Me despierto en mi cama. Me han quitado la camisa, me han dejado sólo con los pantalones y descalzo. Me duele mucho la cabeza. Mi mano derecha se me dirige a la cara. Tengo la nariz como enyesada o algo así, qué sabré yo de estas cosas. La puerta de mi cuarto está cerrada. No oigo nada. Parece que no hubiera nadie en casa.
Me levanto; la cabeza me da vueltas pero no me detengo hasta llegar al baño. Abro el grifo y bebo agua recogiéndola con la palma de la mano, muy despacio. Tiene un sabor metálico y desagradable, pero debe ser cosa mía, el agua estaba bien la última vez que la probé.
Alzo la mirada. Veo una caricatura de Thomas Nasser, un hombrecillo más pálido de lo normal, los escasos cabellos enredados unos con otros y pegados alrededor de la cabeza. La cara parece hundirse en el centro, donde debería estar la nariz, pero debe ser un efecto óptico por todo lo negro que rodea la escayola blanca, que guarda lo que bien sea que quede de mi nariz. Lo negro se extiende hasta debajo de los ojos, y estos tienen sus venillas hinchadas, lo blanco enrojecido, el iris, normalmente marrón, demasiado oscurecido. Los ojos de otra persona. No me reconozco, ni en el espejo, por lo deteriorado, ni en mi alma, que no siente nada, no tengo ni preocupación ni voluntad.
El agua insípida sólo me ha empeorado el mal sabor de boca que tengo, así que decido salir hasta la cocina a por mi querido whisky, con el que espero recuperar el tren de la vida, volver a hacer entrar en mi cuerpo mi espíritu, que no sé dónde estará ahora mismo.
Al abrir la puerta de mi cuarto, miro hacia la derecha, hacia el sillón de Jones. Él no está; en su lugar está Violet, que me mira tan fijamente como lo haría el propio Jones. Ya no lleva el ridículo y sucio trajecillo de colegiala. Su ropa es nueva: una camiseta negra con un dibujo de una telaraña en el hombro izquierdo, una minifalda vaquera bajo la que viste un calentador o legging corto también negro, zapatillas de deporte blancas, y un par de mitones negros. Lo curioso de la ropa, su pelo morado desvaído y lo desproporcionado del sillón, que está adaptado al tamaño de Jones, hacen que parezca una hermosa muñeca de coleccionista.
—¡Violet! —me oigo decir con ridícula voz nasal, con algo así como sorpresa y admiración—, ¿qué haces ahí?
—Nada, esperando a que despiertes —se levanta de un salto y se acerca mí, sonriendo. La hinchazón de su boca prácticamente ha desaparecido; los puntos de la ceja están algo desprendidos, pero lejos de curar del todo—. Pareces un zombi, con esa cara y ese cuerpo flacucho, tío. ¿Qué tal estás?
Por un momento me entra algo de vergüenza, pero no por el hecho de mostrarme semidesnudo ante ella, sino por mi escuálido físico. Casi parece que tengamos ella y yo la misma fuerza. Pero se me pasa enseguida, y dándole la espalda sigo camino de la cocina, a por mi bebida.
—¿Que cómo estoy? —digo mientras mis pies se arrastran por el frío suelo—. Bueno, pues jodido, como no recuerdo nunca haber llegado a estar.
Me hago con la botella y el vaso y me siento a la pequeña mesa. Sirvo un buen trago y lo aparto un poco de mí, invitándola a acompañarme. Me mira con fingida y cómica desaprobación desde la puerta, pero se acerca, se sienta y abraza el vaso con sus pequeños dedos. Yo empiezo a beber a morro de la botella, un trago corto para empezar. Tuerzo mi gesto al sentir descender el torrente llameante. Mi mirada pasa de su vaso a sus ojos.
—¿Qué? ¿No lo quieres? —pregunto con tono neutro.
—Oye, ¿sabes qué hora es? —se inclina hacia mí y me susurra como contándome un secreto—. Tu amigo el monstruo me ha ordenado que no te dejara beber si te despertabas.
—¿Y dónde está él, si puede saberse? —y bebo un poco más.
—Pues no lo sé. Ayer pidió que nos quedáramos el médico y yo contigo y se fue. Eso a las siete de la tarde o así. Después de cenar, el médico también se fue; me dijo que estaba como en mi casa, aunque creo que no le correspondía a él decirlo. Y se fue a la suya, o eso me dijo.
—¿Me estás diciendo que te han dejado aquí sola conmigo? —pregunto decepcionado—. Pero ¡si no tenemos puerta! ¿Y si hubieran venido a por nosotros otra vez?
—Tranqui, tranqui —me corta soltando el vaso y agarrándome de la muñeca—, que me dieron la pistola que tú cogiste ayer —y me enseña la nueve milímetros, que se saca de la espalda, de la cintura de su falda, puedo adivinar—. Y Jones dijo que no vendría nadie, que iba a solucionar esto por sí mismo. No nos dijo a dónde iba, pero dijo que iba a detener esto antes de que pasara a mayores.
Yo sé a dónde ha ido. Bueno, me lo imagino. Seguro que ha ido a buscar al japonés ese que quiere ser el nuevo amo. Seguro que se ha pasado la noche haciendo papilla a un montón de gente. ¡Será estúpido! Su ira descontrolada puede acabar destruyéndole. Me imagino que lleguemos a una situación parecida a la de la película de Frankenstein, y que una muchedumbre indignada y asustada le acabe persiguiendo por toda la ciudad. No tengo miedo de que le hagan daño, aunque también me preocupa un poco; lo que temo realmente es que se vea obligado a matar a personas que, en su ignorancia, crean estar combatiendo a un monstruo, porque puede que entonces sí que se convierta en uno y no tenga marcha atrás.
Apremiado por lo que me acaba de decir, me pongo en pie de golpe tirando la silla que ocupo. Me quedo parado, con la cabeza dolorida, la mente en blanco, sin saber qué hacer, ni dónde ir.
—¿Qué haces? —pregunta Violet sobresaltada, los ojos como platos.
—¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Cómo le ha dejado Hardy hacer eso, irse solo?
—¿Crees que alguien podía impedírselo?
—Joder, podríais haberme despertado —cojo la pistola que ella ha dejado sobre la mesa, junto al vaso, mientras salgo raudo de la cocina, presto a vestirme y salir en su busca.
—¿Pero dónde vas a ir? Si no sabes dónde está —oigo que protesta a mis espaldas, todavía sentada.
Entro en mi cuarto y cierro tras de mí dando un portazo. Me visto con la última camisa limpia que me queda en el armario, una que tiene un olor rancio mezcla de humedad y naftalina. Me pongo los viejos zapatos de cuero barato, sin calcetines ni nada con las prisas. Me guardo la pistola dentro del pantalón, el frío cañón refrescando mi pelvis. Salgo del cuarto. Violet está de pie ante la puerta, el vaso de whisky todavía lleno en su mano.
—¿Adónde vas? —insiste con tono cansado—. Estás hecho mierda, no sabes a dónde ir.
—Voy a averiguar cómo encontrar al japonés de los huevos. Jones estará allí. ¿Vienes o te quedas? —pregunto, sabiendo de antemano la respuesta.
Violet se bebe de un trago el vaso colmado de whisky. Si no estuviera tan preocupado me impresionaría. Asiente secamente con la cabeza y nos vamos, pasando entre los restos partidos y de afiladas astillas que son cuanto ha quedado de la vieja puerta.
Estoy conduciendo quizá demasiado rápido, pero no pienso en el riesgo. No son ni las siete de la mañana, apenas hay tráfico, y la policía no patrulla esta zona de la ciudad: un aislado oasis de corrupción que no está salpicado por la más mínima pizca del dudoso y precario orden que reina en el resto de la ciudad; el pequeño, por el espacio que ocupa, pero inconmensurable, por cuanto contiene y en él acontece, mundo que recorremos ahora a toda velocidad.
Violet me mira de cuando en cuando, algo inquieta.
—¿Puede saberse por qué te preocupa tanto? ¿No es tu amigo el monstruo un ser inmortal?
—No, no es inmortal. Pero no se trata de eso. Él quiere protegernos, y seguro, te lo digo yo, que ha ido a por el japonés ese, y no creo que para hablar civilizadamente.
—¿Y tú qué sabes? A mí me ha parecido muy educado. A lo mejor le explica…
—Pero ¿qué dices? Con el aspecto que tiene, la gente dispara primero y sangra después. Tú te llevas bien con él, tú no lo entiendes, pero la mayoría de las personas sólo pueden reaccionar con un espanto paralizado o con un pánico violento a su presencia. Lo he visto cientos de veces.
—A ti todavía te ocurre, ¿no? Y eso que llevas años con él. Se comporta como una persona, y es fácil tratar con él, pero da un miedo que te cagas. No sé como lo has podido ir soportando tanto tiempo. Cualquier otro, al encontrar esa cosa en aquel callejón, la habría matado o habría salido corriendo.
La miro de repente, sorprendido de que sepa tanto, pero recuerdo que Jones se lo contó todo ayer, en la cocina de Hardy. Tiene la mirada perdida en el paisaje de calles húmedas y oscuras que pasa raudo ante sus ojos. Empiezan a caer algunas pequeñas gotas de lluvia contra el parabrisas. Violet suspira y sigue hablando.
—Lo que hiciste por él no tiene nombre, y de eso él también se da cuenta. Yo, en su lugar, si alguien hubiera hecho algo así por mí, es decir, recogerme y cuidar de mí sin conocerme de nada, sin tener ningún indicio de qué soy capaz de hacer de bueno o de malo, también haría cualquier cosa por protegerle. Cualquiera medianamente decente lo haría.
—Vaya, eres una caja de sorpresas que no tiene fondo —le digo, algo más tranquilo, reconociendo que tiene razón—. Eso debe ser lo que piensa él, si no, no estaría haciendo el tonto por ahí, solo. Pero si empezamos a seguir este camino, a liquidar a mafiosos a lo loco, nos vamos a ver obligados a matar uno detrás de otro, porque siempre tendrán amigos que querrán vengarse, o gente que los sustituirá y que querrá marcar su territorio. Y Jones y yo ya nos hemos hecho bastante famosos entre los indeseables como para que nos quieran fuera de circulación. Siempre he intentado no destacar precisamente por eso, pero con Jones y las historias fantásticas y aterradoras que inspira entre aquellos que le han visto alguna vez, eso se nos ha ido haciendo imposible.
—Es que tarde o temprano tenía que pasar. Ya te dije que hasta yo había oído hablar de vosotros, como un mito o leyenda, como si fuerais tan increíbles como el «pies grandes» o los extraterrestres. Comprendo que queráis mantenerlo en secreto, que quizá lo hacéis por su bien, pero es imposible, como tú acabas de decir.
Nos quedamos unos minutos sin decir nada más; ella contemplando las calles iluminadas apenas por la penumbra del amanecer y las sucias farolas, yo mirando a la carretera pero sin verla, conduciendo en una especie de estado de piloto automático.
La lluvia, que ya es tan intensa como lo ha venido siendo durante los días anteriores, me produce una leve sensación de repetición, parece que estoy siempre conduciendo el mismo día y a la misma hora, siempre entre agua y oscuridad que el sol no puede disipar.
—Oye —oigo que empieza Violet. La miro un momento, sigue contemplando el vacío—, tengo que agradeceros todo lo que habéis hecho por mí…
—De nada, mujer —contesto sin dejarla continuar, como si no tuviera la menor importancia. Y de verdad que no la tiene para mí—. Sólo hemos hecho nuestro trabajo. Todo ha salido mal, pero… Bueno, tú me salvaste la vida ayer, me conformo con eso, como recompensa.
—Ya, sí —continúa, y esta vez me mira—, pero ahora que no tengo a dónde ir, ninguno de vosotros me ha «invitado» a largarme, y Jones me ha dejado ducharme en vuestra casa, y le dio dinero a tu amigo el médico para que me comprara esta ropa, y me dieron de comer…
—¿Que Jones le dio dinero?
—Sí, de tu cartera. Así que gracias, de verdad. Pero no hace falta que sigáis cargando conmigo. Te ayudaré a buscar a tu amigo Jones y luego me iré.
—Es decir, que lo que llevas puesto lo he pagado yo, ¿no? —digo meneando la cabeza, incrédulo—. Esa ropa moderna, juvenil, de aspecto sofisticado y nada barato, ¿no?
Ella recupera su amplia e irónica sonrisa, frunciendo el ceño con cierta extrañeza.
—No te preocupes hombre, que te la devolveré antes de desaparecer.
—No, no, quédatela, que la culpa no es tuya. Sólo digo que Hardy podría haber buscado algo más sencillo, que fuera más barato. Y Jones podría haber gastado su dinero, el muy cabrón. ¡Joder, vaya semana de mierda! ¡Pero ¿qué les pasa a estos dos últimamente?! —suelto de repente en un arranque de desesperación—. A ti no te conozco de nada, pero éstos parecen haberse vuelto gilipollas en cuestión de dos días.
Suelta una leve carcajada por mi comentario.
—No te rías —digo secamente, pero riéndome también contagiado por ella, y continúo hablando a toda velocidad, casi sin saber qué digo—. Jones se vuelve loco contándome cosas raras que sólo nota él y luego se va por ahí, a hacer de justiciero nocturno; y Hardy se saca de la nada una escopeta y pretende ponerse a pegar tiros por ahí, me quita los dineros y se los gasta a su gusto en ropa de moda; y lo más cojonudo, cogen los dos y te dejan sola conmigo, sin puerta ni nada, ¿para qué preocuparse?
—Venga, hombre —replica sonriendo—, que yo soy una guardaespaldas espectacular; tú lo has dicho antes, te salvé la vida.
—Sí, y yo también te doy las gracias, estamos en paz, en serio. No te preocupes ni por la ropa ni por nada, te lo has ganado de sobra —me callo un par de segundos, y estando un poco avergonzado, le pregunto—. ¿De verdad no tienes a dónde ir? ¿Familiares o amigos a los que acudir?
—Bueno —parece dudar un poco, como rebuscando en su memoria—, conozco algunos antiguos clientes que estarán encantados de volver a verme, ya que tuvieron que olvidarse de mí cuando el amo me quiso para él y sus amigos, y…
—No, no, espera —interrumpo—, que no me refiero a eso. ¿No tienes amigos normales, amigos de verdad?
—Los únicos que me han tratado como «amigos normales» sois vosotros tres: Jones, tu amigo el médico y tú —lo dice sin intención de dar lástima, sólo expone los hechos, incluso con cierta suficiencia, creo—. ¿Qué quieres? He vivido siempre en este mundo, es lo único que sé hacer. ¿Pretendes que me vuelva secretaria de una oficina, de repente? ¿Que tome esto como una oportunidad de llevar una vida «normal»? Es como lo que tú dijiste ayer: «lo que llevo haciendo toda mi vida». Yo tampoco tengo nada más.
Mis palabras no fueron exactamente esas, pero no la corrijo porque no tiene importancia. Lo importante es que, como yo, sea por la razón que sea, se ha visto obligada a emplear talentos de los que uno no debería estar orgulloso; pero, cuando la vida no te ha dado más opciones, cuando has tenido que tomar el mal camino, sea por necesidad, por obligación o porque te guste, en fin, una vez llegado el momento de no ver el punto de retorno en el horizonte que se deja atrás, ¿qué razón hay para martirizarse con ello o dejar que otros lo hagan por ti? Allá cada uno con su conciencia.
Yo sí sufro a veces por cosas que he hecho o que hago. Pero no tengo por qué ofenderme por lo que haga ella si no me concierne, ni intentar hacer que sienta repugnancia de sí misma. Porque lo único realmente perteneciente al ser humano es su propio ser, y no creo lícito decirle lo bueno o malo que es a alguien que no sabe cuánto de bueno o malo tiene el que le recrimina, que bien puede ser peor.
Pero lo que ha dicho me ha dado una idea. Es verdad que al principio me caía mal, que es descarada, ofensiva, burlona, pero es más una pose que un reflejo fiel de su ser, y de manera disimulada ha ido ganándose mi simpatía. Por eso, y demostrado su temple y control de sí misma al conocer a Jones, y su valor y arrojo al enfrentarse conmigo a la zorra del látex rojo, digo lo siguiente casi sin pensarlo en cuanto ella ha terminado de hablar, más para mí mismo que para ella:
—Pues eso que has dicho puede hacerse.
—¿El qué? —me mira sin dejar de sonreír, porque le hago gracia, supongo.
—Ser secretaria. Puedes serlo. ¡Nuestra secretaria! —lo digo con ridículo entusiasmo, la voz nasal y aguda, como si estuviera salvando al mundo con mis ideas—. Trabajar con Jones y conmigo.
—¿Pero qué dices?
—A él le caes muy bien, te lo aseguro, mucho mejor que a mí.
—Supongo que eso no es difícil.
—Es un trabajo fácil. Imagínate, que no hemos tenido ninguna hasta ahora… —y continúo, conduciendo a toda prisa, bastante más animado a pesar de mis otras preocupaciones—. Es lo que nos faltaba para tener una oficina de detectives como las de las pelis: una joven y guapa secretaria.
—Tío, creo que estás mal de la cabeza.
—¡Calla, calla! —digo apresurado, casi sin vocalizar. Un entusiasmo infantil me recorre, pensando en la imagen: Jones y yo, cada uno en su despacho, y Violet con el suyo aparte en el que recibe las llamadas y a los clientes, vestida con un ajustado vestido elegante de oficinista, con unas gafas de pasta fina que le darían el toque misterioso y peligroso que quiero para mi negocio, el sabor de los clásicos del cine negro—. Tú déjame a mí. Encontremos a Jones lo primero, y todo irá de puta madre, ya verás.
Llegamos al local de un antiguo cliente, tan desagradable para mí como los antiguos «amigos» de Violet. El tipo hizo que mataran a su madre y a su único hermano para quedarse el negocio, que ahora deja en manos de otros mientras él bebe y luce palmito, como si fuera uno de los grandes hijoputas que de verdad dirigen este submundo nuestro.
El trabajo que hice para él, paradójicamente, era averiguar si, como él sospechaba, uno de sus empleados pensaba traicionarle. Así era. Descubrí que estaba reuniendo dinero, haciendo tratos con sus compañeros y gente de otros negocios, reclutando aliados que le respaldaran una vez muerto el primer cabrón. Jones y yo le paramos los pies para siempre, pues eso formaba parte del encargo. Porque somos detectives, sí, pero, lejos de la glamurosa imagen de las películas que me gusta evocar, aquí es una profesión más parecida a la de asesino a sueldo.
Apago el motor del coche. El ruido de tractor que hace da paso al fuerte tamborileo de la lluvia. Me toco la cintura; la pistola sigue ahí, claro, a dónde va a ir. Las farolas de la calle se han apagado hace poco, se supone que ya ha amanecido, pero dentro del coche estamos casi a oscuras. Las luces de neón, parpadeantes y horteras, de la entrada del local me permiten ver el rostro de Violet en breves y leves fogonazos. Me mira expectante, como preguntándose qué tiene que hacer.
—¿Qué hago? ¿Voy contigo?
—No hace falta, sólo voy a hablar con un amigo. Puede ser peligroso.
—¿Sólo vas a hablar? ¿Y puede ser peligroso? ¿En qué quedamos?
—Joder, no sé, si quieres ven. Allá tú.
—Vale, pues voy.
Y se baja del coche. Me quedo un momento a solas, como un tonto. Como por lo que me suelen tomar. Quizá sí que lo sea, después de todo. Salgo del coche. Violet me mira, ya empapada, desde el otro lado.
—¿Por qué nunca deja de llover?
Me acerco a ella mientras pienso: «¿y por qué no te quedaste en el coche?», pero me quito y le paso por encima de los hombros mi gabardina gris, sin decir nada. Debajo llevo una vieja chaqueta de traje de fieltro verde, así que no quedo muy desamparado. La lluvia se está colando dentro del enyesado de mi nariz, irritándome la piel agrietada y dolorida. «¿Por qué nunca deja de llover?».
—Gracias —me dice con cierta solemnidad, un poco comediante, mirándome a los ojos—, eres todo un caballero.
Me agarra de las solapas de la chaqueta de fieltro con delicadeza, pero con la firmeza suficiente para que no me escape. Soy algo más alto que ella, así que tiene que alzar su rostro. Sus bellos ojos marrones parpadean confusos por el azote de las gotas, éstas resbalan por su frente y mejillas, se precipitan desde su nariz respingona; acaban muchas reuniéndose en su boca entreabierta, hacen brillar en limpios destellos sus pequeños dientes, y buena parte continúa su camino sobre sus labios finos y tiernos para terminar formando una diminuta catarata desde su delicadamente tallada barbilla.
Yo, que no había pensado ni por un segundo en ella como mujer, en el sentido de resultar atraído por ella, me veo inexorablemente atrapado por su belleza hipnotizante. Cierro los ojos, dejo que ella me guíe. Me dejo arrastrar lentamente hacia delante, mis labios a punto de beber de los suyos, de sorber el agua que los riega.
De pronto, algo choca contra mis labios; algo suave, cálido y húmedo, pero no su boca.
—No tan rápido, Nass —dice con repentina familiaridad. Abro los ojos. Presiona un poco más mis labios con su dedo índice—. ¡Y yo pensando que te caía mal…!
Me sonríe, una sonrisa de triunfo cordial, como de dos amigos jugando a las cartas. Me deja ahí, paralizado por su hechizo, seducido sin preludio ninguno y sin aparente forma de resistencia, algo que nunca había creído posible, que sólo podía ocurrir en la ficción de las historias inventadas. Miro cómo se aleja hacia la entrada de exagerada iluminación del local, incapaz de decir o hacer nada. Sin detenerse, se vuelve hacia mí; la gabardina revolotea a su alrededor a modo de capa.
—Vamos, tontito —grita a causa de la lluvia—. ¿Quieres que sea vuestra secretaria? Enséñame el negocio.
Reacciono y la sigo al decirme esto, como si fuera un robot que necesitara ser activado. Sí que soy tonto, sí. Ya no hay dudas.
El sitio, que tiene un nombre impronunciable para mí, es uno de esos lugares en que la gente supuestamente guapa y con clase va a beber, colocarse y bailar, desde el principio de la noche hasta bien entrado el día siguiente. Por eso no es extraño que, a estas horas, todavía se oiga desde fuera la música a todo volumen y el murmullo constante y disonante de voces hablando a grito pelado. A estas alturas ya no hay cola para entrar, extraño es que no la empiece a haber para salir. Un tipo calvo y grande está en la puerta, el clásico organizador de filas.
No dice nada al ver a Violet acercársele, la deja seguir hasta que toca la barandilla de la que hay que tirar para abrir la puerta. Pero al verme a mí tan dispuesto a seguirla, me pone su gran mano en el pecho, los pequeños ojos mirándome de arriba a abajo, el ceño fruncido sobre su única y larga ceja. Me deja justo fuera del pequeño toldo bajo el que se refugia del inclemente tiempo, su traje negro y corbata roja, impecables ambos.
—¿A dónde vas, pequeñín?
Con la temporada que llevo, estoy francamente tentado de sacar el arma y vaciar sobre él el cargador entero, sin mediar palabra.
—Tengo que ver a Rick. Él me conoce. Es urgente.
—No, no, pequeñín, no puedo dejarte pasar —me replica condescendientemente, con suavidad—. Tienes muy mal aspecto, deberías irte a descansar.
—Oye, que viene conmigo —dice Violet volviendo sobre sus pasos, poniendo su mano en el brazo del tipo, que la mira a los ojos, sostiene su mirada un momento, y termina suspirando.
—Vale, puedes pasar —dice mirándome, y suelta otro suspiro.
Violet me coge de la mano y tira de mí, como en el túnel de oscuridad de ayer. De hecho parece casi el mismo momento, pues tras pasar por la puerta atravesamos un pequeño tramo en penumbra, sólo iluminado por algo de luz desde la ventanilla donde se paga entrada.
—¿Qué pasa, es que tienes poderes o algo así? —pregunto pensando en lo que acaba de ocurrir con el grandullón.
—No, lo que pasa es que hay más caballeros de los que te crees —llegamos a la puerta del otro extremo, tras la que se filtra un brutal murmullo, sin que nadie nos pida pagar desde la estrecha ventanilla. Violet me mira, sonriente—. Y, bueno, ya has visto que algo de magia sí que hay.
Y me guiña el ojo derecho, el de la cicatriz encima, refiriéndose a mi humillación de hace dos minutos. Abre la puerta de un empujón. El estruendo de la música de baile nos envuelve y tira de nosotros como la resaca de una marea, haciéndonos sumergir en el mar de gente. Al principio me dejo llevar de la mano por Violet, mirando hacia las terrazas del piso de arriba, donde debería estar el dueño. Violet se vuelve hacia mí y veo que dice algo, pero no la oigo. Meneo la cabeza para indicárselo. Se acerca a mí y me sopla a la oreja, gritando.
—¿DÓNDE ESTÁ TU AMIGO?
—Tiene que estar en el piso de arriba —contesto yo a la suya, pero no tan alto, que casi me deja sordo—. Subamos.
Le señalo las escaleras, que casi no se ven de tanta gente que hay. El lugar es bastante más pequeño que el local del amo, pero es que está a rebosar. Intento llevar a Violet hasta allí, pero es ella quien empieza a tirar de mí otra vez, apartando con poca delicadeza a los apretados y sudorosos bailarines, por llamarlos de alguna manera.
—¡Qué calor hace aquí! —comento, aunque Violet no me oye, sigue rauda en su carrera hacia el piso superior.
Llegamos a un tramo de escalera largo pero poco empinado, subimos rápido esquivando a algunas personas que se han acomodado en los escalones, y Violet se detiene, esperando que dirija yo la búsqueda ahora. Intento soltarme de su mano, pues la palma me empieza a sudar y no quiero que lo note, pero no me deja. Decido dejar la mano muerta dentro de la suya. Busco el rostro de Rick entre las mesas mejor posicionadas, las más «sociales». Ya le he visto. Cómo no, una mesa rodeada de muchas otras y desde la que puede otear el piso de abajo, no sé cómo no le he visto antes. Está en compañía de otro tipo y de unas cuantas chicas. Me dirijo hacia allí.
—¿Es ese? ¿El de la mesa de las guarrillas? —me grita Violet al oído, modulando adecuadamente su voz.
Asiento con la cabeza sin volverme hacia ella. Nos acercamos lentamente, chocando con la gente que va y viene, que se menea siguiendo la música, o que lo intenta. Rick tiene tiempo de verme venir. Deja de reír y parlotear con sus invitados y en cuanto estoy lo bastante cerca, se pone en pie y se acerca a nosotros, como si no quisiera que me llegaran a ver bien. Me coge del brazo y me arrastra a un lado.
—Elangel, gilipollas, ¿qué cojones te crees que haces? —me grita zarandeándome.
Vamos a ver. Yo no tengo nada contra nadie. Vivo en una mierda de ciudad con una mierda de gente, pero no ando por ahí dejándome llevar por un continuo estado de ira contra todos sólo por sentir desprecio hacia ellos, porque, en realidad, yo no soy mejor. El que yo reaccione como lo hago se debe en buena parte a que el tipo que me habla escupiéndome en el cuello es un verdadero cabrón, vale, lo reconozco; pero también a que mantienen mi ánimo crispado, por mucho que intente olvidarlas, las continuas bromas de Violet, las desgraciadas situaciones, una detrás de otra, y, sobre todo, mi constante dolor de nariz. Todo ello se apelotona en mi cerebro como una pequeña forma con una masa demasiado grande para tan poco volumen, lista para explotar a la mínima y esparcir todo ese peso comprimido por el universo, al estilo de las supernovas.
Así, ocurre lo siguiente: mi mano derecha vuela hasta debajo del faldón suelto de mi camisa para coger la pistola; la izquierda, la que era posesión de Violet hasta ahora, se suelta con furia y se hace con la coleta grasienta de Rick; empuja su cabeza hacia abajo mientras la derecha le acerca el arma al rostro, de manera que se encuentran una con el otro a mitad del recorrido, a la altura de mi pecho. El brazo derecho de Rick, con el que tiraba de mí, queda por encima de mi hombro, inmovilizado, aunque el cañón de la pistola apretado contra su nariz le quita ganas de resistirse. De esta guisa le llevo hasta los servicios de caballeros de este piso, sin que ni los numerosos clientes ni sus amigos de la mesa hagan siquiera amago de asustarse ni sorprenderse.
No me preocupo de si Violet me sigue o no, simplemente empujo a Rick, lo uso de ariete sin contemplaciones para con él o la clientela. También le utilizo para abrir de un golpe la puerta del servicio con su frente.
—¡Joder, suéltame ya, hijoputa!
Y le hago caso, ahora que ya estamos en el baño. No puedo decir que a solas, pues alguien, quizá acompañado, parece estar sorbiendo por la nariz profusamente dentro del habitáculo del retrete. Él, visiblemente asustado, clava su mirada en el arma, aunque no le apunto con ella. Se apretuja contra la pared, entre un par de orinales.
—¡Tío, estás hecho mierda! —dice como alucinado, quizá por la cara que tengo—. ¡No te puedes quedar aquí! ¡Me matarán por haberte dejado entrar siquiera!
—¿De qué coño hablas, Rick?
—¿Que de qué…? ¿Cómo puedes preguntármelo, con la cara que traes? ¿No has deducido ya, detective de los huevos, que te quieren matar? ¿Las balas que te rozan la puta cabeza no son pista suficiente para tus dotes de investigación?
—Hablas de los japoneses.
—¡Mierda, claro que hablo de los japoneses! ¿Te haces el gilipollas conmigo? ¡Y me van a matar si saben que has venido a verme, tío! ¡Se van a creer que soy tu colega o una mierda así, y me van a joder! ¡Son rencorosos de cojones!
—¡Cállate! He venido a preguntarte dónde está el líder.
—¿El líder? ¿Toyosu Mitsune?
—Ese mismo.
—No te lo voy a decir para que luego vengan a matarme, tío.
Me acerco a Rick de un paso y le cruzo la cara con el cañón del arma. Le rompo la nariz, la cual, a su vez, rompe a sangrar. Me mira estupefacto, sin quejarse lo más mínimo, pero a punto de llorar. Se oyen risas dentro del cuartucho cerrado del retrete, no sé si por lo que están oyendo o por otra cosa. Da igual.
—Me lo dices o no tendremos que esperar a los japoneses para verte muerto —y le aprieto la boca del cañón contra la frente.
—Vale, vale, tío —gimotea intentando detener la hemorragia nasal con las manos, lo que es inútil, si lo sabré yo—. Hasta te dibujaré un puto mapa, si lo necesitas. Pero déjalo ya, ¿eh? Tan sólo acompáñame a mi despacho, allí tengo su dirección.
—Dímela ahora.
—¿Qué? No la sé de memoria. ¿Te crees que soy un puto ordenador?
Le cojo de la ridícula y sucia coleta y le lanzo contra la puerta del servicio, indicándole que me lleve hasta su despacho. Rick, que se lo esperaba, amortigua el choque con las manos y abre la puerta, para lanzarse en rápida huida. Inmediatamente corro tras él, pero me calmo al ver que Violet, que nos esperaba junto a la puerta, le zancadillea y le hace caer contra un grupo de personas, tirando sus bebidas y provocando insultos y empujones de represalia; rebota hacia mí y le recibo clavándole mis dedos en el cuello y golpeando sus riñones con el arma un par de veces.
—¿Hacia dónde? —pregunto a su oído, entre dientes.
Sin decir nada, gruñendo de dolor, me imagino aunque no pueda oírlo, camina de forma envarada haciendo mi mano sobre su cuello de brida, la pistola contra la nuca de fusta; no quiero que se vuelva a desbocar este jamelgo.
Llegamos a una especie de oficinas tras cruzar una puerta disimulada en la pared. Hay tres departamentos o despachos pequeños, y gente haciendo cosas, aunque no me paro a mirar, no me interesa lo más mínimo. Yo no soy policía, ¿qué me importa que estén contando dinero, embolsando droga, o lo que sea? Lo único que quiero es encontrar a Jones antes de que todo se desmadre.
Rick nos hace entrar en el último departamento, que tiene un gran ventanal que parece abierto para vigilar los demás, menuda sorpresa. Tiene que usar una llave que lleva encima. Una vez dentro le empujo contra la mesa del fondo. Violet, que nos ha seguido, cierra la puerta a sus espaldas. Miro los tres despachos de fuera. Los que allí están nos miran con curiosidad, pero nadie deja lo que está haciendo para venir a ayudar a su jefe o ir a buscar ayuda. Es lo que tiene ser una rata como Rick; no tiene reparos en hacer lo que sea para conseguir lo que quiere, pero eso hace que nadie se preocupe de lo que le pueda pasar.
—¿Quién es esa? ¿Tu nueva ayudante? ¿Te has desecho del grandullón misterioso, eh? —pregunta buscando entre los cajones de la mesa, sacando y barajando montoncillos de papeles. La sangre que le cae de la nariz ensucia algunos entre sus manos—. Pues es demasiado tarde, Elangel. Toyosu Mitsune os quiere muertos. Para él sois como mercenarios que trabajan para el mejor postor…
—Date prisa, Rick —increpo.
—… pero él no lo permite. Quiere hacer suya la ley del hampa, acabar con la arbitrariedad, con el caos que viene reinando entre todos los mafiosos…
—A mí eso me parece bien —comenta Violet. La miro un momento, confuso.
—… y está decidido a mataros a ti y a tu monstruo, donde quiera que lo dejaras, porque os considera en buena parte responsables del partido de todos contra todos que se juega en esta ciudad.
—Y una mierda —contesto—. Nos quiere muertos porque tiene miedo de las historias que circulan sobre nosotros, como todo el mundo, con la diferencia de que tiene los cojones de hacer algo, no como el resto de vosotros, hijoputas. Y si existe caos es porque dirigen el cotarro cabrones sin escrúpulos ni pelotas como tú, Rick. Y ahora cállate y encuentra la puta dirección o te vuelo los sesos.
Levanto el arma, aunque no pienso en disparar. Sin embargo, ha sido como pulsar un interruptor, porque Rick alza las manos meneando un papelito amarillo mientras chilla
—¡Estáquíestáquíestáquí…!
tan rápido y seguido que parece un humorista haciendo su número. Violet se le acerca para estupefacción suya, no sé debida a qué, si a su belleza o a su total parsimonia, y le arrebata el papel de entre sus dedos ensangrentados. Se me acerca mientras lo examina, desconcertada.
—¿Tú entiendes esta letra? —me pregunta mostrándomelo.
—Sí, calle Roscoe, edificio Salsbury. ¿Es eso? ¿Sin número ni nada? —inquiero mirando a Rick.
—¿Qué número quieres? Todo el puto edificio es suyo.
—¿Y para esto tanto rollo? —exclama Violet, indignada, mirando a Rick con incredulidad, parece—. ¿No se lo podías haber dicho desde el principio, y ahorrarte las hostias y la palabrería intimidatoria?
—No me lo sabía de memoria —balbucea confuso Rick, con el tono de un niño acusado injustamente.
—Esta gente no sabe hacer las cosas de la manera fácil y limpia, Violet. Apúntatelo como una de sus directrices de conducta.
—¡Ah! —suelta Violet para indicarme que se da por enterada, siguiéndome el juego de «aprender el negocio».
—Nos vamos. Buena suerte, Rick —le deseo, mirando a sus empleados a través del cristal, que nos observan impasibles. Nadie ha movido un dedo por él.
—¡Sí, eso, vete! ¡Vete a casa del japonés, así le ahorrarás la molestia de ir a buscarte para matarte, Elangel! ¡Que te den por el culo!
Nos dirigimos hacia la zona donde la gente baila y bebe ajena a todo, mientras Violet comenta
—Menudos amigos que tienes.
con un fingido tono de desaprobación.
—Te queda bien mi gabardina, aunque un poco grande —le digo a Violet mientras conduzco hacia el Salsbury—, hasta el capullo de Rick se ha creído que de verdad eras mi ayudante, ¿has visto la cara que puso cuando te le acercaste? Estaba alucinando, el pobre imbécil.
—Oye, déjalo ya. Te parecerá divertido, pero yo no puedo dedicarme a esto —dice repentinamente seria—. Te agradezco que de verdad te lo plantees, pero no puede ser.
Me deja de piedra. La miro, miro a la carretera; la miro, a la carretera otra vez.
—Pero ¿por qué no? ¿De verdad prefieres seguir con lo que estabas haciendo antes?
—No, no es eso.
—Entonces, ¿qué?
—¿Qué pinto yo en el negocio de detectives privados? Si no tengo ni idea de lo que hay que hacer…
—Pues lo que hemos estado haciendo hasta ahora.
—¿Qué? ¿Insultar, amenazar, golpear?
—Pues…, sí. En otros lugares no sé a qué se dedicaran, pero Jones y yo tenemos casi siempre que recurrir a estos… métodos. Pero tú no tienes por qué hacerlo. Tú serías nuestra secretaria, en serio.
—¿Sí? ¿Y qué haría, exactamente?
—Contestar al teléfono, recibir clientes, llevar un registro de los casos… —Violet me mira de una manera descreída—. Escucha, tú eres lo que nos falta para tener una oficina de detectives de verdad, para hacer de esto un negocio serio y respetable. Hasta podríamos trasladarnos a un lugar donde consiguiéramos casos más… civilizados.
—Lo dices totalmente en serio —señala con la misma mirada, pero con algo de rendición en su voz—. De verdad quieres que me una a vosotros, sin tener ni idea. Y no es por compasión, ni porque te atraiga sexualmente…
—No, no, no —me apresuro a decir—. Sabes que si por mí fuera te dejaba tirada aquí mismo.
—Sí, ya —replica con altivez.
—Y lo de antes, tú me la jugaste y no sé qué me pasó —es cuanto se me ocurre para defenderme—. De verdad, es perfecto. Yo quiero convertir esto en algo serio; tú no tienes qué hacer y no te asusta Jones…
—Bueno, algo sí que me asusta, sí…
—Quédate con nosotros. Si te aburre o no lo ves claro no te reprocharé el que te largues, pero al menos pruébalo.
—No, si aburrido no es, no…
Llegamos al fin al edificio de Toyosu Mitsune. Parece un lugar que hubiera sido hasta hace no mucho un hotel, pero no sabría decirlo, no vengo mucho por esta zona. Seguro que vive en el ático, donde estarían antaño las mejores y más amplias habitaciones.
Aparco junto a la acera. Le digo a Violet que no hace falta que venga conmigo, que sólo voy a ver si está Jones. Me responde que sí que se viene, que no dejará a sus compañeros en la estacada, que siempre acabo necesitándola cuando me acompaña. No discuto, bajamos del coche a la vez. Sigue lloviendo como si el cielo fuera de hielo y se estuviera fundiendo de golpe.
Violet camina delante de mí hacia la entrada de doble puerta del edificio. Mi gabardina le va algo grande, las manos quedan ocultas por las largas mangas, y no se le ven los pies, casi parece estar flotando.
Es todo lo contrario de Jones: pequeña, hermosa, de aspecto inofensivo, pero igual de impresionante que él. Sonrío pensando en cómo la miró Rick, no se podía creer lo que veía, igual que si hubiera sido Jones; le resultó inquietante el hecho de que una chica así se dedique a esto. Y eso que Rick no sabía lo peligrosa que es en realidad, capaz de cortarte la cabeza sin pestañear…
Violet llega a las puertas y se dispone a abrirme para dejarme pasar primero.
—¿De qué te ríes? —pregunta al mirarme a la cara.
—No, de nada —contesto mientras acabo de subir los cuatro escalones hasta la entrada.
Me abre la puerta. Extraño me resulta que no haya matones fuera, vigilando, pero más me lo parece que no haya un alma en el vestíbulo.
—¿Un nuevo y despiadado capo de la mafia no debería estar rodeado de matones?
La voz de Violet reverbera casi imperceptiblemente en la enorme sala, que parece haber sido vaciada de las mesas, sillas y bancos que sin duda habría antaño desperdigados ante el mostrador de recepción. Sólo quedan la gran alfombra roja de dorados ribetes y las polvorientas lámparas de cristales brillantes como testigo de la ostentosa y superflua figura de decoración que este marco vacío debía contener.
—¿Puede ser cosa de Jones? —pregunta mirándome directamente.
—No sé. ¿Tú ves sangre? Porque no me lo imagino recogiendo los cadáveres y limpiando.
—Entonces, ¿no ha estado aquí?
—Es pronto para decirlo. Me temo que tenemos que seguir.
A ambos lados del mostrador de recepción, sobre el cual se halla la única lampara apagada del vestíbulo, hay un ascensor y una puerta de escaleras. Me acerco al mostrador inconscientemente, sin saber muy bien por qué, quizá atraído por la oscuridad que contrasta misteriosamente con el brillo festivo del resto. Me apoyo sobre el mostrador y, poniéndome de puntillas, me asomo al otro lado, sin buscar nada en concreto. Casi espero, como si fuera lo más coherente del mundo, que al hacerlo una mano aparezca de la nada y tire de mí hacia la terrible penumbra aislada. Por eso me sobresalto cuando Violet me agarra del hombro y tira de mí hacia ella misma.
—¿Qué te pasa, hombre? —pregunta, consciente de mi exaltado terror. No contesto nada, me escudriña la mirada y sigue—. ¿Qué buscas ahí, el registro de habitaciones? Si el tal Mitsune está aquí, digo yo que se alojará en la suite del ático, ¿no?
—Sí, sí —respondo tartamudeando—, eso pensaba yo también.
—Bueno. —Violet me mira bastante preocupada, o eso me parece, no entiendo por qué—. Pues vamos a ver si los ascensores aún funcionan, ¿te parece?
—Me parece.
—¿Derecha o izquierda?
—Derecha mismo, da igual.
Nos acercamos hasta la puerta del ascensor. Descubrimos que tiene colgado de la barandilla de la puerta un pequeño cartel de «averiado». Damos la vuelta a probar con el otro. No hay cartelito. Entramos. Pisamos una mullida moqueta de terciopelo rojo.
—¿Te has fijado cuánto le gusta el rojo a todo el mundo en esta ciudad? Para decorar, para vestir, para iluminar… A mí no me gusta el rojo, ¿vale?
—Vale —respondo.
Agarrotado como un poste de madera, consigo tocar con un dedo tembloroso el botón del ático. El ascensor empieza un ascenso perezoso.
—A mí el color que sí que me gusta es el morado, o incluso el violeta, que además es como yo me llamo, pero para vestirme me gusta más el negro, también como maquillaje, aunque no me gusta maquillarme, porque…
Violet sigue con esta verborrea incongruente, que no lo es mucho más que la que yo mismo uso para representarme mis propios pensamientos, durante buena parte del trayecto. Yo no la escucho; es más, aunque no pienso en nada en concreto, porque creo que soy incapaz ahora mismo, mi mente está llena de una actividad febril que no puedo describir y que me impide percibir cualquier estímulo externo. Sólo después de vaya uno a saber cuánto tiempo, mientras el ascensor continúa su lento viaje, consigo a duras penas volver a ser dueño de mí mismo, concentrándome en la conversación caótica y sin inflexiones de Violet.
—… y yo no sé escribir a máquina, joder, casi no sé escribir a mano, tengo una letra que da miedo, aunque no tanto como la de tu amigo el de la discoteca, al que le rompiste la nariz, parecía que querías vengarte del destino, o algo así, ¿no?, porque si no, no comprendo tanta violencia por un trozo de papel, joder, que sólo era una dirección, podía habértela dado de primeras, pero no, tenía…
—Violet —interrumpo tartamudeando, alisándome los cabellos de mi ridícula forma—. ¡Violet, escúchame!
He alzado la voz exageradamente, un tono asustado y desesperado, que me ha puesto a mí mismo los pelos de punta. Violet se calla, asustada, los ojos muy abiertos, fijos en mí. El ascensor está llegando a los últimos pisos, se zarandea levemente, a tirones. Sólo se oye el sonido de los cables en tensión que se sacuden tirando de la caja en que subimos.
—Violet —continúo, susurrando entre dientes, insoportablemente tenso—, algo nos está pasando.
Los ojos de Violet brillan húmedos. Leo en ellos que lo ha comprendido, como yo. Su mano me agarra súbitamente el brazo, me sobresalta la tirantez de sus dedos, son como garras. Miro hacia la lucecita que indica el número de piso, que cambia de posición pausadamente. Quedan tres pisos.
Mi mano derecha se lanza contra el botón que debería parar el ascensor, pero no funciona.
Dos pisos.
Con vida propia, mis dedos presionan cualquier otro botón, todos los botones, intentando hacer al ascensor cambiar de opinión.
Un piso.
—Sí que hay algo, Nass —dice Violet en un grito reprimido, murmurado—. No sé qué pasa, quiero bajar, Nass, detenlo, quierobajarquierobajarquieroirmepáralo…
Ahí está. La confusión paralizante de mi mente. El monólogo apresurado y sin sentido de Violet. Son síntomas de un malestar que, al reconocer, percibimos con furiosa lucidez su origen.
Pulsando al azar los botones la miro implorante, como pidiendo disculpas, porque el ascensor no se detiene. Su cara refleja un miedo frenético, contenido pero intenso, como el de la bajada de una montaña rusa. El ascensor llega a su destino. Se detiene en leve sacudida, los cables sobre nosotros vibran haciendo suaves sonidos de latigueo.
No quiero que la puerta se abra. Quiero volver abajo. Quiero coger el arma, pero no puedo moverme, estoy preso de un pánico que me deja suspendido físicamente aparte de la realidad, sólo puedo observar y sentir. Siento las dos pequeñas manos de Violet retorciéndome el antebrazo. Quiero decirle que coja ella la pistola. Mi garganta traga en seco, incapaz de hacer más. La puerta automática se abre con un traqueteo de rodamiento.
—Peroquépasaporquémiedonolosémiedodequéquierosalir…
El murmullo casi inaudible de Violet. Tiene su cara contra mi hombro, detrás de mí, mirando a la puerta abierta con un solo ojo. Me hace daño su torsión, me estruja el brazo como si fuera un paño húmedo, ni siquiera el grueso tejido de mi chaqueta puede protegerme de la presión. El dolor es intenso, me sorprende que tenga tanta fuerza, me estira la piel hasta el punto de que parece estar arrancándomela.
El dolor crece. Algo sustituye al pánico. Algo sustituye al deseo de huir. Algo reemplaza al estupor del temor desconocido. Es la ira. La ira que me produce el dolor empieza a dominarme. Violet me gusta, me cae bien quiero decir, pero deseo aplastarle la cabeza, quiero lanzar su rostro contra los jodidos botones del ascensor, a ver si así baja, que es lo que tanto ella quiere. Consigo reconducir la ira hacia lo que importa, consigo usarla en mi beneficio. Consigo reaccionar.
Empuño el arma que llevo en la cintura, bajo la camisa.
—Violet —le digo con voz temblorosa, conteniendo el deseo de cruzarle la cara—, suéltame.
Al moverme, al volverme hacia ella, parece reaccionar también, deja de parlotear. Me mira recuperando algo de raciocinio, pero con los ojos brillantes de lágrimas de terror que no terminan de brotar del todo.
—¡No! ¿A dónde vas? —me susurra, como si no quisiera que alguien nos oyese—. ¡No me dejes aquí!
—Violet, baja al vestíbulo. Yo voy a ver.
—¿Qué? —en su cara se dibujan fugazmente toda clase de expresiones, todas dominadas por el miedo: confusión, resignación, determinación. Casi creo que he conseguido que me haga caso. Parece más tranquila—. Voy contigo.
—No —contesto inmediatamente. Parece que siempre tiene que hacer lo contrario de lo que le pido.
—Sí —replica, con gesto desafiante, intrépido, que nunca le había visto hasta ahora—. No te dejaré solo aquí.
No puedo más que suspirar nerviosamente. Dejo que me siga retorciendo el brazo izquierdo, no creo que consiga que me suelte si no es matándola, y además, soy consciente de que el daño que me hace es lo que me permite reaccionar. Parece que esté pulsando un interruptor para, con la luz que sería la ira, disipar la oscuridad del terror que me inmovilizaba. Dudo que se haya dado cuenta, pero es posible que no pudiera continuar sin ella.
Unidos por su implacable llave salimos del ascensor, cuya puerta aparenta permanecer abierta hasta recibir llamada de otro piso.
Me muevo de manera muy envarada, algo ortopédica, mientras Violet me sigue arrastrando los pies, igual de tensa. Pisamos una alfombra roja de guarnición dorada, como la del vestíbulo. A la derecha no hay nada; el pasillo, de unos tres cuerpos como el mío de ancho, nos lleva hacia la izquierda, al centro del piso, donde estará la suite que buscamos. Las paredes están forradas de lo que parece más terciopelo rojo hasta la altura de un metro, quedando entonces desnudo el color crema de su pintura. Unas lámparas del mismo estilo que las de la entrada, pero en versión reducida, cuelgan del techo cada tres metros o así. Sólo está encendida una de cada tres, parece que quieren ahorrar en electricidad. Tampoco hay nada que ver, pero la iluminación resulta escasa y perniciosa para nuestras aterrorizadas almas.
—¿Sabes qué creo? —dice Violet, susurrando otra vez, tirando de mí hacia atrás para que me detenga—. Creo que tenemos que irnos de aquí, sí, esocreoesocreosí…
—Violet, no empieces otra vez —tiro de mi brazo hacia mí, ella no hace ni ademán de soltarlo, parece soldada a él—. Lo estás haciendo muy bien. Si quieres da tú la vuelta, pero yo voy a ver qué pasa. No sé si puedes darte cuenta, pero este miedo es totalmente absurdo.
—Será absurdo, pero es real, joder, si continuamos no sé qué va a pasar…
—Tranquila…
Continuamos, mucho más lentamente de lo que es necesario. Me cuesta moverme, pues tengo que tirar cada dos pasos de Violet, que parece quedarse pegada al suelo. El pasillo se divide y continúa de frente, hacia el otro ascensor, y hacia la derecha, hacia la suite. Me dirijo hacia la derecha, mientras Violet tira de mí queriendo seguir hacia el ascensor, parece olvidar que no funcionaba. Se rinde casi inmediatamente y sigue tras de mí, siempre enganchada a mi brazo, que empieza a dormírseme.
La puerta, roja y de adornos dorados como es habitual, está cerrada, y no se oye absolutamente nada del otro lado. Aterrorizado incomprensiblemente, pego la oreja, a ver qué pasa allí dentro, en el centro de nuestro pánico incontrolable. Ni así oigo nada. Pongo mi mano derecha sobre la manilla. El metal de la pistola choca con el cromado en un tintineo prolongado.
—¡No, no! —susurra Violet con gran alarma.
No le hago ningún caso, aunque yo tampoco quiero abrir esta puerta. Pero la abro. La empujo suavemente una vez liberada la cerradura. La puerta se abre lentamente con un chirrido crujiente, como de película de terror. Resulta muy apropiado, porque la puerta se retira como un telón lateral y nos va descubriendo, al son de la inquietante melodía que produce, un enloquecedor escenario.
La amplia y lujosa suite está decorada predominantemente en rojo y dorado, como el resto del antiguo hotel. Sin embargo, hay una mayor variedad de tonos en rojo que en el resto del edificio. Hay manchas, algunas más claras, la mayoría muy oscuras, del mismo color, esparcidas por suelo y paredes, así como lo que creo que son, y Violet parece que también, por la manera en que me retuerce el brazo, los trozos de carne y miembros de una o varias personas, difícil es decirlo por lo desperdigado de los restos.
Pero no acaba ahí. La puerta sigue abriéndose durante una eternidad, dando paso a ese otro mundo, un lugar en el que una terrible batalla tiene que haberse librado, un territorio sobre el que vemos esparcidos armas, más miembros y sangre, cuchillos, katanas, a alguien inclinado sobre un cuerpo, cadáveres más o menos enteros que alguien ha amontonado, y más manchas de sangre, y trozos de carne, y ropas.
—¿Qué —tartamudea Violet sin alzar la voz, en un murmullo amortiguado por el fieltro de la manga de mi chaqueta, contra la que aprieta su cara—, qué es eso?
No contesto nada, no la miro, no espero que me indique a qué se refiere. Mi mirada, que se había ido desplazando hacia la izquierda según la puerta lo hacía, siguiendo el orden de descubrimiento, retrocede hacia la derecha para redescubrir los objetos uno por uno, intentando asimilar lo que veo y asociarlo a una causa probable, aunque ya tenía una en mente desde hacía tiempo: Jones.
Sólo Jones puede hacer algo así con un grupo de gente, pero nunca había visto tanta dedicación, por decirlo así. Jones suele mutilar a sus enemigos, pero siempre es resultado de los golpes que da con sus afiladas y fuertes garras, algo fortuito, digamos. Pero esto, cuerpos reducidos a trozos irreconocibles, entrañas abiertas y desechadas, los cuerpos amontonados, todo parece tener algún propósito demencial, un orden, un sentido bestial. Mis ojos retroceden y retroceden, repasando sobre cada ínfimo detalle, hasta que se paran sobre lo que sin duda inquieta a Violet. Algo que ya vi en el primer vistazo y que pasé por alto, en mi aturdimiento.
Hay alguien inclinado sobre un cuerpo separado del montón. Ese alguien apenas se mueve, parece muy centrado, muy ocupado mejor dicho, en lo que sea que esté haciendo.
Sé qué está haciendo, pero me niego a creerlo. Sé quien es, pero no puedo soportarlo, no lo acepto. Mi furia, intensa por sí sola por el dolor de mi nariz y el que Violet me produce, está a punto de reventarme las sienes en un latido que retumba a lo largo y ancho de todo mi cráneo.
Lo reconozco, sí; reconozco los hombros huesudos, picudos; la columna abultada y de puntiagudas vértebras; reconozco la manera aparatosa de acuclillarse, las orejas afiladas, la cabeza calva. Y reconozco lo que está haciendo, no porque se lo haya visto hacer antes, sino porque siempre me lo he imaginado sin querer en la presente situación, siempre he sabido que estaba hecho para esto, que era cuestión de tiempo. Se está comiendo el cadáver.
—Jones —susurro para mí entre dientes, furioso, asustado, decepcionado, pero con cierta aceptación. Yo lo sabía, de algún modo sabía que iba a ocurrir, y lo he ido dejando correr.
—No, no es él —me responde Violet, tan asustada que no hace sino cabrearme más.
—Sí que es —replico, hablando conmigo mismo—, y voy a matarle…
—¡Que no! —insiste Violet, zarandeándome lo poco que puede, lo poco que le permite mi cuerpo tenso—. ¡Joder, míralo! ¡Es otro, otro malo!
La observación, que expresa de un modo infantil, me fuerza a fijarme en el cuerpo de Jones. Tiene el torso desnudo, marcado de agujeros de bala y cortes de la lucha que acaba de librar. Ha de ser él, pero aprecio las diferencias que hacen dudar a Violet. No tiene la lastimera delgadez de Jones, su torso es lozano, musculoso. No veo la parte trasera de su caja torácica marcada contra la piel. Y hasta el tamaño, su estatura quiero decir, parece diferente. Aparenta ser más bajo, quizá por estar tan recogido sobre sí mismo. Pero lo más extraño es la poca ropa que lleva, una especie de pantalones brillantes, escamosos, de pálido color violeta, que hacen de la luz extraños reflejos iridiscentes.
—¡No, no! —levanto la voz involuntariamente, incapaz de creerlo, desbordado por el miedo, la ira, la confusión—. ¡Es él! ¡Es él!
Para dejármelo claro, la criatura que tiene que ser Jones deja de sacudir la cabeza a tirones, deja de arrancar tiras de carne del cuerpo sobre el que está inclinada, menea un momento la cabeza con cierta naturalidad humana, como si despertara de un trance, tornando en sí, y se vuelve hacia nosotros, lentamente, sin prisa, mientras puedo ver cómo los jirones de tejido y venas que le cuelgan entre los dientes son sorbidos cuando abre ligeramente las fauces. Sigue en cuclillas, se gira con cierto desdén, casi con curiosidad: «¿quién me interrumpe el almuerzo?».
Violet empieza a tirar de mí hacia atrás con fiereza, sin contemplaciones, pero me resisto con tenacidad, me revuelvo, consigo que me suelte el brazo, sus dedos se enganchan un momento en la manga vacía, y acaba cayendo de culo sobre el mullido suelo de alfombra roja. Esto lo veo por el rabillo del ojo, ya que no puedo desviar la vista del ser. Tiene los rasgos de Jones. Tiene sus mismos ojos rojos, abultados, sin párpado, de diabólica mirada felina; la misma ausencia de nariz, sólo el tabique nasal bajo la piel tirante; la misma boca sin labios, de afilados, largos y brillantes dientes, que desprenden destellos carmesí, mientras la sangre espesa resbala hasta la barbilla picuda, donde cuelga en finos y densos hilos. Todo igual, pero diferente.
No es Jones, Violet se dio cuenta enseguida. ¿Por qué? Yo debí darme cuenta antes, yo, que le conozco mejor que nadie, al ver el menor tamaño y mejor forma física de este. No me lo creo hasta ver su rostro, cuyas facciones son totalmente irreconocibles, tanto como de una persona a otra entre los humanos. Y sé por qué no lo veía. Porque no quería creer que hubiera más; tras tantos años a su lado, tenía la esperanza de que fuera único, de que todo el horror y poder de tal ser estuvieran bajo mi control y vigilancia. Pero no puedo negármelo más.
Porque ahí está. ¿Un hermano? ¿Un primo? Es más bajito, pero evidentemente mejor alimentado. Se pone en pie con tranquilidad, dejando que le admiremos. Tengo que echar a correr, y Violet seguramente también siente esta necesidad, pero yo me quedo inmóvil de pie, y ella no se levanta del suelo. Estamos petrificados.
El ser, ya erguido, no es más alto que yo. Su cuerpo es todo un manojo de músculos totalmente tensos, de un poder inimaginable. Pienso en la fuerza de Jones, que con su cuerpo esquelético puede alzar sin gran esfuerzo un coche, y mi mente se pone a calcular, a extrapolar esa fuerza usando la variable que es toda esa masa muscular añadida. El ser me mira a los ojos, y con ese rostro inexpresivo, carente casi de músculos como el de Jones, puedo estar seguro de que sonríe complacido, satisfecho. Está encantado de matar, piensa que cuantos más mejor, puedo verlo, puedo sentirlo.
El ser produce una serie de sonidos tremendamente graves, todos mis órganos parecen vibrar al son de esa especie de palabras que está soltando, algo que suena a un idioma específico pero desconocido por completo para mí. Parecen haber saltos en la frase, seguramente en frecuencias que no puedo oír. Todo lo que dice lo hace sin mover la boca, como Jones. No sé si habla con nosotros o para sí mismo, pero en cuanto termina su monólogo, abre la boca con toda la parsimonia de que es capaz, como en un largo bostezo, todo ello mientras nosotros no hacemos más que mirar aterrorizados, anulados por un miedo atenazador, al que deberíamos ser capaces de sobreponernos, pero no lo hacemos. Su lengua se desliza sobre los dientes, arriba y abajo, limpiando y saboreando la sangre. De pronto alza sus garras, todos los músculos tensados, lanza un grito que no puedo oír, pero que hace temblar mis tímpanos, los jugos de mi estómago, la gelatina de mis ojos. Duele. Algunos cristales de la sala se rompen, espejos, alguna bombilla, quizá jarrones o vasos. El dolor me corrompe en mayor medida que el terror inexplicable, me domina por completo. Quiero arrancarle la cabeza al ser con mis propias manos. Estoy a punto de intentarlo, de lanzarme contra él guiado por una furia incontrolable, justo cuando él termina su alarido y embiste en rápida carrera hacia mí. Sus garras van delante, puedo imaginarme su intención: atravesarme el pecho con ellas y luego tirar hacia afuera con un movimiento que me abrirá como a un pez al que limpiar. Mi brazo, repentinamente pesado por toda la tensión que casi ha agotado mis fuerzas, consigue alzarse en un movimiento automático, fruto de la costumbre, un acto reflejo. Disparo contra el ser. A cámara lenta, de manera onírica, irreal, le veo caer hacia mí, impulsado por sus largas zancadas. Le he atravesado el ojo izquierdo, lo que lo ha matado al instante.
Durante años lo he estado planeando. ¿Qué hacer si Jones se volviera loco? Disparar a los ojos, el único punto vulnerable, un viaje directo al cerebro, algo que lo pararía en seco. Y ha funcionado. No sé como lo he hecho, pero lo he conseguido. Recupero el control de mí mismo, muy cansado, eso sí; algo somnoliento incluso. ¿Qué me ha estado pasando?
—Lo has matado —oigo a Violet decir a mis espaldas, desde el suelo.
—Si —contesto con la lengua seca como un trapo.
«Que no sea Jones», me digo, casi a punto de llorar.
—¿Qué haces?
—Lo siento mucho, pero, después de esto, necesito un cigarrillo.
Violet está rebuscando entre jirones de la ropa de los muertos. Menudo estómago que tiene. A ambos se nos ha pasado esa fase de pánico paralizante. Ella vuelve a ser la zorra indolente de siempre y yo el hijoputa insoportable de costumbre. Menuda parejita. Si no fuera por las extrañas circunstancias en que nos encontramos, seríamos clavaditos a los personajes de novela negra que tanto me gustan.
Yo no me separo del cadáver del «segundo Jones». Ya me he asegurado, ahora que soy dueño de mí mismo, de que no se trataba de él. Joder, ¿de dónde ha salido? Llevo toda la puta vida buscando a la supuesta familia de Jones, gente que suponía normal, que lo habría abandonado a él por deforme, y de pronto me encuentro esto. ¿Qué posibilidades hay de que nazca otro ser con exactamente los mismos rasgos? Sus facciones son diferentes, pero no hay duda de que son de la misma especie. Un pequeño atisbo del reciente pánico me sobrecoge, me vuelve a la mente la imagen de la familia de seres tipo Jones.
—¡Encontré!
El grito de júbilo de Violet casi me para el corazón, pero no le digo nada, que bastante mal lo pasamos ya. Veo cómo saca un cigarrillo de un paquete arrugado, lo enciende con un mechero que debió encontrar en el mismo lugar y aspira extasiada, cerrando los ojos. Se acerca a mí, exhalando toda la larga bocanada.
—Menos mal. Por poco reviento —dice, y continúa con fingido tono de reproche—. ¿Ves, cómo no era Jones?
Señala al ser muerto con el extremo ardiente de su cigarro. Lo vuelvo a mirar. Sí, vale, no es Jones, pero eso no deja de inquietarme de igual forma. Me fijo en su única prenda, los extraños pantalones violetas.
—¿No son extraños estos leotardos que se gasta la criatura? —comenta Violet, agachándose junto al ser y pasando sus dedos desprotegidos por la superficie escamosa—. Mierda, parece una malla, como de una armadura. Y hace como cosquillas.
Veo que lleva la yema de los dedos hacia la palma de la otra mano, frotándolos con el cuero de sus mitones. Me arrodillo a su lado y deslizo la mano por entero sobre esas escamas. La sensación es extraña, una especie de estática repelente, que intenta que no toque la prenda. ¿Qué cojones es esto?
—¿Alguna vez habías visto algo así? —pregunta Violet, mirándome fijamente, algo misteriosa.
—No. Te lo juro. Sé qué piensas. Pero te prometo que nunca había visto a ningún otro ser como Jones, ni remotamente parecido, y eso que he buscado a conciencia, joder. Y ni mucho menos algo como esta mierda que lleva puesta —y pateo ligeramente las piernas del ser, ya de pie.
—¿No te ha parecido que hablaba? —susurra, sin apartarse de la cosa. Parece hipnotizada por todas las cuestiones que plantea su sola existencia.
—No sé qué hacía, sólo sé que estaba comiéndose a esos —señalo el montón de cadáveres—, y que nos iba a hacer lo mismo.
—¿Y qué hay de lo que sentimos? Sabíamos que íbamos a encontrarnos algo, algo peligroso —le da otra larga calada al cigarrillo—. Nos portábamos raro, y se nos ha pasado en cuanto lo mataste.
—Sí, ya, oye, yo tampoco entiendo nada. Hemos venido buscando a Jones y aquí no está. Lo mejor es que nos vayamos. —Miro a nuestro alrededor. Aquí no hay nadie a quien preguntar, todos muertos. Agarro a Violet del brazo, obligándola a levantarse y seguirme—. Venga, vamos. Lo que nos faltaba era que alguien nos echara la culpa de esto.
—Eso es lo que va a pasar. Tu amigo el de la discoteca se encargará de ello. En cuanto alguien le pregunte.
—Sobre todo después de cómo le traté…
—Sobre todo después de cómo le trataste…
Suelto a Violet, que ya me sigue sin dejar de fumar. Camino raudo hacia el ascensor en el que subimos. Llego hasta la puerta del ascensor, y mientras pulso varias veces el botón de llamada con impaciencia me fijo en que la puerta de acceso por escaleras está echada abajo por algo con una fuerza descomunal.
—Esto… creo que este es el ascensor que no funciona. Subimos por el otro.
Violet hace esta observación con su acostumbrado tono socarrón. Luego, según me doy la vuelta para ir hasta el ascensor correcto, veo que señala con un dedo la puerta destrozada, con la boca abierta.
—Sí, ya lo sé —replico sin detenerme—. Por ahí salió esa cosa, viniera de donde viniera.
Alcanzo el ascensor apresuradamente, que me recibe con la puerta todavía abierta. Entro y toco infinidad de veces el botón de la planta baja. Violet entra justo cuando la puerta empieza a cerrarse. ¿Por qué no espabila de una vez? Empieza el lento descenso, tras un breve traqueteo. Silencio entre nosotros durante poco más de un minuto.
—¿Qué le vas a decir a Jones, si le encontramos? —dice Violet, y apura el cigarro.
—Se supone que en los ascensores no se fuma.
—Eres más simpático cuando estás asustado. ¿Tiene eso sentido?
—No sé qué le voy a decir. No sé si debería decirle nada.
—¿Estás loco?
—¿Lo estás tú? Te habrás dado cuenta de que no está demasiado a gusto con su extraña naturaleza.
—Ya, pero…
—Si le digo que he encontrado a otro ser como él, y que he tenido que matarlo, ¿cómo crees que le sentará?
—Si se lo explicas lo entenderá.
—Sí, es lo más probable, siendo como es. Pero, si te soy sincero, no sé si podré soportarlo. Decirle que toda pista sobre su origen ha muerto con su congénere, después de tantos años de búsqueda y dudas…
—Lo entenderá, créeme. No le conoceré de hace tanto como tú —tira el cigarro todavía encendido, consumido hasta el filtro, sobre el terciopelo rojo, y lo pisa—, pero he visto cómo es. Su aspecto no le hace justicia.
—Ya lo creo que no.
Silencio durante el resto del trayecto. Me devano los sesos intentando decidir qué hacer. ¿Dónde está Jones, si no ha llegado hasta aquí? ¿Qué le digo sobre esto? ¿De donde salió esa cosa, qué nos estaba haciendo? Casi nos anula por completo de una manera sobrenatural, imposible. Sé que ese ser nos producía todo ese terror incontrolable, y lo sé porque era más intenso según nos acercábamos a él. Lo sé porque era el mismo terror, la misma rancia e insoportable inquietud que Jones me produce a veces, solo que multiplicada por cien.
Sí que puedo deducir algo. Esa cosa iba vestida. Muy poco, es cierto, pero vestida al fin y al cabo, con un tipo de material que nunca había visto. Esa cosa hablaba. Un idioma ignoto, y con una complejidad de frecuencias que encajan con los cinco juegos de cuerdas vocales que Hardy se encontró examinando a Jones, pero sí que hablaba, hasta Violet se dio cuenta. Ese par de detalles, por sí solos, insinúan que ese ser venía de una comunidad; que de donde él salio, esté donde esté ese lugar, tiene que haber como mínimo otro ser, el que le enseñó a hablar de esa forma, el que le dio esa prenda tipo malla.
Pero hay más. Creía que el aspecto tristemente flacucho de Jones se debía a su constitución natural. Este otro ser estaba realmente bien alimentado, es evidente, y toda su musculatura avasalladora no puede deberse más que a un constante ejercicio de todas sus facultades. Ese ser destrozó a todas esas personas como si nada, y luego se las estaba comiendo; no es difícil imaginar que ese era su estilo de vida hasta que yo lo maté.
En definitiva, ese ser había estado viviendo como Jones debería estar haciéndolo, y eso sí que encaja con todos los rasgos sobrenaturales de Jones. Como Violet había dicho. Una criatura dedicada a matar, totalmente carnívora. Su vida a mi lado no ha hecho más que atrofiarle, reducirle a mucho menos de lo que es. Y sé que lo que él es, es algo horrible, pero no dejo de lamentarlo, porque es mi amigo y yo soy el responsable.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Violet, llegando ya al vestíbulo, con tono cansado.
—Vamos a casa de Hardy. Seguirá allí a estas horas. Y luego, no sé.
Hardy vive en un edificio residencial bastante tranquilo para lo que es el resto de la ciudad, un lugar de gente normal que intenta vivir lo más decentemente que les permite el decadente ambiente de corrupción. Me siento aliviado e incómodo al mismo tiempo siempre que vengo por aquí, lo que no ocurre a menudo.
Casi creo que el mundo podría ser diferente, que podría ser un lugar agradable, pero no es más que una vaporosa ilusión. Para que fuera así, la gente tendría que tener en alguna consideración la vida de los demás, pero ésta hace ya tiempo que viene viendo devaluado su valor. Yo mismo me veo incapaz de cambiar, he ido perdiendo la fe en mí mismo, me he convencido hasta tal punto de la podredumbre de mi alma que no puedo ni pretender ser otra cosa. Puede que algo así les pase también a los demás, quién sabe.
El caso es que este es un lugar limpio, agradable, moderadamente bullicioso, que nada tiene que ver con el viejo edificio rodeado de páramo de escombros de la consulta de Hardy. La fachada es antigua, teñida de la mugre gris de contaminación que hay en todas partes, pero las ventanas tienen cada una sus hojas pintadas de diferente color; están adornadas con macetas de plantas, cortinas decorativas de diferentes estilos o incluso figuras tras cada cristal, y hasta la puerta de entrada al edificio resulta hospitalaria, un grueso marco de madera barnizada que sustenta un amplio cristal engalanado con filigranas de una fina línea negra.
Cuando Violet y yo llegamos, hace rato que ha dejado de llover y empieza a clarear. Las nubes no levantan del todo su asedio, pero se disipan lo suficiente para darme la impresión de que el clima es magnánimo con este lugar. Al ascender ambos las escaleras la luz entra bastante clara por los ventanucos, nos cruzamos con algún inquilino que sale, con una anciana que barre ante su puerta, y cada uno nos saluda de manera seca pero cándida. Este ambiente inofensivamente ajeno para mí nos acompaña hasta llegar al cuarto piso, donde vive Hardy. Llamo con un par de golpes a su puerta.
—¿Por qué vivís todos en edificios sin ascensor? —comenta Violet, algo fatigada.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunta Hardy al abrir la puerta, con los ojos muy abiertos y sus cuatro pelos erizados. Se aparta para dejarnos entrar—. ¿No os ha llamado Jones?
—¿Llamarnos? ¿A qué número? Llevamos toda la puta mañana buscándole —contesto secamente en un nuevo brote de ira.
—Me despertó el timbre del teléfono hace casi una hora. Era Jones, y me dijo que te había estado llamando a vuestra casa, pero que no contestabais.
Mientras Hardy me habla, veo a Violet entrar en la cocina y abrir el frigorífico, poniéndose a curiosear.
—¿Te ha llamado? ¿Y dónde está? —pregunto esperanzado, ansioso.
—Tranquilo —continúa, algo contagiado de mi propia inquietud—, está bien. Me dijo que está en casa de El Rostro De La Locura.
—¿El Rostro De La Locura? —repito en un pasmo estúpido.
—¿Qué es eso? —pregunta Violet con la boca llena de un trozo del sándwich de jamón que se ha hecho sin permiso.
Ambos me miran como esperando que sea yo el que hable, pero me quedo en silencio, mirando al suelo. Intento imaginarme por qué Jones ha ido a ver a tal personaje.
—El Rostro De La Locura es un psicópata que vive en las afueras de la ciudad, en una casita de campo apartada —le explica Hardy.
—¿Un psicópata? —exclama Violet, y da otro mordisco a su sándwich.
—Sí, se dice que se pasó casi toda la vida en un hospital psiquiátrico, que allí hacían experimentos con él y otros pacientes, y que se escapó mucho más loco que cuando entró.
—Recuerdo el revuelo que se montó con eso de los experimentos en un hospital, hace un par de años, pero nunca había oído hablar del tipo este.
—No hace mucha vida social. No confía en nadie. Lo conocemos porque una vez se puso en contacto con Nasser y le invitó a él y a Jones a su casa. Yo no fui…
—¿Y qué quería de él? —pregunta Violet como si yo no estuviera, ya que no les hago ningún caso. Pero les interrumpo inesperadamente.
—Vamos, Violet. Vamos a buscar a Jones. Hardy, será mejor que vengas, tenemos de qué hablar por el camino.
—¿Ah, sí?
—Ni te lo imaginas —contesta Violet, y le ordena con repentina camaradería—. Vamos, ponte algo más formal, así me dará tiempo a acabar de comer.
Hardy la obedece de inmediato. Si hago yo eso, pedirle que haga algo, me fríe a preguntas u objeciones antes de ponerse a ello. Pero ahora se dirige diligentemente a su dormitorio, cierra la puerta y se oye que abre su guardarropa para cambiar su acostumbrada bata blanca por otra cosa. Violet va hacia la cocina de nuevo, vuelve a mirar en la nevera y regresa conmigo al recibidor, de donde yo no me muevo, esperando impaciente. Da los últimos bocados al bocadillo y un largo trago de la cerveza de lata que se acaba de agenciar.
—¿Para qué te quería ver el psicópata del que habla el médico?
—A mí no. Se trataba de Jones. Quería conocerlo. Cuando se puso en contacto conmigo fue por el número del negocio de detective. Había estado siguiendo los rumores sobre nosotros, ya sabes, lo que tú ya tenías oído: un tipo seguido a todas partes por un monstruo. Verás, ese tipo a Hardy le da mucho miedo, bueno, y a cualquiera que haya oído lo que se cuenta de él. Pero Jones y yo nos encontramos con un tipo de miras muy abiertas, al que le fascinan los misterios increíbles de este mundo, como es el propio Jones. Por eso quería conocerle.
—Entonces, ¿no es ningún psicópata?
—Bueno, no sé qué decirte. Yo diría que es bastante sociópata, como mínimo. Vamos, un poco loco sí que está, ya verás por qué.
—Es que con ese apodo con el que os referís a él…
Hardy sale de pronto de su habitación. Viste unos pantalones vaqueros, en lugar de los de traje marrón de siempre, una camisa blanca de rayas verticales azules y una chaqueta de pana granate. Los zapatos sí que son los negros y gastados que suele llevar.
—¡Vaya, muy guapo! —le dice Violet en agradable tono enaltecedor.
—¡Muchas gracias, hija! —y Hardy, dejándome asombrado, se pasa la mano sobre los escasos pelos erizados, en un vano intento de alisárselos, con coquetería infantil, como de niña presumida—. Vamos a ver a El Rostro De La Locura, ¿verdad?
—Sí —contestamos al unísono Violet y yo.
—Bueno, pues, si no os importa, me llevaré esto.
Hardy se aleja hacia el salón de su casa, oímos que abre un cajón, y vuelve con un pesado revólver de gran calibre, con un largo cañón, del 44 parece. Meneo la cabeza incrédulo, mientras Violet me sonríe. No tenía ni idea, después de tantos años de amigos, de que Hardy estuviera rodeado de armas por todas partes. Una faceta suya desconocida, pero que encuentro de lo más útil, últimamente.