Al picar en la consulta de Hardy, es Jones quien me abre. Pone uno de sus largos y flacos dedos sobre su brillante dentadura afilada, indicándome silencio, mientras me deja pasar.
—El abuelo está en su despacho, durmiendo —me dice en una sorda vibración que siento más que oigo—. No quiso irse a su casa, por si la chica necesitaba algo, pero ella no se ha despertado en toda la noche.
Doy unos pocos pasos de puntillas hasta la consulta y pongo la oreja contra la puerta. Nada. Abro silenciosamente, veo a la chica tumbada en la camilla, abrigada con un grueso cobertor hasta los hombros. Respira de forma lenta y regular; su rostro, bello a pesar de las heridas, está vuelto hacia mí. Parece disfrutar de un sueño tranquilo. Vuelvo a cerrar.
—He hecho café, si quieres. ¿Has desayunado algo?
Jones debe haber tirado a la basura su gabardina, que estaba destrozada, y a mí se me ha olvidado traerle otra. Su chaleco y camisa, negro uno, y a rayas granate y blancas la otra, están agujereados y rasgados. Su piel, algo más pálida que la mía, está todavía algo enrojecida allí donde han impactado las balas del día anterior. Echo un vistazo metiendo los dedos entre los agujeros de la ropa.
—Sí, unos huevos revueltos, como tú me enseñaste a hacerlos.
—Mentira —suelta un gorjeo grave de diversión porque sabe que tiene razón.
—¿Qué tal? ¿Te sacó las balas Hardy?
—No, me las quité yo mismo, una a una, incluso las de la espalda.
Se da la vuelta y se levanta la ropa para que lo vea. La cantidad de marquitas rojas es bastante considerable, algunas abultan un poco sobre el resto de la piel, como con una cicatrización más tardía.
—Nunca te había visto recibir tantos disparos, ¿estás bien?
—Sí, como si nada —se baja la camisa y me vuelve a encarar—, pero no veas qué tedio extraer cada una.
—Eres la hostia —le digo dándole una palmada en el hombro, que está a la altura de mi cabeza.
Me dejo caer pesadamente sobre una de las butacas del recibidor-sala de espera. La silla suelta un fuerte crujido. Jones se vuelve hacia mí bruscamente y me repite el gesto de silencio con un siseo contrariado. Se sienta de esa forma tan ridícula en otra silla enfrente de mí.
—Bueno. ¿Ahora qué? —me pregunta hablando con la más suave vibración de que es capaz. Aunque uno podría jurar que no habla, se siente en la membrana de los tímpanos lo que dice con toda claridad. Detesto esa sensación. Parece como si el sonido viniera de dentro de la cabeza cuando intenta hablarme en susurros.
—Nada, llevaremos a la chica con su padre; me dijo que nos esperaría todo el tiempo en su local, que lo mantendría cerrado hasta que llegásemos nosotros.
—¿Quieres que la coja y nos vayamos?
—No, déjala descansar, que buena falta le hace. Y mejor esperar a ver qué dice Hardy, que igual no es bueno que se mueva todavía.
—Ya.
Jones baja la cabeza y se queda mirando al suelo, aburrido. Es comprensible. Él, que no duerme, se ha pasado toda la noche sin hacer nada, esperando y esperando a que llegue el día de una vez. Ya me ha dado otras veces por pensar en cómo sería eso: no poder ni necesitar dormir, siendo consciente del paso de cada minuto mientras el resto del mundo se apaga; quedar como suspendido en el limbo de la existencia, escuchando el silencio, viendo la oscuridad, todo el tiempo pensando, dando y dando vueltas en su mente a vaya uno a saber qué clase de ideas, como le pasa a todo el mundo sin duda, pero estando él privado, de manera no sé si decir natural o antinatural, del retiro tan necesario de la propia consciencia que resulta el sueño.
Tan pensativo le veo que no puedo menos que preocuparme. Lleva un par de días muy raro.
—¿Qué pasa Jones? —inquiero con mi tono más implorante.
—Nada —se yergue mientras suspira largamente, sin mirarme—. Sigo con una sensación extraña.
—Creo que sé a qué te refieres. Desde hace un tiempo, no sabría decir cuánto, me siento como si todo lo que nos pasa estuviera escrito y alguien lo estuviera leyendo —Jones me mira y sus pupilas de gato se dilatan un poco, algo que en su cara inexpresiva denota una diversión incrédula—, como en esa película de un niño leyendo un cuento, ¿te refieres a algo así?
—No, para nada. ¡Qué tontería!
—Entonces, ¿qué?
Jones se vuelve a encoger mirando al suelo, soltando otro suspiro, no tan largo esta vez.
—Ya te lo dije ayer. Algo parecido a un cambio, no sé, algo que va a pasar o que ya está pasando, no sé.
Se pasa las manos un par de veces por la calva cabeza, y las detiene para apoyar la frente en ellas. Él, que siempre me ha parecido tan seguro y centrado, salvo cuando le atacan sus dudas existenciales, me deja algo turbado con sus nuevas inquietudes, no sé cómo tomármelo.
—Bueno —comienzo—, después de este encarguito del amo, sí que van a cambiar las cosas. Al aceptarlo he conseguido que nos ganemos el odio de todos sus contrincantes por el dominio de esta mierda de ciudad. Cuando se corra la voz, nos vamos a cagar. Quizá es sólo tu sentido común lo que te hace debatirte de esa manera.
—Si, claro, será eso —me espeta en un rugido gutural, desdeñando mi explicación.
Visto su humor, opto por no decir nada más. Le imito y me pongo a mirar al suelo, en silencio como él. Desde la calle nos llega de repente el apagado estruendo de otro chaparrón. Menudo tiempo que tenemos últimamente, me digo, de lluvias tan bruscas como intensas. Parece como si la ciudad intentara lavarse toda la mugre de que se ha ido llenando a lo largo de los años, como si quisiera que el lodo viviente entre el que nadamos Jones y yo, y en el que comenzamos a diluirnos hasta empezar a formar parte, se resbalase hacia las bocas de sus desbordadas alcantarillas.
El ligero chirrido de bisagras nos coge desprevenidos a los dos, pero Jones reacciona a la velocidad del rayo, levantándose de su silla y dándole la espalda a la joven, que nos mira desde la puerta entreabierta de la consulta.
Sigue vestida de colegial, su ropa debe ser de un colegio privado; la falda a cuadros oscuros y la blanca camisa, ambos sucios de sangre, le seguirían dando un aspecto adorable, de no tener la ceja derecha llena de puntos y la boca hinchada y amoratada en su lado izquierdo. Incluso con eso podría resultar angelical, si no fuera su expresión el fiel reflejo de una hastiada repugnancia, el gesto cansado y derrotado de las viejas prostitutas que a veces me asaltan en los oscuros callejones.
Su mirada pasa de mí a Jones, que permanece inmóvil con toda su larga estatura atenuada por su postura algo encorvada. Vuelve a mirarme a mí, y sale al fin.
—¿El baño? —pregunta con voz ahogada.
—Esa puerta —digo señalando con el dedo.
Se dirige hacia el cuarto junto a la ventana del fondo, arrastrando los pies enfundados en sus calcetines escolares, con los brazos lánguidamente muertos a los lados. Empuja la puerta entreabierta con un hombro y desaparece de mi vista sin molestarse en entornarla siquiera.
—¿Crees que me ha visto la cara? —pregunta Jones en susurros vibratorios.
—Creo que ya sabe cómo eres, por la cara que puso cuando la agarraste en el viejo bar, ayer.
Y lo creo de verdad. El lugar estaba mal iluminado y todo eso, pero yo pude ver su cara pasar de una resignada indiferencia a un sobresaltado terror en ese momento.
—Una de dos, o no le importa o no se acuerda de ti, que no sería de extrañar con todo lo que ha pasado —concluyo.
—Aún así…
Y Jones se escabulle con su sobrenatural sigilo dentro del despacho de Hardy. A través de la rendija que deja al entrar veo a Hardy vegetando en su silla, los pies sobre la mesa, su cabeza torcida hacia atrás con los extraños pelos tiesos como púas de acero, y la boca abierta a todo lo que da, emitiendo un suave y constante zumbido ronco. Jones sale casi de inmediato, con la bufanda de Hardy enrollada alrededor de su cara. Los globos rojos son lo único que deja a la vista, y casi es tan horrendo así, por todo lo que deja a la imaginación, como sin taparse en absoluto. Pero le da un cierto toque cómico. Me quedo mirándole mientras cierra la puerta a sus espaldas. Me ve y hace un gesto con los brazos: «¿qué?».
—Estás ridículo —contesto a su muda pregunta.
La chica sale del servicio. Todavía suena la cisterna cuando se planta ante nosotros, apoyándose en la pared, cruzando las piernas. La puerta del servicio continúa totalmente abierta. Espero por nuestro bien que sólo hiciera aguas menores.
—¿Quién cojones sois vosotros?
Su manera de preguntarlo, su lenguaje, su postura, todo ello me deja algo turbado, pero no me muestro impresionado ni por un segundo, y recostándome como puedo en la incómoda butaca para demostrárselo, le respondo tras coger aire sonoramente.
—Somos los tipos que tu padre ha contratado para salvarte la vida. ¿Crees que deberías permanecer de pie con esa herida en el muslo? —señalo con la mirada el vendaje que apenas se ve asomando bajo la falda.
—¿Mi padre? —suelta una risa exagerada, echando la cabeza hacia atrás y todo, mostrándome todas sus encías—. Eso os ha dicho, ¿eh?
Se mueve el pelo para cubrirse un poco mejor la cicatriz de la ceja. Su mirada y su media sonrisa parecen estar llamándome estúpido. Un cierto calor de vergüenza acude a mi cara sin motivo, pues no creo que yo tenga que saber si lo que se me cuenta es o no verdad; pero quizá sea por la manera de hablarme que tiene esta cría, sin respeto ninguno hacia quien es mucho mayor y le ha salvado la vida, por lo que me entra un enfurecido acaloramiento. Su sonrisa burlona se alarga cuando ve mi rostro enrojecer.
—¿Tenéis un cigarrillo? —pregunta de repente borrando toda expresión de su rostro.
—Aquí ninguno fumamos —suelto sonriendo yo ahora, de manera forzada—. ¿No eres muy joven para fumar?
—Diecinueve años, ya para veinte. ¿No creerás por esta ridícula ropa que tengo catorce años? —se tira ligeramente de la camisa al decir esto, pero parece comprender algo mientras lo hace, pone en blanco los ojos durante un segundo, y sigue hablando con tono algo paternalista y condescendiente—. No soy su hija, no soy hija de nadie que yo sepa. Soy la que hace, más bien, de su mujer, ya me entiendes, ¿eh? —termina, enarcando las cejas hacia mí.
Un ligero removimiento de nausea me recorre el poco espíritu impresionable que me queda, pero no porque ella sea muy joven y el amo un sesentón, sino porque él es un jodido gordo reventón de mierda que se pasa cada minuto de su existencia sudando como un cerdo y convirtiendo todo el aire que le rodea en irrespirable con sus continuos efluvios. Imposible me resulta de imaginar siquiera a tan diferentes criaturas compartiendo lecho, por así decirlo.
—Esta ropa es para uno de sus amigos mafiosos, al que quería, digamos, agasajar con un segmento de mi tiempo —sus palabras las acompaña de gestos de una de sus pequeñas manos, y su voz se ha teñido de un histriónico tono, riéndose de mi evidente turbación, como tomándome por un mojigato—. Así que, en cierto modo, ninguna de mis heridas es tan mala como el resto de la vida de que hago gala normalmente, no te preocupes por ellas; fumo lo que me da la gana porque me suelo meter cosas peores en la boca, y no necesitas tratarme como una cría porque ya tengo edad e historial suficiente para que se me considere una mujer, digo yo, ¿no?
Por un momento me quedo de verdad sin saber qué decir. Miro a Jones, me devuelve la mirada. Casi me entran ganas de reír, al ver sus enloquecedores ojos. Parece una marioneta de la tele. Vuelve a hacerme el gesto de «¿qué?».
—¿Qué le pasa a ese? ¿Es un retrasado o algo así?
Me pongo en pie de un salto. Jones me pone su enorme mano, sin clavarme las uñas, en el pecho.
—Oye te estás pasando. No serás una cría pero buena falta hace que te crucen la cara.
—Nasser. —Jones me interrumpe con un gruñido grave que ahoga mi voz—. Da igual, déjalo.
—¡Oh! —exclama ella afectando sorprenderse—. Ya me parecía que no lo había soñado: la cosa habla —suelto algunos improperios descalificativos sujetado por Jones mientras ella sigue hablando—. No es necesario que se tape, ya he visto su cara y no creo que pueda olvidarla nunca. Así que dejadme ver, «porfi».
Junta las manos como implorando, la muy perra, con su tonillo burlón de niña buena. Todo por tomarla por una cría, pero ¿yo qué sabía? ¡Dios, como me gustaría darle una hostia!
—De eso nada —le espeto.
—No, da igual —dice Jones, y se quita la bufanda.
No es lo mismo ver ese rostro de pesadilla en la penumbra que a plena luz del día, aunque sea luz de un día lluvioso como este. Pero la chica soporta bien la impresión, no sé si porque ya lo había visto o porque tiene coraje. Se espanta un momento, llevándose las manos al pecho y abriendo mucho los ojos, pero mantiene la calma mucho mejor de lo que yo lo hice cuando me enfrenté hace años, ya sereno, a la cara del pequeño ser que había recogido en la calle la noche anterior. ¡Joder, qué espanto! El caso es que se sobrepone de manera ejemplar, disimulando bastante bien su horror.
—P-pero —empieza a decir, tartamudeando de miedo sin querer—, ¿qué es, una enfermedad?
—Oye —suelto rabioso—, o lo dejas o te salto los dientes.
—No, Nass, déjala en paz de una vez, que lo asimile. —Jones clava su mirada en mis ojos—. Para ti tampoco fue fácil, ¿recuerdas? Ni siquiera ahora lo es…
Me siento en la butaca de nuevo, rendido. Si él quiere que se le rían en la cara es asunto suyo. Jones se acerca a ella, que pierde un poco el control y se apretuja contra la pared inconscientemente.
—Tienes miedo, pero he visto a hombres casi tan grandes como yo correr espantados ante mi simple visión. —Jones estira uno de sus largos dedos huesudos, señalándola, con su afilada pezuña a escasamente un centímetro de su nariz—. Tú eres distinta.
—He visto cosas muy jodidas —responde con voz segura, algo desafiante, pero temblando al tenerle tan cerca—. ¡Joder, eres real! ¡Había oído historias de un detective acompañado de un monstruo, joder, cuentos como de cómic, hostia!
Jones se aparta y se apoya en la pared a su lado con toda naturalidad, sobre uno de sus codos, con su enorme puño sobre la sien, y me mira. Su brazo libre hace hacia mí un gesto como diciendo «¿lo ves?, soy un monstruo».
—Bueno, ya veo que te encuentras muy bien —continúo—, así que vamos a devolverte cuanto antes a tu «papá».
—Espera, Nass, está muerta de hambre —dice Jones.
—No, estoy bien —dice ella, haciéndose la dura.
—No, no lo estás. Estás muy débil, digas lo que digas. —Jones le habla en un tono francamente paternalista que nunca le había oído utilizar antes, ni siquiera conmigo cuando me regaña; por un momento se me pasa por la mente que le está tomando el pelo, pero lo más seguro es que lo haga sin querer—. A mí no se me puede mentir. Y, por suerte para ti, soy un mago en la cocina.
Jones empieza a hacer un sonido siseante acompañado de un gorgoteo renqueante. La joven se encoge de nuevo al oírlo, pero se relaja poco a poco al comprender que se está riendo. A mí me sorprende verle de repente de tan buen humor, y no quiero aguarle la fiesta, pero tengo que hacerlo. Cuanto antes se la devolvamos a su dueño, tanto mejor. Y además, me cae mal.
—Oye, Jones, ahora no. Ya le compraremos un bocadillo o algo, de camino.
—Nasser, a ti también te va ir de maravilla, que pareces un muerto viviente. ¡No admito discusión ninguna!
Esto último lo dice alzando su voz de una manera que no sé si es alegre o enfurecida, pero la chica y yo nos espantamos un poco. A mí no me quedan ganas de decir más.
Jones se ha pasado. Ha querido impresionar a nuestra «invitada» con un elaborado banquete mañanero, y no es de extrañar que ella no lleve aún ni la mitad comido, ya que para colmo no paran los dos de hablar. Jones hoy no come, se limita a contestar las ávidas preguntas que le hace, y él averigua a su vez cómo ha llegado ella a su situación. Me conozco bien la historia de Jones y la de ella me importa una mierda, así que, sin escuchar ni a uno ni a otro, jugueteo con lo que tengo en el plato, incapaz de ingerir nada, pensando en nada.
Esta cocina es más pequeña que la nuestra, más estrecha. Yo estoy sentado a la diminuta mesa con la chica a mi derecha, y Jones enfrente de mí, de espaldas a la puerta. La chica deja de parlotear y yo alzo la vista de mi plato porque me sorprende oírla callar, aunque lo agradezco. Jones se ha puesto de pie, tapando con toda su persona la angosta entrada.
—Cuidado.
Es cuanto le oigo decir, como si fuera una explicación, e inmediatamente, casi al mismo tiempo, una seca detonación por poco nos revienta los oídos a la chica y a mí. Todo el aire del estrecho piso es sacudido violentamente por la explosión, y, absurdamente, me imagino las moléculas de humedad suspendidas en él chocando y reventando unas contra otras. La chica se cae hacia atrás con silla y todo del susto, y yo hundo el rostro involuntariamente en la sabrosa comida que Jones me ha hecho. Me pitan los oídos, pero cuando Jones me habla le entiendo porque noto la vibración de sus palabras dentro de la cabeza.
—Pasa al despacho de Hardy, yo me encargo.
Con un ojo lleno del desayuno, veo por el otro cómo Jones casi desaparece de lo rápido que se mueve, quedando el polvo que se había esparcido sobre él abandonado a su propio peso, haciéndole un heroico efecto de estela al caer suavemente. Mientras veo esto, no dejo de coger sin cuidado ninguno a la chica por los hombros, tirar de ella hasta ponerla en pie y empujarla delante de mí. Justo al salir de la cocina me doy cuenta de lo que hago, que parece que la estoy usando de escudo humano, seré gilipuertas, así que la estrello violentamente contra la pared a mi derecha; miro a mi izquierda, donde está la entrada, veo la puerta reventada, un largo rastro de sangre que salpica horizontalmente la pared, destellos de disparos fuera; mi ojo derecho no deja de parpadear convulsivamente para sacudirse el alimento pegado. Alarmado, me vuelvo a mi derecha al notar que tiran de la chica. Es mi tocayo, Hardy, quien me la arrebata, la mete en su despacho de un recio empujón y cierra tirando de tal manera del pomo que casi se queda con él en la mano. Me limpio la cara con la manga de la camisa. Hardy tiene el rostro más enrojecido que de costumbre y distorsionado por una mueca de miedo y diversión mezclados; sus cuatro pelos están de punta como de costumbre, pero dirigidos cada uno en distintas direcciones, parecen la corona del rey de un delirante imperio en decadencia. Acierto a entender vagamente lo que me dice.
—¡Vaya un barrio para tener una consulta!
Y me enseña una escopeta recortada de dos cañones que empuña, que no sé dónde tendría escondida. Me pasa el enorme revólver a medida de Jones, que no puedo casi ni empuñar con ambas manos, pero que agarro con desesperación. Me lanzo hacia la entrada. Apoyado contra la pared, atisbo la escalera. Hardy se aposta al otro lado y me mira, esperando mi orden como si fuera un comando entrenado. Ya no hay destellos o sonido de disparos. Sólo algunas manchas de sangre en el suelo y un arma abandonada quedan como testimonio de la lucha de Jones. Me pregunto dónde están los cadáveres. Indico a Hardy que espere, y, con no poco miedo de recibir un tiro, me asomo cobardemente al hueco de la escalera.
En el suelo del vestíbulo hay dos malos, despatarrados uno sobre otro, totalmente sanguinolentos. A uno le falta la pierna derecha y no la veo desde aquí. Miro atrás y veo a Hardy hacer un innecesario giro alrededor de su eje vertical para pasar de su cobertura al lugar en que yo estaba. Su gastada bata blanca revolotea pesada alrededor de su también pesada figura. Se asoma a mirarme su rostro encendido y bonachón. Me entra la risa de pensar en que alguien tenga que verse disparado por él, un enorme querubín con escopeta. Le hago gesto de que se acerque tranquilo.
—¿Y Jones? —viene protegiéndose la nariz del polvo con un extremo de su bata—. ¿A dónde ha ido?
—A saber —contesto encogiéndome de hombros—. Estará persiguiéndolos por la calles, como si estuviéramos en Halloween.
Hardy se ríe. Mira a su puerta reventada.
—¿Y quién me paga esto? Joder…
—¡Ahí va! ¡La chica! —exclamo recordando todo el zarandeo—. Como le haya pasado algo…
Oigo a Hardy murmurar algo que no entiendo mientras corro hacia el despacho. La puerta sigue cerrada. La abro de un patadón, dejando el cierre totalmente inútil, sin saber muy bien por qué.
—¡¿Pero qué haces, imbécil?! —me grita Hardy, viéndome desde la entrada—. Este tío es tonto del culo…
Al entrar tan de sopetón, un puño pequeño pero firme me golpea en la castigada nariz. El dolor me para en seco. Caigo de rodillas, mis manos sueltan la pistola, cuyo cañón deforma el suelo de madera al caer, y me las llevo a la nariz, pero no llego a tocarla, sólo la envuelvo entre las palmas, y gimo. Gimo a pleno pulmón, pero el aire me pasa sin querer por la nariz y el dolor es mayor.
—¡Perdón, perdón, perdón, pensé que eras uno de los otros, joder, perdona…!
La puta de ella suelta todo esto mientras se arrodilla conmigo, presta a aliviarme, queriendo ver los daños, pero riéndose. No tengo fuerzas para decirle ni hacerle nada. Hardy se acerca a nosotros y me palmea en el hombro.
—Te está bien, por gilipuertas.
Mi dolor se ha disipado lo suficiente para poder sentarme en la silla del despacho, que la chica me ha alcanzado. Parece sentirlo de verdad, pero su sonrisa no desaparece. Mi cabeza palpita de dolor al ritmo de mi pulso. Miro a la chica, que me sonríe y me intenta explicar lo del puñetazo, mientras Hardy se pasea tras ella quejándose de las dos puertas rotas y el suelo agujereado. No escucho a ninguno, sólo pienso en los que entraron de esta manera en la consulta de Hardy, en qué pretendían y quienes podrían ser, mientras me froto la nariz con hielo envuelto en un trapo.
—¡Vale ya, callaos los dos!
Hardy se calla, pero la chica deja de disculparse para reírse otra vez de mí. «Si no pertenecieras al amo ya te habría cruzado la cara siete veces», le digo mentalmente.
—Te he juzgado mal, tío —dice con un júbilo fuera de lugar—. Eres muy gracioso.
Me pongo en pie de un salto. Ella retrocede al mismo tiempo, fingiendo estar asustada.
—Oye, esos tipos venían por ti, ¿te enteras? ¡Estamos así por tu culpa! ¡Tendríamos que dejar que se te llevaran y asunto arreglado! —le grito mientras avanzo hacia ella, pretendiendo asustarla de verdad, pero me responde haciendo ridículas poses de kung-fu, burlándose de mi furia. Me deja tan alucinado que me quedo quieto—. ¿Qué haces?
—Ella no es la causa, Nasser.
Jones ha vuelto. Nos mira desde el umbral del despacho. Está totalmente empapado en sangre, su chaleco y camisa son prácticamente del mismo color.
—¿Qué dices? —digo aturdido.
—¿Estás bien, Jones? —pregunta Hardy.
—Algunos han escapado, Nasser, pero cogí a uno, y aunque no quería hablar, le di motivos para hacerlo. Vinieron a matarnos. No sabían nada de la chica.
—A matarnos… —la incredulidad me deja en blanco—. ¿Quién les envió?
—Dijo que les envió el amo. Y luego se le cayó la cabeza porque le apreté demasiado el cuello, sin querer. —Jones se encoge de hombros—. Así que no me pudo dar más explicaciones.
—Eso no tiene sentido —suelta Hardy, que no deja de pasearse a un lado y a otro del no muy espacioso despacho—. Pero ¿no es ésta su hija? ¿No dices que os mandó él ir a buscarla?
—Oye, calla un poco —le interrumpo, y me vuelvo hacia ella—. Tú, ¿le has hecho algo, para que quiera verte muerta?
Se pone repentinamente seria, un gesto de confusión y enojo. Se ofende. Abre la boca para contestar.
—Nasser —ruge Jones, haciéndonos dejar a todos nuestra verborrea—, no me escuchas. No sabían que ella estaba aquí, no sabían ni que existía. Venían a matarnos a ti y a mí. «El detective y su monstruo», ha dicho.
—¿Decía la verdad? —pregunto.
—El creía que la decía, al menos —me contesta.
Me quedo un momento pensando, mientras me pongo otra vez el hielo sobre la nariz con mucho cuidado. Le doy vueltas a lo ocurrido hasta ahora: el amo nos hace llamar a Jones y a mí, con un trabajito más de cazarrecompensas que de investigación; nos dice que un ex-sicario suyo se ha enfrentado a él, secuestrado a su hija y amenazado con matarla, y punto. No más explicaciones. La recuperamos (aunque no es su hija) y manda gente a matarnos sin darnos tiempo a devolvérsela. Sólo se me ocurre que quiere ahorrarse nuestra paga, pero el dinero no es problema para él, y además se arriesgaba a que sus mercenarios la mataran también a ella en su brutal asalto, después de tantas molestias. No, no tiene sentido.
—¿Tú estás bien, Jones? —insiste Hardy, dejando de pasear y mirando a Jones con los brazos en jarras.
—Sí, abuelo, estoy de maravilla. —Jones tiene su mirada sin párpados fija en mí. Está esperando a ver qué es lo que hago ahora.
—Bueno, pues eso es lo importante. —Hardy se vuelve a la chica, que parece al fin consciente de lo insólito y peligroso de la situación—. ¿Y tú, hija, estás bien?
Ella asiente en silencio un momento. Luego se toca los puntos en la ceja y suelta un humilde y tímido «gracias», al darse cuenta de que le habla el médico que la ha remendado durante su inconsciencia.
—Bueno, todos bien. Y tú tienes lo que te mereces —y me señala con un dedo acusador.
—Te pagaremos los daños, abuelo —ronronea Jones, posando sus pupilas elípticas sobre él un momento, para volver a clavarlas en mí—. ¿Qué hacemos, Nass?
—Joder, yo no creo que el amo nos quiera muertos —digo, pero miro interrogante a la chica, que es quien mejor le conoce de los presentes. Ella niega con la cabeza, sabedora de que busco su opinión—. Aquí pasa algo, pero no creo que se trate de traición. La llevaremos a su local. Seremos precavidos y veremos qué pasa.
—¿Qué? ¿Vais a entrar en el «Patente de Corso» con esta chica apaleada? ¿Queréis que os maten? —dice Hardy, preocupado.
—No —contesta Jones—, está cerrado al público. El amo dijo que no abriría hasta que llegáramos. Nos espera.
—Además, se ven por allí más chicas apaleadas de lo que crees —añado.
—¿Y yo qué hago? —pregunta, desamparado.
—Puedes ir limpiando esto, y, cuando la dejemos, volvemos y te ayudamos —le doy dos palmadas en un hombro, y me dirijo a las escaleras—. No creo que vuelvan después de cómo los ha espantado Jones, así que no tengas miedo.
Espero fuera, mirando desde la barandilla a los cadáveres del vestíbulo, que yacen en posturas imposibles, como si fueran de trapo. Jones se está lavando y cambiando de ropa, poniéndose algo de lo que tenía Hardy de su talla, para ocasiones en que Jones tuviera que pasar por aquí y lo necesitara.
A mí no me trata así, aunque tampoco quiero. Para Hardy, Jones sí que es como un hijo, aunque pase la mayor parte del tiempo conmigo, o quizá gracias a eso. Porque me pregunto si el insensato terror que a veces me ataca lo sentiría él también de tener que pasar tanto tiempo con Jones como yo, de ser testigo de sus masacres, de notar cómo ronda despierto en la oscuridad mientras uno intenta dormir. Es curioso que nunca haya hablado con Hardy sobre ese sentimiento. Al principio, claro, tuvimos toda clase de conversaciones sobre lo horrible del ser que acabábamos de apadrinar. Cosas como «joder, qué feo es», «esa boca puede comerse un gato entero», «la madre que lo parió, de dónde cojones ha salido este demonio», estaban continuamente en nuestras bocas.
Con el tiempo, nos acostumbramos a él, y al ir creciendo, para no herir sus sentimientos, siempre hemos pasado por alto sus «peculiaridades», lo cual no era difícil, pues su inteligencia y rápida madurez hacían muy fácil tratarle como a un igual. Receptivo y juicioso, era un ser humano precoz encerrado en un cuerpo de monstruo. Hardy y yo siempre hemos sido de la opinión de que se trataba de un hombre deforme, sin duda abandonado por sus progenitores. Pero también nos dimos cuenta de que sus rasgos físicos no parecían cosa del azar. Horribles, sí, y exagerados demencialmente, como sus sentidos, pero todos ellos enfocados hacia un objetivo que se adivinaba fácilmente: matar. «Como si fuera de una especie diferente de homínido», había dicho Hardy en una ocasión, «un ser humano con otro tipo de evolución».
Ahora, con los cadáveres pareciendo levitar hacia mí de tanto mirarlos, recuerdo de pronto esas viejas palabras, y me parece que dejo de respirar, que aguanto sin querer el aliento, imaginando a toda una familia de seres como Jones, vestidos padre y madre para ir a trabajar, y los niños para ir al colegio, sentados todos a la mesa de su cocina por la mañana, devorando vivos a los gatos de sus platos, arrancándoles las patas y colas sin más ayuda que la de sus afilados dientes.
Una presencia junto a mí, algo que me roza el codo, me hace pegar un salto. Suelto una especie de «¡uoh!» espantado, del susto. Es la chica.
—Joder, qué delicado lo tienes, hijo.
Su tono suena a disculpa, a pesar de su manera de expresarse, pero no impide que me cabree su presencia. No digo nada, sólo la miro airado mientras me aliso los lacios cabellos que rodean mi coronilla alopécica, un gesto que sin duda me hace parecer afeminado y cobarde, pero que no puedo evitar hacer cuando me pongo nervioso. Mierda.
Ella se apoya, como yo lo estaba hace un momento, sobre la barandilla.
—Oye, que no quería asustarte —me suelta como un reproche, mirándome de arriba a abajo—, fue sin querer.
—Ya, como lo de la nariz, ¿no? —le espeto, rígido de mala leche.
Ella sonríe ligeramente, y vuelve su mirada hacia los muertos del vestíbulo. Se gira y sus ojos recorren la sangre esparcida por paredes y suelo.
—Tu amigo es una máquina de matar.
Qué casualidad, como si me leyera la mente.
—Me cae bien, pero no tiene nada de normal.
Me quedo mirándola con los brazos en jarras, desafiándola a soltar más «perlas» sobre Jones.
—Pero, aunque él da miedo, lo que de verdad asusta es que tú seas su amigo, que trabajes con él.
Esa salida no me la esperaba, tengo que reconocerlo.
—Por lo que él me ha contado, tú y ese viejo habéis estado cuidándole y ocultándole del resto del mundo todos estos años. ¿Con qué propósito, si puede saberse? Criais a esa trituradora viviente, le educáis, le enseñáis a comportarse como una persona, le enseñáis a usar armas de fuego, vais dejando que aprenda y empiece a apreciar el acto de matar gente… No esperarás que me crea que lo haces por su bien, ¿no?
—Oye, si insinúas que le utilizo para mi beneficio, te equivocas. Él se empeñó en…
—Sí, sí, ya lo sé —me ataja levantando una mano—. Ya me contó lo que le costó convencerte de que le dejaras trabajar contigo.
Se queda callada un momento, y yo también. Me mira, como estudiándome, y pone cara de saber algo que nadie más sabe.
—Dime —comienza—, si no come, ¿de qué se alimenta? Porque para él no hizo desayuno…
—Sí come —la interrumpo, enfurecido—, pero no como nosotros. Se alimenta muy de vez en cuando, y de comida normal, como tú y yo. Ni Hardy ni yo nos explicamos su metabolismo, pero así es.
La chica parece dar la conversación por terminada, satisfecha su mórbida curiosidad, supongo. Pero, mirando al suelo, empieza a decir más.
—Sabes, puede que os haya engañado, o que hasta se haya engañado a sí mismo, pero esto no va así. ¿No has notado cómo nos mira a todos? Parece que esté calculando el peso en carne de cada uno. Semejante bicho no subsiste comiendo tortitas de vez en cuando, al menos no por mucho tiempo. Dime, ¿cuándo comió por última vez?
Doy por supuesto que semejante impresión tiene que ser común en cualquiera que acabe de conocer a Jones, pero sus palabras despiertan mi imaginación. Veo una familia de seres como Jones, todos sentados a la mesa, desayunando. Mastican gatos vivos. Jones hace de padre. Me mira, y me dice en un gorjeo divertido: «Vuelve a la cama, ¿quieres?».
Dejamos solo a Hardy, que tiene mucho que limpiar, y, a bordo de mi viejo coche, viajamos, ni muy rápido ni muy despacio, a través de las húmedas venas del coloso en descomposición que es nuestra ciudad.
Sigue lloviendo lo bastante fuerte como para que las calles debieran estar desiertas; pero claro, hay que tener en cuenta la saturada población de personas sin techo, a los proxenetas que se pasean en coche mientras «sus chicas» permanecen faenando, y a toda clase de hijos de puta que no dejarían de joder la marrana ni durante un huracán.
Mientras conduzco, con Jones a mi lado y la chica tumbada detrás («ponte cómoda, no te cortes», me digo), un barroco escaparate de toda clase de situaciones se nos presenta en un «travelling» constante y uniforme, tanto en colores como en temática. Las peregrinaciones sin destino de los vagabundos, los altercados entre indeseables, las ventas de carne y sustancias de toda clase; una gran variedad de escenas entre las que parece, tristemente, no haber una profunda digresión. «La ciudad es un hervidero de mierda caliente», podría bien ser el título común a toda la obra que se nos representa. Es un asco, sí, pero es mucho más asqueroso que gente como yo no pueda ganarse la vida en ningún otro lugar, porque un tipo como yo sólo es capaz de destacar entre la inmundicia; y en cualquier otro lugar, yo sería la inmundicia.
Jones se ha vuelto a tapar la cara con la bufanda de Hardy, pues el viejo abrigo marrón que cogió en la consulta no tiene el enorme cuello alto de su gabardina habitual, la que se le destrozó con los disparos. Mantener su rostro entre las sombras suele ser la artimaña que usamos para no espantar al personal; pero, de esta manera, aunque sus ojos son lo único que queda a la vista y le dan un ligero aspecto de caricatura, resulta este camuflaje mucho más turbador por lo que deja a la imaginación de quien lo mira. Su mirada eterna, sin párpados, elíptica y frenética, con ese brillo de cristal iridiscente, se me antoja, al verle observando con ellos el oscuro paisaje a nuestro alrededor, el de una criatura totalmente desconocida para mí, como si la cara bajo la bufanda pudiera ser totalmente distinta, aunque sé muy bien cómo es. Es absurdo, pero, al no ver el resto de los repulsivos rasgos de Jones, casi no le reconozco en aquellos ojos sin expresión. Mi mirada pasa de la carretera ante mí a su persona, y viceversa, durante varios minutos, hasta que parece darse cuenta de que le observo. Me mira, nuestras miradas se cruzan. No se la sostengo ni un segundo, pero él se me queda mirando un rato, sin decir nada. Noto como si las dos bolas rojas, cristalinas, estuvieran creciendo y creciendo, empiezo a notar el frío de su vidrio, como si me fueran a aplastar contra mi lado de la ventanilla. Por fin lo deja, y sigue mirando a la carretera, como yo. Ya no vuelvo a mirarle hasta que llegamos al «Patente de Corso», el suntuoso local del amo.
No sé qué me pasa, parece como si la conversación mantenida con esa estúpida cría hubiera hecho que vea a Jones con otros ojos, y él se da cuenta, además. ¡Maldita sea, yo le conozco mejor que nadie, no tengo por qué sentirme así con él! ¿Que qué quiero decir con «así»? Ni yo mismo puedo responderme. Pero es la primera vez que me da su opinión alguien ajeno a mi estrecho círculo social, y la chica, con su análisis despreocupado y superficial de Jones y nuestra relación con él, parece haber hecho que dude de Jones y de mí mismo.
Por mucho que intente engañarme, Jones no es humano, aunque finja muy bien serlo, y hasta él mismo ha intentado convencerme de ello en innumerables ocasiones. En estas conversaciones, más habituales de lo que yo deseara, él siempre aludía a su extraño y poderoso físico; a sus rasgos dantescos; a sus mucho más sensibles y casi sobrenaturales sentidos; y sobre todo al total misterio, por mucho que hemos investigado y buscado durante años, sobre su origen. Aunque aceptara el hecho de que no es humano, se ha convertido irremediablemente en mi amigo y protegido a lo largo de todo este tiempo, y eso nada va a cambiarlo.
Pero ¿de verdad le he hecho tanto bien como él cree? Porque vivir una vida de incógnito es algo que destrozaría a cualquier ser humano, y yo pretendo que se comporte como un ser humano sin haber podido llevar una vida de humano normal. Como ella ha dicho, bien parece que lo haya criado y guardado para mí, como si hubiera estado diseñando un arma perfecta para mi propio y laxo beneficio actual, como si quisiera ser el único mentor de una poderosa bestia amaestrada para actuar en un retorcido circo de pesadilla, esperando que el cruel espectáculo de masacres que ofrezco haga a mi público lanzarme unas cuantas monedas.
Abro la puerta del coche para descender, y el rugido de la lluvia en el exterior se me parece el aplauso de la morbosa audiencia afincada bajo una carpa.
—Vamos, baja —le ordeno a la chica antes de salir.
Ella se despereza, o finge hacerlo, se cubre los puntos de la ceja con el flequillo de su pelo morado mirándose en el retrovisor interior. Se toca la hinchazón de la boca con los dedos corazón e índice.
—¿Y qué hago yo ahora con estos morros? —pregunta al aire, y sale.
Voy a salir, la puerta sigue abierta, pero me detengo. Vuelvo la cabeza. Los ojos de Jones, hinchados hasta el punto de parecer casi a punto de reventar, o me lo parece a mí por cómo sobresalen sobre la bufanda, están clavados en los míos. Sus pupilas elípticas están harto contraídas, casi son dos líneas verticales, sin curvatura ninguna. Jones suele dejar a sus ojos estudiar todo el rostro en su conjunto de aquél a quien se dirige al hablar, pero ahora sólo me mira a los ojos, como si intentara atravesarlos y llegar al cerebro.
—¿Intentas leerme la mente? —pregunto, medio en broma, medio no sabiendo qué pasa.
—Si.
Es toda su respuesta. Casi parece que no ha dicho nada, de lo somera y leve que ha sido su pronunciación. Estoy a punto de ordenarle a gritos bajar del coche, cabreado no sé por qué. Me lo callo, pero no reprimo un
—No tiene ni puta gracia, Jones.
mientras bajo dando un portazo. Tengo que controlarme. Aquí algo pasa. A él últimamente le ocurre algo, y a mí, para ayudarle, me da por pensar cosas raras. Y la tomo con él porque se da cuenta de que pienso cosas raras; aunque no lee el pensamiento, que yo sepa.
Jones sale parsimoniosamente del coche, surge desde el lado derecho como una enorme araña lo hace de su estrechísimo cubil. Inmediatamente, una cortina de agua empieza a resbalar por el borde del ala de su ancho sombrero. La lluvia gélida me castiga la calva. La chica, cruzada de brazos, los hombros encogidos, totalmente empapada, tiritando de frío, tiene que alzar la voz para hacerse oír.
—¡Eh, que yo no llevo una gabardina, como VOSOTROS! ¿Vamos o qué?
La seguimos hasta la entrada principal. Intento abrir. Cerrada.
—Dijo el amo que estaría esperándonos —ruge Jones, impaciente.
—Eso si no ha cambiado de idea, visto lo visto —comento.
Las puertas, grandes como las de una iglesia, no tienen ventanas o cristales a través de los que podamos escudriñar. Jones me informa, sin embargo, usando sus avezados sentidos.
—Dentro hay gente, Nass.
—¿Muchos?
—No, la verdad. No parece una emboscada, si es lo que te preocupa.
Mientras la chica me pregunta por qué Jones me llama Nass, si se supone que soy Elangel Pulois, yo me planteo si picar o no a la puerta, poniendo sobre aviso a quien esté dentro. El amo nos dijo que estaría cerrado al público, pero abiertas las puertas para cuando volviéramos. Ahora no sé qué pensar, después del brutal ataque de aquellos tipos… Jones está respondiendo a la chica por mí, al ver que yo no le hago caso.
—… y lo de Elangel Pulois es como un nombre artístico —le oigo concluir.
—Eso no es asunto suyo, Jones.
—Oye, no la tomes con él —me interrumpe ella—, que era por hablar de algo. Me llamo Violet, por cierto.
Me ofrece su pequeña y pálida mano. La miro, luego le miro al pelo morado.
—Te pega, desde luego —y no respondo a su gesto.
Sonríe; disfruta con mi rencor algo infantil, que me hace quedar como un idiota ante ella y Jones. Soy el niño caprichoso con el que han de cargar.
—Jones, como ya sabes —él sí le da su mano, ese huesudo manojo de largos dedos y afiladas uñas. Ella no se arredra lo más mínimo. Coge un dedo de Jones entre los suyos, tiernos y pequeños.
—Sí, como ya sé —vuelve a mirarme—. También sé de una entrada; no la del servicio, que pueden tenerla vigilada, sino de otra, totalmente secreta, excepto para el amo. Me quiere tanto que me confió su existencia y todo, por si algún día lo necesitaba.
—Adelante —digo fingiendo una sonrisa complaciente, y dándole pie a que nos guíe.
Sin decir más ni uno ni otro, nos lleva un par de manzanas más lejos. La lluvia nos castiga sin cesar un ápice durante todo el camino. Jones le ha dado su impermeable marrón a la chica, que lo lleva arrastrando como un cola de novia, de grande que le queda. Nos paramos junto a una tapa de alcantarilla, en la acera.
—¿Aquí? —pregunto como insultado, aunque no era esa mi intención, sino que he exclamado de sincero asombro.
—Tranquilo, señor marqués —me dice Violet, alzando la mirada hacia mí, pues se ha agachado junto a la tapa. La feroz lluvia ha hecho que se le abran un poco los puntos, y un hilo de sangre le rodea el ojo derecho—, que no es una alcantarilla de verdad.
—No lo digo por eso —voy a explicarle mi reacción, pero me detengo al ver que mete los dedos en los agujeros de la tapa e intenta tirar de ella—. ¿Qué haces? Necesitas una barra o algo para abrir eso.
—O alguien como yo.
Jones se arrodilla al lado de Violet, mete las largas y fuertes uñas del índice y el pulgar de su mano, y levanta la tapa sin esfuerzo.
—Ponga un Jones en su vida —bromea, riéndose con sus inquietantes gorgoteos.
Violet le mira por un momento con renovado espanto. «Eso es algo a lo que le costará acostumbrarse», pienso, complacido de su debilidad.
—Eso que haces al reír es algo a lo que me costará acostumbrarme —le dice a Jones, de repente.
Me saca de quicio que tenga la madurez de confesarlo, y ni el agua helada que remoja mi coronilla pelada puede apagar el fuego de mi ira pueril, mientras espero a que ellos dos desciendan primero.
Coloco la tapa en la entrada, sobre mi cabeza. Tengo que usar las dos manos, así que pongo los dos pies en la escalinata y apoyo la espalda en la pared. La tapa es redonda, y aunque es casi imposible, me pillo un dedo no sé cómo.
—¡Joder! —exclamo en un susurro, conteniéndome.
—Nass, te he oído —me llega la voz de Jones desde unos metros más abajo, en la oscuridad del fondo—. ¿Qué pasa?
—Nada, que soy tonto.
Oigo vagamente la voz de Violet que dice algo mientras desciendo por la escalerilla metálica, algo resbaladiza. Cuando llego abajo, sin ver nada, palpando la fría pared del estrecho túnel, pregunto:
—¿Qué decías, Violet?
—Nada, que eso ya lo sabíamos. Lo de que eres tonto.
—Oye —la ignoro, por ahora, un poco preocupado—, ¿no hay luz aquí abajo?
—¿Te da miedo la oscuridad? —pregunta ella, divertida.
—Sí que hay —me contesta Jones, que es a quien yo preguntaba—. Hay unos fluorescentes en el techo, pero no hay ningún interruptor.
—Estará al final del túnel —dice Violet—. Es que esto es una salida secreta, no una entrada, en realidad.
—Da igual. Violet, dame la mano, y tú a ella Nass. Yo os guiaré. Esto no tiene bifurcaciones, por lo que veo.
Yo no hago caso, no sé ni a qué distancia está ella de mí. Noto que algo me toca el brazo derecho, lo recorre hasta el final, y allí una mano pequeña, fría y húmeda, agarra la mía. Tira de mí.
—¿Es que tú ves en la oscuridad? —oigo que pregunta Violet.
—Para mí no hay oscuridad —contesta Jones con tono misterioso, haciéndose el interesante.
El sonido reverberante de su voz en el túnel me pone los pelos de punta. Involuntariamente, en un espasmo, mi mano aprisiona la de la chica. Me responde con tres cortos apretones, como intentando tranquilizarme. Soy el niño asustadizo con el que han de cargar.
—¿Hay algo, Violet, que debamos saber? ¿Trampas, o algo por el estilo? —pregunta Jones.
—No, que yo sepa. Según me dijo él, no es más que un túnel para salir corriendo. Viene de su picadero particular. Tenéis que verlo. Le das a un botón y la cama se parte por la mitad y se recoge contra la pared a uno y otro lado, parece un transformer —ni Jones ni yo decimos nada—. ¿Sabéis lo que son los transformer, no?
—Los robots esos de juguete —tercia Jones—. Se convierten en cosas.
—Sí, esos, los de los dibujos animados…
Esto último lo ha dicho algo avergonzada, creo, y su voz ha hecho una rápida caída de volumen hasta el silencio.
Avanzamos callados. Un par de veces piso el abrigo que ella lleva arrastrando. Me suelta la mano un momento, oigo que recoge lo que le sobra, y me vuelve a dar la mano envuelta en el abrigo mojado.
Seguimos avanzando en la total oscuridad. Despacio. Jones tiene presente que no vemos nada y no quiere que tropecemos. Algunos minutos más tarde, que se me han hecho ridículamente largos, me sobresalta la voz de Jones, y vuelvo a apretujar sin querer la mano de Violet, además de darme todo el cuerpo una violenta sacudida de escalofrío, que ella ha tenido que notar.
—Ya veo la salida. Y la luz.
Los fluorescentes dan dos fogonazos, se quedan brillando brevemente en sus extremos con un color naranja oxidado, y finalmente nos inundan con todo su inesperado fulgor. Tengo los ojos entrecerrados, al igual que Violet, que mira al techo parpadeando. Jones está junto a un interruptor, encorvado exageradamente. El techo es demasiado bajo para él. Los tres seguimos cogidos de la mano como estúpidos. Soy el primero en soltarme. Al hacerlo, el tramo de abrigo que Violet tenía enrollado en el antebrazo cae ruidoso contra el suelo, con el peso de la lluvia absorbida. Algo de ese agua se escurre por el suelo.
—Parece mentira, ¿eh? Por dentro está seco —comenta ella.
Detrás de Jones hay otra escalera metálica. La entrada. Jones no espera, decide por su cuenta ser el primero en salir, para recibir él lo que esté esperando arriba. Se mete como puede en el estrecho túnel ascendente y le veo desaparecer. Violet se pone en mi línea de visión.
—Lo has pasado mal, ¿a que sí? —dice, sonriendo con afectada malicia pícara.
Sólo está actuando para molestarme, no parece tener algo contra mí, realmente; pero precisamente el hecho de que nada le haga inmutarse, de que todo le resbale y le haga gracia, es lo que más me jode.
En el fondo, si tuviera tiempo para pensarlo, me daría cuenta de que no somos tan distintos. Ella también ha tenido que hacerse a vivir entre indeseables, pero en vez de tomar la determinación de relacionarse lo menos posible con nadie, como yo he hecho, ella parece mostrarse abierta a todo el mundo con la actitud despreocupada de quien no espera nada de nadie y que tampoco da entender que se pueda esperar nada de ella. Sabiendo ambos que la gente es capaz de cualquier cosa, yo me he vuelto receloso e introspectivo, y ella indolente y socarrona.
Ante su nueva burla, yo empiezo a hacer mi ridículo gesto de alisarme inútilmente los pelos. Otra vez. Su sonrisa se ensancha al verme hacerlo.
—¿Sabes que no pareces hecho para el trabajo que haces? —dice poniendo cara de compadecerse—. No parece que seas capaz de hacer daño ni a una mosca, tío. ¿Cómo te has arreglado durante tanto tiempo haciendo de detective?
Intento hacer ver que sus burlas no me afectan, controlando con gran esfuerzo la voz y mi postura. La miro a los ojos para contestarle.
—Oye, fuiste tú la que se molestó primero porque te juzgué por tu aspecto —desde lo alto del túnel vertical por el que subió Jones se oye un profundo sonido hidráulico. Está abriendo la escotilla de la cama-transformer—. Créeme, ojalá tuvieras razón y no pudiera hacer lo que hago. Pero, de hecho, batirme con mierda humana es lo único que sé hacer, lo único que he aprendido en toda mi vida.
Avanzo, pasando a su lado, hacia el túnel vertical. Me detengo, quedando hombro con hombro, de lo más chulo.
—Soy un auténtico psicópata, y no me gusta saberlo, ni mucho menos reconocerlo. No vuelvas a sacar el tema, anda.
Esperaba que se amedrentara un poco al oír mis palabras, pero lo único que hace es poner los ojos en blanco un momento, como diciendo: «sí, hombre, sí, lo que tú digas». Pero al menos se calla. Me sigue subiendo por la escalerilla, sin molestarse en apagar las luces.
Una vez arriba, me encuentro en un dormitorio, como Violet había comentado. Un lugar decorado de manera excesivamente suntuosa y excesivamente coloreada en rojo, excesivamente… hortera. Parece la habitación de un prostíbulo, lo que me permite hacerme una idea de lo que es pasar un rato íntimo con una mujer para el amo. Estamos a oscuras, salvo por algo de luz que llega desde el otro lado de un largo ventanal que hay enfrente de la cama. Jones está de pie, quieto, mirando a través de ello al exterior, que es el interior de la enorme discoteca. Las luces del piso de arriba, donde estamos nosotros, están también apagadas; la luz viene de la planta baja, de la pista de baile.
—Esta cosa hace tanto ruido al abrirse que no sé cómo no nos han oído —digo, acercándome al ventanal, poniéndome al lado de Jones—. ¿Qué miras?
Ya lo veo. Los focos que rodean el extenso patio inferior iluminan un sofá rojo, en el que está sentada una mujer vestida por entero en látex de una sola pieza, del mismo color. Lo siguiente en lo que me fijo es que tiene un cuerpo a sus pies; un cuerpo enorme, sobrealimentado, de extremidades desproporcionadamente cortas para semejante masa; un cuerpo que ha empalidecido desde la última vez que yo lo viera, y que ha perdido toda su dignidad, pues yace totalmente desnudo. Su cara está contra el suelo, pero el rastro de sangre seca que parece haberse derramado de su garganta no deja dudas de que está muerto. Es lo que queda del amo, el dueño de todo esto y de la chica a la que he estado aguantando.
Vuelvo a mirar a la mujer, sentada con la piernas cruzadas, mientras me pregunto, absurdamente, qué le pasa a todo el mundo con el color rojo en este sitio. Me fijo en que lo que yo creí que era un bastón, en el que la mujer apoya su mano derecha como sobre un cetro de monarca, es en realidad una espada en su funda. Una espada japonesa.
—¿Alguna ex-novia despechada? —pregunta Jones, clavándome su mirada enloquecida.
Jones no ha tratado demasiado con la gente a lo largo de su vida, pero sí que ha visto mucha tele y toda clase de pasiones humanas durante nuestros casos, y no le resulta difícil juzgar a personas o situaciones usando la lógica. Pero su explicación me parece tan fácil que me cuesta creerlo. Y se lo digo.
—Me cuesta creerlo, pero, si te soy sincero, no se me ocurre otra cosa.
—¿Qué pasa? —pregunta la chica, uniéndose a nosotros mientras se quita el abrigo marrón y se lo devuelve a Jones.
No le impido mirar, quiero que vea al muerto y que sienta derrumbarse su precario y grimoso estilo de vida, que se esfume toda sensación de estabilidad y seguridad, para ver aparecer a la niña temerosa que en realidad es.
Pero me llevo una gran decepción.
—¡Eh, ese es él! —dice como si nada, pero sigue—. Reconocería ese enorme culo peludo a kilómetros. Algo me dice que estaba escrito que iba a morir así. Pobre imbécil.
Y ya está. Un leve tono de compasión por lo impúdico de la situación del muerto. Ni siquiera parece triste, no está fingiendo que no le importa. ¡Es que no le importa! Sin pararse ni a pensarlo, Violet se vuelve hacia mí, me pone una mano en el hombro y me suelta:
—Lo siento, ahora no creo que os pague nadie. Tanto trabajo para nada.
Y me dedica una ligera sonrisa y un encogimiento de hombros. «La vida es así», parece decir.
—Ven —la cojo de la muñeca y tiro sin cuidado de ella—, vamos a averiguar qué ha pasado aquí, que me da a mí que esto es culpa tuya.
—¿Mía? ¡Pero si no conozco de nada a esa tía! ¡Oye, oye, con cuidado, señor «psicópata»!
Pero deja que la lleve sin resistirse. Camina detrás de mí a la velocidad que yo la llevo, no hace ademán de soltarse, y no pierde su sonrisa, aunque yo la miro acusador mientras salimos del cuarto, recorremos un largo trecho entre las mesas del primer piso, y bajamos raudos las escaleras de caracol. En los dos últimos escalones doy un traspié, y estoy a punto de dar con los dientes en el suelo. Violet me agarra firmemente, me clava los pequeños dedos y algunas uñas a lo largo de mi brazo derecho, y me salva del ridículo golpe, quedando yo con una rodilla hincada en el suelo. Violet, arrastrada por mi peso, ha tenido que saltar para no caer a su vez, con lo cual acaba ante mi postrada persona.
—Es un poco pronto para pedirme en matrimonio, hombre —la miro. Sus dientes blancos se me presentan como en un anuncio de dentífrico—. ¿Te parece este el mejor momento, además?
Y me ayuda a incorporarme. Mientras lo hace, le doy un par de palmadas en el antebrazo como agradecimiento, de una manera cordial y sincera, pues sentí que la hostia iba a ser buena.
—Muy graciosa.
Es cuanto le digo, pero es evidente el alivio y reconocimiento en mi voz, y su eterna sonrisa se amplía todavía más. Al verla feliz y orgullosa de su providencial acto de auxilio, me entra un estúpido sentimiento de camaradería hacia ella, como el que siento por Hardy y por Jones, mis únicos amigos. Me percato de que seguramente estoy malinterpretando sus bromas y constante ligereza; me doy cuenta de que, si puedo fiarme de sus gestos, que parecen naturales, y su inalterable serenidad durante nuestro corto periodo como compañeros en este extraño viaje, puedo hacer el balance de que es una persona noble y equilibrada. Lo cual, viviendo en el mundo en que vive, es algo tan extraño de encontrar que da casi tanto miedo como las peculiaridades de Jones.
—¿Quién cojones sois vosotros? —nos volvemos hacia la mujer, que, sin moverse del enorme sofá, se nos dirige con un tono acerado—. ¡Ah, ya sé! Sois el detective y la zorrilla del gordo. ¿Y dónde está ese monstruo del que todos hablan?
Miro hacia arriba, hacia donde está la habitación de la que salimos. Desde fuera, la gran ventana es un espejo. Miro detrás de mí. Jones no ha salido tras nosotros. Me pregunto si nos observa desde allí arriba.
—Nos conoces. ¿Tú quién eres? ¿Por qué lo has matado? —y señalo el feo cuerpo, desparramada toda su inerte humanidad sobre el suelo.
—Él ya no es el amo. Llevaba tiempo sin serlo, aunque se resistía a reconocerlo —nos explica, hablando lentamente, como saboreando las palabras. Parece creer que alguno de nosotros lo echamos en falta. No es así—. Hasta algunos de sus hombres de confianza, como el que te raptó a ti el otro día —señala a Violet con una leve inclinación de cabeza—, intentaron hacerle entrar en razón por la fuerza. Pero fue inútil. Contrató al detective y su monstruo, y los mataron a todos; y mi jefe, el verdadero amo, perdió a sus nuevos aliados. Vuestro añorado y gordo amigo me dijo dónde podríamos encontraros, y mi jefe envió a los hombres que os atacaron.
—¿Tu jefe? ¿Quién es? ¿Por qué quiere matarnos? —pregunto tranquilamente, como si no me preocupara lo más mínimo. Mentira, me preocupa. Y mucho.
—Toyosu Mitsune, él es el nuevo amo. El líder de la mafia japonesa, que llevaba tiempo rivalizando con el gordo. Pero se terminó.
La mujer se pone en pie. Unos cuantos hombres trajeados, que habían estado aguardando en las sombras, más allá de la pista de baile iluminada, empiezan a acercársenos. Nos rodean a la mujer de la espada, al cadáver del amo, a la chica y a mí, pero sólo harán daño a dos de todos nosotros, de eso no hay duda. Me pregunto a qué estará esperando Jones. Los hombres no empuñan ninguna clase de arma, pero, advirtiendo que la mayoría de ellos son japoneses, llego a la conclusión de que no las deben necesitar. Seguro que llevan cuchillos cortos, de esos con los que se cortan los dedos cuando alguno la caga. Me acojono, y no poco.
—Oye, nosotros no te hemos hecho nada. Ni a ti, ni al Toyota ese —digo balbuceando, extendiendo un brazo instintivamente para proteger a Violet.
—¡Silencio!
La mujer vestida de látex rojo, que, curiosamente, no tiene nada de japonesa, me golpea en la nariz con la funda de su katana. Inmediatamente, mientras caigo arrodillado por el dolor (otra vez), noto fluir de ella la sangre caliente. El modo en que aúllo, como un perro hambriento y apaleado, mientras me tapo la nariz con miedo de tocarla (otra vez), parece hacer a Violet compadecerse de mí, que sabe de primera mano lo que ha estado padeciendo mi maltrecho apéndice nasal, y me coge de los hombros como para consolarme. Oigo las risas de algunos de los esbirros, se ríen de mi dolor. Me miro las manos, impregnadas de sangre, y un estupor frío me inunda.
—¡Eh, déjalo en paz!
Violet me suelta y se acerca a la mujer, dispuesta a darle un puñetazo. Su puño no llega a su destino, la zorra de la katana le propina una fuerte patada en el pecho. Violet cae al suelo, junto a mí. Se frota el seno izquierdo, pero no se queja, sólo aprieta los dientes, y me dirige una mirada en silencio. «Lo intenté», parece que dice.
—Vais a sufrir —dice la zorra en látex—. Por meteros donde no os llaman. Por resistiros a morir. Porque no sois nadie.
Dicho esto último, desenvaina la espada, tira la funda lejos con un teatrero ademán, clava su mirada en mí, sentenciosa. Ejecuta un mandoble vertical.
Estoy saboreando la sangre cálida que pasa entre mis dientes, se mezcla con mi ya de por sí sucia saliva. La ira que el renovado dolor ha encendido en mí me hace reaccionar a la velocidad del rayo, no me da tiempo ni a pensar lo que hago. No sé cómo, esquivo la hoja de la katana, me pongo al lado de su dueña, hago estamparse mi codo derecho contra sus morros pintados de voluptuoso rojo, que sueltan una exclamación de dolor y sorpresa; cae contra el sofá, hundiéndose en él con la fuerza de la caída, pero no espero a que reaccione, mi furia es ciega y sólo puedo observar impotente mientras mi cuerpo empieza a darle puñetazos en la cara sin ton ni son, su cabeza rebotando en el acolchado del sillón, sus cabellos negros agitándose indecisos a uno y otro lado.
Menos mal que alguien, uno de sus compañeros, se arroja contra mí y caemos los dos al suelo, salvándola de quedar tonta con los golpes. El tipo, encima de mí, me asfixia con una mano y me sacude en el estómago con la otra. Pero no siento los golpes, sólo noto el zumbido del constante e intenso dolor del centro de mi cara, que parece una bombilla de alarma encendida que nadie es capaz de desconectar. El tipo es uno de los japoneses, y tiene los ojos pequeños, pero eso no impide que yo hunda mi pulgar en uno de ellos, destrozándoselo, arrasándoselo, empujando la gelatina hacia el interior de su calavera. El tipo chilla; chilla como una niña, un gritito agudo y lastimero, patético, y yo pienso: «¿no os hacía gracia cómo gritaba por mi nariz? Reíd ahora, reíd hijoputas». El tipo, como es lógico, afloja la tenaza de mi cuello, y puedo quitármelo de encima sin esfuerzo, dejándole retorcerse en el suelo.
Me levanto, y compruebo que Violet me ha sustituido en el trabajo de apalear a la zorra en el sillón; le está dando puñetazos con su mano derecha, mientras que su víctima no acierta más que a agarrar y tirar de su teñido cabello, sin mucho efecto. Más allá de ellas, veo que uno de los tipos está sacando una pistola de la pechera de su traje, pero su cabeza revienta antes de terminar de hacerlo, y cae al suelo con la culata del arma asomando, al igual que su cerebro. Ha sido Jones.
Otro sí llega a disparar; su objetivo es Violet, en un intento de rescatar a su «jefa», pero el disparo yerra y acaba en uno de los brazos del enorme sillón. Mientras da unos pasos hacia las chicas, esperando afinar su puntería, yo recojo del suelo la katana y le amputo el brazo con que sostiene el arma a la altura del codo. Oigo más disparos a mi espalda, mientras tanto; Jones me cubre desde el piso de arriba, entre las sombras, y algunos matones disparan a ciegas contra la oscuridad. Yo remato de varios golpes de espada al hombre sin brazo, mientras la zorra en látex consigue al fin zafarse de Violet, ponerse en pie sin que ésta deje de golpearla, y finalmente derrotarla de una patada giratoria en el estómago. Violet se encoge de rodillas en el suelo, abrazándose las tripas, sin aliento. La zorra en látex alza la mirada hacia la oscuridad.
—¡Que alguien encienda las luces de allí arriba! —grita con voz quebrada—. ¡Subid ahí y matad a ese cerdo!
Yo, que ya he terminado con el mío, miro a la mujer. Su pintalabios rojo se confunde con toda la sangre que le mancha los dientes y las mejillas, y también tiene un ojo enrojecido, pero no sé si se lo puso así Violet o fui yo mismo.
Se fija en mí, en la katana que no suelto. Me ofrece una sonrisa sádica, y se me parece una vampiresa hambrienta que nunca se sacia por mucha sangre que beba. Yo, por mi parte, me imagino que, pálido como soy y con mi nariz convertida en un hinchado bulto morado y supurante, le debo parecer una especie de triste e infernal payaso dibujado por un niño que tiene muchas pesadillas. La muy perra se inclina amenazante y sus manos me hacen gesto de que me acerque.
—¡Vamos! —susurra y ruge al mismo tiempo, casi parece el bufido de una leona, pero lo oigo bien a pesar del jaleo en el piso de arriba, donde Jones masacra a sus compañeros, subordinados o lo que sean—. Veamos si tienes huevos para usar eso, detective. ¡Vamos, ven!
Escupo un salivazo de la sangre con sabor a mucosidad que he estado sorbiendo involuntariamente en mi agitada respiración. Ella hace lo mismo con la sangre que sale de sus encías machacadas.
Parece que la muy perra se cree muy dura por poder con una chica a la que le saca una cabeza. Y no puedo olvidar lo de la nariz, más que nada porque me palpita como un segundo corazón y las sacudidas me atraviesan el cerebro como agujas de hacer calceta. Así que me lanzo contra ella blandiendo la espada, sin pensar ni un momento en lo injusto del enfrentamiento.
Pero me evita, mi ataque corta el aire, me bloquea las manos con una llave; me da un cabezazo de lo más certero, no lo dudo, porque me impacta de pleno en la nariz y, sin dar tiempo a que la espada, escurrida de entre mis manos, toque el suelo, sorprende aún más mis sentidos con un potente rodillazo en los genitales.
Todo esto es demasiado para mí, caigo de costado, abrumado, paralizado por el dolor, pero no me da cuartel, y despliega sobre mí toda una serie de pisotones y patadas, la mayoría dirigidas a la cabeza con la aviesa intención, digo yo, de acabar de destrozarme la nariz. Grita y ríe, desatada y victoriosa, yo me cubro como puedo, una mano en la cara, la otra entre las piernas.
De repente paran las patadas, y las risas de la zorra en látex se transmutan en un aullido rabioso. Mis ojos, vidriosos por las lágrimas de dolor, ven que Violet ha cogido la katana y ha atravesado a la zorra por la espalda; la hoja asoma por su vientre prácticamente limpia gracias al látex que recubre su cuerpo, pero no permanece mucho ahí. Violet tira de la espada violentamente y, en un movimiento algo torpe pero fluido, la hace girar alrededor de su cabeza y la hunde en el cuello de la mujer, quedando su estridente grito cortado en seco. No la decapita, la espada se queda a medio camino; Violet suelta la espada al notar que la mujer da dos pasos a un lado, como siguiendo la inercia del golpe recibido, y por fin cae de costado, emitiendo un ruido ronco y húmedo, haciendo su garganta gárgaras con la sangre.
Me incorporo sin dejar de mirarla, un poco temeroso de que se levante, con espada en el cuello y todo. He de reconocer que sí que era dura, sí.
Violet parece un poco estupefacta, no sé si asustada por lo que acaba de hacer o simplemente exhausta por el loco combate. Yo la miro, mientras me limpio la sangre que me brota de la nariz con la manga de mi gabardina. Como es impermeable, la líquida emanación se escurre por el tejido y cae al suelo haciendo un ruidito como de tamborileo en el sobresuelo de plástico blanco.
—¿Estás bien? —le pregunto con ahogada voz.
—¿Que si estoy yo bien? —me mira como si estuviera loco, medio riéndose, como siempre—. ¿Pero tú te has visto?
—La has matado —digo cabeceando hacia la zorra muerta—. Creí que te había dado un patatús de la impresión.
—Pues no, no —parece confundida, como si ni siquiera se le hubiera ocurrido—. Nunca había matado a nadie, pero no ha sido para tanto como se dice por ahí. Esa puta lo tenía bien ganado. ¿Puedes explicarme a qué venía tanta mala leche? ¿Qué les hiciste?
—Joder, nada. Supongo que querían resolver los cabos sueltos que dejó él —contesto, dejándome caer otra vez hasta quedar sentado en el suelo, y señalando al cuerpo sin vida del amo—. Se enterarían de que nos había contratado para rescatarte y nos querrían muertos por si tomábamos represalias, ¡o yo qué sé! Lo que pasa es que a mí me importa una mierda que esté muerto, ¡lo único que quiero es que dejéis todos de TOCAR MI PUTA NARIZ!
Y para decir esto último levanto exageradamente la voz, un aullido desesperado mezclado con un resignado sollozo, escupiendo sangre y saliva que soy incapaz de tragar.
Jones, que parece haber terminado con lo suyo en el piso de arriba, está bajando como puede la estrechísima escalera de caracol que nosotros mismos hemos usado poco antes, y hace su espeluznante siseo y gorgoteo espasmódico, riéndose de mí, mientras se nos acerca.
—¿Y tú qué? —le pregunto mezquinamente acusador—. ¿No decías que no era una emboscada, que había poca gente? ¡Mira cómo estamos, que casi nos matan!
—¡Y yo qué sabía! —Jones se encoge de hombros y me enseña las palmas ensangrentadas de sus manos, disculpándose—. Sólo noté el movimiento de cuatro o cinco personas, como mucho, y supuse que serían el amo y sus guardaespaldas. ¿Qué culpa tengo si se estaban muy quietecitos? Además, de cinco a ocho, que son los que había, no hay tanta diferencia. Vosotros os encargasteis de tres, el resto vinieron a por mí, ¿qué más quieres?
Me quedo mirándole paralizado un momento, sin saber qué decir del cabreo que tengo. Finalmente me echo las manos a la cara, tumbándome, mientras grito de nuevo
—¡LO ÚNICO QUE QUIERO ES QUE DEJEN DE TOCARME LA PUTA NARIZ!
con Violet coreándome las tres últimas palabras. Qué gracia le hace todo.
Tan pronto como el dolor me lo ha permitido, desde el Patente de Corso he llamado a Hardy para que vaya hasta mi casa-despacho y me espere allí para arreglar lo poco que me queda de cara, me he hecho con la pistola del tipo al que le corté el brazo, he engullido sin interrupción ninguna tres tragos largos del mejor whisky que encontré tras una de las barras, y hemos salido de allí por la puerta principal, cerca de donde habíamos aparcado.
La sangre empieza a secarse, ya no necesito usar los trozos de papel higiénico que Violet me trajo de los servicios, pero el dolor es de tal magnitud que no puedo ni llegar al coche sin ayuda de Jones. Los ojos no me dejan de llorar por una continua sensación de picor o escozor que me sube desde el tabique nasal. Le digo a Jones que se detenga, pues me intenta hacer entrar en el asiento del conductor.
—No, no —balbuceo con una voz irreconocible para mí—, no puedo. Échame atrás, me duele demasiado para conducir.
—Yo no puedo, Nass, ni aunque eche del todo hacia atrás el asiento. Casi no entro ni de pasajero. Además, hace mucho tiempo que no conduzco, desde que me hice demasiado grande, ¿cuando cumplí los siete años o así, sería?
—Violet —llamo, y mi voz parece una súplica mientras Jones me deja tumbado suavemente en el asiento trasero.
Ella aparece desde un lado detrás de él, y se acerca a mí, apoyándose con las manos sobre el asiento, cuando él se retira.
—Toma, llévalo tú.
Del bolsillo de mis pantalones saco las llaves y se las alcanzo a tientas. Su pequeña mano choca con la mía y me las arrebata.
—Bueno, vale, pero no sé adonde vamos, ¿eh?
—Yo te iré indicando —oigo gruñir a Jones, fuera del coche—. Pero no me hagáis conducir porque no lo soporto.
Tengo los ojos cerrados, tumbado, con las piernas flexionadas. Oigo entrar a uno y a otro en el coche. Violet arranca, siento el coche dar marcha atrás un momento, luego hacia adelante, y nos incorporamos a la circulación, creo.
Intento hacer que el dolor desaparezca, concentrándome en plan meditación, pero no me sale. Consigo el efecto contrario y todo parece desaparecer, menos el dolor, que se intensifica. Noto como si tuviera una bola de plomo que se bambolea ligeramente delante de la cara, unida a mí por una fina tira de piel que siento estirada y sobrecargada. Abro un momento los ojos, intentando distraerme del dolor, tras comprobar que mi imaginación lo torna peor.
Veo el cogote coronado por la gruesa ala del sombrero de Jones, en la base de la cual se esconden las afiladas puntas de sus orejas. Del otro asiento veo una parte de la espalda de Violet y de sus cabellos morados.
Mi mente me la juega, vulnerada por el dolor quizá. Pienso en Jones, el monstruo que lleva toda la vida luchando contra su naturaleza, pero que ha tenido que aprender a soportar la naturaleza igualmente monstruosa de todos los demás sin dejar a la suya imponerse arbitrariamente, como debería ser. Pienso en Violet, la chica de tan sólo diecinueve años que, desde vaya uno a saber cuándo, ha visto postrada sin remedio su naturaleza tierna y hermosa ante los mismos monstruos que Jones no puede masacrar.
Pienso en por qué no se lo permito. Por qué no dejo que Jones mate a todos. Por qué no los mato yo a todos, y luego me mato a mí.
Pienso en la guerra de hace tantos años; me veo repartiendo sufrimiento y miedo, pero no tengo mi cara, ni tampoco mis compañeros la suya. Todos tenemos el rostro de Jones, y en los brillantes cristales rojos de nuestros ojos se refleja el fuego y la carne mezclados, indivisibles, de nuestras víctimas.
Este mundo es el infierno, y la gente como yo los operarios de las máquinas de tortura.
Me revuelvo en el asiento. La nariz me palpita y me pesa, y los ojos me lloran, pero ya no es por el dolor.
—Thomas, despierta.
Abro los ojos. El rostro de Violet, irremediablemente dulce a pesar de su expresión de cierta alarma y preocupación, me contempla desde arriba. Ha abierto la puerta de atrás, su mano está apoyada en mi hombro y me zarandea un poco. Detrás de ella veo a Hardy y a Jones ante el portal de nuestra casa. Ha dejado de llover, pero el cielo sigue igual de oscuro.
—Venga, hombre, levanta —me dice con toda la suavidad con que se trata a un paciente postrado y terminal—. Vamos, que te ayudo.
Me pasa las manos por debajo de mis brazos lánguidos. Mi sueño no ha podido ser muy largo, de unos cuantos minutos como mucho, pero me despierto confuso y aturdido como si lo hiciera en otra época, varios siglos después.
—¿Qué pasa? —pregunto murmurando, sin referirme a nada en concreto.
—Vuestra casa. La han reventado los que nos atacaron donde el médico. Se lo han dicho a él vuestros vecinos.
Consigo salir y ponerme en pie. Violet ha metido su cabeza por debajo de mi brazo izquierdo para llevarme hasta el portal, ya que parece que no mantengo bien el equilibrio.
—¿Qué pasa? —vuelvo a preguntar, con la mente y la vista obnubiladas, ya lo bastante cerca de mis amigos, creo, como para que me escuchen.
—Aquellos cabrones estuvieron aquí antes que en mi consulta —contesta Hardy—. Tienes la puerta reventada con un explosivo, como la mía. Tus vecinos no han llamado a la policía por miedo. Tampoco iba a servir de mucho…
—No sé si es seguro que nos quedemos —oigo que dice Jones, aunque ya no le veo porque he cerrado los ojos. Me quedo de pie sujeto por Violet, francamente abandonado a su cuidado—. Podrían volver a buscarnos, sobre todo después de lo que pasó en el local del amo…
—Sí, ¿y qué hacemos con él? —Violet se refiere a mí, supongo. Me enternece la preocupación de su voz—. Mirad como está. Parece que esté muriéndose de pie.
Creo que sonrío al oír esto, pero no estoy seguro de si controlo todavía los músculos de la cara.
—Más bien parece que ya esté muerto —dice Hardy, también preocupado—. No, tengo que intentar arreglar eso cuanto antes. Subamos.
Noto los largos y huesudos dedos de Jones envolverme. Su incómodo abrazo me alza. A ciegas, un leve sentimiento de vértigo me envuelve. Creo que me está subiendo hasta nuestro piso. Oigo los pasos pesados y algo irregulares de Hardy, y el característico sonido de los mocasines negros que lleva Violet, ambos castigando los sufridos escalones de vieja madera. Jones, pese a sus enormes botas, apenas parece pisar el suelo, ni aun llevándome en brazos.
Mi cabeza reposa en su huesudo hombro. Su corazón no está cerca, pues lo tiene justo en el centro de su pecho, pero noto los latidos, potentes y demasiado pausados, transmitidos a través de sus huesos contra mi cráneo. Las sacudidas resultan tranquilizadoras, agradables. Quizá me siento tan seguro que me abandono por eso otra vez al mismo sueño inconsciente de hace unos minutos.