Una mañana de cielo límpido y frío cortante, como se había helado la bomba mecánica de la doma, tuvimos que sacar agua con un pesado cubo del pozo que había en un jardín largo y estrecho situado detrás de la casa al que llamábamos el Sedawa, el cual estaba separado de la ladera de la colina, cubierta de denso matorral, por unas moreras. Mi hermano se apoderó del primer cubo de agua y se lavó con parsimonia la cara y la nuca e incluso detrás de las orejas antes de desnudarse de cintura para arriba y frotarse con energía el pecho y los hombros. De pie a su lado, esperaba pacientemente que me pasara el cubo mientras pensaba cuánto había cambiado, pues había sido muy friolero de niño. En su espalda, que obviamente exponía a mi vista a propósito, había lívidas cicatrices donde la piel y la carne habían sido heridas por algún instrumento romo. Al verlas, me oprimió el estómago la sensación angustiosa de revivir el recuerdo del sufrimiento en mi propio cuerpo.
Mientras esperaba mi turno para el cubo, Momoko llegó al Sedawa desde la doma acompañando al tipo que parecía un fantasmagórico erizo de mar. Aquella mañana de frío intenso el joven aldeano de insólito aspecto vestía solamente unos pantalones de faena verdes y una camiseta de mangas tan largas que le llegaban hasta la mitad de los dedos. Tiritando sin cesar, con la gigantesca cabezota redonda encogida entre los hombros, parecía dispuesto a no decirle ni una palabra a Takashi mientras yo me hallara presente. Estaba pálido, no sólo a causa del frío, sino también como si algo le concomiera en lo más profundo de su ser. Finalmente, desistí de lavarme la cara y volví junto al hogar, dejándolos a solas para que pudieran hablar sin temor a ser escuchados. La verdad sea dicha, por aquel entonces había descuidado mucho mi higiene personal. Hacía varios meses que no me limpiaba los dientes, y los tenía de color amarillo, como los de un animal. Aquel cambio de mi forma de ser no había sido voluntario, sino más bien consecuencia del suicidio de mi amigo y de que hubiéramos tenido que internar al niño en un centro médico.
—Ese chico parece no sentir el frío, ¿verdad, Mitsu? Cuando le vimos en el templo llevaba ropa de verano —dijo mi mujer en voz baja, procurando que no le oyeran Takashi y los demás.
—¡Ya lo creo que siente el frío, no tienes más que ver cómo tirita! Pero como quiere dar la impresión de que es un hombre estoico, muy superior a los demás, va en pleno invierno sin abrigo ni chaqueta. Ese detalle, por sí solo, no creo que bastara para que se ganase el respeto de la gente, ni siquiera en este valle, pero hay que añadir a ello su insólito aspecto y esa pose teatral con que parece ignorar a todo el mundo. Supongo que de ahí deriva su ascendiente.
—Si eso es suficiente para que alguien se convierta en líder de un grupo de jóvenes, es que son muy ingenuos, ¿no crees?
—Sí, pero es que el hecho de que una persona adopte esas actitudes teatrales no quiere decir que sea tonta ni carezca de sutileza psicológica —le contesté—. Eso es lo que hace que sea tan compleja la política entre los jóvenes de la aldea.
Al cabo, Takashi regresó a la doma acompañando al joven, que mantenía el mismo mutismo que al llegar, en medio de exageradas demostraciones de amistad, y se despidió de él con un apretón de manos que constituía un claro gesto de aliento. Cuando el líder de los jóvenes salió de la casa, la luz iluminó su ancha cara, en la que había tal expresión de tristeza que me quedé sobrecogido.
—¿Ocurre algo, Taka? —preguntó mi mujer con voz débil, tan sobrecogida como yo.
Sin contestar, se acercó al hogar. Llevaba la toalla colgada del cuello, como un boxeador, y por la expresión de su rostro se habría dicho que se debatía entre dos emociones intensas y encontradas; era como si se enfrentara al mismo tiempo con un hecho muy gracioso en conflicto con otro indeciblemente triste. Mirándonos de arriba abajo con ojos llenos de orgullosa pasión, sin poder contener la risa, dijo:
—Sea de hambre o de frío, se han muerto todas las gallinas, varios miles, ¡ja, ja, ja!
Abrumado por la imagen mental de varios miles de gallinas muertas caídas por los suelos, guardé silencio mientras mi cara mostraba el mismo gesto, mezcla de estupor e hilaridad, que había visto en la de Takashi. Al pensar en el joven que parecía un fantasmagórico erizo de mar y sus compañeros frente a los cadáveres de miles de famélicas gallinas, temblando incesantemente por muy indiferentes que pretendieran ser al frío, lo trágico de su situación me hizo sentir disgusto y pesar.
—Así que han venido a pedirme que consulte con el Emperador de los Supermercados qué se puede hacer con las gallinas muertas. No puedo abandonarlos: me voy a la capital.
—¿Con el Emperador de los Supermercados? No creo que al dueño de la cadena de supermercados las gallinas muertas le sirvan para nada. ¿O es que crees que las usará para hacer pastillas de caldo?
—La mayor parte del dinero para montar la granja lo puso él. Aunque los jóvenes en un principio no querían depender del supermercado, la necesidad de comprar pienso y de distribuir los huevos les forzó a recurrir al Emperador, ¿sabes? Así que la muerte de las gallinas le ha afectado tanto o más que a ellos. Por eso tienen puestas sus esperanzas en mí, para que negocie con él e impida en lo posible que les pida cuentas por su irresponsabilidad. Y como en realidad son un hatajo de bobos, hay entre ellos más de un iluso que piensa que el Emperador de los Supermercados se inventará sin duda la manera de aprovechar las gallinas muertas.
—¿Y si se las venden a los habitantes del valle y se intoxican o les pasa algo? ¡Sería terrible! —suspiré, cada vez más deprimido.
—Si las gallinas se han muerto heladas con la tripa vacía, lo más probable es que estén tan sanas como las verduras precongeladas. Para compensarme por ir a la capital, les pediré un par o tres de las menos flacas y se las daré a Jin, que necesita proteínas. ¿Qué te parece?
Al decir eso Takashi, mi mujer saltó, ofendida.
—Aunque Jin tiene bulimia, casi no toma alimentos de origen animal, porque dice que es malo para el hígado.
Mientras desayunaban apresuradamente, Takashi y Hoshio estudiaron detenidamente el tiempo preciso para ir y volver a la capital con la camioneta de los jóvenes y las distancias entre las gasolineras. Como los conocimientos automovilísticos de Hoshio eran prácticos y meticulosos, en cuanto Takashi preguntaba algo, Hoshio respondía sin vacilar, y pronto estuvieron de acuerdo. Hoshio hizo una detallada exposición de los defectos del motor de la camioneta, y ante la posibilidad de que sufriera alguna avería mientras cruzaba el bosque, finalmente decidieron que él también fuera.
—Como Hoshio es especialista en arreglar trastos viejos —dijo Momoko—, si te acompaña, por muy lejos que tengas que ir, seguro que todo saldrá bien. Cuanto más viejo es el coche, mejor sabe arreglarlo Hoshio; si va contigo, te será de ayuda. —Después de este esfuerzo por parecer imparcial, suspiró con infantil envidia—. ¡Ah, qué película estarán echando en el mundo civilizado! ¿Vivirá todavía Brigitte Bardot?
—¡Que venga Momoko también! Las jovencitas necesitan distraerse de vez en cuando, ¿no?
Al decir eso Takashi con una sonrisa de simpatía, la muchacha no pudo ocultar su inocente alegría.
—Taka, conduce con cuidado, que en el camino del bosque hay hielo, ¿eh? —dijo mi mujer.
—De acuerdo. Conduciré despacio, sobre todo a la vuelta, porque voy a traerle a Natsumichan media docena de botellas de un whisky como no lo hay en el pueblo. Mitsu, ¿necesitas algo?
—Nada.
—Mitsu ya no espera nada de nadie, ¡ni siquiera de sí mismo! —dijo Takashi burlándose de mi desabrimiento. Sin duda, se había dado cuenta de que me faltaba por completo el sentido de la «esperanza». Que lo había perdido debía resultarle obvio a cualquiera que viera mi aspecto físico.
—Tráeme también café, por favor, Taka —añadió mi esposa.
—Vamos a volver cargados hasta los topes, porque pienso pedirle un adelanto al Emperador de los Supermercados a cuenta del almacén. Mitsu y tú tenéis derecho a disfrutar también un poco de ese dinero.
—Si puedes, tráeme una cafetera de filtro y café molido, Taka.
Evidentemente, mi mujer empezaba a sentir la comezón de hacer una visita a la capital.
De pie en el jardín, resbaladizo por la helada, a medio desayunar, mi mujer y yo despedimos a Takashi y sus amigos, que corrieron hacia el Citroen estacionado frente al concejo en cuanto se terminaron el desayuno.
—Taka se va compenetrando cada vez más con los jóvenes del pueblo, ¿verdad? En cambio, tú, Mitsu, aunque estemos aquí, sigues igual que si estuvieras encerrado en tu despacho de Tokio.
—Taka está tratando de echar raíces otra vez. Yo, en cambio, no creo que tenga raíces que echar —contesté; había tanta autocompasión en mi voz, que sentía pena de mí.
—Hoshi parece molesto porque Taka intima demasiado con los jóvenes del valle.
—¿Quieres decir? Yo veo que ayuda a los del club de jóvenes igual que mi hermano.
—Haga Taka lo que haga, Hoshi le seguirá con toda su alma. Sin embargo, diría que ahora siente una secreta frustración. ¿Será que tiene celos de los nuevos compañeros de Taka?
—De ser eso cierto, quizá sea porque Hoshi, que hace poco que ha abandonado el campo, siente cierta repulsión instintiva hacia los jóvenes del pueblo. Hoshi conoce muy bien a los campesinos, y le cuesta más fiarse de ellos que a Taka, que ha olvidado por completo cómo es la vida en el valle.
—¿Tú también sientes lo mismo, Mitsu?
No contesté a su pregunta.
El estruendo del escape del Citroen, que hacía un ruido exagerado, subió hasta lo alto de la loma donde estábamos mi mujer y yo, y sus ecos se entrecruzaron por el valle hasta perderse en el rectángulo de cielo que se veía entre los altos árboles. Después de que el Citroen desapareció tan deprisa como los ecos y el valle volvió a la tranquilidad, una bandera triangular de insólito color amarillo claro se elevó en el aire fresco de la mañana. La alegre bandera ondeaba en un mástil situado en el lugar donde había estado la antigua destilería de sake. La familia que la había poseído era tan antigua como la mía en el pueblo, y su casa y la nuestra fueron las únicas dos que asaltaron los revoltosos durante los disturbios del primer año de Man’en. Los dueños de la destilería se la vendieron y abandonaron el valle, y el edificio, reformado, era ahora el supermercado.
—La bandera lleva las letras AEB-LTD —dije intrigado—. ¿Qué querrán decir?
—Autoservicios El Barato-Las Tiendas Dinámicas. Lo vi ayer en una hoja de propaganda que iba con el periódico. Será algo que se le ocurrió al dueño de la cadena de supermercados durante un viaje por los Estados Unidos. Aunque el logotipo parece más inglés que japonés, encuentro que es un detalle estupendo y con mucha garra —dijo mi mujer con un entusiasmo que me pareció sospechoso.
—¿Tanto te entusiasma? —Mientras le decía esto, trataba de recordar si había visto ondear aquella bandera cada día desde que estábamos en el valle—. Diría que es la primera vez que la veo, ¿sabes?
—Hoy han izado la bandera porque es el día de la oferta especial. Dice Jin que en estos días no sólo acude a comprar gente de los pueblos del bosque, sino de toda la comarca. Vienen en autobús por la carretera del río.
—Parece que el Emperador de los Supermercados tiene verdadero talento, ¿no? —dije, un tanto impresionado por la visión de aquella bandera triangular que la brisa que acababa de levantarse hacía ondear.
—¡Claro que sí! —dijo mi mujer, pero ya estaba pensando en otra cosa—. Si todos los árboles se murieran a causa del frío y se pudrieran donde están, ¿cuánto tiempo aguantaría su hedor la gente del valle?
Antes de responder, recorrí con la vista el bosque que nos rodeaba, pero un presentimiento se apoderó de mí y, en lugar de contestarle, bajé los ojos para mirar los cristales de hielo, que empezaban a romperse. Mi aliento helado descendió hacia ellos hasta que se quedó flotando y empezó a ensancharse horizontalmente formando un círculo cada vez más tenue, como si se negara a desvanecerse. Mientras contemplaba mi aliento, la pregunta de mi mujer hizo revivir en mí el recuerdo del hedor sofocante que desprendían al pudrirse las hojas carnosas de las plantas de adorno cuando morían a causa de la helada. Tiritando, la apremié:
—Venga, vamos a acabar de desayunar.
Pero al volverse, cuando apenas había dado un paso, resbaló en el hielo, perdió el equilibrio y se manchó las manos y las rodillas en el fango helado. Su sentido del equilibrio estaba en suspenso tras la larga noche de embriaguez, lo que la hacía particularmente proclive a caerse, no sólo por causas físicas, sino también psicológicas. Además, en aquellos momentos, era evidente que también había recordado aquel hedor, lo cual provocó, probablemente, que su sentido del equilibrio empeorara aún más. O sea que se había caído, en parte, porque la habían derribado los fantasmas de las plantas ornamentales que habían muerto en nuestra casa de Tokio.
Cuando nos casamos mi mujer encargó un invernadero de cristal de un tsubo[37] que colocó en el lado sur de nuestra cocina-comedor, donde cultivaba heveas, monsteras, varias clases de helechos y orquídeas. En pleno invierno, cuando se anunciaba la llegada de una ola de frío, dejaba encendida la estufa de gas de la cocina y se levantaba cada hora para abrir la mampara entre la cocina y el invernadero a fin de que entrara en él aire caliente. Le sugerí varias soluciones, como dejar entreabierta la mampara o poner un hornillo de carbón en el invernadero, pero desde su infancia tenía tanto miedo a los ladrones y al fuego, que ni siquiera las tomó en consideración. Merced a esta diligencia neurótica de mi esposa, el invernadero rebosaba de plantas del suelo al techo. Sin embargo, aquel invierno, como se dormía borracha todas las noches, difícilmente podría prestarle atención al invernadero desde la medianoche hasta el amanecer, y, por otra parte, me daba miedo que anduviera trasteando con la estufa estando ebria. Y así estábamos cuando llegó el primer parte meteorológico que anunciaba una ola de frío. La esperamos temblorosos como una tribu cobarde que aguardara la llegada de un poderoso ejército. Por la mañana temprano, tras una noche gélida en la que no pegué ojo, fui a ver el invernadero desde la mampara de cristal de la cocina, y advertí que todas las plantas tenían las hojas llenas de puntos negros. Aun así, no me pareció que aquello fuera particularmente ominoso. Las hojas estaban dañadas, pero no se habían secado. Hasta que abrí la mampara no comprendí el alcance de los daños que habían sufrido nuestras plantas ornamentales. La pestilencia que llenaba el invernadero, semejante al aliento de un perro enfermo, me echó para atrás. Una vez que el hedor se apoderó de mi mente, las heveas y las monsteras, cuyos distintos tonos verdes estaban cubiertos de motas negras, parecían gigantes muertos de pie, y la densa masa de orquídeas se desplomaba sobre mis pies como un animal muerto. Perdido el ánimo, volví al dormitorio y me dormí sintiendo aquel hedor pestilente pegado a toda la piel de mi cuerpo. Al volver a levantarme, poco antes de mediodía, mi mujer se estaba tomando un tardío desayuno en silencio, pero el familiar olor a perro enfermo que emanaba de su cuerpo me hizo recordar inmediatamente mi experiencia en el invernadero mientras ella dormía. De todas las portentosas desgracias que se han cernido sobre mi casa desde que mi mujer cayó en las garras de la embriaguez, ninguna nos había afectado con tanta fuerza ni de un modo tan cruel. Venciendo mi repugnancia, volví a mirar por la mampara de cristal y, a la creciente luz del sol, comprobé que la negrura se apoderaba de todo el follaje y las hojas muertas colgaban de las ramas como manos de muñecas rotas. Era demasiado obvio que las plantas se morían.
Ciertamente, si la helada dañaba todos los árboles del bosque, a los habitantes del valle les envolvería el hedor de las bocas apestosas de cien millones de perros, algo que nadie estaba preparado para soportar. Al pensarlo, también estuve a punto de perder el equilibrio sobre las hierbas heladas. Con la mente llena de estos recuerdos que nos ponían los pelos de punta, regresamos en silencio a la casa y terminamos de desayunar en un ambiente totalmente distinto de cuando Takashi era el centro de atención.
Por la tarde, el cartero trajo una carta para Momoko y nos dijo que había llegado a la estafeta un paquete a nuestro nombre. El contenido del paquete era un artefacto llamado «inodoro cómodo», que mi mujer había visto en un anuncio de una revista y había encargado comprar a su familia de Tokio. Según decía el catálogo, era como una silla sin asiento. El «inodoro cómodo» se ponía encima del retrete, de modo que el usuario podía utilizarlo como un inodoro occidental[38] sin tener que apoyarse en las rodillas al defecar. Mi mujer había pensado regalárselo a Jin para aliviar la tortura que para «la mujer más gorda del Japón» debía de suponer el peso de su gigantesco cuerpo al ir al retrete. Quedaba la duda de saber si la estructura de tubos ligeros del «inodoro cómodo» resistiría sus más de ciento treinta y dos kilos de peso, y si se podría convencer a la anticuada Jin para utilizar semejante artefacto. No obstante, la llegada del «inodoro cómodo» nos llenó de animación, así que, aburridos de nuestra espera, nos fuimos camino abajo.
Al pasar por delante del supermercado, vimos un gentío extrañamente alborotado y nos detuvimos. Sólo recordaba tal alboroto en los días de fiesta que había vivido en el valle. Algo alejados del gentío abigarrado que se agolpaba a la entrada y la salida del supermercado, unos niños vestidos con sus ropas de domingo jugaban absortos al viejo juego del tres en raya, y su alegría también me trajo recuerdos de las fiestas. Entre ellos había una niñita, vestida con un kimono escarlata, seguramente conseguido por sus padres durante la época del estraperlo a cambio de cierta cantidad de arroz, que llevaba un fénix bordado en oro y verde y se ceñía con un obi[39] plateado; en la espalda tenía una campanilla dorada del tamaño de un puño, y hasta llevaba un cuello de piel de imitación rojo alrededor de su corto cuello. Cada vez que la niña daba una patada a la piedra, la campana tintineaba escandalosamente, aturdiendo a los niños a su alrededor. Del alero de la antigua destilería, cuyos muros habían sido derribados y sustituidos por paneles de plástico, colgaban unos carteles de un rojo chillón en los que, en letras verdes, podía leerse el siguiente reclamo:
AEB-LTD, LA TIENDA DONDE HAY DE TODO,
LA TIENDA DE LA QUE TODO EL MUNDO HABLA,
EN AGRADECIMIENTO POR SU CONFIANZA, LE OFRECE SUS
¡FABULOSAS REBAJAS!
¡ÚLTIMA OFERTA ESPECIAL DEL AÑO!
LOCAL CON CALEFACCIÓN.
—Local con calefacción… ¡Eso sí que es estupendo!
—No son más que cuatro estufas de mala muerte, Mitsu… —dijo mi mujer, que ya había ido varias veces a comprar con Momoko.
Las mujeres que ya habían hecho sus compras no parecían dispuestas a marcharse, sino que se quedaban dando vueltas frente al ancho escaparate que había entre la entrada y la salida (el cristal tenía pintados los precios de varios artículos que estaban en oferta con letras blancas que no nos dejaban ver el interior desde donde estábamos). Una de las mujeres tenía la frente apoyada contra el cristal y atisbaba entre el laberinto de cifras blancas. Al salir con las bolsas de la compra llenas una campesina que se cubría los hombros y la cabeza con una manta multicolor, como una india sudamericana, se levantó un murmullo de suspiros de envidia entre las mujeres que merodeaban en el exterior. Estas alargaron los brazos tratando de tocar la manta, y la pequeña campesina que la llevaba puesta, empezó a reírse alegremente y a retorcerse como si le hicieran cosquillas. Como llevaba tanto tiempo lejos del valle, me pregunté si aquellas mujeres no serían forasteras, pero era evidente que no podía ser así. Debería hacerme a la idea de que entre los habitantes del valle se habían instaurado nuevas pautas de conducta.
Estupefactos, mi mujer y yo nos disponíamos a marcharnos cuando descubrimos entre las mujeres al mismísimo monje del templo, que salía abrazando las bolsas de la compra contra su pecho. Al vernos, se dirigió hacia nosotros, y su cara afable se ruborizó gradualmente al tiempo que nos sonreía. El pelo prematuramente cano y recién lavado, que tenía un tinte plateado, y la rubicundez que se extendía por sus mejillas y alrededor de sus ojos, le daban el aspecto de un conejo recién nacido.
—He venido a comprar el mochi[40] para el año nuevo —se justificó el monje, un tanto avergonzado.
—¿Mochi? ¿Se ha perdido la costumbre de que los feligreses del templo se lo regalen?
—Es que ahora en el valle nadie muele el mochi en casa… ¿sabe? O bien lo cambian por el arroz especial para hacer mochi, o bien lo pagan en metálico. Así es como se van perdiendo uno a uno los fundamentos de la vida del valle, amigo. Es algo parecido al modo como se descompone una hoja de hierba. Seguro que habrá visto una hoja de hierba al microscopio, ¿no, señora Natsuko?
—Sí.
—La estructura de las células de cada hoja es distinta, ¿sabe? Al descomponerse, se vuelven blanduzcas y amorfas, bien porque las células estén enfermas, bien porque se hayan muerto. Al aumentar esas células amorfas, la hoja se pudre. Lo mismo ocurre con la vida en el valle. Cuando los elementos fundamentales van perdiendo su forma, el peligro es evidente, ¿no es así? Pero no puedo convencer a la gente del valle para que vuelvan a sudar moliendo el mochi con el almirez y el mortero tradicionales. ¡Pensarían que se lo digo solamente porque quiero que me lo regalen, ja, ja, ja!
El ejemplo de las plantas nos afectó profundamente. Mi mujer apenas pudo corear con una desganada sonrisa la hilaridad del monje. Del supermercado salieron otras dos o tres mujeres, que fueron jaleadas por las que esperaban fuera, pero una de las que salían gritó con voz áspera y llena de burla hacia sí misma: «¡Vaya cachivache!». Era una mujer madura, con la cara bronceada y alegre, que blandía un artefacto en forma de palo de golf de plástico azul y se reía y fruncía el ceño al mismo tiempo.
—Eso de cachivache quiere decir que no le sirve para nada —le traduje a mi mujer.
—Aunque sea de juguete, ¿para qué sirve un palo de golf en esta aldea, verdad? —dijo llena de asombro—. ¿Por qué se comprarán esas cosas?
—No se las compran, lo que no llevan en las bolsas, como la manta o el juguete, son premios que han ganado. Justo en la salida hay una tómbola que ofrece como premios infinidad de baratijas, y las mujeres que han terminado de comprar se quedan a vigilar la suerte de las demás, ¿saben? —dijo el monje apartando la mirada.
Camino de la estafeta de correos, flanqueando a mi mujer, conversamos acerca de la desgracia de los miles de gallinas y sus consecuencias para los jóvenes. Aunque el monje ya estaba enterado de la muerte de las gallinas, al oír que Takashi había ido a la capital para pedir consejo al Emperador de los Supermercados sobre qué hacer con las gallinas, palideció y no pudo menos que criticarlo:
—Ahora recurren a Takachan, pero no se pusieron en contacto con el Emperador de los Supermercados antes de que murieran las gallinas. Esa pandilla pierde el tiempo miserablemente y siempre hace las cosas tarde y mal…
—Pero ¿no querían los jóvenes ser lo más independientes que pudieran del Emperador de los Supermercados, aunque tuvieran que depender de él para la distribución? —dije, dada mi condición de observador neutral.
—Para empezar, no es normal que rechazaran un contrato para vender los huevos directamente al supermercado; el hecho de que pretendieran organizar por sí mismos los canales de distribución a los mercados y a los detallistas ha sido la causa de su fracaso. La granja avícola, tanto el terreno como el edificio, es propiedad del dueño del supermercado, Mitchan. Después de la guerra, los terrenos donde estaba la colonia coreana fueron vendidos a los coreanos que habían hecho trabajos forzados en el bosque, pero con el tiempo uno de ellos se los fue comprando a sus camaradas. Ese hombre llegó a ser inmensamente rico, y hoy es el Emperador de los Supermercados, ¿comprende?
Me sorprendí profundamente. Empezando por Jin y su familia, ninguno de mis viejos conocidos del valle me había dicho una palabra sobre los antecedentes del Emperador, ni aun después de saber que Takashi y yo le íbamos a vender el almacén.
—Espero que al menos hayan puesto al tanto a Takashi de esas circunstancias antes de ir a negociar con él. Me preocupa que los jóvenes no le hayan informado debidamente —dijo mi mujer, que, claramente, sospechaba del joven que parecía un fantasmagórico erizo de mar por haber hablado con tanto misterio con Takashi haciendo caso omiso de nosotros.
No obstante, tenía demasiadas cosas de las que preocuparme para perder el tiempo pensando en los pequeños obstáculos que pudiera encontrarse Takashi en su sincero intento de ayudar a los jóvenes. Lo que realmente turbaba mi ánimo era el silencio de los aldeanos sobre la verdadera personalidad del Emperador de los Supermercados.
—Aunque se haya nacionalizado japonés, ponerle el alias de Emperador a un hombre de origen coreano es una prueba de la profunda mala fe con que hacen las cosas las gentes del pueblo[41]. Pero ¿cómo es que nadie me ha dicho nada?
—Muy sencillo, Mitchan. La gente del pueblo no quiere admitir que un coreano, que veinte años atrás hacía trabajos forzados de leñador en el bosque, hoy les tenga dominados económicamente. Y creo que son esos mismos sentimientos inconfesados los que les hicieron llamarle Emperador. ¡El valle está en decadencia!
—Quizá esté usted en lo cierto —asentí, con tristeza. Efectivamente, sentía que el valle padecía una enfermedad de profundas raíces. Algo indefiniblemente ominoso envolvía la relación mutua entre los aldeanos y el Emperador de los Supermercados—. Pero, desde que he vuelto aquí, lo que he visto y oído no parece indicar que la situación sea tan terrible, ¿sabe?
—Los aldeanos se han acostumbrado a este estado de cosas, y además procuran ocultarlo a los ojos de los extraños que vienen al valle —dijo el monje con el tono de voz de quien revela un secreto.
—Ese tal Emperador de los Supermercados, ¿qué clase de hombre es?
—¿Quiere decir si es mala persona? Yo no tengo nada por lo que criticarle directamente, Mitchan. En cuanto a su forma de hacer negocios, la verdad es que los del pueblo obran con más mala fe que él. De todos modos, a la larga son ellos los que salen perjudicados, como en el caso de las gallinas. A pesar de que a veces tengo la horrible sensación de que está tramando algo contra los del pueblo, hasta ahora no tengo nada que reprocharle.
—Aunque sea así, todo esto resulta muy desagradable. Creo que sobre el valle se cierne un peligro, aunque no sé cuál.
—Para nosotros es algo más que desagradable, ¿sabe? —dijo con tristeza el monje, mirándome por un instante con ojos inquisidores—. Es difícil de explicar, Mitchan. ¡Lo único que veo claro es el hecho de que el valle está en decadencia!
Como si temiera lo que pudiera preguntarle después, agarró bien la bolsa de mochi y se marchó apresuradamente.
En silencio, bajé tan deprisa por el camino, que mi mujer, que se había rezagado, tuvo que alcanzarme con una carrerita. Recogimos el paquete del «inodoro cómodo» en la estafeta y nos dirigimos de vuelta a casa. Mi mujer entró en el supermercado y compró mochi para nosotros y para la familia de Jin. Aunque compartía mi disgusto por el hecho de que la antigua destilería se hubiera convertido en supermercado, no tenía reparos en comprar allí. Salió muy decepcionada a causa del premio que había ganado: una rana de plástico verde.
—¡Y pensar que esto es lo primero que gano en una tómbola desde que me casé!
Al desembalar el paquete del «inodoro cómodo» apareció un artefacto sencillo, consistente en dos tubos en forma de U que se unían entre sí con unos soportes. Al ver aquello, comenzamos a dudar de que pudiéramos convencer a Jin para que lo usara. Seguro que exclamaría «¡Vaya cachivache!», con mucha más rabia que la mujer que merodeaba frente al supermercado; eso si no se imaginaba que me había tomado todas aquellas molestias para burlarme de ella.
Dejé a mi mujer leyendo las instrucciones del «inodoro cómodo», salí al jardín, llamé a los hijos de Jin e hice una pequeña fogata con las cuerdas y los cartones del paquete. Seguía haciendo inquietas especulaciones en torno al Emperador de los Supermercados, a quien todavía no conocía. Los niños ya estaban enterados de la muerte de las gallinas. Según los hijos de Jin, los jóvenes montaban guardia alrededor de la granja para que los aldeanos no robaran las gallinas muertas. La antigua colonia coreana parecía una sucia colmena a causa de las hileras de jaulas para las gallinas, y olía muy mal porque nadie se molestaba en limpiar las tablas donde se depositaban los excrementos de las aves. Aquella mañana habían encontrado muertas a las desgraciadas gallinas en sus estrechos ponederos. Los hijos de Jin fueron con sus compañeros a echar un vistazo, pero los jóvenes que montaban guardia los despacharon con cajas destempladas.
—¡Estaban cabreadísimos, como si realmente se las hubiéramos robado! —se quejó el hijo mayor de Jin, que tenía una expresión inescrutable, entre amable y traviesa—. ¿Quién va a querer mangar unas gallinas muertas? A lo mejor estaban tan cabreados porque pensaban robarlas ellos mismos y no querían que nadie se las quitase…
Los flacos hijos de Jin rompieron en agudas carcajadas al unísono. Obviamente, sus risas burlonas escondían la misma fría indiferencia que los demás habitantes de la aldea sentían por los jóvenes y su fracaso para alimentar a las gallinas. Por primera vez sentí pena por el grupo de jóvenes, atrapados entre el Emperador (a quien ya empezaba a considerar un monstruo astuto) y los igualmente astutos adultos del pueblo. Lo mismo había ocurrido respecto a las actividades violentas del grupo de jóvenes que habían vuelto del frente, culminadas con la muerte de mi hermano S: la actitud general hacia ellos de los adultos que los utilizaban para sus propios fines se fundaba en la misma cautela y desprecio profundos. No fui capaz de comprender esta realidad hasta que al alejarme del pueblo y conocer otros ambientes pude juzgar con objetividad su vida consuetudinaria, y para entonces ya era más viejo que mi hermano S al morir. No obstante, había una diferencia: en el pasado, los niños se ponían en contra de los adultos y elevaban a un pedestal a los jóvenes, mientras que ahora mostraban la misma indiferencia hacia estos que aquellos. Al apagarse la fogata, sobre la tierra helada quedó una señal negra. Inconscientemente, los niños la pisotearon.
—Niños, ya podéis entrar, ¡hay mochi! —les gritó mi mujer, pero no le hicieron caso y siguieron pisoteando la señal del suelo.
Mostraban repugnancia por todos los alimentos, y eran muy orgullosos. Es posible que estuvieran tan delgados porque el odio que manifestaba Jin por su insaciable apetito, un odio que le hacía decir que la comida estaba llena de las espinas del sufrimiento, les hubiera hecho aborrecerla.
—Jin se ha alegrado mucho, Mitsu —dijo mi mujer.
—Menos mal que no se ha enfadado.
—Al principio, al ver el artefacto, dijo que Mitsu se choteaba de ella, pero cuando le expliqué que lo había comprado yo, lo comprendió. Jin ha utilizado la expresión chotearse, de veras.
—Ah, no me extraña. La expresión chotearse, al menos cuando yo era niño, era muy común en el valle, ¿sabes? Mi madre, en cuanto oía que nos reíamos porque alguien había contado un chiste, preguntaba enfadada si nos estábamos choteando de ella o de mi padre. ¿Crees que el trasto ese le será útil a Jin?
—Creo que sí. Aunque deberá tener cuidado para no caerse de lado y lastimarse; lo ha probado una vez y ha salido bien. —Después de informarme, no entró en detalles por estar delante los niños, que seguían junto a nosotros escuchando la conversación; de pronto, me dijo—: Como Jin me preguntó por él, le he contado lo de nuestro hijo.
—Era inevitable. Cualquiera que regale un artefacto de esa clase debe estar dispuesto a hacer alguna confesión por su parte, aunque sólo sea para aliviar el azoramiento de quien lo recibe.
—Si supieras lo que ha dicho Jin a propósito del niño, no serías tan amable. Por supuesto, no me creo su opinión. —Pareció superar algún obstáculo—. Jin dice que el niño ha heredado su anormalidad de Mitsu.
Me sacudió una ira ardiente. Por un instante, fue suficiente para borrar de mi mente la sombra ominosa del Emperador de los Supermercados. Traté de buscar argumentos con que defenderme de aquella acusación al tiempo que enrojecía y me invadía una ansiedad ominosa, como si esperara el ataque de un enemigo desconocido.
—Basa esa suposición en una tontería. Dice que en cierta ocasión, cuando todavía estabas en primaria, te dieron unas convulsiones muy fuertes —dijo apresuradamente al tiempo que se ponía tan colorada como yo.
—Durante una sesión de teatro en la escuela, me entraron convulsiones y me desmayé —dije con profundo alivio, recuperándome de mi primera impresión, aunque sentía en la lengua el sabor ardiente de la ira que llenaba hasta el último rincón de mi cuerpo.
Los hijos de Jin se rieron a carcajadas. Quizá su algazara infantil y la evidente intención de insultarnos a mi mujer y a mí que mostraban sirvieron para calmar nuestro conflicto psicológico, pues les reñí y se marcharon corriendo sin dejar de reírse y tan campantes, en busca de su oronda madre y el mochi. Por nuestra parte, volvimos junto al hogar. Pensé que debía contarle a mi mujer la precisa naturaleza de los malos espíritus que se apoderaron de mí por sorpresa cuando asistía a la representación de teatro escolar, siendo niño, para aniquilar los brotes de sospecha que sin duda crecerían aquella noche en su mente cuando se emborrachara. Sin embargo, el relato de mis recuerdos no debía empujarla por la pendiente de la embriaguez con mayor celeridad. Hablé con gran precaución.
La representación teatral en cuestión, como había oído decir con frecuencia que fue la última que se celebró en la escuela primaria del valle hasta que se reanudaron al terminar la guerra, debió de tener lugar en el otoño del año en que comenzó la contienda. En aquel entonces, mi padre estaba en el noroeste de China, realizando cierto trabajo indefinido e incomprensible para nosotros, los niños, para la abuela, que aún vivía, y para mi madre. Con ese fin vendió tierras para conseguir dinero, cruzó el estrecho y se pasaba más de la mitad del año en China. Dado que mi hermano mayor y S estaban en la universidad en Tokio y en el instituto de enseñanza media de la ciudad más próxima, respectivamente, la familia de la casa del valle se componía, aparte de la abuela, mi madre y Jin, de mi hermano menor, de mí y de nuestra hermanita de pocos meses. Con la invitación para la función de teatro de la escuela, dirigida a mi madre, salimos Jin y los tres pequeños. Recuerdo con toda claridad, como si tuviera un tercer ojo que observara la escena a vista de pájaro desde el techo del aula, a Jin con mi hermanita a sus espaldas[42], flanqueada por mi hermano y yo, sentados en las sillas de madera de los estudiantes, con los pies colgando en el aire, en el centro de la primera fila del aula principal de la escuela.
A un metro delante de nosotros se había levantado un escenario juntando dos tarimas, donde actuarían los estudiantes de bachillerato. Primero salieron los alumnos, ataviados con toallas alrededor de la cabeza (a juzgar por el número de alumnos de bachillerato, no podían ser más de catorce o quince, pero para mis ojos infantiles eran una pequeña multitud) haciendo como que trabajaban en los arrozales. Es decir, que eran campesinos de antaño. Acto seguido, abandonaron sus arados y empezaron a adiestrarse para el combate usando hachas y hoces como armas. Apareció su caudillo, un joven del valle verdaderamente guapo a mis ojos infantiles. Bajo sus órdenes, los campesinos armados se adiestraron para la batalla en que deberían cortarle la cabeza al hombre más poderoso del clan. La cabeza se representaba con una bola de trapos negra, y los campesinos, divididos en dos bandos, se disputaban la «cabeza de mentira». En el segundo acto apareció un hombre de porte señorial que aconsejó a los campesinos que no le cortaran la cabeza al noble, lo que aquellos no aceptaron, pues tenían los ánimos exaltados. El hombre les dijo entonces que él le cortaría la cabeza a su caudillo. Mientras los campesinos estaban emboscados en la oscuridad, pasó un enmascarado, y, sin previo aviso, el hombre de porte señorial cayó sobre él con su sable. El papel del enmascarado lo interpretaba un alumno que vestía de negro y, como llevaba sobre la cabeza una especie de bola también negra, era un ser horroroso que parecía mucho más alto que los niños normales. La «cabeza de verdad» del enmascarado cayó bajo el filo del sable con un ruido apagado y rodó por el escenario, y el asaltante se volvió hacia los campesinos emboscados y les gritó: «¡He aquí la cabeza de mi hermano!». Los campesinos desenmascararon al joven caudillo muerto, reconocieron su rostro y lloraron tristemente avergonzados…
A pesar de que Jin me había contado de antemano el argumento y de que había visto la obra muchas veces en los ensayos, y a pesar de que conocía el truco, en el instante en que cayó la «cabeza de verdad», que era una cesta de bambú rellena de piedras, fuera porque me asusté al oír el grito de «¡He aquí la cabeza de mi hermano!», o fuera porque en aquel momento crítico, por así decirlo, ambas cosas se fundieron en la realidad del mundo de mis recuerdos, caí presa del pánico, rodé sollozando por el suelo, me entraron convulsiones y me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, ya me habían llevado a casa y, junto a mi lecho, mi abuela le decía a mi madre: «¡Hasta mi nieto! ¡Es horrible lo que se lleva en la sangre!». Al oírlo, abrumado por el pánico, cerré los ojos y me puse rígido, haciéndome el desmayado.
—¿Recuerdas que, cuando se publicó mi primera traducción, me llegó carta de un maestro de la escuela del valle, que ya estaba retirado? Era el jefe de estudios y profesor de matemáticas cuando lo de la representación teatral, además de estudioso de la historia del lugar, y fue el autor de aquella obra. Pero como resulta que la guerra empezó aquel invierno, y al año siguiente cambió la legislación de las escuelas públicas, esa obra le causó dificultades y le degradaron a maestro no numerario, según me decía en la carta. Y al preguntarle a vuelta de correo si de verdad mi bisabuelo había matado a su hermano, me contestó diciendo que aquella leyenda no parecía ser cierta y que, en su opinión, mi bisabuelo había ayudado a escapar a Kochi al cabecilla de la revuelta, y que él también había tomado parte en la revuelta. Le pregunté también por los pormenores de la muerte de mi padre, y me contestó que mi madre, que debía saber algo, no sólo no quería comprender su significado, sino que además hizo todo lo posible por olvidarlo, y, al final, ya no quedaba nadie que supiera nada en concreto.
—Me parece que Taka tiene ganas de ir a ver a ese maestro retirado, ¿no? —dijo mi mujer.
—Si bien es cierto que Taka tiene interés por los secretos y las hazañas de los muertos de nuestra familia, dudo mucho que el historiador del pueblo pueda satisfacer su ansia de heroísmo —dije, y corté la conversación.
Mi padre, al estallar la guerra, nos comunicó que abandonaba su trabajo en China para regresar al Japón, pero no volvimos a saber nada de él hasta que, a los tres meses, la policía de Shimonoseki le hizo entrega a mi madre de su cadáver. Aunque su muerte estuvo rodeada de rumores —que si había tenido un ataque al corazón en el transbordador, que si se había suicidado al entrar en el puerto, que si había muerto mientras le interrogaba la policía…—, mi madre, al regresar al pueblo tras recoger su cadáver, no dijo una palabra de lo que le había ocurrido. Cuando mi hermano S, después de la guerra, quiso enterarse por ella de los pormenores de la muerte de nuestro padre, ante sus persistentes negativas, urdió el plan de llevarla a un hospital psiquiátrico a que la examinaran.
Al anochecer se levantó el viento a la entrada del valle, y al soplar hondonada arriba llenó las casas de un extraño olor, como de carne quemada de muchos animales, que provocaba inmediatamente malestar físico y náuseas. Tapándonos la boca y la nariz con un pañuelo, mi mujer y yo salimos al jardín, y aunque miramos hacia la entrada del valle y río abajo, sólo alcanzamos a ver un humo blanco que apenas se levantaba en el aire, por lo que pronto se confundió con la neblina. De vez en cuando se elevaban por encima de esta nubecillas de humo que se dispersaban en su ascensión hacia las profundidades sombrías y rojizas del cielo. Cuando se recortaban contra el fondo negro del bosque, brillaban como si hubieran sido de saliva. De la casa anexa salieron el marido de Jin y sus hijos, que se agruparon a unos pasos detrás de nosotros, y también miraron hacia el cielo valle abajo. Los niños intentaban reconocer el extraño olor husmeando con las narices. En la oscuridad, que crecía incesantemente, las naricillas de los niños parecían dedos sucios, pero atestiguaban su presencia ruidosa y vigorosa. Delante del concejo también aparecieron varias sombras oscuras, que miraban al cielo.
La noche había caído totalmente cuando volvieron Takashi y sus amigos. Estaban cansados y sudorosos, pero, aparte de Hoshio, que guardaba silencio, mi hermano y Momoko parecían de buen humor. Como había prometido, Takashi le había comprado media docena de botellas de whisky a mi mujer, que al ver la hilera de botellas no pudo ocultar su alegría. También le había comprado una cazadora de piel a Hoshio y un suéter a Momoko. A pesar de las prendas nuevas que vestían, todos ellos estaban impregnados del extraño olor que había envuelto el valle al anochecer, aunque más fuerte, como si se les hubiera adherido a la ropa.
—¿Por qué ponéis esa cara de aprensión, Mitsu y Natsumichan? —nos preguntó, tergiversando a propósito nuestra reacción a su olor—. ¡Ni que fuéramos los fantasmas de los que han muerto en accidentes de tráfico en los confines del bosque! Sí que hemos corrido como alma que lleva el diablo por la carretera helada del bosque en medio de la niebla, en una camioneta vieja con el embrague fastidiado, pero Hoshi ha conducido como un genio, ¿sabéis? Hoshi conduce por los caminos oscuros del bosque con la misma facilidad con que un perro se desliza sobre el hielo del camino. En la civilización de las máquinas ha aparecido una especie de mecánico que se mueve con instinto animal, ¿sabéis?
Aunque era obvio que Takashi trataba de animar a Hoshio, el técnico adolescente no demostró reacción alguna. O bien le había destrozado los nervios la loca carrera por el bosque, o bien le había ocurrido algo desagradable que había minado su infantil ánimo.
—Taka, es cierto que no eres ningún fantasma, pero hueles bastante mal, ¿eh? —le dije sin tapujos.
—Es que hemos quemado las gallinas muertas, ¡ja, ja, ja! Sacamos las tablas del gallinero y lo quemamos todo, las gallinas tiesas y la mierda blanda. ¡Menuda peste! Seguro que se nos ha metido en la sangre.
—¿No se han quejado los del valle?
—¡Ya lo creo! Claro que no les hicimos ni caso. Hasta vino el policía, porque el fuego era bastante grande. Pero al pie del puente se habían apostado cuatro o cinco jóvenes y el agente se marchó sin decir palabra. Los mozos se han dado cuenta de que son capaces de enfrentarse a la policía. Se han puesto muy chulos por eso. Puede que se hayan perdido los varios miles de gallinas que hemos quemado, pero los jóvenes han aprendido algo. De modo que no todo ha sido negativo.
—No había por qué asustar al policía. Aunque asusten a un solo policía, si hace falta vendrán más de refuerzo y los jóvenes no tendrán la menor oportunidad —dijo entonces Hoshio, que parecía atormentado por estos pensamientos. No pude menos que recordar su denuedo al enfrentarse a mí la noche que esperamos a Takashi en el aeropuerto. Se trataba de un joven que insistía en sus ideas fijas, no sólo en defensa del honor de su dios protector, sino incluso contra él.
—Pero cuando empiece a nevar y se corte el tráfico por carretera, sólo habrá un policía con el que enfrentarse, Hoshi. Seguro que eres de esos a quienes les han amenazado de niños con llamar a la policía si hacían algo malo, ¿no?
—¡No digo que no haya que enfrentarse a la policía! ¿No te apoyé en junio en todo lo que hiciste? —se defendió Hoshio, testarudo—. Lo que no entiendo es por qué estás al servicio de ese grupo que cría gallinas hasta el punto de enfrentarte a la policía, ¿comprendes? Por eso lo digo.
Momoko, que hasta entonces había estado leyendo en silencio una carta de su familia, alzó la cabeza y terció en la discusión canturreando como quien riñe a un niño.
—Hoshi dice eso porque quiere monopolizar a Taka, ¿sabes? De nada sirve discutir. Hoshi sólo sabe lloriquear como una niña. ¡Vamos a cenar y acostarnos, que la señora Natsumiko nos ha preparado un festín!
El joven miró inquisitivamente a Momoko y se puso pálido, pero sus energías parecían haberse esfumado, y ahí acabó todo.
—¿Qué tal fueron las negociaciones con el Emperador de los Supermercados? —pregunté, convencido de que la respuesta no sería buena por la actitud de Takashi, que se resistía a tratar el tema.
—De pena. A partir de ahora los jóvenes del pueblo van a tener que atarse los machos si no quieren caer por completo en la garras del Emperador. La única propuesta práctica que hizo fue que quemásemos las gallinas. Debía tener miedo de que la gente del valle se comiera las gallinas muertas y bajaran las ventas en el supermercado. Al volver y decirles que íbamos a quemar las gallinas, algunas personas del pueblo me miraron llenas de rencor y frustración, por lo que creo que los temores del Emperador estaban justificados. Pero me gustaría creer que el trabajo inútil de rociar con gasolina a esos miles de gallinas y quemarlas ha servido al menos para convertir, aunque sólo sea un poco, la avaricia caprichosa de sus duras cabezotas en animadversión.
—Cuando te mandaron a la capital, ¿qué resultado provechoso para ellos se imaginaban que ibas a conseguir? —dije apesadumbrado.
—No se imaginaban nada. Carecen por completo de imaginación. Supongo que esa pandilla espera que yo utilizara la mía por ellos. Pero resulta que mi viaje a la capital no ha servido para traerles ninguna buena noticia, sino para abrirles los ojos a la realidad de que las están pasando canutas con el estómago vacío, ¡ja, ja, ja!
—¿Sabías que el Emperador era uno de los de la colonia coreana?
—Me lo ha dicho él mismo, hoy. También me ha dicho que estaba presente el día en que mataron a nuestro hermano S. Así que tengo motivos personales para luchar contra él al lado de los jóvenes.
—La verdad sea dicha, Taka, si te conviniera, encontrarías toda clase de razones, públicas o privadas, para justificar que tú y los jóvenes os hayáis metido con ese pobre policía del pueblo, por ejemplo. Para mí, la actitud de Hoshio es más justa —dije tratando de evitar, mediante aquella alusión a su amigo, que las palabras de Takashi hicieran aumentar la preocupación que me inspiraba el Emperador de los Supermercados.
—¿Justa? Mitsu, ¿todavía crees en la justicia? —dijo Takashi, al tiempo que me dirigía una mirada tan despectiva que me dejó helado, y se calló.
Entonces, Momoko, que hacía un rato que estaba murmurando cosas como «¡Venga, a comer, a comer!», con la intención de atraernos a la mesa, vio por fin la oportunidad de hablarle directamente a Takashi.
—En casa todos hemos leído un libro sobre gorilas que ha traducido Mitsu, así que parece que se han tranquilizado al enterarse de que estoy en casa del profesor Mitsu, Taka. Mitsu es una persona respetada por la sociedad, ¿verdad?
Aquella muestra de admiración hacia mí era obviamente falsa.
—A pesar de que Mitsu se ha apartado por completo de la vida social, resulta que es respetado por la sociedad —explicó mi mujer, que había empezado ya a beber su primer vaso de whisky—. Es evidente que es una persona totalmente opuesta a Taka, ¿no?
—Claro que sí. Está claro —le contestó Takashi a mi mujer, apartando la mirada de mí—. El bisabuelo y el abuelo, y sus respectivas mujeres también, eran la misma clase de personas que Mitsu. Todos los demás miembros de nuestra familia han muerto de forma desgraciada[43], pero ellos, en cambio, vivieron largos años tan tranquilos. ¡Natsumichan, Mitsu no cogerá el cáncer, si lo coge, hasta que cumpla los noventa, y no será maligno!
—Taka, tienes tantas ganas de buscar un modelo en nuestro linaje, que te pasas de rosca, ¿sabes? —repliqué, obstinadamente, aunque sólo Hoshio me escuchaba—. Si no descubres que ese modelo eres tú mismo, tanto esfuerzo caerá en saco roto, y no te servirá para darte fuerzas en la vida real, ¿no te parece, Taka?
Después de cenar, Takashi le dio a mi esposa la mitad del dinero que le había adelantado el Emperador de los Supermercados, pero al ver su falta de interés, pues ya estaba borracha, me lo entregó; cuando iba a guardármelo en el bolsillo, dijo:
—Mitsu, ¿quieres contribuir con cincuenta mil yenes para equipar al equipo de fútbol del club de jóvenes del valle? He comprado diez balones en la capital, que tengo en el Citroen, pero los gastos no hacen más que aumentar, ¿sabes?
—¿Tan caros son los balones? —le pregunté, aunque lo sabía muy bien, pues mi hermano había jugado al fútbol en la universidad.
—¡Los balones los he comprado con mi dinero! Pero entre los candidatos a formar parte del equipo hay jornaleros que van a trabajar cada día al pueblo de al lado, ¿sabes? Si no les damos una pequeña gratificación, al menos al principio, no le darán ni una patada a un balón, ¿comprendes?