El Peso Del Cielo

Estoy tumbado en un lugar indeterminado, un sitio que no reconozco pero donde reposo con la tranquila familiaridad del hogar. Empiezo a notar convulsiones en mis entrañas; sin dolor, noto que algo se me remueve dentro, se abre paso al exterior, estira la piel de mi blando estómago como si fuera una tira de goma, hasta que de pronto se desgarra. La calva y pálida cabeza de Jones asoma entre jirones de órganos y salpicaduras de sangre. Está abriéndose paso a mordiscos, tragando con furiosa avidez. Tiene la boca hundida e inundada por todo mi contenido, no da a abasto, pero no por ello deja de devorar. Mastica y traga avanzando hacia mi cuello, partiendo esternón y costillar como si fueran de papel, con los felinos ojos clavados en los míos.

—Muy bien, Jones —le digo tranquilamente, animándole—. Así se hace, como yo te enseñé.

Jones muerde y avanza, poco a poco. Veo sus dientes brillar húmedos con mi sangre cada vez que abre su boca a todo lo que da para dar el siguiente bocado.

Me despierto de golpe, como asustado, sin dar por ello una de esas sacudidas de desasosiego. Simplemente abro los ojos, de pronto. Veo el techo y parte de una vieja lámpara que imita un candelabro de velas. Estoy en el dormitorio de Hardy, en su cama, tapado hasta el cuello por la gruesa manta, pero siento el húmedo frío del sudor del que están impregnadas mis ropas. Retiro la manta y compruebo que llevo la misma ropa que ayer, a excepción de la chaqueta de fieltro verde y los zapatos. Me siento en el borde de la cama, y veo que el sudor ha llegado hasta la sábana que cubre el colchón, parece que haya acabado de pasar unas fuertes fiebres. Me paro un momento a disfrutar del contacto de las plantas de mis pies contra el fresco y reconfortante suelo, que es de linóleo o vinilo, qué sabré yo de estas cosas. Necesito una ducha con urgencia, no me atrevo a salir de la habitación con semejante pinta y olor, de modo que me acerco al armario de Hardy y le tomo prestado todo lo que necesito para cambiarme, ropa interior incluida.

No me molesto en pegar la oreja a la puerta para comprobarlo, pero no parece haber nadie más en casa ahora mismo; todo es silencio, ni siquiera se oye el eterno zumbido crujiente de la lluvia en el exterior. Me imagino que debe ser tarde, por lo oscuro que está el día diríase que ya está anocheciendo, pero al echar una fugaz mirada al despertador de Hardy descubro que no son ni las siete de la mañana, todavía.

Me interno en el pequeño cuarto de baño del dormitorio, donde la escasa iluminación que me ofrece un estrecho ventanuco de cristal ahumado me lleva a intentar activar el interruptor de la luz. Nada ocurre, supongo que la bombilla estará fundida. Me quito la ropa y la arrojo a un rincón. Me ducho procurando que el agua no me golpee demasiado en la nariz. Al salir me seco con la toalla que hay para las manos y luego la tiro al mismo rincón de antes, encima de la ropa sudada. El agua de la ducha me ha dado sed, y echo un largo trago del grifo del lavabo. El agua de esta zona de la ciudad sabe bastante bien, como veces le he oído comentar a Hardy, pero un regusto rancio que tengo en la boca la hace insoportable, aunque bebo porque me muero de sed y me agrada el modo en que revitaliza mi interior, refrescándome y llenando el pernicioso vacío de mi estómago.

Me siento más despejado, algo más enérgico. Curiosamente, aunque anoche debí emborracharme, no me noto con resaca. No hay dolor de cabeza o debilidad temblorosa, y el agua me ha quitado algo de mal sabor. Me miro casi a oscuras en el espejo pasándome una mano por la cara, pensando que ya va siendo hora de que me afeite, pero no quiero ponerme a buscar las maquinillas de Hardy, y me da pereza ponerme a ello así, sin luz.

Me visto con la ropa que le he cogido. La camisa marrón puede pasar, aunque me queda algo larga de mangas. Lo que me da problemas de verdad es el pantalón, tan ancho que se me cae al caminar. Salgo del baño y me agencio un cinturón negro con hebilla de acero que es bastante de mi gusto. Asunto solucionado. Me pongo los zapatos que alguien, quizá yo mismo, dejó a los pies de la cama, y salgo de la habitación, a ver qué se cuece.

Silencio y oscuridad es lo que encuentro al abrir la puerta. Toda la casa parece vacía, muerta. Me asomo a la puerta de la pequeña salita, donde me encuentro a Hardy, que está de pie junto a la ventana, vestido con su ropa vieja de andar por casa, la mirada perdida hacia la oscuridad del cielo.

—Hardy —le llamo, y a modo de saludo tímido digo—: ¿Qué pasa?

—¡Nasser! —se vuelve a mirarme, sobresaltado—. ¡Coño, qué susto me diste!

—¡!Vaya, mira quién aparece por aquí!! Si es el señor sonrisas.

El acerado tonillo irónico me hace desviar la vista hacia su origen, el viejo y aparentemente cómodo sillón de Hardy. Violet se asoma desde un lado del respaldo y me dedica una de sus diabólicas sonrisas. Tiene el cabello húmedo y limpio, el tinte morado un poco gastado y mezclado con su natural color moreno, parece que hace poco que se ha duchado. La cicatriz de la ceja derecha tiene un aspecto limpio y sano, lo más parecido a «bueno» que se puede decir.

—¿Eh? —es cuanto se me ocurre decir.

—¿Ya se te ha pasado la mala hostia, o nos vas a ofrecer otro espectáculo para el recuerdo?

—Violet, déjalo, anda —dice Hardy, volviendo a mirar por la ventana. Gruesas gotas empiezan a chocar contra el cristal, a escasos centímetros de su cara.

—¿Que lo deje? Después de la que armó, ¿no le vas a decir nada?

—No tengo ganas.

Violet suspira de manera ruidosa para dejar claro su desacuerdo, y vuelve a reclinarse en el sillón, mirando a la tele apagada.

—¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que hice?

—No me extraña que no te acuerdes, con la borrachera que pillaste.

—¡Violet! ¡Déjalo de una puta vez! —le espeta Hardy, sin alzar la voz pero con el rostro encendido en rojo.

Violet se vuelve a asomar desde un lado del respaldo, mirando a la espalda de Hardy.

—Sí, claro que lo dejo, que a mí me importa una mierda, que para algo estoy aquí de paso, ¿no? —dice volviendo a acomodarse en el sofá. Yo no entiendo nada—. Preguntadle a Jones, a ver qué le parece a él vuestro rollo.

—¿A Jones? ¿Por qué lo dices, dónde está? —pregunto, ansioso de pronto.

Violet sigue mirando la televisión vacía, en silencio. Hardy me responde, sin mirarme.

—Tranquilo, Nasser, está en la cocina, haciendo algo para desayunar todos.

—En la cocina… —repito para mí, mientras echo a andar hacia allí.

Al entrar en la cocina me encuentro la gran espalda de Jones ocultando por entero sus quehaceres sobre la pequeña cocina de gas, con la luz apagada de este oscuro día cayendo sobre él desde la ventana, a su derecha.

—Siéntate —me ordena al oírme llegar. Es tan seco que le obedezco de inmediato, entrando y sentándome sin interrupción entre ambas acciones, como si esa hubiera sido mi intención desde el principio. Me pone delante un plato de tortitas y una taza de café solo—. Come.

Tras la nueva orden, se me queda mirando, se agita como si acabara de darse cuenta de algo y me alcanza unos cubiertos, tenedor y cuchillo, para las tortitas.

—Gracias —digo con timidez, sin saber cómo sacar el tema de lo de anoche, se trate de lo que se trate.

—Voy a llamar a esos dos.

Y sale en dirección a la salita. Yo empiezo a comer de las tortitas, tras dar un trago largo del café caliente. Es asombrosa el hambre que tenía, he tenido que empezar a comer para ser consciente de ello. Siento la comida y la bebida recorriendo todo el trayecto hasta el estómago, y agolparse ahí, otorgándome el calor de la incipiente digestión.

Enseguida vuelve Jones, seguido de Hardy y Violet. Ella se sienta inmediatamente a mi lado en la pequeña mesa, Hardy al suyo a su vez. Jones les sirve del mismo modo que a mí, y luego se sienta al otro extremo de la mesa, frente a mí. Él no come nada.

—¿Tú no desayunas, Jones? —le pregunta Violet.

—Oh, no, no tengo nada de hambre —le contesta, pero mirándome a mí, con las pupilas dilatadas. No sé si intenta decirme algo. Espero que no.

—Oye —se me ocurre decir de pronto, para lo cual casi me ahogo con algo de comida que tenía en la boca. Carraspeo y empiezo de nuevo—. Oíd, ¿por qué estamos comiendo casi a oscuras?

—La corriente eléctrica se fue en mitad de la noche, a eso de las dos de la mañana. Parece no haber luz en todo el barrio. Puede que no haya en toda la ciudad.

—¿Por qué dices eso? —pregunto, intrigado.

—No sé a qué será debido, pero a mí me han fastidiado los dibujos animados de la mañana —dice Violet, interrumpiéndome.

—¿No eres algo mayorcita para ver dibujos animados? —digo con socarronería.

—La violencia de los dibujos animados tiene un efecto psicológicamente terapéutico. Tú deberías verlos también —me replica con ferocidad, en el mismo tono que he usado yo.

—Pero, bueno, ¿qué te pasa a ti ahora conmigo? —le pregunto, haciéndome la víctima deliberadamente.

—¿Que qué me pasa…? ¡Qué te pasa a ti, puto chiflado, que ayer vaciaste entera una botella de bourbon en cosa de diez minutos y luego la tiraste contra la pared! Y cuando fuimos a ver si te había pasado algo te pusiste a gritar y a insultarnos como un loco…

—Violet, se acabó, ¿vale? —la interrumpe Jones.

—No, no se acabó, otro igual —hace un seco ademán señalando a Hardy, que también la mandó callar—. ¿Qué cojones os pasa a los dos? Este tío se emborracha y os llama de todo, ¿y hacéis como si nada? ¿A qué vino lo de llamarte monstruo, eh? Después de que le salvaras la vida y…

—¡VIOLET, CÁLLATE! —rompe en estruendo grave Jones, muy molesto.

Violet le mira con los ojos muy abiertos, pero no hay miedo en ellos, no la amedrenta el fuerte rugido de Jones. Es ira y dolor lo que hay en ellos. Jones baja la cabeza avergonzado por su propia reacción, que hasta mí me ha parecido fuera de lugar y espeluznante. Violet se bebe de un trago el café de su taza y se pone en pie, sin haber tocado para nada las tortitas.

—Vale, a la mierda, por mí os podéis ir todos a la mierda.

Me da la impresión de que se irá a la salita, a fumar a todo trapo, enfurruñada, cuando oigo abrirse la puerta de salida de las escaleras para cerrarse casi inmediatamente después, con un fuerte golpe que hace temblar el suelo del piso. Pasado un segundo, me acaricia el cogote una fresca ráfaga de aire del batirse con violencia de la puerta.

—¿Qué ha pasado aquí, a qué ha venido todo esto? —pregunto, anulando el incómodo silencio que sólo Hardy interrumpe con el uso de los cubiertos sobre las tortitas—. ¿Es verdad eso, que te llamé monstruo?

—Sí, Nass. Sí que lo hiciste —me contesta con uno de esos rugidos acuosos, apoyando la frente en sus puños cerrados.

—Bueno, seguro que no lo dije en serio.

Y me pongo a comer de nuevo, queriendo dar el asunto por zanjado lo antes posible. ¿No soy capaz ni de disculparme? No, parece que no.

—Y tanto que no lo dijiste en serio, porque no hablabas de mí, si no de ti, Nass.

Tanto Hardy como yo dejamos de engullir y le dedicamos la misma cara de idiotas, ambos con la boca llena.

—No me mires así, Nass —continúa—. Te conozco, y por mucho que te emborraches y me grites no me vas a desconcertar. Te sientes culpable por mí, por haberme visto matar a los míos para salvarte, lo sé. Pero no te estaba salvando sólo a ti, Nass. Tú no sabes cómo era, lo que me estaban haciendo. Mi mente era suya y la suya mía, me estaban absorbiendo, digiriendo, haciéndome partícipe de toda su ansia animal. Supongo que ese estado mental será normal entre ellos, pero, tras pasarme toda la vida viviendo como un humano, me sentí desgarrar, me taladraba el cerebro el sabor de la carne y la sangre que nunca había probado, me querían convertir en otra cosa, y no pude soportarlo más, Nasser, ellos me obligaron. Me obligaron. Ellos, no tú.

El discurso de Jones hace de abrelatas en mi cerebro, destapando las ideas reprimidas y de sabor rancio que conservo para mí. No sé qué hice anoche, no lo recuerdo, pero está claro que Jones ha sabido ver qué había bajo la fachada eufórica del alcohol.

—Ya lo sé, Jones, está bien. Pero, entiéndelo, una cosa es pensarlo y otra vértelo hacer. Ha sido horrible Jones.

—Sí, ya me lo imagino —me interrumpe con condescendencia—, sobre todo porque me viste disfrutar con ello, ¿verdad?

—Sí, sobre todo por eso. Te comiste a uno de los tuyos, Jones. Creo que es como para perder un poco los nervios.

Noto que Hardy frunce el ceño sobre sus hinchados ojos saltones, mirándonos a mí y a Jones alternativamente, confuso. Jones le devuelve la mirada un momento, y se encoge de hombros para él.

—¡Ya os lo he dicho, ellos me obligaron! En cuanto le arranqué a uno un trozo de su cráneo y me lo tragué, dejaron todos de emitir esa especie de adoctrinamiento. Le di al hambre que me hacían sentir una salida que nunca hubieran esperado, y eso los hizo huir, ¡deberíais agradecérmelo! —se excusa ante Hardy, como un niño pequeño que ha hecho algo inexcusable—. Si no se hubieran ido podríais estar todos muertos, yo no hubiera podido con todos a la vez.

—Tranquilo, Jones, lo entiendo —le dice Hardy, pero su gesto es de espanto.

—Bien, eso espero, porque os aseguro que no pude hacer ninguna otra cosa. Ya sabéis cómo es lo que hacen. El pánico que sentisteis allí, en el ático, también era emitido por ellos. Y tú, Nass, no vi que te sobrepusieras a ello. Así que supéralo de una vez. Llevo toda la vida luchando conmigo mismo para dejar de sentirme fuera de lugar entre vosotros, y cuando me enfrento a la prueba definitiva y elijo por fin mi bando, vas tú y dejas que te entren dudas. Lo tuyo no tiene nombre, Nass, podrías haber hablado conmigo, en vez de emborracharte.

No digo nada, sigo comiendo mi desayuno con la vista clavada en la mesa, pero como si mirara a algo más lejos, a través de la materia sólida. No tengo muy claro qué pienso, así que me quedo en silencio. De pronto Jones se levanta, y me creo que se ha enfadado conmigo.

—Espera, Jones, ¿adónde vas? —me apresuro a decirle.

—A buscar a Violet, que se ha ido sin desayunar por mi culpa —me responde mientras va hacia la salita, de donde vuelve con su gabardina y sombrero puestos—. Ahora vuelvo.

Y nos deja solos a Hardy y a mí. Hardy se termina de un solo trago su café, recoge su taza y plato, y se pone a limpiarlos en el fregadero.

—Vaya cómo se puso la niña, ¿eh? No le tiene miedo ni a Jones —comenta, sin dejar de fregar.

—La culpa es vuestra, que no la dejasteis hablar.

—Jones nos pidió que no te dijéramos nada, que él hablaría contigo. Además, ¿quién es ella para meterse en esto?

—Hardy, lo que dijo ella es verdad, le he ofrecido trabajar con nosotros, de ahora en adelante.

—¿Estás loco? ¿Vas a meter a trabajar de detective a una niña, y que es hija del amo, además? Seguro que tiene algún familiar, que la estará buscando…

—Hardy, no es la hija del difunto amo.

Sigue un monólogo por mi parte en el que le explico cuanto sé de verdad sobre Violet, que tampoco es mucho. No tardo ni treinta segundos. Al terminar, Hardy tiene una expresión asqueada, ya que, para él, Violet sigue siendo poco más que una niña.

—Ahora es de los nuestros, Hardy. Yo diría que se ha ganado poder decirme lo que quiera, aunque no me guste.

—Bueno, tu sabrás lo que te haces… ¡Eh, un momento! —su cara se vuelve la mayor y mejor representación satírica que he visto en mucho tiempo, y sigue hablándome como si me acabara de pillar haciendo algo indecoroso—. ¡Tú lo que quieres es tirártela!

—¡No, nononono, qué va! —me apresuro a decir.

Me pongo tan nervioso que golpeo sin querer el borde mi plato con el canto de la mano, que por suerte está ya vacío. Éste da una difícil vuelta en el aire y cae poniéndose a bailar locamente sobre la mesa. Le pongo una mano encima para evitar que se siga moviendo, pero al hacerlo lo empujo contra la taza de café, que se vuelca y derrama sin que mi otra mano pueda evitarlo. Todo ha ocurrido tan rápido que Hardy no ha tenido tiempo ni de apartar la vista de mí.

—No, ya veo que no —contesta irónico, sin moverse.

Acto seguido me arrebata el plato y la taza y se pone a fregarlos también. Yo me quedo inmóvil, con algo del café caliente remojándome el puño izquierdo de la camisa. Ahora que lo ha dicho Hardy, no puedo quitarme de la cabeza la idea de mantener una relación con Violet. Hasta este momento ni me lo había planteado, aunque ella casi me besara ayer. Se apodera de mí un estúpido romanticismo infantil, y me imagino que, aunque me tomara el pelo, quizá estuvo a punto de hacerlo porque yo le guste, de alguna forma. Descubro que la idea me hace bastante ilusión. Necesito de pronto salir a buscarla. Pienso que Jones ya debería haber vuelto con ella, de haberla encontrado, y me empiezo a preocupar sin motivo, convencido de que algo malo le ha pasado. Me pongo en pie, casi tirando la silla en mi arrebato.

—¿Qué te pasa? —pregunta Hardy, llamándome tonto la forma en que lo hace.

—Voy a buscar a Violet. O sea, a Jones y a Violet, ya tendrían que haber vuelto, ¿no?

Y me voy hasta la salita, buscando mi chaqueta de fieltro verde, que no encuentro. En su lugar, me hago con el impermeable que le presté a Violet, que ella había dejado ayer cubriendo el respaldo del sillón. Me lo enfundo y salgo hacia las escaleras.

—Ahora volvemos —digo al pasar frente a la cocina.

—Haced lo que queráis —oigo que dice con desdén.

Bajo las escaleras y salgo del portal, donde me recibe de nuevo la familiar caricia de la gruesa lluvia gélida en la calva de la coronilla. Nada más salir ya estoy empapado, no es de extrañar que apenas nadie ande por la calle. Hay locales y cafeterías abiertos, pero todos tienen las luces apagadas. Menuda faena, quedar sin luz precisamente el día más oscuro. Entornando los ojos echo un rápido vistazo al cielo. Todo es una opaca pared de nubes, tan oscura que se diría que es sólida, apenas sí da paso a la luz solar.

No veo ni a uno ni a otro lado de la calle a Jones o a Violet. Decido echar a andar hacia el centro de la ciudad, donde supongo que iría Violet si no pensaba volver. Durante algunos minutos no hago más que caminar bajo la lluvia. Algunas personas me observan tras el seco refugio del cristal de algún bar o cafetería, compadeciéndose o extrañándose de verme resistir estoicamente el diluvio. Nadie parece tener prisa por ir a trabajar, dan la impresión de estar dejando correr el tiempo. Supongo que esperan que vuelva la corriente, de la que no hay ni el más mínimo vestigio por ningún lado. Como Jones dijo, parece haber dejado de llegar a toda la ciudad, por lo menos hasta donde alcanzo a ver.

El frío del agua, la quietud de la calle, la oscuridad, y todas las inquietantes últimas experiencias que no dejan de rondarme inconscientemente por la mente me hacen sentirme un disparatado personaje de ficción, alguien inventado y sumergido en un mundo retorcido y extravagante para recreo de su demente creador. Yo no creo en el destino ni zarandajas por el estilo, pero últimamente, aunque todo me ocurre de manera inopinada, no me pasa inadvertido el peso de una mano invisible que lo orquesta. Creo que estoy paranoico, que me voy volviendo loco tan rápido como doy cada paso al caminar.

Absorto en mis cavilaciones dementes, la voz de Jones me coge por sorpresa.

—¡Nass! ¿Qué haces por aquí?

Me vuelvo hacia mi derecha. Jones y Violet se apretujan en el estrecho hueco de un portal cerrado. Violet lleva la misma ropa que ayer, salvo el calentador negro bajo la falda vaquera, que por alguna razón no se ha puesto, y está calada hasta los huesos. Tiene los brazos cruzados sobre el pecho, en un pobre intento de aliviar el frío, y me mira como si yo le hubiera tirado por encima el cubo de agua helada que la ha dejado así.

—Os estaba buscando.

—¿Cómo? ¿Mirando al suelo? —replica Violet.

Me acerco a ellos, y como no hay sitio para mí bajo el portal, me quedo ante ellos bajo la lluvia, y espero que resulte lo bastante triste para darle pena a Violet.

—Jones acaba de contarme lo que te pasó, que le viste atacar a mordiscos a uno de sus congéneres y que eso te traumatizó. ¿No podías hablarlo con nosotros, en vez de hacer el gilipollas? Bueno, conmigo no, que casi no me conoces, pero, tras todo lo que hemos pasado, ¿te crees que estamos los demás para aguantar algo así? Nosotros estamos pasando por lo mismo, viviendo las mismas cosas raras que tú. ¿Es que te crees especial?

—No, Violet, más bien todo lo contrario. Tengo la impresión de que todo lo malo que nos ocurre es culpa mía.

—¡Vaya! ¿Y eso no es creerse especial? —contesta con cansancio—. ¿Es que te abruma esa ilusión de responsabilidad que te has creado? Pues te diré una cosa, tío. Puedes estar tranquilo, porque son Jones y Hardy los que cuidan de ti, y no al revés. Y respecto a mí, no te preocupes, porque me voy y asunto solucionado. Así puedes hacer el payaso todo lo que quieras sin que nadie se ría de ti.

—¡No, Violet! ¡Joder, que he venido a pedirte disculpas!

—¿Pedir disculpas, tú? —pregunta con diversión, relajando su expresión de enfado.

—Sí, todo ha sido culpa mía. Por favor, no te vayas. Eres nuestra secretaria. Te necesitamos. No queremos que te vayas, ¿verdad, Jones?

—Es cierto, Violet. Sabes que a mí me caes bien —asevera él.

—Además, alguien tendrá que conducir el coche cuando yo estoy jodido…

—… que es la mayor parte del tiempo —añade ella.

Violet, que tampoco parecía demasiado enfadada, sino más bien herida en su orgullo, sonríe complacida. Su aspecto desamparado, encogida sobre sí misma con el pelo mojado y aplastado, y la belleza frágil de su gesto transigente, me llenan de conmiseración y gratitud hacia ella.

—Vamos, Violet, no me dejes a mí solo aguantando a éste… —oigo que le susurra Jones con tono desesperado, a lo que ella responde ensanchando más su sonrisa.

—Bueno, está bien, pero sólo hasta que se me ocurra algo mejor que hacer con mi vida —sentencia.

—Sí, sí, por supuesto, eres libre de irte cuando quieras —me apresuro a asegurar.

—Pues claro que lo soy —responde con altivez, algo más seria de repente.

Opto por no decir más, no vaya a ser que lo empeore. Me acerco a ella, quitándome la gabardina y pasándosela por los hombros, como ya hice ayer.

—Ya es más tuya que mía —le digo, restándole importancia al hecho de quedar yo desprotegido.

Ella mete los brazos por las mangas y rebusca en un bolsillo interior. Saca el revolver del cuarenta y cuatro de Hardy.

—Y que lo digas —dice, meneando ligeramente el arma—, tengo aquí mi pistola y todo. Anda, volvamos a casa antes de que Nasser se resfríe, que seguro que anda con las defensas inmunológicas bajas.

—Pero bueno, ¿es que eres médico, también? —pregunto con humor, mientras pasa por mi lado haciendo gesto a Jones de que la siga.

Para mi sorpresa, Jones la obedece de inmediato, y yo echo a andar tras él. Le alcanzo, y cogiéndole del brazo me dirijo a él.

—¿Cómo se ha tomado lo de… bueno, ya sabes…?

—¿Lo de que me comiera el cerebro de ese ser? —asiento con la cabeza, un movimiento breve y rápido—. Pues mucho mejor que cualquiera de vosotros, Nass. Ya te lo dije el primer día de conocerla: es única.

—Sí, lo sé, por eso he venido, ya lo dije, ¿no?

Seguimos caminando bajo la lluvia, de vuelta a casa de Hardy. Violet va algo por delante de nosotros.

—Nass, supongo que nos pondremos a buscar a El Rostro De La Locura, ¿no? —me pregunta Jones.

—¿Para qué? —pregunto, sin ver sinceramente razón alguna para ello—. Por mí que se pudra. Está claro que nos mintió, que sabía más sobre esos seres de lo que dijo.

—Puede ser —interrumpe Violet, que se ha detenido hasta que la alcanzamos y queda entre ambos—, yo misma estoy de acuerdo en que ese tío está mal de la cabeza, pero quizá le han inculcado la obediencia a él como el miedo irracional a nosotros, o el hambre incontenible a Jones. ¡Control mental! —exclama, y empieza a menear fantasmagóricamente las manos alrededor de mi cabeza.

—¡Estate quieta! —le digo, que casi me mete un dedo en el ojo—. Escucha, me parece que has visto demasiados dibujos animados. Toda esta locura debe tener una explicación algo más verosímil.

—¡Joder! ¿Cuál, genio? —pregunta con escepticismo tozudo, lo que me desconcierta y me hace mirarla en silencio, sin saber qué contestar.

Llegamos al portal de Hardy, sin que ninguno diga nada más.

—¿Y qué hay de este apagón? —dice Violet de pronto.

—Ya lo sé —contesta Jones.

—¿Que ya sabes, qué? —le pregunto, mirando a uno y a otro, sin entender nada.

—Coño, Nass, se supone que eres detective. ¿Tengo que recordarte que la luz también se fue en el Salsbury, poco antes de encontrarnos con esas criaturas? Seguro que ese portal de luz verde que encontramos afecta al suministro eléctrico, de alguna manera. Es mucha casualidad que ahora pase lo mismo en toda la ciudad. Seguro que se prepara algo grande —dice Violet como si supiera de lo que habla, como si no fuera sólo producto de su imaginación.

—Una invasión a mayor escala —la apoya Jones, con aire de sabio.

—¡Madre mía, estáis locos, no me lo puedo creer! —empujo la puerta del portal para entrar, ansioso por ponerme algo seco—. Pensad lo que queráis, pero entremos de una vez, antes de que nos ahoguemos, con tanta agua.

Entro en el portal, empujando la puerta lo suficiente para que al que me siga le dé tiempo a pasar tras de mí. Cuando voy a poner un pie en la escalera, oigo la voz de Violet, gritando a todo lo que da.

—¡Nass, mira, miramiravencorreven…!

Me vuelvo y me lanzo corriendo hacia fuera, sin tener idea de qué puede pasar ahora, sólo porque ella lo pide.

—¿Qué te pasa? —le pregunto. Ella está mirando al cielo, como Jones. Lo primero que noto es que ha dejado de llover—. ¿Qué miras…?

Alzo la mirada y un vértigo inverso se apodera de mí. Doy dos torpes pasos hacia atrás, en un reflejo inconsciente de huir, pero pierdo el equilibrio debido al absurdo mareo que me produce la visión. Doy con mis posaderas en el suelo, y me tumbo lentamente; me apretujo contra el pavimento intentando alejarme lo más posible de lo que veo, mis piernas se ponen a temblar de pura debilidad nauseabunda, los dedos de las manos se me contraen, pretenden hundir las uñas en la acera para anclarme, para aliviar la sensación de caída hacia el cielo.

De entre el oscuro vapor de la pared de nubes surge, de manera lenta e inexorable, un auténtico mar de estalactitas de retorcidos relieves, cada una de ellas distinta de las demás en tamaño y forma, algunas de puntas amenazadoramente afiladas, otras terminadas en bordes romos. Parecen caer lentamente hacia nosotros, pero eso sólo es debido a su gran tamaño y longitud, que se nos va revelando según crecen desde el denso cúmulo nuboso, mostrándonos el cada vez mayor perímetro de las bulbosas, hinchadas e irregulares estructuras. No cesan de bajar, hasta el punto de que se me antojan peligrosamente cerca sus extremos de los de nuestros edificios. En algún lugar, muy lejos, siento que se produce una explosión o derrumbamiento; el suelo tiembla, y me revuelvo con la estúpida convicción de que intenta deshacerse de mí, sacudirme, para dejarme caer hacia el páramo espinoso del cielo, del que no puedo apartar la mirada y que parece atraerme como con gravedad propia.

En el momento más álgido de mi delirio de vertiginosa claustrofobia, las largas estructuras parecen llegar a su fin, su principio, quiero decir, donde se extienden las complicadas raíces que se derivan de la exagerada textura de su superficie a lo largo de lo que parece, por fin, el techo, con el que se funden en apariencia y color alrededor de sus bases. Sólo entonces parece todo el conjunto dejar de moverse, y queda suspendido en el aire como el techo de una gigantesca cueva que abarca toda la ciudad.

Pero no es el techo de una cueva. La abigarrada conjunción de los espinosos pináculos, la disparidad aparentemente aleatoria entre ellos, sus formas indeterminadas e incoherentes con algún sentido práctico o útil, todo ello me produjo la primera y firme impresión de que era roca viva, parte de una extensión de tierra que había sido lanzada sobre nosotros de algún imposible modo sobrenatural. El enervado examen que hago ahora de todo el conjunto me permite reconocer el oscuro metal pulido, trabajado, que es la superficie lisa de estas torres invertidas, y ver que sus relieves abultados no son otra cosa que complicados circuitos de tuberías o cables gigantescos que las recorren de arriba a abajo, que se hunden bajo la cáscara metálica, la envuelven, se anudan a su alrededor y se pierden entre las bases, repartiéndose y uniéndose a muchas más ramificaciones a lo largo de la extensa superficie del techo, que está sembrada de cúpulas de base ligeramente elíptica de donde surgen más canalizaciones, a su vez.

El espectáculo es pesado, agobiante, inerte, un conglomerado eminentemente industrial que está lleno de una vitalidad silenciosa de la que es indicio la incontable cantidad de luces que parpadean en apagados colores azulados y verdosos, dispuestas en combinación aparentemente azarosa en la longitud de cada torre y en la superficie de su techo, tan pronto incrustadas en las estructuras, donde iluminan su interior, como colgadas en los numerosos vértices de su exterior. La arquitectura caótica, llena de formas redondas, cónicas, ortoédricas, combinadas entre sí de manera psicótica para formar las pesadas torres, no deja duda de que es de construcción artificial. Una densísima ciudad puesta del revés.

Tirado en el suelo, con los ojos recorriendo, sin yo permitírselo, la espantosa extensión del techo del cielo, incapaz casi de respirar de opresiva ansiedad, oigo que Violet me llama dos veces. A la tercera, que grita mi nombre, consigo volverme hacia ella. Me mira desde la altura de su tranquila posición, de pie, con los brazos cruzados en señal de orgullosa suficiencia, sonriendo.

—¿Y ahora, qué, genio de la razón?

—¡¿Qué es eso?! ¡¿Qué es, dímelo?! —le grito a Violet, volviendo a clavar los ojos enloquecidos en la cosa.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —me contesta tranquilamente.

Me tiende una mano para ayudarme a levantar. No hago caso de su gesto, y ella se inclina más para cogerme del brazo y tirar de mí.

—Vamos, hombre, levanta de ahí, y deja de gritar, que asustas a la gente.

Me dejo incorporar por ella, dudando de si podré mantenerme en pie. Noto las piernas débiles, casi incapaz de moverlas, pero en cuanto apoyo peso en una, empiezo a sentirme mejor, como si viera restablecido algún equilibrio perdido. Si no miro a la cosa del cielo, puedo aguantar. A nuestro alrededor, personas que se asoman a las ventanas de sus casas y a las puertas de distintos locales empiezan a maravillarse o asustarse, hay reacciones para todos los gustos. Se forma un gran revuelo, y no tarda en envolvernos un murmullo de voces exaltadas y gritos a todo trapo.

—No es Nass lo que les asusta, ha sido el temblor de hace unos segundos —dice Jones, acercándose a nosotros, empujándonos hacia el interior del portal con delicadeza y premura.

—Jones, ¿tú sabes lo que es? —le pregunto por encima de mi hombro, alzado por su fuerte garra.

—Ni idea, Nass. Sólo puedo imaginarme cosas, como Violet.

—¡Tenemos que irnos, irnos de aquí!

—¿Irnos a dónde? —pregunta Violet al otro lado de Jones, riéndose.

—¡Hay que salir de debajo de esa cosa! —digo sin sentido, preso de pánico, de claustrofobia.

Jones nos suelta y abre la puerta para que entremos en la oscuridad segura del portal. Cierra tras entrar él mismo, y se queda examinando el exterior a través del cristal.

—Hay que irse, hay que irse —me repito murmurando, dando vueltas por el vestíbulo.

—Joder, Nass, cálmate un poco, ¿quieres? Pareces más chiflado que de costumbre, tío —dice Violet, tan tranquila, como si no pasara nada, lo que me altera más.

—¡¿Que me calme?! —exclamo, encarándola y cogiéndola por los hombros. La zarandeo—. ¡¿Cómo me voy a calmar con esa cosa encima?! ¡¿Qué es?!

—¡Que no sé, hombre, suéltame! —pero no se revuelve—. Deberíamos avisar a Hardy.

—¿A Hardy? ¿Para qué?

—Hombre, si vamos a irnos, tendremos que llevarlo con nosotros, no le vamos a dejar aquí.

—¡Irnos! —exclamo de súbito, dando media vuelta y echando a correr hacia las escaleras—. ¡Qué buena idea!

—¿Buena idea? —oigo decir a Violet tras de mí, confusa, y me grita cuando ya estoy terminando de subir el primer tramo de escaleras—. ¡Pero si lo de irnos lo has dicho tú…!

Pero ya no la escucho. Asciendo tan rápido como puedo, con el miedo y la prisa consumiendo mis pulmones, subiendo los escalones de tres en tres, y hasta de cuatro en cuatro, en un alarde de agilidad y elasticidad de las que creía carecer.

Cuando ya he pasado el segundo piso, al principio del siguiente tramo de escalones me hago un auténtico lío de piernas: intento dar el siguiente paso con el pie que me sirve de apoyo antes de haber aterrizado con el contrario; el primero tropieza contra el escalón siguiente impidiendo al segundo aterrizar sobre el peldaño deseado, llegando tan sólo a pisar la esquina, contra la que resbala, cuan larga es, toda la húmeda suela de mi zapato. Salgo lanzado hacia delante, con todo el impulso de la carrera que llevaba. Consigo no golpearme la cara poniendo los antebrazos como protección, pero las gastadas aristas de los escalones se me clavan a lo largo de las piernas y el costillar. Hago un lamentable ruidillo de dolor contenido y doy gracias porque Violet no lo haya presenciado; un calor avergonzado, bochornoso, me envuelve de sólo pensar en sus burlas. Me incorporo y continúo subiendo, pero algo más despacio, con cuidado, mientras me voy ahogando irremediablemente por efecto de semejante hazaña física.

Llego tambaleándome ante la puerta de Hardy, y hago sonar el timbre en tonos largos, insistentes, hasta que al fin me abre la puerta. Aparece vestido todavía con su ropa vieja de andar por casa y sus zapatillas marrones de talón abierto. ¿Es que no se piensa vestir en todo el día?

—Pero bueno, Nasser, ¿te has vuelto loco, llamando de esa manera?

—Hard… tenem… que irnos —tartamudeo sin aire, asfixiado por la frenética subida por las escaleras. Me apoyo con una mano en el marco de la puerta, con la otra me froto el pecho—. Un momento… respire.

Las piernas se me entumecen por el esfuerzo de subir corriendo, y la falta de oxígeno de todo mi organismo les impide recuperarse. Me dejo caer de rodillas, totalmente derrengado. Mis dedos hacen un humillante chillido al ir resbalando sobre la madera barnizada del marco.

—¡Dios mío, Nass! ¡¿Qué te ha pasado?! ¿Qué te han hecho?

Se agacha a mi lado y me da una serie de palmaditas en la espalda que supongo serán de ánimo, porque no sé de ningún tratamiento médico que consista en eso. Soy incapaz de hablar, sólo puedo intentar recuperar el aliento mientras la garganta me hace un jadeo chirriante, con sabor óxido. Siguen unos ridículos segundos durante los cuales intento entenderme con Hardy. Me palmeo el pecho.

—¿Qué? ¿Insuficiencia cardíaca? ¿Se te para el corazón?

Meneo negativamente la cabeza y me señalo la nariz.

—¿Bloqueo de las vías respiratorias? ¿Constricción de la faringe?

Agito la mano a modo de abanico.

—¡Qué! ¿Que huelo mal? ¡¿Qué te pasa, maldita sea?!

—¡Que sólo necesitaba recuperar el aliento, joder! ¡Qué pesado eres! —exclamo con alivio, agitándome para sacudirme su voluminosa persona de encima—. ¡Lo que hay que aguantar!

Retrocede un par de pasos, como ofendido.

—La culpa es tuya, que me asustaste. ¿Por qué vienes tan fatigado?

De golpe recuerdo la alarma acongojante que me ha traído hasta aquí, lanzo mi mano sobre la pechera de su chaquetilla vieja de lana apolillada y tiro de él sin cuidado alguno, sacándole de su casa, arrastrándole conmigo escaleras abajo.

—¡Eh, qué haces! ¡Suelta, imbécil! —dice revolviéndose.

—¿No lo has visto? ¡Tenemos que irnos de la ciudad, corremos peligro!

—¿Peligro? —repite algo distraído, intentando seguramente imaginarse de qué puedo estar hablando. Pero es incapaz de imaginar esto—. Bueno, pero ¿no puedo vestirme y cerrar la puerta de casa, al menos?

—¡No, no, tiempo nos falta para salvar el culo! ¡Olvídalo! —le grito, plenamente convencido del peligro.

Bajamos atropelladamente las escaleras, algo que se me antoja mucho más lento que la subida, ya que, aunque voy tirando de Hardy para asegurarme de que va todo lo rápido que puede, esto no es mucho, y no le puedo hacer ir más veloz sin que eche a rodar por los escalones. Durante el viaje de bajada no deja de preguntarme qué es lo que pasa entre insultos que me dedica e improperios que suelta desahogadamente. Así hasta que llegamos al portal.

Violet ha sustituido a Jones en la tarea de observar, con la cara pegada al cristal, el creciente tumulto que se va desatando fuera.

—¿Qué está pasando ahí fuera? —pregunta Hardy uniéndose a ella—, ¿qué le pasa a la gente?

—Abuelo, ¿no sentiste el temblor? —le pregunta Jones.

—Yo no he notado nada, sólo a éste —me señala con un dedo acusador—, que está de un raro que acojona.

—Es que no hay tiempo de explicarlo, tenemos que irnos de la ciudad, ¡ahora mismo! —vuelvo a repetir por enésima vez, impaciente, desesperado. Rebusco entre los bolsillos del pantalón—. ¡No sé donde dejé las llaves del coche!

Violet saca algo de un bolsillo de mi gabardina y me lo tira. Es un milagro que atine a cogerlo, tan nervioso como estoy. Echo un rápido vistazo a lo que hay entre mis dedos tensos. El gastado llavero de cuero de forma indeterminada, que está unido a mis llaves.

—¿No recuerdas que ayer conduje yo, otra vez? —dice.

—Bueno, éste es el plan —digo intrépido, haciendo caso omiso de sus gracias—: Salimos corriendo hasta el coche y nos largamos cagando hostias.

—¿Irnos por qué? ¿A qué viene tanta prisa? —pregunta Hardy, ya harto de tanta incógnita.

—¡Tú no lo has visto! ¡Espera a verlo, y verás! —digo sin control de mí mismo.

—¡Menuda redundancia! ¿Estás oyendo lo que te dices? —y me mira como a un loco desconocido.

—Tranquilo, Hardy —dice Violet, poniéndose entre nosotros—. Ve a cambiarte, que no va pasar nada, tú no le hagas caso.

Para mi sorpresa, Hardy echa a subir las escaleras tras dedicarme una mirada de reproche.

—Yo voy con él, que me he dejado el revólver en el cuarto de estar —dice Jones y le sigue tranquilamente, al mismo ritmo.

Yo no me creo lo que pasa. Estamos ante algo grande, desconocido, peligroso. Lo normal sería salir corriendo y no mirar atrás, y aquí estoy, esperando a que mis amigos se preparen, como si fuéramos a salir para tomar algo. La ansiedad me vuelve a enajenar, estoy convencido de que la cosa está volviendo a caer, que ha reanudado su descenso pesado, aplastante; que me hundirá, tras licuarme por la presión, entre los sucios y agrietados cimientos de la ciudad. El constante murmullo alterado de la gente de la calle, los ocasionales gritos que lo acompañan, el rápido ir y venir de sirenas de ambulancias o bomberos, todo ello contribuye a aumentar mi ya bastante intenso desasosiego.

—¡¿A dónde vais?! —digo susurrando, pero no a propósito; jadeo por la falta de aire. Me he inclinado, apoyando las manos en las rodillas, para evitar caer del todo—. ¡Que nos tenemos que iiiirrrr…!

Esto último se alarga y suena como si estuviera haciendo uno de esos esfuerzos escatológicos, a lo que contribuye lo consecuente y poco digno de mi postura.

De pronto me envuelven la cara las manos algo húmedas y cálidas de Violet, y me obliga a enderezarme. Mi campo visual se ha reducido a un pequeño hueco en el centro de una nube borrosa. Estoy muy mareado.

—Nasser, tienes que calmarte, vamos, que no pasa nada. Estás muy pálido. ¡Estás sudando!

Su voz me llega como de muy lejos. Oigo y reconozco las palabras, pero me cuesta entender su significado.

—Tenemos que irnos. Tengo que salir de debajo de esa cosa. Nos aplastará —balbuceo. No estoy seguro de si llego o no a decirlo, quizá sólo lo estoy pensando.

—Ya, y por eso quieres sacarnos de la ciudad, para que no nos aplaste, ¿verdad?

—Sí… nos matará a todos si no…

—Ya no se mueve, Nass, tranquilízate. Te estás hiperventilando, respira despacio, haz el favor.

—Yo… No puedo… —resoplo, con la mano izquierda en el pecho.

—¿Que no puedes? Yo te enseñaré cómo.

Las manos de Violet arrecian su presión en mis mejillas, clavándome un poco las uñas, lo que me disuade de echar la cabeza atrás cuando une su boca a la mía, que tengo abierta en un rictus asfixiado. Sus labios se ciernen sobre los míos, hunde su lengua en mi boca, la siento rozarse contra mis dientes al entrar y acaricia con ella la mía propia y el paladar, haciéndome cosquillas y obligándome a saborearla. Con los dientes me mordisquea ligeramente los labios, los suelta, me los masajea con los suyos como recompensa por soportar su furia lasciva. Yo me dejo hacer, claro está, me enzarzo con ella en un auténtico duelo de esgrima de órganos bucales.

Empieza a inspirar por la nariz y exhalar por la boca, llenándome de su aliento de desagradable pero embriagador sabor a tabaco negro, y para no ahogarme no me queda más remedio que imitarla. Los pulmones me arden, bueno, me arde todo, en realidad, pero lo curioso es que funciona, recupero un ritmo normal, en frecuencia e intensidad, de la respiración.

Me suelta las mejillas, lo cual agradezco, porque al tirarme de la piel me hacía daño en la maltratada nariz, y lleva sus manos hasta mi nuca, donde se entrelazan, abrazándome. Yo me percato entonces de que, desde no sé hace cuánto, la tengo cogida de la cintura con la mano derecha, la que tengo libre. La izquierda ha quedado atrapada entre sus pechos, que se espachurran contra mi cuerpo hasta el punto de que siento con fuerza los latidos de su corazón.

Cuando parece haber considerado suficientemente efectiva su insólita «terapia respiratoria», separa su boca de la mía, pero me araña la lengua con sus dientes según se retira, cerrando después sus labios alrededor como para aliviar el excitante dolor, todo ello muy lentamente.

Me encuentro aturdido de incredulidad y excitación, tengo la cara ardiendo de asaltado rubor púdico, algo culpable por haberme dejado llevar. Ella, en cambio, me sonríe con satisfacción, con cierto aire altanero, el orgullo de un cirujano que termina con éxito una complicada operación. Agito los dedos de mi mano izquierda, la que quedó atrapada en tan cálido y agradable lugar, para dejar que corra el aire entre ellos y disipe el sudor lascivo que empiezan a expeler.

—¿Por qué lo has hecho? —pregunto casi como si me hubiera hecho algo malo.

—¿Qué pasa? ¿No te ha gustado? —pone los brazos en jarras.

—Sí, pero…

—Lo he hecho —se me vuelve a acercar peligrosamente y coge mi mano izquierda, caliente y pegajosa, con la suya, a modo de saludo de colegas—, porque me pareces de esa clase de personas que necesitan un pequeño aliciente para ser capaces de sobreponerse a los momentos de duda y miedo. Y he acertado, ya estás mucho mejor, ¿verdad?

—No lo sé…

—Ya te digo yo que sí —y hace chocar nuestras manos unidas contra su pecho. Ahora me fijo en que tampoco lleva los mitones.

—Y tú, ¿cómo lo haces? ¿No necesitas ningún aliciente?

—Vamos, Nass, ¿qué más puedo pedir? Tu amigo el monstruo y tú sois los primeros en toda mi vida que me han tratado como a una igual. A vuestro lado puedo hacer frente a lo que sea, incluso a visitantes del espacio interdimensional.

Ya está otra vez. Un escalofrío me recorre de arriba a abajo, y se extiende hasta el brazo que ella me sujeta, de modo que lo nota. Sonríe, sabedora de lo mucho que me cuesta aceptar esas fantásticas teorías.

—Vosotros sois mi aliciente, Nass —termina, mirándome directamente a los ojos.

—Bueno, Jones dice que eres única, que no debemos dejarte marchar.

—¿Por eso quieres que me una a vuestra agencia de detectives, porque lo dice Jones?

—No, no, no —me apresuro a decir. Me pongo todavía más nervioso y no sé ni lo que me digo—, eso se me ocurrió a mí antes de que él dijera nada, pero no te quería para esto, no pienses mal, que Hardy cree que…

—Hablas demasiado, estupidín —me corta, apretándome la mano con más fuerza. Siento cómo resbala mi carne bajo la suya, por el sudor.

Se me vuelve a echar encima, obligándome a saborear de nuevo su amargo aroma, que ya me resulta delicioso. Esta vez el beso no es tan largo; me suelta y se acerca a la puerta del portal, donde el asombro y el pánico han llegado al que supongo será su punto más álgido, el caos total de ruido y movimiento. Pega el rostro al cristal. Yo me pongo a su lado, y observamos durante un par de minutos en silencio.

—Sabes a sangre, Nass —dice de repente, sin mirarme.

Cuando le voy a preguntar que a qué viene eso, oigo llegar a Hardy, con su apresurado y pesado zapateado sobre los escalones. Jones baja detrás de él, silencioso como él solo. Me mira fijamente, y mi paranoia me convence de que es consciente de mi fogoso «enfrentamiento» con Violet. Malditos sean sus sobrenaturales sentidos.

—Ya me ha contado Jones qué es lo que pasa, y quiero verlo —me dice Hardy, con mal disimulado entusiasmo.

—Ahora lo harás, en cuanto salgamos. Todo el mundo lo hace —le digo haciendo un leve ademán hacia el exterior.

—¡Eh, un momento! —me corta de pronto, mirándome con sospecha—. ¿Qué ha pasado aquí? Estás rojo como un tomate.

Ahí está, por eso me miraba Jones. Porque mi embarazo culpable me encendía la cara.

—Nass y yo nos hemos enrollado durante vuestra ausencia —suelta Violet, sin dejar de mirar por el cristal.

Me vuelvo hacia ella con loca incredulidad, al igual que Hardy y Jones. Hardy me mira después a mí, con cierto reproche asqueado, y menea negativamente la cabeza, sin decir nada.

—¡¿Qué?! —acaba por soltar Jones en un gorjeo de risa—. ¡Pero si te saca de quicio, Nass! ¡A cada momento!

Le miro con la frente baja, sin excusa.

—¡Eh, quien bien te quiere, te hará llorar! —protesta Violet, y abre de un fuerte tirón la puerta del portal—. ¡Y ahora, larguémonos de aquí!

En cuanto abre la puerta nos inunda el estampido del caos que no ha tardado en desatarse en las calles. Mantiene la puerta abierta para que salgamos todos. Yo, con la llave del coche en ristre, soy el primero en cruzar la calle a toda prisa, esquivando a las personas que vagabundean con emergencia por todas partes. Llego a la puerta del coche y consigo introducir la llave en la cerradura a la primera, algo increíble en mi estado actual de euforia. Me pongo tras el volante y arranco el coche, todo en un tiempo récord. Miro en la dirección desde la que vine, a través del cristal que yo dejé agrietado ayer, y veo que Hardy se ha parado ante el portal para observar con detenimiento la acrópolis del cielo, como la llamo en mi mente.

El hinchado rostro de rosadas mejillas de Hardy ha perdido la escasa firmeza que le quedaba en este momento, toda la piel rellena de grasa colgando hacia su nuca desde los lados y la parte bajo la barbilla, no por acción sólo de la gravedad, sino por la flaccidez muerta de todos sus músculos bajo el efecto de la estupefacción. Tiene la lengua medio fuera, como si estuviera ahogándose, y los ojos tan abiertos que parecen estar saliendo de sus órbitas, da la impresión de ser una persona que está sufriendo las consecuencias de la falta de presión del vacío del espacio.

Jones y Violet se han quedado a medio camino, en mitad de la calle, mirando a Hardy mirar a su vez a la acrópolis del cielo, inmóviles los tres, mientras el mundo ruge a su alrededor. Abro la puerta del coche y les grito con fuerza, para ver si despiertan de una vez. Algunos de los que corren a su alrededor se detienen y me miran sobrecogidos por lo furioso del sonido de mi voz. Jones retrocede los pocos pasos que le separan de Hardy y le arrastra cogiéndole por los hombros. Violet corre hacia mí, poniéndose en el camino de un coche que avanza lentamente. El conductor hace sonar el claxon, un largo tono estridente, mientras gesticula con absurdos y exagerados ademanes. Violet responde palmeando el capó del motor y enseñándole el dedo corazón, antes de continuar hacia mí.

—¡Que te jodan! —grita para que le quede claro, todo ello sin dejar de sonreír. Se vuelve hacia mí—. ¡Me encantan los disturbios, puede uno hacer y decir lo que quiera!

—¡Joder, Violet, sube al puto coche, anda!

Se aparta de mi campo visual y veo llegar a Jones. Abre la puerta de atrás de mi lado y empuja a Hardy dentro con toda la delicadeza que, creo recordar, no aplicó ayer para meterme a mí en el mismo sitio. Cierro mi puerta y espero que Jones se siente de una vez, pero al volverme a la derecha, justo en el momento en que Jones aparece por ese lado, tanto él como yo descubrimos que Violet está ahí sentada.

—Esto…, que yo no quepo detrás, Violet —dice Jones con gran diplomacia dadas las prisas, que sólo yo parezco tener, por otro lado.

—¡Violet, me gustaría saber qué coño haces! —le digo en voz alta, sin llegar a gritar—. ¿Quieres sentarte detrás, por Dios?

—Bueno, bueno, perdonadme la vida, hijos —dice meneando ambas manos.

La tía no puede salir del coche, no, se revuelve en el asiento y se lanza hacia la parte de atrás por entre los respaldos delanteros, agitando antes su trasero envuelto en el tejido impermeable de mi gabardina como si fuera un gato cogiendo impulso.

—¡Aaayyyayya…! —grita Hardy contra mi cogote, dejándome casi sordo—. ¡Niña, que me has pisado!

—¡Huy! Lo siento, Hardy. Es que aquí, nuestro amigo el pupas, tiene unas prisas…

Encima tendré yo la culpa, pero no digo nada. En cuanto Jones cierra su puerta, meto directa y me incorporo a la algarabía de tránsito peatonal que se ha vuelto la calle. No me molesto en tocar el claxon como hacen otros, es inútil, sólo sirve para enardecer aún más a la multitud.

—Sí, ya —empieza a decir Hardy, contestando a Violet casi un minuto de silencio después—, otra cosa que no entiendo, ¿a qué vienen tantas prisas, Nasser? ¿Adónde pretendes llevarnos?

—Eso da igual, ¿no lo ves? —responde Violet en mi lugar, demasiado ocupado estoy para escuchar a nadie—. Creo que a Nass le dan demasiado miedo los platillos voladores gigantes y quiere salir de debajo cuanto antes.

Sigo conduciendo, a veces incluso subiéndome a la acera, pero no llego en ningún momento a acelerar demasiado, hay demasiada gente.

—Oye, Nass, deberíamos estar buscando a El Rostro De La Locura. Él tiene que ver con todo esto, él debe ser la respuesta. El único que puede aclararlo todo.

—¡Joder, dejad de darme por culo con el tío ese! —grito. Mi voz me aturde dentro del habitáculo cerrado del coche. Bajo un poco el volumen—. Jones, primero salimos de aquí, y luego ya veremos, ¿vale?

—Vale, vale, lo que tú digas. Como siempre.

Le miro un momento, por el tono de disensión que ha utilizado para dar su «conformidad». Vuelvo la vista al frente justo a tiempo de ver un coche detenido frente a nosotros. No vamos muy rápidos, pero el frenazo es lo bastante brusco para sentir que Hardy se agarra a mi respaldo con fuerza para no darse de morros contra él, y para ver, por el rabillo del ojo, cómo Violet sale lanzada contra el de Jones, golpeándolo con el hombro.

—Si te ves demasiado nervioso para conducir, dímelo, sonrisas —dice ella con tono de acerado sarcasmo.

—No es necesario, pero deberíais poneros el cinturón —respondo.

—Sí, hombre, nunca me he puesto el cinturón en un coche… —replica.

Doy marcha atrás lo suficiente para poder pasar por un lado, freno en seco y salgo acelerando exageradamente para seguir hacia delante.

—… aunque supongo que hay primera vez para todo —termina de decir, y oigo el sonido del anclaje del cinturón al cerrarse.

Al pasar junto al coche detenido, vemos que delante, tirada en el suelo, hay una mujer rodeada de un amplio charco de sangre fresca.

—¡Eh, eh, hay alguien herido, ahí! ¿No vas a parar?

—Yo no la he atropellado, Violet.

—¡Pero tenemos un médico que podría atenderla hasta que llegue una ambulancia…!

—No creo que venga ambulancia alguna.

—Eres un maldito cabrón.

—Nunca he intentado convencer a nadie de lo contrario.

Sigo conduciendo, cada vez con menos soltura. Nos encontramos con algunos policías que no consiguen tranquilizar a la marea de gente que les pide explicaciones y responsabilidades; hay menos coches y más gente en la carretera por momentos, muchos heridos, algunos a los que ayudan a moverse otras personas y otros aparentemente muertos.

—Mira, ¿quieres que nos paremos a ayudar también a todos estos? —le pregunto a Violet, señalando con la barbilla la calle ante nosotros—. Míralos, matándose entre ellos para correr hacia quién sabe dónde.

—¿Y no hacemos nosotros lo mismo? ¿A dónde vamos nosotros, puto genio? —me replica ella, con absolutamente nada de humor.

—Sí, Nass, ¿qué sentido tiene salir de la ciudad? Es potencialmente más peligroso intentar hacerlo que quedarse, ya lo estás viendo —interviene Hardy.

—Tengo que ver qué hay encima.

—¿Qué hay encima? —repite Hardy, confundido.

—Sí, encima de la acrópolis del cielo —y susurrando para mí mismo—. Tengo que ver qué hay al otro lado.

Hemos alcanzado, tras un lento y farragoso viaje, la periferia de la ciudad. He intentado durante todo el camino no mirar directamente a la acrópolis del cielo, pero su irregular y extraño perfil entra dentro de mi campo visual, y no puedo evitar advertir, mientras dirijo el coche en dirección a una de las carreteras secundarias que salen de la ciudad, que la pesada superficie toca a su fin tras un borde de llanas cúpulas invertidas de suave pendiente, empezando la siguiente donde termina la anterior, formando el borde un anillo que parece rodear toda la acrópolis, hasta donde puedo ver. Más allá, con gran alivio, reconozco el agitado océano de nubes negras que ha sido nuestro cielo durante los últimos días.

Salimos de la ciudad, precedidos y seguidos por otros muchos. Conduzco rodeado al fin de la reconfortante y al mismo tiempo inquietante devastación del desierto. Aparte del hecho de que intentar seguir las autopistas es casi un suicidio en estos casos, me encanta conducir por la carretera sin vallar, sobre la que se esparce el polvo del desierto con total impunidad. En caso necesario, puedo hacer como ese polvo, y franquear el límite del asfalto para perderme por el vasto y seco páramo, con los muertos y torcidos árboles ocasionales como únicos testigos de mi fuga. Siempre es una idea que me asusta y embriaga al mismo tiempo, la de perderme sin rumbo por el mar de roca y arena. Pero, de momento, eso no va a ocurrir.

Algo más de veinte minutos después de haber dejado la ciudad, decido aparcar cerca de la primera gasolinera que nos encontramos, en un lugar con mesas y bancos de madera bajo un techo de aluminio, que debe servir de merendero al aire libre para viajeros en situación algo más lúdica de lo que es la nuestra ahora mismo.

No ha sido fácil, dados todos los comentarios e improperios que Violet y Hardy han ido soltando por el camino, pero he conseguido no volver la vista atrás, hacia la cosa que flota sobre la ciudad, hasta habernos detenido. Ahora salgo del coche, y muy lentamente, con verdadero miedo, asomo la vista por encima del techo.

Veo los perfiles retorcidos de los pináculos invertidos alargándose peligrosamente hacia la ciudad. En el centro, que parece coincidir con el de la acrópolis del cielo, los rascacielos más altos han sido alcanzados por el abarrotado conglomerado de estalactitas gigantes, derribando parte y mezclándose, clavándose, hundiéndose y fundiéndose con el resto por efecto de la colisión, en un espeluznante efecto de agresiva invasión. Es como si la acrópolis del cielo estuviera mordiendo nuestra ciudad, que parece, sin suministro eléctrico y a la sombra, el oscuro y distorsionado reflejo que se vería en brea de la opuesta.

Pero la ciudad invertida que se retuerce sobre y contra nuestra ciudad no es, en realidad, tal cosa. Si bien su apariencia y configuración enseguida revelan a uno su origen artificial, manufacturado, también insinúan que su cometido tendrá poco que ver con servir de alojamiento a ningún ser vivo. No, todo ello forma un único y complicado mecanismo, que con todas sus tuberías y luces parpadeantes palpita con vitalidad estéril, como piezas de un sólido y enorme motor: energía para lo que hay encima.

Sobre el borde de azules colinas inversas que cierra la extensa superficie, se erige la auténtica acrópolis del cielo, y mi mente se convence de que ha elegido bien su nombre. En contraste totalmente opuesto a lo que se nos mostró desde abajo, largas agujas de un imposible brillo púrpura se erigen bien rectas sobre cada pequeña unidad de superficie de la plataforma volante, hasta el punto de que parece no haber entre ellas separación alguna. Estas torres sí que se me antojan edificios de una ciudad, aunque no veo desde aquí que haya ventanas o puertas en su lisa superficie, y sólo se diferencian unas de otras en la amplitud de su sección, que desde aquí asemeja ser circular en cada una, y en la altura. Sólo dos grupos de ellas, en extremos opuestos, están dispuestos en orden descendente, con las más altas en el centro; entre el resto no hay intención ninguna de composición, como a consecuencia de una edificación apresurada y desidiosa, y no hay dos torres semejantes en proporción puestas juntas.

La acrópolis podría resultarme bella, con su diseño simple y estilizado, pero la sensación de quietud que emana de ella, y el polvo marrón que parece haberle sido arrojado desde un lado durante años, le dan aspecto de abandono, de ciudad fantasma. Y además, está lo de ese extraño fulgor iridiscente, que no puede ser reflejo de ninguna luz, pues la acrópolis sólo tiene encima el cielo negro de densas nubes, y que todo el polvo no parece capaz de amortiguar, como si el brillo lo superara o recubriera, produciendo a la vista una especie de desenfoque al mirar las purpúreas superficies.

En definitiva, un terror a lo desconocido e incomprensible se suma a la pesada claustrofobia asfixiante, que se ha visto renovada y aumentada por la visión, llena de densidad y peso infinitos, de la acrópolis del cielo al completo.

Apoyado en la puerta abierta de mi coche, preso otra vez de la absurda ansiedad agobiante de antes, me dejo caer tontamente, como una damisela desvaneciéndose, con las piernas hechas chicle. La puerta se abre un poco más por efecto de mi peso sobre ella, y, reacio a soltarme de mi único apoyo sólido en este momento, me arrastra por el suelo cuando mis posaderas iban a caer a salvo sobre mis talones. Hardy, que se ha quedado ante su puerta abierta, observando la acrópolis con curiosidad y asombro, me echa una rápida mirada cuando me oye rozar el culo sobre la gravilla seca, y luego rodea el coche hacia el otro lado, haciendo caso omiso de mi desmayo. Apoyo la espalda contra la puerta, que ya no da más de sí, e intento volver a recuperar la respiración. El pecho me arde, pero por mucho que aspiro no me llega oxígeno. Violet se pone en cuclillas ante mí. Descubro que podría verle las bragas, si las llevara. Mi respiración no mejora para nada. Vuelvo la vista a un lado.

—¿Qué te pasa? ¿No estarás fingiendo para que te vuelva a besar, eh?

Niego con la cabeza, sin mirarla, y renqueando al respirar.

—Venga, hombre, deja de sufrir por nada. Voy hasta la tienda de la gasolinera, a por algo de beber, ¿quieres algo?

—¡Whisky! —digo de pronto, mirándola a los ojos, con la voz recuperada como de milagro.

—Bueno, te lo traigo si me prometes no emborracharte, ¿eh? Un traguito o dos como mucho.

Y me ayuda a levantar. Apoyo la cabeza entre los antebrazos, sobre el techo del coche, intentando no mirar a la acrópolis del cielo.

—Oye, que yo no tengo dinero —oigo decir a Violet.

Levanto la vista hacia ella, está esperando con la mano derecha vuelta hacia arriba, como una pedigüeña.

—Sí que tienes —señalo con el índice hacia mi gabardina, que sigue vistiendo—. En un bolsillo de los de dentro debe seguir mi cartera.

—¡Ah, cojonudo! —y me da la espalda, alejándose mientras rebusca en el interior.

Vuelvo a apoyar la frente entre mis antebrazos, sólo respirando. «Deja de sufrir por nada», dice ella. Yo mismo estoy decepcionado; me creía capaz de enfrentarme a cualquier cosa, pero está visto que no es así. Sólo han hecho falta unas historias sobre dimensiones paralelas y una ciudad flotante para dejarme hecho una mierda, ya ves. Levanto un poco la mirada. Hardy y Jones están hablando sin dejar de observar la enorme plataforma inmóvil. No llego a oír lo que dicen. La silenciosa tormenta de nubes negras, que gira de modo espiral sobre la acrópolis del cielo, está avanzando o creciendo hacia esta parte del desierto, no tardará mucho en empezar a llover sobre nosotros.

Una mano, que me imagino sea la de Violet, me palmea el hombro. Cuando me vuelvo, me encuentro con la preciosa etiqueta de aspecto lujoso de una marca de whisky barato frente los ojos. Violet la sujeta por el cuello, y mis manos se unen para recogerla, a modo de bandeja.

—No más de dos tragos, ¿eh? —me reitera, meneándola sobre mis palmas abiertas.

—Que sí, que sí… —le contesto y se la arrebato.

Ella bebe un largo trago de su botellín de agua, y se apoya de espaldas contra el coche. Me observa desenroscar el tapón de mi bebida y engullir tres cortos y rápidos sorbos.

—¡Eh, eh, eh, que ya te estás pasando!

—¡Joder, qué bueno!

—Pues cogí el más barato.

—Gracias, Violet. No veas la falta que me hacía.

Me dedica una mirada que creo poder interpretar como de compasión, o quizá simple condescendencia. Se vuelve hacia la espantosa visión de las dos ciudades, una sobre otra.

—Tenías razón en querer salir de la ciudad. Este es un espectáculo que nadie debería perderse.

Miro tras de mí. Los dueños de los coches que repostan o que hacen cola ante los surtidores no dejan de contemplar y comentar sobre la acrópolis del cielo. Vuelvo a posar mi mirada sobre ella, metiéndome al mismo tiempo un largo trago de whisky. Ahora no me aterra su peso, pero sigo convencido de que no está hecha para volar eternamente.

—¿Qué vamos a hacer ahora, jefe? —pregunta Violet sin mirarme.

Un traguito más de whisky. Empiezan a caer gruesas gotas aisladas, traídas por el intenso viento que parece generar la tormenta. ¡Maldita sea, la puta cosa flotante esa! Es absurdo, pero estoy convencido de que El Rostro De La Locura es el responsable de que esa cosa esté aquí.

Me gustaría hacer tocar tierra a la acrópolis a base de misilazos, y partirle la cara al chiflado enmascarado. No puedo hacer lo primero, pero sí lo segundo, ¡para darme ese gustazo no tengo más que encontrarle! Total, con todo lo que está pasando, no se me ocurre qué otra cosa hacer. Doy otro trago un poco más largo del whisky. ¡Está decidido! Cogeré al puto Cara de Vidrio y le sacaré lo que sepa a golpes, aunque tenga que perseguirle por todas la dimensiones esas que se ha inventado.

Violet me mira mientras estoy «sirviéndome» otro trago. Su gesto se vuelve reprendedor; su mirada examina la botella, su contenido.

—¡Vaya, pareces diferente! ¿Borracho otra vez?

—No —le entrego la botella, tras cerrarla. No llega a la mitad lo que he bebido—, pero tampoco sobrio. Te diré qué vamos a hacer. Vamos a volver al Salsbury, a ver si encontramos a El Rostro De La Locura.

—¡Anda! ¿Así, sin más? ¿De repente te parece buena idea? ¿No tienes miedo de que esa ciudad extraterrestre se nos caiga encima?

—No es extraterrestre, Violet —digo sin convicción.

—Bueno, de la Tierra no parece ser…

—Eso da igual. Cara de Vidrio nos aclarará todo esto.

—No hay quien te entienda. Hace unos minutos parecías muerto de miedo, y mira ahora.

—Bueno, como tú has dicho hace un rato, sólo necesito la estimulación adecuada y listo para el siguiente asalto. ¿Se puede saber, si no es indiscreción, por qué no llevas ropa interior?

Siendo casi otra persona tras ingerir el cálido y tónico alcohol, me vuelvo hacia ella sonriente, desinhibido, seguro de cogerla desprevenida. Ella me mira a su vez, pero no hay sorpresa o vergüenza en su cara. Parece complacida.

—¿Te has fijado, eh?

—Difícil me has puesto el no hacerlo.

—No sé, me resulta más cómodo, y además me produce una morbosa satisfacción el hecho de que cualquiera pueda darse cuenta —se me acerca hasta quedar su cara a un par de centímetros de la mía—. Es algo que me pone tremendamente cachonda, ¿sabes?

Sonríe, no me queda claro si es sincera o se burla de mí.

—¿Te estás enamorando de mí, Violet? —pregunto, repentinamente serio.

Su sonrisa se oscurece un poco, pero no desaparece del todo.

—No —responde sin dudarlo ni un momento—, yo ya no soy capaz de sentir esa clase de cosas, Nass. Pero me caes bien, y resultas gracioso; siento por ti simpatía y agradecimiento, y no eres tan feo como algunos de los tipos con los que he tenido que estar, aunque ahora estés hecho una mierda. Tendrás que conformarte con eso, si lo quieres.

Me vuelvo otra vez hacia la acrópolis del cielo, sin decir nada, pero algo herido en mi infantil orgullo. Aunque casi la doblo en edad, ella parece haber vivido el triple que yo, está aun más cansada y curtida respecto a la gente de lo que quizá yo llegue a estarlo jamás.

—¿Y tú? —me pregunta, y la miro levantando las cejas—. ¿Te estás enamorando de mí?

—No —miento.

—Cojonudo —dice, volviendo a coger su botellín de agua, que había dejado sobre el techo del coche—, porque no quisiera que esto se volviera más raro de lo que ya es.

—Estoy de acuerdo —miento otra vez.

—¡Eh, Hardy! —grita. Él y Jones se vuelven a mirarnos—. ¡Toma, bébete lo que queda, hombre!

Y le lanza el botellín casi lleno. Es Jones quien lo coge al vuelo, previendo que Hardy no iba a ser capaz, y se lo tiende. Violet saca otro de esos malolientes cigarrillos, lo prende y se me vuelve a acercar.

—Bueno, si vamos a volver, más vale hacerlo ahora, no sería conveniente esperar a que empiece a oscurecer —me dice, soltándome en la cara el humo de su larga calada.

—Quizá sería mejor que Hardy y tú os quedarais aquí —le sugiero, poniendo mi mano derecha sobre su hombro.

Me mira a los ojos. Recorre con la vista la ciudad flotante, de uno a otro lado. Mientras está de perfil, reflexionando y observando, empieza a diluviar de la misma forma exagerada y habitual. Contemplo su pelo desteñido y húmedo agitarse con las secas y fuertes ráfagas de viento. Me vuelve a mirar, me pilla distraído deleitándome con ella, lo que deriva en una nueva sonrisa que aflora a su rostro, y en un ceño algo fruncido de feroz determinación.

—Yo voy contigo, Nass. Una cosa es que no sea capaz de enamorarme, y otra que vaya a ser capaz de abandonar a las únicas personas que me han llegado a importar algo en toda mi vida —y se quita mi mano de su hombro, estrechándola con la suya, como si acabáramos de cerrar un trato.

—¡Vaya! Eso casi ha sonado romántico, y todo —digo sin querer, esperanzado estúpidamente.

—¡Más quisieras, guarro! —contesta en una carcajada.