblo, aquel hombre era el alguacil. Ahora estaba gordo y tenía la piel hinchada como si sufriese del riñón, y me miraba con gesto ambiguo en espera de mi reacción sentado en la bicicleta del concejo.
—Si llega a fracasar, le habrían linchado —le dije, con igual frialdad en la voz, lleno de disgusto. Obviamente, se dio cuenta de que no era ningún ignorante de la estrategia fundamental de la conversación de los adultos del valle. Emitió un sonido gutural sin significado claro y en el que creí percibir cierto tono burlón—. Si Takashi hubiera vivido siempre en el valle —proseguí—, no habría hecho una tontería como esa, que podía acarrearle consecuencias tan peligrosas. Se nota que no conoce a la gente de aquí, ¿verdad?
—¡Qué va! —En el fondo, su sonrisa ambigua daba la impresión de timidez y falta de integridad—. ¡La gente del valle no es tan mala!
—¿Por qué no reparan el puente? —le pregunté al alguacil, que se había puesto a andar a mi lado empujando la bicicleta.
—El puente… —me contestó, y se calló, sin decir más. Por fin, en el mismo tono burlón habitual de la gente mayor del valle, continuó—: Es que la primavera que viene nuestro municipio se fusionará con el de al lado, ¿sabe? Y entonces ya no tendremos que hacernos cargo de la reparación en solitario.
—Cuando se unan, ¿qué pasará con el concejo?
—Pues que sobrará el alguacil. —Por primera vez, reaccionó con sinceridad—. Si quiere que le sea franco, el concejo poco pinta ya. Desde hace tiempo la cooperativa forestal está mancomunada con las de otros cinco municipios, y como la cooperativa agrícola se arruinó, no nos abruma el trabajo. El alcalde tampoco tiene ganas de hacer nada, y se pasa el día en casa, viendo la tele.
—¿La tele?
—El supermercado puso una antena colectiva en el punto más alto del bosque y empezó a vender televisores, ¿sabe? Aunque el derecho a usar la antena cuesta treinta mil yenes, hay diez casas en el valle que han puesto tele —dijo el alguacil.
A pesar de la obvia mala situación económica por la que atravesaba el pueblo, había por lo menos diez familias prósperas que no habían sido arruinadas por el supermercado y disfrutaban a su manera de la sociedad de consumo. Aunque, de creer la opinión pesimista del monje, esas diez familias muy bien podrían estar endeudadas con el supermercado por el derecho a usar la antena y el coste del televisor.
—Como dicen que con la antena del supermercado no se recibe la NHK[64], nadie paga los derechos de recepción.
—¿Se reciben las emisoras privadas de la capital?
—No. La que mejor se ve es la NHK —dijo el alguacil como si fuera algo muy gracioso.
—¿Siguen celebrando el baile del Nenbutsu?
—No, hace cinco años que no se baila. En casa del señor Mitsusaburō sólo queda el ama de llaves, y el fabricante de tatamis se marchó del pueblo. Ahora las casas nuevas del valle son de estilo occidental y no usan tatamis, ¿sabe? —dijo, cauteloso, ante el nuevo tema de conversación.
—¿Por qué se decidió que la procesión del Nenbutsu bailara en el jardín de mi casa? Podían haberlo hecho en el de la casa del alcalde, o en el de la del principal terrateniente. ¿Es porque mi casa está a medio camino entre el bosque y el valle?
—¡Es porque la casa del señor Mitsusaburō es la de los Nedokoro! ¡Es porque es el lugar donde están las raíces del alma de los habitantes del valle! —exclamó—. Su señor padre nos dio una charla en la escuela primaria y nos dijo que, en Okinawa, adonde le destinaron antes del avance en Manchuria[65], hay una palabra en el dialecto de las Ryükyü, nendokoru, que significa «las raíces del alma», lo mismo que Nedokoro. ¡Y le regaló a la escuela veinte barriles de melaza!
—Mi madre se enfadó mucho con esa teoría del nendokoru, y no quería ni oír hablar de ella, y en cuanto a la melaza, decía que mi padre se convirtió en el hazmerreír del pueblo por regalarla. Supongo que sería porque el regalo lo hacía alguien cuya familia estaba al borde de la ruina, ¿no?
—¡No, no, ni hablar! —dijo el alguacil, retirando la trampa maliciosa que él mismo me había tendido con aparente inocencia. La teoría del Nedokoro = nendokoru había sido el chiste de moda una temporada en el valle. Cuando los aldeanos mataban el tiempo contando los numerosos fracasos de la vida de mi padre, quien siempre se había dejado tentar por las grandes oportunidades de hacer negocios que le proponían, esa anécdota era invariablemente el punto culminante. Durante mucho tiempo, se rieron de él por considerarle el hombre que quiso ser el dueño de las raíces del alma de los habitantes del valle a cambio de veinte barriles de melaza. Si yo hubiese aceptado sin rechistar la teoría del Nedokoro = nendokoru con la que me tentaba el alguacil, él y sus amigos habrían tenido otra anécdota que contar y dirían que el Nedokoro hijo había salido tan tonto como su padre.
—El señor Mitsusaburō ha vendido el almacén y las tierras, ¿eh? Habrá sido un buen negocio, ¿verdad?
—Todavía no se ha formalizado la venta. Como hay que pensar en Jin y su familia, probablemente no se vendan las tierras.
—¡No me engañe, señor Mitsusaburō, las condiciones deben de ser buenas! —insistió—. El señor Takashi y el gerente del supermercado han venido al concejo a hacer el registro de la propiedad de tierras y casas, así que estoy bien enterado. ¡Si lo sabré yo!
Sonreí con displicencia y caminé despacio, para dominar mentalmente mis reacciones físicas. De repente, el camino bajo mis zapatos se hizo peligroso y difícil. Los ojos de las mujeres y los viejos, que nos vigilaban desde las sombras de los sucios cristales de las puertas, salpicadas aún del lodo seco de lluvias caídas hacía mucho, empezaban a ser inquisitivos como los ojos de los extraños. El alguacil que caminaba a mi lado era el representante general de todos esos extraños. El bosque que nos rodeaba se hundía en la oscuridad, y el cielo estaba cubierto de nubes que anunciaban nieve. Me sentía como si todo lo que me rodeaba se hubiera vuelto absolutamente ajeno a mí. Traté de mantener una sonrisa plácida, con la misma placidez perfecta que había visto en los ojos de nuestro bebé incapaz de establecer un canal de comprensión con el mundo real. Habiéndome encerrado en mí mismo, no me interesaba nada del valle, y nada de lo que le ocurriera podía afectarme. Para todos los extraños del valle, yo no existía mientras avanzaba por el camino empedrado…
—Hasta otra, ¿eh? —dijo el alguacil, y se montó en la bicicleta. Debía de haber detectado en mi actitud la marca peculiar del extraño, y había recurrido a la sabiduría de sus antepasados para evitar meterse en un lío. Pero la extrañeza que había descubierto en mí no era la aflicción del hermano mayor por haber vendido su hermano menor su casa y sus tierras sin decirle nada. Dado que para la comunidad del valle algo semejante habría significado un escándalo mayúsculo, si se hubiese olido el menor indicio, habría tratado de penetrar en los orificios de mi aflicción con la misma persistencia con que las pulgas se meten en las orejas de un perro de caza y se habría resistido a marcharse de allí. Pero lo que había visto en mi cara era la expresión de un perfecto extraño a quien no le interesaba absolutamente nada del pueblo, empezando por él. Montado en la bicicleta, pedaleó con fuerza, balanceando su alargado cuerpo, como si temiera haber estado hablando hasta entonces con un espectro. Inesperadamente, me había convertido para él en algo tan remoto e intrascendente como un rumor de una ciudad distante.
—Hasta otra, señor alguacil, adiós.
Aunque le devolví el saludo con una voz cuya tranquilidad resultó placentera incluso para mis propios oídos, no hizo ademán de volverse hacia el espectro que le llamaba y, cariacontecido, se apresuró a subir la cuesta haciendo un esfuerzo. Caminé despacio, sonriendo para mí, como si hubiera sido un hombre invisible en una calle desconocida. Los pequeñuelos que no habían ido corriendo hasta el puente levantaron la vista hacia mí, pero ya no me inquietó descubrir en sus caras sucias de tierra actitudes semejantes a las que yo tuve antaño, y tampoco sentí ninguna desazón particular al pasar por delante de la vieja destilería que habían derribado para levantar el supermercado. Estaba desierto, y la aburrida cajera me miró pasar con ojos soñolientos y nublados.
Pensándolo bien, cuando, a su regreso de los Estados Unidos, Takashi me había dicho, al despertarme gritando de una pesadilla: «¿Por qué no dejas todo lo que estés haciendo en Tokio y te vienes conmigo a Shikoku? ¡No es un mal principio para una nueva vida, Mitsu!», por primera vez en varias décadas, la realidad de las cosas del valle volvió a cobrar vida para mí. Así que regresé allí en busca de mi «choza de ramas y paja». Pero lo único que conseguí fue ser engañado por la inesperada pátina de sobriedad, que se le había pegado a la piel como una capa de polvo, que había adquirido Takashi en su vida vagabunda por los Estados Unidos. Mi «nueva vida» en el valle no había sido más que una estratagema de Takashi con objeto de evitar mi negativa y despejar el camino para vender tierras y casas a fin de satisfacer el oscuro propósito que se proponía llevar a cabo entonces. Para mí, desde el principio, el viaje al valle no había existido. Para empezar, yo no había dejado raíces en aquel pueblo, y como no tenía intención de echar otras nuevas, las tierras y las casas del valle que estaban a mi nombre tampoco tenían realidad. Por eso a mi hermano no le costó mucho arrebatármelas y no tuvo que urdir grandes estratagemas.
Subí lentamente y con dificultad la cuesta empedrada que había bajado corriendo, ayudado por el recuerdo del sentido del equilibrio de mi infancia. La verdad era que me causaba cierta desazón que todo lo del valle, incluyendo aquella cuesta, me resultara tan ajeno, pero, por otro lado, me había librado del sentimiento de culpabilidad que sentía desde que volví allí por haber perdido mi verdadera identity[66] desde mi infancia.
Ahora podía replicar con hostilidad a todo el valle cuando me acusaran de «no ser más que un ratón», diciéndoles: «¿Quiénes sois vosotros para insultar a un perfecto extraño?». En aquel lugar no era sino un transeúnte tuerto y gordo para su edad, y las cosas que allí ocurrieran no tenían el poder de despertar ni los recuerdos ni las ilusiones de ningún alter ego más auténtico. Podía reclamar mi identity de viandante. Los ratones tienen la identity del ratón. Como era un ratón, no tenía que asustarme cuando me gritaran: «¡No eres más que un ratón!». Era un diminuto ratón doméstico que corría hacia su madriguera sin mirar hacia los lados mientras le insultaban. Me reí en silencio.
Al regresar a la casa que mi hermano había vendido al Emperador de los Supermercados, y que ya no me pertenecía, ni a nadie de mi familia, guardé todas mis pertenencias en una maleta. Si Takashi había vendido no sólo el almacén sino también las tierras, debía haber recibido como adelanto mucho más de lo que nos había dicho a mi mujer y mí. Y, encima, me había sacado la mitad del falso adelanto como donativo para el equipo de fútbol. Me lo imaginé en el bar donde se reunía el equipo de fútbol, jactándose infantilmente de haberme escamoteado las casas y las tierras y haberme sacado el donativo del falso adelanto. Posiblemente, el donativo para el equipo de fútbol había sido el divertido acto final de la comedia en la cual mi hermano hacía el papel de malo astuto que había fastidiado al torpe hombre honrado que yo representaba. Terminé de guardar en la maleta el libro Penguin, el diccionario, las notas y el papel en blanco que me había llevado al almacén, y esperé el regreso de mi hermano y del grupo de sus amigos, al que ahora se había unido mi mujer. Regresaría a Tokio, donde cada amanecer, al despertar, sentiría de nuevo aquel dolor obtuso y persistente en todas las partes de mi cuerpo. Era posible que mi cara y mi voz se metamorfoseasen más y más, y que mi boca comenzara a hablar con la voz chillona y susurrante de un auténtico ratón. Excavaría un hoyo en el jardín con el único fin de sepultarme allí al amanecer. Al igual que muchos ciudadanos de los Estados Unidos tenían su refugio atómico particular, yo tendría mi propio agujero para la meditación. Aunque mi refugio particular serviría para darme una oportunidad de aproximarme a una muerte más apacible, como no trataba de garantizarme un lugar donde sobrevivir a los demás, ni los vecinos ni el lechero sentirían rencor por mi excéntrico hábito. Aunque esa decisión me impediría alcanzar toda posibilidad futura de descubrir una nueva vida y mi «choza de ramas y paja», también me brindaría la oportunidad de comprender más profundamente el comportamiento y las palabras de mi difunto amigo.
Cuando volvieron Takashi y los demás, dormía al lado del hogar. Mi postura al dormir debía reflejar la profunda tranquilidad regresiva que llenaba mi mente, porque al despertar oí a Momoko, que me criticaba:
—Mientras Takashi y los demás se jugaban la vida, la persona respetada por la sociedad dormía en un rincón caliente como un gato chocho.
—¿Un gato chocho que no es más que un ratón? Tus metáforas no tienen ni pies ni cabeza —dije levantándome.
—Taka y los demás… —dijo tratando de insistir obstinadamente, para ocultar su desconcierto, colorada como un tomate, pero mi mujer la interrumpió:
—Mitsu estuvo mirando lo que hacían Taka y los demás desde detrás de la muchedumbre; así pues, está enterado de lo ocurrido, Momo. Pero en vez de felicitar al equipo de fútbol, se marchó en silencio. ¡Debía de estar muerto de sueño!
Me di cuenta de que Takashi miraba con atención mi maleta, que había dejado en el borde de la tarima junto a la entrada de la doma. Sin dejar de mirarla, tratando de sondearme con cuidado, dijo:
—Vi al alguacil cuando te seguía en bicicleta. Como Mitsu y él fuisteis los únicos espectadores que os marchasteis sin felicitar al chaval, me llamó la atención.
—El alguacil me quería sonsacar para saber qué tal había ido la venta de las casas y las tierras. ¿Hemos sacado una buena tajada, Taka? —dije con el tono de suficiencia que solía usar de niño al hacerle preguntas mal intencionadas para ponerle en un brete.
Takashi irguió la cabeza como un ave rapaz y se quedó mirándome con fiereza. Pero, al devolverle la mirada sin amilanarme bajó los ojos con cobardía y, al tiempo que su oscura y pequeña cara se sonrojaba igual que la de Momoko, dijo con voz tímida, como un niño que niega temeroso con la cabeza:
—Así pues, Mitsu, ¿te vuelves a Tokio?
—¡Ah, ya lo creo! Mi papel se ha terminado, ¿no?
—Yo me quedo, Mitsu —intervino mi mujer, decidida—, porque quiero ayudar a Taka y a los demás mientras se alojen aquí.
Takashi y yo, cogidos por sorpresa, nos quedamos mirándola. De hecho, al hacer la maleta no había pensado que ella me acompañara. Pero tampoco esperaba que estuviese tan decidida a quedarse en el valle con Takashi y los demás.
—De todos modos, es posible que Mitsu no pueda irse del valle. Esta noche empezará a nevar —dijo Takashi. Tocó entonces mi maleta con la punta de la bota de fútbol, y, por primera vez desde que me enteré de su estratagema, la ira bajó desde mi cabeza y se esparció por todo mi cuerpo como un hierro al rojo vivo. Sin embargo, pronto me calmé.
—Si la nieve me impide marcharme, viviré en el almacén, sin participar en vuestras actividades. Utiliza la casona con toda libertad para alojar al equipo de fútbol —concedí generosamente, con la flaqueza que sigue a la ira.
—Yo le llevaré la comida al solitario del almacén, Mitsu —dijo mi mujer.
—¿No hará frío por la noche y al amanecer allí?
Sólo Hoshio mostró cierta compasión por mí. Había estado escuchando nuestra conversación en silencio y sin participar en ella, como si la hazaña de Takashi le hubiera llenado de dudas.
—El Emperador se quejó de que trajo una partida de estufas de petróleo de importación al supermercado, pero nadie le compraba ni una. Vamos a hacerlo —dijo Takashi, que volvía a ser el de siempre. Mirándome de hito en hito, con una leve sonrisa desafiante, añadió—: Por dinero, no será, ¿verdad, Mitsu?
Desde hacía un rato, los jóvenes estaban atareados enfrente de la casa. Seguramente, se habían quedado fuera al ver a aquel intruso junto al hogar. Al poco, empecé a oír el ruido de metal al ser martilleado en el yunque. Al salir al jardín con la maleta, camino del almacén, los encontré en cuclillas alrededor del yunque. Giraron las cabezas perezosamente para mirarme, con las caras duras e inexpresivas, como si trataran de evitar que pudiera leer sus pensamientos. Golpeaban con martillos y cinceles unos pequeños instrumentos de metal que en la región eran conocidos como «peladoras de mitsumata», es decir, de la corteza de los bambúes jóvenes. Habían desmontado ya la parte superior de la estructura en forma de tijera de varias peladoras y las mitades inferiores estaban colocadas ordenadamente en el suelo; sus asas y sus afiladas hojas, cuyas agudas puntas se doblaban en ángulo recto, les daban el aspecto de atizadores de herrero. La peladora de mitsumata se clavaba en el tronco del bambú para arrancarle la corteza dejando el tronco pelado. Todo en aquellos «atizadores» —las asas, las afiladas hojas, sus puntiagudos extremos— manifestaba sin lugar a dudas que iban a ser usadas como armas. Aunque me invadió una vaga sensación de peligro, me dirigí hacia el almacén sin indagar qué significaba aquello. Ya era absolutamente ajeno a cuanto aconteciera en el valle.
El valle y el «campo» circundante producían mitsumata de buena calidad. Hasta poco después de la guerra, las balas de «piel negra» —la corteza que una vez pelada había sido ablandada al vapor para volverla flexible y luego dejada secar formando las balas— se recogían y se guardaban en el almacén de mitsumata que era propiedad de mi familia. A su debido tiempo se volvían a separar las cortezas, se remojaban en el río, se les arrancaba la capa negra con la peladora y las fibras resultantes se dejaban secar formando lo que se llamaba «rollos de piel blanca». Durante muchos años, el trabajo de los Nedokoro consistió en seleccionarlos y pasarlos por una prensa donde se convertían en planchas rectangulares de materia prima para fabricar papel, que eran vendidas a la Imprenta Imperial. Pelar la piel negra era la principal fuente de ingresos extra de los agricultores de la hondonada. El carrito que utilicé para llevarme el cadáver de mi hermano S era el que usábamos para transportar las balas de piel negra a las granjas y recoger los rollos de piel blanca. A los granjeros encargados del trabajo se les confiaban peladoras que hacía el herrero del valle. En el asa llevaban grabado un determinado carácter, que servía como clave para identificar la producción de la familia que la utilizaba: «Kō», «Kan», «Suzume», «Kai», «Ran», etcétera. Como el número de peladoras era fijo, a fin de proteger los intereses de las familias que desde hacía generaciones realizaban ese trabajo complementario, al menos hasta poco después de la guerra la posesión de una peladora con la clave grabada daba cierto status social en el valle. Recuerdo haber visto a un campesino a quien se le había retirado aquel instrumento por culpa de su escasa producción de piel blanca, de rodillas en la doma, implorando ante mi madre. Poco antes de morir, esta cedió a la cooperativa forestal todos sus derechos relativos a la producción de mitsumata para la Imprenta Imperial, y los campesinos devolvieron las peladoras. Los jóvenes las habían sacado de debajo de la tarima de la casona, donde habían estado desde entonces. Seguro que la mayoría de ellos había cogido la peladora que llevaba la clave de su padre, es decir, que disponían de un arma (pues no parecía posible que aquellos objetos tuvieran otra utilidad) que tenía grabada la clave de su familia desde los tiempos de sus antepasados. ¿Acaso pensaba Takashi entregar un atizador a cada uno de los miembros de su equipo de fútbol, como una especie de documento de identidad, e instaurar así un sistema —como habían hecho nuestro abuelo y nuestro padre en su época— que le permitiría retirárselo a cualquier oveja negra que descubriera en su nueva comunidad? Sin embargo, todo eso también me era ajeno totalmente; incluso si hubiera aparecido un atizador que llevara grabado el nombre «Mitsu», no lo habría aceptado.
Al mirar por la aspillera del almacén, pude ver que el bosque estaba ya envuelto en una semioscuridad que contrastaba con el pálido retazo rosado de luz solar que brillaba en lo alto y con el azul gris pálido del cielo más lejano que lo envolvía. En aquellos momentos el cielo parecía un poco más claro que las nubes de nieve que había visto durante todo el día, pero el aire me decía que iba a nevar. En el jardín, para alumbrar el trabajo de los jóvenes, Hoshio arreglaba un farol que colgaba del alero y llevaba roto mucho tiempo. El ruido de los martillazos seguía retumbando, cuando, de pronto, el color del bosque comenzó a desvanecerse. Todo el bosque, que aún tenía un color verde oscuro, uniforme, temblaba débilmente. La nieve había empezado a caer en las zonas altas y se aproximaba hacia el valle. Sentí que una depresión indescriptible se apoderaba de mí. Ahora que me sentía liberado de las cosas exteriores, me di cuenta de que mi depresión tenía causas puramente internas y de que, si seguía progresando, no había duda de lo que se pondrían a hacer mis dedos en el caso de que volviera a sentarme en una fosa al amanecer, con un perro febril y pestilente en mis brazos. De nuevo me abrumó el recuerdo de aquel dolor y aquel temblor que no se calmaron ni siquiera cuando volví al dormitorio aquella mañana. La nueva vida, la choza de ramas y paja, eran algo que no me esperaba en este valle. Volvía a estar otra vez solo y desamparado, sin descubrir atisbos de esperanza, hundido en una depresión más profunda aún que la que padecía antes del regreso de Takashi al Japón. Comprendía muy bien todas las implicaciones de esta situación.