3. LA FUERZA DEL BOSQUE

El autobús se paró de golpe en mitad del bosque, como si hubiera chocado. Sujeté a mi mujer, sentada en el asiento del fondo envuelta en una manta de la cabeza a los pies, igual que una momia, para que no se cayera rodando y la devolví a su postura anterior temeroso de los efectos que la brusca interrupción del sueño pudiera tener para ella. Lo que se interponía delante del autobús era una joven campesina con un bulto enorme a la espalda y algo agachado a sus pies, totalmente inmóvil, como un animal. Al mirar con atención, descubrí que era un niño en cuclillas, vuelto hacia el otro lado, y pude distinguir con claridad su culito desnudo y, contra el fondo oscuro del bosque, un montoncito de excrementos amarillos extrañamente claros. El camino forestal, flanqueado de árboles de hoja perenne, descendía de modo gradual por delante del autobús, y la campesina y el niño parecían flotar a unos treinta centímetros del suelo. Sin darme cuenta, saqué la mitad izquierda del cuerpo por la ventanilla para mirar. Cierta sensación de miedo indefinido me puso en guardia contra algo horroroso que podía echárseme encima desde las sombras oscuras de las rocas que mi ciego ojo derecho levantaba en el campo de mi visión. La defecación del niño se prolongó patéticamente. Compadecí su situación, pues me embargaba el mismo sentimiento de prisa, inquietud y vergüenza que a él. Por encima de nuestras cabezas, en el punto del camino donde nos habíamos parado, que era como una zanja profunda rodeada de la oscuridad y el espesor de los árboles de hoja perenne, había un paso angosto de cielo invernal, un cielo vespertino que se iba diluyendo como una corriente de colores cambiantes, y caía sobre nosotros poco a poco. Por la noche, el cielo se cerraría sobre el vasto bosque como la concha de una oreja de mar sobre su carne. Al imaginármelo, me invadió una sensación de claustrofobia. Como me crie en las profundidades de aquel bosque, siempre que lo atravesaba para volver a mi aldea del valle era incapaz de liberarme de aquella angustiosa claustrofobia. En el núcleo de esa sensación estaban enraizados los mismos sentimientos que habían tenido mis antepasados. Perseguidos eternamente por el gigantesco Chosokabe, penetraron más y más en el interior del bosque, hasta que descubrieron una hondonada ahusada que no había sido colonizada y se quedaron en ella. En la hondonada brotaba agua fresca y sana. Mi sensación de claustrofobia era el exacto reflejo de la que sentía el cabecilla de los fugitivos, el primer hombre de mi linaje, cuando se adentraba en las sombras oscuras de las profundidades del bosque en busca de la hondonada que había visto en su imaginación. El Chosokabe es un ser horriblemente gigantesco que vive en todos los lugares y todos los tiempos. Cuando desobedecía, mi abuela me amenazaba: «¡Va a venir el Chosokabe del bosque!», pero el eco de su voz no despertaba la realidad del horriblemente gigantesco Chosokabe que vivía en nuestra propia época sólo en el niño, sino también en ella, una anciana de ochenta años…

Desde que salió de la capital de la provincia, el autobús había viajado cinco horas ininterrumpidamente. Al llegar a la bifurcación del puerto de montaña, salvo mi mujer y yo, todos los pasajeros hicieron transbordo al autobús que baja hasta la costa rodeando el bosque. Desde la capital de la provincia, el camino forestal se adentra en lo más profundo del bosque, llega hasta nuestra hondonada y desciende, siguiendo el río que nace en el valle, para unirse de nuevo a la carretera que va a la costa desde el puerto; es un camino que se usa poco porque resulta peligroso. Al pensar que en este camino por el que atravesamos el corazón del bosque hay continuos desprendimientos, notó una molesta desazón en lo más hondo del alma. Siento que los ojos del bosque me miran, como si fuera un ratón obsesionado por el mal estado del camino, desde la espesura de cedros, pinos y cipreses de diversas especies, de un verdor tan oscuro que parece negro.

Vi que la campesina, con la carga tirándole de la espalda y la cabeza gacha, hablaba moviendo los labios con brusquedad. El niño se puso de pie y se subió el calzón con parsimonia; luego, mirando sus excrementos, trató de tocarlos con la punta del zapato. Al instante, la campesina le pegó en la oreja y le empujó con brusquedad mientras él se protegía la cabeza con los brazos, hasta llegar al lado del autobús. Con los nuevos pasajeros a bordo, el vehículo volvió a rodar en medio del silencio amenazador del bosque. La campesina y el niño avanzaron hasta la trasera del autobús y se sentaron en el asiento que había justo delante del nuestro. La madre se sentó junto a la ventanilla y el niño sobre el brazo del asiento que daba al pasillo, de lado, de modo que su cabeza afeitada y el perfil de su carita, cuya piel tenía mal color, quedó plenamente en nuestro campo visual. Mi mujer, que tenía los ojos sanguinolentos, del color de las ciruelas, y algún resto de embriaguez, clavó la mirada en el niño. No obstante sentir una profunda repugnancia, yo tampoco pude apartar los ojos de él. El color de la cara y la piel del niño tenía el poder de traernos nuestros peores recuerdos. Estaba seguro de que aquella cabeza afeitada y aquella piel exangüe contenían gérmenes capaces de estimular toda la insidiosa amargura y el desconsuelo que anidaban en el corazón de mi mujer, siempre predispuestos a salir a la luz a la menor provocación. Su aspecto nos recordaba demasiado el día en que operaron a nuestro hijo para extirparle «aquello» de la cabeza.

Aquella mañana, mi mujer y yo esperábamos delante del ascensor para pacientes en el piso donde estaban los quirófanos. Cuando por fin se abrieron las puertas exteriores del ascensor, vimos que las rejas verdes de la caja se negaban a abrirse pese a los esfuerzos de la enfermera.

—El niño no quiere que le operen —dijo mi mujer, que miraba desesperadamente a través de las rejas, con los pelos erizados, como si quisiera huir de allí.

A la luz tenue y verdosa, como la que se filtra entre el follaje en verano, a través de las rejas verdes vimos la cabeza, afeitada como la de un criminal, del bebé, tumbado en la camilla que lo traía desde la sala de recién nacidos. Cerraba los ojos con tanta fuerza, que parecían arrugas sobre una piel blancuzca y mortecina, como empolvada. Alzándome de puntillas, pude ver en el lado más alejado de su cabeza el tumor lleno de sangre y líquido espinal, cuyo color siena contrastaba abruptamente con su aspecto débil y fluctuante. Era impresionante. Nos hizo sentir la presencia de una fuerza terrible que no podíamos dominar, pese a llevarla en nuestras entrañas. Quizá cualquier mañana, al despertar, nosotros, los que dimos vida a ese niño y a esa excrecencia más poderosa que él, descubriremos en nuestras cabezas unos tumores parecidos agitándose llenos de vida, con el líquido espinal metabolizándose deprisa y en grandes cantidades entre los racimos de órganos relacionados con nuestra alma… Entonces nos conducirán con las cabezas afeitadas al quirófano, y nos sentiremos como delincuentes. La enfermera dio un puntapié a la puerta. Al oír el golpe, el niño abrió la boca, de un rojo oscuro como una herida, sin dientes, y arrancó a llorar. Todavía podía expresarse mediante el llanto.

—Tengo la impresión de que en cualquier momento el médico va a venir a decirnos: «Bien, les devuelvo a su hijo», y nos entregará el tumor amputado —dijo mi mujer, suspirando mientras la enfermera empujaba la camilla del bebé hacia el quirófano y se perdía tras una pesada puerta.

Me di cuenta de que tanto mi mujer como yo nos habíamos fijado más en la protuberancia anaranjada que en el niño, pálido, inerte, con los ojos cerrados. La operación duró diez horas. Mientras esperábamos, extenuados, me llamaron tres veces a la sala de operaciones, para hacer transfusiones de sangre. La última, al ver la cabeza del bebé manchada de su sangre y la mía, pensé que lo estaban cociendo en caldo de carne. Con las facultades debilitadas por la extracción de sangre, se me ocurrió la idea de que la extirpación de aquel tumor era equivalente a la amputación de una parte indefinida de mi cuerpo, y, realmente, sentí un dolor agudo en lo más hondo de mi ser. Tuve que contenerme para no preguntarles a los médicos, que continuaban operando impasibles, si no estarían extirpándole algo sumamente importante no sólo a mi hijo, sino también a mí…

Por fin, cuando nos devolvieron al niño, convertido ya en un vegetal, sin más reacciones humanas que la de devolver las miradas que le dirigían con sus plácidos ojos castaños, sentí que a mí también me habían amputado un grupo de nervios, lo que añadía una característica nueva a mi personalidad: una tremenda insensibilidad. Sin embargo, la amputación no sólo era patente en mi hijo y en mí: resultaba muchísimo más evidente en mi esposa.

Al penetrar el autobús en el bosque, mi mujer cayó en un profundo mutismo al tiempo que no paraba de beber whisky de una petaca. Aunque los viajeros del autobús, respetable gente de provincias, seguramente lo encontrarían escandaloso, no fui capaz de impedírselo. Sin embargo, antes de dormir un rato, decidió comenzar sobria la nueva vida en la aldea del valle, y tiró la petaca, con el whisky que quedaba, a las profundidades del bosque. Por mi parte, deseé que la borrachera que en aquel instante la conducía al sueño fuera la última. Pero al sentir a mi lado la cálida realidad de sus ojos, aún enrojecidos de sueño, clavados en la cabeza del hijo de la campesina, abandoné la esperanza optimista de que pudiera comenzar sobria esa nueva vida. Mi deseo hubiera sido evitar que se recrudeciera con violencia su peligroso trastorno emocional a causa del tumor del bebé, pero uno dejaba de comprender que no era más que un deseo inútil. La respiración de mi mujer se hizo más profunda e intensa. Lamenté que hubiera tirado el whisky.

El revisor vino hasta la parte trasera del autobús, sacando la barriga para mantener el equilibrio. La campesina hizo caso omiso de su presencia, frunció las cejas con aire de dignidad y volvió la mirada hacia la ventanilla. El niño tampoco reaccionó pero, como no le quitaba el ojo de encima, me di cuenta de que estaba cada vez más tenso. Se me ocurrió que vinieron a sentarse delante de nosotros para evitar al revisor. «¡Billetes!», pidió este. Aunque no le hizo caso al principio, de repente la campesina se puso a hablar por los codos sin dejarle meter baza. Arremetió contra el revisor por exigirle la tarifa fija para el trayecto desde el puerto al valle. Su hijo y ella ya habían recorrido las dos terceras partes del camino. Si al niño no le hubieran dolido las tripas (al decir esto, la campesina le dio un golpe en el hombro al chaval, que se agarró al brazo del asiento), habrían llegado andando hasta el valle. El revisor le explicó que una nueva tarifa mínima regía para el trayecto del puerto al valle. Debido a la falta de pasajeros en la línea, la empresa había cambiado de política. Otro signo, pensé, de la decadencia del camino que cruzaba el bosque. La lógica del revisor pareció abrumar a la joven campesina. Y, de pronto, su sonrosada cara plebeya, hasta entonces encendida de indignación, mostró una reacción que me llenó de sorpresa y diversión. Riéndose, añadió, tan campante:

—¡No tengo dinero!

Su hijo seguía pálido y tenso. El revisor dudó por un instante, le volvió la espalda a la pueblerina y fue a consultar con el conductor. Pensé que podía aprovechar la tonta risita de la campesina para aligerar la tensión que advertía en mi mujer. Me volví hacia ella sonriente, pero vi que tenía la carne de gallina desde la cara hasta el cuello, y sus ojos, fijos en la cara del niño, brillaban febriles. Me sentí confuso al comprender que estaba a punto de desmoronarse. La ira recorrió todo mi ser como una traca que estallaba locamente y de la que no podía escapar. ¿Por qué no le impedí que tirara la petaca de whisky? No sabía qué hacer, pero al fin se me ocurrió la solución:

—¡Bajemos del autobús! Taka debe de haber ido a la parada a esperarnos, así que le diremos al revisor que le avise para que venga a recogernos con el coche.

Mi mujer, como un buceador que lucha contra la terrible presión del agua, me devolvió la mirada con suspicacia y torció lentamente el cuello hacia un lado. Intuí que su mente se debatía entre el miedo que invadía su alma y el terror a ser abandonada por el autobús en mitad del bosque. Mientras buscaba la manera de convencerla, me di cuenta de que, en realidad, era yo quien necesitaba imperiosamente huir del fantasma de nuestro hijo evocado por la cabeza rapada y la piel enfermiza del hijo de la campesina.

—¿Y si no ha llegado el telegrama y Taka y los otros no han ido a esperarnos?

—Aunque tengamos que caminar, llegaremos al valle antes de la noche. Ese niño estaba dispuesto a hacerlo —dije.

—Si es así, yo también prefiero apearme —dijo con una expresión en la que mezclaban un aire de liberación y una indefinible aprensión que me hicieron sentir alivio y pena.

Le hice una seña al revisor, que seguía hablando con el conductor, aunque no perdía de vista a la campesina sin dinero y a su hijo.

—Como mi hermano debe de estar esperándonos en la parada del valle, ¿tendrá la bondad de entregarle el equipaje y decirle que venga a recogernos con el coche? Nosotros nos apearemos aquí y seguiremos andando —le dije al revisor, en cuyos ojos comenzaba a formarse una nube de sorpresa, y me di cuenta, consternado, de que no había pensado en ningún pretexto plausible.

—Me he mareado —dijo mi mujer viniendo en mi ayuda, pero el revisor seguía dudando, o, más bien, rumiando cuanto acababa de decirle, tratando de entenderlo.

—El autobús no baja hasta el valle, porque el puente se derrumbó con la inundación —dijo el revisor.

—¿Una inundación? ¿Una inundación en invierno?

—El verano pasado hubo una inundación, y el puente se derrumbó.

—¿Y está así desde entonces?

—Hay una parada nueva a este lado del puente, y el autobús sólo llega hasta allí, ¿sabe?

—Pues mi hermano estará esperándonos allí. Se apellida Nedokoro —dije, sin comprender por qué no habían reparado el puente desde la crecida del verano.

—Le conozco, ha venido en coche —soltó la campesina, que no se había perdido ni una sílaba de nuestra conversación—. Y si no está en la parada, mi hijo puede ir corriendo a avisar al señor Nedokoro, en el Almacén.

Evidentemente, la joven campesina creía que Almacén era el nombre de la elevación del terreno sobre la cual se alzaba nuestra casa. Veinte años atrás, algunos de mis compañeros de juegos cometían la misma equivocación. De todos modos, me sentí aliviado. Si hubiéramos tenido que andar por el bosque hasta la caída de la noche, la experiencia habría llenado de zozobra y ansiedad el corazón de mi mujer. Y si encima, al hacerse de noche, se hubiera levantado la niebla, la negrura del bosque podría haberle causado un pánico de incalculables consecuencias.

Desde la ventanilla trasera del autobús, que se alejaba dejándonos en el camino forestal, la campesina y el revisor nos miraban hombro con hombro. El pálido hijo de la campesina debía de seguir aferrado al asiento de madera, pues no sacó la cabeza por la ventana para mirar. Al saludarlos[20], el revisor nos contestó amablemente con la mano, pero la joven campesina, sin poder contener una risita, nos hizo un gesto obsceno con el dedo. Enrojecí de rabia y vergüenza, pero mi mujer pareció complacida por aquel insulto. Estaba dominada por un deseo de autoflagelación que ocupaba gran parte de su mente. La joven madre del niño de la cabeza afeitada y la piel áspera, como la de nuestro niño, acababa de satisfacer parte de ese deseo.

Arrebujándonos en nuestros abrigos, mientras nos azotaba el viento húmedo y frío, cargado de intensos olores, avanzamos por el camino forestal de arcilla roja, cubierto de hojas muertas. Cada vez que las puntas de nuestros zapatos apartaban una hoja, aparecía el color bermellón brillante, como la panza de una salamandra acuática, de la superficie de la tierra. A diferencia de cuando era niño, me parecía que la tierra roja ocultaba una amenaza. Ahora que me había vuelto una persona ratonil, vacilante y suspicaz, era natural que el bosque del que había huido y al que regresaba para empezar una nueva vida me mirase con suspicacia. Tan fuerte era la sensación que tenía de ser vigilado, que al pasar de una bandada de pájaros chillando sobre las copas de los árboles, pensé que aquella tierra roja me iba a tragar.

—¿Cómo no nos dijo Taka por teléfono que el puente había sido derribado por la inundación?

—Bastantes cosas tenía que decirte por teléfono, ¿no? —dijo mi mujer, saliendo en su defensa—. Teniendo una historia tan rara que contarte, no es de extrañar que se olvidara de la destrucción del puente, ¿no?

Takashi había salido hacia el pueblo dos semanas antes que nosotros. En compañía de sus amigos, había emprendido el largo viaje a bordo del Citroen. Takashi y Hoshio condujeron febrilmente por turnos, sin más descanso que el trayecto en el transbordador que llevaba a Shikoku, y llegaron a la aldea del valle en tres días. Nos puso una conferencia desde la estafeta de correos y nos hizo saber un extraño suceso ocurrido en el pueblo que le había impresionado mucho: se trataba del insólito caso de una campesina cuarentona, de nombre Jin, que cuidaba de la casa en nuestra ausencia, a cambio de lo cual le permitíamos cultivar las pocas tierras que teníamos. Jin entró en la casa como niñera, al nacer Takashi, y desde entonces nunca la había dejado. Siguió viviendo en ella incluso después de casarse y tener hijos.

Takashi y sus amigos detuvieron el Citroen en la plaza, frente al concejo, en el centro del valle, y, cuando cargaban con el equipaje por la empinada cuesta del estrecho camino de grava hacia la casa, el marido y los hijos de Jin bajaron corriendo a recibirlos. Takashi y sus amigos se sobrecogieron al ver su delgadez, el enfermizo tono oscuro de su piel y, sobre todo, los enormes ojos de pez de aquellas criaturas, que les recordaron la expresión de los niños desheredados de América Central o del Sur. Los debiluchos chavales les arrebataron los equipajes con entusiasmo y los llevaron camino arriba, mientras el cariacontecido marido de Jin, con voz que mostraba un gran enfado, trataba de explicarle algo a Takashi. Sin embargo, estaba tan abrumado por la vergüenza, que mi hermano, pese a hacer un esfuerzo por comprenderle, lo único que entendió, antes de ver a Jin, fue que algo extraordinario le había ocurrido a esta. Finalmente, con cierta desgana, el marido de Jin sacó del bolsillo un recorte doblado del periódico regional y se lo enseñó a Takashi. En el recorte, cuyos dobleces estaban sucios y gastados, había una fotografía tan grande que, sin duda, había hecho alterar la maquetación de aquel día. Al verla, Takashi se quedó pasmado. En la mitad derecha, los delgados miembros de la familia de Jin, vestidos con ropas blancas veraniegas y envarados como si los estuvieran retratando en una boda, estaban encuadrados con meticulosidad. Y lo que llenaba la otra mitad era una gigantesca y gordísima Jin. Vestía un traje estampado de flores, estaba sentada de lado, apoyada en el brazo izquierdo, y parecía el fuelle de una antigua cámara fotográfica. Todos, Jin inclusive, miraban al frente, quietos y pacientes como si estuvieran escuchando a alguien.

Campesina víctima de la bulimia

Un apetito insaciable

«No puedo más», dice su marido

Acabamos de enterarnos de que en esta provincia tenemos a la mujer más gorda del Japón. La «mujer más gorda del Japón» es Jin Tanaki, vecina de la aldea de Ōkubo, en la región forestal al sudeste de la provincia. Casada, de cuarenta y cinco años, es madre de cuatro hijos. Pese a su estatura normal, de 1,53 metros, su peso es extraordinario, nada menos que 132 kilos. Tiene 1,20 metros de pecho, otro tanto de cadera y brazos de 42 centímetros de circunferencia. La señora Jin no siempre ha sido gorda. Hace seis años, pesaba 47 kilos, o sea que estaba más bien delgada. Su «tragedia» comenzó un día, hace seis años, cuando, de repente, comenzó a sentir espasmos en brazos y piernas y la falta de riego cerebral le produjo un desmayo. Aunque recobró el sentido a las pocas horas, desde entonces es víctima de un apetito anormal e insaciable que la obliga a comer sin parar so pena de caer enferma. En cuanto se retrasa un poco una comida, le entran temblores, sollozos y, finalmente, se desmaya.

Ahora come cada hora. Al levantarse, se toma una olla llena de verduras cocidas, batatas y arroz mezclado con trigo. Hasta el mediodía, cada hora, gachas de trigo o fideos instantáneos; para comer, lo mismo que para el desayuno; por la tarde, siempre cada hora, lo mismo que por la mañana; y para cenar un cazo lleno de algas, nabos, rábanos secos y konnyaku[21], con batatas y arroz mezclado con trigo. Esa es su dieta diaria. Este apetito extraordinario ha triplicado por tres su peso en estos seis años, y sigue engordando.

Quien lo pasa peor es su marido. No es fácil conseguir todos los alimentos que exige el estómago de su esposa. Sobre todo, tan grandes cantidades de fideos instantáneos suponen un gasto considerable. Aunque la señora Jin gana algo cosiendo, dadas las horribles exigencias de su estómago no es más que una gota en un cubo de agua. El municipio le da una ayuda mensual, pero no es suficiente.

«No puedo estar mucho tiempo en pie, me canso al cuarto de hora. También me cansa coser, así que me paso casi todo el día sentada. Como no puedo montarme en el autobús, para ir al hospital de la Cruz Roja tienen que subirme a un camión. Por las noches no duermo bien, y sueño mucho», dice la señora Jin.

Takashi se quedó pasmado y entonces el marido de Jin le pidió disculpas por haberle alquilado el edificio principal a un maestro de enseñanza primaria a fin de ganar algo de dinero, dadas las circunstancias, pero le aseguró que el maestro se quedaría a dormir en una habitación de la escuela durante la estancia de Takashi y sus amigos. Eso era lo que más preocupaba al marido de Jin.

—Jin estaba sentada en un rincón oscuro de una habitación junto a la entrada de la casa, pero no parecía demasiado afectada por su desgracia. Sólo repetía que era muy triste haber engordado tanto. Cuando vengáis, Mitsu, el mejor regalo que podéis traerle es una caja de fideos instantáneos —nos dijo Takashi.

Antes de partir, mi mujer se lo explicó a sus padres, y mi suegro, que pese a su edad tenía un grado de comprensión poco habitual hacia estas tragicomedias de la vida, le encargó a un fabricante media docena de cajas de fideos instantáneos, siguiendo la sugerencia de Takashi. Antes de salir, mandamos por tren la comida para la «mujer más gorda del Japón».

El camino por el que avanzábamos y el bosque que lo ceñía a ambos lados se extendían infinita y monótonamente ante nosotros. A causa de la mala perspectiva de mi ojo, tenía la impresión de estar marcando el paso sin moverme.

—Me parece que el cielo está rojizo. ¿Será por culpa de mis ojos? No puede ser que las cosas se vuelvan rojas porque tenga los ojos enrojecidos, ¿verdad, Mitsu?

Miré hacia arriba. Las sombras negras de los árboles caían a ambos lados como cortinas, pero el tono rojizo que tomaba el cielo grisáceo que se veía por la estrecha franja no era ninguna ilusión.

—Es el crepúsculo. Y, además, ya no tienes los ojos rojos.

—Como he vivido siempre en la ciudad, no se me ocurrió que se tratara simplemente del anochecer, Mitsu —se justificó—. El gris mezclado con el rojo es exacto al color del cerebro en las fotos de los diccionarios médicos, ¿verdad?

Seguía dando vueltas, perdida, por el círculo de imágenes ligadas a nuestros infelices recuerdos; la cabeza afeitada del niño del autobús le había hecho pensar en la del nuestro y en la materia que se había derramado de su interior. De sus ojos había desaparecido todo rastro de embriaguez, y, desvanecida su sanguinolencia, eran dos orificios de color gris oscuro. Y la piel de su cara estaba cubierta de minúsculas escamas tan bien ordenadas como las hojas de los cedros del bosque. Se me empezó a ocurrir una idea, cuya llegada era precedida por el ácido sabor del miedo en mi boca.

De pronto apareció en dirección a nosotros un jeep que corría como una bestia enfurecida, lanzando al vuelo hojas muertas y tierra. Su llegada me devolvió el sentido de la perspectiva y me liberó de la sensación de caminar sin avanzar.

—¡Taka ha venido a buscarnos!

—Pero ¿qué le habrá pasado al Citroen? —pregunté, reaccionando a la evidente alegría de su voz al tiempo que reconocía en la loca carrera del jeep la marca inequívoca del estilo violento de Taka.

—¡Es Taka, Mitsu! —insistió, llena de confianza.

El jeep, a unos cinco metros delante de nosotros, levantó una ola de tierra roja, metió el morro contra la hierba marchita de la vera del camino y, después de rozar un árbol con el guardabarros, sin aminorar la velocidad, dio marcha atrás para cambiar de sentido y se detuvo. Mi mujer se deshizo del brazo que extendí para protegerla del jeep, el cual se me quedó colgando en el aire. Esperé que los ojos de Takashi, que había girado el cuerpo en el asiento para volver la cabeza hacia nosotros, no hubieran visto aquel gesto.

—¡Hola, Natchan[22], hola, Mitsu! —nos dijo alegremente Takashi a modo de saludo. Iba vestido con un traje de goma y una capucha sobre los hombros, como un bombero.

—Gracias, Taka —dijo sonriente mi mujer, que había recuperado la vivacidad perdida desde que se despertó en el autobús.

—Dicen que se ha caído el puente.

—Así es. Nos las arreglamos para llevar el Citroen hasta el valle, pero habría resultado un tanto peligroso venir en él hasta aquí, ¿sabes?, así que el guarda forestal me ha dejado su jeep para venir. Resulta que se acordaba de mí, e incluso me prestó este chubasquero de goma. —Hablaba con cándido orgullo—. Siéntate atrás, Mitsu. Natchan irá mejor delante.

—Gracias, Taka.

—Hoshio se encarga del equipaje; sólo tiene que cruzar el río por donde estaba el puente, y al otro lado ya podrá usar el Citroen. —Mientras hablaba puso en marcha el jeep, con un cuidado que no tenía nada que ver con su manera de conducir al venir a buscarnos.

—¿Cómo está Jin?

—Cuando la vi por primera vez, me asusté. Aunque a veces parece un monstruo, esa cara tan oronda le da un aspecto juvenil y agradable. De las cuarentonas de la aldea, debe de ser la más atractiva, ¡ja, ja, ja! Por cierto, quedó embarazada de su último hijo cuando ya estaba gordísima, o sea, que no había perdido el atractivo sexual para su marido, a pesar de sus más de cien kilos, ¿no?

—¿Lo están pasando mal?

—No tanto como decía el periódico. Igual que a mí, al periodista debió engañarle la cara tan horriblemente triste del marido de Jin. La razón de que no lo pasen mal es que los habitantes de la aldea le llevan a Jin toda clase de comida. Me intrigó por qué harían algo así esos tacaños del pueblo durante seis años, de modo que cuando me encontré con el monje del templo, que había sido compañero de clase de nuestro hermano S, se lo pregunté, y me dijo que es porque la gente del pueblo quisiera mejorar su nivel de vida, pero no puede. Y, mira por dónde, de pronto aparece entre ellos un ser extraño que engorda hasta pesar más de cien kilos y lo convierten en un objeto de culto. Al ser víctima de esa misteriosa y desesperante enfermedad, Jin se ha convertido en una especie de cordero que cargará con las desgracias de todos los habitantes del pueblo. Esa es la explicación del monje. Es un tipo muy filosófico, ¿sabes? Se ha vuelto así a causa de vivir haciéndose responsable de todas las almas del valle. Tienes que conocerle, Mitsu, es el hombre más inteligente de la comarca —dijo Takashi.

Las palabras de Takashi me impresionaron vivamente. La idea de un cordero que cargara con las desgracias de todos los habitantes del valle despertaba un confuso recuerdo en lo más profundo de mi ser.

—Mitsu, ¿te acuerdas de un loco que se llama Gii? —dijo Takashi, sacándome de la búsqueda silenciosa de mis recuerdos.

—¿Gii el Eremita, que vivía en el bosque?

—Ese. El loco que baja por las noches a la aldea.

—¡Claro que me acuerdo! Su verdadero nombre es Giichiro. Le conozco bien. En el pueblo hay niños que sólo conocen su leyenda. Los hay que hasta creen que Gii es un fantasma que duerme por el día en el bosque y por las noches merodea por el pueblo. Pero como mi casa está entre el bosque y el pueblo, podía ver a Gii bajar al anochecer por el camino de grava —le expliqué a mi mujer, que no podía comprender nuestra conversación—. Gii bajaba la cuesta con una agilidad misteriosa, como un perro salvaje. Le seguíamos con la vista hasta que se perdía en el valle envuelto en la oscuridad de la noche. Recorría el estrecho intervalo entre el día y la noche con una precisión extraordinaria. Por lo que recuerdo, Gii llevaba siempre la cabeza penosamente inclinada hacia adelante y se movía con rapidez entre las sombras.

—¡Yo he hablado con Gii el Eremita! —dijo Takashi, sin hacer caso de mis recuerdos cargados de admiración—. En mitad de la noche, me pregunté dónde podría encontrar algo de comida, así que me di una vuelta por el pueblo, en el coche. Se me había olvidado hacer las compras por la mañana, ¿sabes? Pero el supermercado estaba cerrado, y las otras tiendas también, porque se han arruinado a causa de la competencia, así que sólo me encontré con Gii.

—¡Conque sigue vivo Gii el Eremita…! ¡Esa sí que es buena! Pero debe de ser muy viejo, ¿no? Qué raro es que viva tanto tiempo un loco que habita en mitad del bosque, ¿no?

—La verdad es que Gii no da la impresión de ser viejo. Como estaba oscuro, no pude distinguirle bien, pero calculé que tendrá cincuenta y tantos años. Sus orejas son pequeñísimas, pero no parece loco; sólo esas orejas tan diminutas traicionan hasta cierto punto todos esos años de locura acumulada. Se interesó por el coche, y apareció bruscamente en medio de la oscuridad. Al saludarle Momoko, se puso muy serio y se presentó a sí mismo, diciendo: «Soy Gii, el Eremita». Y al explicarle que yo era hijo de Nedokoro, dijo que se acordaba de mí, y de haber hablado conmigo. Pero yo no me acuerdo para nada de Gii. ¡Qué pena!, ¿eh?

—Gii el Eremita se refiere a mí. Cuando licenciaron a nuestro hermano S, vino a verle y estuvo hablando con nosotros. Gii quería saber si la guerra había terminado de verdad. Resulta que Gii se había echado al monte para no servir en el ejército; fue el único recluta del pueblo que desertó. Aunque S le explicó que ya no tenía que esconderse, Gii no podía volver al pueblo. De haber vivido en la ciudad, después de la guerra habría sido un héroe por algún tiempo, pero aquí, una vez se había escapado al bosque fingiéndose loco, nunca le permitirían volver a integrarse en la sociedad del pueblo. Como durante la guerra para los habitantes del pueblo había sido un loco, llegada la paz tenía que seguir viviendo de la misma manera —dije. Me envolvió una sensación entrañable y cálida, tan fuerte, que me dejó casi obnubilado—. Pero no esperaba que Gii el Eremita siguiera vivo. Sin duda, lo ha debido pasar muy mal.

—Pues no parece nada decrépito, es el «supermán» del bosque, ¡ja, ja, ja! Después de despedirnos de él, dimos una vuelta por el valle, y al volver, a la luz de los faros, vimos a Gii dando brincos como una liebre juguetona, con una agilidad asombrosa. Aunque parecía que daba saltos para escapar de la luz, creo que nos estaba haciendo una exhibición de lo sano y ágil que está, ¿sabes? ¡Vaya loco más simpático, ja, ja, ja!

Cuando yo era niño, siempre había un loco en el pueblo que vivía solo. Aunque en el valle teníamos varios neuróticos y retrasados mentales, locos, lo que se dice locos, sólo había uno. No podía haber dos locos auténticos al mismo tiempo, y nunca nos quedábamos sin loco oficial. Era como si la sociedad del pueblo hubiera fijado el número de chiflados en uno, y fuera un miembro indispensable de la comunidad que no podía faltar. Recuerdo que de vez en cuando cambiábamos de loco como se cambia de rey, pero nunca había dos a la vez. Así fue como, hacia el final de la guerra, Gii el Eremita pasó a monopolizar ese papel. Los rumores acerca de Gii hicieron venir a la policía militar desde la capital, para investigar. El grupo de reservistas del pueblo dio una batida por el monte, pero probablemente ninguno se lo tomó en serio, y además el interior del bosque estaba plagado de árboles caídos y enredaderas, y había zonas pantanosas al acecho, y en ciertos lugares el bosque se convertía en selva impenetrable, de modo que, como cabía esperar, no pudieron atrapar a Gii. En la plaza del concejo (que queda justo al pie de mi casa, desde donde lo observé todo sentado en el borde del largo muro de piedra) la policía militar esperaba bajo unos toldos que habían levantado, y la madre de Gii, casi arrastrándose de rodillas, se pasó el día rogando y sollozando alrededor de los toldos rojos y blancos. Al día siguiente, al marcharse del valle la policía militar, volvió a ser una lugareña corriente y regresó a sus ocupaciones la mar de sonriente.

Gii el Eremita era lo que en el pueblo consideraban un «hombre instruido», porque asistió a clase en la escuela nocturna y había trabajado como maestro auxiliar. Una vez, una pandilla de gamberros borrachos, recién licenciados del ejército, se apostaron de madrugada por el valle para cazar a Gii cuando bajara por comida. Una mañana, varios días después, apareció escrito en el tablón de anuncios que había colocado en la plaza el movimiento local para la democratización un poema atribuido a Gii el Eremita. Aunque S insistió que era de Kenji Miyazawa, todavía no lo he encontrado en la colección de sus poemas: «Gran entretenimiento es ese al que os dedicáis / de arrojar piedras, que para mí son muerte. / ¿Visteis cuán pálida y extraña se puso mi faz?».

Cuando leí ese poema, rodeado del gentío que se regocijaba, me pregunté quién sería la persona a la que se dirigía Gii, si es que era él el autor del escrito, que había visto «tan pálida y extraña su faz». Le pregunté a S, pero, en vez de responderme, apretó los labios, palideció, puso una cara muy rara y me echó con cajas destempladas apretando el puño y mirándome sañudo.

—Le pregunté a Gii si su vida eremítica en el bosque no estaría en peligro a causa de los esfuerzos que hace el hombre en estos últimos tiempos por dominarlo y me interrumpió con decisión diciendo que la fuerza del bosque aumenta continuamente y muy pronto este se tragará a todo el pueblo. Asegura que, en pocos años, esa fuerza se ha tornado tan grande, que no tardará en engullir el valle. Está convencido de que prueba de ello es que el río, que nace en el bosque, ha derrumbado el puente por primera vez en cincuenta años. Me pregunto si esa forma de hablar será consecuencia de su locura…

—A mí no me parece loco, Taka —le interrumpió mi mujer, que había guardado silencio hasta entonces—. Desde que subí al autobús, yo también he sentido que la fuerza del bosque aumentaba. Me oprimía de tal modo que tenía la sensación de ir a desmayarme. Si yo fuera Gii el Eremita, en vez de esconderme en ese bosque tan horrible me iría con gusto al ejército.

—Es probable que Natchan acabara sintiendo lo mismo que Gii —dijo Takashi—. Las personas que le tienen tanto miedo al bosque parecen absolutamente opuestas a las que se vuelven locas y buscan refugio en él, pero desde el punto de vista psicológico son muy semejantes.

Esto me dio una pista de las flores que hubieran podido nacer de las semillas del miedo que había en la áspera piel de mi mujer, de no haber aparecido él en el jeep. Corté la cadena de asociaciones en las que veía a mi mujer corriendo enloquecida hacia las profundidades del bosque. Recordé lo que escribió en cierta ocasión el folklorista Kunio Yanagida: «Desnuda, con sólo un harapo en la cintura, el pelo llameante y brillantes ojos azules… La cuestión más importante es saber si las campesinas que huían al monte lo hacían empujadas por algún ataque de locura como consecuencia del parto».

—Taka, ¿sabes si venden whisky en la tienda del pueblo? —le pregunté, aguijoneado por el instinto de conservación.

—Mitsu se opone a mi decisión de permanecer sobria, Taka.

—No, es para mí. Tú debes unirte a los abstemios amigos de Taka.

—Lo único que me preocupa es si podré dormir sin beber whisky. Ya no tengo ganas de emborracharme sin más cada noche. Cuando Hoshi dejó la bebida, ¿sufrió insomnio?

—La verdad es que no sé si Hoshio era un gran bebedor. Es posible que diga esas cosas y, sin embargo, no haya bebido nunca ni una gota. Como quiere presumir de un pasado heroico, y no tiene edad para ello, ¡quién sabe las mentiras que inventa! —dijo Takashi—. Las explicaciones de las cuestiones sexuales que le da a Momoko son ridículas. A pesar de que ninguno de los dos tiene la menor experiencia sexual, se creen que adoptar la actitud del experto al hablar de esas cosas es algo heroico, ¡ja, ja, ja!

—Pues entonces tendré que practicar la sobriedad yo sólita, y sin ayuda —dijo mi mujer, claramente decepcionada; su observación sonaba demasiado afligida para hacerle objeción alguna.

Las puntas de las ramas de los árboles, inclinadas en la misma dirección que el viento, atrapaban el cielo, que se oscurecía poco a poco con un tinte rojo del color de la piel quemada. Por encima del camino forestal se movía una neblina baja. Parecía una miasma que, surgiendo de lo más hondo de las raíces del bosque que rodeaba el camino, se arrastraba lentamente a la altura de las ruedas del jeep. Teníamos que salir del bosque antes de que la niebla trepara hasta la altura de nuestros ojos. Takashi aceleró con cuidado. Por fin, el jeep dejó el bosque, inesperadamente, y salió a un pequeño llano donde pudimos explayar la vista. El jeep se detuvo y contemplamos la hondonada ahusada bajo el sombrío cielo rojizo, rodeada hasta donde alcanzaba la vista por el denso bosque, semejante a una sombra uniforme y oscura. El camino que habíamos recorrido en el jeep doblaba en ángulo recto en el llano y bajaba directamente, siguiendo la pendiente del bosque, hasta la entrada del valle, donde a la altura del puente se unía en un cruce con el camino de grava que conducía al valle y la carretera asfaltada que, en sentido contrario, rodeaba el pie del llano y seguía el curso del río que descendía hasta la costa. Visto desde el llano donde nos encontrábamos, el camino que ascendía por la hondonada desaparecía de repente en medio del bosque al otro lado, como un río de arena. Desde lo alto, el pueblo y los campos y arrozales que lo rodeaban parecían caber en un puño, debido a que la densidad del bosque que rodeaba la hondonada hacía perder el sentido de las dimensiones reales de las cosas. Como había dicho el eremita loco, nuestra hondonada era un ser débil que apenas podía resistirse al empuje del bosque. En realidad, en vez de considerar que nuestra hondonada tenía entidad propia, hubiera sido más lógico decir que era, simplemente, un lugar donde no había árboles. Al acostumbrarse a la sensación de que tan sólo los árboles del entorno eran reales, uno casi podía ver un enorme manto de olvido cerniéndose sobre la hondonada. La niebla subía desde el río que cruzaba el fondo del valle, y la aldea estaba ya envuelta por ella. Aunque la casa de mi familia se levanta en una loma, la vista era borrosa y sólo se apreciaba la blancura del muro de piedra. Quise indicarle a mi mujer la situación de la casa, pero el intenso dolor denso de mi ojo no me permitió mirar durante mucho rato hacia el lugar donde se encontraba.

—Veré si puedo encontrar una botella de whisky, Mitsu —dijo mi mujer, con voz conciliadora y tímida.

Takashi nos contemplaba con profundo interés.

—Sería mejor que bebieras agua, ¿no crees? Hay una fuente por aquí de la que, según la gente del valle, mana el agua más rica de todo el bosque. Si no se ha secado, claro —dije invitándola a seguirme.

La fuente no se había secado. Al pie de la pendiente del lado del bosque, en el camino, el manantial brotaba inesperadamente de un rincón, formando un charco grande como la circunferencia de los brazos de un hombre. El agua manaba en abundancia, y formaba un riachuelo que corría hasta el valle. Al lado del charco del manantial había varios hornos, viejos y nuevos, dentro de los cuales había tierra y piedras calcinadas y de aspecto desagradable. Cuando era niño, construimos un horno así al lado del manantial, y cocinamos arroz y miso[23].

Todos los años, dos veces, se repetía el ritual de que cada chaval eligiera el grupo con el que acamparía, fijándose así la distribución en pandillas de los niños del valle. Aunque sólo era un juego que duraba dos días, en primavera y en otoño, los grupos que se formaban perduraban todo un año. Nada era más terriblemente humillante que ser expulsado del grupo del que se había formado parte. Al ponerme en cuclillas para beber agua de la fuente, tuve una súbita certeza: la de que los guijarros redondos, de color azul grisáceo, rojo y blanco, del fondo del charco, cuyo brillo aún parecía reflejar la luz del día, la fina arena que subía y enturbiaba el agua ligeramente, y el débil temblor de la superficie del agua, todo, era idéntico a lo que se había visto veinte años antes. El agua que fluía incesantemente me parecía también, sin duda, la misma; era una certeza carente de base, pero, para mí, convincente. Y esa misma convicción se convirtió en un sentimiento de que el hombre que ahora estaba en cuclillas no era el niño que había estado allí, de que no había continuidad ni consistencia entre aquellos dos seres, y de que el hombre que estaba allí ahora en cuclillas era un extraño. El hombre actual había perdido su identidad. Ni dentro ni fuera de mí había clave alguna para recuperarla. Las diminutas ondas del agua transparente del charco tintineaban y parecían decirles a mis oídos: «No eres más que un ratón». Cerré los ojos y sorbí el agua. Se me encogieron las encías y en la lengua me quedó el sabor de la sangre. Al levantarme, mi mujer se puso en cuclillas, imitándome obediente, como si yo fuera un modelo experto en el modo de beber agua del manantial. No obstante, para el agua del charco yo ya no era más que un perfecto desconocido que había cruzado el bosque por primera vez, igual que mi mujer. Me dieron escalofríos. El frío penetrante volvió a introducirse en mi consciencia. Temblando también, mi mujer se levantó, tratando de sonreír para indicarme que el agua estaba buena, pero al contraer sus labios morados me pareció ver enfado en sus dientes. Al volver en silencio, hombro con hombro, al jeep, temblando de frío, Takashi apartó los ojos, como si hubiera visto algo que le apenara.

Descendimos hacia el valle entre la niebla, que aumentaba en espesor y profundidad, con el motor parado y muy atentos. El silencio sólo era roto por el sonido de los guijarros que hacían saltar las ruedas, el ruido del parabrisas al cortar el viento y el débil murmullo de las hojas que caían de los pinos rojos y los altos robles y hayas que cubren la inclinada pendiente entre el camino que baja hasta el valle y la carretera. Las hojas que caían de las ramas altas, empujadas por una fuerza horizontal, más que caer parecían fluir de lado con lentitud, levantando pequeños crujidos al posarse.

—Natchan, ¿sabes silbar? —preguntó Takashi, muy serio.

—Pues claro —contestó ella, poniéndose en guardia.

—Al hacerse de noche, la gente del pueblo se enfada de verdad si alguien se pone a silbar. Mitsu, ¿te acuerdas de esos tabúes del valle? —preguntó Takashi con un tono desenfadado que no armonizaba con mi estado de ánimo.

—¡Claro que me acuerdo! Se dice que si silbas de noche sale del bosque una criatura sobrenatural. La abuela decía que venía el Chosokabe.

—¿Ah, sí? Ahora que he vuelto al valle, me he dado cuenta de las muchas cosas que he olvidado. E incluso no estoy muy seguro de las que creo recordar. En los Estados Unidos he oído muchas veces la palabra uprooted[24], y ahora que he vuelto al valle para tratar de identificar mis raíces, resulta que las han arrancado de cuajo y me siento como una hierba desarraigada, de modo que soy un uprooted. Ahora tengo que echar nuevas raíces aquí, y para eso creo que necesito emprender algo. No sé con exactitud qué, pero tengo el fuerte presentimiento de que debo hacer algo. Sea como sea, no por haber vuelto a mi pueblo natal voy a encontrarme mis raíces enterradas con todo cuidado. Seguro que pensarás que son sentimentalismos, pero no hay ni rastro de la choza de ramas y paja, Mitsu —dijo Takashi mostrando un abatimiento desesperanzado muy poco propio de su edad—. Ni siquiera me acordaba claramente de Jin. Aunque no hubiera engordado tanto, seguro que no la habría reconocido. Cuando se puso a llorar porque veía en mí los vestigios del niño que había cuidado, me dio miedo que aquella mujerona me abrazara con sus brazos grasientos y abultados. ¡Ojalá no se diera cuenta de mi aprensión!

Cuando llegamos al valle ya era de noche. Desde el otro lado de los tablones provisionales, que se apoyaban en los pilares de hormigón retorcidos en distintos ángulos del destruido puente, nos llegó la señal alegre del claxon con que nos recibían los adolescentes, aunque no éramos capaces de distinguir el Citroen en la oscuridad. Takashi, que había ido a devolverle el jeep y el traje de goma al guardabosques, llevaba puesta la ropa de cazador que se había traído de los Estados Unidos y parecía haber encogido de repente a causa del frío. Me imaginé a mi hermano menor representando a un activista estudiantil arrepentido ante los ciudadanos de los Estados Unidos… Y sin embargo, al levantar la vista y recorrer con ella el valle, quien tenía que soportar las burlas del ominoso bosque sombrío, que gritaba «¡No eres más que un ratón!», no era mi hermano, sino yo. Dentro de mí, lleno de tensión mientras cruzaba el peligroso puente provisional de tablones ayudando a mi mujer, sentí que las semillas de la alegría de volver al valle seguían sin brotar. Las heladas espinas del aire que subía de la oscura superficie del agua a nuestros pies me hirieron los ojos, y el único que veía pareció nublarse. Desde abajo, a nuestras espaldas, llegó el cacareo de unos pájaros que no pude identificar.

—Son gallinas. El club de jóvenes del pueblo tiene una granja donde estuvieron alojados los coreanos.

A unos cien metros del puente, más abajo de la carretera asfaltada que llevaba a la costa, se alzaba un grupo de casas que habían albergado a los coreanos condenados a trabajos forzados como leñadores en el bosque. Al cruzar el centro del puente, el cacareo de las gallinas llegó claramente a nuestros oídos.

—¿Las gallinas cacarean a estas horas?

—La gente dice que las gallinas se están muriendo de hambre, varios miles de ellas se estarán quejando porque no tienen comida.

Entre mis brazos, mi mujer temblaba sin cesar.

—Los jóvenes del valle son incapaces de hacer nada a derechas si no tienen quien les dirija. Si no aparece alguien como el hermano menor del bisabuelo, no moverán ni un dedo. No saben cómo salir de un atolladero por sus propios medios —dijo Takashi, claramente disgustado—. Eso es lo primero que aprendí de los extraños que viven aquí, Mitsu.