La ligera pendiente, de sentido contrahorario esta vez, resultaba traicionera y resbaladiza en un principio por el líquido que rebosaba de la zona de nichos, reino infranqueable de las hembras de la especie, quizá abandonadas a la barbarie de su bestialidad palpable e inherente hasta la probable etapa de la procreación, conclusión a la que llego inventándome mis propias nociones sobre la cultura extraterrestre. Pero no tarda en volverse el sucio remanente en costra escasa y reseca bajo nuestros pies, de fuerte olor a pesar de todo, que nos permite acelerar el paso y alcanzar al fin una nueva cúpula.
Este otro lugar está desierto, constatando la existencia de alguna presencia pasada la disposición en círculo cerrado de más de esos grandes asientos de tan bastos perfiles, y las placas talladas en relieve de los muros cóncavos que contienen inscripciones de símbolos compuestos por figuras geométricas, que a la vez se unen en largos grupos verticales formando palabras o frases independientes, qué sé yo.
—Diría que esto es el lenguaje marciano, pero no me imagino a esas bestias escribiendo, ni mucho menos parándose a leer nada de esto —comenta Dead acercándose a una de las inscripciones y pasando la mano enguantada sobre los símbolos en relieve.
—¡No toquéis nada! ¡Estos muros verdes emiten continuamente extraños sonidos de baja frecuencia! ¿Quién sabe cual es su finalidad o sus efectos sobre los seres vivos? —alerta Jones.
—Sí. Más arriba, cuando entramos en la torre, toqué la pared y me pareció que vibraba —le digo a Jones, animándole a que se explique mejor.
—Suena como si estuviera diciendo algo que no entiendo, ni siquiera se parece al idioma de mis congéneres. No creo que sea malo, pero mejor que no os acerquéis.
—¿Paredes que hablan? Esto es peor que en la Tierra, donde las paredes sólo oyen, en el peor de los casos… —dice Violet con su eterno y sarcástico sentido del humor.
La miro. Tiene los extremos del faldón de mi gabardina empapados de esa mezcla de sangre y excrementos, al igual que las blancas zapatillas de deporte que viste sin calcetines, y que son ahora de un color indeterminado que tira a una especie de negro brillante. Su bonita cara sostiene una expresión nula y cansada, exageradamente pálida a la clara luz de las antorchas tecnológicas y en continuo movimiento.
La admiro, agradecido de su férrea coherencia de carácter, que es lo único que me permite mantener, de una forma subconsciente, la frágil unión a la cordura que tan ladinamente me intenta abandonar, por contra de toda la crispación de los demás, con excepción de Jones, claro está.
Ella, que me descubre mirándola, sonríe de pronto, me guiña un ojo, y levanta una mano con el pulgar hacia arriba.
—Por aquí. Esto sigue bajando —dice Jones, lo que me hace girar en derredor la cabeza buscándole, incapaz de situar la procedencia de su voz.
Dead se mueve a un lado, iluminando a Jones, que esperaba en la oscuridad junto a otra puerta.
—Pues no hay otra salida —dice Dead—. A ver dónde nos lleva esto.
—Acabaremos llegando a nuestra ciudad, de tanto bajar —vuelve a intervenir Violet, moviéndose con todos hacia ese lugar.
Me quedo quieto mirándola andar. Cada vez que da un paso las zapatillas exudan algo de lodo negruzco a la altura de sus tobillos con repugnante ruido de chapoteo. En un arranque de morboso fetichismo, se me ocurre que me encantaría lavarle los pies con mis propias manos.
La oscuridad que se cierne sobre mí, al quedarme quieto y solo, me saca de mis fantasías y me pone en movimiento.
Seguimos este nuevo paso, que baja en línea recta y que no tarda en desviarse hacia la izquierda en ángulo recto. Doblamos otras dos esquinas antes de que los que van delante, con Jones marcando la cadencia, aceleren la marcha.
—Hay más congéneres míos ahí delante, ¡acabemos con ellos sin darles tiempo a reaccionar! —grita Jones para que todos le oigamos, sacando ventaja a Dead en su carrera, perdiéndose en la oscuridad.
Sin detenernos, escuchamos el sonido de su arma disparando un par de veces, seguido de un estridente rugido de dos o tres criaturas marcianas al unísono que nos llega concentrado e intensificado por el estrecho pasillo, golpeándome el pecho y la cara como si tuviera un altavoz de graves a todo volumen a un centímetro de mi cabeza. Siento que diminutas astillas de hueso entre la parte fracturada de mi nariz se desplazan con la potente vibración y me pinchan la piel, aunque sé que sólo es una imagen sugestionada por el dolor, o eso espero.
Cuando salimos en tropel del angosto corredor, las antorchas del equipo revelan a Jones luchando cuerpo a cuerpo contra cinco alienígenas. Los demás dudan en disparar, pero yo sigo avanzando y abro fuego contra la espalda que me ofrecen dos de ellos, con un insolente e incómodo sentimiento que me susurra acusador: «eso es lo tuyo, muy bien, disparar por la espalda, eso es». Pero no lo escucho, me dedico a rematar a una de mis víctimas que rueda por el suelo intentando aliviar la quemazón del plasma en su músculo dorsal, disparando y disparando, separando grandes trozos de ardiente carne de su cuerpo, incluso cuando ya no se mueve.
Así entretenido, algo se me echa encima, derribándome, y lo noto caer a mi lado. Descubro que es otro marciano, que se incorpora rápidamente a un metro de mí con abundante chorro de sangre cayendo de la herida de garra que le cruza el pecho, y que me clava su furiosa mirada de gato, dispuesto a cambiar a un rival más fácil. Los dientes superiores en sus fauces abiertas desaparecen en llamas azules al dispararle alguien al cogote, atravesándole así todo el cráneo. Se desploma y ruedo a un lado para evitar que su peso me inmovilice, quedando boca arriba y encontrándome a Jones luchando con técnica de boxeo contra los dos alienígenas restantes, con la particularidad de que, en vez de un puño cerrado, lanza sus garras tensas en cada golpe.
No le cuesta tenerlos a raya, a pesar de que le superan físicamente. Esquiva ágilmente sus zarpazos, devuelve los ataques, mellando gravemente el tórax desnudo de uno de ellos, que se retira superado, y haciendo saltar chispas en la púrpura armadura del otro, sin lograr herirle. Hasta que, haciendo un amago antes, alcanza al ser con un violento gancho que le arranca de cuajo la mandíbula inferior, que se lleva en sus afiladas uñas.
Alguien abate a la criatura que se retiró de la pelea, y la otra, lanzada hacia atrás por la fuerza del golpe de Jones, consigue no perder por poco el equilibrio; clava su mirada en Jones, ignorando la falta de su mandíbula, que su larga lengua, colgando inerte entre sangre y tendones, ya tuvo que hacerle notar, si es que no lo hace el mismo dolor, ¡joder! Intenta decir algo, sonando bastante lastimero y ronco, y vuelve a atacar a Jones, quien lo remata con el mismo truco, esta vez atravesando el paladar del marciano hasta llegar al cerebro. Los dientes del ser se hunden en el antebrazo de Jones, a pesar de morir en el acto.
Jones clava índice y pulgar en los ojos del cadáver y tira de él para liberarse, dejándolo caer sin más ceremonia.
—Parece que, a pesar de su extraño método de voluntad compartida, hay clases de tipos —comenta Jones, examinándose la herida tras arremangarse—. Este último me ha sorprendido.
—Ya lo veo —digo incorporándome.
—Era duro de carácter. Creo que, cuanto más aislados están de otros, mayor libertad tienen para desarrollar personalidad propia.
—Lo dices como un elogio, o como si tuvieras esperanza —le digo acercándome y cogiéndole de la muñeca, para que me deje mirar el daño.
—Son voraces por su hambre, Nass, pero tanta determinación sólo puede deberse a que creen que están haciendo lo correcto. Eso implica algo más de inteligencia de la que les atribuimos en un principio, aunque esté limitada por su bestial estilo de vida. Creo que estamos enfrentados únicamente porque El Rostro De La Locura así lo quiere.
Desvío los ojos de su herida a la cara, apenas visible por la luz que nos llega desde su izquierda. Sólo los ojos le brillan con luz propia, con esa facultad suya de reflejo intenso.
—Sí, Jones, le vamos a coger —le digo como si me hubiera preguntado en ese sentido.
—¡Eh, si queréis os dejamos solos y el resto nos volvemos a casa! —interrumpe Dead, haciéndome mirarle cabreado al interpretarlo como una broma o reproche, pero me equivoco—. ¡Joder, vaya dos! El detective y su amigo se bastan para echar abajo este sitio. Tomemos ejemplo.
Añade esto último volviéndose a los demás que le siguen.
—Me desconciertas, detective. No te creía tan audaz —me dice palmeándome el hombro, sin dejar de mirar alrededor.
—Sí, es la única constante del humor de Nass —dice Violet, viniendo a ver a Jones—, la misma inconstancia.
—No es nada. Sigamos —gruñe Jones, molesto por tanta atención y empezando a caminar.
Este lugar, sin que sirva para disipar la predominante oscuridad, tiene el techo y paredes trazados de incontables brillos verdosos y azules de muy diferentes tamaños. Esa nimia iluminación recorre los contornos retorcidos y apretados de tuberías o cables que se envuelven unos a otros, se unen en algunos puntos, se separan después, todo ello en pesado delirio neurótico e industrial, que me recuerda a la maquinaria exuberante y parecida a gigantescas raíces sobre la que se sostiene la acrópolis de cielo. El confeti luminoso destella en imperceptibles intervalos de intensidad variable, cerrándose en enmarañados manojos más adelante, dejando el espacio justo para poder pasar por en medio.
Jones tiene que encorvarse exageradamente para entrar por el hueco, cuando nosotros los humanos no tenemos más que bajar un poco la cabeza; las tuberías sobre mi frente y alrededor de todo mi cuerpo me sacuden con espaciados pulsos silenciosos, patentes no sólo en la vibración sorda que me remueve los intestinos, sino también en el temblar del holgado cuero de la gabardina robada que visto, que lo hace como al ritmo de la respiración de la maquinaria. Puedo ver que no se mueven, pero siento que los gruesos cables intentan aplastarme y asimilarme, mezclar metal y luces con carne y hueso, convertir mis órganos en diminutas centrales eléctricas, usar mi sangre y otros fluidos como lubricante de invisibles engranajes. Pero, por fin, el paso se ensancha, liberándome de la sensación de absorción.
Me sorprendo aspirando una larga bocanada de aire, ya que había estado aguantando la respiración sin darme cuenta. Me pregunto qué hacían esos pobres marcianos solos por aquí dentro.
—Kyle, ¿estás ahí o qué? —pregunta Dead.
—Sí, aquí estoy, ya he vuelto.
—No sabía que te hubieras ido… Bueno, aquí abajo hay muchas conducciones. ¿Os dice eso algo de dónde estamos?
—No, pero en los planos que estudió el señor Wise se intuye que la máquina de los portales es de un tamaño tal que superaría con creces el contorno de una de esas torres en que estáis. Os recomiendo seguir esas canalizaciones, con toda probabilidad encontraréis la máquina.
—Muy bien, Kyle, ahora sí que tengo claro que no tenéis ni idea de lo que hacéis.
—A ver, Dead, es lógico que no estaréis lejos; si El Rostro De La Locura ha entrado en la misma torre antes que vosotros…
—Hemos perdido su rastro —le interrumpe Dead—, y además es sólo un suponer el hecho de que se dirigiera hacia la máquina de portales cuando entró en esta torre.
—Dead, déjalo, es inútil discutir nada —dice Jones, quien no creo que sea capaz de oír las intervenciones de Avatar. Mejor para él—. De todas formas no podemos volver atrás, no por donde vinimos. Le encontraremos, os lo prometo.
Jones hace esta aseveración mirándome a mí, que he hecho una muy parecida afirmación hace unos minutos. Al escucharlo de su boca me suena a descarada mentira, qué cosas.
Nos movemos. El entramado de gruesos cables se abre dando lugar a una gran cúpula, en la que buena cantidad de ellos se anudan en nutridos grupos, enrollados unos sobre otros en imposibles formas esféricas, en plan bobina, sostenidas varios metros sobre el suelo o desde el techo por la propia rigidez de esas canalizaciones brillantes. Un zumbido silencioso hace vibrar el aire, que noto moverse lentamente en muy dispares ráfagas, en cuanto a dirección y fuerza se refiere.
Vuelvo a interrogarme sobre la función de los alienígenas muertos en este lugar. ¿Eran operarios de esta extraña maquinaria o sólo estaban de paseo? Pero son preguntas destinadas a quedar en el aire, imagino, como todas las demás que plantean todos los nuevos lugares o sorpresas con los que nos hemos ido encontrando, con infinitas incógnitas sobre los pormenores de la tecnología y estructura social, si la hay, de este pedacito descomunal de otro mundo. Aun así, tampoco estoy aquí para eso.
Ahora yo voy junto a Dead, ambos tras de Jones. El escudo que queda, Cherry, ha vuelto a retaguardia, y Violet con él por voluntad propia. Parece que hay buenas vibraciones entre ella y el soldado, me pongo a pensar con algo de celos. No puedo evitarlo; sé que hay una gran diferencia de edad, ella diecinueve, yo treinta y seis años, pero mi progresivo detrimento de toda relación con el resto de seres humanos me ha disuadido de hacer nuevas amistades interesantes, sobre todo en lo que a mujeres se refiere. Violet es para mí como un nuevo modelo de pistola que dispara la misma munición que yo: somos afines, pero diferentes. Se ha ganado sin pretenderlo su propia plaza en mi corazón, junto a Jones y Hardy. Y, para qué negarlo, si no es la suya la más grande, estoy seguro de que, al menos, sí la más privilegiada.
Sin ninguna otra posibilidad, Jones nos mete en otro estrecho corredor, no tan claustrofóbico como el cuello de botella de los cables, pero que tiene muy mala pinta.
En él, largos y afilados punzones, que bien parecen antenas, nos obligan a contorsionarnos continuamente para poder seguir avanzando. Las lanzas, que son una extensión o bifurcación de los cables de alrededor, tienen la superficie sembrada de agujas diminutas que imitan sus extremos, lo que vaticina muy desagradable el rozarse o apoyarse en ellas. Jones se mueve con bastante soltura, y sólo ha de detenerse en alguna ocasión para liberar algún jirón de su gabardina que queda enganchado.
—Hay que ver… ¿Para qué será toda esta mierda? —se queja Hardy, con hilarante tozudez senil.
—Para tocar los huevos, ¿para qué si no? —le contesta Church—. Al menos de algo me habrán servido mis diez años de competición en gimnasia rítmica.
—Ya te veo, aquí ser ágil es un punto —le reconoce Hardy.
Y echo un vistazo atrás, intrigado por tan absurda conversación, y me encuentro la delgada figura misógina de Church esquivando las antenas con hábiles y difíciles torsiones de su cadera y exageradas flexiones de sus piernas, mientras que Hardy observa admirado y confundido, intentando dilucidar cuál será su método para salvar el mismo obstáculo. Compruebo divertido que decide tumbarse en el suelo y pasar arrastrándose como si hiciera maniobras en un centro de adiestramiento, con la escopeta delante de la cara. Un arrugado pliegue de la chaqueta de pana en su espalda se queda enganchado en las agujas de la antena sobre él. He pasado por ahí mismo hace un momento, y no recuerdo haber tenido tantos problemas.
—¡Ay, que me quedo enganchado…! —protesta Hardy, atrapado en su abrigo.
—Pero si no hacía falta hacer eso… —le dice Church, que se acerca a él sacando un cuchillo, y corta de un veloz tajo la parte clavada en las agujas.
—Gracias, hija —dice Hardy acabando de pasar e incorporándose. Se lleva una mano a la chepa y descubre el gran agujero de su chaqueta—. ¡Pero si me has jodido la chaqueta! ¡No hacía falta joderme la chaqueta!
—¡Anda, vamos, compañero! —le dice Church dándole un ligero puñetazo en el hombro, y luego la espalda.
El número de antenas empieza a ser menor, y también lo abrupto de nuestro tránsito. Sólo tengo que preocuparme de no herirme en las ingles al pasar una pierna y luego la otra sobre los punzantes contornos. La pernera izquierda, húmeda por el impetuoso caminar de Church en el poso infecto de las hembras, se me sube y resiste a bajar, pegándoseme a la piel y a los retorcidos pelillos que la cubren. Qué sensación más asquerosa.
De delante nos llega un bufido, y sale lanzado desde la oscuridad un marciano que intenta atrapar la cabeza de Jones entre sus dos garras. Jones se agacha, y la criatura hiende el aire, clavándose sin cuidado la superficie de agujas de la antena que les separa por todo su desnudo pecho. Dead aprovecha el fallo de su estocada y le alcanza en mitad de la cara con un único disparo de plasma. El ser deja caer la cabeza, y queda abrazado a la antena, muerto.
Está visto que no puede uno relajarse. Me pregunto por qué no disparó Jones a la criatura; él, que la tuvo que ver venir desde la oscuridad.
—Jones, ¿y tu arma? —pregunto sin perder de vista el cadáver, sujeto en la triste postura de alguien que solloza.
—Gasté mis dos últimas balas ahí detrás —dice haciendo un desdeñoso gesto con la mano—, y para nada, como ya viste. Se cubrieron los ojos con las manos.
—¡Ah!
—No pasa nada, no la necesito —añade con orgullo.
—Ya, ya… —digo para hacer notar que le escucho, pero preocupándome más de pasar todo lo alejado que puedo del marciano muerto.
—Camina, cagón —me dice Church, empujándome con su arma, haciéndose la graciosa. Definitivamente, es igual que Violet. No quiero ni pensar en lo que tendría que aguantar si tuviéramos mayores confianzas…
De repente, me empieza a oler a chamusquina. No es una forma de hablar, de verdad huele a quemado, a marcianos a la parrilla para ser más exactos.
—¿Jones? —le llamo, sugiriéndole que me lo explique.
—Ya lo sé, pero ni idea de a qué se debe.
—¿De qué habláis? —se mete Dead.
—De que huele a quemado —le explica Jones.
—¿Huele a quemado? —repite Dead.
—A quemado huele —sigue Jones con humor, dándole al absurdo diálogo la musicalidad que se merece.
—Estas máscaras son una mierda, no las necesitamos. Yo me la quito.
Y dicho esto, Church se quita el casco integral y lo deja caer en el suelo. Dead se le queda mirando, confuso.
—No se quiten los cascos, Dead. Perderán la protección auditiva a los infrasonidos marcianos —ordena Avatar, alarmado.
—¡A la mierda, joder! —masculla Dead, haciendo lo propio.
Todo el equipo del Triunvirato se quita las máscaras, algo que incomprensiblemente me reconforta. Me pongo a mirar rápidamente a Dead y Church una y otra vez, como si siguiera un partido de tenis.
Descubro que él es un tipo de unos cuarenta y pico años, de cabello oscuro y sienes simétricamente encanecidas. Entre la incipiente barba de dos días que cubre sus duros rasgos se perfilan cicatrices desiguales que parten de las comisuras de su boca hasta las orejas, lo que me induce a suponer que alguien se ensañó con ganas en su persona, hace mucho tiempo.
Por contra, Church resulta ser una preciosa rubia de facciones afiladas, con el corto cabello recogido en diminuta coleta. Su herida de guerra es el ojo izquierdo, ciego y blancuzco, alrededor del cual se extienden cicatrices que le hacen parecer que está llorando, a pesar de la estoica determinación que irradia el contrario, sano y azul.
Ambos tienen la piel perlada de gruesas gotas de sudor, efecto de la dificultosa respiración a través de las máscaras.
—¡Diosss, este olor a carne quemada me sabe a gloria! —dice ella, aspirando profundamente, olisqueando el aire como un animalillo.
Esbozo una sincera sonrisa, disfrutando su propio alivio.
—Es un placer veros las caras, ahora sí que nos conocemos —le digo a Dead, tendiéndole la mano.
—Bueno, bueno, que no es momento para ceremonias —me dice, dándome la suya, sin embargo.
—Sí, dejémonos de mariconadas y busquemos algo que matar —nos azuza Church—. Si no, Cole se nos va a dormir del aburrimiento, ¿a que sí?
—Claro —responde el aludido, asomándose sobre un hombro de Hardy.
—Por cierto —continúa ella, cuando reanudamos la caminata—, sólo quedas tú, Hunger. ¿Recuerdas que os dije que era de mal fario coger los nombres de los jinetes del apocalipsis? Pest y War fueron los primeros en morir, ¿qué te parece?
—Sólo ha sido casualidad, no me jodas —replica malhumorado el tal Hunger.
—Y queríais que yo fuera el cuarto, Death… —insiste Church.
—Sí, era lo que más pegaba con tu personalidad —intenta pincharla el pobre tipo.
—Un poco de respeto a los muertos. También ha caído Barrier, dejad de decir tonterías —interviene Cherry.
—Silencio, soldados, que no estáis de fiesta ahí arriba —reprende Avatar de pronto.
—Puedes besarme el culo, tú, chupatintas de mierda —le ataja la desbocada mujer.
Y sigue un total silencio. Me asombra ver que Dead no ha intentado poner orden. A lo mejor está igual de harto y desalentado con la misión. Porque hay que reconocer que no parece que todo esto nos lleve a ninguna parte. No sabemos dónde estamos ni qué hacer.
Pero a pesar de ello, y precisamente porque no nos queda otra, seguimos camino adelante, lo que es yo, mucho más animado al verme rodeado de más rostros humanos. Soy consciente de esta ironía, toda vez que me he pasado la vida evitando las caras nuevas. Soy patéticamente incongruente.
No tardamos en salir a otra amplia sala o pasaje, como nos consta al no encontrar nuestra luz paredes en que reflejarse. Sí damos con más de esas columnas verdosas, como las que sostenían el invisible techo de la gruta donde nos atacó la horda marciana, pero en lugar de la misma disposición en pares, con unos cinco metros de separación entre parejas, éstas siguen en línea recta lo que debe ser el medio, en trayectoria perpendicular a la dirección en la que venimos.
—De ahí viene, ¿lo veis?
Jones señala hacia su derecha, y enseguida vemos el destello ondulante de un halo muy parecido al que se materializó delante del hotel. Lenguas de fuego asoman temblorosamente de dentro del torbellino de éter gaseoso, y nos permiten ver, sin necesidad de acercarnos, los cuerpos incinerados de unos pocos marcianos. Tardo en hacer la relación, pero me acabo de dar cuenta de que es el otro lado del portal que bombardearon los del Triunvirato. Me asusto, y me pongo a mirar como un chiflado alrededor nuestro, buscando el ejército que desfilaba continuamente a través de ello.
—Es el otro lado del agujero ante el Salsbury —dice Dead—. Parece que lo han abandonado, dándolo por imposible.
—No hay nada como el fuego para sofocar cualquier tipo de reunión. Lástima que el lanzallamas de Barrier quedara inútil, me hubiera encantado llevar el infierno a la espalda.
—¿Lo ves, Church? Eres la muerte encarnada —dice Hunger.
—Bueno, tiene otras cualidades —la defiende Cole.
—No quiero saberlo.
—Yo no pretendo hacer ver que sé nada de puertas espacio-temporales —empieza a decir Hardy con timidez—, pero ¿no es un poco raro que estén tan lejos unas de otras? Quiero decir que no lo veo práctico, es absurdo, ¿no?
—Esa es una de las razones que nos lleva a pensar que El Rostro De La Locura no sabe muy bien lo que hace —explica Avatar—. Los portales deben estar hechos a conciencia, pero sin ningún control sobre su posición.
—Eso ahora nos da igual. ¿A dónde vamos? —interrumpe Dead, dirigiéndose a Jones.
Él se encoge de hombros y señala con el pulgar al lado contrario desde donde brilla el portal. Le seguimos. Al final de la fila de columnas, el camino se bifurca. Una pendiente hacia arriba a la izquierda, otra que baja a la derecha.
—Mi sentido de la orientación se resiente en este lugar —se disculpa innecesariamente ante la disyuntiva del camino—. Sin embargo, diría que el paso que sube nos llevará hacia el ejército marciano otra vez.
—Bajamos entonces, ¿no? —dice Dead, viendo que le deja a él la decisión.
—Creo que es lo menos peligroso, aunque sea una tontería decirlo —coincide Jones, con leve gorjeo de risa floja.
Tomamos la bajada. Sigue en una larga línea recta, en pendiente ligera y constante.
Estos largos momentos de silencio me sumergen en un soporífero estado de nihilismo. Mi mente se rinde, y acepta la realidad de mi situación con la tranquilidad de alguien que se sabe en un extraño sueño del que acabará despertando, tarde o temprano. A veces tengo la impresión de que mi cerebro y yo somos dos entes distintos, independientes. Quizá esa sea la causa de mis esporádicos arrebatos de estupidez.
—Ya sé que no le importa a nadie, pero me da que el sonido de las paredes sirve como método de orientación a los marcianos —dice Jones al cabo de un rato—. Va variando según donde estemos, imagino que proporcionando información sobre su posición a quien pueda entenderla.
—Interesante —dice Dead, sin interés ninguno.
—¿Por qué crees eso, hijo? —pregunta benevolentemente Hardy, aunque no creo que le importe, tampoco.
—Porque dudo que nadie, ni siquiera de mi especie, y por muchos años que se pase viviendo aquí, sea capaz de orientarse en esta colmena. La tecnología de este mundo es algo impresionante.
—Puede, pero cualquiera diría que esta raza de animales fuera la responsable. Más bien parece que hubieran robado esta ciudad a otra especie, más inteligente —expone Dead, tomando parte en el debate con tan lúcida reflexión, que temo moleste a Jones.
—Sí, también yo me he planteado esa posibilidad —dice Jones, sin atisbo de haberse ofendido—, pero no. Todo está adaptado al físico y sentidos de mis congéneres. Como no sea que encargaran la ciudad a una empresa de construcción ajena… —termina, bromeando.
Empiezo a notar algo así como temblor o movimiento de cuanto nos rodea. Es algo muy sutil, pero de interminable constancia, y hasta parece hacerse más intenso por momentos. Con indescriptible horror me imagino a la inmensa acrópolis del cielo iniciando un silencioso viaje en alguna dirección indeterminada; estoy seguro de que asciende, llevándonos con ella de vuelta a su planeta, a Marte.
—¡Eh, eh! ¿No notáis que nos movemos? ¡¿La ciudad se mueve?! —aúllo desesperadamente.
—No, estas sacudidas vienen de abajo, de ahí delante, Nass. Tranquilo —me asegura Jones, volviéndose a mirarme.
—La ciudad sigue flotando inmóvil sobre nosotros, señor Pulois —me informa Avatar, la primera vez que agradezco su intervención, solapándose su voz con la de Jones—. ¿Qué pasa ahí arriba?
—No lo sabemos, Kyle, pero sentimos movimiento —le explica Dead con cansancio, para que no insista con preguntas.
Y es verdad. La sacudida constante es más fuerte según descendemos, y aunque me pone los pelos de punta igualmente, no se puede comparar con la idea primera de abducción accidental que me iba a volver loco, de haber sido cierta.
Y aun así, la sensación es esa misma, la de que la gigantesca ciudad-nave maniobra en el espacio a cada vez mayor velocidad, en aceleración progresiva, con violentos cambios de dirección en su movimiento, similar al vaivén que uno siente viajando de pie en un autobús, con fuerzas que tiran primero a un lado y luego al contrario, con ocasionales sensaciones de vacío propias de una repentina pendiente tras el final de una subida. Pero descubro con bastante turbación que mi paso y el de mis compañeros es firme y seguro, para nada alterado por estos devaneos de deformación del equilibrio. ¿Qué pasa, es que estoy alucinando?
Se ve la salida del pasadizo a una decena de metros por delante, recortando la forma de media elipse una fulgurante iluminación en enfermizo verde, de claridad meridiana a pesar de amenazante. Tener algo de luz como referencia a esa distancia debería hacerme sentir mejor, sirviendo de ancla a mi distorsionada orientación, pero, en lugar de ello, corrompe aún más mi percepción. El pasillo recorrido por la luz se retuerce sobre sí mismo y se curva; mis ojos perciben esto como obnubilados por una gran ingesta de alcohol. Me golpeo la cara, me froto la frente, y el espacio continúa con sus extrañas evoluciones.
—¿Qué pasa aquí, qué es esto? ¿Algún gas psicotrópico? —dice Hardy.
Me vuelvo a mirarle, se agarra al hombro de Church, mareado y vacilante.
—No te detengas, viejo —le dice ella—. Si te paras es peor.
—Tiene razón, moveos, ¡rápido! —ordena Jones.
Todos le hacemos caso, apretamos el paso hacia la luz. La materia recupera abruptamente la normalidad cuando salimos del corredor, y es como detenerse de golpe tras dar varias vueltas sobre uno mismo. Caigo hacia delante sobre Dead, que al no detenerse me esquiva por muy poco. Mi arma resbala por el suelo hasta sus talones, contra los que rebota y vuelve, golpeándome en la barbilla. La recojo y me incorporo todo lo rápido que puedo. Me siento muy raro, todo parece estar bien ahora, pero sigo sintiendo una extraña fuerza que me induce a inclinarme hacia delante, y además me atormenta la convicción de que hay algo terriblemente mal en el mundo. No tengo ni idea de qué se trata, lo que aumenta mi angustia y sensación de impotencia.
De repente, estoy muy deprimido.
—Ánimo, detective, que ya pasó —me dice Church, agarrándome del brazo para que deje de correr, empujado hacia delante por algo invisible.
—Debía de tratarse de una distorsión espacio-temporal residual. Mirad.
Dead hace esta suposición y señala con un meneo de cabeza a cuanto tenemos delante.
—Tiene que ser esto, ¿no? —dice Jones, mirándole a él.
Sí que lo es, no necesito que nadie me lo confirme. Hemos salido a una extensísima explanada en la que el suelo está dividido en amplísimos bloques cuadrados que se hunden notablemente en su centro cerrando sus vértices y aristas los socavones, como haciendo trincheras, y que se reparten a partes iguales todo el terreno hasta donde alcanza la vista a distinguirlos. Las paredes y techo, que son una misma cosa con forma de cúpula, encuentro que son de la densa y apretada maraña de cables luminosos, y a lo lejos y a lo alto no parece sino que nos envuelve un cielo nocturno moteado de estrellas verdes y azules.
En medio de esta extraña desolación, el origen de esta nociva luz verde que baña la gigantesca excavación: a unos dos kilómetros de nosotros, diría así, a ojo, se erige una larga torre, de tallo negro y estrechado en su centro, presumiblemente circular, cerca de cuyo extremo se abre una plataforma o terraza de desproporcionadas dimensiones, quedando el conjunto como una gran seta más ancha que alta.
Todavía más arriba, en el centro de la plataforma, el tallo sube un poco más y se interrumpe en una forma esférica y nudosa de más cables brillantes, que se deforma en su parte superior en algo que desde aquí se ve como una maraña de finos pelitos, sobre los que se sostiene en estática y silenciosa levitación la enorme masa de fuego verde que hace de sol a una media altura del techo.
Esa forma luminosa se expande y se contrae visiblemente, duplicando y volviendo a reducir su contorno con ritmo de pausada respiración, alterando este tranquilo ciclo ocasionales arcos eléctricos que comunican la esfera de luz con las antenas de la torre, si es que son tal cosa…
Por lados opuestos, y en dirección oblicua desde el techo, otras dos antenas gigantescas se estiran hacia el sol verde, casi rozando los afilados extremos su superficie en su punto de máxima expansión. Estas últimas construcciones son iguales a las agujas del corredor de las antenas espinosas, compuestas de un enredo de cables del que se distinguen asomando otras muchas antenas afiladas, más pequeñas.
—Kyle, ¿la máquina no será una especie de antena parabólica gigante, por un causal? —pregunta Dead.
—¿Qué? No… La máquina ha de ser una cúpula circular de cuatro kilómetros y medio de diámetro, con una base de placas de distorsión espacial en medio de la cual ha de levantarse el centro de mando, el lugar desde donde se controla… —dice Avatar de corrido, como si temiera que le interrumpiera alguien.
—Sí… Entonces estamos dentro, hemos llegado, Kyle —anuncia Dead.
—¡Perfecto! —exclama Avatar, con patente entusiasmo.
—Vamos hacia los controles. ¿Sabréis al menos cómo funciona?
—Sí, claro que sí. ¡Muy bien, Dead! Pero hay un problema: sólo los alienígenas pueden hacerla funcionar, su tecnología sólo responde a su fisionomía…
—Ya, pero tenemos un alienígena con nosotros —dice Dead muy animado, mirando a Jones, quien hace un gesto de afirmación con la cabeza.
—Sí, sí, ya lo sé. ¡Es todo perfecto…! —repite Avatar, fuera de sí de contento.
—Bueno, perfecto no es la palabra que yo usaría, Kyle. Pero vamos a ello —y Dead hace gesto de que avancemos hacia la torre.
Pero antes de que él termine de dar esta silenciosa orden ya estoy en movimiento, adelantándole, y desciendo por la resbaladiza superficie de una de esas placas de distorsión de no sé qué; llego al fondo y me pongo a subir por el lado contrario sólo para descubrir que pies y manos me patinan de tal forma en el suelo de color indeterminado, que todo esfuerzo que hago por avanzar acaba devolviéndome al centro del socavón.
—Nass… —oigo llamar a Jones. Y cuando me vuelvo a mirarle oigo:
—… detective, ¿qué está haciendo? —de Dead, que me mira con una mueca de incredulidad, torciendo su boca y cicatrices a un lado, conteniendo la risa.
Ambos están caminando alegremente por el borde alto que delimita las hondonadas, que resulta un poco curvo, pero no lo bastante para hacerles perder el equilibrio.
—Es más fácil si vamos por aquí —me dice Jones con insultante tono instructivo—, aunque tengamos que ir en fila india.
Me tiende su largo brazo, me agarro con una mano a dos dedos suyos y tira de mí hasta ponerme entre él y Dead. Hace un gorjeo de risa mientras niega con la cabeza.
—¿Qué? —exclamo, malhumorado.
—Nada, anda, vamos.
—No, si con Nass no hay quien se aburra —dice Violet, a lo que siguen algunas risas de los demás, que apenas ya podían contener antes.
Tampoco creo que sea para tanto. Me pareció que estos bordes serían incómodos de seguir, por eso me arrojé al hoyo. Lo único que quería era llegar cuanto antes a la torre esa, donde espero que se encuentre el puto chiflado cara de vidrio, para poder matarle de una vez yo mismo. Le voy a atravesar el espejo que tiene por cara con una ráfaga de plasma, y a partir de entonces se le conocerá como El Maldito Capullo Cara De Culo.
Hemos tardado algo más de media hora, creo, en llegar a la sombra proyectada por esa gran plataforma. Antes de atravesar el límite que separa luz y oscuridad se me ocurre mirar arriba.
El borde de la plataforma, cincuenta metros por encima de nosotros, se curva hacia abajo y se pliega enrollado sobre sí mismo. No hay duda de que es artificial y metálico, pero su forma y texturas le dan una apariencia desagradablemente orgánica, vital. Hasta la gran columna negruzca se une a la plataforma en una inconcebiblemente complicada división en ramas, muchas de las cuales se estiran en diagonal hacia puntos más alejados del centro. La superficie oscura de la cara inferior de la plataforma parece recibir o asimilar los numerosos extremos de las ramas con un efecto de fundido que las envuelve, como si se estuviera derritiendo sobre ellas.
Intento desviar la mirada y ponerme a vigilar dónde piso, pero cada vez que lo hago me parece que la gran torre se empieza a mover como nerviosa, agitando las ramas o girando el tallo, así que me pongo a mirar al suelo y a observar la torre alternativamente, como un idiota.
—Detective, ¡vamos! —me azuza Dead detrás de mi, empujándome ligeramente—. Si ya estamos llegando, ¿qué hace?
Aprieto el paso para alcanzar a Jones, que ya me saca buena ventaja, fijando la vista en su sombrero.
Deseoso de llegar hasta él, que ha alcanzado la parte de suelo llano que rodea la columna negra, mi pierna derecha no encuentra apoyo en el siguiente paso, sino que se hunde en repentino abismo con todo mi peso sobre ella. Con la prisa que llevo, avanzo un poco más en el aire con los brazos extendidos, el arma en mis manos. Me golpeo los codos en el reborde alto, el arma cae en el hondón de delante, y yo resbalo hasta el fondo del anterior, con las manos apretando sin resultado la lisa superficie, que se escurre con humillante pitido bajo las yemas de mis dedos, quedando al final incómoda y ridículamente tumbado boca abajo: piernas y brazos en alto, espalda arqueada dolorosamente, todo mi abandonado ser que intenta adaptarse al contorno del socavón, como si fuera agua en un recipiente.
—¡Detective! —aúlla Dead.
—¡Nass! ¡¿Qué ha pasado?! —pregunta Violet.
—No sé, de repente se ha desviado hacia la derecha —le explica él.
Mientras intentan dilucidar la causa de mis desgracias, yo pataleo y me retuerzo aquí dentro, buscando el apoyo y la forma de incorporarme. Alguien baja hasta mi lado y me ayuda a levantar.
—Lo tuyo no lo entiendo, amigo —me está diciendo Church mientras me iza con gran facilidad—. ¿Es que trabajabas en un circo, o algo así?
Los pies me resbalan, y palmeo confuso el cuerpo de Church buscando algo fijo en lo que encontrar estabilidad. Acabo abrazándola, un brazo alrededor de sus hombros, el otro agarrándole un pecho, inapreciable a la vista bajo el grueso traje de combate, pero que está ahí, lo noto.
—¡Oye! ¡¿Pero qué haces?! —se queja ella, dejando caer los brazos, rendida.
Acto seguido pone una pierna entre las mías y me empuja con el hombro; la suelto entendiendo su rechazo, me coge de la pechera de la gabardina y me hace una llave con la que me estrella violentamente contra el lado cóncavo del hoyo.
—¡Church! ¡Cuidado, mujer, que es amigo! —la regaña Dead.
—¡¿Amigo?! ¡Y algo más, que quiere el muy cabrón! —y se vuelve a mirarme, con los dientes apretados, ambos ojos, el de frío azul y el de inerte blanco, taladrándome—. ¡¿Pero tú de qué vas?! ¡La mercancía no se toca!
—¡Perdón! Es que esto resbala, fue sin querer —me excuso, francamente asustado de ella, ignorando el dolor que me recorre hombro, costillas y cadera.
Vuelve a levantarme soltando un bufido exasperado y me empuja con fuerza pendiente arriba, donde Dead alcanza a cogerme de la manga y llevarme hasta él. Church coge impulso y salta, atinando a apoyarse con ambas manos en el borde redondo de la arista, pasando por alto la ayuda que le ofrezco.
—Tú no me toques, tío raro —gruñe alzándose a mi lado.
—Anda, vamos —me dice Dead, tirando de mí para que le siga.
Cuando llegamos a suelo llano, Jones está saliendo de un salto del lugar donde me cayó el arma. Me la tiende sin decir nada, negando otra vez con la cabeza, sin embargo. «Vaya, parece que aquí nunca se ha equivocado nadie», dice una vocecilla obstinada en mi interior, algo acalorado de vergüenza en mi exterior.
—¡Vaya, esto es más grande de lo que parecía! —digo apreciando la distancia que aún nos separa de la base de la torre, con el secreto propósito de hacerles olvidar a todos mis calamitosas peripecias.
No encuentro respuesta. Siguen caminando, pasando de largo a mi alrededor. Hardy me da un par de palmadas en el hombro, hinchando de aire sus mofletes y enarcando las cejas, una cara de circunstancia que no me consuela para nada.
—Kyle, estamos llegando. Espero que tengas idea de cómo subir ahí arriba, porque no hay escaleras ni nada a la vista —dice Dead.
—Tiene un sistema de transporte instantáneo. Lo activan modulaciones concretas de infrasonidos, producidas por la voz de los marcianos.
—¡Qué moderno! —se ríe Dead—. Apuesto a que así es como funciona todo por aquí, por eso no encontramos la entrada al rascacielos de la superficie.
—Es posible, sí —reconoce Avatar.
—Está claro que vuestros jefes no planearon esto con el suficiente cuidado —comenta Violet.
—No me digas… —le contesta Cherry.
—No había tiempo —se disculpa Avatar—. Criaturas marcianas se desplegaban por la ciudad y el portal entre ambos mundos se hacía cada vez mayor, no había tiempo que perder. Y tampoco teníamos manera de investigar el resto de su tecnología. Vosotros sois la expedición pionera allí arriba.
—Kyle, déjate de discursos «alentadores», por favor —le ataja Dead una vez más.
Alcanzamos el pie de la torre. La columna, que puedo ver, ahora que estoy cerca, es en realidad del mismo material verde oscuro que las paredes de otros lugares, se sumerge en extensión circular en el suelo de baldosines azulados y octogonales del suelo. Quedan ambos materiales unidos en peculiar remate que hace parecer que un diminuto charco de diez centímetros bordea la base de la columna, pero es sólo la superficie verdosa hundiéndose bajo el reborde de las placas. Da muy mala y licuosa sensación, a pesar de todo. ¿Cómo pueden esos metales tener un propiedad visual tan repugnante?
—Bueno, Kyle, tú dirás —empieza a hablar Dead, mirando de arriba a abajo el gran contorno de ese tronco—. Aquí no se ven ni mandos ni controles, ni nada de nada.
—El Rostro De La Locura ha estado aquí, vuelvo a olerle —anuncia Jones casi al mismo tiempo.
—¿Qué? —pregunta Dead, que se estaba escuchando a sí mismo.
Jones repite más o menos lo mismo, pero Avatar ya nos está dando sus instrucciones y, durante un segundo, no entendemos a ninguno de los dos.
—… que colocarse a menos de cuatro metros de la torre —está diciendo Avatar cuando ya sólo habla él—, da igual la posición alrededor de su contorno. Luego, el alienígena debe imitar la señal de infrasonidos que debería estar emitiendo de forma continuada la superficie de la torre, para hacer efectivo el traslado.
Dead nos hace señas para que nos repartamos en un arco abierto, siguiendo la amplia circunferencia de la torre.
—Jones, ¿sale ruido de la pared? ¿Puedes imitarlo de alguna manera? —dice cuando nos tiene a todos en posición.
—Creo que sí, ¿por qué? —quiere saber él.
—Se supone que así subiremos.
—Entonces… ¿lo hago?
—Sí, dale —le ordena Dead, dando la espalda a la torre, con el arma lista para disparar.
Pasan varios segundos durante los que Jones parece escuchar en silencio, sin hacer nada más. Yo le estoy mirando. Tiene la cabeza baja como si pensara distraídamente. De pronto, la sombra de la plataforma sobre nosotros se disipa, nos inunda el potente fulgor del pequeño sol de la máquina. La extensión de cuadrados truncados que nos rodeaba ha desaparecido, y más allá de la inmóvil figura de Jones el suelo parece acabarse abruptamente a unas cuantas decenas de metros. Tengo la impresión de que no nos hemos movido, y al mismo tiempo de que estamos en otro sitio, ¿o no?
—¡¿Pero qué es esto?! ¡¿Qué hacen ellos aquí?! —oigo gritar con desesperados y agudos tonos a una voz familiar.
Soy el único idiota que sigue de cara a la columna de la plataforma, y cuando me vuelvo encuentro un trío de mesas o postes repartidos en posición triangular, tras cada cual se yergue una criatura marciana como caricaturas de aplicados oficinistas; alrededor de ellos, unos cuantos más de sus congéneres, ociosos, o que no parecen ocupados en nada en particular.
Y a un lado, caminando entre ellos como uno más, El Rostro De La Locura.
—¡Quieto! —ruge Dead, destrozándome el tímpano derecho a través del auricular.
Pero el aludido está gritando a los seres en su idioma, que en consecuente obediencia, presumo, se lanzan contra nosotros con las garras abiertas.
—¡Fuego! ¡No matéis al objetivo! —ordena Dead.
Pero alguno ya disparaba antes de oírle. De hecho, Hardy abre fuego con su escopeta apoyada en la cadera un par de veces. Veo claramente su intención; los perdigonazos se reparten sobre algunos seres tras los que corretea El Rostro De La Locura, que se acaba tirando de un salto tras una de esas amplias mesas. Un tercer disparo hace saltar chispas en el pulido material y hiere en parte el pecho del marciano que extiende las manos sobre ello.
—¡Mierda! —oigo exclamar a Hardy, que no se lamenta por mucho tiempo y se dedica a contener a tiros a más seres que nos envuelven por su derecha.
Vienen desde detrás, rodeando la columna que sostiene esta plataforma. Yo padezco el mismo ansia de ver muerto al chiflado de la máscara, y lanzo plasma contra su cobertura, pero debo estar a algo más de veinte metros de él, y los haces se dispersan antes de llegar.
—Si está ahí El Rostro De La Locura, no le matéis. ¡Tened cuidado! —está diciendo Avatar en el momento en que me uno a los demás en el diligente exterminio de marcianos atacantes.
Siguen viniendo algunos más, correteando desde uno y otro lado del límite de visión que la torre nos permite. Se dispersan para distraernos algunos, el resto se unen a los que se interponen entre nosotros y El Rostro De La Locura. En mitad de todo el jaleo, aparece de la nada un pequeño portal, así, sin más, sin efectistas destellos o un sonido espectacular, simplemente está ahí de repente. Y tan pronto como se ha materializado, me parece ver que El Rostro De La Locura sale lanzado en cuclillas hacia él, seguido de otra criatura. Ambos se sumergen en el pozo de humo denso y negro.
No tengo muy claro de dónde saco estas ideas, pero estoy seguro de que los seres que permanecen de pie tras esas mesas, las pezuñas afiladas abiertas sobre las superficies luminosas, controlan a voluntad la creación de los portales.
Espoleado por la urgente necesidad de impedir que vuelva a escapar el maldito chiflado de la máscara, echo a correr hacia los supuestos controles, ignorando y evitando apenas al resto de marcianos entre los que me muevo, con la idea de poner a los operarios al alcance de mi arma. Algún alma caritativa y vigilante me protege de los seres, abatiéndolos con plasma antes de que lleguen a tocarme. Un monstruo se me tira encima, sin embargo, y caemos los dos al suelo como amantes en apasionado abrazo.
Mi arma cae y sale despedida a algún lado, la oigo rebotar con sonido compacto mientras ruedo y lucho con el ser, golpeándolo con puños y codos, con rodillazos en su entrepierna, esperando que la flexible malla de sus pantalones no merme esa vulnerabilidad. Estoy encima de él, vapuleándole como un poseso, y recupero de pronto la cordura y la vista; está muerto, dos agujeros humeantes tiene en el pecho, probablemente hechos justo cuando se me abalanzaba. Ya decía yo que me lo estaba poniendo muy fácil…
—¡Nass, jodido loco, ¿qué haces?! —oigo gritar a Violet desde ahí atrás y, de muy molesta forma, por el comunicador—. ¡¿A dónde vas?!
Llego a verla un momento, girando la cabeza, por encima del hombro. Creo que es ella la que me protege con su fuego, pero no me planteo siquiera mencionarle cuáles son mis intenciones.
Busco por el suelo el rifle de plasma perdido. Aturdido y acelerado, sólo veo pies y garras marcianos a mi alrededor. Al sacudirme desesperado en la busca, algo me golpea bajo las costillas. ¡Claro! ¡Mis dos calibres cuarenta y cinco! Ha sido una de las pistolas lo que me ha dado, guardada en el bolsillo interior de la gabardina. Meto la mano y envuelvo la combinación de frío y cálido tacto del metal y el ébano de la empuñadura. Saco del bolsillo contrario la pareja del arma, amartillo las dos al tiempo que estiro los brazos hacia los operadores de la máquina; apunto cuidadosamente a los ojos de uno, disparo, cae muerto; un ser se me acerca por la izquierda, apenas lo veo por el rabillo del ojo cuando un haz de plasma le cruza la cabeza. Eso me da tiempo de sobra para acabar con los dos marcianos que me quedan, que se dejan matar sin resistencia, de concentrados que están en su labor, sea cual sea.
Miro el portal, que ahí sigue, intacto, que es lo que me preocupaba; me vuelvo a ver cómo el resto del equipo remata a las dos últimas criaturas; Church y otro, no sé si es Cole o Hunger, pues no relaciono las caras con sus nombres, son los que se dedican a ello. Puedo ver en sus caras que se divierten.
Jones, que parece no haber tenido ocasión de hacer nada, de tan rápido que ha pasado todo y con lo bien que han subyugado las armas a la pequeña oleada de atacantes, se me acerca caminando tranquilamente.
—¿Qué hacías, Nass? ¿Te das cuenta de que casi te matas sin necesidad? —me regaña, pero con un tono sosegado—. ¿Para qué te separas del grupo?
Señalo a las mesas de controles y al halo verde, un poco apartado a la derecha.
—Quería evitar que cerraran el portal por el que escapó, así podemos ir tras él —digo muy contento de haberlo conseguido.
Jones asiente tras echar un vistazo por encima de mí hacia el portal. No lo dice, pero creo que le ha parecido una locura.
—Pues pareces imbécil, qué quieres que te diga —dice Violet uniéndose a nosotros—. Los marcianos no tenían posibilidad de matar a nadie hasta que saliste corriendo hacia ellos. Me distrajiste, y por poco me matan a mí también. Y encima, no avisas. Si no te llego a cubrir, no duras ni un segundo.
—Ya, gracias —le digo avergonzado, aunque la verdad es que suponía que todos verían mi intención y me apoyarían.
—No, está muy bien detective —me defiende Dead—. Es posible que seas el único que ha salvado la caza del objetivo. La cuestión es: ¿necesitamos ir tras él, ahora que dominamos la máquina? La pregunta es para ti, Kyle.
—Podéis olvidaros de él, de momento. Que alguien le pase su comunicador al alienígena, le iré diciendo qué tiene que hacer para cerrar la abertura entre ambos tiempos.
—Toma, Jones —y le entrego el mío, que no hace más que acentuar en ocasiones mi ya bastante intensa jaqueca.
—¿Entonces vamos a dejar que corretee por ahí, impasible, el lunático ese? —dice Hardy, muy indignado.
—Ya le cogeremos, lo primero es lo primero. Jones —le anima Dead, señalándole el triangulo isósceles formado sobre el plano de la plataforma por las mesas de controles.
Jones sujeta y se aprieta como puede el comunicador al oído, y empieza a manipular pausadamente las lucecitas planas de la mesa central. Parece darse cuenta de que no necesita tocarlas, y continúa operando con lentas pasadas de su índice sobre ellas. Creo que verle así, experimentando tan nerviosamente con el artefacto, es lo más absurdo que he visto hasta ahora. Es como un bebé jugando con un recién descubierto e insulso panel de colores.
Me vuelvo a mirar el gran pilar de la torre, junto al que hemos aparecido por arte de magia. Unos diez metros más arriba es donde termina el recubrimiento verde, quedando desnudo el enorme nudo de cables que se enrolla en esa gran pelota. Como suponía, los «pelitos» que asoman de ese entramado esférico son un matojo apretado de antenas espinosas de diferentes longitudes y grosores. Las descargas de rayos eléctricos azules recorren cada una de las numerosas puntas de esas antenas al mismo tiempo y rodean la bola de fuego verde hasta cerrarse en el punto más alto de su contorno variable, que se hincha y encoge constantemente.
—Menudo trasto, ¿eh? Es como un sol en miniatura —dice Violet, que lo observa con maravilla, algo temerosa.
—¡Estoy haciendo lo que me dices, al pie de la letra! —oímos exclamar a Jones.
Todos nos volvemos hacia él. Ha dejado de manipular los mandos y espera con su mano izquierda abierta y alzada como si dijera: «¿y ahora, qué?».
—Pues si no lo sabéis vosotros, ¿quién, entonces? —continúa diciendo, tras escuchar unos momentos—. Bueno, espero.
—¿Qué pasa? —quiero saber; qué irónico, todo el tiempo deseando quitarme de la oreja ese trasto, y ahora me muero por enterarme de lo que hablan.
—Sus instrucciones no tienen el efecto deseado —me explica Jones, cuando Dead iba a hacer lo propio—, y me quería echar a mí la culpa. Ya he hecho tres veces lo que dice. Va a consultar al famoso señor Wise, a ver qué pasa.
Asiento con la cabeza primero, y niego después, masajeándome la frente fría y sudorosa, incapaz de creerme tanta chorrada junta. Lo mejor sería volar por los aires el maldito trasto, con nosotros dentro y todo, ¡que ya estoy harto de tanta mierda, joder, que esto no se acaba nunca!
Jones empieza a sacudir los hombros mientras produce ahogados ronroneos de risa.
—Claro, claro, ya nos ocupamos —le contesta a Avatar sin dejar de reír—. Dice que el señor Wise dice que el problema ha de ser que la máquina se encuentra en nuestra realidad, Nass. Que tenemos que hacer pasar la ciudad de vuelta por el portal, a su mundo, para poder cerrarlo.
—¿Eh? —digo como si no entendiera mi propio idioma.
Jones asiente en silencio, lentamente. Esto ha de resultarle igual de impertinente que a mí y a todos, pero parece estar su inmóvil rostro de eterna sonrisa burlándose de mí.
—¿Y cómo hacemos eso? —pregunta Violet.
—Encontrando el puente de mando, o lo que sea que permita pilotar esta ciudad flotante —contesta Dead, recorriéndonos con la vista uno a uno.
Jones me lanza el comunicador. Lo cojo, niego con la cabeza y se lo tiro de vuelta. Se encoge de hombros y se lo guarda en un bolsillo.
—Vamos tras El Rostro De La Locura, él sabrá dónde y cómo se hace eso que dices —le responde a Dead—. Esperad todos aquí, yo lo cogeré.
Y empieza a caminar hacia el portal que tan oportunamente intenté proteger, fuera o no necesario, qué sé yo de tecnología marciana.
—No, espera, Jones, vamos contigo —dice Dead.
—¡No! Quedaos y proteged la máquina.
—Yo sí que voy, Jones —le digo acercándome a él, pistolas en ristre.
—Pues yo también —dice Violet con tozudez infantil, pero como si lo implorara.
—No, tú no —y le doy un lento empujón en el hombro.
—Cállate —contesta sacudiéndose mi mano y haciendo que se me caiga la pistola. Perfecto, ahora tengo que agacharme a recogerla.
—Church, ve tú con ellos, nosotros aseguramos esto —ordena Dead.
—Yo, siempre yo, la mierda para mí —replica la mujer pasando a mi lado y mirándome. ¿Qué, que soy yo, la mierda?
—Ser la mejor tiene un precio, tía —le dice Hunger, riéndose.
—¡Que te follen, maricón! Vamos antes de que deserte.
—¡Nass! —dice Hardy, preguntando qué hacer. Su rostro regordete y bonachón, fatigado y con la boca abierta, parece el de un fiel perro San Bernardo que se siente abandonado. No quiere venir, pero tampoco que nos vayamos.
—No, Hardy, al menos quédate tú. Quiero aquí a alguien de confianza —le digo sinceramente, y sin importarme cómo se lo tomen los demás.
Él asiente, echando una peculiar mirada suspicaz a Dead, quien no hace apreciación de nuestro recelo. Seguro que piensa que somos idiotas.
—A ver dónde acabamos ésta vez —dice Violet.
Jones primero, luego Church. Violet la sigue, y por último cruzo yo la pantalla de vapor negro, cerrando los ojos como un niño que no puede dormir tranquilo en la oscuridad de su dormitorio.