—¡Va en serio! —dice Hardy, medio preguntando, medio enunciando simplemente para sí mismo, tras contarle la historia del ser tipo Jones.
—¿Crees que íbamos a inventarnos algo así? Hasta podemos ir más tarde a buscar el cadáver, para que tú mismo lo veas —defiende Violet.
—No, no podemos volver. Bastante mal nos quieren esos tipos como para que encima crean que tuvimos algo que ver.
—Piénsalo un momento —me interrumpe ella—. Quien vea a esa cosa allí creerá que se trata de Jones, y que tú le has mandado allí. Y gracias a tu amiguito Rick, que cantará a la mínima para salvar el pellejo, se afirmarán en sus conclusiones. Es decir, que al final va a dar igual.
—Aun así. Regresar sobre nuestros pasos será ponernos en peligro innecesariamente. No podemos volver al viejo hotel, olvídalo.
—No importa, os creo —nos corta Hardy—, es sólo que me cuesta asimilar que esté ocurriendo realmente.
Nos quedamos en silencio un rato. Las nubes se han dispersado lo suficiente para que el sol se cuele a través de amplios claros en el cielo. Quedan, como vestigio de las lluvias interminables de los días anteriores, unas extrañas nubes aisladas, de aspecto amenazadoramente plomizo. Casi parecen enormes rocas voladoras, de tan compactas e inmóviles que son, y la rapidez con que las dejamos atrás demuestra la poca altura a que están suspendidas.
Empezamos a abandonar las abigarradas construcciones de la ciudad, toda la apresurada y apretujada combinación de edificios, puentes de carreteras, raíles de metro a distintos niveles de altura, y nos sumergimos en la sosegada y al mismo tiempo alienante tierra desértica que rodea nuestro oasis de supuesta civilización.
La vida no es imposible fuera de nuestra ciudad, pero el paisaje desolado que se extiende durante horas de viaje en coche parece un revulsivo para toda idea de escapar de ella, generando en uno la sensación inconsciente de que no va a ninguna parte, de que no hay más que lo que se deja atrás. Pero claro que lo hay. Lo único que retiene a las personas es, en último término, el miedo al distinto estado de las cosas, el miedo al desconocido cambio de vida al que uno se enfrente allá donde vaya. Por suerte, yo no he de enfrentarme ahora a estos miedos, aunque reflexione sobre ello, ya que sólo salgo de visita.
Recorriendo a toda velocidad la carretera polvorienta y solitaria vamos dejando atrás arbustos espinosos y retorcidos árboles que no se sabe si están vivos o muertos. Pasamos junto a casas aisladas que están construidas cerca de la carretera, cada una con un caminito de tierra con el que acceder a ellas con el coche.
—¿El tipo ese vive en una como estas? —pregunta Violet, siguiendo sus ojos una de las casitas, que se pierde en la lejanía.
—Sí, en una parecida, pero la suya está muy lejos de la carretera que seguimos. Hay que seguir campo a través hacia la derecha al llegar a unas colinas que hay junto a una gasolinera.
—Pues sí que le gusta poco la gente —observa.
—Os digo yo que ese tipo no está bien.
—Hardy lo dice por lo que nos contó a Jones y a mí —digo, creyendo necesario explicarle—. Nos confesó que hay cierta verdad en cuanto se dice de él. Es peligroso y ha matado a mucha gente, pero él sostiene que es porque la gente se vuelve loca al verle la cara.
—¡¿Que qué?! —exclama Violet.
—Dice que —continúo—, desde pequeño, todo el que le mira a la cara se vuelve loco y ataca a los de su alrededor e incluso a sí mismo, llegando a veces a suicidarse. Dice también que, curiosamente, las personas que hace enloquecer nunca le atacan a él; se vuelven frenéticamente violentas, pero sin hacerle ningún daño, siempre como si él no existiera.
—¿Pero qué me estás contando? ¿Tú no estuviste hablando con él en su casa?
—Sí, y durante todo el rato llevó una máscara que no deja ver nada, una especie de cristal que sólo es transparente desde dentro.
—¡Madre mía, pero en dónde me estoy metiendo! Un detective con un monstruo, un tío que lleva siempre la cara tapada… —veo por el retrovisor que Violet, sentada en el centro del asiento trasero, menea la cabeza sonriendo—. Parece esto una feria de fenómenos; estoy por dejarme barba, para no desentonar.
—Muy graciosa —le digo.
—Os digo yo que ese tipo es un asesino peligroso, un maníaco, y no hay más explicación para lo que se dice de él. —Hardy habla con evidente nerviosismo. No le veía tan asustado desde que conoció a Jones de bebé—. Como intente algo raro…
Y alza el revolver, sacudiéndolo un poco.
Llegamos al lugar indicado, tras pasar la gasolinera, donde hemos de desviarnos. Las colinas peladas, rocosas, no tardan en rodearnos y cercar el camino que seguimos. Imposible resulta perderse, pese a lo inhóspito y salvaje del páramo; con ellas delimitando el camino, somos como el agua de un río que no puede más que fluir hacia delante, siguiendo el cauce.
La velocidad lenta a la que he de conducir, para no reventar el coche con el traqueteo del accidentado y empedrado suelo, y el silencio muerto que se ha apoderado de nosotros, cada uno inmerso en sus propias cavilaciones, empieza a darle al viaje un toque algo siniestro que no me gusta nada. Miro a Hardy, luego a Violet por el retrovisor. Están tan tranquilos, pensativos.
No dejo de mirar con discreción a uno y otro lado, escudriñando las bajas y algo amenazantes cimas de las colinas; irregulares, escabrosas, me da la impresión de que en cualquier momento van a surgir, tras cada roca y cada sombra, esos seres tremendamente voraces parecidos a Jones, y que se abalanzarán sobre mi coche para abrirlo con sus garras como una lata de anchoas, para poder hundir sus largas fauces en nuestras tripas. Un ligero temblor me recorre por entero, pensando en estas cosas raras, y noto que Hardy me mira frunciendo el ceño. Abre la boca para decir algo.
—¡Allí está! —digo yo, sin dejarle hablar, señalando con un dedo la pequeña cabaña, rodeada por un perfecto anillo de colinas rocosas—. Ya hemos llegado.
Miro a Hardy, que se revuelve inquieto en su asiento, mirando la cabaña. Violet le pone una mano en el hombro.
—Tranquilo, hombre. No será para tanto. Tenías que haber estado cuando lo de la cosa del Salsbury. Ahí sí que casi me cago en las bragas.
Hardy abre mucho los ojos mirándola a ella y a la mano que apoya en su hombro. Vuelve a mirar adelante, removiéndose otra vez. Los ojos se le quedan así de abiertos hasta que detengo el coche junto a otro no tan antiguo pero mucho peor cuidado, delante de la casa.
—Muy nervioso te veo, Hardy. Espera en el coche, si quieres.
—¿Aquí? ¿Solo?
Miro a Violet, que ya ha abierto la puerta para bajar.
—¿Te quedas tú con él?
Violet detiene su mirada sobre mí, fastidiada. «¿Por qué me haces esto?». Luego mira a Hardy con lástima fingida.
—¡Jo, yo quería ver al tío raro! Venga, ven con nosotros, te prometo que no pasará nada —y le pone ojitos de cordero degollado.
—Tiene razón, Hardy. No pasa nada.
—¡Pero si yo no quiero quedarme aquí! ¡Vamos todos a buscar a Jones y a contarle lo de esa criatura que visteis!
Y sale del coche cerrando de un portazo.
—¿Ves lo que has hecho? Le has ofendido —me recrimina Violet en broma, y sale también.
No me molesto en cerrar el coche con llave, como suelo hacer. Hardy se ha parado ante la puerta de la cabaña. Cuando Violet llega a su lado, la puerta se abre de pronto, sobresaltando a ambos la aparición repentina de la enorme forma en ropas grises de Jones.
—Os he oído llegar —gruñe. El vidrio de la pequeña ventana de la puerta tiembla junto a su cara—. Pasad, tenemos de qué hablar.
Al verle en la puerta apresuré mi paso, satisfecho de haberle encontrado, pero al oír el abatido y nada afable recibimiento que nos hace, me freno y entro tras Violet sin decir nada. ¿Qué habrá pasado ahora?
Al entrar, Hardy y Violet, sin motivo aparente, se apartan al lado derecho y se quedan ahí, en fila, junto a la pared. Cierro la puerta tras de mí y me quedo mirándoles. Parecen niños castigados, con las manos cruzadas ante sí y mirando al suelo. Violet me mira, me sonríe y me guiña un ojo. Está imitando a Hardy, tomándole el pelo como me suele hacer a mí, pero él no se da por aludido.
—Bienvenidos todos, especialmente tú, Elangel Pulois.
De pie, junto a Jones, se halla El Rostro De La Locura. El tipo viste unas botas tejanas negras rematadas con acero en las puntas, pantalones también negros, y un chaleco azul claro, cerrado, debajo del que lleva una camisa blanca. Su aspecto es bastante mejor que cuando le conocí hace casi un año; entonces llevaba puestas diferentes prendas de ropa sin ningún criterio, casi como al azar. Ahora parece haber desarrollado un gusto, una coherencia personal, en el vestir.
Un rápido vistazo a la decoración de la casa me muestra que no ha evolucionado de la misma forma en el concepto de lo que ha de ser un hogar. Bueno, tiene todo lo necesario, de eso no hay duda, pero lo extraño es todo lo que hay de más: distintas clases de lámparas de mesa, la mayoría sin enchufar; toda clase de estatuillas y otros adornos innumerables, para toda clase de gustos; varios teléfonos, de los cuales sólo uno es funcional; algunas sillas de madera amontonadas en un rincón, cada una distinta; distintas marcas de paquetes de tabaco por uno y otro lado; lo mismo con bebidas, alcohólicas y refrescantes; varios tipos de aparatos de televisión y radio que no utiliza, y otras muchas cosas, algunas que reconozco enseguida y otras que me lo ponen más difícil, todas repartidas por doquier, sobre estanterías, sobre la encimera de la pequeña cocina, sobre las numerosas e inútiles mesitas del mismo modo caótico repartidas, o incluso abandonadas en el suelo, contra algún rincón.
Pero, resumiendo, se ha ido haciendo una colección impulsiva y descontrolada de cosas que quizá él asocia con lo que debe ser un hogar, hasta el punto de que lo denso y arremolinado de todo el inventario asusta mucho más que el propio coleccionista. Lo cual es decir mucho, ya que no es muy agradable oír su voz, distorsionada con ese temblor metálico, algo líquido, y tener que mirar, para dirigirse a él, al oscuro y desconcertante brillo negro de la máscara de cristal que le cubre el rostro por entero. El cristal es de una oscuridad tal que parece absorber el brillo de lo que refleja, si es que esto tiene sentido.
—Por favor, sentaos.
Nos hace un reverencial gesto hacia el sofá de tres plazas que tiene detrás, el cual lleva forrado el respaldo con un horrible tapete rojo y verde. Violet es la primera en moverse, tirando de Hardy, al que ha cogido de la mano. Le empuja contra el sofá para hacerle sentar, sin ningún cuidado. Hardy suspira al caer y le dirige una mirada sobresaltada y furiosa a un tiempo. Voy tras ellos, pero al pasar junto a Jones le pregunto:
—¿Qué ha pasado, Jones? ¿Qué hacemos aquí?
—Mejor será que le escuchéis —me responde abriendo su palma hacia nuestro anfitrión.
Me siento en el sofá, junto a Violet. Quedamos algo apretados, es incómodo.
—Bien, para los que no me conocen —empieza El Rostro De La Locura, extendiendo su mano hacia Hardy y Violet—, comentaré brevemente que no soy para nada el loco asesino que se cuenta por ahí. Yo nunca he hecho nada a nadie, nunca lo he necesitado, por otra parte. Quizá ya os haya contado vuestro amigo Elangel que me oculto el rostro porque es la razón de todo el mal que se me atribuye. Debido a la propiedad de enloquecer a todo ser vivo que lo contempla me mantuvieron encerrado en un hospital durante trece años, ¡desde que tenía cuatro hasta hace casi dos años, cuando escapé!
Sus últimas palabras están manchadas de un rencor histérico e indefinido, algo que nos inquieta un poco a todos, incluso a mí, que ya le conocía y había oído aquella historia con todos sus detalles. Me extraña verle tan ansioso, creía que a estas alturas habría superado el pasado.
Continúa tras una pausa, algo más tranquilo.
—Sé muy bien que es difícil de creer, pero no puedo mostraros lo real que es mi maldición por el peligro que entraña. Tan sólo creedme todos cuando os digo que es real, y escuchadme bien ahora.
«Hace como cosa de seis meses, mientras estaba en la ciudad dejando que un grupo de indeseables, de criminales, contemplaran mi rostro y se mataran entre ellos, desvié la vista hacia un espejo de la sala en que me encontraba, atraído por un extraño movimiento que fluía del reflejo de mi rostro en el cristal. Al acercarme, mientras todos en aquel lugar se mataban a mi alrededor, la distorsión de mi imagen fue aumentando hasta ocupar toda la superficie del espejo. Os aseguro que el cristal se había vuelto una superficie opaca, totalmente negra, sin peso ni empuje, era como aire, como una densa niebla negra. Sin nada que me ate a este mundo, y arrastrado por la desesperada necesidad de encontrar respuestas, no pude evitar aventurarme más allá de esa barrera que la imagen de mi rostro maldito había creado. Dejé atrás la matanza que me había acostumbrado a contemplar a lo largo de toda mi vida, esperando, al atravesar la anomalía, encontrar mi propia destrucción, algo que se me antojaba muy probable y oportuno, definitivamente justo.
»Pero nada más lejos. Me sumergí en la niebla negra para descubrir que su espesor no era mayor que el de una hoja de papel, o esa impresión fue la que me llevé. Al otro lado, podéis creerme o no, pero así es, encontré literalmente otro mundo. Esta nueva y extraña tierra no estaba edificada en absoluto, era un páramo desierto en todas direcciones; el sol de ese lugar era prácticamente el mismo que el nuestro; el aire parecía el mismo que nosotros inhalamos, aunque costaba un poco más respirar, como si el oxígeno tuviera menor concentración. Era algo así como otra versión del mismo lugar. Me aventuré incluso unas decenas de metros por el desierto dejando atrás la fina capa de niebla, que permanecía suspendida a ese lado de la realidad con la forma del espejo en que se había formado. Pero pronto se me quitaron las ganas de seguir, pues una enorme criatura surgió de una madriguera oculta bajo la arena. El ser, que parecía un tipo descomunal de crustáceo, clavó sus ojos inexpresivos en mí, y fue una suerte que no se me hubiera ocurrido ocultarme el rostro, ya que de inmediato, totalmente enloquecido, empezó a destrozarse el cráneo con las enormes y múltiples pinzas que tenía, con lo que salvé así la vida de casualidad. Lo monstruoso y gigantesco del ser fue lo que me convenció de que estaba en otro mundo u otro tiempo, en ese momento no estaba seguro, pero, aterrorizado por el propio ser y la brusca revelación, regresé como perseguido por el diablo a la puerta de vapor negro.
—¡Un momento, un momento! —interrumpe Violet bruscamente, justo cuando más inmerso estaba yo en el relato—. Tío, ¿estás diciendo que puedes abrir puertas a otras dimensiones, o algo así?
—¡Sí, eso es! ¡Exactamente! —responde el narrador con el entusiasmo del que se cree comprendido.
—¿Te importa si te abro uno de esos paquetes de tabaco que tienes por ahí?
—No, claro que no.
Él mismo le trae paquetes de distintas marcas, un mechero y un cenicero de los infinitos que tiene por ahí tirados. Violet estudia los paquetes de tabaco y coge el que debe ser su preferido. Lo abre y ofrece a todos, pero ninguno de nosotros fumamos.
—No, yo tampoco fumo —dice El Rostro De La Locura, dejando a Violet patidifusa—; bueno, continúo. Una vez que llegué a casa, ese mismo día, comprobé en el único espejo de que disponía, el del cuarto de baño, que mi rostro descubierto seguía produciendo esa distorsión en mi reflejo, algo que hasta entonces nunca me había pasado. Así que desde hace casi seis meses ni yo mismo puedo verme la cara debido a este fenómeno. Poco después me traje un espejo de cuerpo entero, ya que no podía pasar a través del diminuto espejo del baño, y desde entonces he visitado innumerables y muy distintas tierras, pero nunca me he separado demasiado de las puertas con las que llegaba allí. He visto decenas de distintos tipos de civilizaciones, de especies de seres parecidos a nosotros, otras de seres bien distintos, cientos de mundos habitados por todo tipo de extraños seres animales y vegetales, otros tantos totalmente inertes en apariencia… Alguna vez he vuelto a una misma dimensión, como tú las has llamado, de casualidad, pero no he encontrado patrón ninguno con el que predecir a dónde voy a ir a parar.
Todos los demás nos miramos entre nosotros con cierta complicidad: «este tío está chiflado». Pero guardamos silencio y respeto, le dejamos continuar.
—Y he aquí la razón por la que ayer de noche me dirigía a vuestra oficina, hasta que encontré al inconfundible Jones vagando por las calles bajo la lluvia y le insté a que subiera a mi coche para ir los dos a verte. Sólo que, al revelar a Jones mi descubrimiento, me pidió que le trajera aquí, a mi casa.
—¿Y eso por qué? —me levanto, molesto y confuso, y miro a Jones—. ¿Por qué no quisiste volver? ¿Por qué tardaste tanto en decirnos dónde estabas?
Jones baja la cabeza, mirando con sus globos diabólicos al suelo, un gesto que conozco bien. Está asustado y avergonzado, como si hubiera hecho algo realmente malo. Espero que no se haya puesto a comer carne humana…
—No seas duro con él —interviene El Rostro De La Locura, levantando y agitando las manos—. Escucha y comprenderás. Nosotros tres nos conocimos bastante antes de que yo descubriera las puertas a otros mundos. Jones, al igual que yo, se ha convertido en una especie de hombre del saco para la gente, un ser del que no se sabe si es o no cierto cuanto se dice de él, por eso quise conocerle en su momento. Porque teníamos en común un aura antinatural, y os agradezco de corazón que aceptarais venir entonces. Se puede decir que sois los únicos amigos que he tenido y tendré jamás. Y por eso he querido avisaros de esto. Si por mí fuera, dejaría que ocurriera sin más, no me interesa nada del mundo, nada hay para mí por lo que valga la pena luchar. Pero creo que te debo, Elangel Pulois, por respeto, por amistad, el advertirte sobre esto.
—¿Advertirle sobre qué? —exclama Violet, impaciente. Hardy tose molesto por el humo de su cigarrillo.
—He descubierto la razón de que muchas de esas realidades estén desiertas. No es siempre fruto de la arbitraria naturaleza de cada mundo. He visto seres exactamente del mismo aspecto de Jones arrasando varios de estos mundos alternativos.
—¡¿Qué?! —exclama ahora Hardy, sin duda relacionando lo que le he contado yo con lo que está oyendo ahora, como sin duda le pasa a Violet, como me pasa mí.
—Sí. Por lo que he ido viendo, tienen la capacidad de viajar entre distintas realidades. Parece que devoran todo aquello que respire, sin excepción. Arrasan cuanto encuentran, con una violencia desmedida, invadiendo por entero cada nuevo mundo, extendiéndose como una incurable enfermedad. Disculpa, Jones.
—No importa —contesta él, con un gruñido grave, casi ininteligible—. Estoy convencido de que es como dices.
—No sé qué clase de tecnología es la que les permite viajar entre realidades, eso es algo que aún no he visto. Su mundo es algo que nunca he encontrado, ni siquiera por accidente. La única forma de llegar a él ha de ser de la misma forma en que ellos viajan. Os lo digo porque esa ha de ser la única forma de detenerles; porque tarde o temprano llegarán aquí, como Jones ha llegado; sea por accidente o de otra forma, si él llegó aquí, el resto acabará haciéndolo igualmente.
El Rostro De La Locura, que no paraba de hacer ligeros ademanes un poco tontos, inútiles, con sus manos mientras hablaba, deja caer de golpe los brazos, un gesto que se me antoja de derrota. Supongo que supone, como es lógico, que no le creemos ni una palabra. No aparto la vista de la infinita inmensidad negra que es para nosotros su cara, mientras toda clase de sentimientos contradictorios me embargan. Siempre he estado bastante seguro de que el que nos habla, sin ser un asesino peligroso como se cuenta por ahí, está bastante mal de la cabeza, un pobre hombre que es presa de una especie de manía persecutoria y paranoica. Su historia de mundos paralelos es lo más disparatado que nunca me han intentado hacer creer, y eso que en mi trabajo la gente miente más que habla, escuchando a veces excusas e historias de lo más absurdas. Estoy tentado de creerle, debido al espeluznante y reciente encuentro que Violet y yo tuvimos en el viejo hotel, pero al mismo tiempo me planteo que puede no ser más que casualidad. Que la aparición de otro ser como Jones ha coincidido con el punto más alto y complejo de la locura de este hombre, y que todo esto tiene que tener una explicación más sencilla y verosímil.
—Bueno —dice en un sonoro y líquido suspiro nuestro anfitrión—, ¿alguien quiere un café o un té?
—Yo un té, gracias —responde Violet con familiar agradecimiento.
Yo declino con un gesto de la mano. Hardy no dice nada, hace como si no estuviera, sólo tose un poco más por el humo del cigarrillo de Violet. El enmascarado se dirige a la cocina que queda a nuestras espaldas, y oigo que empieza a manejar útiles, como si rebuscara nervioso lo necesario para hacer el té de Violet.
Jones, que ha permanecido con la mirada en el suelo, verdaderamente abatido, se me acerca y me mira por primera vez directamente desde que entré por la puerta.
—¿Tú que crees? —susurra con un gruñido horrible, casi amenazador. Noto que Violet me mira también, esperando mi respuesta.
—No sé qué decirte, Jones —suspiro largamente. Violet aspira de su cigarro y exhala el humo hacia mí, no sé si a propósito o no—. Si te soy sincero yo tengo otra historia casi igual de disparatada que contar.
—Estoy seguro de que es como él dice, Nass. Es tan imposible lo que cuenta que por fuerza ha de ser verdad.
Estoy a punto de contarle lo del otro ser como él, pero me contengo. No quiero que El Rostro De La Locura tenga motivos para dar mayores alas a su retorcida imaginación.
—Vimos a otro como tú, Jones —suelta de pronto Violet.
—¡¿Qué haces?! —coreamos Hardy y yo a la vez.
—¿Qué? —exclaman Jones y El Rostro De La Locura a un tiempo.
—Sí, Nasser y yo te estábamos buscando, porque él creía que habías ido tú solo a matar a los malos, ahí, en plan samurai. Y encontramos a uno como tú que se los estaba comiendo.
—¿Y no pensabas decírmelo? —ruge Jones, mirándome. No me da tiempo a responder, y tampoco sé qué decir.
—Es que tuvimos que matarlo, Jones —sigue Violet—. Intentó comernos a nosotros también, y Nasser se sentía tan mal por matar a un congénere tuyo que no sabía cómo decírtelo.
—¿Veis cómo es cierto? —dice El Rostro De La Locura, sin moverse de la cocina.
—¡Un momento! —Hardy se pone en pie de un salto, haciendo aspavientos con una mano para quitarse el humo de Violet de la cara—. ¡Esto no quiere decir que te puedas creer tus propias chorradas, maldito lunático! Nos haces venir aquí para oír lo especial y desgraciado que eres cuando tenemos problemas de verdad en el mundo real. Te aprovechas de las dudas y los miedos de Jones para arrastrarle a tu mísero y pequeño mundo de locura y aislamiento.
—Nada más lejos, viejo.
—Sí, ya, claro —le interrumpe Hardy, que escupe frenéticamente las palabras, su redondo rostro encendido como una roja luz de navidad—. Te crees que Jones es un monstruo, como tú, ¿eh? Una especie de bicho raro al que hay que encerrar y tirar la llave, ¿eh? Jones no es ningún monstruo de otra dimensión, y se merece vivir su vida mucho más que todos los ladrones y asesinos que andan sueltos por la ciudad, toda esa gente que no merece ni ser encerrada, jodidos locos como tú a los que habría que electrocutar hasta que les saliera la mierda por las orejas.
—Casi deseo mostrarte mi rostro y contemplar cómo te sacas los ojos con tus propias manos, viejo.
—¡Sí, vamos, muéstrame la cara para que pueda partírtela, lunático!
Ahora soy yo quien se pone en pie. Estoy saturado por todo lo ocurrido en los últimos días, todo el dolor, locuras y gilipolleces que he tenido que aguantar. Exploto, y grito con desesperación, para asombro y desconcierto de los presentes.
—¡HARDY, CÁLLATE! ¡CALLAOS TODOS O JURO QUE SERÉ YO EL QUE OS DEVORE LAS ENTRAÑAS!
Se me quedan mirando todos con los ojos muy abiertos, asustados y todo, diría. Incluso puedo notar cierta estupefacción en el rostro inexpresivo de Jones. Al menos se callan. Hasta que, claro, habla Violet.
—¿Que tú nos vas a devorar las entrañas? —dice riendo tímidamente, hasta que la miro—. Vale, ya me callo.
—Pongamos que te creo —digo con tono modulado pero furioso, dirigiéndome a El Rostro De La Locura—, digamos que es verdad. ¿De qué coño nos sirve esa información? ¿Qué pretendes que haga? Cuéntaselo a los del gobierno, a ver qué les parece, a ver si pueden detenerlo, pero ¿nosotros?
—Oye, te repito que a mí me trae sin cuidado. Pensé que tendrías algo de instinto de conservación, que querrías defender tu mundo, pero quizá me equivoqué. Te repito que os considero mis únicos amigos, y os hago un doble regalo, aunque de gusto amargo: la tan buscada procedencia de Jones y la advertencia de una amenaza inmediata, por lo que tú mismo has podido ver. Ya te has enfrentado a uno, eso quiere decir que hay más, y más habrá a cada momento. La ciudad podría estar sitiada por ellos ahora mismo.
Mientras me responde, con una paciencia y dominio de sí mismo ejemplares, no deja de terminar de prepararle su té a Violet y se lo trae hasta el sofá, en el que ahora mismo es la única que permanece sentada. Hardy se ha apartado hasta la pared, ante una ventana junto a la puerta, como si en cualquier momento fuera a salir corriendo.
—Nass, todo lo que nos ha contado me parece, de una forma que no puedo explicar, totalmente cierto. Algo me lo dice…
—Vale, Jones —me siento, me derrumbo mejor dicho, en el sofá, junto a Violet—. ¿Y qué hacemos al respecto?
—Sé qué estás pensando. Piensas que quiero conocer y quizá volver al mundo del que vengo, y eso te molesta.
—¡Pues claro que me molesta Jones, eres nuestro amigo! —me levanto de mi asiento, incapaz de quedarme quieto—. ¡Tú siempre estás con el rollo de que eres un monstruo! Bueno, pues serás un monstruo, pero eres nuestro monstruo. Si es verdad que provienes de un mundo de aniquiladores carnívoros, como dice este chiflado…
—Bien, gracias —me reconviene con ironía El Rostro De La Locura.
—… ¿en qué nos afecta eso, si lo piensas?
—En nada, Nasser. Yo no quiero tener nada que ver con esos seres. Pero ahora todo parece encajar, sé cual es mi lugar, parece hasta lógico que siempre hayas tenido miedo de mí. ¿Cómo no, con estas grandes garras y estos largos dientes? Tendrías que haberme matado hace muchos años. ¿Quién sabe de lo que soy capaz? Siempre me he sentido como una bomba de relojería a punto de estallar y ahora todos sabemos por qué.
Suspira largamente y se deja caer en el pequeño sillón que debe servir de reposo normalmente a nuestro anfitrión, y que cruje como si se fuera a partir bajo su peso. Jones queda ridículamente encajonado en él, mirando al suelo con la cabeza apoyada sobre las enormes garras.
—Jones —digo con tono conciliador, sentándome de nuevo en el sofá, enfrente de él—, no sé qué quieres que te diga. Si tú no quieres tener nada que ver con esos seres, pues entonces no hay de qué discutir. Además, aunque tú quisieras volver con ellos lo respetaría. No lo entendería, ni me gustaría, pero lo respetaría porque somos amigos, y porque, como dice Hardy, tienes el mismo derecho que cualquiera de nosotros a vivir la vida que quieras.
—Yo quiero quedarme con vosotros, Nass. Pero tengo miedo de mí mismo, de que, una vez que tenga a uno de esos seres cara a cara, una vez que deba elegir entre ellos y vosotros, me vuelva loco y os acabe matando a todos. El Rostro De La Locura os ha dado una descripción por lo alto de lo que hacen esos seres, pero a mí me ha dado toda clase de detalles, porque así se lo exigí. Te lo juro, Nass, son animales, unas bestias sin control, lo sé porque yo he deseado ser lo mismo muchas veces, es como algo innato, incontrolable… Nunca he deseado comer carne humana, ni de ningún otro ser vivo, a no ser que esté pasada por una sartén —Jones transforma su ahogado y siniestro tono de voz en un suave gorjeo vibratorio al hacer referencia al acto de cocinar, que tanto le gusta. Sólo Hardy y yo, a fuerza de costumbre, podemos identificar ese sonido con una ligera risa, pero sigue hablando con su voz apagada y sombría—. Pero sí que he anhelado la emoción de la caza, he deseado hacer añicos a cualquier cosa viva; y si nunca he explotado en un frenesí irrefrenable ha sido gracias a que me has dejado trabajar contigo y machacar a los malos. Aplastarlos, cortarlos, destriparlos, reducirlos a jirones y mezclarlos con el propio tejido de que están hechos; tú mismo te diste cuenta en seguida de lo inútil de todo lo que les hacía. No sólo los mataba Nass, sino que me recreaba con ellos, y tú siempre lo has sabido.
Tiene razón en que yo intuía que su naturaleza asesina era muy susceptible de mostrársenos cualquier día en forma de una vorágine incontrolada de violencia y vísceras decorando paredes. Lo demuestra el hecho de que me aterrorice dejarle recorrer en solitario la ciudad, y de que me haya planteado cómo acabaría con él fácilmente, llegada la necesidad. Estoy descubriendo que, aunque no lo diga en voz alta, él se ha dado cuenta de que no sólo le temía irremediable y secretamente, sino de que esperaba cada día verle comportarse como el monstruo del que tiene apariencia.
Estoy harto. Jones tiene defectos, sí. Puede que sea víctima de un vicio irrefrenable, el deseo de matar, pero siempre lo ha conducido hacia lo estrictamente necesario, siempre se ha contenido dentro de unos límites razonables, los por mí marcados, que puede que no fueran tan razonables. Pero se acabó. No pienso dejarle cargar más con su estigma de monstruo aniquilador.
—Jones, vale. Hardy y yo siempre hemos tenido claro que un ser con tus, digamos, aptitudes físicas habría de ser predominantemente carnívoro y cazador. Y es lógico que sientas el impulso, la necesidad, de dar rienda suelta a lo que ha de ser tu naturaleza; pero piénsalo en serio, ¿qué te diferencia de cualquiera de nosotros, del resto de los humanos de este mundo? Tú, que has trabajado conmigo en esto durante diez años sabes mejor que nadie lo podridos que estamos. Joder, Jones, mírame a mí. No hago más que beber y dar palizas a la gente, y me gustan las dos cosas. Doy palizas hasta que los mato, Jones. ¿Qué tiene eso de superior respecto a ti? Tú matas a la gente de forma violenta, pero al menos eres rápido, casi humanitario, Jones. Eso empezando por mí, claro, porque mira al resto. Todos, y últimamente más que nunca, todos y cada uno tiran por su lado, con la única y mezquina idea de satisfacer apetitos tan bestiales y mucho más bajos que el tuyo, Jones. Tú lo has visto conmigo: drogadictos, alcohólicos como yo, violadores, pederastas, asesinos, ladrones… Y los peores, los traficantes, los contrabandistas, tratantes de blancas y proxenetas, todos los que están por encima de cada mundillo, convirtiéndolo en un mercado del que sacar el peor vicio que es el dinero, para satisfacer así sus propios bajos instintos; y así ha girado la rueda de la evolución humana durante milenios alrededor de este impropio eje, por mucho que lo nieguen toda clase de hipócritas religiosos y puristas humanitarios.
»Y no hay nada que lo detenga, Jones. Tú eres tan civilizado como Hardy, no eres tan como yo, y eso procede de ti mismo, tú te has hecho así. Tú te controlas, Jones, aunque constantemente quieras despedazarnos a todos. Pero la maldición de la humanidad no hay nada que la detenga. Si quieres ver un verdadero monstruo ahí lo tienes, cruzando esa puerta. Verás a seres vanagloriados del poder y de las ventajas de su propia consciencia, de la rectitud de los valores de su civilización, y eso ocurrirá vayas a donde vayas. ¿Sabes qué hay tras esa puerta, Jones? Una enorme jaula que está a rebosar de criaturas que tienen las bocas llenas de dientes, y que dan dentelladas sin objetivo ni necesidad ninguna a diestro y siniestro, a todos y cada uno de los iguales que se les acercan. Un espectáculo que repugna, solivianta y aterroriza, eso es la humanidad.
Todos quedan en silencio; Hardy y El Rostro De La Locura de pie, Violet sentada en el extremo más alejado de mí del sofá. Jones me mira fijamente aun cuando doy por terminado mi discurso. Nadie dice nada durante unos segundos, y me planteo si todo lo que he dicho no habrá sonado a chifladura sociópata, más propia de nuestro anfitrión.
—Aunque parezca mentira, estoy totalmente de acuerdo con eso.
Tras decir esto, Violet sorbe sonoramente el té humeante.
—Esa es, a grandes rasgos, la conclusión que he sacado respecto a todo el género humano.
El Rostro De La Locura se dirige hacia la cocina poniendo de camino su mano sobre el hombro huesudo de Jones.
—Jones, si, como parece, de verdad te crees indigno de vivir como nosotros en este mundo, dinos entonces qué derecho tenemos el resto, como dice Nasser. No le des más vueltas, hijo.
Hardy, dicho esto, se acerca a nosotros y se sienta entre Violet y yo.
Jones, una vez que estamos todos sentados ante él, con el Rostro De La Locura en la cocina recogiendo lo utilizado para hacer el té, se pone repentinamente de pie. Su larga estatura, que casi llega al techo, nos abruma a los tres en el tan reducido espacio que hay entre su asiento y el nuestro. Con un gesto que parece más propio de mí, se aleja de nosotros mientras se frota las sienes con las largas uñas. De pronto se vuelve, con la gran palma de su mano tapándole las amenazantes fauces. Su voz no queda amortiguada por este obstáculo, nos llega bien clara a los tímpanos, haciendo vibrar todo el vidrio, que no es poco, de la saturada estancia. Parece no tener su sonido un origen concreto, nos envuelve, ha recuperado su inquietante y sobrecogedora amplitud acostumbrada.
—No puedo dejar de pensar en ello. Todo esto me parece al mismo tiempo imposible y coherente, de una extraña forma. Pero tienes razón, Nass. Si a vosotros, que sois como mi familia, os da igual lo que soy en realidad, no tengo mayores motivos para preocuparme. Supongo que, como pareces querer decir, no hay nadie perfecto. Y puede que la humanidad no pueda ni merezca ser salvada. Pero ahora sé qué hacer.
»Nass, abuelo, no dejaré que los de mi especie arrasen vuestro mundo.