La tarde del día en que recibimos un telegrama de mi hermano menor diciendo que llegaba al aeropuerto de Haneda tras cortar repentinamente su vida vagabunda por los Estados Unidos, mi mujer y yo nos encontramos en el aeropuerto con dos jóvenes amigos suyos, un chico y una chica. El avión llegaría con retraso, porque había una tormenta sobre el Pacífico. Nosotros, los que íbamos a recibir a Takashi Nedokoro, tomamos una habitación en un hotel del aeropuerto para esperar la llegada del avión. Mi mujer, de espaldas a una ventana cubierta por una persiana veneciana de plástico (que no impedía totalmente el paso de la luz exterior, pues en la sala flotaba una débil claridad, como de humo que no puede escapar), se sentó en una butaca baja, con la cara en la sombra para que nadie viera su expresión, y empezó a beber whisky en silencio. Su mano izquierda, oscura como la rama húmeda de un árbol, sostenía un vaso de cristal finamente tallado, y a sus pies descalzos, junto a los zapatos, había una botella de whisky y un cubo de hielo. Se había traído el whisky de casa y había pedido el hielo en el hotel.
Los amigos de mi hermano, sentados en la cama, que tenía la colcha puesta, con las rodillas en la barbilla, apretados como cachorros en la madriguera, veían un programa deportivo en un televisor de transistores que zumbaba como un mosquito. Había visto un par de veces a aquellos dos jóvenes, Hoshio y Momoko, que debían de tener unos dieciocho años. Inmediatamente después de que mi hermano desapareciera tras dejar que mi amigo le pagara los antibióticos, los dos vinieron a verme, deseosos de conocer su nuevo paradero. Algunos meses más tarde volvieron a visitarme; al parecer, habían recibido noticias de mi hermano, pues tenían una dirección para ponerse en contacto con él que se negaron a darme; se limitaron a pedirme dinero para comprar algunas cosas que necesitaba y enviárselas. Su personalidad no causó particular impresión ni en mí ni en mi mujer, pero sí el modo en que la ausencia de mi hermano parecía haberlos dejado desorientados, así como la devoción que eso sugería.
Mientras me bebía una cerveza, que parecía negra en la penumbra de la habitación, observaba a través de los listones de la persiana el inmenso espacio donde los pesados aviones de reacción y los heroicos aparatos de hélices despegaban y aterrizaban ininterrumpidamente. La distancia entre las pistas y la habitación donde nos refugiábamos tras la persiana era salvada por una pasarela de hormigón y acero que quedaba más o menos a la altura de mis ojos. Un grupo de alumnas de una escuela que visitaba el aeropuerto cruzó la pasarela; todas iban inclinadas hacia adelante, precavidas. Al llegar el grupo de niñitas uniformadas a lo más alto de la pasarela, por un instante parecieron ascender hacia el cielo como un avión que despegara de la pista. Fue algo insólitamente turbador. Pero lo que en un principio imaginé que eran los zapatos de las niñas que salían volando de sus pies, resultaron ser palomas asustadas, y una de ellas, con movimientos extraños, como si hubiera recibido un tiro, vino a posarse en los ladrillos del estrecho alféizar que había al otro lado de la persiana. Al mirarla detenidamente, vi que era coja. Tal vez por falta de ejercicio, estaba demasiado gorda para aterrizar con suavidad. Desde el hinchado cuello hasta la panza, su plumaje era oscuro como la piel de la mano de mi mujer. La gorda paloma salió volando de improviso (aunque al otro lado del cristal insonorizado hubiera sonado un ruido fuerte que la hubiera asustado, como a este lado no se oía, cuanto sucedía en el exterior parecía incoherente) y se detuvo estática a unos veinte centímetros de mis ojos, como una mancha negra en un test de análisis psicológico, antes de echar a volar y perderse en un santiamén. Asustado, me eché hacia atrás. Y, al volverme, vi que mi mujer, que seguía con el vaso en la mano, y los amigos de mi hermano, que habían levantado los ojos del televisor, me miraban, obviamente sorprendidos por mi brusco movimiento. Para ocultar mi turbación, dije:
—Debe de ser una tormenta muy virulenta para que el avión se retrase tanto, ¿no?
—No hay manera de saberlo.
—Si el avión da sacudidas fuertes, se asustará mucho. Le da miedo la muerte, y más si es dolorosa.
—Dicen que en los accidentes de aviación la muerte es instantánea y no se sufre.
—¡Taka no es miedoso! —exclamó Hoshio con voz tensa interrumpiendo la conversación entre mi mujer y yo. Como eran las primeras palabras que salían de su boca aquella tarde, aparte de los saludos, me llamaron la atención.
—¡Claro que sí! Más bien ha sido un miedica toda la vida. Siendo aún niño, se hizo un corte de nada en un dedo, por el que salía una centésima de miligramo de sangre, y vomitó y se desmayó.
Aquella sangre le salió porque le pinché ligeramente la yema del dedo corazón con un cuchillo. Fanfarroneando, había dicho que podía cortarse la palma de la mano sin inmutarse. Y entonces traté de asustarle. Solía vanagloriarse de que no temía a la violencia, ni al dolor físico, ni a la muerte, y cada vez le demostraba que no era así, lo que acabó convirtiéndose en un juego, pues mi hermano deseaba apasionadamente que pusieran a prueba su valor.
—Le salió sangre de una herida en la punta del dedo corazón —le expliqué con detalle, para mofarme del devoto defensor de mi hermano— hasta que se formó una bolita, pequeña como un ojo de angula. Mientras la mirábamos, vomitó y se desmayó.
—¡Taka no es miedoso! En las manifestaciones de junio pude ver cuánto valor tiene. Taka no mostró miedo, ni mucho menos.
Me intrigaba profundamente aquella adhesión incondicional y obcecada del amigo de mi hermano. Mi mujer también prestaba atención y tenía los ojos fijos en Hoshio. Volví a mirar al joven, que se había sentado derecho en la cama y ahora me devolvía la mirada. Tenía aspecto de acabar de salir del campo, es decir, parecía un joven campesino recién emigrado a la ciudad. Aunque sus facciones toscas no eran feas por separado, parecían darse la espalda entre sí, lo que le confería un aspecto cómico. El aire de simpleza, mitad hosco y mitad despreocupado, que cubría su cara como una red transparente, era característico del muchacho campesino. Su chaqueta de gruesa lana color ocre, aunque la llevaba con gran cuidado, no tardaría en arrugarse y perder la forma hasta parecerse a un gran gato muerto.
—Aunque Taka deseaba convertirse en un matón, en uno de esos hombres que llevan una vida de violencia, las pocas veces que lo conseguía, más bien daba la impresión de ser un aspirante a macarra, ¿sabes? ¿No crees que eso no es lo mismo que la valentía? —No me interesaba convencerle, pero esperaba terminar la discusión con aquel comentario irónico—. ¿Qué quieres beber, chico, whisky o cerveza?
—¡Yo no bebo! —replicó el joven, en un tono en que se mezclaban la suspicacia y el disgusto, al tiempo que estiraba un brazo con la palma de la mano levantada, en gesto de rechazo—. Taka dice que quienes beben son débiles al ser atacados. ¡Asegura que si los bebedores lucharan con los abstemios, en igualdad de fuerzas y de técnica, los abstemios ganarían sin lugar a dudas!
Algo intimidado, abrí otra cerveza y le serví whisky a mi mujer, quien mostraba un interés y una vivacidad que hacía meses que no veía en ella. Asiendo nuestros vasos con el aire de dos alcohólicos aliados en una resistencia desesperada frente a las fuerzas superiores de los abstemios, nos enfrentamos a la palma rosada de la mano del joven, que seguía vuelta hacia nosotros. Bastaba una mirada a aquella corta palma para adivinar por su aspecto cuán poco tiempo había transcurrido desde que abandonó el campo.
—Sin duda, Taka es como dices. Aún no conozco a mi cuñado, pero me alegro de saber que es un joven tan recto.
Al decirle esto mi mujer, Hoshio agitó el brazo con fuerza, como diciendo que no toleraba que le tomara el pelo una mujer borracha, y apartó la cara con rabia, para volver a mirar el aburrido programa deportivo de la tele. En voz baja, le preguntó a la chica cuál era el tanteo del equipo atacante; mientras tanto, mi mujer y yo, sin saber qué decir, callábamos y sorbíamos nuestras bebidas.
El avión seguía sin llegar. Temí que se retrasara eternamente. A medianoche la situación no había cambiado. Visto a través de los listones de la persiana, el aeropuerto parecía una bóveda pálidamente iluminada en la que luces de cálidos tonos azules y ardientes anaranjados horadaban la oscuridad de un blanco lechoso sucio que cubría la metrópoli, como si la noche, al llegar a los límites de la bóveda, se hubiera quedado colgada del cielo, inmóvil para siempre. Cansados, apagamos la luz de la habitación, que siguió iluminada por la vaga fosforescencia que emitía el televisor, pues al terminar la emisión los amigos de mi hermano no se habían molestado en apagarlo. Me parecía que seguía zumbando como un mosquito, pero no estaba seguro de que aquel ruido no procediera de mi cabeza.
Con la espalda vuelta hacia las pistas, en actitud de rechazar anticipadamente a cualquier visitante que pudiera entrar por alguna puerta imaginaria, mi mujer seguía bebiendo sorbos de whisky. Como un pez que conoce su hábitat y su capacidad de moverse por él, parecía tener un misterioso instinto para medir el grado justo de su embriaguez, del que no pasaba nunca y del que no salía nunca. Según su propio análisis, había heredado ese instinto, esa válvula automática de seguridad de la embriaguez, de su madre, que era alcohólica. Una vez alcanzado el grado de embriaguez deseado, sin sobrepasar nunca el límite de seguridad, decidía dormirse, y lo hacía inmediatamente. Y como nunca tenía resaca, cada mañana volvía a emprender el enloquecido camino que la conducía a aquel entrañable grado de embriaguez.
—Por lo menos, te distingues de los demás alcohólicos en una cosa: puedes regular tu embriaguez y quedarte siempre en el mismo nivel a voluntad. Supongo que dentro de unas semanas se te pasará esta repentina adicción a la bebida. No conviene que relaciones esta afición pasajera por el alcohol con los recuerdos de tu madre, ni que pienses que es algo hereditario —le repetí muchas veces, pero ella siempre rechazaba mis argumentos.
—Más bien es ese poder de regular a voluntad mis borracheras lo que me induce a beber, al igual que le ocurría a mi madre. Si me detengo al llegar a cierto grado de embriaguez, no es porque refrene mis ganas de beber más, sino porque temo pasar del punto en que me siento bien.
Eran los distintos miedos y odios que la acosaban lo que la empujaba a la bebida, pero, como un pato herido que se zambulle a sabiendas de que será presa del temor en cuanto salga a la superficie, ni siquiera borracha se libraba nunca de esos miedos y odios. Al embriagarse, los ojos se le inyectaban anormalmente de sangre, lo que la preocupaba, y un día, acongojada por el recuerdo del accidente durante el parto de nuestro desgraciado bebé, dijo:
—¡Según las leyendas tradicionales coreanas, las mujeres que tienen los ojos rojos como ciruelas son caníbales!
El olor de su aliento de borracha llenaba la habitación. Los efectos de la cerveza se me habían pasado, y notaba su aliento con la misma claridad con que sentía mi pulso. La calefacción era demasiado fuerte, así que abrimos un poco la doble ventana para renovar el aire, y por ese resquicio se coló, como un torbellino, el rugido del reactor de lo que parecía un avión rezagado. Desperté apresuradamente a mi único ojo, el solitario guerrero, que estaba adormecido por el cansancio, para que buscara el avión que debía haber aterrizado, pero lo que descubrió fueron sólo dos luces paralelas, a punto de desaparecer en las profundidades de la oscuridad de color blanco lechoso sucio. Me habían despertado los reactores de un avión que despegaba. No obstante comprenderlo, me volvió a ocurrir una y otra vez, a pesar de que los despegues eran menos frecuentes y todo el aeropuerto parecía estar medio paralizado. Sólo la noche seguía como antes, desvalida, sin lugar adonde ir para escapar de las luces que, en su búsqueda, la horadaban sin piedad. Los aviones, del color del pescado seco, permanecían inmóviles entre el caos de azules cálidos y naranjas ardientes.
Seguimos esperando pacientemente en la habitación la llegada del avión. Para mi mujer y yo, el regreso de mi hermano no podía tener el significado positivo que tenía para sus amigos; y no obstante, le esperábamos como si viniera a devolvernos algo importante y fundamental para nosotros.
Dando gritos, Momoko se puso literalmente de pie sobre la cama. Había estado durmiendo encima de la colcha hasta ese momento, acurrucada como un feto. Hoshio, que se había tumbado en el suelo, se levantó despacio y se le acercó. Mi mujer, con el vaso de whisky firmemente asido y la cabeza erguida como la de una comadreja, y yo, de pie con la espalda contra la persiana, miramos impotentes el triángulo invertido de la cara de la joven, llena de la tensión provocada por sus sueños y por la que corrían abundantes lágrimas que la luz del televisor hacía brillar como si fueran de vaselina.
—¡Se ha estrellado el avión, está ardiendo, está ardiendo! —gritó, llorando.
—¡No se ha estrellado ningún avión! ¡No llores! —le dijo su compañero con voz extrañamente ronca, como si lo que decía le avergonzara.
—¡Es verano…, es verano! —dijo Momoko suspirando; luego volvió a hacerse un ovillo en la cama, y se durmió de nuevo.
Verdaderamente, el aire de la habitación era caluroso como en verano. Me sudaban las palmas de las manos. ¿Por qué sentía aquel par de chavales una necesidad tan intensa de mi hermano, como si fuera un dios protector, hasta el punto de pasarse la larga noche en tensión y de pensar en él incluso en sus sueños? ¿Era Takashi el único ser que podía cumplir sus expectativas? Sintiendo pena por los jóvenes amigos de mi hermano, le pregunté a Hoshio:
—¿Quieres un poco de whisky?
—¡No! ¡No bebo!
—¡No me digas que nunca has bebido ni una gota de alcohol!
—¿Yo? Antes bebía mucho. Cuando dejé el instituto nocturno, me coloqué como jornalero, y después de trabajar tres días, me pasaba el cuarto bebiendo ginebra. A veces echaba una cabezada, pero la verdad es que siempre estaba borracho, tanto dormido como despierto, y por eso tenía entonces muchos sueños felices —dijo el joven con un tono de voz inesperadamente lleno de fervor. Se levantó, vino a mi lado y apoyó la espalda en la ventana haciendo crujir los listones. Iluminaba su rostro la primera sonrisa que había visto en él, y sus ojos brillaban en la penumbra. Evidentemente, se sentía muy orgulloso de lo que me acababa de contar.
—¿Por qué dejaste de beber, pues?
—Porque conocí a Taka, y me dijo: «¡No bebas! La vida hay que afrontarla sobrio». Por eso lo dejé, y desde entonces no he vuelto a soñar.
Así que Takashi, al parecer, tenía madera de educador. Nunca había creído que mi hermano fuera de esa clase de personas. Con autoridad, le dijo al joven jornalero que no bebiera, que la vida había que afrontarla sobrio. Y eso bastó para que dejara de vivir de un modo autodestructivo. Y, encima, lo recordaba la mar de contento y sonriente.
—Y hablando de si Taka es valiente o no… —prosiguió, volviendo a la discusión de la tarde, al ver cómo me había impresionado nuestro diálogo sobre la bebida. Mientras permanecía tumbado en el suelo, como un perro, había estado rumiando la forma de poner bien alto el honor de su dios guardián—. En las manifestaciones de junio, Taka hizo algo que sólo a él se le hubiera podido ocurrir, ¿sabes? ¡Qué vas a saber tú!
Dispuesto a retarme con una nueva lógica, se puso donde pudiera mirarme de hito en hito. Le devolví la mirada, no sin ciertas reservas mentales, pues aquellos ojos parecían haberse convertido en un par de agujeros de bala.
—Un buen día, se unió a los mafiosos[15] y se lio a golpes y patadas contra los que habían sido sus amigos hasta entonces; y al día siguiente, tan campante, volvió a luchar al lado de sus camaradas.
Se rio la mar de contento, con infantil alegría. Aquella risa removió, igual que si hubiera sido un palo, las turbias aguas de mi antipatía hacia él.
—Esa «gran hazaña» sólo demuestra que Taka no es más que un crío caprichoso, consentido e inconstante. ¡No tiene nada que ver con el valor!
—Detestas a Taka porque te has enterado de que estaba del lado de los que pegaban palos el día que descalabraron a tu amigo y le hirieron enfrente de la Dieta —replicó con abierta hostilidad—. Por eso no admites el valor de Taka.
—A mi amigo le pegó la policía. No es posible que fuera Taka. No puede haber relación alguna entre esos dos hechos.
—¿Quién sabe? Con tanta oscuridad y tanto follón… —insinuó sibilinamente.
—¡No creo que Taka sea capaz de darle tan fuerte a alguien en la cabeza para rompérsela y hacer que se vuelva loco y se suicide! Desde niño sé lo cobarde que es, ¿sabes?
Mientras le decía esto, perdí el interés por aquella discusión sin sentido. El cansancio y una desazón cuyas causas no acababa de comprender bien me hicieron sentir la boca llena de un sabor desagradable, como si se me hubiera reventado un flemón: era el sabor de la futilidad. El recuerdo de mi amigo volvió a mi mente, y no pude menos que reprocharme, avergonzado, si todo lo que era capaz de hacer por aquel hombre que había significado tanto para mí era sostener una discusión absurda con un mequetrefe como Hoshio. Se me ocurrió entonces que la causa de mi desazón tal vez fuera que, en el fondo, me daba cuenta de que quienes les sobreviven no pueden hacer nada por los muertos. Sin ninguna razón definida, había sido presa de un vago presentimiento desde hacía algunos meses. Fueron los meses en que murió mi amigo, mi mujer se dio a la bebida y tuvimos que internar a nuestro hijo subnormal, aunque aquel presentimiento tal vez también tuviera relación con cosas que habían estado gestándose desde mucho tiempo antes. Aquel presentimiento me había llenado de la convicción de que moriría de un modo aún más inútil, absurdo y ridículo que mi amigo. Y también estaba convencido de que quienes me sobrevivieran serían incapaces de hacer lo más conveniente para mí después de mi muerte.
—Tú no entiendes a Taka. No le conoces. La verdad es que no te pareces en nada a él. No eres más que un ratón. ¿Por qué has venido a recibirle? —dijo el joven, que parecía a punto de echarse a llorar, cosa que no esperaba de él y me sorprendió profundamente. Al apartar la mirada de su patética cara, se alejó de mí y fue a tumbarse en la cama al lado de su compañera. No volvió a abrir la boca.
Recogí el vaso de papel —que formaba parte de la bolsa de comida que habíamos comprado para cenar— y la botella de whisky, que estaban a los pies de mi mujer, y tomé un trago del maloliente líquido con cierta aprensión. Sólo compraba el whisky más barato. Me quemó la garganta y tosí un rato, patética e ignominiosamente, como un perro con moquillo.
—Oye, ratón, ¿es que vas a pasarte la noche mirando el aeropuerto? Tengo algo que decirte, ratón —me dijo mi mujer con displicencia, hundida cómodamente en su nivel medio de embriaguez.
Tomé con cuidado la botella de whisky y el vaso de papel y me senté junto a sus rodillas.
—Si Taka nos pregunta por el bebé, ¿qué debemos contestarle?
—Creo que lo mejor será que no le expliquemos nada.
—Si después me pregunta por qué bebo, no tendré más remedio que explicárselo —me respondió, mostrando una objetividad extraña en ella—. Aunque si contestara a una de esas preguntas, no haría falta contestar a la otra, lo que simplificaría las cosas.
—¡No simplificaría nada! Si fueras tan consciente como dices de la relación que hay entre ambas cosas, a estas horas ya habrías superado lo del bebé y lo de la bebida. ¡Estarías sobria y embarazada de nuevo!
—Me pregunto si Taka también me aleccionará: «¡No bebas! La vida hay que afrontarla sobrio». Lo que pasa es que no tengo ganas de que me reeduquen… —dijo con candor. Le eché whisky en el vaso—. ¿No crees que Taka esperará encontrarnos con el niño?
—¡Mi hermano es demasiado joven para pensar en esas cosas! No es más que un crío.
Me pareció que mi mujer veía una visión del bebé entre su rodilla izquierda y la mía derecha. Tras dejar el vaso en precario equilibrio sobre el brazo de la silla, estiró la mano vacía haciendo gestos como si trazara el contorno de un bebé muy rechoncho o con mucha ropa, lo que aumentó mi azoramiento y mi sensación general de desazón.
—Tengo la impresión de que Taka se va a presentar con un osito de peluche o cualquier otra cosa para el niño, o de que va a pasar algo que nos ponga a todos contra las cuerdas.
—No creo que tenga dinero para comprar ositos de peluche —dije. La verdad era que no deseaba que mi mujer le hablara del niño a mi hermano nada más conocerle, pero tampoco me agradaba la idea de ser yo quien tuviera que hacerlo.
—¿Cómo es Taka, sensible o duro?
—Es una mezcla de ambas cosas: unas veces parece muy sensible y otras extremadamente duro. De todos modos, dado tu estado actual, no es la persona más deseable para que te la presenten como nuevo familiar.
Al oírme decir esto, Hoshio se movió nervioso en la cama, encogiéndose como una cochinilla al ser atacada, y tosió forzadamente. El joven no perdía la oportunidad de defender, aunque fuera de modo solapado, a su ídolo.
—No quiero que nadie me interrogue —dijo mi mujer a la defensiva, repentinamente excitada y al instante abatida de nuevo, como si hubiera hablado en el mismísimo momento en que el balón de sus emociones, lanzado al aire, hubiera alcanzado el punto culminante de su trayectoria y empezara a descender.
—Por descontado, nadie tiene derecho a interrogarte —dije tratando de consolarla, preparándome por si iniciaba el descenso interminable por la escalera de caracol de la autocompasión y el auto odio—. Por otra parte, no tienes motivos para temer a Taka. Lo único que te pasa es que estás nerviosa porque vas a conocer a un nuevo miembro de la familia. Aparte de eso, no tienes nada que temer… y, desde luego, no estoy insinuando que tengas miedo…
Volví a echar whisky en su vaso. Si no se ponía a dormir por iniciativa propia, había que llevarla un grado más allá del nivel medio de embriaguez. Algo mucho peor que el dolor de cabeza o el ardor de estómago o el malestar físico acosaba su frágil mente, algo monstruoso que dominaba la noche. Tomó otro trago, claramente conteniendo las náuseas. Aguzando mi único ojo, cansado y dolorido por su lucha contra la oscuridad, contemplé su cara, desvalida, solitaria, encerrada en sí misma. Finalmente lo superó. Se suavizaron las rígidas facciones de su rostro, que mantenía vuelto hacia arriba, con los ojos cerrados, y apareció en ellas la placidez de rasgos de un adolescente. La mano que sostenía el vaso flotaba sobre sus rodillas. Al quitárselo, la palma negruzca y nervuda cayó sobre ellas como una golondrina muerta. Por fin se había dormido. Apuré el whisky que quedaba en el vaso, bostecé y, siguiendo el ejemplo del joven, me tumbé en el suelo (No eres más que un ratón), dispuesto a montarme en el destartalado carro del sueño.
En sueños, me encuentro en la encrucijada de una calle con una avenida por la que circulan tranvías. Una multitud me adelanta desde atrás, golpeándome los costados sin cesar. Las hojas de los árboles parecen indicar que estamos a finales del estío, y su follaje es tan espeso como el de los del bosque que rodeaba nuestra aldea en el valle. A diferencia del bullicio habitual que reina en el mundo que voy dejando a mis espaldas, el que se extiende ante mis ojos, como si hubiera sumergido la cara en el mar para ver el fondo, está envuelto en un silencio profundo, ultraterreno. ¿Por qué está tan profundamente silencioso este mundo? Porque todas las personas que caminan despacio por las aceras son ancianos. Quienes van en los automóviles también son ancianos, y los que trabajan en bares, farmacias, tiendas de ultramarinos o librerías, así como los clientes; sólo se ven ancianos. Justo a la derecha de la entrada de la avenida hay una peluquería, y todos los clientes, envueltos hasta el cuello en blancos delantales según puedo ver reflejado en el ancho espejo a través del escaparate, son viejos, al igual que los peluqueros. Y, salvo los clientes y los empleados de la peluquería, todo el mundo lleva sombreros bien calados, ropas negras y una especie de botas de agua ceñidas a los tobillos. Rodeado de estos viejos silenciosos, trato de recordar algo importante que me preocupa al tiempo que presiento que todo aquello tiene un profundo significado para mí. Y entonces me doy cuenta de que entre la multitud de viejos de la calle se encuentran mi amigo ahorcado y el niño subnormal que ingresamos en un centro médico, también con sombreros calados hasta las orejas, ropas negras y botas. Aparecen y desaparecen, entre sus compañeros, y al ser casi idénticos a los demás viejos, me resulta imposible distinguir a mi amigo de mi hijo, pero esta ambigüedad no es obstáculo para que la experiencia me emocione profundamente. Todos los viejos que abarrotan la calle significan algo para mí. Trato de penetrar en su mundo, pero me encuentro con una invisible resistencia, y grito, lleno de angustia:
—¡Yo os abandoné!
Pero mi grito se pierde en infinidad de ecos alrededor de mi cabeza, y no puedo decir si lo han oído en el mundo de los viejos. Estos caminan tranquilamente, conducen los coches despacio, eligen libros sin prisas, permanecen sentados impasibles ante el espejo de la peluquería, siempre igual, eternamente… Me invade una angustia como si me retorcieran las entrañas. ¿Cómo los abandoné? Porque no me ahorqué con la cabeza pintada de bermellón; porque no ingresé en un centro médico en lugar de mi hijo y no me quedé allí para degenerar hasta convertirme en algo parecido a la cría de una alimaña. ¿Por qué me resulta ahora tan claro? Porque es evidente que no estoy con ellos con un sombrero calado hasta las orejas, vestido de negro, con botas de agua y caminando como un viejo por la calle a finales de verano…
—¡Yo os abandoné!
Pese a haberme dado cuenta ya de que aquello era un sueño, esto no aliviaba en absoluto la opresión que las plácidas apariciones me causaban. Incluso la experimentaba con mayor claridad si cabe.
Me pusieron una mano pesada en el hombro. Una fuerza me impidió abrir los párpados; no supe si era la luz que me deslumbraba o la vergüenza que me embargaba. A pesar de ello, abrí los ojos y vi a mi hermano, que me miraba fijamente, vestido con una cazadora de cuello de tejón (o de imitación) y pantalones vaqueros, como un cazador. Tenía la cara tan morena, que parecía que se le hubiera oxidado.
—¡Hola! —me gritó, como animándome.
Al levantarme, vi a la chica, casi desnuda, que se inclinaba a recoger una falda de color castaño oscuro. Iba a ponérsela, en pleno invierno, sin nada más que las bragas debajo. Mi mujer y Hoshio la observaban con atención, como si fueran sus guardianes. Desnuda, Momoko tenía la pinta de una gallina desplumada y muerta de frío; más que erótico, aquel espectáculo me pareció lastimosamente desolador.
—Es un vestido indio de piel. Es lo único que he comprado en los Estados Unidos. Para conseguir el dinero, tuve que vender el medallón de nuestra hermana.
—¡Ah, hiciste bien! —dije, disimulando mi decepción por la pérdida de aquel recuerdo de mi llorada hermana.
—Me has quitado un peso de encima.
Al decir esto, Taka, que realmente parecía haberse librado de una preocupación, se dirigió hacia la ventana, apartó con evidente placer, de una patada, la botella de whisky, el vaso y la caja que había contenido nuestra cena de la pasada noche, y subió del todo la entreabierta persiana.
La tenue luz blanquecina del amanecer llenaba el cielo bajo una fina capa de nubes, y los aviones, pegados al suelo como langostas, estaban envueltos en la bruma. Aquella vista me llenó, aunque en un grado mucho mayor, de la misma cruel tristeza que me había causado la contemplación del cuerpo de la joven Momoko, lo cual me llevó al convencimiento de que esas emociones tenían sus raíces en mi interior y eran provocadas por los residuos de la borrachera y el cansancio de la noche anterior, así como por la falta de sueño.
Iluminada por la débil claridad que entraba por la ventana, Momoko agitaba llena de perplejidad su cabecita, que salía por el ancho cuello ovalado del vestido de cuero. El dobladillo de la falda se le había enganchado en las caderas, y no se había dado cuenta de que tenía medio trasero al aire. Pero en su cara brillaba el orgullo inocente de ser la única persona a quien Takashi le había traído un recuerdo. Aunque refunfuñaba, como si no acabara de convencerla aquel vestido de cuero, lo hacía con un tono de voz que no podía ocultar su buen humor.
—¡El cuero no resbala por mi piel, Taka! ¡Y no tengo ni idea de por qué ojal hay que pasar estas tirillas de cuero, Taka, como hay tantas…! ¿Cómo se las arreglan las indias para ponerse estos vestidos? Deben de estar muy fuertes en matemáticas…
—¡Las matemáticas no tienen nada que ver con esto! —terció Hoshio en el mismo tono jocoso mientras trataba torpemente de echarle una mano—. ¿Estás segura que las tirillas de cuero no son simplemente de adorno?
—¡Aunque sólo sirvan de adorno, no hay razón para que las arranques!
Entonces, uniéndose al grupo en torno al vestido indio, mi mujer ayudó diligentemente a Momoko a ponérselo. Me sorprendió ver con qué naturalidad se relacionaba aquella mañana con los amigos de mi hermano. Mientras yo dormía lleno de angustia y vergüenza, Takashi, nada más bajarse del avión, había conseguido como por arte de magia que mi mujer se hiciera amiga de sus jóvenes camaradas. La angustia que la afligía la noche anterior, y que me contagió, ahora era sólo mía.
—Como el bebé tiene una deficiencia mental grave, al final tuvimos que internarlo, ¿sabes?
—Sí, ya lo sabía —dijo mi hermano con el tono consolador y solemne que hacía al caso.
—A las cinco semanas fuimos a buscarle, pero a pesar del poco tiempo transcurrido estaba muy cambiado, tanto, que apenas le reconocimos. Por supuesto, él ni siquiera nos conoció. Es como si le hubieran hecho algo horrible. Me sentí más alejado de él que si se hubiera muerto. Total, que nos volvimos con las manos vacías —le dije en voz baja, pues no deseaba que mis palabras llegaran a oídos de mi mujer.
El rostro de Takashi, que me escuchaba en silencio, tenía la misma expresión de sinceridad, que se introducía entre los pliegues de mis emociones sin despertar en mí la menor desconfianza, que vi en su cara bronceada y distinta de como yo la recordaba, una sinceridad latente en su voz al decirme que se había enterado del infortunio del bebé. Como no esperaba de él tal manifestación de seriedad adulta, supuse que era algo que había adquirido durante su estancia en los Estados Unidos.
—¿También estabas enterado de eso?
—No, no lo sabía. Pero intuía que había ocurrido algo horrible —dijo mi hermano en voz baja, casi sin abrir los labios.
—¿Te has enterado de que se suicidó mi amigo?
—Sí. Era una persona fuera de lo común, ¿no?
Pude ver que estaba enterado de los pormenores de su muerte. Era la primera vez que oía palabras de pésame en boca de alguien para quien mi amigo ahorcado no había sido más que un extraño.
—Tengo la impresión de estar rodeado por el hedor de la muerte.
—Si es así, Mitsu, tienes que librarte de él y volver al mundo de los vivos. Si no lo haces, se te pegará ese hedor.
—¿No irás a decirme que tu estancia en los Estados Unidos te ha hecho volverte supersticioso?
—Así es —prosiguió mi hermano sin darme tregua, pues advirtió que yo trataba de apagar los ecos que sus palabras habían despertado en el vacío que sentía dentro de mí—. Pero lo único que ha ocurrido es que se ha reavivado algo que sentí profundamente en mi infancia, pero que deseché después. ¿Te acuerdas de la choza de ramas y paja que hicimos nuestra hermana y yo, y en la que vivimos algún tiempo? Fue poco después de que mataran a golpes a nuestro hermano S, ¿recuerdas?
Le observé en silencio, sin replicar, y en sus ojos, que devolvían mi mirada, surgió el color de la sospecha, amenazando con tornarse en algo peligroso y violento. Siempre que alguien le recordaba las circunstancias de la muerte de nuestra hermana, Takashi perdía los estribos. Así que las cosas no han cambiado, pensé. Sin embargo, al igual que el acero que llega al límite de su elasticidad se rompe súbitamente, lo que comenzaba a formarse en sus ojos, fuera lo que fuere, se desvaneció de repente. Volvió a sorprenderme una vez más.
—El caso es que, aunque ella murió, el conjuro de aquella nueva vida surtió efecto. ¡La muerte de nuestra hermana ha servido para retrasar la mía! Cuando murió, nuestro tío sintió pena y me mandó a Tokio, a la universidad, ¿sabes? Si hubiera seguido viviendo en el pueblo de nuestro tío, la depresión me habría matado. Si Mitsu no empieza ahora mismo una nueva vida, me pregunto si no será demasiado tarde… —dijo con voz tranquila y persuasiva.
—¿Una nueva vida? ¿Dónde está mi choza? —le contesté con sorna, pero sin poder evitar que la expresión «nueva vida» comenzara a surtir efecto en mí.
—¿Cómo es tu vida ahora, Mitsu? —me preguntó con seriedad, quizá advirtiendo mi vacilación.
—Poco después de morir mi amigo, dejé la universidad donde los dos éramos profesores. Por lo demás, no ha cambiado de modo particular.
Tras licenciarme en la facultad de filología, me había ganado la vida sobre todo traduciendo relatos de cazadores de animales salvajes que después los mantenían en cautividad. Uno de estos libros acerca de la vida animal se había reeditado varias veces, y sus derechos nos permitían vivir con sencillez a mi mujer y a mí. Pero la verdad era que tanto la casa en que vivíamos como el dinero para pagar la clínica del niño procedían de la ayuda que nos daba mi suegro. Además, suponía que, desde que había dejado de trabajar como profesor universitario, mi suegro cargaba con los gastos más importantes de la casa y con los extraordinarios. Aunque al principio puse algunas objeciones a que nos comprara la casa, después, sobre todo tras el suicidio de mi amigo, apenas me preocupaba que mi mujer dependiera para todo de su padre.
—Y ¿cómo es tu vida interior? ¿Va todo bien? Cuando vi que Mitsu dormía tirado sobre el suelo sucio, me llevé un disgusto. Y cuando te despertaste, el aspecto de tu cara y el tono de tu voz me demostraron que ya no eres lo que eras. Si quieres que te diga lo que pienso, Mitsu se hunde en picado, ¿entiendes?
—La verdad es que, desde que murió mi amigo, estoy hecho polvo. Y encima, lo del niño… —me justifiqué, vacilante.
—¿No crees que ya dura demasiado? —prosiguió Taka—. Si sigues así, Mitsu, te vas a hundir en la depresión. En Nueva York conocí a un filósofo japonés que lleva una vida solitaria como un eremita; resulta que fue a los Estados Unidos a estudiar a los seguidores de Dewey[16], perdió totalmente su fe en la vida y acabó con una tremenda depresión. Tú empiezas a parecerte a él, Mitsu: en la cara, en la voz y, sobre todo, en lo físico y en la actitud. ¡Eres igual que él!
—Tu amigo Hoshio dice que no soy más que un ratón.
—¿Un ratón? ¡El apodo de ese filósofo es «El Ratón»! ¿Es que no me crees? —dijo Takashi con una sonrisa forzada.
—Sí, te creo —contesté, pero me ruboricé al oír mi propia voz preñada de autocompasión.
Sin duda, me había vuelto semejante a un ratón, como el filósofo que perdió la fe en sí mismo. Desde el rato que pasé en el hoyo del pozo negro aquel amanecer, había estado rumiando esta experiencia sin cesar. Física y espiritualmente iba cayendo en picado, y sentía que la pendiente me conducía a un lugar donde el hedor de la muerte era más y más intenso. A aquellas alturas ya había dilucidado el sentido de lo que al principio me parecían unos dolores inexplicables, aparentemente inconexos, en distintas partes de mi cuerpo. Pero no se trataba de que hubiera dominado esos dolores psicológicos mediante la racionalización: al contrario, me acosaban sin cesar. Y el sentimiento de la ardiente «esperanza» seguía sin renacer.
—¡Tienes que empezar una nueva vida, Mitsu! —repitió Takashi con su voz más persuasiva.
—¡Te vendría bien empezar una nueva vida, como dice Taka! Yo también me doy cuenta de que te hace falta, Mitsu —dijo mi esposa, que nos miraba con los ojos entrecerrados a causa de la luz, pues estábamos el uno al lado del otro junto a la ventana.
Momoko ya se había puesto el traje de genuino cuero indio e incluso se había colocado el adorno de la cabeza; parecía una diminuta novia india. Mi mujer se había dirigido a nosotros cuando terminó de ayudarla a vestirse. A la luz del día, incluso resultaba atractiva.
—No se hable más: estoy decidido a empezar una nueva vida —dije con toda seriedad—. Pero la cuestión es dónde voy a encontrar la choza adecuada.
Sentía realmente la necesidad de tener una choza llena de aquel entrañable olor a hierba fresca.
—¿Por qué no dejas todo lo que estés haciendo en Tokio y te vienes conmigo a Shikoku? ¡No es un mal principio para una nueva vida, Mitsu! —dijo, esforzándose por ocultar su miedo a que rechazara aquella idea de plano—. ¡Precisamente por eso he cogido un avión y he volado hasta aquí afrontando peligros y mareos!
—¡Taka, si hemos de ir a Shikoku, vayamos en coche! Podemos ir los tres con nuestro equipaje, y uno puede dormir atrás mientras conducimos. ¡Me he comprado un Citroen de segunda mano! —dijo entonces Hoshio.
—Hoshi ha trabajado dos años en un taller mecánico, donde también vivía. Se compró un Citroen que habían llevado para desguazar y lo ha arreglado él solito, y funciona la mar de bien —nos explicó Momoko.
—Ya me he despedido del taller. El mismo día que llegó la carta de Taka y Momoko vino a decírmelo, se lo comuniqué al jefe, ¿sabes? —dijo Hoshio, que estaba muy animado y tenía la cara roja a causa de la excitación.
Al oír eso, pese a sentirse algo incómodo, Takashi no pudo ocultar un infantil gesto de satisfacción.
—Sois unos insensatos, ¡qué pena me dais! —dijo mi hermano.
—Explícame en concreto lo de la nueva vida en Shikoku. No se tratará de trabajar la tierra como nuestros antepasados, ¿eh?
—En los Estados Unidos, Taka hizo de intérprete para un grupo de turistas japoneses que visitaban un supermercado —dijo Momoko—. Uno de ellos se interesó al oír su apellido, y se pusieron a hablar. Resultó ser el dueño de una cadena de supermercados en Shikoku. Es riquísimo, y hoy día es quien manda en vuestra región. Le dijo que está interesado en comprar el viejo almacén[17], vuestra casa natal. Piensa transportarlo a Tokio y convertirlo en restaurante típico.
—¡En resumen, un nuevo rico capitalista, paisano nuestro, quiere comprarnos esa monstruosidad de madera carcomida! Y si Mitsu está de acuerdo, creo que debemos ir a supervisar cómo lo desmontan. Y, además, quiero aprovechar el viaje a nuestro pueblo para enterarme de lo que pasó realmente con el bisabuelo y su hermano, ¿sabes? También he vuelto con ese propósito.
No acabé de ver clara la viabilidad del plan de mi hermano. Aun suponiendo que de pronto se le hubiera desarrollado el talento para los negocios, ¿sería capaz de venderle a buen precio un almacén en ruinas en una aldea perdida en un valle al dueño de una cadena de supermercados, sin duda hombre ducho en esos asuntos? ¿Un restaurante típico? No era un edificio lujoso, sino un simple almacén que tenía más de cien años. Pero lo que más me sorprendió fue el interés de mi hermano por enterarse de la verdad sobre nuestro bisabuelo y el hermano menor de este. Cuando todavía vivíamos en la aldea del valle, poco antes de que nos separaran, Takashi había oído los rumores sobre el escándalo que habían protagonizado nuestros antepasados hacía casi cien años.
—Nuestro bisabuelo mató a su hermano menor para acabar con la revuelta de los habitantes de la aldea. Y luego se comió un pedazo de carne de su muslo para demostrarles a los jefes de su clan[18] que no había tenido nada que ver con los desórdenes provocados por él —explicó Takashi horrorizado. No hacía más que repetir lo que había oído decir.
Personalmente, yo no conocía con demasiada exactitud el incidente. Sobre todo durante la guerra, los adultos de la aldea daban la impresión de evitar hablar de él, y nuestra familia, por su parte, se esforzó por tirar tierra encima del escándalo de los bisabuelos. Sin embargo, para calmar su horror, le conté otro rumor distinto que recordaba haber escuchado subrepticiamente.
—No. Nuestro bisabuelo, después de la revuelta, ayudó a su hermano a cruzar las montañas hasta llegar a Kochi, desde donde se dirigió por mar a Tokio, y allí cambió de nombre y prosperó. Más o menos por la época de la Restauración de Meiji[19], le escribió muchas cartas al bisabuelo. Como este siempre lo mantuvo en secreto, la gente se inventó esos rumores que tú has oído. Si el bisabuelo guardó silencio, fue porque mataron a mucha gente del pueblo por culpa de su hermano, y quiso evitarse el rencor de sus familias si hubieran sabido que estaba vivo. De todos modos, vayamos a mi casa. Luego nos plantearemos la nueva vida —propuse por fin, recordando con nostalgia la enorme influencia que ejercí sobre mi hermano menor durante varios años después de la guerra.
—De acuerdo. Como se trata de que la centenaria casa de nuestra familia va a desaparecer del pueblo, haremos bien en hablar despacio de ello.
—Vosotros podéis ir en taxi, y yo os seguiré en mi Citroen con Taka y Momoko —dijo Hoshio buscando la forma de apartarnos, a mi mujer y a mí, del estrecho círculo de sus íntimos.
—Antes de marcharnos, quisiera beber un trago —dijo mi mujer, perdidos ya los recelos hacia su cuñado, mientras empujaba con la punta del zapato la botella vacía que estaba tumbada por el suelo, reacia a resignarse.
—¡Tengo una botella de bourbon que compré libre de impuestos en el avión! —anunció Takashi acudiendo en ayuda de mi mujer.
—¿Es que ya no quieres estar sobrio? —le pregunté, con la intención de confundir a los inconoclastas amigos de mi hermano.
—Si me hubiera emborrachado en los Estados Unidos, me habrían matado a golpes en cualquier esquina. Mitsu, sabes cómo me pongo cuando me emborracho, ¿no? —Al decir esto, sacó el whisky de la bolsa—. Esta botella la compré para mi cuñada.
—Parece que os habéis entendido perfectamente mientras yo dormía, ¿eh?
—No nos ha faltado tiempo, ¿sabes? ¿Siempre tienes pesadillas tan largas? —dijo Takashi con sarcasmo como respuesta a mi irónica pregunta.
—¿He dicho algo mientras dormía? —pregunté, de nuevo profundamente preocupado.
—No creo que Mitsu abandone cruelmente a nadie. ¡Eso no es posible! Mitsu no es como el bisabuelo, no es capaz de portarse cruelmente con la gente —dijo Takashi, apenado por mi desconcierto.
Cogí la botella de bourbon después que bebió mi mujer y eché un trago para ahogar la angustia de mi corazón.
—¡Venga, vayamos en busca del Citroen de Hoshio y pongámonos en marcha!
La familia reunida, obedeciendo la orden de Momoko, desbordante de alegría en su vestido de cuero indio que, valientemente, había decidido llevar puesto, emprendió la marcha. Cerraba la procesión, como me correspondía por ser el mayor, con aire alicaído y ratonil, pues tenía el presentimiento de que acabaría siguiendo el dudoso plan de mi hermano. Había perdido la energía para enfrentarme a él. Mientras pensaba en ello, inesperadamente, el calor que me infundía el trago de whisky pareció dispuesto a unirse en el fondo de mi ser con el sentido de la «esperanza». Pero, cuando traté de concentrarme en ese sentimiento, me lo impidió el sentido común, que tantos peligros ve en todo intento de renacer negándose uno a sí mismo.