Mientras dormía, en la negrura que envolvía mi cuerpo oscuro, oía el ruido del bambú al crujir por el frío. El ruido se convirtió en agudas zarpas de acero, que dejaron heridas en mi ardiente cabeza dormida. En mi sueño se mezclaban diferentes escenas: una sucesión de imágenes de la revuelta de los campesinos del valle se unía sin solución de continuidad con los recuerdos del día de finales de la guerra[44] en que movilizaron a un adulto de cada casa del pueblo para ir a cortar bambú al bosque y luego fluía hacia atrás en una nueva secuencia que volvía al primer año de Man’en. Me sumí de nuevo en las profundidades del sueño cediendo a una vaga e inquieta tentación de permitir que mis pesadillas me atormentaran indefinidamente antes que despertar y enfrentarme al robusto cuerpo y el gesto impenetrable del coreano Emperador de los Supermercados, así como a todas las demás preocupaciones nuevas que me acosaban…
En mi nuevo sueño, unos campesinos ataviados con los uniformes caquis de la defensa civil y un casco a la espalda, pero que llevaban el anticuado moño tradicional, en una época que era tanto el primer año de Man’en como los últimos tiempos de la guerra, trabajaban denodadamente cortando un número enorme de lanzas de bambú. Eran quienes llevaron la iniciativa en los combates del primer año de Man’en blandiendo sus lanzas de bambú, y eran también quienes se lanzarían en un ataque suicida contra los aviones y los costados acorazados de las lanchas de desembarco. También mi madre estaba cortando bambú a hachazos, pero como sentía pánico ante cualquier objeto cortante, solamente con sostener el hacha en sus manos se sentía desmayar, y daba hachazos a ciegas con los ojos cerrados, mientras gruesas gotas de sudor corrían por su cara demacrada. El bambú crecía lujuriosamente, y era imposible que no le ocurriera un accidente. De súbito, mi madre blandió el hacha y golpeó el mango y su muñeca contra un bambú que tenía a su espalda. La hoja del hacha, al rebotar, le dio en la cabeza ruidosamente. Dejó el hacha poco a poco sobre los líquenes. Y, con igual lentitud, después de llevarse la mano a la nuca, observó su palma manchada de sangre, de un rojo claro como el color de los dulces de las ofrendas en los funerales budistas. Me quedé helado por el disgusto y el horror, que penetraron hasta lo más hondo de mi cuerpo. Mi madre, al contrario, pareció recobrar la alegría y me dijo triunfalmente: «¡Me he hecho una herida! ¡Ya no tendré que hacer prácticas!». Abandonando el hacha y el bambú cortado, descendió por la pendiente cubierta de liquenes como si resbalara de rodillas.
Estando mi madre y yo encerrados en el almacén, un grupo de campesinos sube por el camino empedrado, armados con lanzas de bambú. Quien les dirige es un Takashi de edad indefinida. Como es el único del valle que ha estado en los Estados Unidos y ha visto a los estadounidenses de verdad, para los habitantes del valle es el jefe en quien pueden confiar para rechazar con sus lanzas de bambú al ejército estadounidense que vendrá a desembarcar en el pueblo de la costa. No obstante, el pelotón de lanceros ataca primero el almacén donde estamos mi madre y yo[45]. «Aunque derriben la casona, el almacén no arderá, como no ardió en el primer año de Man’en», dijo mi madre, con la frente sucia y frunciendo hostilmente su ancha cara. «¡Tu bisabuelo rechazó a la horda disparando una escopeta desde el ventanuco del almacén!».
Pero, por mucho que mi madre me animara, yo no sabía manejar la antigua escopeta que tenía en las manos. En un abrir y cerrar de ojos destruyeron la casona y prendieron fuego al anexo, y a la luz de las llamas pude ver a la oronda Jin, sin escapatoria, rodar como un escarabajo, perdiendo dolorosamente el líquido de su cuerpo. Mi hermano, cabecilla de la horda, se había transformado en el hermano menor del bisabuelo en el primer año de Man’en y lanzaba amenazas contra mi madre, contra mí y contra nuestros antepasados, encerrados en el almacén. Quienes cierran filas alrededor de Takashi son los jóvenes que se entrenan para jugar al fútbol. Los jóvenes, empezando por el que parece un fantasmagórico erizo de mar, visten unos anticuados pijamas a rayas horizontales a modo de uniforme, y lucen el moño en la cabeza. De repente, las voces de todos los de la horda me gritaron: «¡No eres más que un ratón!».
Mi conciencia durante el sueño eran dos globos oculares que volaban en las alturas sobre el valle, de los que colgaba un haz de nervios, como el corto devanado de un micrófono inalámbrico. Pero sus gritos derribaron los globos oculares y también a la parte de mí que sostenía una escopeta sobre las rodillas en el almacén. Desperté dando gemidos. Aun así, la angustia del sueño persistía en mi cuerpo, y ahora que aquel ya no existía como realidad, una preocupación cargada de tristeza me abrumaba al despertar. Eché de menos el agujero rectangular, tapado ya con una losa de hormigón, del pozo negro. Aunque mi mujer, con los restos del alcohol, dormía a mi lado con el cuerpo caliente como un niño soñoliento, mi cuerpo despierto se enfriaba cada vez más.
Al subir por el valle y alejarse del centro de la hondonada, el río se hunde en los pliegues ocultos del bosque que lo oprimen por ambos lados, de modo que para el observador que esté en el pequeño llano a la entrada del valle, la hondonada parece bloquearse allí. Desde ese punto, río arriba, el lecho del río pasa a ser de rocas, flanqueado por el gran bosque de bambú, y el camino empedrado se aleja de la orilla del río en una cuesta empinada. La gente de la hondonada llama «rústicos» a quienes viven en los poblados dispersos a ambos lados de la cuesta. El bosque de bambú forma una ancha divisoria que se une en ángulo recto al tajo que forma el saliente de la hondonada ahusada al penetrar en el bosque, y separa la hondonada de los «rústicos». Cuando se reunieron los habitantes del valle en el patio de la escuela pública, armados con las lanzas de bambú que habían cortado en el bosque, el funcionario provincial que vino a supervisar su adiestramiento les dijo, con gran falta de tacto: «¡Los del pueblo de Ōkubo estáis acostumbrados a hacer lanzas de bambú!», y, empezando por el alcalde, los caciques del pueblo se ofendieron terriblemente. El resultado fue que el alcalde se fue a la capital a protestar y destituyeron al funcionario. El hecho de que el inesperado enfado de los tranquilos habitantes del valle les hubiera hecho enfrentarse al todopoderoso gobierno provincial y vencerlo fue un misterio incomprensible para los niños del pueblo. En la mañana en que acompañé al bosque de bambú a mi madre, que de verdad tenía tanto miedo a las hachas y a los objetos cortantes como en mi sueño, junto con los demás adultos del valle, el estruendo del bambú al quebrarse a mi alrededor me hacía revivir la ira de las gentes del pueblo a causa de las palabras del funcionario y me infundía un temor incomprensible para mi mente infantil. Después de la guerra, cuando escuché por primera vez el relato de la revuelta de los campesinos del primer año de Man’en en la clase de historia, el maestro hizo hincapié en que las armas de los campesinos eran lanzas de bambú que habían cortado del bosque. Comprendí entonces la razón del enfado del alcalde y los demás adultos. El bosque de bambú era el recuerdo permanente de la revuelta del primer año de Man’en, y durante la guerra ese recuerdo era visto como algo vergonzoso por los habitantes del valle. Y entonces les mandan de nuevo a cortar cañas de bambú para hacer lanzas igual de afiladas. Las palabras del funcionario, al despertar unos recuerdos que los avergonzaban, no podían pasarles inadvertidas. Al cortar obedientemente las lanzas de bambú para el Estado, el alcalde y los demás adultos, un hatajo de conformistas avergonzados de que sus antepasados hubieran preparado lanzas para rebelarse contra el gobierno de aquellos tiempos, esperaban borrar las sombras del primer año de Man’en que pesaban sobre ellos.
Las palabras de mi madre, en sueños, habían revivido las que hacía más de veinte años que había oído en realidad. A la muerte de mi padre, mi hermano mayor ingresó en filas al licenciarse de la universidad, y mi hermano S se alistó voluntario como cadete de la aviación de marina, tras lo cual, mi madre, de resultas de tanto disgusto, empezó a sufrir manía persecutoria y a decir que los del valle iban a atacar y destruir nuestra casa para prenderle fuego. Nos decía que debíamos prepararnos para huir al almacén en cuanto descubriéramos a la turba, y al protestar yo, me contó lo del asalto a nuestra casa en el primer año de Man’en en un intento de contagiar sus propios miedos a su hijo.
Mi madre creía que las causas de la revuelta del primer año de Man’en fueron la avaricia de los campesinos y su indefensión. Primero, los campesinos fueron a pedirle un «préstamo», que les fue denegado, al señor del clan, que tenía un castillo donde el río que pasa por el valle desemboca en el Mar Interior de Seto y una renta de ciento treinta mil quintales de arroz. Aunque la familia Nedokoro, nobles del pueblo, les prestó oro por una cantidad equivalente, los campesinos se quejaron de que los «intereses en dinero y arroz» eran injustamente elevados, prepararon lanzas de bambú y asaltaron primero la casa de los Nedokoro, que destruyeron e incendiaron. A continuación asaltaron la bodega de la destilería de sake del valle y se emborracharon a conciencia. Después asaltaron las casas de los ricos y fue aumentando el número de quienes se sumaban a la violencia, y llegaron hasta el castillo de la costa, río abajo, según la versión de mi madre. Si el bisabuelo no se hubiera encerrado en el almacén y disparado la escopeta que se trajo de Kochi, los revoltosos se habrían apoderado del edificio. Sin embargo, los viejos zorros de los campesinos habían elegido como cabecilla de la revuelta al líder de los jóvenes a quienes habían incitado a rebelarse; fue él quien negoció el préstamo con el jefe del clan y, tras la negativa de este a concederlo, se puso al frente de la rebelión. Por consiguiente, para la familia Nedokoro el hermano menor del bisabuelo, que había sido el jefe de los revoltosos, era un loco de la peor calaña, que había derribado y quemado su propia casa, y mi padre, que perdió en China su capital y su vida haciendo un trabajo misterioso, llevaba en la sangre la locura de su linaje. Mi madre no tenía nada que reprocharle a mi hermano mayor, que se había licenciado en derecho y había tenido un empleo fijo, y no había ingresado en el ejército hasta que le llamaron a filas, pero consideraba que mi hermano S, al irse voluntario a la academia naval, demostraba llevar la misma sangre que el hermano menor del bisabuelo, y decía que ya no era hijo suyo.
—¡Pero tu bisabuelo era un gran hombre! Mientras que la horda sólo disponía de lanzas de bambú, él tenía una escopeta preparada. ¡Disparó la escopeta desde el primer piso del almacén que había construido para que nadie lo derribase ni quemase! ¿Saldrán Mitsusaburō o Takashi al bisabuelo?
Si no contestaba a sus elucubraciones educativas, mi madre seguía insistiendo indefinidamente, y cuando contestaba sin opción que yo saldría al bisabuelo, se callaba con una sonrisa débil y poco convencida.
El historiador del pueblo y ex maestro con el que había mantenido correspondencia ni contradecía la opinión de mi madre sobre la causa de la revuelta ni la suscribía con decisión. Dada su condición de estudioso, atribuía gran importancia al hecho de que, hacia la era Man’en, la revuelta no se había localizado sólo aquí, sino que se había extendido por toda la provincia de Ehime, y que al converger las diversas revueltas, habían propiciado la Restauración de Meiji. La única circunstancia especial que había advertido en nuestro clan fue que, unos diez años antes de Man’en, cuando el jefe del clan era ministro interino de Templos y Santuarios, para llenar sus empobrecidas arcas, impuso a todos los habitantes urbanos de sus dominios un impuesto que denominó «universal», y a los campesinos les hizo pagar un «adelanto sobre la renta del arroz», seguido de otro «adelanto suplementario». En una posdata de su carta, el historiador del pueblo citaba textualmente unos documentos de la época que había consultado: «Cuando sufre el yin, se establece el yang, y cuando el yang sufre, revive el yin[46]. El cielo y la tierra giran sin cesar; nada desaparece para no volver. El hombre es el señor de la creación; cuando el Estado no es sabio y el hombre sufre, ¿por qué no debe este hacer cambiar las cosas?». Sin embargo, estas filosofías de iluminados revolucionarios tendrían mayor poder para elevar el alma de Takashi que la mía. Como decía mi mujer, Takashi debería ir a ver al historiador antes de que se muriera de cáncer o de un ataque al corazón. Fuera dentro o fuera de mis sueños, yo nunca me sumaría a una turba violenta, y aunque me refugiara en el almacén, no sería capaz de disparar una escopeta, y como tengo esa mentalidad, soy indiferente a cuanto se relacione con las revueltas. Pero Takashi, persona totalmente opuesta a mí, perseguía un objetivo distinto, y al menos en mis sueños, lo había conseguido…
Se oyó un ruido en la esquina del anexo; la mujer madura con bulimia debía de haberse despertado con una pesadilla, en la oscuridad, y seguramente estaría comiendo algo que sirviera de alimento a su estómago. Todavía era de madrugada. Estiré la mano en la oscuridad y tanteé en busca de la botella de whisky que debía de haber dejado mi mujer. De pronto, con los dedos toqué algo frío como el caparazón de un cangrejo vacío de carne. Encendí la linterna que tenía junto a la cama y vi una lata de sardinas en aceite vacía. Temiendo alumbrar la cabeza de mi mujer dormida, moví el pequeño círculo de luz en busca de la botella y bebí el whisky a la luz de la linterna. Traté de recordar, en vano, si mi mujer estaba comiendo sardinas mientras bebía whisky. El hábito de beber de mi mujer ya se había convertido en una parte de mi vida cotidiana. Cuando veía a mi mujer empezar a emborracharse de whisky, me lo tomaba cada vez más con el mismo desinterés que si estuviera fumando.
Mientras bebía whisky, me quedé mirando la lata de sardinas en aceite vacía. En el centro de la abertura ondulada hecha por el abrelatas había un tenedor pequeño colocado con una precisión obsesiva. Aunque por fuera la lata estaba sucia de grasa blanquecina, su interior dorado brillaba a través del aceite y los restos de pescado. Podía verla enrollando el latón hacia un lado de la lata con la delicada llave, sintiendo, al aparecer la fila ordenada de colas de sardina, la alegría primitiva de quien está a punto de sacar la carne tierna de la cáscara de una ostra, que corta los labios, para comérsela. Se comió las sardinas, bebió un trago de whisky con los labios húmedos de aceite y pedazos de pescado y se chupó los tres dedos con que había cogido las sardinas. Había habido días en que sus dedos estaban tan débiles que me pedía que le abriese las latas de sardinas en aceite. Desde que se había acostumbrado a emborracharse cada día, sin embargo, se le habían fortalecido los dedos, lo cual no dejaba de ser una nota positiva dentro de su penosa degradación. Con los ojos cerrados, tomé un gran trago de whisky para tratar de empujar hacia mi gaznate la pena y la ira indefinible que mi mujer me hacía sentir. Algo me quemó la piel de la garganta y el estómago, y luego quemó la oscuridad de mi cabeza y caí en un sueño sin sueños…
Por la mañana, Takashi y sus amigos reunieron a los jóvenes del pueblo, y para realizar el primer entrenamiento se fueron al campo de deportes de la escuela, que estaba cerrada por las vacaciones de Navidad, y mi mujer y yo saboreamos una frustrante sensación de vacío que nos hizo sentir que teníamos que dedicarnos a algo. La sensación creció hasta el punto que hice que los hijos de Jin me ayudaran a llevar un tatami y un brasero de carbón al primer piso del almacén, donde volví a continuar la traducción en la que había colaborado con mi difunto amigo. Era un libro de recuerdos agradables de un naturalista inglés que había pasado su infancia en el mar Egeo; lo había descubierto mi amigo, que lo tenía en gran estima. Cuando empecé a trabajar, mi mujer se puso a leer una edición antigua de las obras completas de Sōseki[47] que había aparecido mientras buscábamos el brasero en el cuarto trastero, de modo que los dos conseguimos matar el tiempo.
La fuerte abuela de mi amigo me había prometido confiarme el borrador y las notas de su parte de la traducción, que estaba terminando, pero después de consultárselo, sus demás familiares se negaron y al final quemaron todo lo que había escrito. Los familiares temían que el monstruo volviera a salir de los borradores y las notas con la cabeza pintada de bermellón y un pepino en el ano, desnudo, asustando al mundo de los vivos. A decir verdad, yo tampoco podía ocultar del todo la profunda sensación de alivio que la diminuta llama de los borradores y las notas había alumbrado en mí. No obstante, no fue suficiente para librarme totalmente del monstruo. Obligado a volver a traducir la parte encargada a mi amigo, al comprobar el texto de la edición de Penguin Books que había dejado con sus garabatos y anotaciones, encontré varias trampas que me atraparían por sorpresa. Por ejemplo, al margen de un capítulo que describía a una tortuga griega que gusta de comer fresas, mi amigo había hecho un boceto de una tortuga, de unos tres centímetros cuadrados, que había copiado de un libro de zoología ilustrado, que revelaba la parte más sensible, inocente y humorística de su carácter; a continuación había escritas unas palabras, que había subrayado, que me parecieron un mensaje para mí: «—Pues digamos adiós —comenzó a decir, pero su voz temblorosa se quebró, y las lágrimas rodaron por sus mejillas—. ¡Por Dios, que no he de llorar! —sollozando, sacó su gorda barriga—, pero es como si dijera adiós a mi propia familia, siento como si tú fueras parte de mí».
Mientras mi mujer leía en silencio a Sōseki, de vez en cuando parecía encontrar cosas que la conmovían. No tardó mucho en coger el diccionario que yo estaba utilizando, y después de comprobar el inglés que había escrito Sōseki, me dijo:
—¿Sabías que, mientras estaba en Shüzenji sufriendo de úlcera de estómago, Sōseki escribió en su diario varias palabras y frases en inglés? Se me antoja que todas se ajustan bien al Mitsu de los últimos tiempos. Por ejemplo: Languid stillness, weak state, painless, passivity, goodness, peace, calmness[48].
—¡Ejem! ¿Painless? ¿Crees que realmente no siento el dolor? Puede que esté demasiado absorto para no hacer nada malo, es decir, que no tenga fuerzas para otra cosa que no sea bondadosa, pero ¿de verdad piensas que estoy en peace?
—Yo diría que sí, Mitsu. Desde que nos casamos, has estado más amable que nunca —insistió, con la tranquilidad exagerada de los borrachos cuando están sobrios.
Me esforcé en evitar caer en la visión horrorosa que evocaba de mí mismo al alcanzar la placidez perfecta del animal hasta desembocar en la placidez definitiva de los vegetales. Había leído una vez que, en el período Muromachi[49] los monjes que querían convertirse en momias reducían gradualmente su alimentación, de modo que cuando estuvieran listos para entrar en sus tumbas, sólo tendrían que dejar de respirar para que sus cuerpos comenzaran a secarse. De manera muy similar, yo había representado a la persona no animal durante el rato que permanecí en una fosa un amanecer de otoño, invitando así a la muerte con la menor resistencia posible. A pesar de que había dado marcha atrás y creía haber reiniciado una vida normal, a los ojos de mi mujer yo parecía seguir igual que en el fondo de la fosa abrazando a un perro febril, sentado con el culo mojado. La vergüenza invadió hasta el último poro de mi cuerpo ratonil y sentí fiebre. Si esto le resultaba evidente hasta a mi esposa, ebria continuamente y encerrada en sí misma, me iba a resultar muy complicado volver a encontrar el sentimiento de la «esperanza». ¿Nueva vida, choza de paja? Probablemente, nada de eso vendría a mi encuentro.
—¿Crees que has empezado una nueva vida?
—¿Qué nueva vida? ¿No ves que sigo bebiendo whisky como siempre? Como el whisky que venden en la aldea es malo y huele fatal, difícilmente podría guardarlo en secreto. —Se había tomado mis palabras por un sarcasmo cuya única intención era hacerle daño y me contestó con palabras sembradas de espinas—. ¿No es verdad que Takashi se refería a una nueva vida para Mitsu, y no para mí?
—Efectivamente, el problema es mío —acepté, hundiéndome en mí mismo—. Pero hay una cosa que me gustaría saber acerca de tu afición al alcohol.
—¿Piensas que mi alcoholismo actual no es más que una experiencia que pasará por sí sola con la juventud? O, al contrario, ¿crees que es la primera señal del fin de mi juventud, y que a medida que me vaya haciendo vieja no lo voy a dejar hasta que me muera? ¿Cuál de las dos cosas? Se trata de eso, ¿no? El origen de mi alcoholismo es herencia de mi madre, y como ya no tengo edad para recuperarme a la mañana siguiente de la degeneración de ayer, la respuesta correcta es la segunda. Ya tengo edad para comprender que, cada vez que descubro una nueva arruga en mi piel, me voy a morir con ella.
—Si lo estás diciendo a propósito con mala intención y por capricho, te equivocas. Es cierto que ya tienes esa edad, y no hay plazo de gracia. Si quieres recuperarte y tener otro hijo, debes decidirte este año. El que viene ya no podrás dar marcha atrás.
Me arrepentí profunda e inmediatamente de las palabras que había dicho. El veneno que contenían era demasiado fuerte incluso para mí. Tras guardar silencio los dos, con los ojos sanguinolentos por las lágrimas, en lugar del whisky, y con la mirada cargada de patética hostilidad, sin apartar la vista, me dijo:
—Si, como dices, nos llegara la hora en que no pudiéramos dar marcha atrás, seguro que seríamos más amables el uno con el otro.
—¿Qué te parece si vamos a ver el entrenamiento de fútbol de Taka y los demás? —contesté para zafarme de aquella situación, disgustado conmigo mismo.
—Entonces, voy a preparar el almuerzo para llevárselo al equipo de fútbol, Mitsu. Si por lo menos me pongo a trabajar así, es posible que vea la esperanza de una nueva vida, y seguro que se despeja un poco la niebla del escándalo en el valle —dijo mofándose de sí misma y de mí, y se marchó a la casona. El escándalo al que se refería, era el rumor que corría por la aldea de que la esposa del tercero de los Nedokoro no servía para nada porque era alcohólica; ella misma lo había oído en el supermercado.
Por la forma en que había refutado mis palabras, pensé que su energía para enfrentarse a su hundimiento interior todavía no había sucumbido totalmente a la fuerza destructiva del alcohol. Sin embargo, yo, que hubiera debido echarle una mano, tenía los pies en una pendiente que se desmoronaba. Traté de no escuchar a los espíritus que llenaban el almacén, que me decían a gritos: «¡No eres más que un ratón!», y me concentré en la traducción. A lo lejos, creí oír los ecos de las patadas al balón y los gritos de ánimo, pero debía de ser que me zumbaban los oídos.
Por la tarde, el niño menor de Jin vino a llamarme, diciendo que había venido a verme el monje del templo. Al volver a la casona, la cocina estaba llena del vapor de grandes cantidades de hojas de bambú. Mi mujer sacó una olla, entrañable y vieja, del enorme cuenco del fogón, mientras dos de los hijos de Jin y el monje observaban, envueltos en vapor hasta la cabeza los primeros, y hasta el pecho el segundo, cada movimiento de mi mujer. El niño que vino a llamarme se reunió con sus hermanos y desapareció en el vapor.
Con las mejillas y las orejas coloradas y encendidas, al ir a mover lo que había en la olla, los hijos de Jin le advirtieron al unísono en voz alta: «¡Que quema, que quema!», y cuando mi mujer se llevó los dedos bruscamente a los lóbulos de las orejas[50], rompieron a reír de buena gana.
—¿Qué estás cocinando? —pregunté al unirme al grupo de espectadores que rodeaba a mi mujer, aliviado y alegre.
—¡Chimaki![51] Me ha enseñado a hacerlo Jin. Los niños han traído hojas de bambú del bosque —contestó, con una voz llena de jovialidad y gracia, en contraste con nuestra conversación del almacén—. Me parece que me ha salido bien, Mitsu. ¿Te acuerdas del chimaki de hojas de bambú?
—La gente del pueblo las ha recogido desde siempre cuando iban al bosque a cortar leña. El padre de Jin fue leñador de profesión, así que la receta de Jin debe ser ortodoxa.
Mi mujer nos dio a cada uno una bola de chimaki «ortodoxo» tan grande que le llenaba las dos manos juntas. El monje y yo quitamos las hojas de bambú, que goteaban, y empezamos a comerlas haciéndolas pedazos en un plato. Los hijos de Jin hacían rodar las bolas en sus manos mojadas y se las comían dándoles bocados sin quitarles las hojas. Las bolas eran de arroz para mochi aderezados con salsa de soja, y estaban rellenas de carne de cerdo y shiitake[52] crudo. Las hojas de bambú que las envolvían estaban secas y blancas por los bordes, pero aun así les debía haber costado un esfuerzo considerable, cuando no auténtico miedo, ir a cortarlas en aquella estación del año. Mientras observaba la habilidad con que comían el chimaki los hijos de Jin, pensé que el temor ancestral que sentían los niños del valle a adentrarse en el bosque en invierno seguramente no había cambiado.
—Este chimaki está bastante bueno, pero sabe a ajo, ¿verdad? En el pueblo, al menos cuando yo vivía aquí, la gente nunca le ponía ajo al chimaki —dije, criticando a mi mujer, que ponía el chimaki que había quedado en la cacerola en una caja de madera larga y plana que recordaba de cuando era pequeño y que llamábamos morobuta. Seguro que había sacado la cacerola y la caja del cuarto trastero por sugerencia de Jin.
—¿Qué? —contestó mi mujer, extrañada—. Jin insistió en que debía poner ajo, y he ido a comprarlo al supermercado con la carne.
—Mitchan, ahí tiene otro ejemplo de cómo cambian las costumbres en el valle —dijo el monje, que tenía un pedazo de chimaki pegado a los dedos—. Hasta antes de la guerra, en el pueblo no se veía un ajo, ¿sabe? Seguro que la mayoría de la gente del valle no había visto ni oído hablar del ajo. Pero al empezar la guerra, como los coreanos que trabajaban en el bosque lo comían, descubrieron su existencia, aunque los despreciaban por comer aquellas raíces que olían tan mal. Mitchan, usted también ha vivido eso, ¿no? Cuando las gentes del pueblo llevaban a los coreanos a hacer trabajos forzados al bosque, para demostrarles con orgullo quién mandaba aquí, los obligaban a llevar chimaki en la marmita, para fastidiarlos. Así que los coreanos empezaron a hacer chimaki, pero para darle un toque de sus gustos particulares, se inventaron lo de añadirle ajo. Y eso tuvo una influencia a la inversa sobre el modo de prepararlo en el valle, pues ahora se le añade ajo. Así es como el orgullo estúpido y la falta de principios de los aldeanos hacen cambiar las costumbres del valle, ¿verdad? Aunque el ajo no se había utilizado nunca en el pueblo como condimento, ahora es el producto de moda en el supermercado, por lo que el Emperador se debe de estar desternillándose de risa.
—Me conformo con que esa falta de principios dé buen resultado en mis platos —replicó mi mujer—. ¡Aunque vaya contra las tradiciones!
—Te ha salido bien. Aunque resulte algo doloroso decirlo, en comparación con el que hacía mi madre, este chimaki es mejor.
—¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo!
Aunque el monje se había unido a mis alabanzas, mi mujer nos echó una mirada incrédula y renunció a ablandarse.
Con su cara redonda y pequeña, bondadosa como la de un texto religioso, y algo embarazado, el monje me dijo:
—Les agradezco la invitación a comer, pero la verdad es que sólo he venido a traerle a Mitchan el diario de su primer hermano, que me dejó S y he encontrado por casualidad.
—De todos modos, haga el favor de venir a hablar un rato al piso de arriba del almacén. Como yo no practico el fútbol, me aburro. —No lo dije sólo por animar al monje, pues de verdad quería hablar con él—. ¿No se ha interesado nunca por la revuelta del primer año de Man’en?
—He hecho algunas averiguaciones y he tomado notas sobre la revuelta. Después de sus antepasados, el papel más importante lo jugaron mis predecesores en el templo, aunque no tenemos relación de sangre —dijo el monje con pasión, mostrando su alegría por haberse librado de aquella situación embarazosa.
Mi mujer hizo caso omiso de la reacción del monje, sensiblemente preocupado, y daba órdenes a los hijos de Jin para que llevaran chimaki a casa de su madre y le dieran recado a Hoshio, que estaba en el campo de deportes de la escuela, para que viniera con el Citroen a recoger el chimaki, y cuando el monje y yo salíamos de la casa, me desafió:
—Por la tarde, me voy a ver el entrenamiento de fútbol, Mitsu. Quiero saber qué piensan del chimaki con ajo.
El monje y yo nos dirigimos hacia el almacén, exhalando el aliento a ajos como unos monstruos de película fantástica que escupieran fuego. El diario de mi hermano mayor, que había traído el monje, era de tamaño pequeño y estaba forrado de tela colorada. Para mí, mi hermano mayor ya era como un familiar lejano que estaba en una pensión de la capital o en un colegio mayor de Tokio, y apenas volvía ni de vacaciones. El único recuerdo vago que tenía de él era la impresión amarga de haber oído a los mayores del valle comentar, al caer en el frente apenas dos años después de graduarse, cuán poco había rendido la inversión de darle una educación superior. Acepté el diario y lo puse encima del libro Penguin de mi amigo muerto. Me di cuenta de que le decepcionaba al no empezar a leerlo inmediatamente delante de él, pero la verdad es que el legado escrito de mi hermano, en vez de despertar mi curiosidad, me enfriaba el corazón con un mal presagio, aún indefinido. Decidido a comportarme como si no me interesara el diario, le pregunté al monje:
—Mi madre decía que mi bisabuelo había disparado la escopeta sobre la turba, desde el ventanuco del primer piso del almacén, para alejarla. Si miramos este ventanuco, construido como una aspillera, la historia parece tan veraz que hace dudar. ¿Qué le parece? Dijo que la escopeta la había traído el bisabuelo de un viaje que hizo a Kochi. ¡Como si fuera posible que un campesino de la provincia de Ehime fuera propietario de una escopeta en el primer año de Man’en!
—El bisabuelo de Mitchan era un personaje importante de esta región, y la palabra campesino no es la que mejor le define; además, no es tan extraño que tuviera una escopeta. Sin embargo, no creo que su bisabuelo la trajera personalmente de Kochi, sino que lo más probable es que alguien que llegó en secreto justo antes de la revuelta le proporcionara el arma —dijo el monje—. El hombre que vino de Kochi vivió en el templo, con la connivencia del monje que había entonces, y convenció a su bisabuelo y al hermano menor de este para que participaran en la revuelta, según la versión de mi padre. El agente secreto quizá fuera un samurái del clan de Tosa, pero no es seguro; en todo caso, era alguien del otro lado del bosque. Y como se entrevistó con el bisabuelo de Mitchan y su hermano menor por mediación del monje, seguro que cruzó el bosque disfrazado de peregrino, ¿no? En aquellos tiempos, no sólo este valle, sino todo el territorio del clan, estaban sacudidos por las revueltas, lo que habría facilitado las actividades de un conspirador enviado por las fuerzas del otro lado del bosque, las cuales se beneficiarían de cualquier debilitamiento del régimen dominante. Supongo que el monje y su abuelo coincidían en que sólo una revuelta podría mejorar la situación de los campesinos. El monje era neutral, y su bisabuelo estaba del lado del poder, pero la ruina del pueblo significaba la ruina para ellos. Entonces, la cuestión clave debió ser decidir qué clase de levantamiento había que provocar y cuándo. Lo más inteligente era dar salida a las energías violentas que llevarían al levantamiento antes de que las cosas se pusieran tan feas que el ataque se dirigiera contra su propio bisabuelo, y mantener al mínimo la violencia en el valle tratando de dirigir la revuelta contra el castillo. Ahora bien, para provocar un levantamiento hace falta un grupo de cabecillas, pero fuera el que fuese el resultado de la revuelta, a esos cabecillas los detendrían y los ejecutarían. Entonces, ¿cómo encontrar un grupo de dirigentes destinados al sacrificio pero que, durante la revuelta, dirigieran a los campesinos no sólo en el valle, sino en toda la región desde aquí hasta el castillo? Fue entonces cuando pensaron en el grupo de jóvenes que estaba adiestrando el hermano del bisabuelo de Mitchan. Aunque entre ellos hubiera algunos primogénitos, herederos de tierras, la mayoría eran hijos segundos o terceros de los agricultores, gente innecesaria, sin derecho a tener tierras propias. Aunque ese grupo de jóvenes innecesarios fuera sacrificado, para el pueblo no significaría ningún golpe extraordinario, e incluso le libraría de una carga.
—O sea que, desde el principio, el hombre de allende el bosque, el monje y mi bisabuelo utilizaron al hermano menor de este para acaudillar al grupo de revoltosos con la intención de abandonarlo a su suerte, ¿no es eso?
—Sólo que el hermano del bisabuelo debía tener un acuerdo secreto para escapar a Kochi después de la revuelta, y de allí a Osaka o Tokio. El hombre que vino del otro lado del bosque debía de ser el responsable de que se cumpliera el acuerdo, ¿no cree? Mitchan, usted también habrá oído decir que el hermano de su bisabuelo se escapó cruzando el bosque, cambió de nombre y llegó a ser un alto funcionario del gobierno de la Restauración, ¿no?
—Entonces, ¿mi bisabuelo y su hermano planearon la traición desde el principio? En cualquier caso, resulta que desciendo de un linaje de traidores.
—No, Mitchan, ¿cómo puede decir eso? Si su bisabuelo llegó a disparar la escopeta para defenderse fue, sin duda, porque empezaría a dudar de que realmente se respetara el acuerdo con su hermano de no quemar el almacén. Si no hubiera sido atacada la casa de los Nedokoro, el clan habría perseguido a su bisabuelo, de modo que al menos había que destruir la casona. Yo creo que fue por esa duda por la que se guardó el arma que le habían traído al alcance de la mano, sin entregársela a los jóvenes, ¿no? La verdad es que, como resultado de los cinco días y cinco noches de revuelta, se suprimió el sistema de los «impuestos por adelantado» como exigían los campesinos, y el letrado confucionista que había hecho la propuesta al jefe del clan fue ejecutado. Fue entonces cuando el hermano menor de su bisabuelo y sus compañeros se refugiaron en el almacén, para evitar que algunos de los participantes en la revuelta fueran ejecutados como chivos expiatorios. Mientras peleaban en la revuelta, no cabe duda de que en el grupo de jóvenes se creó un sentimiento de solidaridad del que seguramente también participaba el hermano de su bisabuelo.
Una vez terminada la revuelta, el hermano del bisabuelo y su grupo se encerraron en el almacén, resistiéndose a los funcionarios enviados por el clan. Armados y temerosos, fueron ellos quienes habían dado golpes en las vigas y en los marcos, por la frustración de verse acorralados en el almacén, dejando las numerosas marcas de sable que habían guiado mi imaginación infantil hacia fantasías sanguinarias. Como los campesinos no querían darles agua ni comida a quienes habían sido sus caudillos hasta el día antes, aislados, cedieron y les hicieron salir del almacén, y en un montículo, en lo que hoy es la plaza del concejo, los mataron con los sables. Quien planeó directamente hacerles sufrir hambre y sed a los jóvenes antes de hacerles salir fue mi bisabuelo. Hizo vestir a las muchachas del pueblo con sus mejores galas y levantar una cocina provisional delante del almacén, y luego hizo venir a los funcionarios para que detuviesen a los jóvenes cuando se hubieran dormido borrachos. Esa solía ser la historia preferida de mi abuela para relatar con orgullo el talento de la casa Nedokoro. También recuerdo que mi madre me contó que, cuando vino de recién casada al valle, todavía vivía una de las jóvenes que mi bisabuelo había utilizado en su treta. Sólo el hermano menor del bisabuelo escapó a la ejecución y huyó al bosque. Al final, olvidó la solidaridad con sus compañeros de revuelta de la que hablaba el monje joven, si es que alguna vez la tuvo, así que, como descendiente del mismo linaje, no me reconfortó mucho lo que dijo el monje. ¿No se habría detenido en el punto más elevado de su huida por el bosque para volverse a mirar a sus infelices camaradas en el fondo de la hondonada, despertándose violentamente de su ebrio sueño para ser atravesados por los sables en el montículo del valle? Al mismo tiempo, el bisabuelo también debía haber estado presente en la matanza, o mirando hacia abajo desde el almacén, pisando fuerte sobre el suelo.
—En cuanto a por qué empezó el hermano del bisabuelo a adiestrar especialmente a los jóvenes de valle, ¿no sería porque el Kanrin Maru había zarpado rumbo a América? —El monje, sintiendo mi depresión, cambió de conversación con delicadeza. A pesar de su espíritu sensible, había sido capaz de vivir soportando todas las habladurías ponzoñosas del valle después de que le abandonase su esposa, inclusive el insidioso rumor de que era sexualmente impotente—. Supongamos que el hermano de su bisabuelo estuviera enterado de los rumores de que John Manjiro, a quien había conocido su bisabuelo en Kochi, volvía a zarpar en el Kanrin Maru rumbo a América, ¿eh? Por supuesto que se sentiría agobiado al pensar en estar encerrado en un angosto valle, mientras los hijos de los pescadores, allende el bosque, tenían abierta esta nueva tierra prometida donde vivir nuevas experiencias. Al enterarse de que, a partir del verano de aquel año, el gobierno feudal había dado permiso a los del clan para que pudieran ingresar en la Academia Naval, no tardó en ponerse en movimiento para ser admitido como cadete, por mediación del monje del templo, ¿verdad? Como mi padre decía que había leído la copia de la solicitud, si buscamos a fondo en el archivo del templo, seguro que la encontramos. Naturalmente, no era imposible que el segundo hijo de un noble de la región consiguiera entrar en los escalafones inferiores de los samuráis. ¡Era la época en que los hijos de los nobles participaron en el endurecimiento del shogunato![53] Lo cierto es que sus esfuerzos no tuvieron éxito. Más que por su falta de capacidad, porque el clan no tenía el espíritu aventurero de enviar a nadie a la Academia Naval. Por eso, creo que fue por sentirse indignado y desdeñado, que se convirtió en el activista antifeudal que planificó el adiestramiento especial de los jóvenes del pueblo, en calidad de caudillo, y fue a pedir el préstamo al señor en representación de los campesinos, ¿sabe? Así que el conspirador que vino cruzando el bosque, el monje y su bisabuelo se fijaron en el peligroso e influyente joven y lo utilizaron. Aunque esa es la conclusión de mis estudios, claro.
—Por lo menos, es la opinión más maravillosa de los sucesos del primer año de Man’en que he escuchado hasta ahora —admití—. Si lo relacionamos con el incidente en el que murió mi hermano S en la colonia coreana, nada más terminar la guerra, el papel desempeñado por los mozos violentos del valle es el mismo, y se pueden comprender muchas cosas.
—Francamente —volvió a admitir con candor—, se podría pensar que llegué a esa interpretación de los hechos del primer año de Man’en por una idea que me vino a la mente mientras era testigo de aquel incidente en la colonia coreana, ¿sabe? Hay cosas en el comportamiento del señor S’ji que sólo pueden sugerir que tenía presente lo del año de Man’en cuando tomó aquella decisión. No creo que esté forzando sencillamente una analogía entre el primer año de Man’en y el verano de 1945.
—Si quiere decir que S estaba avergonzado porque el hermano menor del bisabuelo había sido el único del grupo de revoltosos que escapó a la ejecución, y que por eso aceptó el papel de chivo expiatorio de quienes asaltaron el campamento coreano, se trata de la interpretación más amable para el ya fallecido S.
—Es que éramos amigos, ¿no? —dijo el monje, avergonzado, mientras su pequeña cara enrojecía bajo las prematuras canas—. Aunque mi amistad no le sirvió para nada, esa es la verdad.
—Me parece que Takashi, al igual que S, se siente avergonzado por los sucesos del primer año de Man’en y quiere hacer algo como desagravio. Si ha empezado hoy a entrenar al equipo de fútbol, es porque se siente maravillado por el relato de que el hermano menor del bisabuelo se puso a adiestrar para el combate al grupo de jóvenes en el campo de instrucción que hicieron en el bosque.
—Pero hoy no puede haber levantamientos como el de Man’en, y tampoco estamos en una época en que los del campamento coreano y los del valle se maten unos a otros sin dejar actuar a la policía, como ocurrió nada más terminar la guerra. En esta época de espíritu pacifista, por mucho que Takachan se empeñe en ser cabecilla de una revuelta, no puede pasar nada, hombre. —Al decir esto, el monje recuperó su sonrisa habitual.
—Por cierto, ¿hay algo escrito en ese diario que no concuerde con el espíritu de un buen pacifista? —Aproveché su sonrisa para lanzar una sonda—. Si así fuera, será mejor dárselo a Takashi. Entre los miembros de la casa Nedokoro, soy de los que tienen la clase de sangre a la que no le inspiran los actos heroicos de Man’en. Incluso en sueños, en vez de sentirme identificado con el heroico hermano de mi bisabuelo, sueño que soy un testigo acobardado que se encierra en el almacén, incapaz siquiera de disparar la escopeta como lo hizo mi bisabuelo.
—Así pues, Mitchan, será mejor dárselo a Takashi, ¿no? —dijo el monje, con la sonrisa helada como si se hubiera apocado un instante.
Cogí el diario colorado de encima del libro Penguin de mi difunto amigo, me lo metí en el bolsillo del abrigo y bajé con el monje hacia el campo de deporte donde Takashi y sus nuevos compañeros jugaban al fútbol.
Bajo un vendaval que azotaba el valle en todas direcciones, bajo el cielo despejado, los jóvenes, en silencio, daban patadas al balón con una seriedad sobrecogedora. Sobre todo, el que parecía un fantasmagórico erizo de mar, que corría como un loco, con una gruesa toalla envolviéndole la cabeza, aquel cabezón incongruentemente grande sobre un tronco pequeño; se caía una y otra vez, pero, insólitamente, nadie se reía. Los niños del pueblo, que se sentaban alrededor del campo, estaban sumidos en un grave silencio, contrario a la algarabía de los niños de la ciudad cuando van a ver deportes.
Takashi y Hoshio, dirigiendo desde el centro a los jóvenes que corrían, no hicieron ademán de suspender el entrenamiento ni cuando el monje y yo les hicimos señas. Sólo Momoko y mi esposa, que estaban en el Citroen, dando un gran rodeo al grupo que daba patadas al balón, vinieron a hablarnos.
—¿No es un espectáculo horrible? Aunque nadie parece divertirse, ¿a qué tanto entusiasmo?
—Son gente que no conoce otro comportamiento que el de hacer cualquier cosa con toda su alma. A Momoko y a mí nos gusta este entrenamiento de fútbol tan serio. Desde hoy, pienso venir todos los días a verlo —dijo mi esposa, negándose a compartir mi desconcierto.
Por casualidad, el balón se alejó del círculo de jóvenes y vino rodando hacia mí; al tratar de devolverlo de una patada, casi no le di, y se quedó dando vueltas sobre el suelo, hasta que se paró. Las mujeres del coche me miraban con total indiferencia, sin siquiera sonreír. Como intercediendo por mí, el monje seguía sonriendo como siempre, lo que hizo aumentar mi azoramiento.
Por la noche, después de cenar, cuando todos estaban acostados al lado del hogar, Takashi se me acercó.
—Mitsu, en el diario hay escritas cosas horribles —dijo en voz baja, para que no le oyera mi ebria esposa, con un apasionamiento que me repugnó. Dirigí la vista a la oscuridad, evitando mirar cara a cara a mi hermano—. Nuestro hermano mayor estudió alemán en la universidad, ¿sabes? Utiliza la palabra Zusammengeschajt para decir que el ejército es un amasijo de indeseables. Un soldado al que le pegaron por salirse de la formación durante la instrucción, le dejó al capitán una sarcástica carta pidiéndole disculpas y se suicidó. El capitán era nuestro hermano mayor. «Mirad el auténtico Japón de hoy, puro caos, poco científico, totalmente sin preparación. Y encima, vacilante. En Alemania los cupones de racionamiento que se emiten hoy ya estaban listos para la impresión en el año 8 de Shōwa[54], ¡cuando Hitler llegó al poder! ¡Ojalá la Unión Soviética nos lance una lluvia de bombas! Los japoneses se han envenenado con el sueño de la paz, y aunque estén al borde del precipicio, siguen corriendo enloquecidos de un lado para otro», escribe. También dice que «cierto aumento de la perseverancia. Aumento de la fuerza física» es lo único que ha ganado en el ejército. Dice que «hay que leer mucho y con detenimiento, en consonancia con los objetivos», y también escribió unas notas sobre la nueva técnica de respiración de Beiho Takashima. «El propio coronel del XX cuerpo del ejército dice que está bien que se viole a las Fráulein[55] que son virgin a condición de que después se les haga una limpieza como es debido. Desde luego, la limpieza significa to kill[56]». Y también escribe cosas llenas de elevación moral, como esta: «Quien quiera escalar la cima del monte Fuji[57], debe hacerlo desde la primera estación», y anota con detalles escenas como esta en la isla de Leite, cuando el coronel mandó ejecutar a un nativo, presunto espía: «El coronel que lo capturó, pensó dejar que lo matase un novato, pero al fin desenvainó la katana[58], por primera vez en su vida, y le cortó el cuello». Mitsu, ¿quieres leerlo?
—No me interesan esas crónicas, y no quiero leerlo, Taka —dije con voz áspera—. Te lo he pasado porque me temía que hubiera escritas cosas por el estilo. Pero ¿qué tiene de particular? Son recuerdos de guerra comunes y corrientes, ¿no?
—Ya, pero para mí son más que eso. Para mí significan descubrir a un familiar que siguió viviendo las sensaciones de la vida cotidiana del frente, a pesar de ser un eficaz ejecutor del mal, Mitsu. Si yo hubiese vivido la época de mi hermano mayor, ¿no podría ser este el diario que yo mismo hubiera escrito? Si lo miro así, siento que se abren para mí nuevos horizontes en mi perspectiva del mundo —dijo rechazando mis críticas con un tono tan tajante que incluso tuvo fuerza para romper momentáneamente la ebria inconsciencia de mi mujer. Al volverme hacia mi hermano, ella también levantó la cabeza y miró intensamente su cara, vehemente y sombría, cual la de un violento criminal.