1. GUIADO POR LOS MUERTOS

Al despertarme en la oscuridad que precede al amanecer, persigo el sentido ardiente de la «esperanza», busco a tientas los restos del sueño amargo que persisten en mi conciencia. El tanteo esperanzado de los inquietos sentimientos sigue buscando, inútilmente, el revivir cierto de la efusión de la ardiente «esperanza» en lo más recóndito de mi cuerpo, como si fuera la sensación de su existencia que deja el whisky cuando baja quemándote hasta las entrañas. Cierro dedos que han perdido las fuerzas. Y en todo mi cuerpo siento por separado los pesos de la carne y del hueso, aunque compruebo que esa sensación que me embarga se transforma en un dolor denso que va avanzando por mi conciencia con cierta desgana mientras esta se dirige hacia la luz. Con resignación, vuelvo a cargar así con un cuerpo pesado que se siente como si no tuviera continuidad, densamente dolorido por doquier. Dormía con los brazos y las piernas retorcidos, en la actitud de quien no desea saber de sí, ni acordarse de su situación.

Al despertarme, siempre busco ansioso el sentimiento de la ardiente «esperanza» perdida. No es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de «esperanza» ardiente en sí. Al comprender que no me es posible encontrarla, trato de desligarme hacia la pendiente del segundo sueño. ¡Duerme, duerme, el mundo no existe! Sin embargo, esta mañana el veneno es extremadamente fuerte, lacera todo mi cuerpo, corta mi retirada hacia el sueño. El pánico pugna por brotar a borbotones.

Debe de faltar una hora para que salga el sol. Hasta entonces no habrá manera de saber qué día hará. Estoy acostado en medio de la oscuridad sin comprender nada, como un feto. Antes, en ocasiones como esta, ciertas prácticas sexuales resultaban un consuelo, pero ahora, a los veintisiete años, casado, y con un hijo ingresado en un sanatorio, al pensar en masturbarme la vergüenza que me inunda marchita al instante las yemas del deseo. ¡Duerme, duerme; si no puedes hacerlo, fíngelo al menos!. De pronto, en la oscuridad, empiezo a ver el hoyo rectangular que cavaron ayer los obreros para hacer el pozo negro. Dentro de mi cuerpo doliente, el desolado veneno amargo crece, como si fuera a salirme por oídos y ojos, nariz y boca, ano y uretra igual que la gelatina sale lentamente de un tubo…

Me levanto y camino en la oscuridad, perezosamente, con los ojos cerrados, como si estuviera imitando a una persona dormida. Distintas partes de mi cuerpo se dan golpes con la puerta, las paredes, los muebles, y suelto locos quejidos de angustia. La verdad es que mi ojo derecho, incluso abierto del todo y a plena luz del día, ha perdido la visión. ¿Sabré alguna vez, realmente, qué circunstancias concurrieron para que mi ojo derecho quedara así? Se trata de un accidente desagradable y sin sentido: una mañana, andando por la calle, un grupo de estudiantes de primaria, presas de la cobardía y el pánico, me tiraron una piedra. Quedé tumbado en el asfalto, con un ojo herido, a causa de aquel accidente que me pareció incomprensible. Mi ojo derecho, con una brecha que se extendía lateralmente de lo blanco a lo negro, perdió la vista. Hasta ahora no he podido comprender el verdadero significado de aquel accidente. Sin embargo, me da miedo comprenderlo. Si una persona se tapa el ojo derecho con la palma de la mano y camina, se encuentra con muchos obstáculos inesperados. Se da golpes continuamente. Se golpea con fuerza la cabeza, la cara, una y otra vez. Por eso, siempre tengo la mitad derecha de la cabeza y la de la cara llenas de heridas, y soy feo. No obstante, recuerdo que, mucho antes de que me dejaran tuerto, mi madre, comparándome con un hermano que, según ella, sería guapo, ya había pronosticado con frecuencia mis facciones poco agraciadas cuando creciera, y poco a poco fui siendo consciente de las características de mi falta de atractivo natural. El ojo perdido, simplemente, subraya esa fealdad día tras día al hacerla resaltar con mayor crudeza. Mi innata fealdad hubiera preferido permanecer silenciosa e inadvertida, oculta en la sombra, pero era expuesta continuamente a la luz por culpa del ojo perdido. Con todo, le di una finalidad a ese ojo que se había quedado sin función: hice que se volviera hacia la oscuridad del interior de mi cráneo, una oscuridad llena de sangre y de un calor más intenso que el del resto de mi cuerpo. Mi ojo se convirtió en un centinela al que puse de guardia en el bosque de mi noche interior, y me forcé así a adiestrarme para vigilar lo que ocurre dentro de mí.

Cruzo la cocina, franqueo la puerta tanteando a ciegas y, al abrir los ojos en el exterior, veo solamente la blancura lejana del cielo próximo al amanecer de una oscura noche de finales de otoño. Se me acerca corriendo un perro negro que trata de seguirme dando saltos, pero comprende enseguida mi rechazo y, sin una voz, se agacha, inmóvil, con el pequeño hocico saliendo en la oscuridad como un champiñón, mirándome. Lo levanto por los costados y avanzo despacio. El perro apesta. Quieto en mis brazos, jadea con vehemencia. Se me calientan los sobacos. Seguro que el perro tiene fiebre. Las uñas de los dedos de mi pie descalzo tropiezan con una viga de madera. Bajo el perro un momento al suelo, compruebo la posición de la escalera tanteando a ciegas, y luego, al palpar la oscuridad con los brazos en busca del perro, lo encuentro quieto donde lo dejé. Aunque no puedo evitar una sonrisa, no dura mucho. Seguro que el perro está enfermo. Bajo la escalera con dificultad. En el fondo del pozo hay charcos aquí y allá que alcanzan a cubrirme los tobillos. Un poco de agua que parece jugo de carne exprimida. Me siento en la tierra y noto que el agua empapa el pantalón del pijama y los calzoncillos y me ensucia las nalgas, pero lo soporto con la resignación de quien no puede hacer nada por evitarlo.

Ahora bien, como es natural, un perro puede oponerse a ensuciarse en el agua. El perro, que prefiere estar callado, aunque sabe hablar, en equilibrio sobre mis rodillas, apoya ligeramente su cuerpo febril y tembloroso en mi pecho. Para mantener el equilibrio, me clava las curvas uñas en los músculos de la rodilla. Soporto también este agudo dolor como alguien que no puede hacer nada por evitarlo, y a los cinco minutos, ni lo siento. Con las nalgas sucias, tampoco noto el agua que se filtra entre mis testículos y mis muslos. Mi cuerpo, de 1,72 metros y 70 kilogramos, no se siente distinto de la tierra que ayer sacaron los obreros de este mismo sitio para tirarla en un río lejano. Mi cuerpo se está asimilando a la tierra. Los únicos signos de vida en el aire húmedo, la tierra que nos rodea y mi cuerpo son el calor del perro y los orificios de mi nariz, semejantes al interior de dos celentéreos. Mi nariz se vuelve tremendamente hipersensible y recoge los malos olores del fondo del pozo como si tuvieran una fecundidad infinita. Dado que mi nariz funciona al límite de sus posibilidades, no alcanzo a distinguir cada uno de los innumerables olores que recoge, de modo que casi pierdo el sentido y la parte posterior de mi cabeza golpea la pared del pozo (siento como si me hubiera dado directamente contra ella con el hueso occipital); luego me quedo inmóvil absorbiendo mil olores y pequeñas cantidades de oxígeno. El veneno desolado y amargo, pese a extenderse ahora por todo mi cuerpo, no parece fugarse ya al exterior. Aunque no recupero el sentimiento de la «esperanza», se disuelve el pánico. Dada mi indiferencia a todo, en este momento soy indiferente incluso a la posesión de mi propio cuerpo. Eso sí, lamento que no haya nadie para observar esta indiferencia mía tan absoluta. ¿Y el perro? El perro no tiene ojos. Mi yo indiferente, tampoco. Desde que logré bajar la escalera los tengo cerrados.

A continuación, medito sobre el amigo a cuya cremación asistí personalmente. A finales del pasado verano, mi amigo se desnudó, se pintó la cabeza y la cara de color bermellón, se metió un pepino en el ano y se ahorcó. De regreso de una fiesta que había durado hasta la madrugada, su esposa, extenuada como un conejo enfermo, descubrió el cadáver de su marido incomprensiblemente ahorcado. ¿Por qué no había ido con ella a la fiesta? Dejó que fuera sola y se quedó en su estudio traduciendo (la misma traducción en que yo colaboro), actitud que no había de extrañar a nadie que le conociera.

La mujer de mi amigo, cuando estuvo a un par de metros del ahorcado, dio media vuelta y volvió corriendo, horrorizada, con las manos en la cabeza, gritando sin que de su boca saliera ni un sonido, haciendo bailar sus infantiles zapatos verdes, pisando las sombras de la noche sin que nadie la viera, como si rebobinara una película, hasta el lugar en que se había celebrado la fiesta, y, tras dar parte a la policía, se quedó allí, lloriqueando en silencio, hasta que fue a recogerla alguien de su familia. Así que, concluida la investigación policial, la decidida abuela de mi amigo y yo tuvimos que hacernos cargo de las exequias de un muerto desnudo con la cabeza bermellón y el último semen de su vida pegado a los muslos, un muerto, sin duda, más allá ya de cualquier posibilidad de salvación. La madre del fallecido se había sumido en un estado de tal postración, que no nos podía ayudar. Pero cuando nos dispusimos a lavar al muerto para quitarle su disfraz, recuperó inesperadamente la claridad mental y se opuso a ello con determinación. La anciana y yo despedimos a cuantos acudieron a dar el pésame, y los tres solos velamos al difunto, cuyas células, el infinito número de células que una vez atesoraron su unicidad, se descomponían incesante y rápidamente. Como un dique, su piel seca y cuarteada contenía las células agridulces y rosadas que se disolvían convirtiéndose en algo indescriptible. El cuerpo de mi amigo de la cabeza bermellón, tendido orgullosamente distante, descomponiéndose en un sencillo catre de aire militar, parecía mucho más real que en cualquier instante de sus veintisiete años de vida, una existencia penosa, vivida como un esfuerzo diligente para pasar a rastras por una estrecha alcantarilla que se vio truncado de repente, antes de que pudiera llegar al otro lado. El dique de piel amenazaba con romperse bajo la presión. Las células fermentadas destilan, como si fuera un vino, la muerte tangible del cuerpo. Los que siguen vivos han de beber ese vino. Me embrujan los efímeros momentos en que el cuerpo de mi amigo se transforma a causa de las bacterias de la descomposición, fragantes como lirios. Mientras contemplo el paso de estos momentos en su vuelo sin retorno, el cuerpo de mi amigo me hace comprender de nuevo la fragilidad de esos otros momentos, suaves y cálidos como la coronilla de un niño, que son susceptibles de repetirse.

No puedo contener la envidia. Cuando me llegue la hora de cerrar definitivamente los ojos, y mientras mi cuerpo experimente los efectos de la descomposición, los ojos de un amigo no lo contemplarán, no comprenderán su auténtico significado.

—Cuando salió de la clínica, debí haberle convencido para que volviera a ella.

—No, mi niño ya no podía seguir allí —me contestó la abuela de mi amigo—. Los demás pacientes le admiraban mucho, por las cosas buenas que había hecho durante su estancia. Por eso ya no podía seguir en ella. Desecha ese pensamiento, no debes sentirte culpable. Tal como han ido las cosas, te lo digo de verdad, con toda franqueza, me alegro sinceramente de que mi niño saliera de la clínica y viviera su vida como más le gustara. Si se hubiera suicidado allí, no habría podido pintarse la cara de bermellón y ahorcarse desnudo. Los demás pacientes, que le respetaban, se lo habrían impedido.

—Tienes tanta entereza, que me animas.

—¡Todos hemos de morir! Y, dentro de cien años, ¿a quién le importará cómo has muerto? ¡Lo mejor es morirse del modo que a uno le dé la gana!

Sentada a los pies de la cama, la madre de mi amigo frotaba incesantemente los pies del cadáver. Con el cuello encogido entre los hombros, como una tortuga asustada, no hizo caso de nuestra conversación. Las pequeñas facciones de su cara postrada, sin vida, con un parecido cruel a las de su hijo muerto, colgaban fláccidas como un helado que se derrite. Creo que nunca he visto un rostro que expresara una desesperación más profunda y sincera.

—Igual que Sarudahiko —dijo la abuela de mi amigo, sin venir a cuento.

Sarudahiko. Esta palabra, vagamente rústica y de connotaciones graciosas[1], parecía a punto de sugerirme cierto hecho significativo, aunque de un modo vago, pero mis facultades mentales estaban demasiado abotargadas por el cansancio para poder sentir algo más que un debilísimo estremecimiento que no prosperó. Su significado se me escapó. Mientras sacudía la cabeza, desconcertado, aquella palabra se hundió como una plomada, con el sello de su significado intacto, en las profundidades de mi memoria.

Y ahora, sentado en el fondo de un pozo con un poco de agua estancada y abrazado a un perro, me viene a la cabeza la palabra Sarudahiko, que aflora como una veta de la vena madre de mis recuerdos entrañables. La capa de grasa que rodeaba desde aquel día la zona de mi cerebro donde se hallaba retenida aquella palabra, igual que si hubiera sido gelatina congelada, se había derretido al fin. Sarudahiko, Sarudahiko no mikoto[2], fue a Amanoyachimata a recibir a los dioses que descendían del cielo. Amenouzume, que había entablado negociaciones con Sarudahiko para que representara a los intrusos, había reunido a los peces, que eran los indígenas del nuevo mundo, para tratar de someterlos a su dominio, y, con un cuchillo, le abrió la boca de un tajo al cohombro de mar, que se resistía a abrirla para manifestarle su sumisión. Debo decir que nuestro amable Sarudahiko del siglo XX había sido, sin duda, del temperamento del cohombro de mar. Al pensar esto, las lágrimas brotaron de mis ojos a raudales y rodaron por mis mejillas y mis labios antes de caer sobre el lomo del perro.

Un año antes de su muerte, tras interrumpir sus estudios en la Universidad de Columbia y volver a casa, ingresó en un centro para pacientes mentales leves. Sobre el lugar en que está ese centro y la vida que llevó allí, sólo sé lo que él me contó. Aunque su mujer, su madre y su abuela decían que estaba en la región de Shōnan[3], la verdad era que nunca habían ido a verle. Mi amigo había prohibido a sus allegados que fueran a visitarle. Pensándolo bien, dudo que tal centro existiera realmente.

Sin embargo, de dar crédito a las palabras de mi amigo, el sanatorio se llamaba Smile Training Center, o Gimnasio de la Sonrisa, y allí los pacientes tomaban grandes dosis de sedantes con cada comida y se pasaban el tiempo sonriendo apaciblemente. Era un edificio de una sola planta, como los de esas posadas que tanto abundan en la costa de Shōnan, la mitad del cual estaba destinada a solárium. Durante el día, la mayoría de los pacientes conversaban sentados en los numerosos columpios del amplio jardín cubierto de césped. Los pacientes, estrictamente hablando, no eran enfermos, sino más bien viajeros que disfrutaban de un largo alto en su camino. Las grandes cantidades de sedantes que tomaban hacían que se volvieran más dóciles que el más dócil de los animales domésticos, de modo que se intercambiaban plácidas sonrisas mientras pasaban el tiempo en el solárium o en el césped. Tenían libertad para salir, y como nadie sentía que se le prohibiera marcharse, ningún paciente intentaba escaparse.

Cuando llevaba una semana ingresado en el Smile Training Center, mi amigo volvió a su casa para coger algunos libros y unas mudas, y explicó que se había adaptado a aquel lugar excéntrico con mayor rapidez y facilidad que cualquiera de los demás pacientes que sonreían plácidamente y habían ingresado antes que él. Pero tres semanas después, al volver de nuevo a Tokio, su inefable sonrisa plácida tenía una vaga tristeza. Y nos confesó, a su mujer y a mí, que el celador que les administraba los tranquilizantes con las comidas era un hombre violento, que solía tratar con crueldad a los pacientes, quienes no ofrecían resistencia por estar permanentemente sedados, lo que les impedía incluso enfadarse. Les hacía cosas crueles, como golpear en el estómago al primero que se cruzaba en su camino, sin el menor motivo. Le aconsejé que fuera a protestar al responsable del centro, pero mi amigo dijo: «Si lo hiciera, el director pensaría que mentimos porque nos aburrimos mucho, o que sufrimos manía persecutoria, o las dos cosas. Más aburrido que nosotros, al menos en la costa de Shōnan, no puede haber nadie, y, en mayor o menor medida, estamos todos chiflados. Encima, como yo también tomo los sedantes, no sé si estoy enfadado de verdad o no; las cosas no están claras».

Sin embargo, dos o tres días después, mi amigo no se tomó los sedantes que les daban con el desayuno, sino que los tiró por el inodoro, y lo mismo hizo con los del almuerzo y los de la noche. Y a la mañana siguiente, al descubrir que estaba enfadado de verdad, se emboscó a la espera del brutal celador y, aunque también recibió lo suyo, al final le dejó medio muerto. Sus tranquilos y sonrientes compañeros mostraron un profundo respeto por él a raíz de aquel incidente, pero, después de hablar con el director, tuvo que abandonar el centro. El día que se marchó del Smile Training Center, al decir adiós con la mano a los pacientes que le despedían con sus sonrisas bondadosas y estúpidas, sintió una tristeza más profunda que en cualquier otro momento de su vida.

—Es tal como lo expresó Henry Miller. Sentí la misma tristeza que él. En realidad, hasta ese instante, no me había dado cuenta de la verdad que encierra lo que escribió Miller: «Traté de sonreír con él, pero no pude. Y eso me puso tremendamente triste, más triste de lo que había estado en mi vida». ¡No se trata simplemente de una frase bonita! Y hay otra frase de Miller que me ha obsesionado desde entonces: «¡Alegrémonos, pase lo que pase!».

Desde que salió del Smile Training Center hasta que se pintó la cabeza de bermellón y se ahorcó desnudo, las palabras de Miller, ciertamente, habían obsesionado a mi amigo. «¡Alegrémonos, pase lo que pase!». Sin duda, vivió alegremente los últimos años de una vida demasiado rápida y corta. Hasta llegó a caer en cierta desviación sexual, cuyo peculiar frenesí exploró hasta sus últimas consecuencias. Este recuerdo me volvió a la memoria al regresar a casa, exhausto, después de la cremación de mi amigo, cuando hablé con mi mujer. Mientras me esperaba, había estado bebiendo whisky. Fue el primer día que la vi ebria.

En cuanto llegué a casa, fui al cuarto que compartían mi mujer y nuestro hijo. Por aquel entonces, el niño todavía vivía en casa. Aunque era media tarde, estaba en la cama, y me miró plácidamente con sus ojos castaños, inexpresivos; era la suya la mirada que me hubiera podido dirigir una planta, si las plantas tuvieran ojos. Mi mujer no estaba al lado del niño. La encontré, borracha, sentada en silencio en la penumbra de la biblioteca. Al verla sentada en precario equilibrio sobre la escalerilla de las estanterías, como un pájaro en una rama temblorosa, me invadió tal perplejidad que casi sentí más vergüenza de mí que de ella. Mi mujer había sacado la botella de whisky que yo había escondido en el hueco posterior de la escalerilla y, sentada allí, bebía cortos tragos sin parar, lo que no hacía más que aumentar su ebriedad. Un sudor grasiento brillaba sobre su labio superior. Se volvió hacia mí igual que un muñeco mecánico, incapaz de ponerse en pie. A pesar de tener los ojos febriles y rojizos como ciruelas, la piel que dejaba ver su ropa en el cuello y los hombros tenía la aspereza de la carne de gallina, y su cuerpo parecía el de un perro al que le duelen las tripas y masca hierba furioso para vomitarla después.

—¿Estás enferma? —le pregunté tontamente.

—No, no estoy enferma —me contestó en tono burlón, pues sin duda se había dado cuenta de mi embarazo.

—Así pues, es evidente que estás borracha.

En cuclillas frente a mi mujer, que me mira recelosa, contemplo cómo una gota de sudor rueda temblorosa por el borde de su labio superior hasta la comisura de los labios. Me envuelve su aliento, sucio, húmedo y pesado por el alcohol. Me entran ganas de llorar y vuelvo a sentir el cansancio que me invadió mientras estuve junto al lecho de muerte de mi amigo, un cansancio que tiñe de negro cada rincón de mi cuerpo.

—¡Estás como una cuba!

—No estoy tan borracha. Si sudo, es por el miedo, ¿sabes?

—¿De qué tienes miedo? ¿Te asusta el futuro del nene?

—¡Me asusta que haya personas que se pinten de rojo la cabeza y se suiciden!

Era lo único que le había contado, pues preferí ocultarle el detalle del pepino.

—¿Y sólo por eso estás tan asustada?

—Tengo miedo de que Mitsu[4] también se pinte de rojo la cabeza y se suicide desnudo. —Al decir esto, hundió la cabeza en el pecho con gesto de atroz abatimiento.

Por un instante, tembloroso, vi una miniatura de mí mismo, muerto, entre la mata de cabello castaño oscuro de mi mujer. Me pareció que la cabeza bermellón del difunto Mitsusaburō Nedokoro tenía grumos de pintura mal disuelta que le corrían por detrás de los lóbulos de las orejas como si fueran gotas de sangre. Al igual que el cadáver de mi amigo, el mío tenía las orejas sin pintar, señal del poco tiempo transcurrido entre la concepción de tan extraña forma de suicidio y su ejecución.

—¡Yo no me suicidaré! No tengo motivos para hacerlo.

—¿Era masoquista?

—¿Por qué dices eso, y nada menos que al día siguiente de su muerte? ¿Por qué me lo preguntas, por pura curiosidad?

—Así pues —dijo mi mujer, cuyo tono se había vuelto extremadamente apenado al notar el enfado en mi voz (por más que yo no me había dado cuenta de manifestarlo)—, aunque fuera cierto que tenía una desviación sexual, no debería preocuparme por Mitsu, ¿verdad?

Como si pidiese mi asentimiento, levantó bruscamente la cabeza y me miró. Me aterrorizó el sentimiento de impotencia total y desesperada que manifestaban aquellos grotescos ojos rojos. Pero los cerró enseguida y levantó la botella de whisky para echar un trago. Los párpados redondos de mi mujer tenían manchas negras que me recordaron las yemas de dedos sucios. Un acceso de tos hizo que se le saltaran las lágrimas, y por la comisura de los labios derramó whisky mezclado con saliva. En vez de preocuparme por las manchas en el recién comprado vestido gris perla de tela de yamamai[5], le quité la botella de whisky de la mano, huesuda y fibrosa como la de un mono, y bebí un trago también, para ocultar mi turbación.

Efectivamente, como me había confiado mi amigo, entre divertido y melancólico, a la mitad del camino de su progresión sexual —o sea, en ese punto en que la inclinación es aún vaga, pero está lo suficientemente clara, para la persona interesada, ese punto en que tal inclinación ya no es tan superficial que pueda considerarse mero fruto de la curiosidad, ni ha arraigado de un modo que haga imposible comentarla con los demás—, había tenido experiencias masoquistas. Visitó cierta casa donde trabajaba por su cuenta una mujer brutal que satisfacía a los masoquistas. El primer día no sucedió nada extraordinario, pero tres semanas más tarde, al ir por segunda vez, aquella mujerona bestial, que recordaba con toda precisión sus preferencias, le dijo: «Tú, sin mí, ya no podrás vivir». Acto seguido, tumbado desnudo boca abajo, al zumbarle junto al oído un látigo de cuerda, comprendió que aquella mujer había pasado, sin ninguna duda, a ocupar un lugar importante en su mundo.

—¡He tenido la sensación de que mi cuerpo se hacía pedazos por completo, hasta el último rincón, quedaba hecho papilla y tan desprovisto de nervios y huesos como una salchicha vienesa! Por otro lado, mi mente se separó totalmente de la carne y flotó en inconmensurables alturas.

Al decir esto, me miraba fijamente con una extraña sonrisa débil y enfermiza.

Bebí otro trago de la botella, tosí, igual que mi mujer, y el whisky templado me resbaló entre la camisa y la piel del pecho y la barriga. Entonces estuve tentado de hablarle con dureza a mi mujer, que tenía los ojos cerrados y cuyos párpados tiznados de negro recordaban las manchas de las alas de ciertas mariposas nocturnas.

¡Aun aceptando que mi amigo era masoquista y yo no lo soy —hubiera querido decirle—, no por eso debes dejar de tener miedo! Por esa simple razón, no puedes estar tranquila haciendo distinciones entre él y yo que te lleven a pensar que nunca me voy a pintar de rojo la cabeza y suicidarme desnudo. Al fin y al cabo, las inclinaciones sexuales poco importan: no son más que una distorsión provocada por algo grotesco y verdaderamente horrible que se agazapa en lo más hondo de cada persona. Había una fuerza motriz loca, gigantesca e irresistible, oculta en el fondo del alma de mi amigo, y esa fuerza le llevó a hundirse en la perversión llamada masoquismo. Las experiencias masoquistas no provocaron en su espíritu la locura que le condujo al suicidio, sino que ocurrió justamente todo lo contrario. Y yo también llevo en mí las semillas de esta locura incurable…

Pero no le dije nada de esto a mi mujer, y tales pensamientos ni siquiera llegaron a extender sus finas raíces por mi cansado cerebro. Fueron una visión fugaz y desaparecieron poco después, como las burbujas que desprende un líquido al ser vertido en un vaso. Esas visiones o ideas, una vez se desvanecen, no dejan una huella auténtica en nosotros. Sobre todo, si guardamos silencio acerca de ellas. Lo mejor que podemos hacer es esperar, sencillamente, a que esas visiones o ideas indeseables se desvanezcan sin dañar las paredes de nuestro cerebro. Si logramos que sea así, al menos por esa vez habremos logrado escapar de un veneno, aunque siempre cabe la posibilidad de que contraataquen masivamente y acaben haciendo mella en nosotros. Mordiéndome la lengua, metí los brazos bajo los sobacos de mi mujer y la levanté. Se me antojó un sacrilegio sostener a mi mujer viva —el misterio y la vulnerabilidad de un cuerpo hecho para parir con riesgo y tremendo esfuerzo— con los brazos impuros que habían sostenido el cuerpo del difunto, pero de los dos cuerpos, cuyo peso me parecía similar, me sentía más próximo al de mi amigo muerto. Caminamos lentamente hasta el dormitorio, donde nos esperaba el bebé, pero al llegar delante del cuarto de baño se opuso a continuar como si hubiera echado un ancla y entró en él atravesando la penumbra de la tarde de verano, llena de aire templado y húmedo. Se quedó allí mucho tiempo. Cuando por fin volvió a cruzar la penumbra, ya más oscura, la conduje al dormitorio y, sin pensar siquiera en quitarle la ropa, la acosté vestida. Con un suspiro tan grande como si hubiera exhalado su alma, se quedó profundamente dormida. En sus labios brillaban débilmente algunos chorretones amarillentos de vómito, finos como la pelusa de los pétalos de una flor.

Como siempre, el niño me miraba con los ojos muy abiertos, pero yo no podía saber si tenía sed o hambre o sentía cualquier otro malestar. Como una planta acuática en la penumbra, tumbado con los ojos abiertos e inexpresivos, no era más que una presencia callada. No pedía nada, y era incapaz de expresar sentimiento alguno. Ni siquiera lloraba. A veces dudaba de que estuviera vivo. Suponiendo que mi mujer hubiera estado borracha todo el día, después de mi temprana marcha, y no se hubiera ocupado del niño, ¿qué habría podido hacer yo? En aquel momento, no era más que una simple borracha. Me embargó una fuerte premonición de desgracia. Pero, al igual que me había ocurrido con mi mujer, me repugnó el sacrilegio de alargar mis manos impuras y tocar al niño. Y también me sentía más próximo a mi amigo que al bebé. Aunque estuviera contemplándole eternamente, todo lo que haría él sería mirarme con sus ojos inexpresivos. Por fin, del interior de aquellos ojos castaños pareció brotar un sopor irresistible que me arrastró con la fuerza de un tsunami[6]. Sin darle siquiera un biberón al niño, me tumbé y me dispuse a dormir. En el umbral de la inconsciencia, me vino a la memoria, como si hubiera sido algo nuevo y sorprendente, que mi único amigo se había ahorcado con la cabeza pintada de bermellón, mi mujer se había embriagado repentina e inesperadamente y mi hijo era subnormal. Sin cerrar las puertas ni quitarme la corbata, con mi cuerpo aún impuro por el contacto del muerto, me dispuse a dormir tendido entre las camas de mi mujer y mi hijo. Dejé en suspenso cualquier juicio, como un insecto exánime clavado en un alfiler. Arrastrado por el sentimiento de ser roído por una fuerza ciertamente peligrosa y sin embargo difícil de reconocer, me hundí en el sueño. Y a la mañana siguiente fui incapaz de revivir cuanto había sentido ron tanta convicción la noche anterior. Es decir, no había dejado huella en mí.

Un día del verano pasado, mi amigo coincidió con mi hermano menor en un drugstore de Nueva York, y gracias a ello pudo darme noticias de la vida de este último en los listados Unidos. Mi hermano Takashi se había ido a los Estados Unidos formando parte de una compañía de teatro estudiantil organizada por una parlamentaria de derechas. Integraban la compañía estudiantes que habían participado en las manifestaciones de junio de 1960 y luego se habían arrepentido. La obra era un acto de contrición titulado Nuestra vergüenza, seguido de una disculpa ofrecida a los ciudadanos estadounidenses, en nombre de los estudiantes arrepentidos, por haber impedido la visita de su presidente al Japón. Cuando me anunció que se unía a la compañía teatral para ir a los Estados Unidos, Takashi me dijo que pensaba escaparse de ella nada más llegar y recorrer el país por su cuenta. Pero por los artículos, entre burlones y avergonzados, que acerca de Nuestra vergüenza enviaban a los periódicos japoneses sus corresponsales en los Estados Unidos, me enteré de que Takashi no sólo no se había escapado sino que, tras actuar en Washington, había intervenido en la representación de la obra en ciudades tan alejadas como Boston y Nueva York. Me preguntaba por qué había cambiado su plan original y seguía actuando con la compañía de estudiantes arrepentidos, pero no se me ocurría ninguna explicación. Por ello escribí a mi amigo, que estaba en Nueva York con su mujer, pues estudiaba en la Universidad de Columbia, y le rogué que fuera a ver a mi hermano al teatro. Mi amigo no pudo ponerse en contacto con él, pero se encontraron por pura casualidad. Al entrar en un drugstore de Broadway, vio al menudo Takashi apoyado en la barra, sorbiendo una limonada muy ensimismado. Mi amigo se le acercó subrepticiamente por la espalda y, sin decir palabra, le agarró por el hombro; como impulsado por un resorte, mi hermano se volvió bruscamente, lo que sobresaltó a mi amigo. Takashi estaba pálido y tenso, cubierto de un sudor espeso, como una persona pillada por sorpresa mientras planea robar un banco ella sola.

—¡Hombre! —Taka y mi amigo se ofrecieron mutuas disculpas—. Me he enterado de que estabas en América por una carta de tu hermano. ¡Parece que Mitsu ha dejado embarazada a su mujer nada más casarse!

—Yo no me he casado, ni he dejado embarazada a ninguna mujer —dijo Taka con una voz que no se había recuperado todavía del susto.

—¡Ja, ja, ja! —se rio mi amigo, como si acabara de escuchar un chiste graciosísimo—. La semana que viene vuelvo al Japón. ¿Quieres que le diga algo a Mitsu?

—¿No tenías que estudiar aún varios años en la Universidad de Columbia?

—Las cosas han cambiado. Me golpearon en una manifestación, y aunque la herida no tuvo importancia, algo raro le ocurre desde entonces a mi cabeza. No es como para que me metan en un manicomio, pero de todos modos me van a ingresar en un sanatorio.

Al decir esto, notó que un profundo bochorno se extendía por la cara de Takashi como una mancha, y de repente comprendió el significado del respingo de Takashi al ser sorprendido. Y una persona de buen corazón como mi amigo no pudo dejar de lamentarlo. Había tocado la fibra más sensible de un activista estudiantil arrepentido. Los dos se quedaron mirando en silencio la hilera de botellas que había en un estante, detrás de la barra. Estaban llenas de un líquido cuyo color rosado recordaba el de las tripas crudas. Las imágenes de ambos se reflejaban distorsionadas en las botellas, y cada vez que hacían un movimiento era reproducido con gestos exagerados por aquellos dos monstruos rosados que parecían a punto de ponerse a cantar ¡América, América!, a voz en grito.

Una noche de junio, Takashi, que todavía no era un agitador estudiantil arrepentido, estaba frente al edificio de la Dieta[7], adonde también había acudido mi amigo, más por acompañar a su flamante esposa, que iba a una manifestación con un pequeño grupo teatral del que formaba parte, que por motivos políticos, y al estallar los disturbios y tratar de proteger a su mujer de la carga de la policía le abrieron la cabeza de un porrazo. En el sentido puramente médico, la herida no revistió mayor importancia, pero aquella noche envuelta en el olor de las jóvenes hojas verdes algo se escapó de la cabeza de mi amigo, y había ocupado su lugar una psicosis maniacodepresiva. Era la última persona a la que hubiera deseado ver un agitador estudiantil arrepentido.

Cada vez más violento ante el silencio de Takashi, mi amigo siguió mirando las botellas rosadas y sintió que sus ojos, derretidos por el calor del bochorno que le embargaba, se transformaban en aquel líquido rosado y viscoso y caían derramándose de las órbitas. Tuvo la alucinación de que sus globos oculares, ahora rosados, se desparramaban informes, igual que un par de huevos tirados en una sartén, encima del mostrador plateado donde apoyaban sus brazos sudorosos y desnudos los americanos de distintos orígenes: europeos del sur, anglosajones, judíos. En pleno verano neoyorquino, junto a Takashi, que sorbía ruidosamente una limonada con una pajita, se secó el sudor de la frente.

—Si quieres que le diga algo a Mitsu… —dijo mi amigo, preparándose para despedirse.

—Haz el favor de decirle que voy a tratar de escapar de la compañía. Y dile que, aunque no lo consiga, lo más es que me deporten, así que, de un modo u otro, no seguiré en ella.

—¿Cuándo te escaparás?

—Hoy —dijo Takashi con aire de gran resolución.

En ese momento, con una intensidad que casi le asustó, mi amigo comprendió de repente que Takashi se hallaba en el drugstore a la espera de que ocurriera algo. Empezó a intuir la relación que había entre la sorpresa que le indujo a saltar como impulsado por un resorte, su abrupto silencio y el ruido que hacía al sorber con furia la limonada. Pero se tranquilizó al notar que el sentimiento que reflejaban los ojos de Takashi —unos ojos finamente cubiertos de grasa que le recordaron los de un luchador profesional— no era de pesar por haberse topado con alguien a quien hubiera preferido no ver, sino de arrogante compasión por él.

—¿Va a venir algún agente secreto a ayudarte a escapar de aquí? —preguntó mi amigo, tratando de bromear.

—¿Puedo decirte la verdad? —respondió Takashi en tono chistosamente amenazador—. ¿Ves a aquel farmacéutico, el que llena de cápsulas un frasquito allí, al otro lado de las estanterías de los medicamentos? —Mi amigo se volvió, siguiendo el gesto de mi hermano, y pudo ver, más allá de los incontables frascos que destacaban sobre un fondo oscuro como el negativo de una película de Nueva York en pleno verano, a un hombre calvo que, indiferente a sus miradas, estaba enfrascado en su delicado trabajo—. ¡Esas medicinas son para mí! ¡Son para mí, para mi inflamado y atormentado penis![8] Una vez ese frasco esté a salvo en mis manos, escaparé de Nuestra vergüenza y me las arreglaré yo solo.

Mi amigo se dio cuenta de que los norteamericanos que les rodeaban se pusieron tensos al oír la única palabra que entendieron —penis— en medio de una incomprensible conversación en japonés. El vasto y ajeno mundo exterior que les rodeaba hizo sentir una vez más su abrumadora realidad.

—¡Esas medicinas se consiguen fácilmente! —dijo mi amigo con tono mesurado, para no aumentar la atención que habían despertado.

—Si haces las cosas como es debido y vas al hospital, sí —dijo Taskashi, indiferente al intrascendente conflicto psicológico de mi amigo—. Pero cuando eso no es posible, la cosa tiene sus riesgos aquí, en los Estados Unidos. Le he dado al farmacéutico una receta que me ha falsificado la enfermera del hotel, ¿sabes? Si descubren que es falsa, seguramente despedirán a la joven enfermera, que es negra, y a mí me deportarán, ¿no crees?

¿Por qué no había hecho las cosas como era debido? Porque la inflamación de su uretra era obviamente una gonorrea, que además había cogido en su primera noche en los Estados Unidos al fornicar con una prostituta negra cuya edad le hizo pensar en su madre. Si la vieja parlamentaria se enteraba, sin duda haría volver a Takashi al Japón del que tanto le había costado escapar. Por otra parte, al darse cuenta de que estaba enfermo había empezado a atormentarle la deprimente sospecha de que tal vez, además de la gonorrea, hubiera contraído la sífilis, sospecha que le había hundido en un marasmo que le impedía pensar en cualquier otra cosa.

Habían pasado cinco semanas desde que visitó aquel barrio donde lo negro y lo blanco se mezclaban en una compleja gama de tonalidades, y los síntomas de la sífilis primaria no habían aparecido; además, se valió del pretexto de tener faringitis para que el practicante de la compañía le administrara una serie de pequeñas dosis de antibióticos, con lo cual se le alivió bastante la inflamación, y fue entonces cuando Takashi salió de su marasmo. En el curso de su larga estancia en Nueva York (base para las giras de la compañía), Takashi había hecho amistad con la enfermera del hotel, quien le facilitó una receta para que adquiriera los medicamentos. La muchacha, negra y de lo más servicial, no sólo había escrito en la receta la clase de medicina más adecuada para su inflamación y la dosis necesaria, sino que le indicó una farmacia en un lugar muy concurrido de la ciudad donde habría escasas posibilidades de que se descubriera la falsificación.

—Al principio, intenté hablarle a la enfermera en términos abstractos e indiferentes sobre los síntomas de mi pene, ya sabes, como si le describiera una impresión que tenía —dijo Takashi—. No sé por qué, pensé que la palabra gonorrhoea[9] le provocaría un shock, así que le dije que quizá tuviera urethritis. Pero la chica no entendía la palabra, ¿sabes? De modo que le expliqué que tenía inflammation of the urethra. Deberías haber visto el brillo de comprensión en sus ojos: no fue nada abstracto ni indiferente, y me devolvió a la realidad física y pegajosa de mi dolorida uretra. Entonces la chica me preguntó si sentía burning en el penis. Me aturdió tanto esa expresión tan realista, que empezó a escocerme todo el cuerpo, de vergüenza, claro está. ¡Ja, ja, ja!

Los dos se rieron en voz alta. Los extranjeros[10] que les rodeaban, con los oídos aguzados por las pocas palabras que les resultaban inteligibles, escucharon aquellas risas con creciente suspicacia. Al otro lado del mostrador apareció el lúgubre rostro sudoroso del farmacéutico. La cara bronceada y aguileña de Takashi se puso seria de golpe y adoptó una expresión anhelante y ansiosa, y mi amigo también se puso tenso. Pero el calvo farmacéutico, que parecía de origen irlandés, dijo simplemente, con voz paternal:

—Tantas cápsulas son muy expensive[11], ¿qué le parece si se lleva sólo una tercera parte?

—¡Ja, ja, ja! ¡Comparado con el dolor de uretra que he sufrido últimamente nada resulta expensive! —dijo Takashi, que había recobrado de repente su aplomo.

—Para celebrar el comienzo de la nueva vida de Taka en América, esto lo pago yo —dijo mi amigo de todo corazón.

Ya de buen humor, Takashi echó una mirada de afecto a las cápsulas del frasco, que relucían como los ojos de una chica lista, y dijo que aquel mismo día pasaría por el hotel a recoger su equipaje y comenzaría su aventurero viaje en solitario por los Estados Unidos. Mi amigo y Takashi abandonaron a toda prisa la escena del crimen y caminaron hasta una cercana parada de autobús.

—Una vez se solucionen las dificultades que te tenían agobiado hasta ahora, pensarás que eran tonterías, ¿no crees? —dijo mi amigo con cierta envidia al ver la enorme felicidad de Takashi por haber conseguido el frasco de antibióticos.

—Casi todos los problemas nos parecen nimios en cuanto se solucionan —replicó Takashi—. Una vez te desaten los nudos que tienes dentro de la cabeza, esos nudos que te obligan a volver a casa para ingresar en un sanatorio, te parecerá que has estado calentándote los cascos por simples nimiedades, ya lo verás.

—¡Si los desatan! —dijo mi amigo pensativo—. Pero si no, esas tonterías acabarán apoderándose de mi vida.

—¿Qué demonios son esos nudos que tienes en la cabeza?

—¡Qué sé yo! Si lo supiera, podría desatarlos y sólo tendría que lamentarme por haber perdido tantos años a causa de tonterías. Por otro lado, si me rindiera y emprendiera el camino que me ha de llevar a la locura, permitiendo que esos nudos acabaran apoderándose de mi vida, también se aclararía su auténtica naturaleza, aunque esa aclaración ya no tendría ninguna utilidad para mí; y tampoco habría manera de que pudiera explicarle a nadie cómo después de volverme loco había comprendido al fin las causas de mi locura —confesó mi amigo, con repentina y triste vehemencia.

A mi amigo le pareció que Takashi estaba profundamente interesado por lo que acababa de decirle pero, al mismo tiempo, sentía deseos de alejarse cuanto antes de él. Comprendió entonces que su confesión le había tocado en el alma. Llegó un autobús. Tras subirse a él, Takashi le entregó un folleto por la ventanilla, en agradecimiento por pagarle los antibióticos, y se perdió después en la inmensidad del continente americano. Desde entonces, ni mi amigo ni yo volvimos a tener noticias directas de él. Tal como le había dicho, abandonó la compañía aquel mismo día y comenzó su viaje aventurero en solitario.

En cuanto se montó en un taxi, mi amigo abrió el folleto que le dio Takashi. Lo había editado el movimiento en pro de los derechos civiles. En la primera página aparecía la fotografía de un negro, rodeado de hombres blancos harapientos, con el cuerpo quemado e hinchado hasta el punto de que sus detalles resultaban tan borrosos como los de un muñeco de madera mal tallado. Era una imagen cómica, triste y repugnante, una representación tan cruda de la violencia, que se apoderaba del alma de quien la contemplaba como si fuera una horrorosa alucinación. Al verla, era inevitable pensar en la certidumbre de la derrota a causa del peso abrumador del miedo. En el universo de los sentimientos de mi amigo, aquella imagen alucinante se fundió inmediatamente, con la suavidad de dos gotas de agua que se unen, con la indefinida dolencia de su mente. Pensó que Takashi le había dado el folleto consciente de que aquella fotografía significaría más para él que para cualquier otra persona. Takashi, a su vez, le había tocado en el alma.

—A veces, de un modo casi subconsciente —dijo mi amigo en cierta ocasión—, en las fotografías que nos han quedado grabadas en la conciencia descubrimos detalles borrosos, casi imperceptibles, ¿verdad? Rebuscando las imágenes más o menos nítidas que conservo en los rincones de mi memoria, recordé que cuando me acerqué a Takashi por la espalda, estaba tomando una limonada mientras miraba fijamente esa fotografía. En aquel momento, parecía verdaderamente angustiado por un peso terrible. ¡Estaba pensando en algo mucho más trascendente que aquella receta de antibióticos de la que tanto hablaba! ¿Crees que Taka es de los que se dejan abatir por una simple infección venérea? Me parece que cuando me preguntó si podía decirme la verdad, en realidad tenía en la cabeza otra cosa muy distinta, ¿sabes? Pero ¿qué diablos sería?

Sentado en el fondo de un pozo, con un perro sobre las rodillas en este amanecer otoñal, no puedo decir qué era lo que mi hermano tenía en la cabeza, de igual manera que no puedo decir qué era lo que había crecido día a día en la mente de mi amigo hasta empujarle a matarse disfrazado de modo tan horrible. La muerte corta los hilos de la comprensión. Hay cosas que un suicida no se atreve a decir a quienes le van a sobrevivir. Y a estos siempre les queda la duda de si no habrá sido precisamente a causa de esas cosas que no se atrevía a contarles por lo que el difunto decidió darse muerte. Pero sin esa aclaración, aunque haya pistas que guíen a los sobrevivientes hacia las causas del desastre, siempre tendrán la sensación de que los han guiado hasta algo que resulta, simplemente, incomprensible. Si mi amigo, antes de pintarse la cabeza de bermellón y ahorcarse desnudo con un pepino en el ano, hubiera llamado por teléfono, por ejemplo, para lanzar un breve lamento angustiado, sin duda tendríamos una pista. Ahora bien, también podemos suponer que la cabeza pintada de bermellón, el pepino en el ano, la desnudez y el ahorcarse eran una especie de lamento silencioso, aunque para los sobrevivientes no constituyó una pista suficiente. Yo no podía seguir las pistas que había dejado porque eran demasiado vagas. Y, no obstante, nadie estaba en posición más ventajosa para comprender a mi difunto amigo. Desde el primer curso en la universidad fuimos inseparables. Nuestros compañeros de clase decían que éramos como gemelos. Incluso me parecía más a él que a Takashi. Mi hermano menor no se asemejaba a mí en nada. Y, ciertamente, había ideas en la cabeza de este último, por ejemplo mientras recorría los Estados Unidos, que me resultaban menos comprensibles que las que había tenido mi difunto amigo. Cierto anochecer del otoño de 1945, cuando mataron a golpes a S, el segundo de mis hermanos mayores, en el poblado coreano que había crecido como un chichón en un extremo del valle donde se encontraba nuestro pueblo —era el único de mis dos hermanos mayores que había regresado vivo del frente—, mi madre, en su lecho de muerte, volviéndose hacia mi hermana, le dijo lo siguiente acerca de los dos varones que quedábamos en la familia: «Esos dos todavía son niños, y sus facciones aún no se han formado, pero Mitsusaburō será feo y Takashi será guapo, tendrá una vida feliz y gozará del aprecio de la gente. Debes llevarte bien con él siempre, y cuando seáis mayores, no os separéis».

Tras la muerte de nuestra madre, mi hermana y Takashi se fueron a vivir con un tío, y aunque mi hermana siguió aquel consejo materno, se suicidó antes de alcanzar la mayoría de edad. También era subnormal, aunque no tanto como mi hijo, y, como había dicho nuestra madre, era incapaz de sobrevivir por sí sola; sólo reaccionaba a la música o a los sonidos que le parecían musicales.

Ladra el perro. El exterior entra por ambos lados hasta el fondo del pozo y me devuelve a la vida. Mi mano derecha, curvada como una pala, ha estado rascando la pared que tengo enfrente y ha hecho caer sobre mis rodillas cinco o seis ladrillos que estaban sepultados en la marga de Kantō[12] y el perro se ha pegado a mi pecho para esquivarlos. Nerviosamente, mi mano derecha escarba una, dos veces más, y me doy cuenta de que alguien me mira desde lo alto. Abrazo al perro con la mano izquierda y miro hacia arriba. Se me contagia el temor del perro y me invade un miedo verdaderamente irracional. La luz de la mañana es tan opaca como un ojo con cataratas. El cielo, antes blanquecino por la luz del alba, se ha vuelto oscuro y pesado. Si mis dos ojos vieran, la luz de la mañana llenaría el paisaje con mayor riqueza (el ser tuerto suele inducirme a hacer estas apreciaciones erróneas), pero para el ojo que me queda no es más que un amanecer oscuro y desolado. En el fondo de un pozo, situado en un punto más bajo que cualquier otra persona normal de la ciudad en aquella hora matutina, con el cuerpo sucio, araño la pared con la mano. Me asaltan un frío abrumador por fuera y una ardiente vergüenza por dentro. Aparece de nuevo en la boca del pozo, más negra que el cielo, como una torre que se desploma, la figura de un hombre más ancho que alto. Parece un cangrejo puesto en pie. El perro enloquece y yo siento miedo y vergüenza. Como si fuera granizo, cae sobre el pozo, igual que un vendaval, el ruido de infinidad de objetos de cristal. Aguzo la vista en un esfuerzo por reconocer la cara del gigante que mira hacia abajo como un dios, pero, vencido por la vergüenza, sonrío tontamente.

—¿Cómo se llama ese perro? —preguntó el gigante.

Aquella pregunta estaba muy lejos de las palabras contra las que me había puesto en guardia. En un instante, me rescató hasta las orillas de lo cotidiano, y sentí un alivio inmenso. Sin duda, por boca de aquel hombre se enteraría de lo ocurrido todo el vecindario, pero no sería un escándalo de los que se salen de lo ordinario. No sería un escándalo de esos que hacen que todos los pelos de nuestro cuerpo se ericen de horror y vergüenza como si fuéramos perros asustados, de esos que esparcen al viento todo lo humano con brutalidad y agresividad. Sería un escándalo menor, no más grave que si nos hubieran visto fornicar con una vieja criada. El perro, sobre mis rodillas, como si hubiera adivinado que aquella cosa grotesca ya no representaba ningún peligro para su protector, se calló, manso como un conejo.

—¿A que estabas borracho y te has caído ahí? —siguió diciendo el hombre, con lo que integró totalmente mi comportamiento de aquella madrugada en lo cotidiano—. Había tanta niebla esta mañana…

Volviéndome hacia el hombre, asentí cautelosamente (la silueta de su cuerpo se destacaba tan negra, que, por muy oscura que fuera la mañana, mi cara debía resplandecer contra la oscuridad) y me puse en pie con el perro en brazos. Como lágrimas, varias gotas de agua cayeron desde mis muslos y me mojaron las rodillas, que habían estado secas hasta entonces. Vagamente aprensivo, el gigante retrocedió un paso, y pude ver su cuerpo entero a partir de los tobillos. Se trataba de un joven lechero, vestido con un traje muy peculiar para acarrear la leche, semejante a un chaleco salvavidas con infinidad de bolsillos, en cada uno de los cuales llevaba una botella. Cuando respiraba, se esparcía a su alrededor el ruido del cristal al entrechocar. Su respiración me pareció más rápida de lo normal. Tenía la cara chata como la de un lenguado, y no se le veía el blanco de los ojos, como ocurre con algunos monos. Se me quedó mirando, jadeante, con aquellos ojos uniformes y castaños. El aliento le colgaba de la frágil barbilla como una barba blanca. Deseoso de evitar ver en su rostro cualquier expresión que resultara desagradable para mí, dirigí la mirada hacia las hojas otoñales de los cornejos que había detrás de la cara redonda del joven. Desde el punto en que se encontraban mis ojos, a unos cinco centímetros sobre el nivel del suelo, el revés de las hojas de los cornejos era de un rojo vivo brillante, ardiente, amenazador pero entrañablemente familiar, parecido a las llamas de un cuadro que representaba el infierno que veía en el templo de nuestra aldea cada año durante la celebración del aniversario del nacimiento del Buda[13] (cuadro que fue donado por mi bisabuelo tras un trágico incidente acaecido en el primer año de Man’en)[14]. Creí notar que los cornejos me enviaban una señal, pero no pude entender su significado, así que me di ánimos interiormente y solté al perro sobre la tierra removida, donde se mezclaban el lodo negro y la hierba marchita, del color de las hojas muertas. El perro se marchó corriendo con aire de alegría, como si se le hubiera agotado la paciencia que había mostrado hasta entonces. Con gran cuidado, subí la escalera. De repente oí el canto de al menos tres pájaros distintos y el ruido de las ruedas de un automóvil. De no haber ido con cuidado, como tiritaba de un modo exagerado a causa del frío, hubiera podido perder pie. El lechero, al verme aparecer tiritando de aquel modo y vestido con el sucio pijama azul, dio otro paso atrás, con evidente aprensión. Aunque me entraron ganas de darle un susto, entré en la cocina sin hacerlo, claro, y cerré la puerta tras de mí.

—Cuando te vi en el pozo, creí que estabas muerto, ¿sabes? —gritó el lechero a mis espaldas, sin motivo, decepcionado quizá porque me hubiera metido en casa sin hacerle caso.

Me detuve un momento delante de la habitación de mi mujer, para ver si seguía durmiendo. Me quité el pijama y me froté el cuerpo. Pensé en calentar agua y lavarme, pero no lo hice. Inesperadamente, había perdido las ganas de quitarme la suciedad. Tiritaba cada vez más. Como la toalla se oscurecía, decidí encender la luz, y pude comprobar que se me habían roto las uñas de la mano con las que rasqué la pared y sangraban. En vez de buscar un desinfectante, me enrollé la toalla y volví tiritando al estudio, donde dormía solo. Tiritaba sin cesar, y pronto me entró fiebre. Me dolía sordamente todo el cuerpo, aparte del dolor agudo de las uñas. Era un dolor mucho más cruel que el que sentía cada día al amanecer. Me di cuenta de que mi mano, inconscientemente, había estado escarbando los ladrillos de la tierra para que esta se derrumbara y me enterrara. Los temblores y el sordo dolor se hacían insoportables, y al sentir mi cuerpo desmembrado, y el dolor de cada una de sus partes por separado, comprendí un poco el significado de aquella experiencia de mi despertar diario.