El Regreso

—Iremos, pero al menor indicio de peligro, desaparecemos.

—Como tú digas, Elangel.

El Rostro De La Locura ha propuesto el absurdo y retorcido plan de ir en busca de la criatura muerta e investigar desde dónde llegó a nuestro mundo, y Jones ha insistido en ello, así que no nos queda más remedio que, por lo menos, intentarlo.

Quién sabe qué hay de cierto en todo lo que dice; yo creo que nada, a pesar de lo sensato y moderado que se muestra. Tan sólo espero que, de no encontrar ningún portal mágico a otro mundo, no tenga un estallido despechado y homicida. No es el primer chiflado con el que trato, y sé muy bien que muchos pasan por personas equilibradas y lógicas, pero no lo son.

—Pero no hay de qué preocuparse. Si aparecen más mafiosillos yo los anularé con mi enloquecedora influencia, os protegeré. Por eso quiero ir —concluye, alzando la voz para que Hardy, que puso objeciones a que nos acompañara, le oiga bien—. Llevaré mi coche, para evitar roces innecesarios.

—Bien —concedo.

—Supongo que nadie querrá venir conmigo.

Violet me mira dubitativa un par de segundos. Luego se vuelve hacia él.

—Bueno, a mí no me importaría, tío. Me gustaría hacerte algunas preguntas.

—Pues adelante. —El Rostro De La Locura abre la puerta del acompañante de esa cafetera que tiene por coche, y la invita a entrar con cierta reverencia.

Veo que cierra la puerta con suavidad una vez que está dentro. Me acerco a él tanto que mi aliento se condensa en el vidrio de su máscara. Una especie de ira irracional me maneja.

—Ya puedes tratarla bien —digo con voz áspera.

Es la primera vez que le hablo de manera amenazante desde que le conozco. No sé por qué lo hago, nunca ha hecho nada para que le trate así.

—Pues claro, hombre —contesta en tono neutro, indiferente—. Vamos hasta el Salsbury, ¿no? Sé llegar. Seguidnos.

Y se mete tras el volante de su coche. Yo me acerco al mío y abro la puerta del conductor. Jones y Hardy están de pie junto a las puertas del acompañante y la trasera, respectivamente.

—El coche estaba abierto, ¿no entráis? —pregunto.

—¿Cómo la dejas ir con ese chiflado en su coche? —me recrimina Hardy—. ¿Y si le hace algo?

—Hardy, entra en el puto coche —le atajo secamente.

—Abuelo, no pasa nada. Ese hombre, pienses lo que pienses de él, no es un chiflado.

Jones habla a Hardy con respeto e impaciencia a un tiempo, como un niño que no supiera expresarse bien ante un adulto. Ambos entran en el coche una vez que he arrancado. Espero a que El Rostro De La Locura arranque su coche, el cual lleva un par de minutos intentando poner en marcha; sólo hace ruidos renqueantes con las luces delanteras parpadeando.

—¿Por qué tiene las luces encendidas? Decidme si está o no como una cabra.

—Se las dejaría encendidas ayer, cuando llegamos aquí estaba oscureciendo —responde Jones al enojado comentario de Hardy—. Deja de llamarle loco, abuelo.

—Pero es que está loco, es un maldito psicópata que…

—¡Dejadlo los dos! —interrumpo furiosamente, pero sin levantar la voz—. Jones, si está loco, es decir, si se cree todo lo que nos ha contado, tú no puedes saber si es cierto o no. Para él sería todo verdadero y no distinguirías cuándo miente. Y tú, Hardy, cállate de una puta vez. Puede que no haga más que soltar paridas, pero no nos ha hecho nada a ninguno para que le hables como lo hiciste. De hecho, tú parecías el loco ahí dentro. Si yo hubiera sido él, te hubiera partido la cara como mereces, y todavía tengo ganas de hacerlo, así que callaos todos tan sólo un ratito porque ya empiezo a estar hasta los mismísimos huevos de todos.

Hago una pausa imperceptible en mi discurso porque me quedo sin aire y tengo la garganta tensa e hinchada de pura mala hostia; pero continúo, sin gritar todavía, aunque con la voz ronca. Un demonio que es la ira me araña la garganta en un intento de abrirse paso al exterior.

—Y, por cierto, ¿a qué cojones viene eso de que me dejéis convaleciente e inconsciente en un piso que han dejado sin puerta unos tipos que quieren matarme, con una chica de diecinueve años por toda escolta, para, tú —señalo con un dedo engarfiado por la tensión a Hardy—, poder irte a dormir cómodamente a tu casa, y tú —señalo igualmente acusador a Jones—, largarte a hacer de justiciero de la noche?

—Yo sólo iba a buscar a los tipos que nos querían mat…

—Cállate y escucha, Jones —le interrumpo, meneando la cabeza. Soy consciente de que, si algún día se enfadara de verdad, podría arrancarme la cabeza, descorcharme como una botella de champan y dejar la sangre brotar como la espuma, pero la ira me ciega—. No puedes ir por ahí tú solo, por nobles que sean tus intenciones, y sabes de sobra por qué.

—Por la gente —dice, desviando de mí la mirada, mirando más allá del parabrisas.

—Por la gente, Jones —repito—. Porque la gente tiene miedo de lo que es diferente y no comprende, y tú puedes enfrentarte a cualquiera, Jones, pero tienes que ver a la gente como un enorme animal estúpido y salvaje. Cuando tienen miedo se unen en una masa que lo devora todo, y no quiero que te den caza como a un ser mitológico y peligroso, ¿entiendes?

—Sí, lo entiendo, Nass. Perdona.

Me quedo súbitamente aplacado por su sentida y escueta disculpa. Mi vista pasa de su perfil diabólico a Hardy, que me escucha con la cara apretujada entre los dos asientos, totalmente roja, no sé si de vergüenza o de indignación. Él no dice nada.

Por fin consigue arrancar El Rostro De La Locura su coche. Toca el claxon una vez, para indicarnos su victoria, supongo, y se pone en marcha tras maniobrar para dar media vuelta. Yo hago lo mismo, e iniciamos el viaje de vuelta a la ciudad.

Tengo la costumbre de dejar mi mente divagar mientras conduzco. Mis pensamientos, con auténtica vida propia, toman la forma de una imagen concreta: soy yo, saltando del coche en marcha, dejándolo desviarse alocadamente del camino para estrellarse contra una roca y reventar en una bola de fuego; dentro del coche están todos: Jones, Hardy, el chiflado y Violet. Intento tomarme esto en serio, pero a veces pienso en lo absurdo que es, tanto que no puede ser real, y me entran ganas de romper con todo, hacerlo desparecer y olvidarme para siempre.

Ahora, para colmo, vamos a meternos en la boca del lobo, a arriesgarnos a que los de la mafia japonesa nos maten porque Jones siente la necesidad de ver a la criatura. Algo comprensible, sin embargo, pero lo que me inquieta es que esa necesidad haya surgido más por las historias fantásticas de El Rostro De La Locura que por sus propias inquietudes existenciales. Jones se toma muy en serio al chiflado aunque apenas le conocemos, y parece estar convencido de que podemos y debemos detener el advenimiento de los suyos. ¿Pero cómo hemos llegado a esto?

Delante de nosotros, por encima del trasto que conduce nuestro amigo el chiflado, asoma la sombra monocromática y descomunal de la ciudad. Todas las nubes negras que estaban repartidas en pequeños jirones por el cielo cuando salimos de allí parecen estar reuniéndose en una masa compacta, tremendamente densa, por encima de los edificios más altos. Su interior brilla en destellos, luz de relámpagos. Todavía estamos lejos, pero una llovizna que nos llega en oleadas se mezcla con el polvo del desierto y mancha el cristal. Pongo los gastados limpiaparabrisas en funcionamiento, pero sólo consigo empeorarlo, dejando cada escobilla un rastro de barrillo seco en su movimiento. Cojonudo.

Cuando llegamos a la ciudad comprobamos que, como no podía ser de otro modo, la lluvia atronadora de los días anteriores vuelve a barrer la urbe, haciendo casi imposible ver nada en la carretera. El Rostro De La Locura conduce prudentemente lento, desviándose, con evidente conocimiento de las calles, hacia el suburbio donde ha quedado abandonado el antiguo hotel que era el Salsbury. Yo le sigo diligentemente, siendo mi coche la fiel sombra del suyo. Según nos vamos acercando a la zona del edificio me voy poniendo más y más nervioso pensando que nos vamos a encontrar con toda la tropa subordinada de Toyosu Mitsune, todos dispuestos a vengar a su jefe, que ya sé cómo son los japoneses con todo eso del honor herido y demás.

—Nass, no te preocupes —dice Jones de repente, sobresaltándome, tras todo el viaje en silencio—; si están aquí, yo os protegeré a todos.

—¿Si están aquí, quienes? —pregunto inquieto.

—No sé. Quienes sean, da igual.

Y no dice más, sin apartar los ojos sin párpados, de mirada eterna y enervante, del coche del chiflado. Éste pone el intermitente para girar a la derecha y ahí llegamos. A través del límite acuoso del cristal veo el viejo hotel, reconvertido primero a morada de mafioso, reconvertido después en almacén de carne humana en lonchas, de donde Violet y yo salimos cagando hostias esta mañana.

—No, no, no —empiezo a decir, sin dirigirme a nadie en concreto—, no sigáis. Ya lo sabía, esto es mala idea, muy mala.

—¿Qué pasa? —oigo que dice Hardy.

El Rostro De La Locura, tan tranquilamente, desobedeciendo las «directrices» bajo las que he aceptado venir hasta aquí, aparca ante el edificio; pero en la acera de enfrente, porque en la inmediata a la entrada hay estacionados, uno detrás de otro, seis largos y amplios coches negros, del tipo en que viajan los grupos de asesinos que dan palizas a domicilio. Justo como yo me temía, los lacayos del japonés han aparecido para ver qué le ha pasado a su jefe.

Detengo el coche tras el suyo y me bajo sin apagar el motor corriendo hasta él, que se ha bajado a su vez y contempla el edificio de abajo a arriba tras su máscara de vidrio negro. Le alcanzo y le zarandeo violentamente para encararle hacia mí. La lluvia repiquetea contra su cúpula de cristal y rebota hacia mi cara.

—Te dije que al menor indicio de problemas nos largaríamos. Mira esos coches. ¿De quién crees que son? Si nos ven, nos matarán a todos. ¡¿Por qué coño te has parado enfrente?!

—Elangel, amigo, tranquilo. No estamos en peligro —su mano izquierda me coge por la muñeca de la mía, para intentar que le suelte el brazo. La fuerza sorprendente con que me clava los dedos me hace daño y le tengo que soltar—. Todavía no, amigo. Confía en mí. Busquemos el portal con el que la criatura llegó a nuestro mundo.

Se me queda mirando, inmóvil; el oscuro cristal brilla por entero con el reflejo de un relámpago silencioso y vuelve a ser la superficie negra y absorbente de luz que suele ser. Me acaricio la muñeca dañada, conteniendo un impulso irrefrenable de atravesar la estúpida máscara de un puñetazo. Sí, eso sí que estaría bien. ¡Crash!, y los cristales clavados contra su puta cara de lunático. Se aparta de mí antes de que me dé tiempo a hacer o decir nada. Violet se baja del coche.

—Los malos están aquí, ¿has visto? Deberíamos irnos, ¿no? Ya se lo he dicho a él, pero no me ha hecho caso.

Violet sigue, por fortuna, vistiendo mi gabardina impermeable. Se levanta las solapas alrededor de la cara y mete las manos en los bolsillos, protegiéndose de esta forma un poco frente el agua y el viento gélido que atraviesa la calle de lado a lado. De mi coche se han bajado Jones y Hardy, y se acercan a nosotros apretujándose un poco sobre sí mismos.

—Cualquiera diría que es pleno verano —comenta Hardy, cuya chaqueta roja de pana ya está totalmente empapada.

—¿Esos coches son de los japoneses muertos? ¿Estaban aquí cuando vinisteis por la mañana? —nos pregunta Jones, su vibración grave atravesando sin dificultad el estruendo de la lluvia.

—No, no estaban, Jones —contesto, agrio como el vinagre—, estos son otros, y nos querrán matar, pero a tu amigo «cara de espejo» eso le importa una mierda, míralo.

Señalo con la mano abierta en dirección a la entrada al Salsbury, a donde está llegando El Rostro De La Locura con paso parsimonioso. Su abrigo impermeable es una copia del de Jones, pero de su talla, claro, y de un color negro que brilla sin brillo bajo el agua que resbala por él, de una manera extrañamente similar al vidrio de su casco. Sube los cuatro escalones ante la doble puerta ágilmente. Casi parece que sabe lo que hace, tan seguro de sí mismo y sin dudas, totalmente incapaz de caer derrumbado por cualquier argumento, racional o irracional, que a cualquiera de nosotros se le pueda ocurrir.

—¡Vamos! ¿No venís? —nos grita al llegar ante la puerta, vuelto hacia nosotros y meneando un brazo.

Entonces, una de las hojas de la puerta se bate bruscamente hacia fuera, golpeándole en la espalda con gran fuerza, al parecer, pues cae lanzado hacia delante, rodando sobre sí mismo, bajando así los cuatro escalones. Consigue hábilmente no arañar siquiera su preciada máscara y empieza a incorporarse apenas ha caído. La puerta, que rebotó hacia el interior, vuelve a ser abierta con la misma violencia. Uno de los tipos trajeados del difunto Toyosu Mitsune la ha vuelto a abrir de una patada, y sale de inmediato seguido de ni me pienso parar a contar cuántos más como él. Van saliendo y saliendo, y forman un ángulo abierto hacia El Rostro De La Locura, como si fuera una formación ensayada. Éste último retrocede un par de pasos, y a mí me da por pensar que tiene miedo, que no está tan loco. Una especie de amarga sensación de triunfo me recorre, viéndole acojonado.

El último en salir del edificio es un hombre calvo que tiene la cara cruzada de arriba abajo, en su lado derecho, por una gruesa y grotesca cicatriz. No tiene ojo en ese lado, y la piel de la nariz y de la boca está estirajada como por un remiendo apresurado y mal hecho. Me pregunto quién puede ser ese desgraciado, pero su elegante traje blanco, la katana de vaina blanca que empuña y lo fresca que parece su cicatriz me permiten hacerme una idea. Su ya de por sí horrible rostro se torna en una mueca de ira y odio en cuanto posa su mirada sobre nuestro «amigo»: El Rostro De La Locura.

—¡Tú! —ruge, pero hay algo de temor en su tono tirante.

—¡Vaya, Mitsune, te creía muerto! —le responde el enmascarado con algo de diversión en su voz metálica, resbaladiza—. Eso me dijeron mis amigos.

Una lanza de furia desmedida me atraviesa el cráneo, me acelera el pulso y hace que mi destrozada nariz, de la que ni me acordaba ya, me empiece a doler de nuevo. El maldito loco nos menciona y nos señala con un gesto despreocupado de su mano. Me entran ganas de matarle. Mi mente hirviente se plantea que nos haya engañado para entregarnos a los japoneses. Pero Mitsune, al que Violet y yo creíamos parte del festín de la criatura tipo Jones, clava su único ojo en nosotros cuatro, que seguimos inmóviles junto al coche del loco enmascarado. Su expresión de furia queda derrotada por el miedo verdadero al reconocernos, aunque yo nunca le había visto.

—¡El detective y su monstruo devorador de hombres! ¡Tiene otro! —y se vuelve frenético, furioso otra vez, hacia El Rostro De La Locura—. ¡Te has aliado con ellos para acabar conmigo de una vez por todas! ¡No podrás, demonio! ¡Matadlos a todos!

Cuando dice «matadlos a todos» señala hacia nosotros, mientras desenfunda su espada y avanza entre sus hombres hacia El Rostro De La Locura.

—¡Violet, ven!

Violet me obedece lanzándose sobre el capó del motor del coche hacia el lado donde estamos Jones, Hardy y yo, justo en el momento en que varios de los tipos trajeados sacan de la nada pistolas y pequeñas metralletas de una mano y descargan su munición sobre el pobre coche tras el que nos acurrucamos los cuatro. Hardy ha desenfundado su revólver y me dice algo, pero no le oigo.

—Un coche no es protección a esta distancia —oigo con toda claridad decir a Jones, a pesar de los disparos.

Y sale corriendo agazapado por la parte de atrás, con increíble velocidad para algo de su tamaño, con su larga gabardina como espectral estela. De inmediato se oyen gritos de terror y dolor proferidos por los tipos trajeados. Los disparos ya no van dirigidos a nosotros, y me asomo por encima del techo del coche, empuñando la nueve milímetros robada. Disparo con calma contra algunos tipos trajeados, que están muy ocupados disparando a su vez, horrorizados, contra Jones, que se cubre usando los cuerpos que destroza como escudo. Él podría usar su revólver, pero supongo que ya no intenta disimular, que así se lo pasa mejor. A mi lado Hardy me imita, pero dispara tres veces sin dar ni una. Veo por el rabillo del ojo que Violet le arrebata el arma, y aprovecha las tres balas restantes para acabar con otros tantos esbirros. ¡Joder, con la tía! Se me acaban a mí también las balas, y no podemos hacer más que mirar a Jones destripando y cortando lo que queda de los malos.

Violet se tapa la boca en un gesto de asombro y asco, pero mantiene los ojos abiertos como platos a pesar de la lluvia, sin perder detalle del espectáculo de sangre y tripas desparramadas. Jones golpea con sus garras, cercenando miembros, haciendo aberturas en la carne, atravesando con estocadas rápidas de sus uñas el frágil pecho de uno, el indefenso estómago de otro. Así hasta que acaba con todos. Toda la sangre de que se ha empapado su impermeable empieza a resbalarse rápidamente hacia el suelo, a diluirse con el agua que encharca la orilla de la acera. Jones extiende ante sí sus garras para que la lluvia las limpie del mismo modo.

—Me encanta la lluvia —nos dice.

Nos reunimos con él saliendo con precaución de detrás del coche, que ha quedado bastante agujereado. Paso junto a un cadáver que tiene los brazos rodeando su cabeza, cortados ambos. Una mano agarra una de esas minimetralletas. La cojo, tirando al suelo la pistola sin munición en su lugar. Compruebo que tiene el cargador a la mitad, pero de momento me conformo.

—Tengo que comprarme otra pistola —me digo.

—Parece que te arreglas bastante bien con las de los demás —me contesta Violet.

—¿Cómo andáis de munición? —pregunto a Jones y Hardy.

—Yo bien, para el uso que le doy —dice Jones levantando las dos manos y agitando de forma rápida y ágil las largas uñas.

—¿Y tú, Hardy?

—Bueno, tengo doce balas más en esta caja —y veo que se la alcanza a Violet, que todavía empuña la enorme arma.

Ella, antes de coger las balas de mano de Hardy, descarga los casquillos vacíos, demostrando un evidente y completo conocimiento del arma. Acto seguido empieza a cargar seis balas más, le da al tambor vueltas con un golpe seco de su palma enguantada y lo introduce en su lugar con un giro de muñeca, igual que en las películas.

—¿Pero en qué escuela has estado estudiando tú, niña? —pregunta Hardy asombrado, que todavía no sabe que no va a la escuela, y que tampoco es ninguna niña.

Por toda respuesta Violet le sonríe dulcemente, y luego me dedica un guiño ladeando ligeramente la cabeza. Mirándola a ella, veo que a su espalda se desarrolla un disparatado enfrentamiento. Toyosu Mitsune, katana en mano, persigue, alrededor de uno de los largos coches de sus lacayos, a nuestro joven y chiflado amigo. Éste último se dedica a correr y saltar por encima del coche de manera ridículamente asustada, mientras el japonés no para de golpear el coche con su espada en un fútil intento de alcanzarle. La negra pintura del coche se lleva la peor parte, lo está dejando a rayas por todas partes. La verdad es que no le quedan del todo mal.

—¿Qué están haciendo esos dos? —es cuanto sale de mi boca lánguida, estupefacto como estoy.

—¿Veis, veis cómo sí que está como una cabra? —dice Hardy.

—Hardy, cállate —le espeto, cansado ya de oírle repetir eso como a un loro.

Acto seguido camino decidido hacia los contendientes, haciendo a Jones un gesto con el brazo para que me siga. El Rostro De La Locura está haciendo cabriolas con una habilidad nula, algo cómico y patético a un tiempo, pero la verdad es que parece servirle, pues no le veo herida ninguna. Mientras, Toyosu Mitsune está tan concentrado, hay tanto odio y desesperación en sus ataques, que no me sorprende que no repare en nosotros.

—¡Mitsune! —grito para que me oiga por encima de la lluvia y de su ardiente rabia—. Déjalo ya, si haces el favor. Estás haciendo el ridículo. Los dos lo hacéis.

Toyosu vuelve su cara desfigurada por la cicatriz y la locura hacia nosotros. La herida tiene muchísima peor pinta de cerca, una grotesca abertura apenas mal cerrada por escasos puntos hechos con un grueso cordel. La lluvia intensa la mantiene jugosa, deshaciendo lo poco que tuviera coagulado; da la impresión de tener trozos colgando, incluso, parte de carne y músculo, quizá, que se agitan levemente según se mueve él. Me están entrando verdaderas ganas de vomitar, porque, aunque he visto de todo, nunca me había topado con semejante desfiguración. Toda la cara está contraída hacia la gruesa cicatriz, como si fuera un agujero negro que la estuviera absorbiendo muy lentamente. Se me ocurre que ese sí que es un rostro de locura, ni el de Jones ni el del esquizofrénico enmascarado.

—¡Vosotros! ¡Vosotros le habéis traído para que me matara! —nos grita furioso, enloquecido, lanzándose contra nosotros espada en ristre. Pero su impetuosidad no le impide ser prudente, se detiene en seco cuando le apunto con la minimetralleta—. ¡Vaya, creía que dejarías que tu nuevo monstruo intentara hacerme pedazos, pero has aprendido la lección!

—¿Perdón? —se me escapa.

—Claro, vamos, dispárame. Ya escapé de uno de tus monstruos, no son tan fuertes. Vamos, dispárame.

—Este se cree que hemos metido aquel ser aquí para intentar matarle —explica El Rostro De La Locura, con claro alivio en su voz.

—¿Y si no es así, qué tengo que creer? —le pregunta Mitsune sin volverse hacia él, que está a su espalda. Mantiene su único ojo sobre mí.

—Oye, oye, que yo sepa eres tú el que me quería a mí muerto, y sin provocación alguna por mi parte.

—¿Sin provocación alguna? Todo el mundo en esta ciudad de acojonados habla del detective y su monstruo. Todos temen hacer nada por miedo a que alguien contrate a Elangel Pulois, el cazarrecompensas, el mercenario. Tú y el jodido psicópata embrujado de vuestro amigo —señala con un seco ademán de cabeza a El Rostro De La Locura— estáis deshaciendo el equilibrio de las cosas, y, ¿para qué? No hacéis ningún bien a la sociedad, no hacéis del mundo un lugar mejor, sólo estáis promoviendo un violento «sálvese quien pueda» entre los criminales, estáis acelerando la espiral de brutalidad y caos que lleva tiempo amenazando a esta ciudad. Sólo alguien fuerte y decidido puede poner algo de orden, y yo soy ese. Pero antes debo acabar con vosotros, los oscuros justicieros, el cuento para niños que produce pesadillas a la gente.

Noto que Jones me mira, hace desaparecer sus ojos bajando el ala de su enorme sombrero, y vuelve alzar la mirada. No sé que quiere decir con ese gesto. ¿Que Toyosu tiene razón? ¿Que está avergonzado?

—Escucha, ni soy ni quiero ser ningún héroe. ¿Que las cosas están empeorando en la ciudad? Pues a mí me importa una mierda. Sólo hago un trabajo, espero que me paguen y eso es todo. A tomar por culo todo lo demás. ¿Entiende, señor samurai?

Mitsune hace bailar su iracundo ojo izquierdo de Jones a mí y de mí a Jones. Parece estar a punto de decir o hacer algo, pero El Rostro De La Locura empieza a hablar, pasando a prudente distancia por su lado.

—Escucha, Toyosu. Estas pobres gentes no tienen nada que ver con el incidente del ser que te atacó. No la tomes con ellos.

Un deje de burla y complacencia se diluye de su líquida voz, mientras le muestra la superficie inerte que es su cara a Mitsune. Éste sufre un repentino ataque de ira e intenta alcanzar al enmascarado de nuevo con su espada, con la diferencia de que esta vez sí que le va a acertar, pero Jones reacciona, casi aparece como por arte de magia entre ambos, desvía con su garras la fiera estocada de Mitsune y le coge por la corbata violeta que envuelve el cuello de su camisa azul, con delicadeza, a pesar de todo. Mitsune se revuelve, gruñe y golpea en vano a Jones a mano desnuda.

—Está enloquecido, Nass. ¿Acabo con él? —me pregunta.

—Sí, mátalo. Lo hubiera hecho yo mismo, pero no podía mostrarle mi rostro sin correr el riesgo de que vosotros lo pudierais ver también —dice El Rostro De La Locura, entre divertido y aliviado.

—Será mejor que te calles —le replico secamente—. Tú no eres nadie para darle órdenes a Jones, ¿entiendes?

—Él os matará a todos —me interrumpe Mitsune, inquietantemente tranquilo de pronto—. Todo le da igual. Mató a mi mujer y a mi hija, el maldito cerdo; a ellas, que no tenían culpa de nada.

—¿Es verdad eso? —le pregunto a El Rostro De La Locura, casi sabiendo la respuesta de antemano, casi deseando que sea verdad para no tener que confiar más en él.

—Sí, sí, es verdad —contesta abriendo hacia nosotros las manos, como quitándole hierro al asunto—, pero fue un accidente. Estaban en un restaurante que estaba lleno de mafiosos al que hice una visita; pero también murieron otras personas inocentes, no dejéis que os conmueva su historia de perdición y venganza. ¡Siempre hay daños colaterales, cuando salgo a ajusticiar…!

—¡Maldito demonio! ¡Mi mujer estaba comiéndose las entrañas de mi hija cuando las encontré! ¡Tuve que matarla con mis propias manos para que se detuviera! ¿Cómo esperas que nadie olvide eso? ¿Cómo puedes vivir haciendo eso a la gente? Si fuera tú, hace ya mucho tiempo que me habría volado la cabeza.

—Esta conversación no tiene ningún sentido. Haced lo que queráis con él.

Y dicho esto, El Rostro De La Locura nos da la espalda a los tres, y se dirige hacia la entrada del Salsbury, subiendo los peldaños con infantilidad supina, a ridículos saltitos. Hardy y Violet, que se hallan cerca de los escalones, le observan entre el asombro y la intriga.

—¡Eh! ¿A dónde vas? —le grito, pero finge no oírme y se escabulle dentro, abriendo apenas una de las puertas.

—A vosotros todavía no os conozco bien. Hasta parecéis algo normales, incluso tú, monstruo.

—No le llames monstruo —gruño volviéndome hacia Mitsune, que sigue inmóvil, sujeto de la corbata por Jones.

—Lo que te estoy diciendo es que puede que no seáis como yo me imaginaba, quizá me he pasado con vosotros. Pero, si os unís a ese demonio, tened por seguro que acabareis mal, y yo no tendré nada que ver en ello. No sabéis nada de lo que le hace a la gente, ¿verdad? No, puedo ver en tu cara que no tienes ni puñetera idea. Nunca he visto su rostro endemoniado, pero le he visto inmóvil, impertérrito, contemplando la demencia que provoca en sus víctimas tras su máscara, observándolas matarse entre ellas o suicidarse; le he visto caminar entre los enloquecidos tan tranquilo como si se paseara por un museo. Ese hombre es el mal verdadero, ¿y vosotros le acompañáis? No sois nada para él. Para deshacerse de vosotros no tiene más que quitarse esa pantalla de la cara y adiós.

—Yo creo que estáis locos, tú y él. Puedes irte a tu casa y olvidarte de nosotros o bien insistir en atacarnos y que Jones se encargue.

Jones le suelta la corbata, y el desfigurado rostro de Mitsune se torna confuso y amedrentado, desconfiado.

—¿Cómo sé que no enviarás a otro monstruo a matarme?

—No es ningún monstruo —señalo a Jones con un teatral gesto de la mano—, las acciones de cada uno le convierten o no en un monstruo. No sé de donde salió el que te hizo eso en la cara, pero estamos aquí para averiguarlo. Y no olvides que tú empezaste a perseguirnos, poniendo en peligro a mis únicos amigos, que no tienen nada que ver, como tu mujer y tu hija, ¿recuerdas? Tú y el puto loco de la máscara sois iguales. Vosotros puede que sí seáis monstruos. Vete, y no quiero volver a saber de ti. Es una amenaza, justo como suena.

Mitsune recoge del suelo su querida katana y la sostiene ante él, mirándola con su único ojo mientras suena alegremente con las gruesas gotas de lluvia tamborileando en su brillante hoja. Nos da la espalda y se acerca al coche alrededor del cual andaba persiguiendo a El Rostro De La Locura. Se vuelve hacia mí una vez más, mostrándome de nuevo sus desfiguradas facciones de pesadilla.

—No podéis confiar en él —dice, y su único ojo hace un fugaz movimiento hacia la entrada al edificio, señalando en dirección al enmascarado—. No podéis creer lo que os diga, ni haceros sus amigos, ni esperar su ayuda o compasión llegado el momento.

—Como con todo el mundo, ¿no? —es cuanto le contesto.

Con un aspecto derrotado entra en el coche, lo pone en marcha y se va. Atropella algunos de los trozos de sus hombres que Jones desperdigó por toda la calle. Violet, que ha dejado a Hardy ante los escalones del Salsbury y ha estado escuchando la última parte de nuestra conversación junto a Jones, me sobresalta dirigiéndose a mí, pues ni me enteré de su movimiento.

—Creo que el japonés tiene razón. No me gusta ese tío.

—¡Joder, qué susto me has dado! —replico casi involuntariamente—. Pues hace no mucho parecías encantada de subir a su coche y hablar con él.

—¿Son celos, eso que detecto? —me sonríe entre satisfecha y desafiante—. Ése precisamente es el problema. Prácticamente me invitó a subir para que le hiciera compañía, pero luego no contestó a ninguna de mis preguntas. Se quedó quieto, en silencio, mirando, supongo, a la carretera. Me asusté un poco y me quedé calladita todo el camino, se lo acabo de contar a Hardy. Y por no hablar de cuando le advertí sobre los mafiosos, el tío como un robot, como si yo no existiera.

—Eso te llegó al alma, ¿eh? —bromeo al estilo en que ella lo hace, una oportunidad demasiado dulce para dejarla pasar—. Venga, más vale que entremos, a ver si va a estar prendiéndole fuego a algo.

Entro apresuradamente en el antiguo hotel, empujando con brío las puertas, que se abren a ambos lados. Pretendo que «El Jodido Rostro De La Puta Locura» se acojone al verme entrar así de cabreado, pero, para mi decepción, no parece estar en el vestíbulo.

—Nasser, las llaves del coche, que te lo habías dejado encendido.

Hardy me pone en la palma de la mano el cutre llavero de cuero, de forma indeterminada, que está unido a las llaves.

—¿Dónde está el lunático? —pregunta Violet pasando junto a él—. ¿Qué te apuestas que ya ha subido, y está contaminando nuestra escena del crimen?

—Violet, que ya han subido Mitsune y sus hombres antes —le respondo sin poder evitar una sonrisa—, y nosotros no somos policías.

—Eh, que sólo intento meterme en mi papel, adaptarme a mi nuevo empleo.

—¿Pero de qué hablas niña? —la interroga Hardy, aterrado.

—Tu amigo el pupas —dice señalándome de arriba a bajo con un dedo—, que me quiere meter en nómina.

—¡¿Qué?! —suelta Hardy en un graznido espantado, que suena algo así como «kua».

—No está aquí. Le oiría —me gruñe Jones, poniéndome la enorme mano de largas uñas en el hombro.

—Jones, a ti te cae bien, pero tengamos cuidado, ¿eh? Ya oíste a Mitsune. Puede que sea un estúpido supersticioso, pero no me parece que estuviera mintiendo.

—No lo hacía, Nass.

Jones me adelanta hasta el mostrador, con sus largos y silenciosos pasos.

—Los ascensores funcionan, ¿no? —pregunta.

—Sólo el izquierdo, Jones.

—Vale.

Llega hasta la puerta, que está cerrada, y pulsa el botón de llamada. Llegamos a su lado.

—Joder, esto quiere decir que ha subido sin nosotros —dice Violet, fastidiada.

—A saber qué estará tramando —suelta Hardy, totalmente neutro.

Jones y yo no decimos nada. Él me mira a mí, y yo a él. Creo que ya no sabe qué pensar del enmascarado. Violet enciende un cigarrillo de la cajetilla que El Rostro De La Locura le había dado. Tenemos que esperar a que el ascensor baje desde el último piso y ella ya sabe lo que tarda.

—Me parece que fumas demasiado, niña —comenta Hardy, haciendo nuevos gorgoteos su garganta debido al humo.

Violet se encoge de hombros por toda respuesta. Seguimos esperando a que el ascensor termine de bajar. Cuando le quedan sólo tres pisos de los veinte que tiene el edificio, las luces del vestíbulo parpadean tres o cuatro veces a nuestras espaldas. Finalmente se apagan, dejándonos en la siniestra penumbra que nos otorga la escasa luz de este día gris, que entra por los altos y estrechos ventanales de las paredes. Noto que los demás miran a su alrededor algo inquietos, incluso Jones. Yo estaba mirando a la maldita lucecita indicadora del piso del ascensor, que había desaparecido del número cuatro para volver a aparecer, creía yo, en el tres. Clavo la vista en el número tres, pero nada, por más que lo deseo, la lucecita no vuelve a aparecer.

—Déjalo, Nass. —Violet agita la mano con la que sujeta su pitillo ante mis ojos, como para despertarme de mi trance, y aspiro el aroma penetrante y desagradable del tabaco negro—. La luz se ha ido, definitivamente. Quién sabe cuándo volverá. Habrá que subir por las escaleras.

—¡¿Qué?! —vuelve a exclamar Hardy, volviendo a sonar «kua».

Jones ya se ha lanzado hacia la puerta de las escaleras y la sostiene abierta invitándonos a entrar, como si fuera parte del servicio del viejo hotel.

—Joder, no me lo puedo creer. Es que ni una puta cosa va a salirnos bien. Ni una.

Violet me da unas palmaditas en la espalda mientras camina a mi lado, intentando consolarme, creo. Cuando me asomo al hueco de las escaleras compruebo que no hay siquiera unos tristes ventanucos que iluminen tenuemente los largos y numerosos tramos de escaleras, que parecen subir dando vueltas hasta el infinito.

—Joder, es que no hay quien se lo crea —vuelvo a quejarme, y empiezo a subir perezosamente, con Violet justo detrás.

—Dejaré la puerta abierta, así veréis algo. Hasta pasado el primer piso, por lo menos —dice Jones con su clásico gorjeo de diversión, que me hace temblar en escalofríos.

Hardy empieza a resoplar sonoramente llegados al principio del segundo tramo, a mitad del primer piso.

—Abuelo —empieza a decir Jones, ronco de preocupación—, tal vez debieras esperarnos en el coche.

—Ni hablar del peluquín que nunca me pongo —contesta jadeando—. Quiero ver con mis propios ojos al maldito chiflado, tenerle vigilado. ¡Como si me da un ataque al corazón, pero yo llego arriba!

Violet y yo nos hemos detenido y vuelto hacia ellos, escuchando su diálogo, viéndoles apenas en la penumbra. Veo que la gran y amedrentadora silueta oscura de brillantes ojos de Jones se abalanza sobre Hardy. Parece que le esté atacando, en medio de esta incipiente oscuridad, pero lo que hace es levantarlo en volandas, como si fuera un niño pequeño. Hardy suelta un bufido exaltado, casi puedo ver en mi imaginación sus ojos desorbitados sobresaliendo de su redonda cara, sorprendido y asustado por la inesperada cogida.

—Solucionado. Si quieres subir, subirás. Sigamos —dice Jones tranquilamente.

Reanudamos la larga y penosa ascensión. La oscuridad llega a ser casi total. Me muevo con bastante soltura, ya me sé cuán largos y altos son los escalones, pero, como no los veo, al final de cada tramo doy un tonto traspié intentando subir uno más que no hay. Por suerte Violet no me ve, que si no ya se estaría burlando. El único que ve perfectamente es Jones, que va el último con Hardy en brazos.

—¡Quietos! —nos susurra tan gravemente que casi no lo oímos. Violet y yo nos detenemos en el acto, pero vuelve a decir—. ¡Quietos! ¡Quietos, quietosquietosquietos…!

La frecuencia del sonido de su garganta va bajando de la escala de graves que podemos oír hasta que siento en mis tímpanos la vibración de sus palabras, pero ya no oigo las palabras mismas.

—¿Qué? ¿Qué pasa ahora, por qué nos detenemos? —pregunto con voz de pito, asustado.

—¡Silencio, te he dicho! —me contesta enfadado, silbando apenas las palabras entre sus dientes.

—¡Has dicho «quietos»!

—¡Que te calles!

Esto último me lo dice junto a la oreja, muy bajito, echándome su caliente y maloliente aliento, lo cual me asusta porque no me lo esperaba. Joder, cómo estoy de los nervios últimamente. Parece que ha soltado a Hardy y ha subido hasta mí. Noto que se debate nervioso en la oscuridad, a mi lado. Sube un escalón, retrocede, vuelve a subir, se detiene, se me acerca otra vez.

—He visto algo, Nass. No sé qué era —me dice al oído.

—¿Cómo no lo vas a saber, Jones? —le recrimino, frustrado—. Si no lo has visto tú, ¿quién puede?

—Con el abuelo a cuestas ando más preocupado de mirar dónde piso, ¿sabes? —me contesta de mal humor, claro—. Lo vi de repente, al mirar hacia ti. Vi que algo salía corriendo hacia arriba, ¡pero tu espalda no me dejó verlo bien! —concluye como echándome la culpa, aunque yo me lo he buscado, supongo.

—¿Y? —le replico estúpidamente, cabreado sin motivo, como me suele pasar.

—¿Cómo que «y»? —me responde, y noto que alza un poco la voz y se inclina sobre mí—. ¿Quieres ir tú delante y ver qué es? Estabas caminando hacia ello y ni te diste cuenta, lo debías tener a sólo unos pasos. Creo que se largó cuando me vio a mi.

—Ya, y crees que era una de esas cosas que…

—Sí, creo que era una de esas cosas que… —me imita, burlándose, algo que no suele hacer y que me deja atónito por su brusquedad. Pero sólo me está respondiendo con la misma moneda con que le pago, la culpa es mía—, ¿quién o qué otra cosa puede moverse de esa manera, sin hacer ruido ninguno?

—¿Un ninja, tal vez? —interviene Violet desde la oscuridad, un par de escalones por debajo de nosotros.

Dos chispazos de su mechero me permiten ver el monstruoso rostro de congelada expresión de Jones, que parece estar sonriéndome con esa amplia hilera de largos dientes, y de repente me entra otra vez un poco de ese miedo alarmante que había sentido en presencia de la otra criatura que maté esta misma mañana.

Al tercer chispazo, el mechero se enciende por fin, y veo que Violet acerca la llama a otro cigarro que se ha llevado a los labios. El mechero se apaga, y la brillante punta del cigarrillo baila ligeramente en la oscuridad cuando habla.

—¿Queréis dejar de discutir como idiotas, y decidiros de una vez? ¿Seguimos o bajamos? Así de sencillo.

—Esperad aquí —ordena Jones, repentinamente protector.

—No, Jones —le cojo de la manga de su gabardina, tras tantear a ciegas—. Esos seres no son como tú, son mucho más fuertes, mejor alimentados.

—¿Qué tiene de malo lo que cocino? —me interrumpe, ofendido.

—Quiero decir que llevan otro estilo de vida, Jones. Son carnívoros, cazadores, como deberías serlo tú; su musculatura te deja en ridículo.

Casi nada más decírselo temo que se ofenda, pero ni mi sincero tono de preocupación le hace olvidarse de más frívolas discusiones.

—Si tú pudiste con el otro, yo no voy a ser menos.

—Jones, ¿podrás hacerlo? ¿Podrás enfrentarte a uno de los tuyos?

—Esos seres no son los míos —sentencia, y me acaricia la cabeza con su mano áspera y huesuda, con cuidado de no tocarme con las afiladas uñas. Me hace sentir inofensivo y tonto, como si fuera un niño pequeño. Empieza a subir silenciosamente las escaleras, oigo que saca y amartilla su gran revólver de cinco tiros—. Esperad aquí, en silencio. Volveré.

—Dispara a los ojos, Jones. Así maté al otro.

Mi susurro suena rasposo al intentar que lo oiga según se aleja de nosotros, y me quedo intranquilo pensando que no me ha oído. Saco la minimetralleta que llevo en la cintura de mis pantalones, aunque me resultará inútil en la oscuridad. Temo por Jones, de repente. Tengo miedo de que quede paralizado ante su igual, de que no sea capaz de hacerle daño, por mucho que diga. Tengo miedo de que le maten, de que se vea superado por la potencia de esos feroces seres.

—Tu pistolita no nos va ayudar ahora —dice Violet, que me ha oído desenfundar, sacándome de mis funestas reflexiones—. Temo por Jones, pero quizá deberíamos ir bajando hasta que vuelva, para tener algo adelantado si hay que huir.

No le contesto nada. Tiene razón. Como Jones no rechace a lo que sea que vio, vamos listos en este puto agujero. Pero soy incapaz, soy incapaz de dejar a Jones atrás sabiendo que esta vez puede morir. Es mi amigo. Tampoco dejaría a Hardy ni a Violet. Bueno, a Violet… No, no, creo que tampoco.

Aguardamos un poco más en la oscuridad, sin oír nada. Ni siquiera se escuchan los movimientos de Jones, es terroríficamente sigiloso cuando quiere. Repaso mentalmente el pasado. El adiestramiento de Jones con las armas. La depuración que llevamos a cabo entre los dos de su bestial estilo de lucha. Le enseñe cómo matar a los seres humanos rápidamente, cómo matarlos lentamente, cómo prolongar sus vidas durante intensivas torturas. Le enseñe mucho más de lo que nunca ha llegado a utilizar, por suerte para su alma. Tan sólo deseo que todo eso le sirva ahora de algo, contra esas forzudas cosas.

El fuego del cigarrillo de Violet se vuelve más intenso en la larga calada que ella le da. Yo lo estoy mirando, es la única referencia visual que tengo y mis ojos lo siguen como hipnotizados. Durante el aumento del resplandor se intuyen apenas las facciones suaves de Violet, y su aparente calma y placer mientras aspira el humo. Me da envidia, aunque no sé si será sólo una fachada, a lo mejor está tan asustada como yo.

Desde no sabría decir cuántos pisos por encima nos llega un horrible alarido, algo con un deje reconocible, suena a mezcla de sorpresa y alarma. El lucero del cigarrillo de Violet cae hasta el suelo, se le ha escapado del susto. Yo encojo la cabeza entre los hombros, anticipándome a lo que sigue, un potente estampido del arma de Jones. Golpes, como de algo que choca contra las paredes y luego contra la barandilla metálica. Se oyen guturales rugidos, algún chillido ocasional, ninguno parece de Jones, temo que lo haya matado y lo esté devorando. Se oyen dos disparos más, seguidos. Un ronquido grave, que de pronto se hace agudísimo y ensordecedor. Otro disparo lo acalla. Silencio.

—¿Lo ha matado? —pregunta Hardy murmurando.

—Sí, está muerto —responde Jones con su inconfundible voz inquietante, unos escalones por encima de nosotros. Doy un paso atrás y casi caigo rodando por las escaleras, del susto, pero acierto a agarrarme a la barandilla—. Sigamos. Puede que hayan atacado a El Rostro De La Locura.

—Sí, ojalá sea así.

—Abuelo, deja de decir esas cosas.

La voz de Jones no deja de sonar triste ni cuando riñe a Hardy. Tiene otra vez ese borboteo acuoso escapándosele de la garganta, como cuando le encontramos en casa del enmascarado.

—¿Jones, qué te pasa? Estás bien, ¿no?

—Intentó hablar conmigo, Nass. En frecuencias muy bajas, que no podéis oír. Me tendió la mano, no sé qué quería —me contesta, y suspira largamente.

—Jones, si no puedes con esto, no tienes que seguir, ni por mí ni por nadie.

—¡Ni hablar! —contesta de repente con irritación—. No dudó en intentar perforarme el corazón con sus garras cuando me abalancé sobre él. ¡Que les den!

—¡Así se habla! —repone Violet.

—¡Violet, calla! —le corto—. Jones, no te hagas el duro que te conozco. Dime qué sentiste cara a cara con ese ser.

Silencio otra vez. Nadie dice nada durante unos diez segundos, lo que se me hace raro, aquí en la oscuridad.

—Joder, Nass, déjale en paz de una vez. Si no quiere hablar de ello tú no puedes…

—Violet, que te calles. Jones, esto es importante, joder, estoy preocupado por ti. Dime la verdad, ¿qué sentiste? Violet y yo sentimos algo muy raro con el otro de esta mañana, algo que no se ha repetido ahora y que no…

—¡Maldita sea, Nass! ¿Quieres saber qué sentí? ¿Tanta necesidad tienes? —sé que se me ha acercado y me está hablando frente a frente por que siento el calor de su aliento dispersándose por toda mi cara—. Pues hambre es lo que sentí.

—¿Hambre? —pregunta Hardy desde abajo.

—Hambre, sí —le contesta, pero sigue hablando contra mi cara, algo no muy agradable, acojonante es la palabra que lo define, debido a la oscuridad, la cercanía de su enorme boca y el tono que emplea para hablar, como si riera y sollozara al mismo tiempo—. Hambre de vosotros, de vuestra carne. Tal como te dije, Nass. De algún modo lo sabía, sabía que junto a ellos necesitaría ser como ellos, no sé por qué.

—Pero ¿qué dices Jones? ¿Por qué ahora, de repente? —le pregunta Violet, sinceramente preocupada, al parecer, no sé si por él o por nosotros, los débiles humanos.

—No sé por qué, fue una sensación creciente, algo que fue aumentando desde que os dejé atrás para matarle, y que fue más intensa cuando me habló y alargó su mano hacia mí. Una cosa es que no entendiera lo que decía, y otra que no supiera qué quería decir. Me pedía que os matara, que me alimentara de vosotros. Y no me lo pedía solamente con palabras, me estaba inculcando la idea en la mente, de alguna forma.

Me quedo sin habla, aterrorizado. No es el clásico miedo del instinto de supervivencia. Bueno, quizá un poco, pero más bien es el terror de perder a Jones, de verle convertido en el monstruoso animal carnívoro que siempre he pretendido ocultarle a todo el mundo, hasta a él mismo. Siento su miedo y desesperación en la extraña y espeluznante vocalización, tengo miedo por él. Pero no puedo hacer nada, y no sé si ni él podrá hacer nada.

—Pero hace un momento dijiste que no sabías qué quería —le recrimina Hardy.

—Estaba mintiendo, evidentemente.

Silencio otra vez. La quietud de la oscuridad nos envuelve y empieza a afectarnos, creo. Lo que es yo, no sé qué decir, soy presa de una serie de imposibles temores que siempre han permanecido latentes y que ahora parecen materializarse todos a un mismo tiempo invocados por alguna malévola fuerza, por una especie de destino funesto del que me hice esclavo el mismo día que recogí a Jones en aquel oscuro y húmedo callejón de hace quince años.

—¡Mierda! ¿Y qué hacemos ahora? ¿Qué os pasa? —dice Violet alarmada, quizá por la opresiva oscuridad, quizá por nuestra extraña falta de resolución—. Tenemos que irnos, lo que yo decía, ¿no?

—No, nada de eso. No podemos dejar a El Rostro De La Locura —contesta Jones, feroz.

—Ese tío tiene que estar ya muerto —responde de inmediato Violet, con desesperación.

—Seguimos. No os preocupéis, esa sensación de hambre puedo controlarla. He matado al ser, ¿no?

Otro incómodo silencio. Este es peor, porque parece que ninguno confiamos en él. Puede que sea así, por mi parte.

—¿Cómo esperas que te creamos, Jones? —interviene Hardy, al fin—. No me malinterpretes, estoy convencido de que nunca nos harías daño a ninguno, pero suenas como si fueras a derrumbarte de un momento a otro. Creo que esto te supera.

—Abuelo…

—No, Jones. Intento ponerme en tu lugar. Acabas de descubrir que no eres único; no creo que vengas de otra dimensión como intenta hacernos creer el jodido chiflado de tu amigo, pero es evidente que, en alguna parte, debe haber quién sabe cuántos más de esos seres. ¿Y los vas a matar, vas a matar a todos los que te cruces para protegernos, sin pestañear siquiera? Es una forma de hablar, claro…

—Sí, eso mismo voy a hacer. No son más que bestias. Vosotros me acogisteis, me aceptasteis a pesar de lo horrible que os resulto. En quince años no han aparecido por mucho que buscamos Nass y yo. Mataría hasta el último de ellos por vosotros. Así que seguimos, rescatamos a El Rostro de La Locura, y entonces ya veremos qué hacemos, ¿de acuerdo? Si de verdad confiáis en mí, venid. Pero yo no doy la vuelta, me iré solo, si es necesario. Siento la necesidad de hacer frente a esto para ser digno de vosotros.

Sus motivos quedan perfectamente sintetizados en su última frase. Me sobrecoge la solemne expresión de sentimientos que manifiesta de manera tan simple y brusca, enfurecido, hastiado, como está. Creo que le entiendo, pero lo que él no entiende es que yo no quiero que tenga que pasar por esto. Su manera de hablar y la evidente crispación que de él parece emanar como radiación en ondas que nos estuvieran contaminando, me hacen abandonar toda idea de seguir discutiendo tontamente, sin embargo. La verdad es que a veces soy un verdadero gilipollas.

—No te dejaremos, Jones. Tú delante —digo por fin, conciliador.

—¿Y el abuelo? —pregunta volviendo a ser él, recuperando su voz grave pero clara, con gran alivio para mí.

—Queda poco, Jones. Llegaré bien —contesta el propio Hardy.

Sólo quedan por subir cinco pisos, ya habíamos hecho casi todo el camino cuando apareció el nuevo ser. Hay un momento en que nos detenemos para que Jones aparte el cadáver de su semejante. Esperamos, escuchando cómo lo coge y lo arrastra, oliendo el repugnante aliento de carnívoro del ser muerto, que sin duda yace con la boca abierta, en fiera protesta inerte. Me alegro de no poder verlo. Nos indica con un somero «vamos» que podemos seguir. Al pasar piso algo líquido, con lo que patino un poco. Sangre de la criatura.

—Cuidado aquí —advierto a Hardy y Violet.

Seguimos silenciosos, cansados del largo ascenso y de las tensiones. Hardy jadea fuertemente, pero nos sigue de cerca, nosotros tampoco vamos mucho más rápidos. Cuando llego al final de las escaleras, veo que la puerta de salida está entreabierta. Jones cubre casi por completo la estrecha rendija por la que apenas entra luz.

—¿Cuánto hace que estas ahí? —le susurro.

—Me adelanté en cuanto os aparté el cadáver y vi que ninguno se rompía la crisma al pisar la sangre.

—¿Has visto algo?

—Nada, Nass. Pero oigo las voces de baja frecuencia de no sé cuántos más de esos seres bestiales. Parecen hablar entre ellos. Ni idea de qué.

—Nuestro amigo enmascarado debe estar muerto.

—Es lo más probable, sí.

Me entra algo de penita por el chiflado de la máscara. Pero él se lo ha buscado, ¿para qué cojones subió en solitario?

—Espera, Nass.

—¿Qué?

—El Rostro De La Locura. Está vivo, le oigo.

—¿Que le oyes?

—Sí.

—No es posible.

Jones sale sin hacer ruido por la puerta, abriéndola apenas un poco más, para ello. Me vuelvo hacia Violet y Hardy, que llegan jadeantes justo cuando él sale.

—No os mováis de aquí.

—Eh, ¿a dónde vais? ¡Eh!

El alarmado susurro de Violet queda apagado cuando salgo y dejo entrecerrada la puerta. Me deslizo tan rápido y silenciosamente como puedo. Llego a mitad del piso, donde está la entrada a la gran suite donde vivía Mitsune, de donde escapó a duras penas mientras sus hombres eran devorados. Jones está agazapado en la esquina antes de doblar hacia la suite.

Delante de nosotros, al final del pasillo, veo la puerta destrozada en la que reparé esta mañana de casualidad. El lugar desde el que el otro ser llegó hasta este piso. Se la señalo a Jones, pasando mi mano por encima de su hombro, convencido de que deberíamos investigar por allí. Jones me hace un gesto de menosprecio con la mano, y me indica con otro que le siga. Veo que se lanza, sigiloso como un comando especial del ejército, revólver en mano, hacia la puerta de entrada a la suite de lujo. Se acuclilla con la espalda contra la pared, al lado izquierdo de la puerta. Yo hago igual, pero al lado derecho.

La puerta está cerrada. Sin falta de pegar la oreja a la puerta oigo la vibrante voz de uno de esos seres pronunciando esas extrañas palabras, pero esta vez no hay vacíos en su discurso, como en el de la criatura que nos habló a Violet y a mí. Esta otra voz parece esforzarse en pronunciar todas las palabras en el espectro audible del ser humano, con lo que sus frases, aunque no las comprendo, gozan ahora de un sentido, de una musicalidad coherente.

Cuando la criatura termina de hablar, mientras pongo la minimetralleta en modo semiautomático para tener mayor control sobre cada disparo, oigo claramente la voz de El Rostro De La Locura contestándole inmediatamente. No habla con miedo, no está rezando o suplicando por su vida, ni despotrica contra los bestiales seres con el irracional despecho del condenado. El Rostro De La Locura habla con la tranquila voz de tintineo líquido que siempre se desprende del interior de su máscara, habla con el eterno e irritante aire de sabelotodo que siempre ha usado durante lo poco que he tratado con él, con la suficiencia del que se cree el único cuerdo en el mundo y al que no le importa lo que piensen de él el resto. El Rostro De La Locura habla en el desconocido idioma de esos seres.

Jones, que estaba mirando a su revólver, entre sus rodillas flexionadas, me mira y leo en su rostro inexpresivo la sorpresa que comparto y transmito. Noto los músculos de mi cara caer en fláccido estupor, la mandíbula abierta, las ojeras abandonadas al recio yugo de la gravedad, todo con lo que debo parecer un aullante zombi silencioso. No me puedo creer lo que oigo, y no porque sea imposible que esté sucediendo, que también, sino más bien porque creerlo implicaría dar por ciertas algunas cosas que nos ha contado el loco de la máscara, y también dar por falsas otras, algo que sin duda encantará a Hardy descubrir.

No soy muy capaz, siendo como soy un tipo normal, al que los últimos días han puesto a prueba tanto física como mentalmente, de concebir una idea clara y concreta para explicar cómo podemos oír lo que estamos oyendo. Reconozco que no poco de lo que me acontece raya en el más demencial surrealismo, pero que el chalado hable con los monstruos sobrepasa con mucho todo lo demás.

El Rostro De La Locura parece terminar su parte de discurso, y ahora las criaturas que le acompañan parecen hablar entre ellas. Diferentes voces se turnan para hablar de esa extraña manera, con vacíos en su conversación inaudibles para mí. Jones sí puede oír las frases enteras, pero tampoco entiende las palabras. Vuelve a mirarme y encoge los hombros en mudo interrogante: «¿qué hacemos?».

Un nuevo torrente de furia se ha ido apoderando de mí. Toda la confusión y frustración que me produce no saber con certeza qué está ocurriendo, y tener por contra la seguridad de que nuestro demente amigo está pero que muy al tanto de todo y, sin embargo, nos ha tenido en la inopia premeditadamente, me hacen reaccionar impulsiva e irreflexivamente.

Con la minimetralleta en mi diestra, lanzo mi mano izquierda sobre la reluciente manilla. Sin contestar la silenciosa pregunta de Jones, pero suponiendo que me seguirá, abro de golpe la puerta, de un fuerte empujón, y entro apostándome de inmediato contra la pared al otro lado. Por el rabillo del ojo veo que, efectivamente, Jones me imita haciendo lo mismo al lado contrario. Mientras analizo lo que veo, oigo la voz de Jones, aunque no le escucho.

—¡¿Qué estamos haciendo?!

Su rugido grave y tenso pasa desapercibido para mí. Al entrar, lo primero en que me fijé fue en la figura de negra gabardina de El Rostro De La Locura, de pie en el centro de la habitación, y que volvió su cara de cristal de obsidiana hacia nosotros. Pero en seguida me veo obligado a abrir mi enfurecido y concentrado campo visual.

Del mismo modo que el enmascarado, se vuelven hacia mí, no hacia nosotros, sino hacia mí, hacia el impertinente y enclenque humano, las miradas felinas de globos rojos de cinco de esos seres. A alguno hasta se le escapa un fuerte bufido, no sé si de sorpresa o de pura hambre, pero todos me clavan sus implacables miradas de depredador. De pronto siento el mismo terror abismal de esta mañana, el mismo que me produjo la criatura que maté. Esta vez es mucho más fuerte, y sé que es por el mayor número de ellos, pero saberlo no me sirve de nada. El atenazante pánico me impide correr, gritar o intentar disparar, se me cae el arma de las manos, y arrastro los dedos por la pared contra la que apoyo la espalda. Mis uñas intentan arañar la roja pintura de la pared, mientras no puedo dejar de mirar, uno tras otro, a esos seres a la cara.

Noto que Jones me mira. Yo no le devuelvo la mirada, pero me da la impresión de que él también emite ahora esa especie de señal que me anula por completo. Noto que se me acerca desde mi izquierda, siento en él el mismo bestial propósito que esos seres, pero no soy capaz, por mucho que lo deseo, de hacer nada, de pronunciar siquiera la menor palabra. Abro y cierro la mandíbula inútilmente, como un pobre pez fuera del agua. Jones acerca su boca terriblemente dentada a mi mejilla, y me escupe su aliento fétido.

—Tú no te muevas, Nass.

La voz de Jones suena extraña, diría que distraída, aunque no soy un buen analista en estos momentos. Sin separarse de mi lado, Jones alarga su brazo izquierdo hacia uno de los seres y dispara su enorme revólver contra él. El ser pierde un ojo y cae muerto, fulminado. Jones apunta a otro que ya se lanza contra nosotros, pero su arma hace un fútil chasquido metálico. Se le ha olvidado recargar el arma, sólo le quedaba un disparo, pero Jones no pierde el tiempo lamentándose. Echa hacia atrás su brazo, y cuando la criatura salta sobre nosotros, él la recibe con un fuerte golpe con el cañón del revólver, una certera puñalada que atraviesa el brillante ojo bulboso de su rival.

Jones aparta a un lado, como si fuera de trapo, el cuerpo del ser que era de menor tamaño que él. Los tres que quedan, también más pequeños, parecen dudar un momento ante la oscura y erguida en toda su estatura figura de Jones. Avanza lentamente hacia ellos. Parece una versión puesta al día de la Parca, con su gabardina hecha jirones, su gran sombrero intacto, las largas garras asomando de las anchas mangas, el revólver ensangrentado en una de ellas.

La tenaza del pánico que esos seres lanzaron sobre mí se apacigua de pronto. Recupero el control total de mí mismo de una manera que se me antoja inexplicable, pero según recupero rápidamente el raciocinio, veo a qué es debido. Los seres tienen miedo de Jones. No retroceden, pero se encogen sobre sí mismos, y no del modo en que suele hacerlo Jones, para no darse contra el techo de los sitios, sino que están agazapándose para prevenir o rechazar su ataque. Intentan mostrarse amenazadores, como si fueran gatitos asustados. Me limpio las babas que se me han escapado de la boca durante mi transitorio estado de autismo con la manga de mi verde chaqueta de fieltro, que ya está para tirar de humedad y porquería, mientras los seres hablan con Jones. Sólo dos se turnan para dirigirle unas palabras. Él no deja de avanzar hacia ellos.

—No os entiendo, hijos de la gran puta —les responde con su voz forzada, tensa, colmada de algo que no sé si será odio o resistencia a la extraña fuerza telepática de los seres.

El lenguaje con que Jones se refiere a ellos me demuestra que su estado no es el más sereno, precisamente. Jones nunca suelta palabrotas, ni le suele gustar que nadie lo haga. De pronto, quizá conscientes de que no podrán hacerle cambiar de idea, dos de los seres se lanzan contra él. Jones golpea a uno en la cabeza con su pistola, tirándolo a un lado, aunque el golpe no parece haberle hecho ningún daño. El otro le ha agarrado el brazo derecho y le golpea con sus garras en el cuerpo, intentando abrirle en canal, lo más seguro.

Jones responde de una manera realmente inesperada. El corazón por poco se me para de golpe, aunque nunca he sufrido ataques cardiacos; me quedo sin aire y las piernas me fallan, caigo de rodillas repentinamente, debilitado por el horror.

Jones le está mordiendo la cabeza a su atacante. Abre su enorme boca mucho más de lo que nunca creí que fuera capaz de hacerlo, envuelve la cabeza calva del contrario e hinca los largos dientes, perforando aquel cráneo, que de inmediato suda sangre por cada uno de los resquicios que se abren cuando Jones cierra más su bocado, y tira hacia atrás mientras sostiene el cuello del masticado con ambas manos.

Todo ocurre rapidísimo, supongo, pero la dantesca escena representa lo más horrible que he visto nunca y se me hace eterna. Un inconmensurable sentimiento de compasión me inunda cuando la criatura que pretendía devorarme chilla enloquecida, manoteando y pataleando inútilmente, mientras la tapa de su cráneo y lo que debe ser parte de su cerebro son arrancados de cuajo por la dentellada de Jones. Sin que el ser deje de gritar en todo el rango de frecuencias de que es capaz, insoportablemente agudo un momento, tan grave que siento temblar el suelo en otro, pienso: «¿por qué no se muere de una vez?; por Dios, Jones, que se acabe, haz que se acabe».

Jones ha apartado su boca lo suficiente de la cabeza del ser para que éste, con buena porción de su cerebro arrancada, haya muerto por fin. La dentadura de Jones empieza a masticar el gran bocado, con un desagradable juego de crujidos óseos y de chasquidos jugosamente orgánicos. La carne húmeda y el hueso son triturados por la enorme mandíbula con glotonería. La lengua de Jones juguetea con la mezcla, le da vueltas, la saborea, la sitúa entre los dientes para triturarla y cortarla más; trozos se descuelgan hacia fuera, caen al suelo, pues no hay labios que los retengan.

Los compañeros del ser descabezado miran a Jones fijamente, totalmente quietos, casi no parecen ni respirar. Sus fríos globos rojos, inexpresivos, le estudian atentamente. Esas horribles criaturas antropófagas están tan abrumadas como yo mismo. Los tres vemos a Jones masticar y saborear. Los tres tenemos miedo.

Sin saber cómo, me quedo a solas con Jones. Sus dos congéneres han huido tras intercambiar unas palabras en su idioma, han desaparecido tan rápida y silenciosamente como es capaz de hacerlo el propio Jones, al que no dejo de mirar inmerso en una espantosa maravilla, la única forma en que puedo describir todos los enfrentados pensamientos que se arremolinan en mi demacrada mente.

Jones, en cuanto se van los seres, parece recuperar el control poco a poco. Traga lo último que le queda en la boca del gran mordisco, su lengua se desliza ágilmente por la parte exterior de su dentadura, le limpia la barbilla que gotea en sangre. Se vuelve hacia mí. Yo soy una estatua. Mi aterrada rigidez no está producida por influencia telepática, esta vez es un miedo verdadero y racional, creo. Los ojos de Jones tienen sus pupilas francamente dilatadas, y su enorme boca parece retraída desde sus separadas comisuras. Nunca había visto tal expresión en él. Es extraño. Parece feliz. Se me acerca.

—Nass, oye, Nass, tranquilo, ¿vale? Sigo siendo yo —me dice, viendo sin duda en mis ojos lo que siento. Me coge por los hombros, sus palabras salen desde detrás de la inmóvil dentadura, sucia de sangre y saliva—. No me hagas esto, Nass, perdóname, no pude evitarlo.

—¿P-por qué? —digo tartamudeando, ni yo mismo sé a qué me refiero.

—¡Sólo les he dado lo que querían, Nass! Querían que comiera carne. No he podido negarme, ¡pero puedo elegir qué carne comer!

Jones me suelta de repente y rompe a reír, la carcajada más sonora y larga que le he oído nunca. Es como una desagradable tos convulsiva, arquea hacia atrás la espalda, de entre sus dientes salen despedidos densos esputos. La voz retumba y perfora al mismo tiempo mis tímpanos en secas y repetidas explosiones. Me tapo los oídos, incapaz de soportarlo. Creo que se ha vuelto loco.

—Tendrías que verte la cara, Nass —dice de pronto, dejando de reír, pero con diversión en su grave tono—, parece que te vas a desmayar.

—Yo, no… Jones, no sé qué…

Una de mis manos señala el cadáver descabezado del ser, sin saber para qué, con qué objetivo. No me creo que haya sido capaz de hacer eso, de comerse la cabeza de uno de los suyos. Siempre he temido, teniendo por seguro que ocurriría, que empezara en cualquier momento a devorar personas. Pero una cosa es imaginarlo y otra verlo. Y hay algo monstruosamente mórbido en ver a dos seres de la misma especie devorándose entre sí; algo universalmente repugnante, no en el canibalismo en sí, si no en la desesperada y claustrofóbica lucha del que es devorado vivo, y en la implacable y satisfecha fruición del que devora.

—Vamos, Nass. Era o ellos o tú. ¿Quieres decirme qué prefieres?

—Jones, sí, pero, le has comido la cabeza…

—¡Ellos me obligaron, me inducían a hacerlo! ¡Sentía dolor, Nass! Se lo pensarán dos veces antes de volver a hacerme partícipe de su hambre, ¿no crees?

Creo lo que dice, pero su entusiasmo al hablar y su insólita expresión, similar a la de un drogadicto que acaba de recibir su dosis, me producen una más que justificada sensación de profunda inquietud.

Simplemente asiento con la cabeza, no me llegan palabras ni saliva a la boca para decir nada más.

—El Rostro De La Locura también se ha ido —dice buscando a nuestro alrededor con las dilatadas pupilas felinas—. Está claro que sabe mucho más de esos seres de lo que dice. Hablaba su idioma y todo.

Asiento otra vez. Recojo del suelo la minimetralleta que se me cayó.

—Esto… Chicos, siento interrumpiros, pero deberíais saber que he visto al loco salir corriendo de aquí. Dos criaturas de esas han salido luego tras él como demonios y… ¿Qué ha pasado aquí?

Violet, asomada tímidamente a la puerta de entrada a la suite, recorre con espantada mirada cada uno de los nuevos cuerpos inertes que están esparcidos por el suelo. El gracioso rostro regordete de Hardy la imita por encima de su hombro izquierdo.

No pienso contarles a ninguno de los dos lo que he visto. Es algo de lo que no quiero hablar hasta pasados algunos años, quizá en mi lecho de muerte, cuando ya me dé igual invocar horrores del pasado. Jones se limpia como puede la sangre con la manga de su impermeable, dándonos a todos la espalda. Él tampoco quiere dar explicaciones.

—Jones me ha salvado la vida —digo, siendo justo con él—. Me he quedado paralizado, como nos pasó esta mañana.

—Yo también lo he sentido, mientras esperaba tras la puerta de las escaleras, y Hardy también, ¿a que sí, Hardy?

—Sí, sí —se apresura a contestar—, de golpe un miedo absurdo, un sinsentido total.

Menea la cabeza en nerviosa afirmación. Está asustado todavía, no goza de la actitud «a mí todo me resbala» de Violet.

—Como iba diciendo, el loco cara de espejo se ha largado corriendo. Por las otras escaleras, las de la puerta rota —dice ella, meneando la mano para que la sigamos.

—Menuda mierda, acabamos de subir todo el puto edificio y ahora hay que volver a bajar —se lamenta Hardy—. Además, no me entusiasma demasiado ir tras él, ahora que le persiguen esas cosas.

—Esas cosas no le persiguen. Esas cosas le acompañan, él parece tratar con ellas.

Digo esto saliendo raudo de la suite, con Violet y Hardy observándome con la boca abierta. Oigo que Hardy vuelve a exclamar uno de esos «¿kua?» a mis espaldas. Jones camina junto a ellos y les empieza a explicar lo que hemos oído, aunque no tengamos ni idea de su significado. El Rostro De La Locura está jugando al despiste con nosotros, eso es seguro. Lamento no haber hecho añicos su maldita cara de cristal cuando sentí la necesidad de ello.

Con la minimetralleta por delante, abro de una patada lo que queda de la puerta. Al otro lado sólo silencio y oscuridad. Me asomo al hueco entre los tramos de escaleras. Sólo veo el leve brillo de las barandillas de metal hasta dos pisos por debajo. De pronto me detengo, seguro de que esas cosas pueden estar allí abajo agazapadas, esperando para emboscarnos.

—Jones, deberías ir delante otra vez. Si te ven primero quizá no tengamos ni que luchar. Te tienen miedo.

—Lo sé. Lo compartieron conmigo del mismo modo que su hambre. Son estúpidos, Nass. Simples animales.

Jones empieza a descender las escaleras, mientras recarga por completo su revólver. Violet, con el calibre cuarenta y cuatro de Hardy en mano, pasa a mi lado, adelantándome.

—Menuda tarde que nos estamos dando, ¿eh? ¿Echamos una carrera?

—Violet, ¿nunca te cansas de decir chorradas? —digo, agotado, esperando que me deje en paz.

—¿Y tú nunca te cansas de estar de mala hostia? ¿Cómo puedes pasar por todo esto sin sentido del humor, y que no te entren ganas de pegarte un tiro?

—Sí que tengo ganas de pegármelo, Violet, pero muchas más de pegárselo a otros.

Seguimos descendiendo, no sin cuidado. Bajar a oscuras es más peligroso que subir. Hay momentos en que me entra un absurdo vértigo en mitad de un tramo de escaleras; estoy a punto de dar el siguiente paso, de poner el pie en el siguiente escalón más bajo, y me parece que no va haber ninguno, que voy a caer hacia un vacío infinito.

—¿Qué tal vas Hardy? —pregunto hacia atrás, por encima de mi hombro.

—Bien, bien —me responde sin resuello—. ¿Por qué piso vamos? —pregunta entrecortadamente.

—Ni puta idea, amigo —le contesto.

Seguimos bajando. Tengo la impresión de que el aire se mueve, una corriente de aire frío sube hacia nosotros.

—¿Notáis esta agradable brisa? —pregunta Violet, delante de mí.

—¡Cómo refresca! —dice Hardy, aliviado.

—Debemos estar llegando, ¿verdad Jones?

—De eso nada, Violet. No llevamos ni la mitad.

De pronto me doy cuenta, sin que nos detengamos, de que una tenue luz verdosa llega de más abajo. Parece venir de abajo del todo, por lo débil que es, y me imagino que la puerta del vestíbulo estará abierta, que quizá la electricidad haya vuelto. Pero recuerdo que las lámparas del vestíbulo eran de una sobria luz amarillenta.

—¿Qué coño es esto?

Jones se ha detenido en el descansillo siguiente, la siniestra luz verde parece iluminarle de frente, llenando su figura de tenebrosos claroscuros. Su lenguaje impulsivo y soez delata su turbación. ¿Qué puede sorprender a Jones, después de todo lo pasado?

—La puta de su madre —dice Violet al llegar a su lado.

Yo sigo bajando hacia ellos, que están inmóviles, hipnotizados, mirando hacia la luz verde. A los cuatro escalones de llegar ya puedo verlo.

Hay una especie de halo suspendido ante nosotros, en mitad del descansillo. Su forma es irregular y ligeramente cambiante, ondea de manera aleatoria, siempre insinuando una elipse con su eje más largo en vertical. La brillante aureola verde del halo envuelve un vacío oscuro, que parece absorber la misma luz que el anillo de su alrededor desprende. De ahí dentro llega la agradable brisa, como Violet la llamó. No es que sople ningún viento, simplemente está frío, como lo estaría un bloque de hielo del mismo tamaño. Un frío inerte, el halo parece consumir el calor del mismo modo que su propia luz.

—¿Creéis que el loco cara de espejo se ha metido ahí?

La pregunta de Violet queda sin respuesta. Únicamente Hardy, al llegar junto a nosotros, suelta un juramento que sólo oye él. Ninguno de nosotros dice nada, observamos el ondulante anillo verde mientras el frío de su interior nos cala hasta los huesos. Violet se cierra los botones de mi gabardina, y vuelve a levantarse las solapas, como había hecho en la calle.

El fenómeno nos impide continuar bajando, y no tengo ganas de atravesarlo para acabar quién sabe dónde. Sin dudarlo un momento, me creo de golpe todas las sandeces de El Rostro De La Locura, y me entra una irresistible sensación de caída libre al pensar en todos los innumerables universos paralelos de que nos había hablado el enmascarado.

—¿Es posible? ¿Es posible que el «Cara de Vidrio» dijera la verdad?

La pregunta de Hardy parece romper el hechizo que hace posible el fenómeno; la luz se disipa sin más, deja de brotar frío de la oscuridad. Me siento reconfortado, recupero mi calor corporal. Tan fácil ha desaparecido el halo que no me es difícil convencerme a mí mismo de que no era real. Reanudo el descenso, pasando por donde había estado el halo sin ningún reparo.

—¡Nass, qué haces! —me grita Jones, pero tarde, ya he pasado de largo—. ¿Cómo se te ocurre hacer eso? Y si desapareces, ¿qué?

—¿Qué, de qué? —le respondo, y continúo bajando.

—¿No ves que de ahí salieron las criaturas? ¿Y si pasas, pero el portal no llega a estar cerrado del todo, y llegas al mundo de los monstruos, y entre todos te empiezan a comer? ¿Quién te hubiera ayudado entonces, eh?

Todo eso lo ha dicho Violet, que ha sido la primera en seguirme, y me está gritando al cogote, a oscuras.

—No sabemos qué era, Violet.

—¿Que no sabemos qué era? Pero claro que lo sabemos todos, hasta Hardy, ¿verdad, Hardy?

—Bue… —empieza Hardy.

—Sí, hasta él, que no se creía lo que decía Cara de Vidrio, está flipando porque todo es cierto. Joder, Nasser, ¿no ves que todo es cierto?

—Ahora mismo no veo una mierda, Violet.

¡Dios, cómo necesito una copilla! Unas cuantas, mejor, una detrás de otra, hasta perder el sentido. Esto empieza a ser demasiado para mí. Creo que hoy mi cupo de sorpresas ha sido sobrepasado por la desinhibida reacción de Jones, cuando le he visto hincar el diente a su congénere. Desde ese momento, creo que me muevo en un imperturbable estado que ha sobrepasado el shock emocional, no me importa si lo que veo es o no real, ni lo que pueda hacerme. Sólo pienso en mi agotamiento y en que acabe todo de una vez, implique lo que implique ese «todo».

Llegamos por fin al vestíbulo, donde todo sigue en la misma semioscuridad y quietud de cuando entramos. No hay ni rastro de El Rostro De La Locura ni de sus supuestos «colegas de otra dimensión». Hardy y Jones empiezan a discutir sobre qué es lo que está pasando y qué debemos hacer en consecuencia. Ni me molesto en escucharles, no tengo respuesta para ninguna de ambas cuestiones. Violet no toma parte en su discusión, sólo camina junto a mí, mirándome inquisitivamente.

Salimos a la calle. La acera y la calzada siguen sembradas de trozos de los hombres de Mitsune. La sangre que había sido derramada por todas partes ha sido arrastrada por la intensa lluvia, que no ha cesado un ápice. Me dirijo directamente hacia mi coche, que, al contrario que el de El Rostro De La Locura, se haya en perfecto estado, sin un arañazo.

Rodeo la parte del motor de uno de los negros y largos coches de los hombres de Mitsune, que han quedado aparcados, abandonados, delante del hotel, y cruzo la calle que, aparte del ruido de la lluvia, se halla envuelta en un silencio desolador. Mientras gozo de la ya habitual sensación de la fría lluvia pelando la piel de mi coronilla, rebusco entre los bolsillos de mi chaqueta verde las llaves.

—¿Qué vas a hacer? ¿A dónde vas? —pregunta Violet, acompasando su paso al mío.

—Me voy a casa, Violet —contesto con voz nasal y cansada, lo cual me decepciona, pues mi intención era sonar enfadado.

—¿A casa? ¿Con todo lo que está ocurriendo?

—¿Qué está ocurriendo, Violet? —palpo al fin el cuero gastado del llavero, en un bolsillo interior.

—Pues… Todo esto… Lo de los monstruos que van a invadir nuestro mundo, y eso que has dicho de El Rostro De La Locura…

—Lo único que sé de ese tío es que podemos suponer que se ha ido con sus colegas de otra dimensión. Espero que le estén mordisqueando el culo, pero bien.

—¿Pero no tienes ganas de saber qué está pasando? Eres amigo de un ser que, por lo que parece, pertenece a otro mundo, a un lugar que podría estar a universos de aquí. Conoces a un tío que puede volver loca a la gente con tan sólo mostrarles su cara y que dices que habla con esos seres, y ahora se ha ido con ellos a quién sabe qué clase de lugar. Has llegado hasta aquí, ¿y te vas a casa?

Ante la puerta de mi coche me vuelvo furibundo hacia Violet, que camina rápidamente tras de mí, con lo que chocamos. Su frente me golpea la nariz enyesada, no demasiado fuerte, pero lo bastante para hacerme ver las estrellas, tal y como la tengo. ¡Joder, si las solas gotas de la lluvia ya me hacen daño!

—¡Oh! —es cuanto acierta a decir, mientras yo contengo un grito de dolor y rabia.

—Mira, Violet. Yo no he llegado a ninguna parte. Llevo tres días que no hago más que correr detrás de otros. Primero fue por ti, luego por Jones, y ahora he seguido hasta aquí al chiflado de la máscara. Me voy a casa a beber algo y a dormir. ¿Vale? ¡¿VALE?!

La cara de Violet es todo un poema. Supongo que escucharme rugir las palabras entre dientes y terminar el discurso a grito pelado y temblando en incontenible pataleta es lo último que se esperaba. En su mirada hay lástima y decepción. No soporto que me mire así. Me vuelvo e intento meter la llave en el demasiado pequeño agujerito de la puerta. Como no lo consigo al tercer intento, empiezo a golpear la puerta con frenéticos manotazos y de pronto lanzo las llaves, con toda mi fuerza, contra el cristal de la ventanilla cerrada. No la atraviesan como esperaba, chocan y agrietan el vidrio, pero me rebotan contra la cara y caen sobre mi nariz. Suelto un tonto «¡Ay!», que suena afeminado por la sorpresa y lo nasal de mi voz. Las llaves caen sobre el húmedo asfalto y la emprendo a pisotones contra ellas. Los pisotones evolucionan a patadas, que van dirigidas contra la puerta. Mi equilibrio se resiente, y me voy desplazando a lo largo del coche, de la puerta delantera a la trasera, soltando torpes puntapiés, hasta que, impulsado por la fuerza de una última patada, el pie que me sirve de apoyo resbala, cayendo cuan largo soy hacia atrás, sobre mi espalda. Consigo no darme con la cabeza en el suelo, pero la manera de deslomarme me ha sacado casi todo el aire de los pulmones. Me quedo rígido, jadeando, intentando recuperar el aire, me duele la espalda y los pulmones, que intentan recuperar su presión habitual. La pierna izquierda, la que me resbaló, ha quedado metida bajo el coche, y la derecha, acrobáticamente abierta, apoyada contra la ventanilla de la puerta de atrás. Sin duda la postura es ridícula, como aseveran las carcajadas apenas contenidas de Violet, quien parece consciente de la rotundidad de la caída, por lo que no entiendo cómo puede reírse de mí en estas circunstancias. De pronto recuerdo, mientras la lluvia gotea sobre mi lengua ávida de oxígeno, que ya estaba oyendo la risa de Violet cuando empecé la lucha contra la cerradura del coche, así que mi pirueta final ha resultado en su creciente e incontenible algazara.

Todavía intentando rellenar de aire los pulmones, siento las huesudas y grandes manos de Jones cogerme por los sobacos, tirar de mí hasta sacar la pierna izquierda de debajo del coche y devolver a la derecha su libre reposo, e incorporarme sin dejar por ello de sujetarme, viendo que toso y jadeo y que no parezco saber por dónde ando.

—¡Madre mía, Nass! ¿Qué te pasa? —me pregunta mientras me suelta secos manotazos a la altura de los omoplatos, lo cual no me alivia nada, más bien me hace sentir peor, pero no me veo capaz de hacérselo saber.

—¿A qué ha venido eso? —le pregunta Hardy a Violet.

Violet se limita a encogerse de hombros, sin dejar todavía de reír. Apenas se contiene lo suficiente para recoger del suelo las llaves. Se incorpora apoyándose con una mano en el coche, ebria de diversión.

—Supongo que tendré que conducir yo. ¡Metedlo ahí detrás, que se recupere! —concluye con desdén.

Jones abre la puerta tan pronto como Violet ha desbloqueado el cierre centralizado, y me empuja sin mucho cuidado hacia el interior del coche. Parece no entender que no soy muy dado a doblar el espinazo ahora mismo, el dolor de los pulmones me lo impide, y me doy con la sien derecha en el techo.

—Pero Nass, ¿qué haces? —me dice, sin nada de culpabilidad en su tono, y me obliga a bajar la cabeza lo suficiente para entrar sin problemas, con una fuerza que amenaza romperme el cuello.

Consigo sentarme, pero me tambaleo un poco de dolor, tosiendo y jadeando. Cuando Jones cierra de un fuerte golpe la puerta, da la casualidad de que estoy algo inclinado hacia ese lado, con lo que me golpea en el codo. Noto un dolor vibrante, como de calambre, pero estoy estúpidamente aliviado de que nadie se percate de ello, ya que me haría sentir aún más ridículo.

Todos ocupan sus posiciones, Violet tras el volante, Jones a su lado y Hardy al mío, aquí detrás. Hardy mira con preocupación cómo hago arcadas.

—Tranquilo, hombre. Se te pasará en un par de minutos. Procura respirar poco a poco.

Claro, poco a poco, qué fácil es decirlo cuando tienes aire para hacerlo. Violet arranca el coche. Se vuelve hacia mí, luego mira a Hardy.

—¿Qué le pasa al pupas?

—Nada, creo que se le ha salido el aire de los pulmones. Pero ya lo va recuperando, ¿verdad, Nass? —Hardy me da una suave palmadita en el hombro. Ojalá le pudiera decir dónde se puede meter la manita.

—Salírsele el aire de los pulmones…, ¿va en serio? —pregunta ella, con media sonrisa, escéptica.

—Sí, como si aspiras el aire de un globo, en vez de hincharlo. La sensación es parecida, como si los pulmones se te encogieran y arrugaran, por eso le duele tanto.

—Estás hecho una calamidad —me dice a mí, sonriéndome con simpatía. Ya veo que me tiene por su bufón particular—. Bueno, ¿vamos a tu casa?

Niego con la cabeza y señalo a Hardy con el pulgar: «a la suya». Ella le mira interrogante, buscando su aprobación. Noto que Hardy asiente en silencio, Violet mete marcha atrás, para separarse un poco del coche de El Rostro De La Locura, y mete directa sin molestarse en poner el cinturón.

—Parece que la tormenta empeora —comenta mirando hacia el cielo.

Estoy un poco mejor, lo bastante para comprobar cuánto de cierto hay en lo que dice, pegando la cara al cristal. La densa y aparentemente cercana capa de negras nubes parece moverse en veloz movimiento de remolino, y aunque no se oyen truenos, los destellos de lo que deben ser rayos se suceden con una rapidez impresionante. Parece que hubiera una batalla más allá de las nubes, y estuviéramos viendo los fogonazos de las armas. El dolor de mi pecho es mi prioridad ahora mismo, pero la extraña evolución del tiempo me impresiona e inquieta, me sirve para distraerme un poco, olvidar un ratito las bizarras tribulaciones, que se lanzan contra la muralla de mi acostumbrado estupor, la superan y me invaden, como si de incansables tropas enemigas se trataran, sin embargo…

Llegamos al agradable y populoso barrio de Hardy, donde la gente, a pesar del mal tiempo, no renuncia a disfrutar de las últimas horas del día. Las cafeterías y bares están a rebosar, por motivos obvios, pero también hay mucha gente caminando bajo la lluvia, con o sin paraguas, que va de un sitio a otro. Algunos volverán del trabajo, otros irán de compras, algún loco igual pasea por placer, pero el caso es que tanto los coches como los peatones circulan en aparente sosiego y orden. No creo que pasen muchos años hasta que la mano negra de la decadencia alcance también esta zona, que aprovechen mientras puedan.

De pronto Hardy me da un leve codazo, y señala sonriente más allá de la borrosa cortina de agua que resbala por fuera de la ventanilla de su lado.

—Ahí, en esa tienda, fue donde compré la escopeta que tengo en la consulta y el revólver que le dejé a Violet.

—¿Tienes permiso de armas, Hardy? —pregunto, algo ronco.

—Eh… Bueno, no, pero el de la tienda es amigo mío, y me las vendió igual.

—Tranquilo, lo pregunto porque no parece que practiques mucho con ellas. El mío hace seis años que lo tengo caducado, y ya ves.

—Yo nunca he tenido un papelito de esos —dice Jones sin volverse, mirando al frente tan atento como si condujera él.

—Si, ya, muchos de los pacientes que han pasado por mi consulta también tenían armas, y no parecían del tipo de personas que tienen un permiso.

—Exacto —digo yo—, hay muchos otros problemas que resolver antes que la tenencia ilícita de armas, aunque ésta última tenga mucho que ver con los primeros. Tu amigo hace bien. Si sólo vendiera a gente con licencia, se moriría de hambre.

—Que no, que sólo a mí me las vendió así, y porque somos amigos —se apresura a aclarar Hardy.

—Claro, hombre, lo que tú digas —le calmo—. Además, yo no soy policía, ¿a mí qué me importa?

—Vaya, me alegro de ver que estás de mejor humor —interviene Violet, que me mira fugazmente por el retrovisor.

—No es para menos, ahora que estamos llegando. Quiero dormir un rato.

—Pero si ayer te pasaste toda la tarde durmiendo, hasta esta mañana —protesta Violet.

—¡Déjame en paz!

Ninguno decimos nada más. Siento que todos se callan por mi culpa. Sé que es una sensación paranoica, sólo algo subjetivo, pero estoy seguro de que les gustaría que yo no estuviera para hablar con libertad de sus cosas o para criticarme. Bueno, que les jodan a los tres. Estoy muy cansado para preocuparme de lo que piensen de mí, y encima la putilla de Violet me dice que ya dormí mucho el día anterior. Será estúpida. Pues me pienso echar a dormir en la cama de Hardy hasta la tarde de mañana. Por lo menos veinte horas seguidas, por mis cojones. Lástima que Hardy tenga un segundo dormitorio, que seguro que le cederá a ella. Me encantaría que se pasara la noche durmiendo en el sofá o en un sillón, que durmiera lo más incómoda posible… De pronto me viene a la mente la imagen de Violet sentada en el gran sillón de Jones, donde la encontré cuando desperté esta mañana; ella, que se quedó conmigo toda la noche, no sé en realidad si despierta o dormida, pero que veló por mí mientras mis amigos se «desentendían», por así decirlo.

Vamos, vamos, cálmate. Estás acumulando rabia y resentimiento contra quien no debes. Ya estabas pasando de odiar a Violet a odiar a Jones y Hardy juntos. Que Violet es bueeeena. Jones y Hardy son bueeeenos. Ella se ríe mucho de ti, pero es que haces méritos, joder, no haces más que el ridículo, y todo por falta de autocontrol. Y ellos son un poco descuidados, nada más. De todas formas tú no te mereces nada mejor, tienes mucho más de lo que en verdad te mereces, no te quejes.

Tras el tenso ejercicio de apaciguamiento me siento un poco mejor. Como no puedo matar a mis compañeros, a veces me veo obligado a desempeñar esta dura batalla interior, ya que la ira que no puedo desatar puede acabar consumiendo lo poco que me queda de ser humano, y llevarme a estallar de manera imprevisible. No, no puedo permitirlo.

Necesito beber algo. Vamos, vamos, Violet, aparca el jodido coche de una puta vez. Eso es, ya podemos bajar. Seguimos a Hardy hasta el portal de su edificio, que permanece con la puerta cerrada por la lluvia y el viento, pero que se abre con sólo empujar, y no porque no funcione la cerradura, como en mi casa, sino porque no suele haber por aquí necesidad ninguna de cerrar con llave. Empezamos a subir escaleras. Como seguimos a Hardy, la ascensión es penosamente lenta, y de nada serviría correr, ya que él tiene las llaves. Podría pedírselas, pero no sé qué pensarían de mí ahora mismo si me mostrara tan repentinamente apresurado. Me aguanto.

Un vecino del segundo piso está saliendo de su casa cuando pasamos toda la comitiva ante su puerta. Va bien abrigado para la lluvia, incluso con un elegante sombrero a juego. Se queda mirando espantado a la gran y silenciosa figura gris de Jones, que, aunque lleva la cara bastante bien disimulada, con el ala de su sombrero y las exageradas solapas del cuello de su gabardina alzadas, no puede pasar desapercibido para nadie.

Por fin llegamos a la maldita puerta de su casa. Hardy tarda una eternidad en abrir, parece que no conociera el aspecto de la llave que abre su propia casa, el inútil de él. Vaya, ya era hora, cojones. Espero pacientemente a que entren Hardy y Violet, siguiendo el orden de la fila que formamos, y me lanzo, en cuanto tengo espacio para adelantarles, hacia el minibar que tiene Hardy en la salita del piso. Hardy no tiene whisky, no sé por qué no le gusta, con lo bueno que está, pero sí que tiene bourbon y ginebra. Cojo uno de los vasos bajos que hay junto a las botellas, y lo lleno hasta la mitad de bourbon. Me lo bebo de un trago. ¡Qué alivio, increíble!

—Creía que querías irte a dormir.

La voz de Violet me amarga el final del trago. Pero me consuela saber que a este le sigue otro, que ya me voy sirviendo mientras me dirijo, con vaso y botella, hacia el sofá de dos plazas de Hardy. Me dejo caer suavemente para no derramar ni una gota de la bebida, pero aun así se me derrama un poco sobre el muslo. Qué desperdicio. Estiro las entumecidas piernas y suspiro profundamente. Bebo un sorbito del vaso, que saboreo durante una eternidad. Ya no hay prisa, tengo todo el tiempo del mundo.

Violet, viéndome tan bien dispuesto, y tras quitarse el abrigo impermeable que le presté, se sienta en el sillón de Hardy, que está orientado hacia el televisor apagado de una esquina. Saca su tabaco y enciende un cigarrillo, sin preguntar si se puede o no fumar aquí. Se me pasa por la cabeza decirle algo, pero me ha entrado una pereza tal que no me siento capaz ni de hablar.

Jones pasa a la salita y se queda en la puerta, de pie. Me mira, y luego a Violet.

—Me alegro de que os lo toméis tan bien. —Violet se vuelve a mirarle por encima de su hombro—. Temía que todo lo ocurrido os tuviera de los nervios, pero parece que ha sido algo pasajero.

Violet me mira, esperando que conteste algo. Yo la miro moviendo sólo los ojos, estoy tan relajado y a gusto que ni muevo el cuello. La mano que sujeta el vaso es la única parte de mi cuerpo que se mueve, acercándome el delicioso bourbon a los labios. Vacío el vaso y lo vuelvo a llenar.

—Hardy está en la cocina. Es casi la hora de cenar. —Jones se quita el maltrecho impermeable gris y el sombrero, y los deja con cuidado sobre una pequeña mesa junto a la puerta. Tiene la camisa rasgada y ensangrentada a lo largo del pecho, donde las criaturas de su raza le golpearon intentando matarle—. Voy a ayudarle a cocinar algo.

—Deberías limpiarte, antes —le grita Violet mientras se va, en lo que parece un repentino arrebato de escrúpulos—. No tengo ganas de comer con su sangre como condimento.

No tiene que explicarme nada. Ni siquiera la estoy escuchando. Vacío mi tercer vaso de bourbon. Violet sigue fumando en silencio, con la mirada perdida en la pantalla apagada del televisor.

Parece mentira lo bien que estoy ahora. No sé cómo pude perder así los nervios, cuando salimos del Salsbury. Ese momento me parece tan lejano y ajeno…

Al cabo de un rato, Hardy, vestido con ropa vieja de andar por casa y en zapatillas, aparece tosiendo por la puerta.

—Pero bueno, niña. ¿Estás fumando aquí?

—No te preocupes, que no te tiro ceniza —se disculpa Violet, y le muestra la palma de su mitón de cuero, que usa como cenicero.

—Bueno, venga, todos a cenar, que buena falta nos hace. Yo llevo sin comer nada desde el desayuno.

Violet se levanta, con cuidado de no tirar la ceniza por el camino.

—Y tú, ¿qué? ¿No tienes hambre?

Cierro lentamente los ojos por toda respuesta. Al abrirlos, Hardy está mirando desaprobador la botella de bourbon que sujeto por el cuello y que se apoya sobre mi muslo izquierdo.

—Ya, claro. Al menos podías quitarte esa vieja chaqueta, que me estás empapando el sofá entero —me dice, dándome la espalda, y me deja a lo mío.

Me quedo a solas en la salita. Sólo oigo la lluvia que golpea los cristales de las ventanas y el viento, que aúlla en fuertes ráfagas. También me llegan las voces apagadas de Jones, Hardy y Violet y el ruidillo que hacen con los platos y los cubiertos desde la cocina.

Ahí están, disfrutando de su mutua compañía mientras cenan, seguramente uno de esos sencillos y deliciosos platos que Jones reserva para estas horas, algo ligero y que deje buena sensación. Un médico que opera y trata a gángsters y yonquis, una putilla venida a menos y un monstruo de otra dimensión, compartiendo mesa. Me reiría si no me dieran ganas de llorar.

Hardy, el médico de campaña del que me hice amigo y que, al terminar la guerra, se vino conmigo a vivir de la abundante miseria de esta ciudad. ¿Por qué escuchó a alguien dieciséis años más joven? En cualquier otro lugar, podría haber llevado una vida normal, tener esposa e hijos y una trayectoria profesional de verdad, no lo de esa mierda de consulta. Ahora, en cambio, es un viejo solitario, sin ingresos que queden reflejados en el despacho de algún burócrata, sin pensión de ninguna clase.

Violet, que por la razón que sea se ha visto abocada a la prostitución, y que me ha acompañado desde el principio en este absurdo viaje de violencia y locura. No lleva ni dos días conmigo y ya ha tenido que matar. La tía es dura, pero ¿hasta dónde aguantará? Yo me arrepiento de cada uno de los asesinatos que he cometido, por mucho que haya disfrutado en su momento con alguno de ellos. ¿Con qué derecho la arrastro a este mundo, mi mundo de aniquilación y muerte, del que me alimento, del que formo parte?

Y, por supuesto, Jones, esa criatura que he convertido en mi amigo y compañero. Puede ser cierto o no que él venga de otro mundo, que su raza se alimente de cualquier cosa viva, pero yo le he convertido en otra cosa, en algo peor. Los suyos, esas feroces y violentas criaturas, deben poseer a su modo de un cierto orden, una concepción del bien y del mal. Lo sé por la manera en que le miraban cuando se comió el cráneo de uno de ellos. Pude ver en sus horribles miradas depredadoras que estaban contemplando una aberración. Pude ver que nunca habían concebido siquiera el devorarse unos a otros. Miraban a Jones como si fuera una especie de anticristo. Jones es un monstruo, pero no por venir de dónde sea que venga, sino porque yo le he hecho a mi imagen y semejanza.

No sé cuánto tiempo llevo bebiendo, pero me acerco la botella, intento echar un trago a morro de ella. Nada, no cae ni una gota. Alzo la botella ante mi mirada desenfocada, puedo ver que todavía queda. Lo vuelvo a intentar. Succiono sin ningún resultado. Cabreado, me pongo en pie de un salto. Creo que me incorporo más rápido de lo que pretendía y me tambaleo para mantener los pies en el suelo que, para ponérmelo más difícil, parece inclinarse hacia mi derecha. Vuelvo a mirar la botella. Sigo viendo la bebida en su interior, me pregunto qué coño le pasa. La lanzo con todas mis fuerzas contra la pared, donde se hace añicos con un fuerte tintineo que me taladra los tímpanos. Así aprenderá. Ruidos me llegan desde la cocina, una voz exaltada, sonido de sillas arrastrándose por el suelo, pasos que se dirigen hacia aquí.

—¡NO, NO OS ACERQUÉIS A MÍ! —grito a pleno pulmón—. ¡NO QUIERO VEROS, IMBÉCILES!

Jones es el primero en llegar, aunque no le he visto entrar en la salita, parece haberse materializado aquí de pronto.

—¡Nass! ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —gruñe con gravedad, como si se estuviera inmiscuyendo en una discusión ajena, en algo que no fuera de su incumbencia.

—¡NO, NO TE ACERQUES A MÍ, MALDITO MONSTRUO!

Jones se me acerca con los brazos abiertos, mirándome con esa estúpida sonrisa inmóvil que lleva con él a todas partes, parece que siempre le hace todo mucha gracia, al cabrón. Violet y Hardy se asoman al umbral de la puerta, sus dos caras muy juntas, como si fueran unos siameses subnormales. Hardy recorre con sus abiertos ojos la habitación hasta ver la botella hecha añicos.

—¡Madre mía, Nass! ¿Qué ha pasado aquí?

—¿Qué le pasa ahora a éste? —dice Violet con cansancio.

Lanzo el vaso que todavía tengo en la otra mano hacia ellos, pero se estrella en la pared, junto a la puerta, y los pequeños trozos caen sobre el sombrero y la gabardina de Jones.

—¡HE DICHO QUE OS VAYAÍS, ESTÚPIDOS! ¡OS VOY A MATAR! —grito con todas mis fuerzas, a ver si así lo entienden. Reconozco que suena a amenaza, pero mi intención es advertirles—. ¡NO OS ACERQUÉIS! ¡OS MATARÉ!

—Vamos, Nass, tranquilízate, hombre —me dice Jones con un ahogado rugido.

—¡NO SOY UN HOMBRE, SOY UN MONSTRUO! ¡UN MONSTRUO! —se me sigue acercando, con las palmas de sus grandes garras vueltas hacia mí. Me tiro sobre él, lanzando puñetazos contra su pecho y gritando—. ¡CÓMO HAS PODIDO! ¡ERAN DE LOS TUYOS! ¡LOS TUYOS! ¡CÓMO HAS PODIDO, MALDITO MONSTRUO! ¡TE MATARÉ!

Sigo golpeándole, farfullando como un poseso palabras que sólo yo entiendo. Siento que sus garras se ciernen sobre mí, y pienso en lo adecuado que resulta. Acabar a manos de mi propio monstruo, no se me ocurre un final mejor. Los brazos de Jones me aprietan contra su pecho con fuerza, hasta que ya no puedo seguir golpeando. Mi puños cerrados se me clavan contra el estómago y las costillas, ya no puedo moverme. Siento unas humedades cálidas recorriéndome las mejillas, no dejo de gritar, deteniéndome lo justo para coger más aire y seguir gritando, ahora un aullido monocorde que sostengo con tozudez, no sé durante cuánto tiempo más.