4. «¿NO ES TODO LO QUE VE Y SE VE SINO UN SUEÑO EN UN SUEÑO?»[25]

La mañana de nuestro primer día en el valle, mientras desayunábamos alrededor del hogar de la sala de estar[26] contigua a la amplia cocina de la casona, donde estaba el fogón, así como un pozo cubierto de gruesas planchas, aparecieron de repente los cuatro críos, que nos miraban en fila desde la oscuridad de la cocina con sus grandes ojos que se destacaban en el triángulo invertido de sus caras. Al invitarles mi mujer a comer con nosotros, gruñeron al unísono antes de contestar: «¡No, nosotros no comemos!». Acto seguido, el mayor me comunicó que su madre quería hablar conmigo. Ya había visto la noche anterior a Jin, quien, tal como había dicho Takashi, a pesar de su desmesurada obesidad, salvo en algunos momentos no era nada fea. Sus tristes ojos, de contornos borrosos y llenos de lágrimas blanquecinas, parecían lentes de ojo de pez sobre su oronda cara de luna pálida. Sólo en el brillo de sus ojos pude reconocer a la Jin de antaño. Despedía un olor como de alimaña, por lo que mi mujer se mareó y tuvo que ponerse en cuclillas, y nos fuimos de la casona. Sólo Hoshio y Momoko, que querían observar a Jin más atentamente, refunfuñaron. Como tenían las caras enrojecidas y se tapaban la nariz, y se daban codazos mutuamente haciendo esfuerzos por no estallar en carcajadas, y miraban con todo descaro el cuerpo de Jin, parecieron provocar la hostilidad de los hijos de esta. Probablemente, aquella mañana rechazaron la invitación de mi mujer por la presencia de los dos jóvenes maleducados, sentados allí la mar de risueños. Después de desayunar, mi mujer y los dos jóvenes se fueron a ver el interior del almacén, guiados por Takashi; escoltado por los niños, me fui a ver a Jin a la vivienda que ocupaba con su familia.

—¡Hola, Jin! ¿Has dormido bien? —le dije de pie desde la puerta de la doma[27]; su cara grande, redonda y apenada destacaba en la oscuridad al igual que la noche anterior.

Rodeada de cacerolas y cacharros de cocina sucios, dispuestos a su alrededor como las piezas de un alfarero, con la barbilla apoyada con dificultad en la grasienta papada, Jin guardaba un altivo silencio. Como la luz matinal me pasaba por encima de los hombros y penetraba hasta su voluminoso regazo, pude ver que estaba sentada de lado en una pequeña silla casera que parecía una silla de montar puesta del revés. La noche anterior la había tomado por parte del cuerpo hinchado de Jin, y esta me recordó un mortero de forma cónica. A un lado de la silla de Jin, su marido estaba de rodillas, listo para levantarse en cualquier instante, callado e inmóvil. La noche anterior también había estado a la espera, en solícito silencio, con su demacrada cara pensativa, dispuesto a saltar con innecesaria presteza para dar de comer a Jin sus grisáceas raciones de pasta al menor gesto lánguido que ella le hiciera a modo de indicación. Puede que a Jin su apetito no le diera respiro ni siquiera en los cinco minutos que mi mujer y yo estuvimos con ella, pero más bien me pareció que actuaba de un modo teatral para hacer alarde de su difícil situación. Por fin, dio un fuerte y laborioso resoplido y, sin dejar de mirarme, dijo con resentimiento:

—¡No puedo dormir! ¡Sólo tengo sueños tristes, sólo sueño con quedarme sin casa!

Enseguida comprendí el motivo por el que Jin quería verme y por qué su marido estaba de rodillas a su lado, mirándome con aire lastimero.

—Sólo vamos a desmontar el almacén y llevarlo a Tokio, no hace falta demoler la casona y los anexos.

—Pero van a vender las tierras, ¿no? —prosiguió Jin.

—Mientras no se solucione lo de tu vivienda, las tierras, la casona y los anexos se quedarán como están, Jin.

Aunque ni Jin ni su marido hicieron el menor gesto de alivio, como los cuatro niños, que se habían colocado a espaldas de sus padres, sonrieron al unísono, sin dejar de mirarme, comprendí que de momento le había quitado un peso de encima a la familia de Jin, lo que consideré un buen augurio.

—¿Qué piensan hacer con la tumba familiar, señor Mitsusaburō?

—No hay por qué tocarla, creo yo.

—Las cenizas del señor S están en el templo, ¿recuerda?

Esa conversación había sido suficiente para cansar a Jin; alrededor de sus ojos se formaron unas sombras oscuras que resultaban francamente desagradables, y su voz se rompió como si tuviera infinidad de orificios de ventilación en la garganta. Cuando se ponía así, ciertamente era más grotesca que cualquier otro ser humano. Apartando la vista, pensé que Jin moriría finalmente de un ataque al corazón. Incluso le había dicho a Takashi que sentía la muerte muy cerca, y se preguntaba, preocupada, si cabría en el horno crematorio.

—Jin está tan gorda, que casi no puede hacer trabajo alguno —comentó entonces Takashi, compasivo—, y sin embargo, como no puede evitar comer una barbaridad todos los días, siente que su vida es del todo inútil, que simplemente se reduce a engordar más y más. Cuando le oyes decir que su vida es inútil, comprendes lo que debe de significar para una mujer de cuarenta y cinco años haber engordado tan horriblemente. Y no es una pose, pues parece absolutamente convencida de que su vida no tiene sentido. Pero sigue teniendo que comer y comer todo el día. El pesimismo de Jin tiene motivos muy reales.

—He de ir al templo a recoger las cenizas de mi hermano S. Como también quiero ver el cuadro del infierno que hay allí, iré hoy —le dije a Jin.

Al salir de la doma, oí que murmuraba a mis espaldas con voz ronca y llena de reproche:

—¡Si viviera el señor S’ji[28], no se vendería el almacén! ¡Pero usted, señor Mitsusaburō, no sirve como dueño, ay, no sirve!

Hice caso omiso de sus palabras, y me fui a buscar a mi hermano y a los demás al almacén, que estaba al fondo de un jardín interior, entre la casona y los anexos. Las puertas corredizas estaban abiertas, tanto el grueso portón con su revestimiento de yeso contra los incendios como la puerta interior doble, de chapa de madera y tela metálica. Los dos cuartos de abajo estaban llenos de la luz de la mañana, que hacía contrastar el color negro de las vigas de keyaki[29] con el blanco de las paredes, pero no había nadie. Entré y examiné los numerosos cortes de sable en las maderas de traviesas y marcos. Continuaban emitiendo el mismo rudo mensaje que me había intimidado de niño. En la tokonoma[30] del fondo seguía colgado el abanico con el alfabeto latino, escrito toscamente con tinta china y que apenas se distinguía contra el fondo de papel ajado por el tiempo. La firma de la esquina inferior derecha, que decía John Mang, como me había enseñado a leer mi hermano S hacía veinte años, apenas era legible ya. El bisabuelo, tras cruzar el bosque camino de Nakanohama, en Kochi, conoció al náufrago, que acababa de regresar de los Estados Unidos[31]. S decía que entonces le había firmado el abanico al bisabuelo.

Del primer piso llegaron unos sonidos, como de alguien que caminaba con cuidado. Al ir a subir la estrecha escalera, me di con la sien derecha contra el duro canto de una viga, y grité de dolor. Dentro de la oscuridad redonda de mi ojo sin vista saltaron partículas de fuego. Me recordaron los iones que vuelan durante la fisión en una cámara de Wilson, así como la sensación que siempre había tenido de infringir un tabú si entraba en el almacén. Después de permanecer un rato aturdido, me pasé la mano por la mejilla y la retiré llena de lágrimas y sangre. Mientras me restañaba la herida con un pañuelo, en el piso de arriba asomó la cara de Takashi.

—Mitsu, cuando Natchan está a solas con otro hombre, ¿siempre llamas a la pared para avisar y luego te quedas esperando? ¡Serías el marido ideal para una pareja de adúlteros! —se mofó.

—¿Es que no están tus amigos?

—Están reparando el Citroen. Para los jóvenes de los años sesenta, los cabios de la armadura de un tejado de madera tradicional no tienen interés. Aunque les dije que esta casa-almacén es única en la región, les da igual.

Con estas palabras, dirigidas sobre todo a su cuñada, que estaba a su espalda, demostraba su infantil orgullo al explicar la arquitectura del edificio.

Cuando subí al primer piso, mi mujer contemplaba las grandes vigas de keyaki que sostenían los cabios, y no advirtió la sangre que manaba de mi herida. Me alegré, pues siempre he sufrido una vergüenza irracional cuando me doy con la cabeza contra algo. Al cabo se volvió y, dando un gran suspiro, dijo:

—¡Qué maravillosas vigas, tan grandes! ¡Aguantarán otros cien años!

Me di cuenta de que los dos tenían las mejillas encendidas. Tuve la sensación de que los ecos cada vez más débiles de la palabra «adúlteros», que había pronunciado mi hermano, flotaban entre los cabios del techo. Mas ese sentimiento, me dije, estaba infundado. Tras la desgracia del bebé, mi espera rechazaba todo contacto sexual. Para los dos, la sexualidad significaba una imposición mutua de disgusto y pena que ambos debíamos soportar. Ni ella ni yo estábamos dispuestos a hacerlo. Por eso cortábamos inmediatamente cualquier insinuación sexual.

—Con tantos árboles de esta especie en el bosque, debe de ser barato construir almacenes así, ¿no?

—No lo creo. A nuestro bisabuelo, que lo levantó, le costó sus buenos dineros, ¿sabes? Y este edificio tiene una arquitectura muy original —repliqué con naturalidad, pues no quería que se diera cuenta de cómo me esforzaba por aguantar el dolor de la herida—. Aunque abundaran los heyakis, se construyó cuando el pueblo estaba en la ruina, ¿sabes? Sin duda que a todos les debió de parecer una cosa extraordinaria. De hecho, en el invierno del año en que se edificó hubo una revuelta campesina.

—¡Qué extraño!, ¿verdad?

—Seguro que el bisabuelo hizo construir el almacén a prueba de incendios para precaverse de alguna revuelta.

—Me disgusta nuestro bisabuelo, Mitsu, tan conservador, tan precavido, tan previsor. Su hermano menor también debió de sentir lo mismo. Y por eso, oponiéndose a él, acaudilló a los campesinos revoltosos; era de los que se resistían, un adelantado a su tiempo.

—El bisabuelo tampoco le iba a la zaga. ¿No crees que también era un adelantado a su tiempo, Mitsu? De hecho, hasta se marchó a Kochi para adquirir los nuevos conocimientos llegados de Occidente.

—¿No fue su hermano menor el que se marchó a Kochi? —replicó Takashi. Eso era lo que él quería creer, pese a ser consciente de su equivocación.

—Te equivocas. Sólo se decía de él que escapó a Kochi y nunca volvió —dije con mala intención, para socavar los falsos recuerdos de Takashi—. Si es verdad que uno de los hermanos atravesó el bosque, conoció a John Manjiro y aprendió cosas nuevas, puedo demostrarte que no pudo ser otro que el bisabuelo. Después de regresar de los Estados Unidos, John Manjiro sólo estuvo un año en Kochi, del año 5 al 6 de Kaei[32]. Cuando las revueltas del primer año de Man’en[33], el hermano menor del bisabuelo tenía dieciocho o diecinueve años, y si suponemos que fue a Kochi en el año 5 o 6 de Kaei, resultaría que atravesó el bosque cuando tenía unos diez años, lo cual es imposible.

—Pero fue el hermano menor del bisabuelo quien levantó un campamento en mitad del bosque para dar instrucción militar a los campesinos que estaban dispuestos a rebelarse, y los métodos que utilizó debieron ser los que aprendió en Kochi —insistió Takashi, aún vacilante—. No es probable que el bisabuelo, que estaba del lado de los que aplastaron la rebelión, le enseñara a su hermano las tácticas de guerrilla para ayudar a los rebeldes. ¿Acaso crees que personas de ambos bandos se confabularon para provocar el levantamiento?

—¡Quién sabe…! —dije tratando de mostrar indiferencia, aunque me pareció que mi voz no podía ocultar mi irritación. Desde que éramos niños, había tenido que enfrentarme a la tendencia de mi hermano a atribuir un aura de rebeldía heroica al hermano menor del bisabuelo.

—Pero, Mitsu, ¡estás sangrando! Has vuelto a darte un golpe, ¿verdad? —Mi mujer tenía los ojos clavados en mi sien—. ¿Cómo puedes abstraerte de ese modo con leyendas que parecen cuentos de viejas mientras estás herido y sangras?

—También las leyendas tienen su importancia —dijo Takashi irritado. Era la primera vez que se dirigía con mal humor a mi mujer.

Ella me quitó el pañuelo, que seguía agarrando con la mano, que ahora colgaba inerte pendiente de mi brazo, y lo apretó sobre mi sien, y puso saliva con el dedo sobre la herida. Mi hermano lo observó como si fuera una furtiva caricia carnal. Acto seguido, nos alejamos el uno del otro, en silencio, como si quisiéramos evitar cualquier contacto físico, y bajamos las escaleras. Aunque el almacén no estaba nada polvoriento, y a pesar del poco tiempo que llevaba en él, sentía la nariz seca y tapada, como si una película de polvo cubriera su interior.

A última hora de la tarde, Takashi, mi mujer y yo, así como la pareja de adolescentes, fuimos al templo a recoger las cenizas de S. Los hijos de Jin se nos habían adelantado a la carrera, por lo que el monje debía de tener preparado el cuadro del infierno que el bisabuelo había regalado al templo para celebrar el aniversario del nacimiento del Buda. Al bajar hasta la plaza del concejo, donde estaba estacionado el Citroen, los niños del pueblo se rieron de aquel coche usado y del aparatoso vendaje que llevaba encima de la oreja derecha. Aunque no nos dimos por aludidos, mi esposa, que desde la noche pasada no había bebido whisky y estaba del buen humor que acompañaba a sus períodos de «recuperación», sin duda se divirtió con los insultos que profirieron los niños al ponerse en marcha el Citroen.

Cuando entramos con el coche en el recinto del templo, el monje, que había sido compañero de estudios de S, hablaba con un joven en el jardín. Me di cuenta de que seguía exactamente igual que como lo recordaba. Su cabeza brillante, con el pelo corto y prematuramente cano, coronaba una cara bondadosa y sonriente, lisa como un huevo. Se había casado con una profesora de primaria, la cual, después de provocar un escándalo del que se enteró todo el valle engañándole con otro maestro con el que la unía una vieja amistad, se marchó a la capital. El monje se las arregló para mantener una sonrisa de niño enfermizo durante todo el tiempo que duró aquello, lo que habría impresionado notablemente a cualquiera que conozca los crueles efectos de tal desdicha para quien vive en la cerrada sociedad de una aldea. Sea como fuere, había superado el temporal sin perder su suave sonrisa. Ahora bien, el joven que hablaba con él tenía un aspecto totalmente opuesto, grande y musculoso. La mayoría de las caras del pueblo podían clasificarse dentro de uno u otro de un par de tipos muy corrientes, pero la que nos miraba ahora fijamente, con cautela, mientras mi mujer y yo nos bajábamos del Citroen, pertenecía a un tipo completamente distinto de aquellos dos, tenía categoría propia.

—Ese hombre es el cabecilla del grupo de jóvenes que ha montado la granja avícola —nos dijo Takashi.

Y, bajando del Citroen, se dirigió hacia el joven, con el que se puso a hablar en voz baja. Mi mujer, el monje y yo tuvimos que permanecer a la espera, intercambiando sonrisas. El joven tenía una cabeza redonda y enorme, y su frente era como un casco, ancha y circular, por lo que aquella cabeza parecía una extensión de la cara. Los pómulos, salientes hacia los lados, y la barbilla, chata y cuadrada, recordaban a un fantasmagórico erizo de mar con forma humana. Tenía los ojos y los labios pequeños y hacinados alrededor de la nariz, como si una fuerza enorme le hubiera succionado la cara. No sólo su rostro, sino también la arrogancia desafiante de su porte, despertaron en mí algo que no era precisamente un recuerdo, sino la premonición de una tragedia. Aunque, a decir verdad, mi creciente tendencia a encerrarme emocionalmente en mí mismo me hacía mostrar la misma reacción a cuanto fuera nuevo o insólito.

Mientras conversaban en voz baja, Takashi se llevó al joven hacia el Citroen. Los adolescentes seguían dentro del coche, que para ellos era como una madriguera. Tras hacerle subir al asiento trasero, dio una orden a Hoshio, que estaba en el asiento del conductor. El Citroen partió hacia la boca del valle y desapareció.

—Se les ha roto la camioneta que usan para transportar los huevos, ¿sabes?, y ha venido a pedirle a Hoshio que le arregle el motor —dijo Takashi, y me explicó con orgullo que todas las gestiones del grupo de jóvenes se hacían siempre a través de él. Sin duda, pretendía reafirmar así su infantil tendencia a destacar que había quedado un tanto maltrecha tras nuestra discusión acerca de la marcha del bisabuelo a Kochi.

—¿No dijiste que las gallinas se estaban muriendo de hambre?

El monje contestó por Takashi sonriendo con timidez, como si, por ser habitante del valle, se avergonzara de aquella situación tanto como los jóvenes.

—Es que esos jovencitos lo hacen todo al revés. Como las ventas de huevos no van bien, en vez de buscar la manera de hacer frente a la situación, porque no tienen dinero para alimentar a las gallinas, no se les ocurre nada mejor que comprar una camioneta para transportar los huevos. Y, claro, si encima se les avería la camioneta, es el acabóse.

Entramos en el templo y vimos la pintura del infierno. En el río de fuego y en los arbustos en llamas del cuadro, volví a ver el rojo ardiente del revés de las hojas de los cornejos mientras reflejaban el brillo del sol de aquel día nublado después de mi experiencia en el interior del pozo ciego. Sobre todo, las pinceladas negras que aparecían entre las olas rojas del río de llamas me traían directamente el recuerdo de los puntos que manchaban las hojas de los cornejos. Quedé inmediatamente absorto en la contemplación del cuadro. El color del río de fuego y las suaves líneas de las olas, tan pacientemente trazadas, apaciguaron mi espíritu. Desde el río de fuego llegaba al fondo de mi alma un caudal abundante de paz. En el río de llamas* una multitud de almas en pena gritaba alzando los brazos al cielo y con el pelo ondeando como si soplase un vendaval. También había otras de las que sólo se veían sus delgados y angulosos traseros y las piernas, que se agitaban en el aire. Pero incluso en sus variadas expresiones de sufrimiento había algo que calmaba el alma. A pesar de que era evidente que sufrían, los cuerpos que manifestaban sentir dolor daban la impresión de tomar parte en algún juego solemne. Daban la impresión de divertirse, de estar acostumbrados al sufrimiento. La misma impresión daban los espíritus masculinos que estaban sobre las rocas de la orilla, con sus penes al aire, mientras eran golpeados en la cabeza, el vientre o la espalda por piedras flameantes. Las almas de las mujeres, empujadas hacia el bosque por demonios que blandían barras de hierro, daban la impresión de querer conservar la agradable relación —los papeles de atormentador y atormentada— que las unía a ellos. Le expliqué al monje mi apreciación, y se mostró de acuerdo conmigo.

—Como las almas del infierno llevan verdaderamente una eternidad sufriendo sin cesar, ya deben de haberse acostumbrado, y puede que sólo pretendan hacer ver que sufren para mantener el orden de las cosas. El modo como se calcula la duración del sufrimiento en el infierno es de lo más excéntrico, ¿sabe? Por ejemplo, en este infierno ardiente un día y una noche constan de mil seiscientos años, equivalentes a dieciséis mil años con sus días y sus noches en el mundo de los hombres. ¡Eso sí que es tiempo! Ahora bien, las almas de este infierno tienen que sufrir sin parar los dieciséis mil años, ¿comprende? Hasta el más reticente de los espíritus tiene tiempo para acostumbrarse, ¿no?

—Ese demonio que está vuelto de espaldas y parece parte de la roca, ese que se dedica a atormentar con tanto ahínco al espíritu femenino, tiene el cuerpo cubierto de sombras negras —dijo mi mujer—; no se distingue bien si son músculos o cicatrices, pero le dan muy mal aspecto, ¿no creen? En comparación, el espíritu femenino al que le está pegando parece estar en mucho mejor forma física. Incluso se diría que está tan acostumbrado al demonio que ya no le tiene miedo, ¿verdad, Mitsu?

Mi mujer dijo esto para demostrar que compartía mi apreciación, pero no daba señales de recibir del cuadro la misma y profunda paz mental. Más bien, el radiante buen humor que había mostrado desde la mañana iba disminuyendo. Y me di cuenta de que Takashi se había apartado de nosotros y guardaba un obstinado silencio vuelto hacia la oscuridad dorada del altar del templo.

—¿Qué te parece, Taka? —le pregunté, pero él, haciendo caso omiso de mi pregunta con grosería, replicó cortante:

—En vez de tanto mirar ese cuadro, ¿por qué no nos llevamos ya los restos de S, Mitsu?

El monje le dijo a su hermano menor, que nos había estado observando desde el vestíbulo del templo con curiosidad, que acompañara a Takashi a recoger la urna.

—Desde que era niño, a Takachan[34] le ha dado miedo el cuadro del infierno, ¿verdad? —dijo el monje. Entonces, cambiando de conversación, me habló del joven que había ido en busca de Takashi y de la vida cotidiana en el pueblo—: Se trate de lo que se trate, la gente de aquí no sabe pensar a largo plazo, oiga. El fracaso de la granja avícola de ese grupo de jóvenes cuyo jefe ha venido a que el amigo de Takachan les repare la camioneta, es de lo más representativo: se ahogan en un vaso de agua. Discuten por tonterías horas y horas, y al final, cuando todo se ha ido al garete, piensan con displicencia que las cosas ya se arreglarán solas. Un buen ejemplo de lo que le digo es el supermercado. Salvo la tienda de licores y ultramarinos, y básicamente a causa de los licores, todas las demás del pueblo se arruinaron por la competencia que les ha hecho, pero los comerciantes no sólo no reaccionaron, sino que hoy día casi todos están endeudados con el supermercado de una forma u otra. Es como si estuvieran esperando que, por algún milagro, el supermercado desaparezca cuando no sean capaces de hacer frente a esas deudas y así nadie pueda exigirles su pago. Un solo supermercado los ha llevado a un punto en que, en los viejos tiempos, su única salida hubiera sido marcharse del pueblo, ¿sabe?

En ese momento, Takashi volvió del osario con un bulto envuelto en tela blanca; su mal humor y su abatimiento se habían trocado en una suerte de exaltación.

—En la urna de S está la montura metálica de sus gafas, junto con sus cenizas. Me han hecho recordar perfectamente cómo era su cara con las gafas puestas, Mitsu.

Al subirse al Citroen, que había traído de vuelta al recinto del templo uno de los miembros del grupo de jóvenes, Takashi dijo:

—Que Natchan sostenga la urna de S. Como Mitsu no es capaz de llevar erguida la cabeza sin darse con algo, no se puede confiar en él para ciertas cosas, ¿verdad?

Pensé que no había dicho aquello sólo por cariño a S, sino para apartarme en lo posible de este, puesto que yo no era más que un ratón. Mientras conducía, con mi mujer en el asiento del acompañante sosteniendo la urna, recordó a nuestro hermano S. Me tumbé en el asiento trasero, con las rodillas dobladas, y reviví el color de las llamas del cuadro del infierno.

—¿Te acuerdas del uniforme de invierno de cadete, Natchan? S, en pleno verano, subió la cuesta de grava con el uniforme azul marino, el sable y las botas de cuero de media caña de aviador. Y cada vez que se cruzaba con alguien del valle, saludaba con un taconazo como un soldado nazi. Me parece que sigo oyendo en el valle el ruido de las duras botas y el resonar de su voz varonil, diciendo: «¡Se presenta S’ji Nedokoro, licenciado!».

A pesar de las palabras de Takashi, el S de mis recuerdos no tenía nada que ver con aquella persona extrovertida y galante. Cuando volvió licenciado, es verdad que llegó hasta el puente con el uniforme de invierno de cadete, pero al pasar por él se quitó la chaqueta, tiró el gorro, las botas de media caña y el sable al río, y subió la cuesta con la espalda encorvada y la chaqueta bajo el brazo. Así recuerdo yo el regreso del frente de S.

—Me acuerdo de las escenas del día que lo mataron a golpes con mayor viveza aún, y todavía sigo viéndolas en sueños una y otra vez. Son imágenes que tengo grabadas con claridad hasta en los más pequeños detalles —le decía Takashi a mi mujer.

Según él, nuestro hermano S estaba tirado boca abajo en el suelo de fango seco, que al secarse se había convertido en un fino polvo blancuzco, rodeado de los fragmentos de los guijarros que habían roto infinidad de pisadas. A la clara luz del sol de otoño, no sólo el camino de tierra, sino también el lecho del río y la orilla opuesta, cubierta de yerba, reflejaban la luz blanca. Y, dentro de aquella intensa luminosidad, el río resplandecía con la blancura más radiante. Hasta Takashi, en cuclillas a medio metro de la cabeza de S, cuyo rostro estaba vuelto hacia el río, y el perro, que corría y ladraba locamente a su alrededor, estaban blanquecinos. El asesinado S, Takashi y el perro estaban envueltos en una nube blanca. Una lágrima dejó una mancha negra sobre la capa blanca que cubría un guijarro al lado del pulgar de Takashi. Pero se secó enseguida, y sólo quedó una marca blanca sobre la piedra.

La cabeza desnuda de S estaba aplastada y parecía una bolsa negra y plana de la que se había derramado algo rojizo. La cabeza y lo que se había derramado estaban secos ya, como una materia fibrosa dejada al sol. No había más olor que el de la tierra y las piedras requemadas. La cabeza aplastada de S no olía a nada, como si hubiera sido una hoja de papel. Tenía los brazos grácilmente levantados por encima de los hombros, como los de un bailarín. Sus piernas parecían las de un atleta en el momento de saltar. Y la piel del cuello y la parte de los brazos y las piernas que quedaba fuera de la camisa y los pantalones cortos de gimnasia de los cadetes aviadores de la marina, tenía un color oscuro y uniforme como de cuero curtido, sobre el que destacaba la blancura del barro que se le había pegado. Takashi no tardó en observar una hilera de hormigas que entraban por los orificios de su nariz y salían por sus oídos llevando cada una un granito rojo. Pensó entonces que era por el trabajo de las hormigas que el cuerpo de S se había secado, estaba flaco y no despedía ningún olor. Seguiría secándose hasta quedarse como un pescado disecado. Las hormigas habían devorado por completo los ojos por detrás de los párpados firmemente cerrados. En el fondo de las órbitas se habían formado unos orificios rojos del tamaño de nueces por los que entraba una claridad rojiza que alumbraba el camino de las hormigas en su ir y venir por los oídos y la nariz. A través de la piel del rostro de S, translúcida como un vidrio ahumado, pudo ver cómo una gota de sangre caía sobre una hormiga y la ahogaba…

—¿No me irás a decir que de verdad viste todo eso?

—Reconozco que esa parte está complementada con el mundo de mis sueños, pero ahora no sabría distinguir dónde acaban estos y empieza la realidad que vi desde el puente, a unos cien metros río abajo, el día que mataron a S a golpes. Ya sabes que la memoria se alimenta de sueños, ¿no?

Personalmente, no sentía la necesidad de escarbar en mi interior los recuerdos de la muerte de S. Sin embargo, por el bien de la salud mental de Takashi, sentí que debía llamarle la atención sobre el hecho de que, en la actualidad, la mayor parte de sus recuerdos estaban dominados por los que su mente veía en sueños en mucho mayor medida de lo que él pensaba.

—Taka, lo que crees que has visto, y los recuerdos que estás renovando continuamente, no son más que un simple sueño desde el principio. La imagen del cadáver disecado de S te la has formado por el recuerdo de ver, digamos, una rana aplastada por la rueda de un coche y secándose al sol. La visión de la cabeza machacada y ennegrecida de S y de lo que salía de ella, no es más que una rana aplastada y con las entrañas fuera. —Después de criticarle, seguí rebatiéndole—. No hay manera de que hubieras visto el cadáver de S. Sobre todo, que le hubieras visto tirado en el camino de grava, porque sólo yo, que fui a buscarlo con una carretilla, y los coreanos de la colonia, que me ayudaron a levantarlo, lo vimos. Aunque sea cierto que fueran los coreanos quienes lo mataron a golpes, trataron a nuestro hermano muerto con todo respeto y consideración, y con el mismo cuidado que si se hubiera tratado de un familiar. Hasta me dieron una tela de seda blanca[35]. Una vez colocado el cuerpo de S en la carretilla, lo cubrí con la tela y, después de ponerle muchas piedrecillas para que no la levantara el viento, volví al valle empujando la pesada carretilla. La empujé en vez de tirar de ella porque creí que una vez cargada sería más fácil equilibrarla, y también para no perder de vista el cadáver ni un momento, por si se caía y se convertía en un demonio que fuera a devorarme. Cuando llegué con el cadáver de S al valle, ya estaba anocheciendo, pero ningún adulto salió de las casas a ambos lados del camino de grava, y los niños sólo miraban a escondidas. Sabían que el cadáver de S podría traerles alguna desgracia. Dejé la carretilla en la plaza y volví un momento a casa, donde Taka estaba de pie al fondo de la doma, con un gran caramelo en la boca y babas castaño oscuro corriéndole por las comisuras de los labios. Los churretes parecían los de uno de los personajes del teatro de títeres, qué se había envenenado y le salía la sangre por entre los dientes. Madre estaba enferma y dormía, y a su lado nuestra hermana también dormía, haciéndose la enferma. Total, que nadie de la familia podía ayudarme. Así que me fui al campo que hay detrás del almacén a llamar a Jin, que cortaba leña. Todavía era una muchacha delgada y fuerte. Cuando llegamos a la plaza, habían robado la tela blanca, y el cadáver de S estaba a la vista. Recuerdo que tenía el cuerpo encogido y no parecía mayor que un niño dormido. Estaba cubierto de barro seco y olía a sangre. Tratamos de levantarlo por los hombros y los pies, pero no pudimos porque pesaba demasiado. Los dos nos manchamos de sangre, ¿sabes? Jin me dijo que fuera por la camilla que utilizábamos para los simulacros de los bombardeos. Estaba pasándolas canutas para descolgar la camilla de la entrada cuando escuché a mi madre hablarle a nuestra hermana del aspecto de Taka y el mío. Creo que Taka seguía tan contento chupando el caramelo en la oscuridad de la cocina y no me hizo ni caso. Después de llevar el cuerpo de S hasta la vereda que corre por debajo del muro, ya de noche, y hasta que metimos su cadáver en el almacén, Taka no vio nada, ¿no es así?

Como Takashi miraba hacia adelante con atención, conduciendo el Citroen, sólo pude ver que se ruborizaba desde el cuello hasta las orejas, temblaba un poco y, a veces, carraspeaba ahogadamente desde el fondo de la garganta. Era evidente que estaba muy afectado por la radical contradicción que el relato de mis recuerdos implicaba para el mundo de los suyos. Seguimos un rato en silencio. Entonces mi mujer, como para consolar a Takashi, dijo:

—¿No te parece que no es normal que Taka estuviera todo el tiempo de pie en la cocina, sin mostrar interés por el cadáver de la carretilla?

—Así fue —dije, pasando a otra capa más profunda de mi memoria—, porque le ordené a Taka que no saliera de la doma. Para que obedeciera, le di el caramelo, y Jin y yo pasamos con el cadáver por la vereda debajo del muro a propósito, para evitar que lo viera Taka desde la doma, o mi madre y mi hermana, que dormían en la habitación.

—La verdad es que me acuerdo de lo del caramelo, pero fue S quien me dio un pedazo que había cortado con el mango del tantō[36] de una pastilla de caramelo de la que se apoderó durante el primer asalto a la colonia coreana. Me acuerdo perfectamente de la forma y el color del tanto de la infantería de marina. Fue al realizar el segundo asalto a la colonia cuando lo mataron a golpes. Sea como sea, cuando me dio el caramelo que había conseguido como botín de guerra estaba muy alegre y de buen humor. Creo que usó el tanto de la infantería de marina aposta para darle más emoción al momento, lo mismo para su hermanito que para sí mismo. Todavía veo en sueños las imágenes del instante en que rompía el caramelo con la empuñadura del tanto, con la camisa y los pantalones blancos de su inmaculado uniforme de cadete de marina. Siempre aparece con una sonrisa deslumbrante, manejando un tanto resplandeciente —dijo Takashi con pasión, como si creyera que sus palabras fuesen a curar las heridas infligidas por mis correcciones.

Sentí un placer perverso esperando las nuevas falsedades que mis correcciones provocaban en los recuerdos de Takashi para derribarlas en cuanto salieran. Reprimiendo cierto disgusto por mí mismo, me dediqué con entusiasmo a deshacer las imágenes heroicas que Takashi acababa de formar en la cabeza de mi mujer.

—Taka, eso también son recuerdos de tus sueños; lo que no son más que simples imaginaciones de tus sueños se ha fijado en tus recuerdos con la misma intensidad que la realidad. En el primer asalto, es cierto que S y sus compañeros se apoderaron de licor de contrabando y caramelos, pero él, como se llevaba mal con nuestra madre desde que quiso llevarla a que la visitaran en un hospital psiquiátrico cuando volvió del frente, se avergonzó de que ella pudiera enterarse de que había robado caramelos y los escondió en una bala de paja del establo. Yo cogí un poco a escondidas y me lo comí, y te di parte a ti, Taka. No es posible, por otra parte, que S estuviera de buen humor después del primer asalto, ¿sabes por qué? Porque entonces murió un hombre de la colonia coreana. En el segundo asalto también debía haber una víctima, esta vez en el bando de los japoneses del valle, pues se habían puesto de acuerdo para no dar parte a la policía. Desde un principio, ese asalto no iba a ser agresivo, sólo se trataba de que hubiera una nueva víctima, y todos sabían quién sería. S no ignoraba que ese iba a ser su destino. Sólo tengo un recuerdo del aspecto de S entre los dos asaltos, borroso como una fotografía, pero no me lo he inventado. Mientras los demás asaltantes se emborrachaban con el licor que habían robado, S, según la imagen de mi recuerdo, estaba a oscuras, sobrio, en un cuarto del fondo del almacén, de espaldas a la puerta, tumbado hecho un ovillo, inmóvil. Seguro que estaba mirando el abanico de John Manjiro en la tokonoma. Fue entonces cuando encontré los caramelos escondidos, y recuerdo que me llevé un pedazo a la boca, y que sentí vergüenza porque S me descubrió comiéndomelo. Pero ese recuerdo puede ser de un sueño, al igual que te pasa a ti, Taka; me lo he podido inventar al darme cuenta de lo vergonzoso y estúpido que era para S haber robado en la colonia coreana. Yo también he soñado con S muchas veces, ¿sabes? Su muerte tuvo gran influencia sobre nosotros, mientras crecíamos. Por eso tenemos tantos sueños relacionados con ella. Pero ahora, al hablar con Taka, parece que el ambiente de nuestros sueños es totalmente distinto, ¿no? —dije. Como empezaba a arrepentirme de haberle acorralado demasiado, busqué un principio de conciliación—. Supongo que la muerte de S nos ha afectado de distintas maneras.

Takashi estaba sumido en sus pensamientos e hizo caso omiso de mi intento de conciliación. Buscaba a tientas, en los rincones sombríos de la memoria y en el territorio de los sueños, algo que diera la vuelta de golpe a la hegemonía de mis recuerdos. Por otra parte, nuestra discusión había provocado un peligroso aumento de la ansiedad de mi mujer, que hasta entonces se había sentido una simple espectadora.

—¿Por qué, si sabía que lo iban a matar, tomó parte en el asalto? ¿Por qué lo mataron? ¿Por qué tenía que ser él la víctima propiciatoria? Me horroriza pensar en S tumbado en la oscuridad del fondo del almacén. Me horroriza de verdad pensar en ese joven esperando el momento del segundo asalto. Sobre todo, después de haber visto esta mañana el interior del almacén, no puedo evitar imaginármelo tal como ocurrió. ¡Hasta me parece ver la espalda de vuestro hermano S! —dijo mi mujer. Ya estaba deslizándose por la pendiente de la boca del hormiguero mental que la llevaba al whisky. La nueva vida de sobriedad que había empezado entre la noche anterior y aquella mañana ya era cosa del pasado—. ¿Por qué tenía que ser S la persona sacrificada? ¿Acaso mató al coreano en el primer asalto?

—No fue por eso, ¿verdad, Mitsu? —terció Takashi, muy serio—. Sería porque él era el cabecilla. Sé muy bien, sin que haga falta que Mitsu me lo diga, que fue un sueño, pero gozo al recordar una escena de S, con el uniforme azul marino de invierno de cadete de marina, dirigiendo a los jóvenes del valle contra el grueso de los combatientes de la colonia coreana… Un recuerdo esplendoroso.

—Taka, por lo que se deduce de las deformaciones de tus recuerdos, tienes un deseo apasionado de que las cosas sean como tú quieres. Eso está bien claro. No es que no lo comprenda, pero S no fue nunca el cabecilla de los jóvenes del valle. Más bien al contrario. Era evidente incluso para su hermano pequeño que sólo tenía diez años. A veces, hasta se mofaban de él. Al fin y al cabo, no es probable que, al terminar la guerra, nadie comprendiera los motivos del extraño comportamiento de S el día que volvió del frente. Si queréis que os diga la verdad, S era el hazmerreír del valle. Posiblemente, ninguno de vosotros dos pueda comprender bien el poder de destrucción de las risas maliciosas en un pueblo pequeño. De los jóvenes que volvieron del frente, era el único que no se había buscado una amante. Sin duda, fue aceptado por la sociedad del pueblo. Pero, con todo, era el más joven de los soldados licenciados a los que se encomendó el asalto a la colonia coreana. Además, era bajo y delgado, y también tímido. Ahora bien, ¿por qué se llevó a cabo aquel asalto? Aunque fueron los caciques del pueblo, empezando por el alcalde, quienes empujaron a los jóvenes, la verdad es que los estraperlistas coreanos habían descubierto varias veces el arroz que tenían escondido los aldeanos, y, después de robárselo, lo habían vendido en la capital. Los agricultores habían hecho declaraciones falsas, y no podían denunciarlos a la policía; por eso pusieron sus esperanzas en el grupo de veteranos, los únicos capaces de oponerse a los coreanos. Como la mayoría de los miembros de dicho grupo eran hijos de campesinos, estaban obligados a tomar parte en el asalto por solidaridad de clase. Pero desde antes de la reforma agraria de la posguerra nuestras tierras estaban incultas. No teníamos ni un grano de arroz escondido, sino todo lo contrario: Jin tenía que ir a comprárselo de estraperlo a los coreanos. No obstante, S se unió al asalto y, cuando sus violentos camaradas mataron al coreano, le tocó ser el chivo expiatorio. No era algo que yo pudiera comprender de niño. Nuestra madre, que estaba enferma, pensaba que el verdadero loco era el hijo que quería llevarla a un hospital psiquiátrico, y no quiso ir a ver su cadáver al almacén, ni siquiera después de que Jin lo hubiera lavado. Se enfadó tanto por la desesperada locura de lo que había hecho, que llegó a detestarle de verdad. Por eso no hubo funeral por S. Jin pidió a los ancianos del vecindario que lo incinerasen, nada más, y por eso han estado sus cenizas en el templo hasta ahora. Si hubiéramos tenido un funeral como es debido, habría sido muy fácil poner su urna en la tumba familiar, ¿no? Las cenizas de nuestra hermana están ahí como Dios manda, ¿no?

—¿Le obligaron a hacerlo? —le preguntó mi mujer a Takashi, pero no contestó. Tenía los labios fuertemente apretados porque mencioné la muerte de nuestra hermana.

—No lo creo. Si acaso, se ofreció voluntario a sus camaradas. Los mismos camaradas que abandonaron el cadáver de S, muerto a golpes, por lo que tuve que ir yo a recogerlo con una carretilla.

—¿Por qué lo hizo, por qué? —seguía preguntando mi mujer, horrorizada.

—Tras lo sucedido, yo no podía investigar los hechos. Como es natural, los que participaron en el asalto y comprobaron cómo lo mataban a golpes antes de escaparse hacia el pueblo, no querían tener nada que ver con la familia del fallecido, y era inútil preguntarles nada. De aquella pandilla, ya no debe quedar casi nadie en el valle. Uno de ellos incluso se fue a la capital y se convirtió en delincuente profesional. Me enteré cuando estaba en el instituto, pues la prensa local le dedicó mucho espacio. Como sospechaba que ese tipo era el que había matado al coreano en el asalto, me acordaba de él, y en cuanto vi su foto del periódico, le reconocí. ¿No sabías que el asesinato parece crear hábito?

Aunque traté de desviar la conversación hacia temas generales, mi mujer, sumida en el pánico, no se daba cuenta de mis propósitos. Volvió a preguntarle con insistencia a Takashi, que no tenía la menor intención de abandonar su silencio.

—Taka, en tus sueños, ¿por qué? ¿Por qué lo hizo?

Insistente, no paraba de exigirle una respuesta.

—¿En los recuerdos de mis sueños? —dijo por fin, dando muestras de una paciencia voluntariosa desusada en el Takashi que yo había conocido desde su niñez, aunque de todos modos fue incapaz de contestar satisfactoriamente a la pregunta de mi mujer—. En mis sueños, no tengo la menor duda de por qué S tenía que sacrificarse. Mi hermano S había nacido para ser el héroe sacrificado, así es como lo veo en mis sueños. Y, tanto dentro como fuera de ellos, yo nunca sería capaz de criticarle, como hacía y hace Mitsu. Ahora, al preguntarme Natsumichan por qué, he sentido una especie de shock. ¿Por qué? No me hace falta preguntárselo a S en mis sueños. Y, por otra parte, en el mundo real de hace veinte años, según dice Mitsu, yo tenía la boca llena de caramelo, de modo que no hay duda de que entonces no pude preguntárselo.

—¿Por qué lo hizo, por qué? —Mi mujer no se dirigía ya a Takashi, ni tampoco a mí, sino que perseguía los ecos que, dentro de su vacío interior, decían: ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…?—. ¿Por qué lo haría? Es horrible, me horroriza imaginarme a un joven tumbado inmóvil y acurrucado en la oscuridad del almacén. Seguro que esta noche voy a soñar con eso y, como le pasa a Taka, echará raíces en mis recuerdos…

Le dije a Takashi que nos llevara a la tienda de licores y ultramarinos que había mencionado el monje. Al salir del templo habíamos vuelto a la plaza, donde estacionamos el coche enfrente del concejo y nos quedamos dentro hablando. Después de comprar una botella de whisky barato, volvimos por el camino de grava.

En cuanto regresamos a casa, mi mujer empezó a beber. En silencio, sin hacernos caso ni a Takashi ni a mí, sentada muy tiesa frente al hogar que ocupaba el centro de la sala, se emborrachaba lenta pero inexorablemente; me recordó el día que la vi ebria por primera vez. Situada entre la luz de la habitación, que era más bien escasa, y el resplandor del hogar, me recordó el día que la encontré borracha en la biblioteca. En los ojos de Takashi, que la veía emborracharse de aquel modo por primera vez, vi con claridad mi propia experiencia emocional de aquel día; aquellos ojos no podían ocultar una escandalizada sorpresa, a pesar de su fingido desinterés. Desde que regresó al Japón, mi mujer había bebido a veces delante de él, siempre dentro del círculo familiar, pero nunca le había mostrado la embriaguez que dejaba ver en sus ojos y en la superficie de su piel la entrada de aquella escalera de caracol que conducía a la tremenda oscuridad de su interior. Finas gotas de sudor cubrían, como piojos, su estrecha frente, las sombras alrededor de sus ojos, su curvo labio superior y su garganta. Sus ojos empezaban a mostrar el intenso color sanguinolento que significaba que ya nos había perdido de vista a Takashi y a mí. Lenta pero inexorablemente, descendía la escalera de caracol que conducía a aquellas profundidades inquietas que apestaban a whisky y sudor pegajoso.

Como mi mujer no demostraba interés por nada de lo que la rodeaba, Momoko, que había regresado con Hoshio, preparó la cena. Este había desmontado el motor, y lo estaba reparando en la doma, bajo la atenta mirada de los flacos hijos de Jin, envuelto en un débil olor a gasolina, como una neblina transparente. Cuando menos, Hoshio había conseguido transformar el desabrimiento de los niños en respeto. Por mi parte, como no había visto nunca un adolescente tan diligente, olvidé mis prejuicios contra él. Desde que llegamos al valle, Hoshio estaba lleno de confianza en sí mismo, de modo que algo parecido a la belleza de la armonía había aparecido en su cómica cara. Takashi y yo, tumbados enfrente de mi mujer, que bebía whisky en silencio, nos pusimos a escuchar los viejos discos de la colección de nuestra hermana en un vetusto tocadiscos portátil. En su último concierto grabado, Lipatti interpretaba valses de Chopin.

—Nuestra hermana escuchaba el piano de una manera que se salía de lo corriente, ¿verdad? No se perdía una nota, y escuchaba cada sonido. Por muy deprisa que tocara Lipatti, no se le escapaba ni una sola nota que sonara en el piano. Te dabas cuenta de que descomponía la armonía y oía cada nota por separado. Nuestra hermana me enseñó una vez cuántos sonidos hay en este vals en clave de mi menor. Escribí la cifra en un cuaderno, pero lo perdí. De todos modos, el oído de nuestra hermana realmente era algo único, ¿eh? —dijo Takashi en voz baja y ronca. Eran las primeras palabras que le había oído decir acerca de nuestra hermana desde su muerte.

—¿Sabía contar cantidades tan grandes? —le pregunté.

—No. Para eso utilizaba una hoja grande de papel que iba llenando de puntitos de lapicero, como motitas de polvo. Era igual que una fotografía de la Vía Láctea, sólo que los cuerpos celestes eran puntos oscuros. Allí estaba el vals Opus 18 entero. Me pasé muchas horas contando el número de puntos que había en aquel diagrama. Es una pena que perdiera los resultados de mi cálculo. Pero creo que el número de puntos de lapicero que hizo nuestra hermana era el exacto, ¿sabes? —Después de decir eso, Takashi, en tono inesperadamente apaciguador, añadió—: Bien mirado, tu esposa también se sale de lo corriente, ¿no?

Recordé que había usado una expresión muy similar para referirse a mi amigo que se había ahorcado con la cabeza pintada de bermellón, y, profundamente conmovido, la relacioné con lo que acababa de decirme. S también había sido una persona fuera de lo corriente; si Takashi lo sentía así de un modo sincero, no era necesario que yo siguiera intentando corregir los recuerdos de sus sueños. Sus palabras demostraban que había percibido la existencia de algo en lo más hondo del alma de todos aquellos que han muerto presa de un miedo que no pudieron comunicar a nadie más.