Locura

Aquí estamos los cuatro, de vuelta hacia la ciudad. No he podido convencer a Hardy de que no viniera, me ha echado en cara que llevamos casi la mitad de su vida siendo amigos, que hemos pasado por toda clase de perras situaciones y que ya no tiene edad para andar escurriendo el bulto. Así que, igual que hemos salido, volvemos ahora, siguiendo la misma carretera en sentido contrario. La interminable cadena de coches que se aleja de la ciudad nos bombardea ocasionalmente con fogonazos de las luces delanteras o pitidos de sus claxon en largas o intermitentes ráfagas. Intentan advertirnos de que no sigamos, y me pregunto por qué no nos dejan en paz. ¿No se dan cuenta de que vemos claramente la ciudad flotante, y que es asunto nuestro si vamos o no hacia allí? Imbéciles.

—¿Qué hace ese? —pregunta Jones, con algo de alarma.

Un coche se ha metido en nuestro carril y está adelantando a gran velocidad a todos los de la caravana. Se dirige contra nosotros sin vacilación ninguna, y me veo obligado a salir sobre el húmedo terreno del desierto un momento, para esquivarlo.

—¡Serás gilipollas! —le grita Violet, siguiéndolo con la mirada.

—Violet, haz el favor, que no puede oírte, ni creo que le importe tu opinión —le digo.

—Puede ser, pero me siento mejor así.

Afortunadamente, es el único incidente reseñable durante nuestro viaje. El resto de conductores siguen su camino de una forma admirablemente tranquila y ordenada, en lo cual seguro que tiene mucho que ver la densa cortina de lluvia que apenas deja ver nada.

Al llegar a los primeros barrios del exterior de la ciudad, sin estar todavía bajo la superficie de la acrópolis del cielo, nos encontramos que hay intensos controles policiales dirigiendo el tráfico en las calles más anchas, permitiendo el paso en el único sentido de salida de la ciudad. Tengo que dar vueltas y más vueltas para encontrar estrechas callejuelas que estén milagrosamente libres de tráfico saturado, y por las que, sin embargo, no dejan de vagar multitud de personas bajo la lluvia, cargando con maletas o bolsas atiborradas. También hay gente, más de la que cabría esperar, que no sale de sus casas o negocios, simplemente se asoman a las puertas o ventanas a observar con curiosidad la cosa que flota o a los histéricos que huyen con todo lo que pueden llevarse. Si no estuviera de tan mala hostia, le encontraría la gracia a tan surrealista y circense espectáculo.

—No sé para qué nos hemos ido. Para poder volver, supongo —dice Hardy con lamentado sarcasmo.

—¡Oye, ha valido la pena, sólo por ver la ciudad extraterrestre! —le recrimina Violet, con humor.

—Que no es extraterrestre, Violet —le digo con afectado cansancio.

—Que sí lo es, Nasser —replica, imitándome en voz y tono.

—No sé para qué nos hemos ido. Para poder volver, supongo —vuelve a decir Hardy, de la misma exacta manera que antes, y añadiendo un sonoro y largo suspiro.

—Te podías haber quedado en la gasolinera —le digo, un poco harto ya.

—Podrías haberme dejado en mi casa, esperando tranquilamente a que se te pasaran los ataques de histeria. Así tendría hecho algo de comer, para cuando volvierais.

—¡Pero si no hace ni dos horas que desayunamos!

—Bueno, ¿qué pasa? Yo no estoy acostumbrado a levantarme tan temprano, a no ser que me llame algún «cliente» por una urgencia.

—¿Quieres que te deje en casa, ahora? —le pregunto, derrotado.

—No, pero podríamos pasar por la armería de mi amigo. Será lo más recomendable, dada la expedición que vamos a afrontar.

Me deja asombrado el repentino cambio de actitud y de tema de Hardy, pero estoy de acuerdo, y, con enorme tedio y echándole mucho más tiempo del esperado, consigo llegar a la calle de Hardy tras muchos rodeos. Pasamos de largo el portal de su casa, con cuidado de no atropellar a ningún miembro de la nerviosa y densa muchedumbre.

—Me gustaría saber qué hace en medio de la calle toda esta gente, si no parece que tengan pensado irse a ninguna parte —dice Violet, con algo de desprecio.

—Tienen curiosidad, y no es para menos —le contesta Jones.

—Ya llegamos, es ahí, en la acera de enfrente —me anuncia Hardy, golpeándome frenéticamente el hombro.

—¡Ya lo sé, no estoy ciego, ¿sabes?! —le increpo.

Cómo me gustaría que se callaran todos, no dicen más que tonterías, hablan sin parar de manera banal, inútil. No puedo tener unos compañeros de esos de las grandes historias de las películas, inteligentes y perspicaces, esos cuyos diálogos arrojan tan adecuadamente luz sobre la trama. No, para nada, mis amigos no hacen otra cosa que confundirme y complicarme más las cosas con sus alocadas teorías y sus absurdas suposiciones, sacarme de quicio con sus obvias preguntas o afirmaciones. ¡Qué cruz!

Detengo el coche subiéndolo un poco sobre la acera del lado opuesto a la tienda de armas. Hardy es el primero en bajar, y le veo echar a correr hacia la tienda, como entusiasmado. Sabía que le gustan mucho las armas, pero parece que la perspectiva de tener una oportunidad de llegar a usarlas le hace una ilusión que no está a la altura de su habilidad con ellas. Bajamos los demás del coche, y, tras cerrar con llave, cruzamos la calle tranquilamente, haciendo caso omiso de los curiosos que miran atónitos la acrópolis del cielo, discutiendo muchos entre ellos sobre su origen y función. Nadie repara así en la alta y sombría persona de Jones, que se ha tapado adecuadamente la cara con las solapas de su gabardina gris y su ancho sombrero.

Al entrar en la tienda de armas, nos encontramos a Hardy tras el mostrador, revolviéndolo todo en ese lado.

—¿Qué haces, Hardy? —pregunto con diversión.

—No sé dónde se ha metido mi amigo, pero ha dejado la tienda abierta.

—Y has pensado que hay barra libre de munición, por lo que veo.

—Puede que haya sido uno de los locos que huyeron de la ciudad los primeros —elucubra Violet—. A ver si encuentro balas del cuarenta y cuatro, por aquí.

Y se une a Hardy en el saqueo. Me quedo de pie como un idiota junto a Jones, que, supongo, estará tan impresionado como yo.

—Violet, mira a ver si ves de casualidad cartuchos del calibre doce, de bala a ser posible —dice de pronto, lo que me hace mirarle con la boca abierta.

—¿Para qué quieres esa munición? Es de escopeta, ¿no? —pregunta ella.

—Es la munición que usa mi revólver.

—¡Ah! Sí que hay —saca de un estante de la pared dos cajas distintas, que examina—. De bala, de bala… Éstas son. Toma.

Pone cuatro cajas, de cinco cartuchos cada una, sobre la vitrina del mostrador. Me acerco y cojo una, echándole un vistazo. Balas de cobre sólido. Muy bien. El diseño y fabricación del arma de Jones me salió por un ojo de la cara, pero es sólida y versátil como pocas; puede cargar cualquier tipo de cartucho del calibre doce, pero Jones y yo preferimos que dispare balas, para evitar en lo posible «daños colaterales».

Cuando Jones me quita de la mano la caja para sacar los cartuchos y guardárselos en los bolsillos de su gabardina, veo, a través del cristal del mostrador, dos pistolas semiautomáticas del calibre cuarenta y cinco. Con los cañones enfrentados, puedo admirar ambos lados del mismo modelo al que pertenecen, totalmente negras, excepto en las cachas, que parecen y han de ser de madera de oscuro ébano. Son preciosas, y me quedo tonto mirándolas. De pronto, las menudas manos de Violet se les echan encima y las ponen sobre el cristal, en la misma posición en que estaban.

—¿Las quieres? Son tuyas, yo invito —me dice.

Me dan ganas de decirle que no deberíamos estar haciendo esto, que el dueño puede volver en cualquier momento, que estamos robando, pero estoy hipnotizado por la negra superficie mate de las armas gemelas. Noto que Violet me observa, y de pronto, de la misma rápida forma, saca los cargadores de las armas, que yacían igualmente sobre la tela de terciopelo rojo.

—Del 45, son, ¿verdad? —me pregunta, como si fuera la vendedora. La miro, y se masajea la barbilla con el pulgar y el índice, como un sabio experto, mientras mira las armas—. Veamos, tiene que haber por aquí a granel, de esa munición.

Y me da la espalda para ponerse a rebuscar de nuevo. Empuño ambas armas, las sopeso, tiro del martillo percutor y del gatillo a continuación, escuchando cómo suena. Oigo el seco y compacto ruido de amartillar de una escopeta de acción de bomba, veo que es Hardy quien la sostiene entre sus manos y la examina con fanatismo. Me mira, algo avergonzado, y la levanta ante sí.

—Esta es la escopeta que quería cuando compré la de dos cañones que tengo en la consulta. Pero no me llegaba el dinero…

El arma es una escopeta de acción simple parecida a la de la policía antidisturbios, con culata incluida. Sabedor de que su puntería no es muy buena, se ha decidido por un arma fácil de utilizar, letal en distancias cortas. Violet pone sobre el mostrador varias cajas de balas del cuarenta y cinco, y empieza a llenar los cargadores de mis nuevas pistolas.

—Oye, Nasser, si te vas a quedar esas dos, ¿puedo considerar mía la minimetralleta que te has dejado en mi casa? —pregunta Hardy con timidez.

—Claro que sí —le digo, metiendo uno y otro cargador en las armas. Son casi iguales que mi desaparecido y añorado cuarenta y cinco, y digo, sin dejar de mirarlas—: Ahora sí que me he enamorado, Violet.

—Ya me lo pareció.

Mirándola a ella reparo en una gabardina de cuero negro y en un sombrero estilo vaquero del mismo material y color, colgados de sendas perchas clavadas en la pared.

—Hardy —le llamo señalando con el cañón de un arma las prendas—, dime que eso pertenece también a tu amigo desaparecido.

—Sí, así es.

—Cojonudo.

Dejo las armas sobre el mostrador el tiempo que tardo en ponerme la gabardina sobre la ancha camisa empapada y el sombrero sobre la fría cabeza de escasos cabellos lacios. La gabardina me resulta como un guante, pero el sombrero me va algo grande, casi hasta los párpados queda encasquetado.

—¡Joder, pareces un malo malísimo de peli del oeste, con la nariz vendada y todo! —dice Violet, mirándome de arriba a abajo—. Das miedo.

—Me parece muy bien —es cuanto digo al respecto. Guardo las armas en dos amplios bolsillos del interior del abrigo—. Bien, ¿todo el mundo ha elegido arma? Bueno, pues vámonos.

Y salimos de la tienda de armas del mismo modo que entramos: impunemente.

Seguimos nuestro lento y pesado viaje en coche, el Salsbury está demasiado lejos para ir a pie, aunque casi iríamos igual de rápido. Con todo, hay calles en las que la gente guarda cierto orden o sentido común, y se mantienen sobre la acera para que los ocasionales vehículos no interrumpan su apresurado trayecto. No entiendo este contraste, tan pronto nos vemos rodeados de lunáticos que gritan y patalean alocadamente en grupo o en solitario, como que vemos personas pasear relajadamente, echándole fugaces vistazos curiosos a la acrópolis del cielo, como si no fuera más que otro fenómeno meteorológico fuera de temporada, tanto como lo era la lluvia gélida. Me cuesta decidir cuál de las dos actitudes es más disparatada, la verdad. Supongo que no soy quien para opinar, de todos modos.

Lento, tedioso, arduo, engorroso nos es el avance hacia el Salsbury. Sólo el hecho de que el hastío que ha embargado a mis compañeros los mantiene callados, me consuela. La cosa se complica cuando me topo con todas las calles que llevan a mi destino cortadas por barreras policiales. Acabo dando con una que está abierta para dejar salir de la zona acordonada unas cuantas ambulancias y un par de furgones de policía antidisturbios. Detengo el coche a un lado, con la esperanza de que nos dejen entrar después.

Uno de los muchos polis que custodian la barrera se acerca hacia la ventanilla de mi lado. Resignado, bajo el cristal, que, aunque agrietado, no ofrece problemas para desaparecer dentro de la puerta.

—Señores, tendrán que evacuar la zona —empieza a decir con cansancio, rascándose la cabeza con el canto de su gorra impermeable—. Les aconsejo volver por donde han venido, se ha avisado a la guardia nacional por radio para proceder a la evacuación ordenada y segura de toda la ciudad, hasta nuevo aviso.

Todo esto me lo suelta de corrido, como si lo hubiera memorizado de tanto decirlo. Mientras, las furgonetas de antidisturbios aparcan junto a la barrera, y de la caja de atrás salen hombres heridos, algunos por su propio pie, otros, en bastante peor estado, llevados en brazos por sus compañeros, que los trasladan al interior de alguna de las ambulancias.

—Pero ¿qué está pasando aquí? —oigo decir a Violet, al ver todo esto.

Cuando voy a explicarle al policía que necesitamos entrar en la «zona», uno de los agentes antidisturbios, sin casco y con la frente chorreando sangre, visiblemente eufórico de puro histerismo, repara en nosotros y se abalanza contra el coche desde el lado derecho, golpeando el capó con la mano.

—¡CHIFLADOS! ¡¿ES QUE QUIEREN MORIR?! ¡FUERA, ESTÚPIDOS, LÁRGUENSE DE AQUÍ…!

Deduzco, por el modo en que interrumpe sus gritos y abre los ojos con tan aterrada incredulidad, que ha atinado, quizá, a vislumbrar el brillo rojo de la mirada de Jones entre las oscuras sombras de su pretendido incógnito. El pobre hombre queda paralizado y puedo ver, en los sutiles pero claramente manifiestos movimientos de los músculos de su cara, cuanto le pasa por la mente. Hay sorpresa, que precede a un reconocimiento que me pone los pelos de punta, pues, si reconoce cualquier rasgo de Jones, es porque ha visto a «los demás»; finalmente una visceral ira histérica, derivada de un despiadado, primordial y, arraigado en lo más profundo del núcleo animal de su consciencia y abruptamente despertado de un interminable letargo, instinto de conservación. Enloquece.

—¡UNO DENTRO! —acierta a balbucear, rugiendo—. ¡NO, NONONONO…! ¡HAY UNO, TIENEN UNO DENTRO, ¿ES QUE NO LO VEIS?, AHÍ SENTADO, LO TIENEN, AHÍLOVEOLOVEOMIRADESTÁAHÍMIRADLO…!

Se lanza sobre dos compañeros suyos, a los que agarra y tira de las pecheras de sus uniformes, zarandeándolos de tal manera que a uno se le cae la gorra y el otro se lleva las manos a ella para evitarlo. Aprovecha para quitarle el arma de su pistolera a éste último y nos apunta con pretensión de disparar, pero un tercer oficial se ha unido a los primeros para reducir al antidisturbios, a duras penas.

El poli que se dirigió a mí en primer lugar, confuso pero precavido, retrocede un largo paso, echando mano a la culata de su arma, sin desenfundar todavía.

—Señor, he de pedirle que salgan todos del coche de inmediato —dice ahora con intrépido tono de autoridad y eficiencia, dirigiéndose específicamente a mí, como si transportara una banda de criminales a mis órdenes.

—Perdone, oficial, no queremos problemas, tan sólo queremos continuar nuestro camino… —intento explicar, tan conciliador como soy capaz.

El oficial desenfunda su arma, pero encañonando al suelo, tan sólo quiere dejar claro que habla en serio. Noto que más oficiales, alarmados por el arrebato histérico de su compañero de los antidisturbios, rodean el coche.

—Por última vez, señor —empieza de nuevo, pronunciando las palabras lentamente y con amplia pausa entre ellas—, salgan todos del coche, ¡ahora!

Una mano me presiona el hombro. Es Hardy.

—Deberíamos hacer lo que dicen, ¿no crees?

—Nass —dice Jones, mirándome entre el ala de su sombrero y la solapa de su abrigo.

La preocupación queda patente en su voz. No quiere tener que luchar contra personas inocentes, pero no veo cómo salir de ésta sin que muera nadie. ¡Joder, no tengo ni puta idea de qué hacer!

—Jones, tú quédate dentro —le susurro. Giro la cabeza hasta encontrar la mirada de Violet—. Vamos, salid, y no digáis nada.

Me obedecen, de modo que salimos los tres al mismo tiempo. Todos los polis retroceden un paso, de forma eficientemente precavida.

—¿Llevan ustedes armas? —pregunta de manera algo más cordial el mismo oficial.

—Sí.

—He de pedirles que las entreguen de inmediato, señor.

—Tenemos licencia, somos detectives privados.

—Dígale al otro hombre que salga del coche —dice de pronto, obedeciendo al insistente interés que el antidisturbios histérico tiene, y que sigue forcejeando con sus compañeros.

—¡NO, NO LE DEJÉIS SALIR, MATADLO, MATADLO! —grita él.

—Mi compañero no se encuentra muy bien, no puede salir del coche.

—¡Que salga del coche de inmediato! —vuelve a decir el oficial usando su autoritario y acometedor tono de voz, una voz que pretende acongojar y someter, pero que me está produciendo un efecto muy contrario, de impertinente que me resulta ahora mismo.

Para mi absoluta sorpresa, y antes de que me dé tiempo a hacer alguna locura, oigo que se abre la puerta del lado de Jones, y me vuelvo para ver cómo se yergue de repente su gran figura gris, por encima del techo del coche. También compruebo el pasmo de todos los polis al ver surgir semejante titán, aunque, para mi alivio, sus actitudes no tienen nada de amenazadoras. No entienden nada, igual que yo.

De pronto, el enloquecido antidisturbios consigue zafarse de sus reductores, para empezar a correr alrededor de todos los policías, empujándolos y agitándolos, sin dejar de gritar cosas sobre demonios y muerte, todo lo cual suena a Apocalipsis vaticinado por un loco predicador.

—¡ES UNO DE ESOS, UNO DE ESOS! ¡Los traía un hombre, igual que ellos traen a éste! —aúlla señalándonos a todos, acusador, tirando del brazo de uno de los polis para que nos apunte con su arma—. ¡ES UNO DE ESOS! ¡DISPARAD, DISPARAD, MATADLO…!

Violet, que esperaba de pie junto al coche, se pone ante Jones, protegiéndolo. Esto parece hacer enfurecer o enloquecer aún más al histérico agente, que se lanza hacia ella con la clara intención de agredirla. Yo ya estoy rodeando el coche hacia ellos cuando veo cómo Jones extiende su largo brazo y alza al loco por el cuello.

Jones no suele gritar, su profunda y sobrenatural voz tiene la cualidad de repiquetear en los tímpanos superponiéndose a cualquier otro sonido, pero lo caótico y agobiante de las circunstancias le hacen explotar. Su voz retumba, taladra el cráneo de cada uno de los presentes, y me tengo que llevar las manos a los oídos, pues la sensación es parecida a la de una potente detonación. Todos me imitan, sobrecogidos y doloridos.

—¡BASTA YA! ¡NO QUIERO MATAR A NADIE! —dice para todos, mirando fijamente a los ojos de su asfixiada y vulnerada presa, sin embargo—. ¡SEGUID CON VUESTRO TRABAJO Y DEJADNOS EN PAZ!

Todos, los policías, los conductores de los furgones dentro de sus cabinas, los enfermeros de las ambulancias, se cubren la cabeza implacablemente asediados por la misma vibración perforante que me agita el cerebro y me aplasta la garganta y los pulmones. Alguno hasta se ha tirado al suelo, sorprendido por el dolor inexorable, arrojando su gorra o casco en un vano intento de, con las manos, atenuar el sufrimiento. No creo que sus palabras pudieran haber convencido a nadie, sólo la taumatúrgica consternación hace que se olviden de nosotros.

Jones debe haber soltado al enloquecido antidisturbios, porque noto que me agarra y tira de mí, haciéndome caminar hasta la puerta del coche; la abre y me tira tras el volante. Entiendo que es nuestra oportunidad de desaparecer antes de que todos recobren el sentido, e intento poner el coche en marcha mientras él recoge a Hardy y Violet. Al poco lo siento sentado junto a mí, me susurra.

—¡Venga, Nass, estamos todos, arranca de una vez!

El continuo pitido en mis oídos no ahoga su voz, la membrana de mis tímpanos reverbera con sus palabras, el dolor vibra a través de toda la sustancia ósea de mi cráneo hasta concentrarse todo ello sobre la parte fracturada de mi nariz.

Es el mismo dolor lo que me permite recuperar el sentido lo suficiente para poder maniobrar el coche y conducirlo hacia el hueco de la barrera policial por donde pasaron las ambulancias. Echando un rápido y borroso vistazo atrás, compruebo que, efectivamente, estamos todos en el coche y, a través de la sucia luna trasera, que ninguno de los aturdidos policías se presta a perseguirnos.

—Siento lo ocurrido, Nass, pero no sabía qué otra cosa hacer —dice de pronto Jones, volviéndose a ver cómo están Hardy y Violet.

—No, está bien Jones, pero nunca te había visto, o mejor dicho, oído hacer tal cosa —le respondo casi sin oírme—. Pero muy bien.

Soy capaz de cualquier cosa por dinero, pero no me hubiera gustado nada tener que disparar contra hombres que sólo están haciendo su trabajo. Hay agentes corruptos que hacen bastante daño a la ciudad, pero éstos suelen ser de rango bastante por encima del de los agentes de patrulla, y pertenecientes a brigadas especiales, como la de estupefacientes. Los que dejamos atrás, muy probablemente, no serán más que honrados y entregados currantes. Y, además, nadie salvo Jones hubiera sobrevivido si llega a estallar el enfrentamiento.

Se me han aclarado bastante los oídos, y oigo la voz de Violet mezclada con el constante pitido en mi cabeza.

—Joder, Jones, avisa la próxima vez que vayas a hacer algo así. ¡Cómo duele! Se parecía al grito que nos lanzó la primera cosa como tú que vimos, la que mató Nass. Pero esto ha sido mucho más fuerte.

—Repito que lo siento, pero podríais haber muerto todos, de otra forma. Tenía miedo.

—Te lo agradecemos, Jones —le dice Hardy poniéndole la mano en el hombro.

Violet mete la cabeza entre los respaldos de los asientos delanteros, eclipsando a Hardy.

—¿Alguien se fijó en que el poli histérico dijo que «los traía un hombre»?

—¿Eh? —exclamo, sin tener ni idea de qué habla.

—El policía histérico dijo que «los traía un hombre», a los que son como Jones, deduzco que se refería —continúa.

—El Rostro De La Locura —dice Jones. No sé si lo ha hecho a propósito, pero ha sonado lúgubre, tenebroso.

—Un momento, un momento, ese tío estaba mal de la azotea, yo ni siquiera recuerdo que dijera eso.

—Sí que lo dijo, Nass. Me miraba aterrado mientras lo hacía —afirma Jones.

—Habéis tenido que oír, igual que yo, lo que les decía a sus compañeros mientras saltaba alrededor de todos ellos —sigue Violet, con la cabeza apretujada entre los respaldos—. Dijo que la gente se atacaba una a la otra, que se mataban a golpes y mordiscos unos a otros, antes de que «los demonios» se les echaran encima. ¿No es eso, Nass, lo que se supone que El Rostro De La Locura puede hacer?

Como de un tema terriblemente aterrador y de siniestras connotaciones religiosas, todos hemos evitado decir nada más tras la retórica cuestión de Violet. Desde luego que yo no quiero discutir más con ella, cada vez que intento rebatir una de sus locas teorías ocurre algo que manifiesta su razón.

De todos modos, achaco toda esa charada de gente matándose una a la otra a la confusión de la batalla que esos hombres debieron mantener con los seres tipo Jones. ¿Quién sabe lo que puede haber creído ver un espíritu impresionable que se enfrenta a seres de otra dimensión? Era lo que me faltaba, que realmente El Rostro De La Locura pudiera hacer enloquecer al mundo con sólo mostrar el careto. Aunque una complicación semejante me resultaría casi lógica, a estas alturas.

Varios minutos después de haber dejado atrás el control policial, nos encontramos con que esta parte de la ciudad se halla envuelta en una calma impaciente, ese silencio de expectación nerviosa que tanto me suena de la época de la guerra. Lo que sí hay son bastantes más coches de policía de lo normal, que es ninguno, rondando por la zona. Los ciudadanos solitarios y esporádicos son instados a volver y permanecer en sus casas por la estridente megafonía de los patrulleros, que les recomiendan además cerrar y asegurar puertas y ventanas. Evito en todo lo posible cruzarme con los agentes, llevando el coche por las más estrechas y oscuras calles que puedo encontrar.

Llega un momento en que ya no hay ni policía. La gente se asoma a las ventanas, pero nadie anda por la calle que no sean vagabundos que aprovechan para saquear la tienduchas que han quedado abiertas y abandonadas. Verles me hace recordar mis dos nuevas pistolas con amarga satisfacción culpable. Hay quienes nos gritan desde sus casas para que no continuemos.

—¡Joder, joder!, ¿qué estará pasando, qué estamos haciendo? —dice Violet con repentino nerviosismo.

—Nos acercamos a ellos. Noto el hambre —responde Jones, mirándome. Sus pupilas han vuelto a dilatarse exageradamente.

—Si, y yo me estoy acojonando, por momentos —tercia Hardy—. Igual no deberíamos continuar.

—Yo no noto nada. Continuamos —digo con sequedad.

Estoy demasiado enfurecido, ya me he dado cuenta de que si me mantengo en este estado me afecta menos la extraña influencia de las criaturas, pero ello repercute en el trato que reciben de mí mis compañeros, y además, ¿cuánto podré aguantar?

De súbito, un hombre barbudo con un pañuelo de lunares en la cabeza, vestido con algo así como un pijama azul y un grueso abrigo raído, salta ante el coche, meneando los brazos en alto, haciendo señas de que nos detengamos. Respondo frenando gradualmente, un poco sorprendido de estar haciéndolo, y bajo la ventanilla según se acerca por mi lado, a ver qué quiere, siguiéndole con la mirada mientras empuño una de las armas bajo mi gabardina.

Casi deseo que intente algo, necesito disparar contra alguien, quien sea.

—No sigan en esta dirección, amigos. Esta carretera lleva al infierno.

Su pestilente aliento a comida rancia y alcohol, y el penetrante sudor podrido que le envuelve, se me echan encima en una densa oleada que casi puedo ver y que se me pega a las amígdalas irremediablemente al hacer uso del tan necesario acto de respirar. Se puede decir que saboreo al vagabundo, literalmente.

—¿Qué? —consigo decir, conteniendo una arcada.

—Que sí, yo vengo de allí, he visto a los demonios. Se comieron a mis amigos, los demonios, se los comieron, ya lo creo que sí —dice algo nervioso, muy rápido, pero riéndose.

—Pero no te cogieron a ti —le contesto, reconociendo la proeza.

—No, a mí no, porque corría. ¡Los demás no corrían! —exclama de pronto, levantando las manos y encogiendo los hombros, haciendo notar que no se lo explica—. ¡Gritaban pero no se movían!, dejaban que los demonios se les echaran encima, sin moverse, muy quietecitos, sí señor. ¿No tendréis algo de beber?

—Violet, pásame la botella.

Violet me la alcanza por encima de mi hombro derecho. El desharrapado abre mucho los ojos, encogiendo los labios de avidez pura, mientras le quito el tapón y se la entrego.

—¿Así que está mal, la cosa? —le pregunto.

—Vaya que sí —dice, limpiándose con la manga los morros—. Ellos vienen hacia aquí, los demonios; yo corro hacia allí, de donde venís, no pararé hasta salir de la ciudad. Estoy contándoselo a todo el que me encuentro, aviso a la gente.

—Bien hecho —le animo—, pero para eso ya está la policía, hombre.

—Los polis renuncian, he oído que quieren cerrar la zona, con la gente dentro y todo, hasta que lleguen los militares.

—Ya lo han hecho, nosotros hemos pasado de milagro.

Bebe un poco más de la botella y me la devuelve.

—No, no, puedes quedártela —le digo, agitando las manos.

—No la quiero, amigos. Si vais a seguir, la necesitaréis más que yo.

Y dicho esto, echa a correr en la dirección de la que venimos. Me quedo mirando al lugar donde estaba, como si estuviera hablándome todavía, sujetando la bebida devuelta, paralizado de estupor.

—¡Vaya! Se ha ido como vino. ¡Por sorpresa! —oigo decir a Hardy a mis espaldas.

—¿Es cosa mía o esto se está poniendo raro, siniestro?

Limpio la boca de la botella con el puño de la camisa y me pego un lingotazo del whisky, tentado irresistiblemente ante el goce del vagabundo.

—¿Ahora te empieza a parecer raro? —le pregunto a Violet, enroscando el tapón de la botella y pasándosela—. A mí me está empezando a gustar, incluso.

Y reanudo la marcha, conduciendo bastante más despacio, jugueteando mi mente con toda una suerte de pensamientos triviales que giran en mi cabeza como en el remolino del agua de un retrete, flotando momentáneamente en la superficie para ser sustituidos uno tras otro, arrastrados todos, antes o después, al oscuro pozo de inmundicia del olvido. Pienso en cosas tales como el intrépido vagabundo superviviente, que a pesar de lo que dice haber visto no ha perdido la poca cordura que bien le quede; en si me pegará una enfermedad por haber bebido a morro de la misma botella que él; en el hecho de que Violet no me haya regañado al hacerlo, lo cual no quiere decir que no tuviera ganas de ello; en por qué todo el mundo llama demonios a los seres de la especie de Jones, y en si herirá sus sentimientos el tener que oírlo.

Pienso en que tengo miedo de lo que nos encontremos. Por lo poco que llevamos oído ya se deduce que como mínimo ha de ser impresionante. Pero no son las cosas horribles en sí lo que me aterra, sino el que todo esto parezca planeado de antemano, a pesar de su inabarcable magnitud, por el chiflado de El Rostro De La Locura. Ya estoy convencido de que, de algún modo, se ha aliado con los seres. «Los traía un hombre». Me es fácil imaginar al cara de vidrio caminando ante un grupo de esos seres, hablándoles con su líquido y enfurecedor tono de tranquila pedantería mientras les hace de guía por los lugares más destacables de nuestra ciudad.

Pero lo que más me molesta es pensar en el misterio de que nos viniera a ver a nosotros anteayer, la noche en que encontró a Jones vagando por ahí. Si tenía tratos con esos seres, y pensaba guiarlos por nuestro mundo, ¿para qué molestarse en contárnoslo? Cualquier estúpido sabría que intentaríamos impedírselo. Quizá quería convencer a Jones de volver con ellos, pero esperó a tenernos a todos juntos para proponer su absurdo plan de contraataque, tan convencido lo decía que me convenció de que estaba loco. Y está claro que no era esa su idea desde el principio, así que, ¿dónde está el sentido?

Otra cosa que no entiendo es que la gente sea tan obediente. Nadie se mueve de sus casas, siguiendo las someras órdenes de las autoridades. Por la razón que sea han decidido cerrar esta zona de la ciudad, mantenerla tal y como está, procurando que no entre ni salga nadie, como en una cuarentena, y a todos parece resultarles lógico. Sin luz, en un estado de emergencia máximo, con todo el resto de la ciudad rugiendo con alarmas y miedo, y aquí, sin embargo, reina la más sumisa de las calmas. Delirante.

—¡Oh, oh! —dice Jones de repente, y se calla.

—¿Qué pasa? —pregunto al ver que no se explica—. ¿Es que están aquí?

—No, pero han estado, han pasado por aquí, seguro.

—¿Cómo, por qué lo dices?

—Deberíamos seguir por otro lado —dice con aspereza implacable, como si fuera una orden.

—De eso nada —contesto con tozudez de imbécil.

—¿Qué pasa Jones, qué ves? —pregunta Violet, como si él tuviera poderes de clarividencia.

—No veo, oigo.

Yo ni veo ni oigo nada. Sigo esta calle hasta el final, donde se bifurca ante un edificio de viviendas, donde he de torcer a la derecha para seguir hasta el Salsbury, el viejo hotel en el que perdimos a El Rostro De La Locura. Después de casi dos horas de lento y arduo camino no me quedan ganas de dar más rodeos, aunque sé de sobra que siempre es mejor hacer caso a Jones.

Sigo y sigo, con la frente fija en el cruce, la mirada dilatada y desaprobadora de Jones irradiándome todo el lado derecho de la cara, como un par de negros soles de fina atmósfera roja que me intentan abrasar con su calor exhortativo.

—No me mires así, Jones.

—Es que nunca me haces caso cuando deberías.

—Se acabó dar más vueltas. Que pase lo que tenga que pasar.

No dice nada más, mira al frente para mi gran alivio, y se remueve con impaciencia o nerviosismo, no sé, en su estrecho espacio. A la distancia de unos cien metros del edificio ante nosotros, empezamos a oír aquello a lo que se refería Jones: un denso desconcierto de multitud de voces exultantes, pletóricas, que aumenta su fuerza, hacia el que avanzamos. Reduzco la velocidad involuntariamente, desconcertado.

—Suena como si estuvieran celebrando algo por allí —dice Violet. Por el espejo retrovisor la veo intentando asomar la mirada sobre la amplia corpulencia de Jones, curiosa.

—Nada más lejos —le responde.

Cada vez más cerca, el jaleo se vuelve más definido, más fácil de reconocer. Allí no se celebra nada. Las voces parecen unidas por un sentimiento homogéneo, como en una fiesta, sí, pero son aullantes, lastimeras, lloriqueantes o rugientes. El peso enfurecidamente histriónico de todo ese ruido me trae a la mente una palabra hecha de gruesos manojos de oxidado alambre de espino: locura.

—Uyuyuyuyuy…

—No me cantes, Hardy, y abrázate fuerte a tu escopeta —digo.

—Lo que quiero decir es que deberíamos escuchar a Jones y…

—Ya sé lo que quieres decir —le interrumpo.

—¡Ah, muy bien!

—Yo estoy con Nass —dice Violet, y oigo que amartilla el revólver—. Tarde o temprano nos teníamos que meter en el meollo del asunto, que pase lo que tenga que pasar.

Intenta sonar segura y valiente, pero le tiembla la voz. Puede no ser más que una inquieta anticipación, una ansiosa premura belicosa, pero es miedo lo que me contagia el oírla.

—Tan sólo dime, Jones, hay monstruos ahí delante, ¿no? Bueno, perdona, ya me entiendes…

—No, sé que andan por alguna parte, pero no ahí delante, Violet.

Bueno, también yo me alegro de saberlo, pero el estampido de voces alcanza cotas conmocionantes cuando llegamos al cruce y hago ademán de girar a la derecha. Y digo que hago ademán porque, de hecho, no llego a girar del todo; he pasado mi mano derecha sobre el volante para agarrarlo del extremo izquierdo y tirar girándolo hacia el contrario, pero de eso nada; por contra, piso tan fuerte el pedal del freno que las ruedas chirrían, a pesar de lo despacio que nos estábamos moviendo. Quedamos parados en mitad del cruce, algo escorados hacia ese lado.

—Uyuyuyuyuyuy… —vuelvo a oír a Hardy, cuando nos envuelve el coro de resabiadas voces, que nos sacude primero con el frío impacto de una ola de mar y que, como tal, atrae nuestra atención como por efecto de una potente resaca.

La verdad, tampoco estoy muy seguro de qué esperaba encontrarme. Quizá una nueva oleada de disturbios, parecidos a los que nos encontramos cuando intentábamos salir de la ciudad, un nuevo acceso de histeria colectiva, más gente peleándose por ser los primeros en huir o saquear, qué sé yo, lo «normal» en este tipo de situaciones, cuando aparece una ciudad voladora de la nada. Vamos, simplemente pánico, un poco más de lo mismo de antes.

Para nada, susurra la parte más obstinada de mi mente, derrotada; para nada es más de lo mismo. No sé si éste es el «meollo del asunto», ni sé con certeza qué será el «asunto», pero es seguro que nos hemos metido de lleno en ello. Incluso con las ventanillas del coche cerradas nos inunda el disparatadamente horrible bullicio de este festín infernal, no se me ocurre de qué otra manera llamarlo, si no es así.

—¿Está pasando, esto? —oigo decir a Jones con un ronco rugido de risa que se me antoja algo histérica.

Ni yo ni nadie le contesta. Lo que es yo, no estoy para hablar de una forma civilizada y coherente. Estoy muy ocupado intentando digerir lo que veo; apenas tengo nada en el estómago, quizá un remanente de alcohol, pero siento algo así como una áspera bola de esparto incomestible removiéndoseme por dentro, el abdomen palpitante en refleja respuesta de rechazo, intentando hacerla pasar de regreso por el esófago, pero en vano, por supuesto.

Una demasiado nítida sensación de irrealidad, por paradójico que pueda sonar, es lo que me produce estas nauseas, un sentimiento que he visto algunas veces en la cara de aquellos que, aún conscientes, contemplaban sus vísceras desparramarse fuera de sus propias tripas, junto con su vida; manoseándoselas, intentando inútilmente devolverlas a su lugar con dedos torpes y resbaladizos, mientras aquellas saltaban, se desgarraban y reventaban por efecto de la paroxismal manipulación. La más alocada y espeluznante lucha por sobrevivir que recuerdo haber presenciado e intento olvidar.

Pero no hay impulso de supervivencia en lo que veo ahora. Más bien todo lo contrario. La similitud con cuanto yo he visto en la guerra se limita a la cantidad de sangre y mutilaciones; puede que también un poco a la confusión propia de una batalla, pero no demasiado. Porque, mirando con la suficiente atención, compruebo que, a pesar de los gritos de angustia e ira, todas y cada una de esas personas parecen saber muy bien lo que hacen. Es…, no sé cómo describirlo, es increíble que, a pesar de los desesperados aullidos, todo el mundo se presta a su respectiva y particular actividad, por llamarla de alguna manera, con suma calma, cuidado y eficiencia.

No hay tanta gente como aparentaban los gritos, que con su estruendo insinuaban una auténtica manifestación, de esas que ocupan calles enteras, pero siguen siendo muchos, demasiados para estar viéndoles haciendo esto. Hay de todo, para todos los gustos: pequeños grupos atacando a uno o pocos más individuos a golpes y mordiscos, gente que se golpea las manos o la cabeza contra el suelo o las paredes de ladrillo de los edificios, alguno devorándose los dedos de las manos, otros que se hunden éstos en los ojos, destrozándoselos, o que dejan que alguien que pasaba por allí lo haga en su lugar; orejas arrancadas a mordiscos, quizá las mejillas, los brazos, un vientre abierto de esta manera, oficiales de policía que se han metido la pistola en la boca y han apretado el gatillo, otros que disparan contra los demás, indiscriminadamente… Una escena sacada de uno de los pisos del infierno, donde no te tortura ningún demonio menor, no, para nada, tú no lo vales, pequeño. Aquí te infliges tu propio castigo, con suerte te ayuda tu vecino, y deja de pedir. Lograr una muerte rápida es cuestión de pura suerte, algo totalmente aleatorio, porque todos están locos y tiran de lo primero que pillan para autolesionarse o atacar a otros. Como decía, un genuino festín infernal.

Todavía sigo en proceso de digestión cuando oigo muy lejana la voz grave de Jones.

—No quisiste hacerme caso, Nass. Siempre haciéndote el duro cuando menos debes. ¿Damos ya media vuelta?

He sido capaz de entender lo que me ha dicho, aunque casi me sonaba en otra lengua mientras lo hacía, pero sus palabras no producen la menor reacción en mí. Estoy mirando fijamente cómo un tipo cierra su puño sobre la boca de otro, y tira de los labios estrujados hasta arrancárselos por completo. Hasta me parece oír el chasquido elástico y jugoso de la carne al retorcerse, estirarse y partirse, y mis ojos han hecho un imposible zoom que me muestra con escrupuloso rigor de documental cada pequeño detalle del desgarro.

—¡Nass! —me golpea en pleno esternón con el dorso de su gran mano, me clava sus afilados nudillos. Le miro, devuelto a la vida por el dolor—, ¿nos vamos o qué?

—Demasiado tarde, ¡demasiado tarde! —le interrumpe Violet, casi chillando.

Tiene razón. Enseguida reparo en que varios de los locos que vapuleaban a otros, e incluso dos o tres de los que se torturaban en solitario, ya vienen hacia aquí, bien corriendo, bien cojeando, cada uno según sus posibilidades y heridas. Doy un ridículo salto en mi asiento cuando se arrojan sobre el coche y se lían a golpes con la chapa y cristales, a mano desnuda, a cabezazos; uno da inofensivos golpazos, con toda su rabia, eso sí, con un bolso de mujer; otro, en mi ventanilla, golpea el techo con una pistola arrebatada a algún policía.

—¡Que entran, van a entrar! —chilla Violet, lo más agudo que le he oído hasta ahora.

—No, yo voy a salir —dice Jones.

—No, Jones, cuidado —digo, cogiéndole de la manga, sin dejar de mirar al tipo de mi ventanilla.

—¿Cuidado? —dice confuso—. ¿De qué? Han enloquecido, están mejor todos muertos.

Y su manga se me escurre de entre los dedos, lo noto, cuando abre la puerta y sale. No dejo de mirar al mismo tipo, que tiene la nariz rota, como yo, de la que le chorrea gran cantidad de sangre. Al menos, pienso, su pistola no tiene balas, ya que la usa de martillo. De pronto me apunta con ella, pegando la boca del cañón al cristal.

—¡Cuidado! —grito para Hardy y Violet.

El tipo dispara. La bala atraviesa el cristal y alcanza el respaldo de mi asiento, a la altura de la cabeza. Me he inclinado hacia delante, pegando la cara al cristal, para esquivarla, y un espeso y amplio manchurrón de sangre se esparce sobre el parabrisas, sobresaltándome. Jones, haciendo de las suyas. Me vuelvo hacia el tipo de la pistola a tiempo de ver que la gran garra de Jones le corta el brazo armado a la altura del codo, y lo derriba luego de un manotazo en la cabeza tal que le ha tenido que romper el cuello.

Jones me pinta el coche de rojo un poco más con el resto de locos asediantes, dejando para último el del bolso de mujer. Jones lo coge por el cuello, lo alza ante sí tanto como de largo es su brazo. El loco responde golpeando la cabeza de Jones con el bolso, deformándole el gran sombrero. Jones me sorprende hundiéndole la garra libre en el pecho, mientras ruge a carcajadas graves, totalmente desinhibido, para luego abrirlo en canal hasta la pelvis de un seco y brusco tirón. Un montón de sangre y otras cosas se escurren de entre las piernas batientes del loco del bolso, que enseguida dejan de moverse. Jones lo deja caer sobre su desparramado contenido.

Se acerca y abre la puerta de su lado. Entra tan de sopetón que parece ir a arrojarse sobre mi para destrozarme, pero no, se sienta.

—Bueno, ahí vienen más —me dice, mirándome con fijeza—. Si quieres seguir por aquí, adelante, atropéllalos a todos. Les haremos un favor, seguro. ¿Todos bien?

Esto último lo dice volviéndose hacia Violet y Hardy.

—Fffuuuooo… —hace Hardy.

—Sí, bien, muy bien, venga, vámonos, vámonos —dice Violet, tan rápido que casi no se la entiende.

—Ffffuuuu… —otra vez Hardy.

Giro el volante mientras piso a fondo el acelerador, enfilo la calle de los locos siguiendo la línea del medio, presto a arrollar lo que se ponga por delante.

—¿Visteis al del bolso? Por poco me ahogo, de la risa —dice Jones.

Ninguno le hacemos caso, no nos da risa ninguna. Los locos no se apartan. Alguno se lanza ante el coche, como si quisiera morir atropellado, y quien no, es empujado por otro loco homicida. Intentan golpear el coche según pasamos, pero vamos muy rápidos. Y la mayoría prefiere víctimas más inmediatas, más sumisas y cercanas, sus compañeros locos. El coche traquetea, da ligeros tumbos al pasarles por encima, pero sigue imparable, infalible.

El infierno se prolonga durante cosa de un minuto, que se nos hace a Hardy, a Violet y a mí mismo, interminable.

—Eso no es posible, ¿qué razón tenía esa gente para hacer lo que hacía?

La pregunta de Hardy queda sin respuesta durante unos larguísimos segundos. Volvemos a estar solos entre las oscuras, y sucias de barrillo casi seco de polución, calles de la única ciudad del mundo que tiene sombrilla a medida. Tras tan sólo doblar un par de esquinas ha desaparecido el clamor pesadillesco. Doy gracias.

—Conoces la razón, aunque no quieras aceptarla. El Rostro De La Locura —le contesta con gravedad Jones, cuando parecía que no se iba a hablar más del tema.

—No, no —responde Hardy de inmediato—, de eso nada, es mejor, más fácil, pensar que era debido a un violento ataque de histeria colectiva, a una irracional oleada de psicosis, contagiada de un individuo a otro por la mera visión de los actos de los demás, quizás…

—¡Vamos, abuelo, si no tienes ni idea de psicología, deja de decir tonterías! —le interrumpe muy bruscamente Jones, para congoja mía—. No puedes decirlo en serio. ¿Histeria? Por el aspecto de sus heridas y la cantidad de muertos es fácil deducir que esa gente tiene que llevar más de una hora destrozándose unos a otros. ¿Qué clase de ataque de histeria reduce a una persona al nivel intelectual de una picadora de carne?

—Hay casos de personas histéricas que se autolesionan… —empieza a decir Hardy.

—Vaya, abuelo, ¿en serio que vas a intentar sacarme precedentes de cada una de las patologías que pueden explicar toda esa locura? Mira, todo lo demás en calma, la gente bien recogidita en sus hogares… A esos infelices les pilló desprevenidos El Rostro De La Locura, quién sabe por qué lo hizo.

—Lo hizo porque es un chiflado, a pesar de todo —dice Violet, como distraída en sus propias reflexiones.

—¿Tú, Nass? ¿Tú no te creerás que el loco enmascarado es realmente el responsable de lo que hemos visto? —me implora Hardy, apretándome el hombro con la mano tensa.

—Hardy —le respondo en el mismo tono, mirándole a los ojos por el retrovisor—, por ridículo que suene, yo me niego a seguir negándome todo lo que ocurre, porque desde que empezó todo esto no he hecho otra cosa que resistirme a creer, y como recompensa me he llevado, una tras otra, toda una serie de «bofetadas emocionales». Así que tú mismo.

—«¿¡Así que tú mismo?!». ¿Qué coño significa eso? —pregunta desesperado.

—Quiere decir que tendrás que soportarlo tú solo, como hacemos todos —le contesta Violet, todavía medio ausente, con la mirada perdida en el gris y muerto paisaje que, muy lentamente, pasa ante su ventanilla.

¡Vaya con la chica! Parece insinuar que, a pesar del buen humor e impasibilidad de que ha hecho gala todo el tiempo, en realidad todo esto la sorprende y asusta tanto como a los demás. Ha resultado tan concisa su respuesta a Hardy que éste se da por enterado, callándose definitivamente. Me alegro, porque oír lo que piensan mis compañeros sólo me pone más nervioso.

—¡Eh! ¡¿Por qué nos detenemos?! —exclama Hardy, casi histérico.

—Al final de esta calle y a la izquierda llegamos al Salsbury —le informo—. Seguiremos a pie hasta allí.

—¿A pie? ¿Por qué? ¿Crees que es seguro?

—No quiero que nos vean venir El Rostro De La Locura y «sus amigos», y como no hay más coches que el mío dando vueltas por aquí, creo que llamaríamos bastante la atención si no seguimos a pie, ¿vale, Hardy?

—Bueno, sí, vale —concede a regañadientes.

Dejo el coche aparcado junto a la acera, en línea, entre un par de todos los demás que esperan, como si no pasara nada, a sus respectivos dueños. Salvo por la extrema quietud y la penumbra arrojada por la acrópolis del cielo, bien parece que todo esté en orden. No deja de resultarme extrañamente onírico y surrealista el tan opuesto contraste de las situaciones en que nos hemos ido metiendo para llegar hasta aquí. Parece que hayamos cruzado infinidad de dimensiones como las descritas por el loco de la máscara, que hemos estado visitando distintas realidades paralelas con el escenario en común de nuestra ciudad, diferentes versiones de ésta ante las que hemos ido pasando de largo.

Bajamos todos del coche y empezamos a alejarnos de él, caminando tranquilamente, a mi paso. Jones y yo somos los únicos que no llevamos las armas en ristre. Intento recolocarme el sombrero al estilo de Jones, con el ala casi ocultándome los ojos, para resultar misterioso y amenazador como él, pero me queda muy holgado, se me mueve hacia todos lados con cada paso. Desisto, pero no me lo quito.

—Nass, te has dejado las llaves puestas en el coche.

—Sí, lo sé, Jones. Por lo que pueda pasar. No creo que nadie se lo quiera llevar.

—Hum —hace a modo de asentimiento.

—Jones —dice Violet, y se calla.

—¿Jones, que? —inquiere él, sin mucho interés.

—¿Notas… algo?

—¿Algo de qué?

—Es que se me hace raro no haber sentido en ningún momento ese atisbo de pánico irracional. Eso quiere decir que no están «ellos» por aquí cerca, ¿no?

—No lo sé, Violet. Según veníamos hacia aquí he sentido su presencia con mayor o menor intensidad. No sé qué querrá decir eso. Puede que pasáramos muy cerca de donde estaban, o que hagan un uso intermitente de su «onda mental». —Jones acompaña esto de un gesto de comillas hecho con sus dedos huesudos y un gruñido de risa, de esos tan desagradables—. ¡Venga, Violet, sé lo mismo que tú!

—Por favor, dejad ese tema ya. Hacéis que todo resulte aún más raro, si cabe.

—¡Vaya, gracias, Hardy! —digo—. Creía que era el único que lo pensaba.

—Perdonadme, si me quiero anticipar al peligro… —dice Violet, ofendida.

—Para eso se basta Jones, si tú no nos lo distraes —le respondo.

Parece que vamos a hacer el resto del camino en silencio, al fin. Todo silencio. Nada ni nadie se mueve por estas calles. Estamos demasiado lejos del centro de la ciudad, donde han sido medio derribados algunos rascacielos. Casi preferiría estar allí, donde la gente se estará comportando de una forma comprensible y previsible, dadas las circunstancias; donde aquellos que no están muertos o heridos estarán demasiado ocupados para pensar en otra cosa que no sea lo que están haciendo. Definitivamente, prefiero estar allí.

No como esto, que ya casi parece otro mundo. Echo algún vistazo ocasional a las ventanas oscuras, esperando ver a alguien asomado con curiosidad al oír el estruendo de nuestros pasos en medio de este silencio, pero nada. Observo algunas ventanas abiertas que me hacen preguntarme si esta zona habrá sido evacuada tan aceleradamente como lo fue el barrio de Hardy, cuando la acrópolis del cielo surgió de entre la tormenta, pero, aunque es lo más lógico de pensar, mi mente rechaza esa idea ante la tranquila impermutabilidad de los vehículos estacionados, ante la impávida calma que parece prorrogada desde anoche. No, aquí no ha pasado nada, decido. Aquí no había quien se asustara o sorprendiera cuando apareció de pronto la ciudad voladora. Aquí ya no había nadie antes de eso, estoy seguro.

—Sabes a qué es debido, ¿verdad? —me pregunta Jones.

Me vuelvo hacia él, extrañado, a punto de preguntarle a qué se refiere. Veo en sus amenazantes ojos que lleva rato observándome, supongo que sabe en qué estaba pensando.

—Creo que puedo imaginármelo. Jones, ¿puedes leer la mente?

—¿Otra vez con eso? Que no, pero me es fácil suponer en qué piensas, a veces, según la cara que pongas.

—¿De qué estáis hablando ahora vosotros dos? —interrumpe Violet, afectando estar molesta.

«De nada», le contestamos al unísono. Seguimos andando, ignorando su terca curiosidad.

—Pues sí —protesta ella—. Menudo momento para andarse con secretitos…

Llegamos a la esquina y la doblamos, destacándose un par de cientos de metros por delante de nosotros la cima del antiguo hotel, un trozo más alto que los edificios colindantes.

—A mí no me va lo de andar —resopla Hardy, como un niño pequeño.

—Si quieres te cojo otra vez en brazos, abuelo —sugiere Jones.

—Bufff… —hace como si se lo piensa—. No deja, gracias, hijo.

Aprieta un poco el paso, haciendo ver que está lejos del límite de sus fuerzas, escopeta al hombro, como un antiguo arcabucero.

Me cambio de acera sin molestarme en mirar, cruzando en diagonal la carretera, para qué preocuparse. Cuando ya empiezo a distinguir la pequeña escalinata de la entrada del Salsbury, y para gran sorpresa de mi parte, reconozco la figura de una persona sentada en los escalones, en postura que parece abatida, no sé si triste o aburrida. Desde tan lejos no distingo quién es, puede no ser más que otro vagabundo. Pero…

—No te lo vas a creer —suelta Jones, cuya vista es mucho más aguda que la de cualquier ser humano.

—No digas más —le contesto.

—¿Decir qué? ¿Podéis alguno contarnos de qué habláis? —dice Violet, bastante molesta.

—Calla, Violet —le digo con cansado reproche.

—Eso, ¡encima se va a enfadar él!

Al estar ya más cerca, todos podemos reconocer a El Rostro De La Locura en su postura de pensador filosófico, con la parte baja de su máscara apoyada sobre sus dedos entrelazados. Toda esta situación ya es demasiado disparatada y extraña como para que alguien sea capaz de imaginarla siquiera, pero contemplar al chiflado ahí sentado tan tranquilo es como leer la rúbrica del autor en un grotesco cuadro garabateado por un psicópata.

—¡Uyuyuyuyuy…! ¡Es él, es él! —susurra Hardy entre dientes. Oigo que le quita el seguro a su escopeta.

—Eh, todos tranquilos, haced el favor —pero lo digo con la furia de un sargento a sus soliviantadas tropas.

Al notar que alguien se acerca, El Rostro De La Locura se vuelve hacia nosotros, girando el cuello hacia su izquierda, sin inmutarse lo más mínimo, sin alterar para nada su tranquilo reposo.

—¡Esta sí que es buena! —exclama, pero nada sorprendido. Su líquida pedantería me pide a gritos que desenfunde y le dispare en mitad de la máscara—. Elangel Pulois y sus amigos. Os hacía muy lejos de la ciudad, levantando estelas de humo tras vosotros, como en los dibujos animados. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—No ha sido fácil, cabrón de mierda —le contesto, con la misma familiaridad condescendiente que él usa.

—¡Oye, que no tienes por qué insultar, creía que éramos todos amigos!

—No puede hablar en serio… —dice Hardy, temblándole todo, hasta la voz.

—Ya está bien, hijo de puta —saco una de las armas de mi gabardina, esperando resultar lo bastante decidido y peligroso para que le entre miedo de una vez—. Nos vas a explicar qué coño está pasando, empezando por decirnos qué haces aquí sentado, como si la cosa no fuera contigo.

—Tan sólo estoy esperando, ¿es eso una especie de crimen, de repente?

Al haber dejado de llover por haberse interpuesto la acrópolis del cielo entre las nubes y el suelo, hacía ya bastante que sentía el calor característico de la época del año en que estamos; casi abandono mi «nuevo» abrigo en mitad de la calle, de lo que me estaba empezando a agobiar. Pero, mientras El Rostro de La Locura nos da conversación, siento colárseme por el cogote cierta brisa de frío inerte, que me hace sacudir los hombros en un involuntario escalofrío cuando digo:

—¿Esperando? ¿Esperando el qué, imbécil?

—Otro insulto, menudos modales —menea la cabeza, desaprobador, y extiende las manos como si sujetara un regalo invisible—. Esperando eso.

Aunque no puedo verle los ojos, me da la impresión de que está mirando a algo más allá de nosotros. Me empiezo a volver sin apartar de él la mirada, temiendo que sea el clásico ardid de despiste que pretenda usar para escapar. Pero al final me vuelvo. Y conmigo los demás.

Lo que me parecía una brisa helada es en realidad el frío inmóvil, tan parecido al de una gran nevera abierta, que reconozco enseguida arrebatándome el calor de la cara. Y lo que señala el loco enmascarado con ese gesto de «todo para vosotros» no es otra cosa que un nuevo halo, como el que vimos en las escaleras del Salsbury, sí, pero tres veces más alto y el doble de ancho. Y de la oscura materia que contiene, que ahora puedo ver, con la leve claridad del día, es un violento remolino de densos vapores negros, asoman lentamente, como tímidos, varios rostros con las pesadillescas facciones de Jones, todos diferentes al suyo y distintos entre sí. Seguidas de sus caras, brotan del humo oscuro sus enteras personas, alguno con su musculoso y tenso torso desnudo, como todos los anteriores que hemos visto, pero provistos de una coraza de extraños reflejos iridiscentes la mayoría, una extensión de esas mallas púrpura de sus piernas. Casi parecen soldados, una división de tropas algo desorganizada que tiene por todo armamento las poderosas garras y mandíbulas de cada uno, y mientras salen del halo en grupos de cuatro o cinco, una vez tras otra, a mí también se me pasa por la cabeza que han de ser las huestes del mismísimo Lucifer.

Algo más de una decena de metros nos separa del «portal», o lo que sea eso, que brilla silencioso en mitad de la calle que pasa ante el hotel; sólo se oye el sonido seco de los pies descalzos y de largas uñas de esos seres que me recuerda a una tranquila marcha militar cuando salen y forman alrededor del halo, esperando y observándonos, sin dejar de amontonarse en tan dispares grupos, por las distintas alturas y tamaños de sus individuos, y sin hacer más, como esperando nuevas órdenes, sólo sonriéndonos con esas eternas muecas inmóviles. La distancia entre ellos y nosotros se acorta peligrosamente, al avanzar los primeros para dejar espacio a los últimos, pero no nos movemos; lo que es a mí, el horror me impide hacer o decir nada, me aterra lo abrumador y rápido del aumento de su número; me veo muerto, reducido a pedazos que caben en la palma de una mano y que luego serán engullidos a través de esas tensas gargantas, el terror más real de cuantos he sentido hasta ahora, no el pánico inmovilizador, anulador y artificial que ellos extienden sobre sus pretendidas víctimas. Por alguna razón nos respetan, al menos de momento, pero estoy más acojonado que nunca.

El miedo se me pasa un poco al notar una mano estrujándome el hombro, una mano que, supongo y deseo, sea la de Violet. Sin dejar de mirar a los seres, veo por el rabillo del ojo aparecer a mi lado a El Rostro De La locura, que se detiene y reposa su peso en la mano que apoya en mi hombro.

—Es precioso, ¿a que sí? —dice con su líquido y resonante tono más alegre.

Giro la cabeza hacia él, que no aparta su oculta mirada del creciente ejército de seres, y todo mi frustrado ser vuelve a su acostumbrado estado de furia. Su oreja se me ofrece totalmente desprotegida, rodeada por los amarres de cuero que fijan la máscara a su cabeza, y mi mano libre se lanza con vida propia sobre ella, presta a retorcerla y arrancarla de cuajo. Por un momento, en el que él se remueve desprevenido, consigo estrujarla entre mis dedos sudorosos, pero me rodea el brazo con el suyo y me hunde los dedos en el sobaco, hiriéndome los ganglios hasta que no me queda más remedio que soltarle, y se separa de mí propinándome un potente puñetazo en el estómago.

—¡Ah, no, no, no, de eso nada, Elangel! —empieza a decir. Oigo a los seres vociferar y hacer amago de arrojarse sobre mí, pero él alza una mano y se detienen—. Mira, esto va así: o colaboráis de ahora en adelante, haciendo algo tan sencillo como manteneros al margen, o permitiré que nuestros hambrientos amigos se deleiten con vuestra carne. Tú decides.

Todavía me estoy retorciendo de dolor cuando dice esto, me inclino tanto que se me cae el holgado sombrero. Alguien, creo que es Hardy, me sujeta por los hombros.

—No lo entiendo —empieza a decir Jones, que todo el tiempo ha permanecido inmóvil—. Tú nos metiste en esto. Si no querías que nos inmiscuyéramos, ¿para qué fuiste a buscarnos, qué es lo que querías?

El Rostro De La Locura le mira un momento y suspira sonoramente, como si lamentara toda la confusión.

—No tengo ninguna razón ni obligación de contaros nada, pero te diré que sólo quería conocer el emplazamiento exacto en el que tú llegaste a este mundo, el lugar donde te encontrara Elangel hace tantos años. Pero, bueno, esa necesidad desapareció en cuanto empezasteis a hablar de un ser aparecido aquí, en el hotel.

—¿Querías saber dónde aparecían los portales? —pregunta Violet, aunque lo dice casi como una afirmación.

—Eso es. Habéis sido muy útiles, de una forma u otra. Si me caéis bien, maldita sea. No tenéis más que dejarme hacer, y os prometo inmunidad, por mi parte.

—¿Dejarte hacer qué, maldito cabrón? —consigo rugir casi sin aire, masajeándome las tripas—. ¿Te das cuenta de la que estás armando, que está muriendo todo el mundo?

—¿Y? De eso se trata, Elangel. Suponía que, después de tu sentido discurso sobre lo monstruosa que es la humanidad, te resultaría fácil comprender lo que estoy haciendo: estoy salvando una civilización de la extinción.

—¿Cómo? —pregunto sinceramente perdido, cegado de tal manera por el odio que casi no oigo lo que me dice.

—Estás hablando de ellos —dice Violet, que parece la única de nosotros algo lúcida—. Nos soltaste el rollo y lo único que querías era traerlos aquí para darles de comer.

El Rostro De La Locura vuelve su inerte faz de oscuro brillo hacia ella.

—En resumidas cuentas… sí.

La manera en que lo dice, su divertida jactancia que no se molesta en disimular, hace que me sacuda para liberarme de Hardy y me lance contra él con las manos por delante, buscando su cuello, con la visceral necesidad de cerrar para siempre ese conducto del que surgen sin cesar mentiras, disparates, presunciones y amenazas, todas soltadas al aire con total despreocupación, sin miedo a consecuencia ninguna. Él, como jugando, echa a correr alrededor de Jones, esquivándome. Mientras intento agarrarle chocando contra la indiferencia de Jones, representada por su cuerpo inamovible, oigo la voz sorprendentemente grave y tensa de Violet, dirigiéndose a él con feroz y desdeñosa supremacía, a pesar de decir:

—Con tu permiso, Jones… —mientras amartilla el revólver que ha llevado todo el tiempo en la mano, listo para cuando llegara el momento.

Dejo de perseguir al juguetón chiflado enmascarado, y me vuelvo hacia ella a tiempo de ver que alza su arma contra el cada vez mayor y más bravo mar de criaturas que rodea el frío halo de verde perfil.

—¡Sí! —le responde Jones, a mi lado.

Pero su palabra se confunde con el estallido del revólver y el intenso clamor de algunos seres, que parecen ofendidos cuando cae muerto uno de ellos, uno de sus ojos destrozado por el disparo. Creo que ha llegado el momento. Rebusco en mi gabardina para empuñar la otra pistola al tiempo que Jones abre fuego a su vez, dejándome casi sordo del oído izquierdo el fogonazo sobre mi cabeza, que me hace encoger los hombros y ponerme tras él.

El Rostro De La Locura ha echado a correr hacia la entrada del hotel, y cuando echo un vistazo hacia allí, le veo sujetando la puerta para dejar salir hacia nosotros más de esos «demonios», que debían estar esperándole.

—Vosotros lo habéis querido así, Elangel —me grita, sin dejar de hacer de mayordomo—. Supuse que serías más listo, adiós.

Antes de desaparecer hacia el interior, grita una frase en el idioma de esos seres, y la totalidad de ellos se decide a lanzarse contra nosotros. Oigo que la escopeta de Hardy se ha unido a las armas de Violet y Jones en el fuego contra los recién llegados del portal, pero estoy muy ocupado disparando contra los que salen del hotel como para mirar qué tal les va.

Un terror vertiginoso, como el de ver llegar el suelo tras una larga caída, me envuelve y domina con cada ser que se lanza endemoniadamente veloz hacia mí con sus garras y fauces anhelantes de carne que destrozar, justo antes de ver perforados sus globos oculares por mis disparos, completamente ebrio de adrenalina que potencia mi puntería y reflejos. Ante mi mirada frenética y demencialmente homicida, sus ojos son dianas luminiscentes que mis manos buscan con un automatismo reactivado por el estrés de la muerte inminente; mi ser furioso y aterrado cree ver que la vida da marcha atrás en un difuso efecto de aceleración, en el que la luz de cuanto veo parece alargarse hacia mí, como si intentara tocarme, y de ponto he vuelto a la guerra.

Vuelvo a aquel pueblo, a aquella misma noche, bajo la lluvia, donde cada uno de los que allí combatíamos disparaba contra todos los demás, incapaces de reconocernos en la total oscuridad. Así entonces, me vi reducido a puro miedo e impulso reflejo, abatiendo cada insinuada silueta que se me aproximaba, golpeándoles hasta la muerte con mi arma una vez descargada. Ese viejo frenesí del que ahora paladeo una amarga pizca me sacó con vida de allí, pero al amanecer del día siguiente pude reconocerme como el único de ambos frentes que seguía respirando.

No sé cómo me da por pensar ahora en todo eso, pero ello basta para que falle un disparo y una de las criaturas llegue a saltar sobre mí. Ya me veo muerto, pero soy alzado como un muñeco por una gran mano que siento tirando de mi ropa en la espalda, y que me transporta un par de metros por el aire. Mi mirada, que sigue al ser que había saltado sobre mi, ve a Hardy interponerse en su camino y destrozarle la cara de un disparo a bocajarro de su escopeta. Sorprendentemente, el ser no muere, rompe a aullar de muy lastimera y horrible manera con sus ojos ciegos, la piel levantada a tiras y la lengua colgándole de apenas unos hilillos de carne por encima de sus dientes inferiores.

—¡¿En qué coño estabas pensando?! —me grita Jones al oído mientras me lleva de esta poco digna guisa.

Me vuelve a dejar en el suelo, se da media vuelta y sigue disparando hasta que Hardy y Violet nos alcanzan, sin dejar de empujarme todo el rato. Alza su mano libre para estirar el huesudo dedo índice.

—¡Corred hacia el portal de ese edificio, todos adentro!

—¡Y tú! ¡Tú también vienes! —le grito.

—¡Sí, Nass, pero si no los retengo aquí, no llegaréis!

Jones nos sigue en la misma dirección, pero se queda atrás para atraer y contener a los de su especie. Los que quedan de los que salían del hotel se lanzan a perseguirnos uniéndose a los demás en un movimiento que converge, como una estela que se expande, tras de Jones. No dejo de correr, mirando por encima del hombro cómo se ciernen sobre él, dejando a mis ojos alternar involuntariamente entre la hambrienta multitud y el infinitamente grave cielo metálico, preguntándome cuántos de esos seres habitarán allí arriba, volviendo a asfixiarme la claustrofobia y el agobio de tan sólo imaginarlo y de ver a Jones revolviéndose entre sus innumerables congéneres.

Ellos son mucho más fuertes, pero Jones hace alarde de un depurado estilo de combate cuerpo a cuerpo, mientras que ellos son bestiales y rudimentarios, predecibles. No le resulta difícil desviar y esquivar los zarpazos, tan furiosamente negligentes, mientras recarga su revólver con rápidos y expertos movimientos.

Vuelvo la vista al frente y me centro en la amplia puerta de madera del portal, que ha de ser mi único, y con toda probabilidad también último, objetivo en la vida, que de tan desesperado que estoy me parece imposiblemente lejos; ahogado sin fondo físico, compungido por el intenso dolor sordo en el abdomen que El Rostro de La Locura me ha propiciado con su puñetazo, pero salvajemente espoleado por los gritos de los seres y los disparos de contención de Hardy y Violet, llegando ya hasta la puerta acelero un poco más y cargo con el hombro derecho, esperando destrozar la cerradura y abrirla de golpe. Me lanzo con tanto ímpetu que estoy seguro de que la puerta cede al oír o sentir un chasquido, pero quedo aplastado por mi propia velocidad, incrustado en el sitio donde la puerta se cierra contra el marco, sin llegar a rebotar, quedando pegado a la puerta y sintiendo el dolor del golpe recorrerme todo el brazo primero y el esternón, costillas y columna después. El chasquido me ha salido del hombro, pero creo que no está dislocado ni nada. Apoyo la espalda en la puerta. Llegan Hardy y Violet, que se vuelven a disparar a los seres que nos siguen, los que han trazado un recorrido envolvente para evitar que huyéramos. No tenemos a donde ir, sólo nos queda entrar aquí para alargar un poco más nuestra sentencia de muerte.

—¡¿Qué pasa, por qué no la abres?! —me pregunta Violet sin dejar de apuntar a los seres.

—¡Lo acabo de intentar y casi me rompo algo! —le contesto, abriendo fuego contra alguna criatura con el arma de mi mano izquierda, pues la derecha se me ha entumecido del golpe.

Hardy, sin que nadie le diga nada ni haciendo comentario alguno por su parte, se pone ante la puerta, apuntándome con la escopeta al tiempo de que me manda apartar con un seco gesto de su grueso mentón, tras el cual vibra la gran papada por efecto del brusco movimiento. Me muevo hacia mi derecha, arrastrando la espalda por la pared, y él dispara sin darme apenas tiempo de hacer esto, con lo que llego a sentir muy cerca el paso de los concentrados perdigones junto a mí, y con lo que una nube de astillas de madera sale despedida contra la parte izquierda de mi cara.

—¡Cojonudo, imbécil, casi me matas! —le grito furioso, sacudiéndome leves palmadas en la cara y escupiendo harina de madera y saliva mezclados.

Él no pierde el tiempo escuchándome, me agarra de la solapa de mi recientemente «adquirida» gabardina, tira de mí con sorprendente energía hacia sí, casi creo que pretende echarme a los seres cuando me deja pasar así lanzado junto a él, y me veo impulsado finalmente, de un nuevo tirón, hacia el interior del portal tras dar una vuelta completa a su alrededor, como un pequeño satélite atrapado en la atracción de su buena masa. Creo que grito algún insulto mientras me dejo llevar, pero decido callarme cuando doy con la frente contra la puerta de madera, que se bate y queda abierta por completo al paso de Violet y Hardy, que entran raudos tras de mí. Me detengo a frotarme la zona del golpe con el dorso de la mano, pero un violento empujón de uno de mis compañeros me coge de improviso, y me doy en el mismo sitio de la frente con el cañón de la pistola que empuño.

—¡Impresionante Hardy, cómo le has usado de ariete! —exclama Violet a mi espalda, con lo que deduzco que es ella la que me acaba de empujar.

Me vuelvo iracundo a mirarles a ambos; Violet me da un par de palmadas en el hombro, como para aplacarme, mientras Hardy cierra de una torpe patada la puerta sin cerrojo y dispara un par de veces a través de ella.

—¡Tengo que recargar! ¡A correr, vamos! —dice dando media vuelta y subiendo con asombrosa rapidez los escalones de la angosta escalera.

—¡Venga, Nass! —me grita Violet, tirando de mi ropa para que la siga.

—Sí, vamos, ve subiendo, yo los contendré aquí —le digo, metiendo más balas en los cargadores de mis armas, las sienes palpitándome de furia y dolor.

—¡No, de eso nada! ¡Eso mismo dijo Jones, y no sabemos dónde está! ¡VAMOS!

Su grito repentinamente agudo y desesperado me obliga a obedecer. Empiezo a subir escalones tras ella cuando oigo golpear la puerta de la entrada contra la pared, igual que al darle yo con la frente. No me resisto a mirar, y veo a una criatura con coraza completa sujetando la hoja por el canto superior, y a otras dos intentando entrar al mismo tiempo, chocando una contra la otra y quedando momentáneamente bloqueadas, la de mayor envergadura agarrada al marco de la puerta y la menor, presa de un absurdo frenesí depredador, arañando y golpeando el torso desnudo de aquella, sacudiéndose estúpida y violentamente ambas. Resulta tan ridículo y asqueroso que no puedo evitar empezar a disparar contra los seres, matando de inmediato al más pequeño, cuyas garras quedan clavadas en su compañero, y haciendo brillar en extraños destellos la armadura del que sujeta la puerta. Parece darse cuenta de que mi intención era darle en los ojos, pues se cubre con los brazos la cara, en los que mis disparos se consumen en llamas amarillas al tocar el purpúreo mallado que los recubre. Disparo un par de veces más, curioso, para observar con detenimiento ese efecto, hasta que Violet me grita y tira con fuerza de mí para que la siga escaleras arriba.

—¡¿Quieres dejar de hacerte el héroe?! ¡Estabas muy ocupado corriendo, pero te diré, para tu información, que no tenemos balas para todos los que nos siguen! ¡Corre, imbécil!

¿Correr? Sí, vale, menudo plan. No se lo digo, pero ya nos veo llegando a la azotea del edificio y tirándonos al vacío como última vía de escape. Preferiría seguir disparándoles hasta que se me acabaran las balas, sería un final digno y me daría la satisfacción última de acabar con unos cuantos, al menos. Pero, en fin, me he de conformar con una apresurada huida hacia la nada, con el estupendo trasero de Violet contoneándose bajo el faldón de mi antigua gabardina como probable imagen última que ha de quedar grabada en mi retina muerta, cuando uno de esos seres me alcance y atraviese mi espalda de un fuerte golpe de su garra.

—¡Por aquí! —oigo gritar a Hardy, un tramo de escalones por encima.

Veo a Violet escabullirse veloz por la puerta abierta de una vivienda. Supongo que Hardy se ha metido ahí, tras forzar quizá la puerta a golpes o de un disparo, pero al pasar compruebo estupefacto que la puerta está destrozada a zarpazos, como la que vimos ayer en el hotel. Aquí han estado las criaturas. Violet tiene que volver a tirar de mí para sacarme de mis reflexiones, resbalo cuando lo hace y al mirar al suelo me encuentro con un abundante rastro de sangre a lo largo del pasillo de entrada. Consigo mantener el equilibrio y seguirla al interior, maquinando en mi mente una reconstrucción de lo que puede haber pasado aquí dentro mientras oigo el ajetreo reverberante de las criaturas ascendiendo a trompicones por las escaleras. Sin dejar de correr, me obligo a asimilar lo que ya daba por supuesto: que las criaturas han desalojado la zona que rodea al Salsbury, que se han dedicado a «recolectar» desde poco después de que nos fuéramos nosotros ayer, que se han colado en los hogares de la gente en mitad de la noche sin corriente eléctrica, como los puñeteros monstruos del armario a que todo niño ha temido alguna vez.

Llegamos al extremo más alejado de la entrada de la vivienda, lo que resulta ser un pequeño dormitorio, en el que una cama de retorcidas sábanas sanguinolentas delata dónde esperaba, en postura encogida y temblorosa seguramente, el antiguo inquilino. Al entrar, lo siguiente en que reparo es en Hardy, que mira el mancillado lecho sin dejar de manosearse los escasos pelos con la mano derecha.

—¡Vaya, muy bien! —digo despreocupadamente, como si no pasara nada—. ¿Así que éste era el plan?

—No podía seguir subiendo escaleras —se excusa Hardy, y se lanza sobre la única ventana de la habitación, pegando la cara al cristal.

—Vamos a morir —sentencia Violet, y cierra de un portazo la puerta del dormitorio que, contra todo pronóstico, sigue entera.

Hardy abre la ventana, tras un par de intentos en los que la hoja se negaba a subir. Da dos pasos atrás.

—Todavía no —es cuanto dice.

Apunta la escopeta contra la ventana y la deshace por entero con un par de tiros. Se vuelve a acercar, se asoma y hace lo propio con la ventana del edificio de enfrente, que, ahora veo, debe estar a escasos dos metros de distancia. Retira a culatazos los restos de vidrio y madera del marco. Se vuelve hacia nosotros.

—¡Vamos, saltad al otro lado! —nos ordena con toda la cara encendida.

—¡Será broma! —ruge Violet, tensa como nunca la he visto.

—¡Es eso o morir aquí! ¡Coge carrera y salta! —le contesta él.

En vez de seguir discutiendo como es habitual en ella, me sorprende arrimándose a la pared junto a la puerta para salir disparada hacia la ventana, sin darme tiempo ni a pensar en la viabilidad de esta escapada. Al saltar, el tiempo en que la veo flotando por el aire, con toda la gabardina revoloteando a su alrededor como una enorme ala desplegada, se me hace eterno, temiendo y esperando que caiga al vacío desde estos tres pisos de altura, imaginándomela ya tirada en el suelo con las piernas rotas, aullando de dolor hasta que los seres la encuentren y la devoren viva. Pero no, llega al otro lado cómodamente, encogiéndose al aterrizar para no darse con los descombros irregulares en que ha quedado reducido el marco de esa otra ventana.

—¡Venga, ahora tú! —me ordena Hardy sin darme tiempo de respirar aliviado.

Y me empuja contra la pared, desde la cual, apoyando en ella un codo, me impulso para correr hacia el pequeño abismo. Doy zancadas demasiado largas, y cuando me acerco a donde se acaba el suelo me doy cuenta de que el siguiente paso que voy a dar va a ser en el vacío; estoy a punto de detenerme para volver a intentarlo, pero soy consciente de que si lo hago la inercia me hará caer, así que acabo saltando desde mayor distancia de la que debería, agitando los brazos, esperando que este movimiento adicional me arrastre hacia delante en el aire. Con gran alivio me siento pisar el suelo del otro extremo, a pesar de golpearme el hombro derecho, todavía dolorido, contra un ladrillo sobresaliente. Giro sobre mi eje vertical por la colisión, y estoy a punto de caer dentro de esta otra habitación de espaldas, pero Violet me recibe y sostiene, clavándome en los riñones el duro contorno del revólver en su diestra.

No me deja agradecérselo, me arroja a un lado, contra una pequeña mesita de un rincón.

—¡Hardy, vamos! —veo que grita al edificio contiguo.

—¡Coged esto! —le oigo responder a él.

Violet se aparta un poco hacia mí, y aparece volando la escopeta de Hardy. Me asomo a ver qué tal le va, justo en el momento en que la puerta tras él se abre con tanta fuerza que vuelve a cerrarse rebotando en la pared, a lo cual responde el mismo ser que la ha abierto con un zarpazo de tal fuerza que la hace saltar de las bisagras, cayendo cerca de Hardy, quien se encoge del susto.

—¡Aparta, Hardy! —le grito, alzando mis dos armas y disparando a discreción hacia la entrada de ese dormitorio, con lo que lo que el ser retrocede y se guarece a un lado, dejando a alguno de los que le siguen recibir los disparos—. ¡Vamos, salta ahora!

Según se lo ordeno ya me estoy arrepintiendo, pues por miedo o por prisas no se molesta en coger carrerilla, sólo se asoma a mirarme con hinchados ojos de loco, antes de saltar hacia mí a pies juntillas dándose un fútil impulso con las manos en lo que queda del marco de la ventana.

—¡NOOO! —le grito cuando ya está en el aire.

Instintivamente suelto las pistolas, dejándolas caer a mis pies, y me abalanzo hacia el precipicio apoyando mi mano y hombro izquierdos contra la pared, alargando cuanto puedo el brazo derecho, seguro de que no alcanzaré a cogerle. Pero, para mi asombro, su salto es más potente de lo que cabría esperar, y se deja caer en plancha previendo que no iba a llegar con los pies. Cae sobre mi brazo, golpeándose la barbilla con mi hombro, con lo que me derriba, y queda colgando de medio cuerpo manoteando en el suelo mientras resbala lentamente hacia fuera. Violet se lanza a cogerle de una mano al tiempo que consigo alcanzarle la otra, y los dos tiramos de él apoyándonos con los pies en la pared.

—¡Da igual, da igual, dejadme caer! —dice Hardy sin aire, embazado por su aterrizaje de tripa.

—¡Cállate, Hardy! —gruñe Violet entre dientes.

—¡Sí, cállate, imbécil! —añado.

Sigo tirando de él, pero con la mano derecha busco a tientas por el suelo una de mis armas, doy con ella y disparo contra los seres que se agolpan en la habitación de enfrente. El que iba primero salta hacia nosotros, pero atino a darle en el ojo izquierdo según lo hace y cae muerto sobre Hardy, para luego resbalar hasta el fondo del estrecho callejón.

—¿¡Se puede saber qué hacéis!? —protesta Hardy repentinamente enfadado, supongo que por el sobresalto y dolor del inerte placaje de la criatura.

Tiramos de él hasta que llega a apoyar las rodillas en el piso, momento en que comienza a reptar por sí solo al interior. Me incorporo y recojo el arma que me falta, abro fuego contra los seres que se apartan y cubren de los disparos. Empiezan a tener verdadero miedo de morir, al parecer.

—Creo que no están acostumbrados a que sus víctimas se defiendan —comenta Violet, al verles indecisos de saltar hacia aquí.

—¡Tenemos que seguir moviéndonos! —le digo—. ¡Ahora, que no intentan influir en nuestra voluntad!

Camino de espaldas tras ella, cubriendo nuestro movimiento; llego a matar a otras dos criaturas, alguna se arroja al fondo del callejón, lo cual me desconcierta un momento. Me disipa toda duda el sonido de cristales rotos de allí abajo: están entrando por las ventanas inferiores, para cortarnos la retirada. No son tan estúpidos como yo quería y creía.

—¡Tenemos que subir, hay que seguir subiendo! —les grito a Violet y Hardy, al darme media vuelta y recorrer tras ellos el piso—. ¡Están en los pisos de debajo!

La puerta de la vivienda está abierta, Hardy esperando apoyado en la pared. Violet pasa por su lado y empieza a subir escaleras.

—¿Qué dices? —me pregunta Hardy al llegar junto a él.

—¡Están abajo! ¡Hacia arriba! —es cuanto le digo, y lo arrastro a empujones hasta las escaleras. En ese momento oímos los golpes de puertas derribadas allí debajo—. ¡Joder, qué rápidos son, los hijoputas!

Pero nosotros tampoco nos detenemos. Hardy corre delante de mí azuzado y ayudado por mis empujones.

—¡Mueve ese gordo culo! ¡No pienso dejarte atrás después de casi perderte en ese puto callejón! ¡Joder, qué ideas tienes!

No se molesta en contestarme. Hace todo lo que puede por seguir moviendo las piernas, jadeando en agudos silbidos. Echo un rápido vistazo hacia abajo por el hueco de las escaleras, cruzando mi mirada con la de uno de los seres, que me mira inmóvil mientras otros pasan corriendo a su espalda. Cuando aparto los ojos oigo que grita furioso de esa imposible forma suya, tan aguda y grave al mismo tiempo. «Grita lo que quieras, cabrón», me digo, sin dejar de pensar en el motivo que pueden tener para no provocarnos ese pánico irracional y paralizador que tanto les facilitaría el trabajo, convenciéndome mi paranoia de que nos quieren ver correr, de que nos dirigen hacia una trampa o algo así, aunque es difícil creerlo ante la tenacidad y furia de su persecución.

—¡¿Hasta dónde hay que subir?! —grita Violet bastante por delante de nosotros, sin dejar de correr.

Convencido por mi propia locura de que nos están dirigiendo, un fuerte sentimiento de resistencia me embriaga de pronto, y estoy a punto de decirle que se detenga, que nos enfrentamos con ellos aquí y que sea lo que tenga que ser. Pero, sin embargo, contesto:

—¡No lo sé! ¡Tú sigue, hasta la azotea!

Me guardo las pistolas y le quito a Hardy su escopeta, sin la que podrá subir más rápido y con la que disparo a la cara de un ser que ya nos da alcance. Creo que muere en el acto, al menos cae derribado, en todo caso, y disparo a otros dos medio piso por debajo, para ralentizarlos más que otra cosa.

Un par de pisos más arriba suenan dos disparos, que me sobresaltan con la certeza de que Violet ha sido emboscada por más de esos seres, que se ha materializado mi paranoica suposición.

—¡Ya he llegado!

Su nervioso aviso me llena de alivio, me da nuevas fuerzas y alcanzo a Hardy a medio camino de llegar al último piso. Violet se asoma desde la barandilla y dispara contra los seres, tiros pausados y que pretenden ser certeros. Seguro que alguno lo es.

Al llegar donde nos espera, la encontramos recargando el revólver, apoyada a un lado de la puerta cuya cerradura ha volado, y tras la cual sigue ascendiendo un estrecho y corto nuevo tramo de escaleras.

—¿Esto… nunca se… acaba? —dice Hardy entre resoplos.

«Sin duda pronto acabará», me digo con macabra autocompasión. Ayudo a Hardy a escalar los últimos peldaños, siento que Violet toma la inútil precaución de cerrar la puerta al seguirnos. La puerta al patio de la azotea está también cerrada con llave. Con un escopetazo la libero y todos pasamos, lo que es yo, con un leve goce al sentir la muy suave brisa del aire fresco, algo apenado y también agradecido absurdamente de no tener hacia dónde seguir corriendo.

—¿Y ahora, qué? —dice Violet con derrotado fastidio—. ¿Tanto correr para morir aquí?

Hardy se separa de mí mientras miro a Violet, que me observa como pidiéndome explicaciones, o quizá suplicando una solución. Pero no se me ocurre nada.

—Todavía debemos tener munición suficiente para hacérselas pasar putas a esos cabrones. A lo mejor conseguimos que se arrepientan y se larguen por donde han venido…

Ante mi estúpida respuesta, Violet sonríe. Se acerca hasta mi lado y encara de igual modo la puerta por la que llegamos.

—A ello, pues —dice, y dirige el cañón del arma hacia la hoja entreabierta.

—Espero que, al menos, Jones lo consiguiera.

—Sí, Nass, esperemos. Así alguien podrá arrancarle la cabeza a El Rostro De La Locura.

—Eso también.

Y me preparo, apoyando firmemente en el hombro la culata de la escopeta, cubriendo la salida a la azotea desde los tres metros de distancia que nos separan de ella, perfecto para hacer estragos en lo que intente atravesar el estrecho quicio. Va a ser precioso.

—¡Eh, chicos, por aquí!

La llamada de Hardy me hace volver atrás la cabeza, sin abandonar para nada mi postura. Veo asomar su medio cuerpo desde algo más allá del límite de la azotea. Violet ya se está acercando hasta allí, y la sigo.

—Venga, saltad, es fácil —nos dice desde la azotea de ese otro edificio, que está algo más baja pero razonablemente cerca.

Violet coge una carrerilla de unos tres pasos y llega cómodamente al otro lado. La imito.

—Podrías haberme tirado la escopeta, hombre —me dice Hardy.

—Bueno, toma, te la doy ahora.

Nos acercamos hasta la puerta de acceso a las escaleras, prestos a continuar nuestra loca huida. De pronto, la arranca de los goznes un fuerte golpe, la vemos volar de un lado a otro ante nosotros. Ya estoy apuntando hacia lo que está saliendo de ahí, y al disparar es Violet la que me aparta el brazo, desviando el tiro. Me deja atónito su rapidez de reflejos, y sin habla el reconocer a lo que sale de la puerta. Es Jones.

—¡Vaya, gracias, Nass! —gruñe enfadado, manoteándose el muslo, donde le he alcanzado.

—¡Perdona, perdona…! ¡Creí que eras otro de ellos…!

—No pasa nada, me alegro de ver que seguís vivos. Admirable.

Oímos a los seres recorriendo la otra azotea, gruñendo y gritando de su espantosa manera. Todos nos volvemos y los vemos observándonos desde lo alto, parecen indecisos.

—¡Jamás nos desharemos de ellos! —suelta Violet, con cansado terror.

—¡Ja! —hace Jones.

Pasa veloz, sin correr, a largos pasos, entre nosotros, al tiempo que cuatro de los seres cruzan saltando el estrecho precipicio.

Jones esquiva agachándose exageradamente el zarpazo que lanza al aterrizar el primero de ellos, que alcanza el sombrero de aquel, lanzándolo a mis pies. Al erguirse de nuevo, sesga toda la mitad izquierda de la garganta de la criatura con un rápido golpe de sus propias garras, golpea el pecho de otra con una potente patada, tirándola por el borde de la azotea, y, deteniendo otro zarpazo de una tercera, a la que agarra de la muñeca y el cuello con ambas manos, le arranca de un solo mordisco todo el brazo, hundiendo sus colmillos justo bajo el hombro.

—¡Dios! —gritan al unísono Violet y Hardy.

La criatura sin brazo cae al suelo retorciéndose, hundiendo las largas uñas de la mano que le queda en la herida sangrante, revolviendo los nervios y venas que de ahí cuelgan, empeorando rápida y brutalmente el daño, supongo que en fatuo intento de aliviarse. La última criatura queda encogida, mirando a Jones, dudando; pero Jones no duda y le golpea en la cabeza con el brazo arrancado, lo cual la derriba.

Jones arroja tras de sí el garrote improvisado con desdén, se pone en cuclillas sobre el ser, que de inmediato le golpea intentando liberarse, y, hundiendo las garras en su cuello, ladea la cabeza sobre su cara, abre la boca a todo lo que le da, la segunda vez en su vida que se lo veo hacer, y la cierra sobre la faz de la víctima aullante, que no cesa de patalear frenética.

—¡No puede ser! —gime Hardy, que suena como si estuviera a punto de romper a llorar.

Eso es. Ahora ellos son testigos de lo que a mí me perturbó tanto ayer. Jones cierra su boca al compás de los chasquidos del hueso quebrado y los músculos desgarrados, se retira tras su «beso» dejando la cara del ser sin tabique nasal ni mandíbula superior, los ojos sin cuenca resbalándose sobre la lengua, que aletea alocadamente a todos lados; toda la amplia cavidad que queda, inundándose rápidamente de sangre que ya rebosa; la garganta, asfixiada, rompiendo en un sonoro grito con gárgaras.

—¡Por Dios, Jones, mátalo de una vez!

El chillido suplicante de Violet me trae el recuerdo de mi propia mente lamentándose con esa misma voz, ayer, en el hotel. Me gustaría poder regodearme en la ironía de que a ellos les extrañara mi comportamiento de anoche, pero el horror de lo que veo ahora anula todo lo miserable de mi ser.

—¡No! —ruge Jones, más aterrador que nunca—. ¡Quiero que ellos lo vean!

Se vuelve a mirar a los seres, sin incorporarse, masticando cómodamente a pesar de hablarnos. Los seres se agitan, trastabillan al retroceder, chocan unos con otros, las pupilas de gato de todos ellos contraídas hasta casi desaparecer, mortalmente silenciosos.

El ser entre las piernas de Jones se sacude en leves convulsiones y queda inmóvil al fin, lo que antes era su cara colmado ahora de hinchadas burbujas sanguinolentas. Jones se pone en pie, todavía masticando, y empieza a moverse en espasmos de hilaridad, rompiendo en estentóreas risas que suenan como una tos agresiva y nociva.