—Un momento, un momento —empieza a decir Violet, interponiéndose entre nosotros y el portal.
Dead, quien acaba de dar la orden de avanzar a través del halo, hace ademán de empujarla a un lado. Pero ella se le resiste.
—¡Un momento, joder! —replica ella—. La aparición de los portales ha dejado sin luz a la ciudad. ¿Cómo sabemos que cruzarlo no inutilizará estas «superarmas» y el resto de artilugios?
Dead abate su postura, derrotado ante la lógica de la cuestión.
—¿Kyle? —llama en un susurro.
—Ya lo he oído. No pasa nada. La apertura del inmenso portal sobre la ciudad, ayer, fue lo que sobrecargó y achicharró los transformadores de las tres centrales eléctricas metropolitanas —contesta Avatar, pretendiendo resultar tranquilizador—. Es muy técnico, el señor Wise lo explicaría mejor: fue un efecto secundario del desplome de energías que no conocemos combinadas con la masa y magnetismo del propio portal y del mundo al otro lado, pero fue algo momentáneo, los portales en sí mismos no hacen nada.
—Kyle, ¿seguro? —insiste lentamente Dead, desconfiado.
A mí me pasa igual. Avatar parece muy entusiasmado con que persigamos al loco de la máscara más allá de esta cosa de niebla negra, pero él no está aquí, armado con rifles que funcionan a pilas. Menos mal que conservo mis queridos calibre cuarenta y cinco…
—Seguro Dead, no temáis.
—Que no temamos, dice el cabrón.
Y diciendo esto, Dead se interna en el torbellino de densa atmósfera.
—Guardemos la misma formación —dice Jones para todos los demás, y le imita.
Le siguen otros dos hombres, y ahora nos toca a Hardy y a mí. Hardy se vuelve a mirarme, enarcando las cejas y encogiendo los hombros.
—Pasemos con decisión. ¿Te imaginas que se apague mientras cruzamos? Igual quedamos partidos, con una mitad a cada lado. ¡Je!
Y se lanza de un salto al interior, y yo con él, pegado a su espalda, temiendo esa posibilidad, por muy gracioso que a él le parezca.
He cerrado los ojos, esperando dolor, un violento tira y afloja de quién sabe qué desconocidas fuerza. Y dolor es lo que recibo, pero no del tipo que imagino. Me golpeo la machacada nariz contra algo blandurrio y de tacto suave. Abro los ojos, asustado, mientras suelto el pequeño rifle y me llevo las manos a la cara. Me he dado contra la gruesa espalda de Hardy, envuelta en su eterna chaqueta de pana granate.
—¡Mierda! —gruño—. ¡Joder, qué haces!
—¿Qué te pasa, Nasser? —me contesta.
—¿Queréis apartar de ahí, para que pasen los demás? —nos increpa la voz de Dead.
Demasiado tarde. Me he inclinado a recuperar el arma del suelo, y algo me golpea el trasero lanzándome hacia delante. Me doy con la cara en la cadera de Hardy, que tropieza al intentar retroceder para dejarme sitio, así que caemos uno sobre otro. Su rodilla se me clava en el estómago, suelto un bufido sorprendido de dolor; alguien tropieza con mis pies y se me cae sobre la espalda, dándome con algo metálico en los riñones. Suelto un alarido de auténtico sufrimiento.
Revolviéndome inútilmente, veo que Jones se nos acerca, coge a Hardy por un hombro y tira de él, arrastrando el peculiar sandwich de tres hombres a un lado, donde no molestemos con nuestras piruetas a los que van llegando.
—¡Cole! ¿Qué te pasa, que te ponen cachondo los tríos, no? —regaña con cierta hilaridad Dead, ayudando a incorporarse al tipo que tengo encima.
—No, señor —contesta el aludido, ayudándome a levantar—. Me conformo con una tía que los tenga bien puestos, como la que le puso en su sitio hace un minuto, señor.
—Muy gracioso, Cole. Sigue así —dice Dead, no tengo claro si animándole o amenazándole.
—¿Habláis de mí?
Violet es la última en aparecer desde más allá del halo, y mantiene una sugerente postura heroica, con los brazos en jarras, el rifle de plasma apoyado en la cadera.
—¡Eh, el que más bichos mate hoy se gana una cita conmigo! ¿Vale? —añade ella, sonriendo.
—Joder, esto parece un puto club de la comedia —se lamenta Dead, meneando la cabeza—. Rose, como antes, con los escudos.
Violet parece dudar un momento.
—Es Violet, no Rose.
—Vigilad los flancos. Estamos en territorio hostil —continúa Dead, ignorándola.
No sé si es hostil o no, pero un vertiginoso terror se apodera de todo mi ser al alzar la mirada y reconocer recortándose contra el cielo tempestuoso las lejanísimas y arrebujadas cúspides de aquellas torres púrpuras que vimos desde las afueras de la ciudad. Resulta que me encuentro en mitad de la acrópolis del cielo.
—¿Esto es Marte? —oigo que pregunta Violet.
—Creo que estamos sobre la nave de los marcianos, Kyle —informa Dead.
Estoy todavía mirando a la tormenta que relampaguea silenciosa, como lo ha estado haciendo los días anteriores, por encima de los altos baluartes, imposiblemente relucientes a pesar de la arena o polvo que los recubre. Sólidos cúmulos de nubes que parecen pesar millones de toneladas y que, sin embargo, flotan circulando en espiral unos junto, sobre y alrededor de otros.
—Bien —dice Avatar—. Según entendió el señor Wise en los planos, la máquina de los portales debería estar instalada en una especie de sótano o cámara del subsuelo, en algún lugar de esa especie de ciudadela.
—¿En algún lugar? —protesta Dead—. ¿No sabéis dónde?
—La idea era que el Rostro De La Locura os llevara hasta ella —se disculpa Avatar.
—Joder —ruge Dead.
Todo el equipo, incluso Hardy y Violet, vigilan nuestro alrededor con disciplina marcial, mientras yo doy vueltas sobre mí mismo, contemplando el silencioso y radiante paisaje que nos rodea: el suelo se compone de pequeños baldosines octogonales de color azul oscuro, los edificios de enormes placas octogonales de color púrpura, y ya está. No hay mucho más que describir, todo lo que se ve tiene esa misma homogeneidad extrapolada a toda la ciudad, al parecer. No hay calles, al menos en el sentido en que estamos acostumbrados a utilizarlas los humanos. Las gigantescas circunferencias de la sección de las torres parecen proyectadas en el plano de la ciudad totalmente al azar, tan pronto muy cercanas unas de otras como más separadas, y aunque siempre hay espacio de sobra como para conducir un coche entre ellas, sus exageradas dimensiones y extrema altura me producen una claustrofobia aplastante.
Vuelvo a alzar la vista al cielo, pero la sensación empeora, me da la impresión de que las torres van a chocar entre sí, las nubes negras van desapareciendo de mi vista, todo es púrpura y me aplasta.
—¡Ay, madre! ¿Qué le pasa a éste? —oigo exclamar a Hardy.
—Nass, te estas poniendo azul, ¿quieres calmarte y respirar, por Dios santo? —me dice Violet al oído, rodeándome los hombros con un brazo.
—¿Algún problema? —quiere saber Dead. Si será pesado.
—No, es que no cree en los extraterrestres, y ahora está montado en su nave espacial. Eso es lo que le pasa. —Explica Violet, con humor.
¿Cómo puede hacerle gracia? Me vuelve loco este extraño sitio. ¡Esto no puede existir, no debe existir!
—Hay gente muriendo en nuestra ciudad mientras hacemos el turista por aquí, ¿podemos seguir o no?
—Si… Si —tartamudeo—. Sólo ha sido un mareo.
—Está embarazado —añade Violet. Algunos de los hombres de Dead le ríen la gracia.
—¡Eh, se acabó! ¡Basta ya de bromas! —interviene Dead, para mi alivio.
—Creo que puedo seguir el olor de el Rostro De La Locura —dice Jones de pronto.
Todos le miran, incluso yo, ya repuesto de mi ataque de claustrofobia absurda.
—¡Por fin una buena noticia! Lo dices en serio, ¿no? —insiste Dead.
—Claro.
—Muy bien. Movámonos sin hacer ruido. Esto está muy tranquilo y nos conviene que siga así.
Empezamos a andar. Jones va delante, guiándonos por el laberíntico y monótono paraje. Se mueve despacio, mortalmente silencioso, salvo por el leve aleteo seco de su gabardina raída, sacudida por el aire helado de la tormenta artificial. Gruesas gotas aisladas empiezan a golpetear el esmerilado pavimento, y no pasan ni treinta segundos cuando ya vuelve a llover de la misma torrencial forma que los días anteriores, antes de que esta cosa se pusiera entre el cielo y la tierra. Me pregunto si esto es humedad propia de las espesas nubes o parte de la climatología del planeta Marte al otro lado. A ver si la lluvia es radiactiva o algo peor…
—Dead —llamo, sin dejar de vigilar, francamente asustado, todas las bifurcaciones que pasamos de largo y vamos dejando atrás—, debería saber algo.
—¿Quién habla?
—Yo, el detective. Esos seres pueden anular la voluntad de sus víctimas mediante el sonido, al parecer. Es peor cuantos más son.
—Ya estamos al tanto, señor Pulois —interrumpe Avatar—. Le recuerdo que así perdimos a tres hombres el día que nos hicimos con el cadáver de uno de ellos. Sólo Dead se sobrepuso y logró incinerarlo, y el señor Wise desarrolló una contramedida. Los soldados que le acompañan tienen en sus cascos filtros de infrasonidos, quédese junto a ellos y estará a salvo.
—Sí. A salvo —repito, sin creérmelo para nada.
—El misterioso señor Wise está en todo, ¿eh? —comenta Violet.
—Está en todo, pero no está aquí —añade Cherry.
Así que fue Dead el que se enfrentó primero a los seres, me digo. Puedo imaginarme cómo fue, a mí me pasó algo parecido. Logró superar el irracional terror con otro sentimiento igual de primordial e instintivo: la ira. Ver a sus hombres morir debió ser lo que encendió su rabia, lo que le salvó la vida. Cada vez me cae mejor.
—¿Dónde están todos? Me imaginaba que esto estaría lleno de marcianos…
—Joder, niña —contesta Hardy—, pareces decepcionada y todo.
—No invoques al demonio, Rose. Y silencio —la reprende Dead, por enésima vez, y no será la última.
—¡Que mi nombre es Violet!
—¡Que te calles… Rose! —insiste él.
La broma de Dead me hace sonreír, revolcándome en el excremento de mi miserable sed de venganza satisfecha, después de tanto reírse ella a mi costa. Que tome de su propia medicina.
Después de caminar durante unos quince minutos bajo la gélida lluvia inmisericorde, Jones se detiene al pie de una de esas colosales torres. La examina, baja la vista, dejando caer un buen chorro de agua acumulada en el ala de su sombrero.
—¿Qué pasa? —pregunta Dead.
—Diría que se ha metido aquí. Pero a saber cómo se abre —se lamenta Jones, soltando una mezcla de gruñido y suspiro de frustración.
Miro en la dirección de donde vinimos. No veo cómo vamos a encontrar el camino de regreso. Espero que Jones sepa hacerlo.
—Kyle, tenemos que entrar en uno de los edificios, pero no hay puertas ni ventanas a la vista. ¿Alguna idea?
—Un momento —contesta Avatar.
Mientras esperamos respuestas, Jones intenta pasar su mano huesuda por la superficie de placas púrpuras. Parece hacer un gran esfuerzo, y finalmente retira la mano sin haberlas rozado siquiera.
—Esto se parece a las armaduras que visten algunos de los seres —comenta mirándose la palma—. Hay una especie de campo de fuerza, por eso brillan tan raro.
—Eh…, Dead.
—Dime, Kyle.
—El señor Wise dice que tendría que verlo para saber cómo abrirlo.
—Joder, dile a Brian de mi parte que si estuviera aquí no tendría ni puta idea, como nosotros. Aparta, Jones. War, conmigo, empieza desde ahí abajo. Haremos un arco y después a ver si somos quién a tirarlo.
Jones se retira y se me acerca, levantando las manos y encogiéndose de hombros. War y Dead empiezan a disparar contra la fachada desde la base y subiendo, dibujando en la superficie purpúrea una entrada de unos dos metros de ancho. Los fogonazos de plasma no encuentran resistencia en el manto protector invisible, y hacen fundirse el desconocido material de las placas octogonales.
—¡Qué derroche de munición! —me gruñe Jones, divertido.
Hacen disparos muy seguidos unos de otros, con cuidado de trazar lineas continuas. Cuando parece que ya han terminado, repiten el proceso en dirección inversa, viendo que la pared no ha sido atravesada de parte a parte por los disparos. Esta segunda ronda sí perfora la gruesa capa, y cuando terminan intentan entre los dos echar abajo la sección.
Sus violentos empujones se vuelven contra ellos, repelidos por el campo de fuerza, aún intacto.
—Dejadme a mí —dice Jones, acercándose a la improvisada puerta.
Da tres largos pasos a la carrera, salta y lanza una potente coz contra la pared girando sobre sí mismo en el aire. Creo que no llega a tocar el muro, pero el efecto de empuje de la barrera se reparte entre la propia pared y Jones. Éste cae de bruces en el suelo lanzado por su propia fuerza, pero el segmento de pared se desploma al interior de la torre, temblando ruidosamente como una enorme moneda.
—¿Estás bien? —dice Dead, acercándose a él y ayudándole a levantar.
—Sí, no ha sido nada, gracias —gruñe Jones, avergonzado.
Creo que Jones, al igual que yo, no se esperaba tanta camaradería por parte de un desconocido humano. Casi diría que está contento, agradecido de veras.
—¿Lo habéis abierto? —quiere saber Avatar.
—Sí, Kyle… Gracias por nada, chicos —dice Dead, concienzudamente ácido.
—¡Esto es impresionante!
Jones se está asomando al interior de la colosal estructura, de cuyo interior sale luz del mismo tono e intensidad que la que tenemos aquí fuera.
—¿Qué hay, Jones? —pregunto alzando la voz sin darme cuenta, a lo cual responden algunos hombres mirándome, sorprendidos por el ataque a sus oídos.
Dead se une a él en el escrutinio, vigilando uno y otro lado del improvisado paso.
—Concentrémonos en lo que hemos venido a hacer. ¿Por dónde?
—Diría que por este lado. Hay otros olores, muy fuertes, el rastro se vuelve confuso.
—Intentémoslo, confío en ti —le anima Dead, empezando a caminar tras él, hacia la izquierda de la entrada.
Al pasar dentro, donde un segundo muro interior hace un corredor junto al cascarón exterior, me quedo con la boca abierta al poder ver todavía la inmensa y abigarrada conjunción de torres asediándonos desde todos lados. La pared exterior es totalmente transparente por este lado, como un grueso cristal impoluto de imperfecciones. Sólo al pasar la mano por ello me cercioro de que existe, de que la pared sigue ahí.
—Un buen invento para ver el paisaje. Lástima que no haya mucho que ver… —apunta Violet, entrando en el pasillo junto a los de los lanzallamas.
El corredor recorre el contorno circular de la torre manteniéndose a nivel, y se me ocurre que tarde o temprano volveremos al lugar por donde entramos, incapaces de encontrar el paso oculto que nos permita seguir avanzando. Sin detenerme, apoyo mis dedos en el muro de apagado color verde a mi derecha, esperando encontrar la hormigueante resistencia de otro campo de fuerza o algo así. Pero nada, lo único que noto es la textura rugosa de esa fachada en mis yemas, lo que me hace apartar la mano en un arrebato de grima, pues a la vista me había parecido totalmente lisa, muy pulida.
Me froto los dedos en mi camisa, inquieto, y me vuelvo hacia mi izquierda al notar que uno de los soldados me mira con fijeza desde detrás de los redondos cristales de su máscara. Me señala la pared con un dedo y me niega con la cabeza. No sabe qué he notado, pero tiene toda la razón: mejor no tocar nada porque no sabemos lo que es, ni lo que puede hacernos. Me sacude un atisbo de alarma al ocurrírseme, otra vez, la idea de estar expuesto a radiación o contaminación de algún tipo, irradiada por los extraños minerales o metales, no sabría decirlo, con los que están construidas estas torres. Ojalá tuviera yo también una máscara antigás.
Precisamente cuando estoy pensando en qué puedo estar respirando y qué efectos tendrá en mi organismo, empiezo a sentir un cosquilleo donde se me deben unir las fosas nasales con la garganta. Huelo y saboreo, todo junto, lo que parece una mezcolanza de muy diversos aromas rancios; no podridos, sino más bien unos efluvios de impresión húmeda o grasienta, como de algún tipo de maceración o fermentación, lo que no quita para que resulten desagradables como no se me ocurre qué otra cosa.
Nuestros amigos de El Triunvirato no tienen el «placer» de «degustar» la tan pegajosa y orgánica atmósfera gracias a los pertinentes filtros, y es Hardy quien, con la voz ahogada por la pana de la manga de su chaqueta que se aprieta contra la nariz, hace patente lo insoportable y enervante de esos vapores.
—¡Por Dios, Jones, ¿de qué procede ese olor?!
—¿Cómo lo voy a saber, abuelo? Pero ya estamos llegando. Tranquilos, creo que no hay peligro.
—¿Que no hay peligro? Y si nos estamos envenenando, ¿qué? —le replico en un seco tono de suficiencia, dándome por el único genio que lo ha pensado.
—Pues, no sé, Nass. Supongo que si este ambiente fuera mortalmente pernicioso también estaría muerto El Rostro De La Locura, ¿no?
—¿Qué ocurre, huele a algún tipo de gas? —quiere saber Dead.
—No, parece el olor de algo muerto no hace mucho —le aclara Jones.
Jones camina impasible, revólver en mano, sin que parezca afectarle para nada la adherencia entre dulzona y acre del sabor del aire, que me llena de lágrimas los ojos y de convulsivas contracciones la garganta.
—Sale de aquí —anuncia.
Por fin, una variación en el escenario. Ésta resulta ser la forma rectangular y exageradamente alta de una puerta excavada en el repelente muro verdoso. Proporcionalmente, diría que está adecuada a la gran envergadura de Jones y seres como él, con lo que dos individuos de esa especie entrarían cómodamente a la vez.
—¡Vaya! ¡No os vais a creer lo que vais a ver! —exclama Jones como si nos aguardara una grata sorpresa—. ¡Esto te va a encantar, Violet!
Jones se ha parado ante la abertura, que da paso a la más impenetrable oscuridad de lo que se adivina una amplia sala, dada la casi inapreciable reverberación de su voz proveniente de allí dentro.
Dead nos hace acercarnos pegados al muro, aunque la actitud de Jones da a entender que no hay peligro a la vista. Ordena con un silencioso gesto encender las antorchas a todos sus hombres y acto seguido nos manda entrar, siguiendo a Jones, y asegurar la sala.
Al lanzarme dentro tras de Hardy, noto en la piel de mi cara y manos un contrastado frío respecto al corredor que seguimos hasta aquí, e incluso comparado con el ventoso y húmedo temporal del exterior. Es una especie de frescor aislado, como de cueva, y es patente la humedad, no sólo porque se me pegue a las papilas gustativas tras condensárseme en las fosas nasales, sino porque incluso el suelo es resbaladizo, y hasta creo oír un fino goteo derramándose en algún sitio.
Porque lo que se dice ver, no veo mucho. La sala es mucho más amplia de lo que suponía, y las luces de estos tipos, por muy inagotable que sea su fuente de energía, producen una pantalla de luz limpia pero difusa y muy limitada, visibilidad para tres metros alrededor de cada hombre. Me separo un poco de Hardy y me uno al hombre que me sigue. Nos separamos todos de esta forma, en parejas, obedeciendo la orden de Dead de comprobar y asegurar la sala.
—Rose y escudos, permaneced a la puerta —le oigo decir.
—Y dale con lo de Rose…
Mi compañero y yo nos movemos juntos, buscando la pared para luego recorrerla y localizar posibles salidas a otras salas.
Ni idea de cómo le va a él, pero a mí me chorrea la frente, gruesas gotas chocan contra el vendaje de mi nariz y se cuelan debajo, produciéndome molestos cosquilleos que no puedo aliviar. El miedo más intenso e infantil me hace vibrar de expectante tensión, no dejo de mirar a uno y otro lado, delante y detrás, convencido de que algo nos acecha en la negrura de más allá de nuestra limitada burbuja de luz, terrores a los que no atribuyo forma concreta que se arrastran a mi alrededor buscando un punto ciego desde el que atacarme.
En uno de estos frenéticos vistazos a mi alrededor, cuando observaba las parejas dispersas y examinaba con ojos entrecerrados la absoluta oscuridad inescrutable entre ellas, mi compañero me pone una mano en el hombro, para que me vuelva a lo que está apuntando.
A estas alturas ya bien podría estar inmunizado contra cualquier clase de horrores que se me presenten de ahora en adelante en la vida, pero eso sería si se tratara de una vida en tierra firme, es decir, la vida de un humano en su mundo, con todas las leyes de la naturaleza respectivas al hábitat que le es propio. He ahí la explicación de que me siga hundiendo muy poco a poco, y cada vez más, en el pozo de desesperación y locura en el que no dejo de vadear para mantener apenas la cabeza a salvo, mientras los pies me escarban en el lodoso fondo.
El caso es que me doy media vuelta y, con una repentina flojera de piernas, caigo de rodillas, intentando con una mano sostenerme en el hombro escurridizo del agente mientras disparo por acto reflejo con la otra, todo con la vacuidad de una presa entregada, sabedor de que toda pelea será inútil. El arma, por supuesto, no dispara, sólo hace inofensivos «clic, clic, clic», ya que hay que usar ambas manos para que funcione. Menuda mierda.
—¡Eh, tranquilo, tranquilo, hombre! —oigo decir a una voz en mi oído, que debe ser la del hombre que intenta sostenerme.
Lo que estoy mirando, mientras intento incorporarme con las suelas patinándome sobre la humedad del suelo, es, valga la redundancia, una cosa que me mira a su vez. Mi dedo en el gatillo del arma sigue intentando disparar (aunque ya no le apunto) durante mi involuntario espasmo de auténtico horror, con todo mi ser chillando sin voz ante tamaña aberración, y lo digo tanto por sus dimensiones como por lo grotesco.
—¡Está muerto, está muerto, tranquilo! —me dice mi anónimo compañero.
Pero no me consuela para nada. La cosa reposa sobre una especie de butacón, como si una retorcida mente hubiera encontrado muy gracioso el disponerla de esa manera, vigilando el resto de la sala en su descanso. Lo que podría llamar el cuello se apoya en el alto respaldo del asiento, con la cabeza abandonada sobre los reposabrazos, de los que se desborda ampliamente su contorno. Los tres pares de ojos sin pupila, repartidos simétricamente por el cráneo en ángulo abierto desde su centro, parecen dirigirse directamente a mí como en muda protesta de su situación. Con las placas que constituyen sus tres o cuatro juegos de mandíbulas asemeja estar intentando roer el mueble, todo eso que será la boca abierto a todo lo que da, los innumerables juegos de colmillos afilados y de muelas, romas por un desaforado uso o desgaste, goteando saliva o gelatina sucia que la criatura ya no puede enjuagar.
La espesura de gruesos pelos o cilios, que recubren a cachos la costra de aspecto calcáreo que es su piel, se mantienen jugosos, con una viscosidad patente en los húmedos manojos en que algunos están enredados. Unos pocos de estos cilios parecen arrancados o reventados, y coágulos de una mantecosa sustancia amarillenta los sustituye en interrumpida supuración de unos poros u orificios repugnantes y de aspecto ponzoñoso, que debía ser de donde crecían los cilios.
—Toda la sala está llena de cadáveres. No los toquéis, tan sólo aseguraos de que nada se mueve —nos advierte Dead.
—Debe tratarse del alimento que tienen en Marte. Si algo estuviera vivo lo notaría —ruge Jones, para que todos los hombres dispersos por la gran sala puedan oírle.
—Jones, ¿cómo se te ocurre decirme que me iba a encantar, esto? —se lamenta Violet, tapándose nariz y boca con la mano.
Ella se mantiene junto a la entrada con los tipos de los lanzallamas, cubriendo el trío la posible retirada, y observa los restos de las muy diferentes criaturas a medio devorar iluminadas por las antorchas de cada pareja.
—Bueno, ya sé que debe resultaros asqueroso, pero como parecías tan ilusionada y ansiosa por lo extraterrestre… —se excusa Jones.
Mi compañero ha empezado a rodear el butacón sobre el que está tirado el monstruo, y yo le sigo, claro, para no quedarme a solas en la oscuridad. Así, exploramos el resto del cuerpo, una alargada coraza segmentada en la que se intuyen innumerables puntos de articulación, que me recuerda al cuerpo de una cucaracha, y de cuyo lateral salen gran número de extremidades, no estoy como para pararme a contarlas, que se apoyan en el suelo en extraños ángulos, como si la criatura se hubiera desparramado exhausta tras una larga caminata. Algunas patas parecen cortadas o arrancadas, y de entre las astillas afiladas del cascarón sólido que es la piel del bicho se ve asomar una repugnante masa rosada trazada de jirones negros y gruesos, que pueden ser algo así como venas, algunos colgando más allá de la masa rosa como demasiado estirados. En algunas partes, una especie de hongo o bacteria, que es a lo que atribuyo esas pequeñas masas de bultos parduscos que se hinchan pausadamente como si respiraran, parece estar alimentándose o creciendo a costa de la materia muerta. Estoy casi seguro de que el más vomitivo hedor de esta sala procede de ese organismo, si es que es tal cosa.
Me detengo a mirar la pata o garra más próxima a la cabeza del extraño animal, que difiere drásticamente en tamaño y forma de las demás. Se halla igualmente estirada a lo largo del suelo, y eso me permite apreciar la maraña de complicados juegos de articulaciones que debían otorgarle una gran capacidad de movimientos. Al extremo, la costra de cáscara y manojos de cilios se hincha abruptamente en la forma de una enorme pinza de muy potente aspecto, y me viene sin querer el recuerdo de la historia que El Rostro De La Locura nos contó en su casa, cuando nos habló de una nueva dimensión que visitaba, en la que un gigantesco crustáceo salió de la arena e intentó devorarle. Parece que esa parte era cierta, y la mezcló con el resto de mentiras para dar credibilidad a sus cuentos, me imagino. No sé a qué retorcida mente le puede parecer creíble lo del cangrejo gigante, yo al menos daba por hecho que era todo invención suya; pero si él creía que combinando tan disparatada verdad con el resto de calumnias le íbamos a creer, es que no hay duda de que está como una puta cabra, independientemente de lo lúcido que pueda llegar a ser su propósito con todo esto. Al menos tengo que reconocer que, a pesar de todo, ha hecho de nosotros lo que ha querido.
Observo con respeto la enorme pinza, lamentando que el monstruo que conoció El Rostro De La Locura no llegara a matarle en esa ocasión. Ya no me da tanto asco, e incluso siento lástima por los bichos. Sobre todo por el que se suicidó al enloquecer por culpa de El Rostro De La Locura.
Echando un vistazo al resto del equipo, veo que están examinando más crustáceos muertos y trozos informes de otros desconocidos animales que están desparramados contra las paredes y alrededor de otros asientos. Los sillones, entre la suciedad de sangre y jugos de la «comida», se erigen como una extensión del suelo de resbaladizos baldosines octogonales, y sus contornos angulosos no les otorgan un aspecto confortable, que digamos. Su tamaño y estoicismo de diseño les da apariencia solemne, sin embargo.
—¿Esto qué sería, una especie de sala de reuniones? —pregunta alguien, creo que es el tal War.
—Si esos seres se parecen en algo a mí, nunca duermen, y estas butacas pueden servirles para descansar cuando no estén haciendo otra cosa. Es lo que yo creo, pero…, ¿quién sabe?
Jones sólo hace un comentario, pero el pesado de Avatar, omnipresente en toda conversación, aprovecha para darnos otro discurso.
—El señor Wise descubrió, estudiando el cerebro del cadáver en nuestro poder, que las criaturas marcianas viven en un estado permanente de sonambulismo consciente. Sus organismos disfrutan de las cualidades reparadoras del sueño sin necesidad de dormir, algo que creemos que se ha implementado en la raza de forma artificial, puede que mediante ingeniería genética que…
—Oye, Kyle —le interrumpe Dead—. O dejas de dar por culo con las divagaciones de Brian o te juro que nos deshacemos de los comunicadores. Porque hasta ahora no han servido para otra cosa que incordiarnos.
—Entendido —responde Avatar, algo confuso.
—Bueno, aquí no hay más que comida de marcianos, podemos asumir. Jones, ¿te ves capaz de seguir a El Rostro De La Locura?
—Estos olores me lo impiden, pero sólo veo otra salida de esta sala. —Jones, que va todo el tiempo con Dead, señala hacia algún lugar envuelto en impenetrable oscuridad—. Por ahí.
Al gesto de Dead, todos empezamos a movernos hasta que convergemos tras la estela de ellos dos. Violet y los tipos de lanzallamas empiezan a cruzar en línea recta la sala hasta la puerta siguiente, ante la que esperamos en silenciosa reunión.
—No me gustan estas luces vuestras. No se ve más allá de unos metros. Donde esté la clásica linterna… —se queja Hardy.
Esperaba que alguien dijera algo, sobre todo Dead. Pero, o están de acuerdo con Hardy, o nadie ve la necesidad de ponerse a discutir ahora con mi «casi anciano» amigo.
—Tranquilo, abuelo —le dice Jones tras un silencio—, que estoy yo aquí.
—Sí, lo sé, hijo. Pero me parece ridículo y nada seguro el ponernos a recorrer laberintos marcianos sin poder ver más allá de nuestras narices. No podemos depender sólo de ti.
Se me ocurre que no le falta razón, pero carece de sentido pararse a mirar los inconvenientes. A mí, toda la situación en sí misma se me antoja inconveniente.
Cuando Violet y los tipos que se supone que escolta nos alcanzan, debajo de un arco la mitad más amplio que el anterior, Dead ordena avanzar desde ahí siguiendo el contorno circular de la nueva sala, dividiéndonos en dos equipos. Pone a War al mando del mío, en el que quedo como el único extraño; Jones y Hardy se van con Dead, y Violet aguardando a la entrada, como antes.
Esta sala es muchísimo más grande. A pocos metros de nosotros, que avanzamos pegados a la pared, se intuyen hacia el centro una especie de postes con bandejas o mesas, no lo distingo bien.
—Violet y escudos, avanzad de frente para comprobar el centro de la sala, con cuidado. Estaréis lo bastante alejados de nosotros para usar el fuego, si hace falta. Nos reunimos todos al otro extremo.
—Bien, por fin me llama por mi nombre —le agradece Violet a Dead, mientras sigue a los tipos de lanzallamas.
Nosotros, es decir, mis tres anónimos acompañantes, a los que no distingo uno de otro, y yo, nos topamos con dos puertas a lo largo de nuestro recorrido. Las examinan un momento War y el que le sigue, como para asegurarse de que no haya algo agazapado en la oscuridad del otro lado, aunque no sé qué esperan ver con el limitado foco de luz de sus hombros. A mí no se me ocurre asomarme como hacen ellos. Sólo me fijo en que estas puertas son más pequeñas, más funcionales, como si dieran paso a habitáculos más pequeños.
—Esto está más oscuro que el culo de Cole —oigo de repente decir a una voz, una voz de mujer; grave y ronca, pero de mujer, estoy seguro.
—¡Eh, Church! ¿Me he metido yo contigo? —contesta el que debe ser el aludido, adelantándome y dándole un leve empujón a la tal Church.
War se vuelve a ellos y les manda callar con gesto seco. Nos ordena seguir avanzando, y miro a Violet, que camina entre los «escudos» por el centro de la sala, pensando que no es la única chica, después de todo.
—Esto está lleno de controles u ordenadores de algún tipo —dice Violet, que examina a la luz de sus compañeros las amplias mesas, demasiado altas para operarlas un humano.
—No toquéis nada. No olvidéis que estamos en una especie de nave gigantesca, y que podemos organizar un auténtico desastre si manoseamos lo que no debemos —advierte Dead, una vez más.
—No se me ocurriría —se defiende ella.
Me sacude un escalofrío al imaginarme sin querer la acrópolis del cielo aterrizando con todo su peso sobre nuestra ciudad de la misma manera que temía cuando la vi aparecer, esta mañana. Me pregunto qué hora es, por cierto. Puede que esté empezando a oscurecer…
—Son las dieciocho y treinta y ocho, señor Pulois —me sorprende Avatar. Resulta que he preguntado la hora de viva voz, sin darme cuenta.
—Bueno…, gracias —me da por decir.
Todos llegamos al lógico punto de reunión, según el avance de cada grupo, y Dead interroga silenciosamente a War sobre alguna novedad en nuestro recorrido. War le responde negativamente y le indica que hemos localizado dos salidas.
—Bien —dice Dead—. Podemos dar esta sala por asegurada. Jones ha encontrado otra vez el rastro del objetivo. Seguidnos.
Y, como un rebaño de reses camino del matadero, seguimos en estricta fila india a Jones a lo largo de la pared que él y Dead han venido examinando. Pasamos ante dos puertas más que conducen a iguales reinos de tinieblas y nos detenemos ante una tercera.
Jones le indica a Dead que el camino de más allá es descendiente.
—Cojonudo, más escaleras —susurra Hardy para sí mismo, aunque todos le oímos.
Entramos, y enseguida vemos un camino que baja en lenta pendiente como una rampa, sin escalones, en amplia curva en el sentido de las agujas del reloj. Ya no hay olores perceptibles para mí, pero es patente la misma humedad estancada de las salas anteriores y una drástica disminución de la temperatura en este pasillo.
Este lugar es lo bastante estrecho como para que las moderadamente versátiles linternas de estos tipos no dejen puntos ciegos de oscuridad inquietante entre nosotros. Sólo la que oculta el ignoto destino de nuestro avance, en la que vemos constantemente a Jones a punto de sumergirse, apenas iluminada su silueta en brillos mate de su gabardina y sombrero. Camina con paso contenido, e incluso diría que relajado, como un hombre que vuelve a casa tras un paseo en una tarde serena. Bueno, en realidad, si lo pienso bien, es eso mismo, sólo que el paseo ha sido de quince años, no de una tarde.
Bajamos en absoluto silencio. Hardy ya no resopla, y sólo encuentro el seco crujir del cuero de las botas del comando del Triunvirato a cada paso, marcando la cadencia de la marcha, pareciéndome además ensordecedor. Debe ser a causa de llevar tanto rato callados, pero seguir ese sonido me está levantando dolor de cabeza.
—Es largo, esto —dice Hardy, como si hubiera oído mis pensamientos y pretendiera sacarme de la monotonía—. Pero al menos no son escaleras. Porque no quiero saber nada de escaleras durante un tiempo, ¿sabes?
—Sí, ya… Opino lo mismo, para qué te voy a engañar —le confieso, viendo que se dirige a mí directamente.
—A unos tipos ya cascados como vosotros no les viene nada mal un poco de ejercicio de vez en cuando —se mete la socarrona voz de Violet.
—Tú lo has dicho, hija: «un poco» —concluye Hardy, sin nada de gracia.
—Dead, ¿cómo vais? —nos interrumpe la voz de Avatar—. ¿Seguís bajando, aún?
—Sí, Kyle… —le contesta Dead con cansancio—. Sin novedad por aho…
No termina la frase, y alza el puño para indicar que nos detengamos. Se acerca al lado de Jones, que ha sido el primero en detenerse. La lucecita que Dead lleva en su hombro derecho queda oculta tras su cabeza cuando se vuelve a mirar a Jones a la cara. El espectro de luz blanca queda recortado por las dos siluetas oscuras: el hombre, algo encorvado, a la expectativa, parece demasiado pequeño al lado de mi amigo, totalmente erguido, envarado, la siniestra figura de un impío predicador totalmente inmóvil, salvo por las afiladas uñas que asoman del extremo de la manga de su gabardina, colgando del ancho puño como larguísimos tentáculos que aletean en movimientos desentumecedores.
Conozco bien ese gesto, es el inconsciente signo de que espera un enfrentamiento con el contenido entusiasmo de un niño que ya sabe que le van a regalar algo que quiere en navidad.
—Tú dirás… —le insta a explicarse Dead.
—Oigo a mis congéneres ahí delante —escucho susurrar a Jones con el corazón a punto de reventarme la caja torácica—. Son muchos, y nos esperan.
—Pues sigamos. Estamos listos para esto, no nos detendremos —asevera Dead.
—Será oscuro y confuso —dice Jones, mirándole—, disparad a todo lo que veáis moverse, permaneced juntos. Sería buena idea llevar el fuego delante, nos dará cobertura y os permitirá ver.
—Cherry y Barrier —llama Dead, y ellos nos adelantan a todos.
Violet les sigue, y al pasar junto a mí la cojo del brazo. Ella me echa una mirada reprobadora, yo le niego con la cabeza. «Esta vez no te necesitan», quiero decir. Se queda conmigo, pero se le pone una cara de resignación incómoda.
—Son tan rápidos y silenciosos que no tendréis tiempo de pararos a mirar si se trata de ellos o de mí. Ante la duda, disparad siempre. Y esto va para vosotros también, Nass.
Jones me mira, y aunque su cara no puede expresar en forma alguna, sé por experiencia que me está haciendo una advertencia severa.
—Tú quédate con nosotros, junto a mí —me sorprende Dead diciéndole, poniéndole una mano en su alto hombro—. Si se acercan mucho eres el único que nos los puede quitar de encima, y evitarás el fuego amigo. Guía a los escudos, abrirán fuego cuando y contra lo que tú les digas. Los demás, moveos en columna de a dos, cada uno cubriendo su flanco. Trataremos de pasar haya lo que haya, y nada podrá acercarse, ¿entendido?
—No olvidéis que esto no es una operación de limpieza, Dead —le interrumpe Avatar—. Encontrad a El Rostro De La Locura cuanto antes, y evitad todo enfrentamiento.
—¡Cállate, Kyle! ¡No sabemos ni dónde estamos, aquí no hay rutas alternativas! ¡Haz el favor de mantener el silencio, oigas lo que oigas!
—Deberíamos pasar de esta mierda de los comunicadores —dice la acerada voz de Church, haciéndome pensar en ella como una versión mayor y más dura de Violet.
—Sí, deberíamos, pero si alguien se aísla del grupo quiero poder saber qué tal le va —le contesta Dead.
Acto seguido le hace gesto a Jones de que dirija él al equipo. Jones palmea el hombro de uno de los tipos de lanzallamas delante de él, y reanudamos así el avance.
Me enjugo el sudor de las manos otra vez contra la camisa. Repaso mentalmente cómo funciona este trasto de ciencia-ficción. Culata contra el hombro, dedos en ambos gatillos y presionar a la vez. No es nada difícil, pero me siento incómodo al no haberla probado antes, como ha hecho Violet. Al menos matará a los seres aunque vistan sus lustrosas armaduras, así que, ¡venga, hombre, anímate! Sólo tengo que mantener la cabeza fría y disparar a todo lo que vea moverse, ¡va a ir de perlas, por supuesto que sí!
Me pregunto cómo ha podido guiarse El Rostro De La Locura por esta oscura madriguera. A lo mejor iba de la mano de uno de los marcianos, como un pobre invidente con su perro lazarillo…
Las paredes del corredor, que sigue bajando, empiezan a distanciarse abruptamente, recordándome a un esófago que se abre a un estómago que ha de estar lleno de ponzoñosos y ardientes jugos, ávidos de carne que disolver. Por mucho que busco, no encuentro en mi ser ni un ápice de toda esa ira que me proporciona vigor y concentración. Tengo la boca pastosa, y un seco regusto de whisky en mis muelas me hace anhelar un largo lingotazo. Al final va a resultar que sí soy un alcohólico, como a veces me reprocha Jones.
—Me gustaría poder fumar un último cigarrillo, pero supongo que no es el mejor momento —comenta Violet, a mi espalda.
—A mí también me apetece hacer muchas otras cosas —le contesta Church, que va a su lado—. Reservémoslas para celebrarlo cuando salgamos de aquí, ¿eh?
Supongo que eso era un intento de animarnos, pero ha sonado un tanto lúgubre.
—¡Silencio!
El somero aviso de Dead me hace concentrar todo sentido en la nueva galería en que entramos. No hay nada más allá de la punta de luz de la saeta que forma el grupo, pero me parece oír un apresurado arrastrar o golpear de pies desnudos ahí delante, como si algo estuviera huyendo de la luz.
—¡Ahora, fuego! —ruge Jones, haciéndome hundir la cabeza entre los hombros, con los tímpanos vibrándome en fuerte estampido que me produce un leve mareo.
Los tipos de lanzallamas obedecen al instante, expeliendo sendas columnas de fuego entre las que se sacuden y retuercen las criaturas marcianas profiriendo agudos y vibratorios aullidos de agonía. Apenas sí se distinguen entre las llamas sus diabólicos rostros, pero puedo ver que las cristalinas esferas de sus ojos se derriten y revientan expulsando candentes fluidos y trozos de órgano.
Siguiendo con la mirada cómo vuela un pedazo rojo de globo ocular, reparo en la colmena de refulgentes pares de miradas alienígenas sobre los reflejos ámbar de infinitos dientes, que contemplan con su eterna mueca de sorpresa cómo arden sus hermanos de raza. A poco sí me da tiempo a sobrecogerme con el número de criaturas que tan silenciosamente nos aguardaban y que ahora intentan apartarse del fuego empujándose unas a otras, pues Barrier y Cherry abren la columna de napalm cada uno hacia su lado, barriendo a toda la congregación que estalla en coros de confusión y dolor. La enorme hoguera de carne ilumina buena parte del pasaje, como había predicho Jones, dejándonos ver a más hordas de criaturas más allá del alcance de los lanzallamas.
—¡Vamos, vamos, id avanzando! —grita sin necesidad Dead.
Los lanzallamas dejan de vomitar aniquilación y, con Jones entre ellos, empezamos a movernos entre pilares o columnas del mismo tono verde oscuro que las paredes. No sé a dónde vamos, no sé si esto es una enorme sala o un descomunal pasillo, sólo hay columnas y más columnas, no alcanzo límite mire hacia donde mire. Sólo veo a las criaturas desfilar y rugir, con las elípticas pupilas dilatadas siguiéndonos, manteniéndose apartadas de sus congéneres incendiados.
Oigo que los lanzallamas disparan de nuevo, mientras por mi lado un ser clava su mirada en la mía y se lanza contra nosotros, esquivando y saltando con bestial facilidad el fuego de los seres agonizantes. Una criatura se interpone en su camino, ardiendo de pie, correteando en llamas, y la aparta de un seco manotazo, derribándola, sin dejar de venir con rápidos brincos. Apunto con el rifle e intento disparar, pero el arma no hace nada, y me desespero; no miro dónde piso, tropiezo con algo, sin llegar a caer, pero dándole al ser su oportunidad de alcanzarme.
Dos fogonazos de plasma azulado le alcanzan en el pecho, atravesando su suéter de mallas púrpura. Ha sido la tal Church.
—¡Joder, los dos gatillos al mismo tiempo, no uno y después el otro!
No me da tiempo a excusarme, Violet me empuja con el hombro mientras me grita.
—¡Vámonos, no se van a rendir!
Por su lado, más criaturas se contagian de la decisión del primer atacante y atraviesan el sembrado de cadáveres incinerados con absoluto desprecio por su propia seguridad y descontrolada furia asesina. Todo el equipo descarga una vistosa lluvia de rayitos azules para contener a la horda, sin dejar de avanzar por el paso abierto por los lanzallamas; les imito, disparando a discreción contra las horripilantes bestias por mi lado, sintiéndome un poco inseguro de dar la espalda al otro flanco.
El arma dispara casi sin ruido y sin retroceso, pulso frenéticamente ambos gatillos con la impresión de que no hace nada, aunque veo a mis blancos ser alcanzados y abatidos por los disparos. Me dejo llevar por el recién despertado sentido de la costumbre, los disparos empiezan a ser más pausados y certeros. Un disparo, una muerte. Sólo el cada vez mayor número de las oleadas me obligan a mantener un régimen constante de fuego.
Nos movemos como una única unidad intocable hasta el momento, pero vamos dejando un rastro cada vez menor de cuerpos incinerados, y la visibilidad se resiente. Supongo que los marcianos se están apartando de la vanguardia para atacar cada vez más por los lados y por retaguardia. La luz de las antorchas tecnológicas del comando empiezan a ser el único referente visual, apenas devuelto por el relampagueo carmesí de los ojos de los alienígenas que nos acechan. Al no haber fuego que les ilumine y contenga, la horda se cierra a nuestro alrededor, lanzándose todos ellos sin pausa a la muerte repartida por nuestras armas con una frecuencia y determinación desoladoras.
—Son incontenibles —oigo decir a Violet, pero sin alarma ninguna, más bien con tristeza.
Echo un rápido vistazo tras de mí, a su flanco. Ahí está, enfundada en mi vieja gabardina impermeable, las solapas levantadas alrededor de su delgado cuello, el cabello morado sacudido por los rápidos cambios de dirección de sus disparos. No la he mirado ni durante medio segundo, pero me ha dado la impresión de que lleva toda la vida haciendo esto. Talento natural, supongo.
Los seres se nos echan encima como la atronadora lluvia de la muda tormenta del exterior. Hardy, que camina a paso ligero delante de mí, abre fuego por primera vez contra la cabeza de uno que corría hacia él en completo silencio, apareciéndose de repente del cercano manto de oscuridad. Su cara recibe el denso manojo de perdigones, su cuello se tuerce hacia atrás, pero no se detiene, ya esté vivo o muerto, y agarro con fuerza al soldado de mi lado para que se detenga conmigo y permitamos los dos el paso de la criatura, que cae de bruces al otro lado de la formación. Church y Violet chocan con nosotros en el momento justo en que reiniciamos la marcha.
—¡¿Qué hacéis?! ¡Moveos! —oigo soplar a Church por el auricular.
Ha sido muy rápido, todo esto, pero basta para que el grupo quede escindido por apenas dos metros de distancia, que las criaturas ya intentan hacer mayor atacando a las dos partes en una densa marea que resulta en una alfombra de cadáveres en el suelo que nos retrasa e impide reunirnos.
—Dead, lleve a estos hombres hacia allí —grita Jones señalando a algún lugar hacia su derecha—, hay una puerta y los contendremos mejor.
Y por encima de las cabezas de Hardy y los demás veo que nos mira a nosotros, asediados, y corre hacia aquí. Le abro camino, matando a todos los que puedo, con Violet y los otros cuatro del comando que están conmigo conteniendo apenas a la muchedumbre marciana. Mientras, los lanzallamas vuelven a disparar, haciendo un paso en la dirección sugerida por Jones, con Dead, War y Hardy tras ellos.
Jones se nos une, dispara con su revólver, se deshace de dos a culatazos, golpea con estocadas de su garra libre; agarra a un congénere por el cuello, lo alza, le desgarra el desnudo abdomen con un mordisco, hundiendo la cara en él como si quisiera vestirse con su pellejo. Lo coge como puede por las piernas con su mano izquierda armada, lo levanta, dejando que todo su vientre abierto se vaya derramando, y lo lanza con fuerza contra la horda.
—¡Por aquí, seguidme! —gruñe con la boca llena de carne que se le escurre de entre los dientes.
En esto, oímos un agudo grito que queda ahogado. Me golpeo el oído derecho por el dolor del estridente y angustioso alarido amplificado en el comunicador.
—¡Pest! ¡Se han llevado a Pest! —dice con voz contenida otro hombre, el que debía ir al lado del desaparecido.
Miro a retaguardia, donde hay la misma confusión de relampagueos azulados y enrojecidos globos hinchados que en todas direcciones. No me veo capaz de hacer recuento y ver si efectivamente falta alguien. Y además, Jones tira de mí y me arrastra, con lo que vuelvo a lo mío, a la matanza indiscriminada.
—¡Manteneos juntos! —dice Jones en potente bramido.
—¡Joder, en círculo, hijoputas! ¡Formación en círculo! —ordena la tal Church, con fiero grito—. ¡Moveos despacio, con calma!
Todos la obedecemos. Nos cerramos espalda contra espalda, moviéndonos sin dejar de disparar, con pasos cortos, pateando con precaución los cuerpos alienígenas para no tropezar, soltando haces ininterrumpidos desde cada vértice del irregular hexágono que formamos.
Jones y yo vamos delante. Él pega algún tiro de vez en cuando contra los ojos de alguna criatura desprevenida, pero más que nada se dedica a apartar con patadas y golpes de su garra a los seres que se interponen en nuestro lento avance. Yo le cubro como puedo, e igual hace el hombre al lado contrario, pero es poco porque no podemos dejar de disparar a todas partes.
De pronto, con insólita lucidez pero sin poder evitarlo, me noto embargado de un creciente terror que ya conozco. Es el terrible e histérico miedo de las voces antinaturales de los marcianos. Estoy perdiendo la inmunidad, la sordera ocasional a las bajísimas frecuencias inaudibles que los monstruos corean al unísono. Tengo ganas de soltar el arma y acurrucarme en el suelo a llorar en silencio. Sé que es absurdo y artificial, pero éste conocimiento no me sirve de nada. Y a ello se une el tenaz desaire de las criaturas, que se abalanzan sobre nosotros como si se creyeran inmortales, a pesar de su patente genocidio.
—Nass. ¡El miedo! —dice Violet.
—Ya lo sé —contesto sin dejar mi tarea, sin mirarla.
—No puedo…
—¡Sí puedes! ¡Ya llegamos, aguanta!
No tengo ocasión de ver qué tal le va, debo seguir abatiendo monstruos por el bien de todos, he de confiar en ella.
Ya vamos llegando a la posición de Hardy y los demás. Los lanzallamas lamen con sus lenguas a todo asaltante, que se retuerce y desploma ante el amplio arco en que se refugian. Un semicírculo de carne y fuego nos recibe como las alfombras rojas a las estrellas de cine. Nos volvemos a disparar mientras nos replegamos ahí dentro de espaldas, con los lanzallamas escoltándonos por los flancos. Violet reduce el paso y se acaba deteniendo. No deja de disparar, pero no parece capaz de hacer las dos cosas a la vez. Tengo que retroceder dos pasos y tirar de ella.
—¿Qué os pasa a vosotros? ¡Seguid moviéndoos! —nos regaña Dead.
Consigo meterla bajo el arco sin que nos pase nada a ninguno, gracias a las salvas de protección de los demás.
—Vamos, Dead. Id avanzando, con cuidado.
A la orden de Jones, War y Dead lideran la expedición por este angosto corredor, cuyas paredes se abultan en exagerado relieve con las formas de gigantescos huevos, o como grandes tripas hinchadas, al tiempo que los «escudos» flambean a las criaturas, con la esperanza de disuadirlas de continuar la persecución.
Miro atrás, con la garganta tensa por el invisible lazo del temor inducido que intenta asfixiarme con la desidia dócil de una cabeza de ganado que espera al despiece, sólo para descubrir que Jones se queda allí, con los tipos de lanzallamas.
—¡Vamos, Nass, si me paro ahora se me acabarán las ganas de correr! —dice Violet, tirando ella de mí ahora.
Le hago caso y me vuelvo al frente, siguiendo al resto del equipo, sabedor de que la más mínima duda me dejará paralizado.
—¡Mierda, esto sigue bajando! ¿A dónde coño vamos? —oigo que dice alguien.
—Tranquilo War, calma y silencio —contesta Dead, aunque no suena muy calmado, tampoco.
Descubro que así es, este corredor empieza a acusar una pendiente bastante pronunciada comparada con la de antes, y tengo que contener el paso para no bajar a la carrera arrollándolos a todos.
Todavía se oyen a los lanzallamas, bastante por detrás, lanzando ráfagas esporádicas. Tanto, que me da por creer muerto a uno de los «escudos», y temo por el otro y por Jones.
—Dead, lo están dejando, dejan de seguirnos —informa Cherry como si no se lo pudiera creer.
—Pest ha muerto —dice un tipo—. Le arrancaron un brazo y lo lanzaron a la oscuridad.
—Lo sé, Hunger ya lo he oído. Olvidadlo por ahora.
Dead dice esto, pero no suena para nada despiadado, de hecho parece lamentarlo profundamente.
—Ha de ser verdad que no nos siguen, ya no siento el miedo delirante —dice Hardy, entre bufidos.
—Sí, menos mal. Por poco me dejo matar ahí detrás. Sólo quería dejar de luchar y que me mataran de una vez, ¡qué repelús! —añade Violet, y se sacude en un violento escalofrío.
La pendiente ha terminado, y el corredor se abre tras un arco igual al que pasamos para entrar. De la amplia oscuridad de enfrente parece venir un repugnante olor mezcla de sangre y heces.
—Señor, el alien dice que no sigan avanzando. ¡Deténganse! —dice Cherry con mayor alarma a cada palabra que dice.
—¿A qué viene eso…? —pregunta War, deteniéndose sobre un charco de algo oscuro y girando la cabeza hacia Dead.
Con indescriptible horror, todos vemos que una monstruosa maraña de uñas gastadas y unidas por raíces ulcerosas y supurantes a largos y huesudos dedos envuelve por entero el torso de War, aplastándolo al tiempo que lo levanta del suelo, escurriendo sangre y trozos de carne por encima y debajo del gran puño. La cosa dueña de semejante extremidad se nos revela cuando es alzado y la antorcha en su hombro ilumina los afilados dientes de la descomunal boca que se cierne alrededor de su cabeza, para cerrarse en seco mordisco que arranca buena parte del cuerpo bajo el cuello, dejando un grotesco vacío entre los hombros del soldado cuando tira del manjar para masticar cómodamente el bocado. Así, deja de oírse gritar a War tan espantosamente por los auriculares y por el mismo aire viciado, mientras el monstruo nos observa tranquilamente, saboreando, con el cuerpo mutilado contra su vientre como si se tratara de su más preciada pertenencia.
La criatura viene a ser el triple de grande que los marcianos más altos, que no lo son mucho más que Jones, y pertenece indudablemente a la misma especie, de misma piel pálida, misma expresión impávida de ojos felinos e inmóvil sonrisa, con la excepción de una sucia melena esparcida sobre los angulosos hombros, y de abultados y lánguidos pechos abandonados sobre el vientre hinchado, en el que patinan a cada leve movimiento que la cosa realiza. Los escuálidos brazos le llegan al suelo, en el que se para sobre piernas igual de enclenques que terminan en desproporcionados pies de uñas sucias y quebradas.
Durante el absurdo momento en que todos retrocedemos, en silencio muerto, ante la horrible aparición que mastica plácidamente, comprendo, viendo el grotesco cuerpo completamente desnudo, que ha de tratarse de una hembra marciana. Como para corroborarlo, un espeso líquido incoloro se derrama en el suelo entre sus pies, llevando todas las miradas hacia el enredo de protuberancias rosadas que ha de ser su sexo. La luz del cuerpo muerto en su mano la baña de tales claroscuros que parece un horrible muñeco de titiritero.
En el momento en que se vuelve a llevar lo que queda de War a la boca, se oye un disparo. El ojo derecho de la hembra revienta, se deja caer sobre las rodillas nudosas y se desploma a un lado con desagradable y sordo ruido de hueso y carne contra el suelo encharcado.
—Por eso quería que os detuvierais, ¿es que no lo hueles, Nass?
Jones llega al trote diciendo esto, regañándome injustamente, a mi juicio. Aquí todo apesta, ¿cómo voy a saber qué olores entrañan algún peligro?
—Es una hembra, y es enorme. ¿Creés que hay más ahí delante? —pregunta Dead.
—Ya lo creo —contesta Jones, adelantándose a todos.
—Joder, por eso no nos siguen, ¿verdad? Porque tienen miedo de estas cosas, ¿a que sí? —dice Violet muy rápido, histérica.
—Todos tranquilos. No podemos volver, nos masacrarían, pero aquí sólo hay unas cuantas, me parece. Y por lo que oigo deben estar muy ocupadas.
Mientras nos explica esto, Jones hace gesto a Cherry y Barrier de que se le unan en vanguardia. Todo indica que nos va a llevar por este nuevo camino.
—¿Y El Rostro De La Locura, qué? ¿Esto nos lleva hasta él? —quiere saber Dead.
—No, pero insisto en que sigamos por este lado. Encontraremos un camino de regreso.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque si no, estamos jodidos, Dead, y entonces dará lo mismo —termina Jones volviéndose a mirarle mientras recarga su revólver.
—Vamos, podemos hacerlo —interviene Church—. ¿Qué más da el tamaño? Las achicharraremos con fuego y plasma.
—No distingo en sus voces intención alguna de atacarnos, así que sugiero no abrir fuego a no ser que ataquen primero —intenta calmarla Jones, agitando la mano derecha.
—Eso sí que no me gusta —se queja ella.
—Dead, ¿dice que son hembras? —se inmiscuye Avatar—. ¿Cómo son?
—Joder, grandes y feas, Kyle. ¿Qué quieres que te diga? Podías venir con Brian a examinarlas, y dejarnos en paz.
—Os recomiendo silencio; ya que, por lo que sea, las hembras no están interesadas en nosotros, intentaremos pasar de largo entre ellas.
—¿Qué? ¿Entre ellas, Jones? —exclama Hardy, seguramente pensando, como yo, que eso mismo intentamos hacer con la horda marciana de más atrás.
—Sí. Por lo que veo hay un pasillo que pasa entre compartimentos en los que oigo respirar y moverse a las demás. Si hay algún problema usaremos la fuerza, no será difícil acribillarlas en sus nichos.
Jones expone su plan mientras el cadáver de la enorme hembra chapotea en el sucio charco oscuro con leves convulsiones reflejas de sus deformes piernas. Parece muy seguro, pero detecto en su ahogado y tembloroso discurso una crispación que no le agitaba desde hacía unos días, cuando me contaba sus extrañas y abstractas sensaciones a las que yo atribuía causas más convencionales, y que seguramente eran debidas al sentimiento de voluntad compartida con los primeros marcianos que visitaban nuestro mundo.
Cuando está acabando de hablar, sin darme cuenta, me encuentro llegando hasta él y poniendo mi mano en su brazo, ignorando la aberrante hembra muerta junto a nosotros y el intenso y desagradable olor del pasaje de delante.
—Jones, ¿qué pasa, eh, qué pasa, dime? —le estoy diciendo, más preocupado por él que otra cosa.
—No son como los otros, Nass —me empieza a decir, sólo para que yo lo oiga. Dead se me asoma por encima del hombro, queriendo escuchar. Ni a mí ni a Jones nos molesta—. Ellas no comparten con ellos, que respiran, viven y mueren como al unísono. Ni siquiera entre ellas. Suenan solas, como yo antes de que empezara todo esto.
—Jones, no entiendo de qué hablas.
—Tampoco yo lo entiendo bien, es algo intangible, inconcreto, pero creo que sí entiendo de qué tenían miedo los machos cuando me los comía. Es lo que tú dijiste, tienen miedo del canibalismo, porque eso es lo que son ellas: caníbales. Nass, no sé cómo llegué al sitio donde tú me encontraste, pero creo que pude haber nacido en un lugar parecido a este, puede que aquí mismo.
—¿Por qué dices eso? ¿Tú qué sabes? —le contesto como el imbécil que soy, sin querer creérmelo yo mismo.
—Vamos, hemos de movernos —concluye sin mirarme, y hace gesto a Barrier y a Cherry de que vayan tras él.
Y veo al trío iniciar un lento pateo del amplio charco maloliente y negro, que sacude en lentas ondulaciones su superficie. Dead me tira del hombro para que vaya junto a él en sustitución de War. Meto los pies en el agua para descubrir que es más profundo de lo que suponía, no mucho sin embargo, sólo lo justo para llegar por encima de la lengüeta del empeine de mis zapatos y remojarme los viejos calcetines arrendados a Hardy, sumiendo mis encallecidos pies en suplicio de frío y ascos indescriptible.
La brillante lámpara en el hombro de Dead me permite descubrir en qué modo se cierra tan bruscamente lo que parecía un paso mucho más amplio. Las paredes y el techo verdosos, de superficie prominentemente convexa, se me antojan los gigantescos músculos de una gran garganta que intenta deglutir el frugal alimento que es todo el equipo. La superficie abultada del techo cierra la galería en la que entramos, en cuyos lados las redondas paredes se truncan de golpe en la forma de marcos verticales perfectamente rectos. Según avanzamos, los marcos, puedo distinguir, se repiten una y otra vez más a lo lejos para dar lugar a los compartimentos a los que se refería Jones, supongo.
—Joder, ¡qué asco! —oímos a Violet decir de repente a través de los comunicadores—. ¡Y estas deportivas eran nuevas…!
Me tranquilizo al descubrir que su sorpresa se debe al sucio fango que, estoy viendo, debe inundar todo el corredor, pero me vuelvo a alarmar con los pausados y casi imperceptibles ruiditos de salpicaduras y movimiento que vienen de delante.
El sonido y el olor se unen para producirme una violenta nausea que me envía un trago caliente de alcohol y bilis hasta la boca de la garganta. Intento contenerla, pero es expulsada con fuerza y aflora sin resistencia entre mis apretados dientes hasta llegar a los labios, que se apartan asqueados dejando salir el vómito lentamente, resbalando desde las comisuras hasta la barbilla. Me limpio con una mano, y ésta a su vez se limpia a la maltratada camisa, mientras escupo el resto que me quema la lengua tras enjuagarlo con un poco de saliva pastosa y reacia a colaborar.
Paladeando sin más remedio la ácida cata de mi boca, Dead y yo pasamos ante los dos primeros nichos, como los ha llamado Jones. El de la izquierda, por mi lado, resulta ser una celda de unos tres metros de ancho por seis de alto, a mi parecer angosta para las criaturas hembras, si han de ser todas como la primera muerta. Tampoco es muy profunda, quizá cuatro metros, pero me es difícil calcularlo con toda la inmundicia acumulada al fondo y que salpica en parte las tres paredes. Montoncitos de lo que tienen que ser excrementos aplastados y comprimidos, como si la criatura que ahí vivía se acurrucara sobre ellos para su descanso, entre los que se distinguen asomando apenas trozos de carne y hueso que me suenan a macho marciano, por tamaño y forma. Se me cuela en el pensamiento la convicción de que las hembras igual sean que algunas arañas, que devoran a su pareja tras la cópula, y otra riada de vómito me obliga a inclinarme hacia delante para acabar de vaciarme completamente el estómago, o eso espero.
—Mierda, como si hubiera poca en el suelo —dice Church, que acompaña a Hardy tras nosotros, viéndome regurgitar.
—Lo siento —digo entre arcadas, sin volverme a ellos. Aunque creo que un poco de vómito no debería molestar a nadie en estas circunstancias.
—Silencio, cuidado —dice Dead, lo que me hace mirar a su lado.
Lo que veo con una nitidez impresionante a pesar de las lágrimas que me distorsionan la visión, con la antorcha en el hombro de Dead arrojando luz sobre ello como un potente foco en un estudio de fotografía, es a otra hembra, más pequeña que la anterior, recostada contra el fondo del nicho con los brazos apoyados en las paredes y las piernas de rodillas flexionadas abiertas, como un repugnante insecto que aguarda paciente a que una despistada víctima se ponga a su alcance. Cuanto le rodea ahí dentro es sangre y mierda, hasta las horribles garras tienen pegados trozos resecos de esa mezcla. Me pregunto qué está haciendo en esa postura, mirándonos con fijeza las pupilas elípticas de sus hinchados globos rojos, la boca entreabierta con la lengua exageradamente larga aleteando frenéticamente con vida propia hacia nosotros. ¿Qué hace, saborear nuestro olor?
Pero no tardo en descubrirlo. La abultada tripa se le remueve con movimientos de algo en su interior, la piel se le estira y hunde con elasticidad propia de un globo. De su sexo se despide un abundante chorro de sangre y otras cosas verdes y amarillas, las partes rosadas se hinchan y abren exageradamente, y sale despedido sobre el agua un cuerpecito que acaba con la cara hundida en el repugnante fango, en el que forma burbujas con sus desesperadas exhalaciones.
La hembra extiende uno de sus largos brazos sobre la nueva criatura, cierra sobre ella las infectas uñas, la levanta, dejando que el cordón umbilical se parta en algún punto dentro de ella al tirar despreocupadamente de su bebé, y sin molestarse siquiera en echarle un vistazo, siempre con la vista fija en nosotros, se lo lleva a la boca para pegarle un pequeño mordisco al cráneo del recién nacido, como si fuera un bocadillo que no tuviera prisa en terminarse.
Lo espantosamente mórbido de ese acto, que tan espontáneamente y con tanta naturalidad ejecuta la negligente madre mientras se acomoda en los restos de cadáveres y heces con leves movimientos, satisfecha, me produce un violento rictus estomacal, las paredes de mi caldera parecen querer tocarse unas a otras en fútil intento de drenar un contenido que no hay; me sobreviene dolor, y con ello la tan añorada ira animal que tan propia me era en mi vida normal, cuando tan solo era un detective que intentaba ganarse la vida acabando con la de otros, figurada y, a veces, literalmente. El desprecio que las propias experiencias me han inculcado hacia la raza humana se extiende ahora hacia la raza marciana, frente a la cual no había sido capaz de sentir más que un fuerte respeto resultado del miedo lógico a sus sobrenaturales y desconocidas aptitudes.
Pero, vuelvo a repetir que, viendo a la criatura recién nacida ser devorada tan impertérritamente por su propia madre, y creo que con un inconsciente acto de asociación entre esa nueva criatura y el indefenso crío que era Jones cuando me lo encontré, en el que se implica mi conocimiento tácito de hasta qué punto podría llegar a convertirse en un ser civilizado y sensible, es lo que desemboca en mi más exacerbada repulsa, y me sorprendo abatiendo a descontroladas ráfagas continuas de plasma a la hembra repugnante.
—Eh, ¡quieto! ¡Será gilipuertas! ¡Quieto, detective de mierda! —me dice Dead, golpeándome con el codo en el hombro, con lo que la culata del arma queda liberada e interrumpe mis disparos—. ¡¿Se ha vuelto loco, o es imbécil porque sí?!
—Más bien lo segundo —añade, como no, la voz de Violet en nuestros oídos.
—Estaba a lo suyo, ¿entiende? Mejor será no molestarlas, como ha dicho su amigo alienígena —gruñe Dead, detectando en su voz una fuerte necesidad de darme una hostia. Me gustaría que lo intentara.
—Mejor que sigamos, ¿no? —dice Hardy conciliadoramente, quitando importancia al asunto.
Dead se aparta de mí, pero se me queda mirando a través de su opaca mirada bifocal. Estoy seguro de que si le diera un puñetazo le haría saltar algunas muelas, a pesar de la máscara. Me vuelvo al frente decidido a olvidar esa idea inmadura, y me encuentro a Jones y los tipos de lanzallamas mirándome.
—Sí, mejor que sigamos —digo para mí mismo, aunque todos lo oyen.
—Vigilad a las hembras, pero no abráis fuego —insiste Dead, puedo sentir que sin dejar de mirarme—. No queremos provocarlas.
«No abráis fuego», dice el muy capullo. Reconozco la lógica del proceder, pero no deseo más que arrojar saetas de fuego azul al interior de cada nicho, y como me conozco bien, avanzo con la vista fija en la siniestra sombra de Jones ante Barrier y Cherry, sin molestarme en vigilar al resto de hembras sumidas en sus mórbidos quehaceres, decidido a dejarme matar por ellas, si así lo convienen, como respuesta infantil a mi frustrada ansia de muerte.
De pronto, y haciéndome olvidar este pueril ejercicio de introversión, una de esas gigantescas manos de uñas negras por el residuo se abalanza sobre Jones desde un nicho a su derecha. Jones la esquiva con facilidad, retrocediendo de un salto, con la hembra surgiendo ante él por la inercia de su ataque, las piernas flacuchas y amorfas moviéndose con agilidad y ritmo de boxeador, que impiden que pierda el equilibrio en su feroz embestida. Jones trepa no sé cómo por el brazo que intentaba atraparle, se sube al hombro de la enfurecida hembra, la cual cruza a uno de los tipos de lanzallamas con un manotazo de revés de la misma mano, separándolo en varios trozos que caen lanzados a nuestros pies, y cuando levanta el brazo contrario para arrasar del golpe al otro «escudo», Jones atraviesa con decisión el ojo izquierdo de la hembra a garra desnuda, interrumpiendo el ataque.
La hembra, demostrando una total descoordinación quizá producida por la lesión, retuerce el brazo hacia su espalda, por encima de Jones, mientras éste hunde el suyo propio en el cráneo de ella hasta el hombro, con el elástico vidrio de la cornea y el sebo rojo del ojo derramándose sobre él, para acabar tirando después hacia fuera con una violencia tal que pierde pie sobre el hombro de la hembra y cae cuan largo es sobre el piso encharcado.
Se incorpora inmediatamente como por arte de magia, casi levitando, con la densa sustancia contaminada resbalando de su gabardina y empuñando una maraña de materia sanguinolenta en su garra izquierda, que abre y sacude para limpiarse; observa a la rival manosearse la cara y abrirse en la piel heridas con las afiladas uñas, y acabar cayendo de espaldas rotundamente, silenciosa, soltando apenas un suspiro ronco.
Maravilloso. Para mí ha sido como una manifestación de ciega justicia. El alma perturbada y lastimosa que contiene mi cuerpo encuentra así algo de alivio: en el encarnizado asesinato por Jones de una de sus posibles madres.
No se trata sólo del hecho de que crea que se lo merezcan, es también la más tangible prueba de la humanidad de Jones, de su fidelidad hacia mí, aquella que él nunca ha creído ser capaz de profesarme y con la que, sin embargo, siempre me ha desbordado hasta el punto de hacerme dudar de mi propia integridad como persona.
—¡Barrier! ¡Se ha cargado a Barrier! —masculla apesadumbrado Cherry, que estuvo también a punto de morir.
—¡Tranquilos! —gorjea Jones—. ¡No os alarméis! No creo que las demás hagan como ella.
Jones alza sus amenazantes manos hacia nosotros, en intento de aplacarnos. No tengo claro si siente algo por los seres o sólo piensa en no soliviantarlos. Pero, sea como sea, yo me calmo porque él me lo pide.
—¡Ya lo dije yo! ¡Lo mejor sería acabar con todas de una vez! —susurra furiosa Church, empujándome al ponerse entre Dead y yo, y empapándome la pierna entera con las salpicaduras de sus pasos bruscos.
—¡No! Obedeced a Jones. Salgamos de aquí cuanto antes y en silencio. ¡Vamos! —y Dead empuja a Church para que vuelva atrás, a lo que ella responde golpeándole el brazo y encarándole desafiante.
Por un momento me da la impresión de que se van a liar a puñetazos, pero Church acaba retrocediendo sin dejar de mirarle. Es comprensible, tiene deseos de vengar la muerte de sus compañeros, e igual que yo tiene dificultades para reprimir su ira contra las indiferentes hembras, que por otra parte resultan peligrosamente imprevisibles, por lo visto.
—Dead, no sé que pasa ahí arriba, pero tiene que controlar a sus hombres, haga el favor —dice Avatar bastante molesto.
—¡Que te jodan, Kyle! —le contesta Dead, y hace gesto a Jones de que continúe liderando la marcha.
—¡Joder, esto es una puta mie…! —oímos exclamar a Avatar con gradual disminución de su voz, como deshaciéndose de su comunicador.
—Lo siento, señor. Podía haber salvado a Barrier, pero no podía quemar a la criatura sin matar al alienígena aliado… —se disculpa Cherry sin dejar de caminar.
—Olvídalo, olvidadlo todos. Terminemos con esto de una vez, cojones.
Y llegamos al final del corral de nichos, donde un nuevo acceso nos invita a una bajada en espiral hacia las cada vez más pervertidas entrañas de la acrópolis del cielo.